BREVES NUPCIAS
Entre los ilustres personajes que solían frecuentar la
casa del marqués de Ustáriz se contaba un caballero de origen caraqueño, don Bernardo
Rodríguez del Toro, hermano del marqués de igual apellido. Este caballero acostumbraba
acudir a las reuniones acompañado de su única hija doña María Teresa, muchacha de unos
veinte años, no demasiado bonita pero sí con cierto encanto en su persona, muy
simpática, discreta, inteligente, de carácter dulce y acusada personalidad. Sus muchas
virtudes y la extraña melancolía que emanaba de María Teresa hicieron que el romántico
y apasionado Simón Bolívar se prendase de ella, no tardando en confesarle su sincero
amor que fue plenamente correspondido. Era aquel el primero y el más puro amor de su
vida.
Don Bernardo, enterado del afecto que unía a Simón y María Teresa, no tuvo
inconveniente en aceptar de modo oficial el noviazgo, pero impuso una condición, la de
retrasar por cierto tiempo la boda, pues Bolívar apenas contaba con diecisiete años, y
se le consideraba aún muy joven para llegar al matrimonio. Simón aceptó con disgusto
esta condición, pero ello no impidió que jurase amor eterno a María Teresa, y ella
respondiese de igual forma. Era en septiembre del año 1800 cuando Simón Bolívar,
queriendo dar mayor formalidad a su noviazgo y estando todavía en prisión su tío don
Estéban, escribió a sus parientes de Venezuela, anunciándoles oficialmente sus
propósitos y pidiéndoles su consentimiento.
Entre otras cosas escribía: "...por haber enamorado de una señorita que es una joya
de inestimable valor, sin tacha y adornada de muy recomendables prendas como es mi señora
doña María Teresa, he determinado contraer matrimonio con dicha señorita con vuestro
permiso". Como sea que Simón temía que su poca edad fuese causa de oposición por
parte de sus familiares, su carta fue prodigio de diplomacia, en la que se adivinaba ya al
hábil político que más tarde sería. Estaba escrita con afecto y humildad. Y surtió el
efecto deseado. Su tío don Carlos Palacios, y con él los demás parientes, dieron su
consentimiento para la boda. Ya sólo quedaba dejar pasar un poco el tiempo, para que don
Bernardo accediera, a pesar de la juventud de Simón. Don Bernardo Rodríguez del Toro y
su hija María Teresa abandonaron Madrid para pasar una temporada en sus posesiones de
Bilbao. Simón se despidió tristemente de su prometida, pues él tuvo que quedarse en la
corte, entregado a los provechosos estudios que realizaba bajo la dirección del marqués
de Ustáriz. Pero ocurrió un desagradable incidente que favoreció su alejamiento casi
total de un ambiente en el que cada día se sentía menos a gusto.
Una mañana, Simón Bolívar paseaba como otras veces montado en su soberbio caballo. Iba
a cruzar la puerta de Toledo cuando varios alguaciles le dieron el alto y, diciendo que
cumplían órdenes del Ministro de Finanzas, se dispusieron a registrarle. El motivo,
según decían, era que estaba prohibido por entonces el uso excesivo de joyas, y
especialmente de diamantes, y Simón Bolívar, que aquel día, como casi siempre, vestía
su uniforme de la Milicia venezolana, lucía en los blancos puños de su camisa unos
soberbios gemelos de diamantes. Le dijeron que aquello significaba una ostentación
indebida y contra la ley.
-Nunca he visto que se reprendiera a nadie por esta causa - replicó Simón, creyendo que
semejante trato era debido a su condición de criollo.
-La ley existe, señor, y nosotros cumplimos órdenes del señor ministro -repitieron los
alguaciles-. Debemos registraros.
De ningún modo consentiré semejante ultraje. Me niego a ser registrado, y defenderé mi
derecho aunque deba hacer uso de la espada - exclamó con voz altiva el orgulloso joven, a
la vez que desenvainaba la espada y se ponía en guardia contra los alguaciles.
El resultado de este incidente hubiera sido de lo más desagradable, a juzgar por el cariz
que tomaba, de no ser por la providencial llegada al lugar del suceso de varios amigos
influyentes de Simón que resolvieron el caso de la mejor manera. Desde luego, entre los
que habían presenciado el hecho se levantó un murmullo de admiración hacia aquel
jovencísimo y elegante venezolano que se había atrevido a desafiar él solo a un grupo
de alguaciles armados.
Los auténticos motivos de aquel atropello del que fue objeto Bolívar nunca se han
sabido. Se dijo que el instigador había sido Godoy. Se dijo que había sido la reina, a
causa de los celos. La verdad no se supo. Lo que sí era cierto es que aquello significó
el principio de la caída de Manuel Mallo, de quien la soberana ya parecía haberse
cansado.
Consecuencia inmediata del suceso fue la resolución de Simón Bolívar de alejarse de la
corte, centro de intrigas y de depravación. El buen marqués de Ustariz también le
aconsejó en este sentido. Madrid no era ya una ciudad acogedora para el joven criollo.
Bolívar se dirigió a Bilbao para reunirse con su prometida. La fogosidad de su carácter
y el profundo amor que le profesaba hicieron que insistiese una y otra vez acerca de don
Bernardo, a fin de que éste diera su consentimiento para la boda. Pero don Bernardo aún
se resistía. La misma impetuosidad de los dieciocho años de Simón era un freno.
-¿Por qué no te vas una temporada a París? -le sugirió don Bernardo-. Ese viaje puede
serte beneficioso para completar tus estudios.
-Yo preferiría hacer el viaje llevándome como esposa a María Teresa, señor - insistió
Simón.
-Ve a París tú solo, y a la vuelta se celebrará la boda - prometió don Bernardo.
Era una forma de atrasar un poco más la ceremonia. Pero Simón Bolívar aceptó la
propuesta, y emprendió viaje hacia París, pasando por Barcelona, Marsella y Lyón. Era a
finales de 1801.
Las circunstancias históricas de aquel momento parecían encaminar los ideales políticos
de Bolívar en una dirección concreta que lentamente se iba definiendo en su espíritu.
Atrás dejaba una España en la que reinaba un Carlos IV poco hábil, que dejaba las
riendas del gobierno en manos de ambiciosos como Godoy, apoyado por el carácter disoluto
de una reina, María Luisa, y por las intrigas de una corte aduladora y falsa. De esta
suerte, para la gloriosa España empezaba a declinar su gran esplendor. Como contraste,
Simón llegó a una Francia en donde gobernaba, como primer presidente de la naciente
República, un Napoleón Bonaparte, ídolo indiscutible de todos los franceses, porque con
mano firme había sabido salvar a la nación del desastre en que la hundió la Revolución
y la había conducido a una serie ininterrumpida de triunfos que le valieron un elevado
prestigio nacional. Precisamente en los días de la llegada de Simón a París, Bonaparte
regresaba victorioso de su campaña por el centro de Europa, tras haber firmado la paz de
Amiens y haberse asegurado de una manera total el control europeo.
No es de extrañar, pues, que el inteligente Bolívar se detuviera a comparar la decadente
corte de Carlos IV con la efervescente figura de Napoleón Bonaparte, aclamado por su
pueblo como caudillo invencible, y que en esta comparación la monarquía quedase vencida
por la República. Y sí, desde hacía tiempo, su mente abrigaba ciertos ideales
republicanos, viviendo en París y respirando la intensa actividad napoleónica, con mucha
más fuerza tales ideales se afianzaron.
Si embargo, por aquel entonces Simón Bolívar todavía estaba muy lejos de interesarse
por la política. Lo único que a él le interesaba era María Teresa y su gran amor por
ella. Como él mismo dijo más tarde: "En mi cabeza sólo había la niebla de un amor
apasionado".
En las cartas que escribió desde París a sus familiares se observa una constante, la
petición de dinero. Y es que se entregó con toda la ilusión de sus sueños a comprar
los regalos de boda que ofrecería a María Teresa.
En los primeros días de abril, Simón regresó a España. Un único deseo le acuciaba:
casarse. Nada ni nadie había logrado apagar el fuego de aquel amor sincero en el que
Simón se consumía. También el de María Teresa seguía latente, más vivo cada día. La
pareja logró convencer a todos de la firmeza de su amor.
Por fin, tras obtener todos los permisos necesarios, incluído el consentimiento real,
Simón Bolívar Palacios y María Teresa Rodríguez del Toro y Alaiza contrajeron
matrimonio en la capilla del palacio madrileño del duque de Frías, que luego fue cedida
a la actual parroquia de San José. Era el día 26 de Mayo de 1802. Simón no tardaría en
cumplir los diecinueve años y María Teresa los veintidós.
Pocos días más tarde, el joven matrimonio viajó hasta la Coruña, donde embarcaron
rumbo a Caracas.
-Estoy deseando llegar a Venezuela para que conozcas nuestra hacienda de San Mateo,
querida -decía Simón a su esposa-. Allí he pasado los mejores momentos de mi vida, y
creo que tú también podrás ser muy feliz en aquellas tierras.
-Yo seré feliz donde tú estés, Simón -replicaba la esposa enamorada.
-Lo seremos juntos y tendremos muchos hijos, que dejaremos corretear libres por los campos
desde muy pequeños y galopar en caballitos que les compraremos para que aprendan a ser
buenos jinetes, como lo fue su padre desde muy niño -seguía soñando Simón, siempre
presto a dejar volar su imaginación.
-¡Qué maravilloso es oírte hablar! -exclamaba María Teresa dulcemente embelesada.
-Siento nostalgia de mi país, querida, y deseo que tú lo conozcas cuanto antes y
aprendas a quererlo como yo. Hemos de seguir la tradición de los Bolívar y lo haremos al
frente de nuestras plantaciones, velando por nuestras gentes y por nuestros intereses.
Verás que bello porvenir nos aguarda, querida esposa.
El joven matrimonio desembarcó en el puerto caraqueño de La Guaira en el mes de agosto,
instalándose en una de las casas familiares de la ciudad, la llamada Casa de la Esquina
de las Gradillas. La más completa felicidad parecía sonreír a la pareja, que repartía
su vida entre Caracas y la hacienda de San Mateo, que igual habían hecho sus padres.
Simón vigilaba personalmente la marcha de la hacienda, se levantaba temprano y hacía
vida sana al aire libre, paseaba, montado a caballo no olvidaba la hermosa afición por la
lectura adquirida en Madrid. María Teresa vivía entregada al hogar, cuidando de su buena
marcha.
Era una vida tranquila, apacible y feliz a más no poder. Su amor seguía siendo dulce y
apasionado como el primer día.
Pero Simón Bolívar no parecía destinado a vivir en paz, pues su felicidad duró apenas
unos meses. En los primeros tiempos María Teresa resistió bien los rigores del clima
tropical, más llegado el mes de enero de 1803 contrajo la fiebre amarilla. Sólo
resistió a la enfermedad cinco días, al cabo de los cuales murió sin ni siquiera haber
vivido lo suficiente para dar a Simón un heredero. María Teresa murió a los ocho meses
escasos de haberse casado con Simón. Al día siguiente de la muerte ocurrida el 22 de
enero, el cadáver de la infortunada esposa fue enterrado en la capilla de la Santísima
Trinidad, en la catedral de Caracas. Envuelto en un precioso vestido de brocado blanco de
seda con adornos de plata, su cadáver descansaba dulcemente, por deseos de Simón, sobre
el faldellín con que éste había sido bautizado en aquella misma catedral caraqueña.
La muerte de María Teresa fue un duro golpe para Simón. El joven viudo de diecinueve
años quedó sumido en la más amarga de la soledad. Parecía estar condenado a la
soledad, a la eterna falta de familia. Huérfano desde muy pequeño, cuando había creído
hallar la felicidad verdadera, fundando su propia familia, el destino volvía a dejarle
sólo, sin esposa y sin hijos que le consolasen. Su hermano Juan Vicente trató por todos
los medios de distraer la atención de Simón, pero esto no era fácil. El corazón del
joven Bolívar parecía haber muerto con la esposa amada.
-Quería tanto a mi mujer que juro, ahora que se ha ido para siempre de mi lado, que no
volvería a casarme jamás -dijo Simón.
Y, efectivamente, cumplió su promesa, aunque no supo guardar fidelidad al recuerdo de
María Teresa. Simón Bolívar fue hombre de muchas mujeres, pero si alguien se hubiera
atrevido a decírselo en los momentos desesperados de su temprana viudez, es posible que
hubiese reaccionado con la violencia características de sus pasiones.
-María Teresa no era de este mundo -afirmó Simón, entregado a un profundo dramatismo.
Dios la arrebató de mi lado porque le pertenecía a él.
De lo que no cabe la menor duda es de que la prematura muerte de María Teresa, con la que
se dieron fin a aquellas breves e idílicas nupcias, hizo que el destino de Simón
Bolívar cambiase radicalmente, o al menos que se acelerase su destino político. Si
Bolívar perdió con María Teresa su felicidad, Sudamérica ganó el jefe de su libertad.
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