Martí, el escritor

La Edad de Oro
El camarón encantado

Cuento de magia del francés Laboulaye

 

Loppi no quería ser rey. Almorzaba bien, comía mejor; ¿a qué los trabajos de mandar a los hombres? Pero cuando Masicas decía a querer, no había más remedio que ir al charco. Y al charco fue al salir el sol, limpiándose los sudores. Y con la sangre a medio helar. Llegó. Llamó:

Camaroncito duro, 
Sácame del apuro":

   Vio salir del agua las dos bocas negras. Oyó que le decían "¿que quiere el leñador?" pero no tenía fuerzas para dar su recado. Al fin dijo tartamudeando:
   -Para mi, nada ¿qué pudiera yo pedir? Pero se ha cansado mi mujer de ser princesa.
   -¿Y qué quiere ahora ser la mujer del leñador?
   -¡Ay, señora maga!: reina quiere ser.
   -¿Reina no más? Me salvaste la vida, y tu mujer tendrá lo que desea. ¡Salud, marido de la reina!
   Y cuando Loppi volvió a su casa, el castillo era un palacio, y Masicas tenía puesta la corona. Los lacayos, los pajes, los chambelanes, con sus medias de seda y sus casaquines, iban detrás de la reina Masicas, cargándole la cola.
   Y Loppi almorzó contento, y bebió en copa tallada su anisete más fino, seguro de que Masicas tenía ya cuanto podía tener. Y dos meses estuvo almorzando pechugas de faisán con vinos olorosos, y paseando por el jardín con su capa de armiño y su sombrero de plumas, hasta que un día vino un chambelán de casaca carmesí con botones de topacio, a decirle que la reina lo quería ver, sentada en su trono de oro.
   -Estoy cansada de ser reina, Loppi. Estoy cansada de que todos estos hombres me mientan y me adulen. Quiero gobernar a hombres libres. Ve a ver a esa maga por última vez. Ve: dile lo que quiero.
   -Pero ¿que quieres entonces, infeliz? ¿Quieres reinar en el cielo donde están los soles y las estrellas, y ser dueña del mundo?
   -Que vayas, te digo, y le digas a la maga que quiero reinar en el cielo, y ser dueña del mundo.
   -Que no voy, te digo, a pedirle a la maga semejante locura.
   -Soy tu reina, Loppi, y vas a ver a la maga, o mando que te corten la cabeza.
   -Voy, mi reina, voy -y se echó al brazo el manto de armiño, y salió corriendo por aquellos jardines, con su sombrero de plumas, iba como si le corrieran detrás, alzando los brazos, arrodillándose en el suelo, golpeándose la casaca bordada de colores: ¡Tal vez, pesaba Loppi, tal vez el camarón tenga piedad de mí!" Y lo llamó desde la orilla, con voz como un gemido:
                                   Camaroncito duro, 
                                   Sácame del apuro".

   Nadie respondió. Ni una hoja se movió. Volvió a llamar, con la voz como un soplo.
   -¿Qué quiere el leñador? -respondió una voz terrible.
   -Para mí, nada: ¿qué he de querer para mí? Pero la reina, mi mujer, quiere que le diga a la señora maga su último deseo: el último, señora maga.
   -¿Qué quiere ahora la mujer del leñador?
   Loppi, espantado, cayó de rodillas.
   -¡Perdón, señora, perdón! ¡Quiere reinar en el cielo, y ser dueña del mundo!
   El camarón dio una vuelta en redondo, que le sacó al agua espuma, y se fue sobre Loppi, con las bocas abiertas:
   -¡A tu rincón, imbécil, a tu rincón! ¡los maridos cobardes hacen a las mujeres locas! ¡abajo el palacio, abajo el castillo, abajo la corona! ¿A tu casuca con tu mujer, marido cobarde! ¡A tu casuca con el morral vacío.
   Y se hundió en el agua, que silbó como cuando mojan un hierro caliente.
   Loppi se tendió en la yerba, como herido de un rayo. Cuando se levantó, no tenía en la cabeza el sombrero de plumas, ni llevaba al brazo el manto de armiño, ni vestía la casaca bordada de colores. El camino era oscuro, y matorral, como antes. Membrillos empolvados y pinos enfermos eran la única arboleda. El suelo era, como antes, de pozos y pantanos. Cargaba a la espalda su morral vacío. Iba, sin saber que iba, mirando a la tierra.
   Y de pronto sintió que le apretaban el cuello dos manos feroces.
   -¿Estás aquí, monstruo? ¿Estás aquí, mal marido? ¡Me has arruinado, mal compañero! ¡Muere a mis manos, mal hombre.
   -Masicas, que te lastimas! ¡Oye a tu Loppi, Masicas!
   Pero las venas de la garganta de la mujer se hincharon, y reventaron, y cayó muerta, muerta de furia. Loppi se sentó a sus pies, le compuso los harapos sobre el cuerpo, y le puso de almohada el morral vacío. Por la mañana, cuando salió el sol, Loppi estaba tendido junto a Masicas, muerto.