Talibanes, trituradores de una nación

Afganistán tiene el prescindible privilegio de contarse entre los seis países más desgraciados de todos, por obra de una secta de fanáticos cuyas principales víctimas son las mujeres.

 El drama de la pésima situación general de Afganistán es tan profundo que sólo se ve superado en el mundo por lo que acontece en cinco estados africanos: Malí, Burkina Faso, Somalía, Níger y Sierra Leona.

Estos, y Afganistán, en último término, constituyen la media docena de países más desgraciados de todos. Entre los terribles males afganos cabe destacar la magra esperanza de vida ,que es de 44 años; el ínfimo producto bruto interno, que alcanza a 800 dólares anuales y resulta ser tan sólo el 12 por ciento de la media mundial; la minúscula disponibilidad de agua incontaminada, que apenas basta para surtir al 12 por ciento de la población; el restringido acceso a los servicios de salud, que beneficia a un escaso 30 por ciento de los afganos; el analfabetismo, que afecta a más de la mitad de los varones y al 87 por ciento de las mujeres... y la lista sigue.

Males afganos hay muchos otros, pero quizás el más grave de todos -y acaso aún más grave que el conjunto de todos- sea la trituración progresiva de este país centroasiático en el puño del tiránico movimiento talibán, formado por musulmanes que se dicen ultraortodoxos, pero a quienes los ortodoxos -sunnitas, shiitas- consideran heréticos.

Los talibanes son aquellos integristas, duramente condenados por las Naciones Unidas, que a principios de marzo dieron una nueva prueba de exacerbado fundamentalismo, cuando perpetraron la devastación del museo de Kabul y la demolición de los gigantescos budas de piedra que existían en su territorio y constituían un histórico y artístico testimonio de la época preislámica de Afganistán, durante la cual este país fue parte de la India. Los pedazos resultantes de la voladura de esas gigantescas figuras pétreas habrían sido vendidos, con pingües ganancias, en las fronteras.

En 1893, los británicos terminaron por reconocerles a los afganos su independencia, asentada en una nacionalidad con predominio de la etnia pathan, constitutiva entonces del 45 por ciento de la población, y también justificada por una leyenda en la que ellos creen ciegamente, y según la cual descienden del rey Saúl, el inmediato predecesor de David en el trono de los judíos y miembro de la tribu de Benjamín, una de las siete grandes tribus de Israel.

La independencia le llegó al Afganistán moderno luego de un acuerdo entre Gran Bretaña y Rusia. En 1949, Paquistán, escindido de la India ya libre, sostuvo la independencia afgana para oponerse a la gran India. Pero, simultáneamente, inició un proceso de reivindicación de Afganistán, apoyándose en el hecho de que en ese país había -y aún hay- tantos pathanes como en el propio territorio.

El proceso reivindicativo aún está en curso. El máximo líder talibán, Mohammad Omar, pertenece a la etnia pathan, que ha gobernado en Afganistán durante los dos últimos siglos, imponiéndose a las otras etnias, básicamente las hazara, tadjika, uzbeka y turkmena. El movimiento talibán -originado entre los afganos que se refugiaban en Paquistán escapando de las luchas intestinas- entró en escena hacia octubre de 1994, ya liderado por Mohammad Omar.

Pretendía -y concretó su pretensión- restablecer el orden interno alterado por las guerras interétnicas, aplicando para eso, aunque a su manera, las normativas de la Sharia, la ley que se basa en los principios del Corán y en los dichos de Mahoma, y que reglamenta la vida política, religiosa y social de los musulmanes.

Los talibanes la aplican de manera asaz inflexible y también antojadiza, según los ortodoxos, hasta el punto que no toleran oposición ni debate. Para colmo de su sectarismo, con ese proceder absolutista contrarían una característica esencial de los musulmanes, cual es la libertad para analizar los preceptos coránicos, cuya formulación sí es inmodificable.

 Como consecuencia de dicha libertad, cualquier análisis de la preceptiva coránica que pueda hacer un musulmán corriente se considera tan válido como el que haga un musulmán docto en la materia.

Los talibanes, en cambio, han interpretado aquellos preceptos deformando, en ocasiones, su sentido explícito, de manera que ya no ha sido observable lo prescripto originalmente. La destrucción de los budas gigantes constituye un ejemplo de tal desviación.

En efecto, esas estatuas no eran ídolos a los que el Corán condena, sino, simplemente, imágenes significativas a la manera de las imágenes cristianas. Visto lo acontecido con los budas, podría mirarse a los talibanes como a una rama de los sectarios wahabitas, que destruyeron el sepulcro de Mahoma por considerarlo objeto de idolatría.

Los afganos que revistan en el shiismo (corriente minoritaria del Islam frente al sunnismo) fueron el pasto temprano de la purificación religiosa ejercida por los talibanes; empero, y no obstante la raíz religiosa del accionar talibán, se justifica considerar que sus grandes víctimas son las mujeres de cualquier condición y, en definitiva, los derechos humanos.

Las mujeres de Afganistán han perdido bajo la férula talibana el derecho a estudiar y trabajar. Las viudas, por su debilidad en la estructura social, resultaron las más perjudicadas.

Para colmo de la discrecionalidad y del desviado rigor con que los talibanes aplican la Sharia (también vigente, pero con criterio ortodoxo, en Paquistán, Arabia Saudita, Irán, Sudán, Libia y Egipto), pesan sobre las mujeres afganas, cualquiera que sea su estado civil, numerosos tabúes como, por ejemplo, el verse obligadas a escamotear de las miradas masculinas la visión de su semblante, ocultándolo tras la espesa veladura de la burka, de la cual no se libran ni los ojos.

Además, deben caminar varios pasos a la zaga del varón; no pueden ser atendidas por médicos varones porque los médicos -varones o mujeres- deben atender sólo a pacientes de su mismo sexo, con lo cual, dado el irrelevante número de médicas, las enfermas no tienen virtualmente quién las asista; no deben tampoco, las mujeres afganas, manejar automóviles (no faltará n corrientes de opinión occidentales que les den a los talibanes un poco de crédito en este punto), y a la prensa se le ha prohibido tomar fotografías de mujeres... Pero los talibanes llevan su dureza de pórfido aún más allá: los varones se ven forzados a usar barba y turbante; el cumplimiento del precepto de la oración es controlado policialmente; los adúlteros son lapidados; a los ladrones se les amputan manos o pies; el fútbol está anatematizado; ha sido vedado el funcionamiento de los canales de TV; tampoco están permitidos los videos; el cine se acabó desde que las salas cinematográficas fueron convertidas en mezquitas; nadie está autorizado a escuchar música por radio (a cargo, claro, de emisoras extranjeras); la prensa está amordazada y en ocasiones ha sido fusilada...

El movimiento talibán surgió con una milicia de 800 miembros. Pronto se convirtió en la mayor de cuantas facciones islámicas pugnaban entre ellas por dominar el país durante la guerra civil declarada en 1989, año en que las tropas rusas invasoras se retiraron corridas por los mujahidines y por los acuerdos de Ginebra.

En su lucha contra los rusos, esos guerrilleros anticomunistas habían recibido apoyo armamentístico y propagandístico de los Estados Unidos, un apoyo que contó, en su segundo aspecto, hasta con la figura del invencible Rambo en su tercera película. Pero los talibanes de Muhammad Omar combatieron a su vez contra los victoriosos mujahidines, y, al cabo, los derrotaron.

Dieron su golpe de gracia en septiembre de 1996, conquistando Kabul, la capital afgana, hazaña que algunos analistas explican atribuyendo a Paquistán una participación solapada con el beneplácito de los Estados Unidos y de Arabia Saudita.

Estos dos últimos países, que encaraban la construcción de un ducto en el oeste afgano -obra adjudicada a la compañía norteamericana Unocal en sociedad con la saudita Delta Oil-, habrían buscado satisfacer sus intereses petroleros en detrimento de Rusia e Irán.

Al mismo tiempo y por su parte, Paquistán intentaba instaurar en Afganistán un régimen tutelado que le fuese propicio en su enfrentamiento con la India y que le abriera paso hacia el Asia Central, de manera de obtener allí injerencia y utilidades en el flujo de hidrocarburos.

Para los lectores interesados en la filología, talibán es el plural del sustantivo árabe talib, que significa estudiante y que, en este caso, alude a estudiosos de la religión musulmana.

Las facciones afganas que lucharon entre ellas se agrupaban, generalmente, en etnias o en clanes, pero los talibanes se identificaban como estudiosos permanentes del Corán.

Ahora, esta calidad que los definía al principio, cuando eran pocos y escogidos, se ha diluido en el gran número alcanzado por sus huestes, que ya están mayoritariamente formadas por fanáticos iletrados.

Fue a partir de la toma de Kabul que los integristas talibanes pudieron dedicarse a regir el país con sus estrictísimos preceptos religiosos, procurando transformar a Afganistán, desde su posición sectaria, en el más puro de todos los Estados islámicos, y, según la alarmada sospecha de sus vecinos, en un modelo exportable.

La posibilidad de que los talibanes extiendan su accionar más allá de las fronteras de su país es temida en las otras cinco repúblicas musulmanas del Asia Central, las que, en consecuencia, apoyan a las minorías étnicas contrarias a los talibanes, contando para eso con el concurso de Rusia y de Irán, país shiita.

Los talibanes devuelven la cortesía amparando a conspicuos representantes de los movimientos islámicos de oposición, como el independentista chechenio Shamil Basaiev, los mujahidines contrarios al gobierno de Teherán y aquel que es hoy, como antes lo fue Khadafi, el enemigo público número uno de los Estados Unidos: Ben Laden, el terrorista que en 1998 perpetró cruentos atentados en Nairobi (Kenya) y Dar es Salaam (Tanzania).

Laden, cuyas cuentas internacionales fueron congeladas en represalia, se beneficia hoy de las 4600 toneladas de opio que produce Afganistán y de la heroína que se vuelca desde allí sobre Europa y que significaría, aproximadamente, el 70 por ciento del consumo en el Viejo Mundo.

Esas fuentes de riqueza no sólo explican el poderío de los talibanes, sino que, según la ortodoxia musulmana sunnita y shiita, los desenmascaran como incurrentes en una falta que el Islam considera peor que cualquier otra: declararse musulmán y proceder hipócritamente en contradicción de lo que significa serlo.

Así se mira, por cuanto la producción y comercio de estupefacientes en Afganistán desconoce el precepto coránico que reprueba la intoxicación voluntaria.

Los talibanes, empero, producen y comercian droga como si no existiera la condena explícita de aquel pecado ni la implícita -como es lógico y moral- de la inducción al acto pecaminoso, así sea en el perjuicio espiritual de quienes no son musulmanes. La necesidad y la codicia le ponen un rostro herético a la guerra santa de los talibanes.

 

Texto: Mario Pérez Colman Copyright © 2001 La Nación | Todos los derechos reservados

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