EL VERSO
CON RIMA Y MEDIDA

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AUTÉNTICA POESÍA


    En esta página encontrarás poesías de:


     

CANTO A LA MUJER CORDOBESA
de la obra de teatro «Un alto en el camino»

          Es artista y cordobesa,
          con andares de gitana;
          mira como una sultana
          y habla como una princesa.
          ¡Si la vieras a caballo!
          En Córdoba la encontré
          cuando en la feria de mayo
          las treinta mulas compré.
          Comentando la corrida
          en la que Antonio Cañero
          sacando la jaca herida
          puso el rejón más certero
          que había puesto en su vida,
          estábamos Paco Gil,
          Pedro, el de Puente Genil,
          y el Niño Sabio, el de Lora,
          en la puerta el Mercantil
          tomando una de «Pastora».
          ¡Qué trajín! ¡Cuánta alegría,
          de aquel bullir que no cesa,
          en el que contribuía
          la gracia y soberanía
          de la mujer cordobesa!
          No te puedes figurar,
          tú que aquello lo conoces
          de cuando fuiste a comprar
          la yegua, el rumor de voces
          de la calle Gondomar.
          Como reguero de hormigas
          las mujeres paseaban
          y al pecho todas llevaban
          flores en lugar de espigas.
          Y entre mujeres y flores,
          pasaban los domadores
          por delante de nosotros,
          luciendo sobre los potros
          los atalajes mejores.
          ¡Qué de coches! ¡Qué de troncos!,
          donde los caballos broncos
          mostraban todo su brío,
          yendo los cocheros roncos
          de tanto hablar al gentío.
          Entre aquella animación,
          un grito de admiración
          alarmó a la gente seria;
          cuando por la Concepción
          se vio subir de la feria
          el cuerpo más soberano,
          más gallardo y más serrano
          que viera del sol la luz,
          sobre un potro jerezano
          del mejor hierro andaluz.
          ¡Vaya mujer con hechuras,
          luciendo el traje campero
          de vistosas bordaduras,
          al sonar las herraduras
          del caballo postinero!
          Ángel que tenga su cara,
          No tiene Dios en los cielos;
          Pues su hermosura es tan rara,
          que si un ángel la mirara,
          los demás sintieran celos.
          Como dos finos manojos
          de claveles reventones
          eran sus labios de rojos,
          y eran dos vivos crespones
          la luz que daban sus ojos.
          Era arrogante y morena;
          su pelo como la pena
          que desgarra las entrañas,
          y llevaba las pestañas
          de la propia Macarena.
          Caballo mejor domao
          ni mejor atalajao
          ningún andaluz lo sueña,
          ni traje mejor cortao
          que el que lucía su dueña.
          Era de plata el herraje
          del freno y del hebillaje,
          como el caballo de un rey,
          y de oro fino de ley
          los alamares del traje.
          Y era tanta su destreza
          para fijar con limpieza
          los andares de la jaca,
          que su garbo y gentileza
          sobre todo se destaca.
          Pues ya ves si llevaría
          el potro con gallardía,
          cuando hasta el propio Cañero
          tiró a su paso el sombrero
          diciéndole una alegría.
          Mezcla de gitana y reina,
          llegó entre palmas y olés;
          espuelas de oro en los pies,
          y por corona y por peina
          un sombrero cordobés.
          Al paso de su alazán
          la gente se descubría
          pues todo el mundo creía
          que llegó el Gran Capitán
          el alma de Andalucía.
          Unas vueltas dio al paseo.
          El potro, con su braceo,
          no cabía en la ancha calle;
          al compás del manoteo,
          quebraba su lindo talle,
          y aquella mujer preciosa,
          de hermosura tan completa,
          se iba meciendo orgullosa
          como en la mejor maceta
          se mece la mejor rosa.
          Su gracia la requebré
          cuando a mi lado pasó:
          lo que dije no lo sé;
          lo cierto es que me miró...
          y es sus ojos me enredé.
          Preso quedé en su mirar,
          como en el día la aurora,
          y estoy tan esclavo ahora
          como la perla que llora
          su esclavitud en el mar.
          Hablé con ella; fue mía...
          Puse en ella mi alegría,
          mis afanes y mis penas,
          y hoy por su gusto daría
          más sangre que hay en mis venas.
          Sé que no me pertenece,
          que no es de mi condición.
          ¡Pero ya no hay solución!
          ¡Que el hombre siempre obedece
          cuando manda el corazón!

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SERAFÍN Y JOAQUÍN ÁLVAREZ QUINTERO
Utrera (Sevilla), 1871/1873--Madrid, 1938/1944

 

        Fragmento de "Amores y amoríos"

          Era un jardín sonriente;
          era una tranquila fuente
          de cristal;
          era, a su borde asomada,
          una rosa inmaculada
          de un rosal.

          Era un viejo jardinero
          que cuidaba con esmero
          del vergel,
          y era la rosa un tesoro
          de más quilates que el oro
          para él.

          A la orilla de la fuente
          un caballero pasó,
          y a la rosa dulcemente
          de su tallo separó.

          Y al notar el jardinero
          que faltaba del rosal,
          cantaba así, plañidero,
          receloso de su mal:

          -Rosa, la más delicada
          que por mi amor cultivada
          nunca fue;
          rosa, la más encendida,
          la más fragante y pulida
          que cuidé;

          blanca estrella que del cielo,
          curiosa de ver el suelo,
          resbaló;
          a la que una mariposa,
          de mancharla temerosa,
          no llegó.

          ¿Quién te quiere? ¿Quién te llama
          por tu bien o por tu mal?
          ¿Quién te llevó de la rama
          que no estás en tu rosal?

          ¿Tú no sabes que es grosero
          el mundo? ¿Que es traicionero
          el amor?
          ¿Que no se aprecia en la vida
          la pura miel escondida
          en la flor?

          ¿Bajo qué cielo caíste?
          ¿A quién tu tesoro diste
          virginal?
          ¿En qué manos te deshojas?
          ¿Qué aliento quema tus hojas
          infernal?

          ¿Quién te cuida con esmero
          como el viejo jardinero
          te cuidó?
          ¿Quién por ti sólo suspira?
          ¿Quién te quiere?  ¿Quién te mira
          como yo?

          ¿Quién te miente que te ama
          con fe y con ternura igual?
          ¿Quién te llevó de la rama,
          que no estás en tu rosal?

          ¿Por qué te fuiste tan pura
          de otra vida a la ventura
          o al dolor?
          ¿Qué faltaba a tu recreo?
          ¿Qué a tu inocente deseo
          soñador?

          En la fuente limpia y clara
          ¿espejo que te copiara
          no te di?
          ¿Los pájaros escondidos,
          no cantaban en sus nidos
          para ti?

          ¿Cuando era el aire de fuego,
          no refresqué con mi riego
          tu calor?
          ¿No te dio mi trato amigo
          en las heladas abrigo
          protector?

          ¿Quién para sí te reclama?
          ¿Te hará bien o te hará mal?
          ¿Quién te llevó de la rama
          que no estás en tu rosal?

                    
          *  *  *

          Así un día y otro día,
          entre espinas y entre flores,
          el jardinero plañía,
          imaginando dolores,
          desde aquél en que a la fuente
          un caballero llegó,
          y la rosa dulcemente
          de su tallo separó.
           

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EDUARDO MARQUINA ANGULO
Barcelona 1879-Nueva York 1946


La hermana

        Verano, agosto: declinaba el día,
        pintado el cielo de vapores rojos,
        y volvían, pisando los rastrojos,
        dos niños
        -ella y él- a la alquería.

        Ella callaba; el chiquitín decía:
        -Yo era un soldado, y cuanto ven tus ojos,
        no eran parvas de trigo, eran despojos
        de una batalla en la que yo vencía.

        -Pero, ¿y yo?     -Deja, espera: ebrio de gloria,
        yo volvía después de la victoria
        y a ti, que eras la reina, te llamaba...

        -No..., no...; la reina es poca cosa; yo era
        -dijo la chiquitina- una enfermera;
        ¡y tú estabas herido...   y te curaba!

 

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