En la Ilíada
están juntos siempre los dioses y los hombres, como padres e hijos. Y en el
cielo suceden las cosas lo mismo que en la tierra; como que son los hombres
los que inventan los dioses a su semejanza, y cada pueblo imagina un cielo
diferente, con divinidades que viven y piensan lo mismo que el pueblo que las
ha creado y las adora en los templos; porque el hombre se ve pequeño ante la
naturaleza que lo crea y lo mata, y siente la necesidad de creer en algo
poderoso, y de rogarle, para que lo trate bien en el mundo, y para que no le
quite la vida. El cielo de los griegos era tan parecido a Grecia, que Júpiter
mismo es como un rey de reyes, y una especie de Agamenón, que puede más que
los otros, pero no hace todo lo que quiere, sino ha de oírlos y contentarlos,
como tuvo que hacer Agamenón con Aquiles. En la Ilíada, aunque no lo
parece, hay mucha filosofía, y mucha ciencia, y mucha política, y se enseña
a los hombres, como sin querer, que los dioses no son en realidad más que
poesías de la imaginación, y que los países no se pueden gobernar por el
capricho de un tirano, sino por el acuerdo y respeto de los hombres
principales que el pueblo escoge para explicar el modo con que quiere que lo
gobiernen.
Pero lo
hermoso de la Ilíada es aquélla manera con que pinta el mundo, como si lo vira
el hombre por primera vez, y corriese de un lado para otro llorando de amor, con
los brazos levantados, preguntándole al cielo quién puede tanto, y dónde
está el creador, y cómo compuso y mantuvo tantas maravillas. Y otra hermosura
de la Ilíada es el modo de decir las cosas, sin esas palabras fanfarronas que
los poetas usan porque les suenan bien, sino con palabras muy pocas y fuertes,
como cuando Júpiter consintió en que los griegos perdieran algunas batallas,
hasta que se arrepintiesen de la ofensa ue le habían hecho a Aquiles, y
"cuando dijo que sí, tembló el Olimpo". No busca Homero las
comparaciones en las cosas que no se ven, sino en las que ven; de modo que lo
que él cuenta no se olvida, porque es como si se lo hubiera tenido delante de
los ojos. Aquellos eran tiempos de pelear, en que cada hombre iba de soldado a
defender a su país, o salía por ambición o por celos a atacar a los vecinos;
y como no había libros entonces, ni teatros, la diversión era oír al aeda que
cantaba en la lira las peleas de los dioses y las batallas de los hombres; y el
aeda tenía que hacer reír con las maldades con las maldades de Apolo y
Vulcano, para que no se le cansase la gente del canto serio; y les hablaba de lo
que la gente oía con interés, que eran las historias de los héroes y las
relaciones de las batallas, en que el aeda decía cosas de médico y de
político, para que el pueblo hallase gusto y provecho en oírlo, y diera buena
paga y fama al cantor que le enseñaba en sus versos el modo de gobernarse y de
curarse. Otra cosa que entre los griegos gustaba mucho era la oratoria, y se
tenía como hijo de un dios al que hablaba bien, o hacía llorar o entender a
los hombres. Por eso hay en la Ilíada tantas descripciones de combates, y
tantas curas de heridas, y tantas arengas.
Todo lo que se sabe de los primeros tiempos de los griegos, está en la
Ilíada. Llamaban rapsodas en Grecia a los cantores que iban de pueblo
en pueblo, cantando la Ilíada y la Odisea, que es otro poema donde
Homero cuenta la vuelta de Ulises. Y más poemas parece que compuso
Homero, pero otros dicen que ésos no son suyos, aunque el griego
Herodoto, que recogió todas las historias de su tiempo, trae noticias
de ellos, y muchos versos sueltos, en la vida de Homero que escribió,
que es la mejor de las ocho que hay escritas, sin que se sepa de cierto
si Herodoto la escribió de veras, o si no la contó muy de prisa y sin
pensar, como solía él escribir.
Se siente uno como gigante, o como si estuviera en la cumbre de un
monte, con el mar sin fin a los pies, cuando lee aquellos versos de la
Ilíada, que parecen de letras de piedra. En inglés hay muy buenas
traducciones, y el que sepa inglés debe leer la Ilíada de Chapman, o
la de Dosdsley, o la de Landor, que tienen más de Homero que la de
Pope, que es la más elegante. El que sepa alemán, lea la de Wolff, que
es como leer el griego mismo. El que no sepa francés, apréndalo
enseguida, para que goce de toda la hermosura de aquellos tiempos en la
traducción de Leconte de Lisle, que hace los versos a la antigua, como
si fueran de mármol. En castellano, mejor es no leer la traducción que
hay, que es de Hermosilla; porque las palabras de la Ilíada están
allí, pero no el fuego, el movimiento, la majestad, la divinidad a
veces, del poema en que parece que se ve amanecer el mundo,- en que los
hombres parecen que caen como los robles o como los pinos,- en que
el guerrero Ajax defiende a lanzazos su barco de los troyanos más
valiente,- en que Héctor de una pedrada echa abajo la puerta de una
fortaleza,- en que los dos caballos inmortales, Xantos y Balios, lloran
de dolor cuando ven muerto a su amo Patroclo,- y las diosas amigas, Juno
y Minerva, vienen del cielo en un carro que de cada vuelta de rueda
atraviesa tanto espacio como el que un hombre sentado en un monte ve,
desde su silla de roca, hasta donde el cielo se junta con el mar.
Cada cuadro de la Ilíada es una escena como ésas. Cuando los reyes
miedosos dejan solo a Aquiles en su disputa con Agamenón, Aquiles va a
llorar a la orilla del mar, donde están desde hace diez años los
barcos de los cien mil griegos que atacan a Troya; y la diosa Tetis sale
a oírlo, como una bruma que se va levantando de las olas. Tetis sube al
cielo, y Júpiter le promete, aunque se enoje Juno, que los troyanos
vencerán a los griegos hasta que los reyes se arrepientan de la ofensa
a Aquiles. Grandes guerreros hay entre los griegos: Ulises, que era tan
alto que andaba entre los demás hombres como un macho entre un rebaño
de carneros; Ajax, con el escudo de ocho capas, siete de cuero y
una de bronce; Diomedes, que entra en la pelea resplandeciente,
devastando como un león hambriento en un rebaño; - pero mientras
Aquiles esté ofendido, los vencedores serán los guerreros de Troya;
Héctor, el hijo de Príamo; Eneas, el hijo de la diosa Venus; Sarpedón,
el más valiente de los reyes que vino a ayudar a Troya, el que subió
al cielo en brazos del Sueño y de la Muerte, a que lo besase en la
frente su padre Júpiter, cuando lo mató Patroclo de un lanzazo. Los
dos ejércitos se acercan a pelear: los griegos, callados, escudo contra
escudo; los troyanos dando voces, como ovejas que vienen balando por sus
cabritos. Paris desafía a Menelao, y luego se vuelve atrás; pero la
misma hermosísima Helena le llama cobarde, y Paris, el príncipe bello
que enamora a las mujeres, consiente en pelear, carro a carro, contra
Menelao, con lanza, espada y escudo; vienen los heraldos, y echan
suertes con dos piedras en un casco, para ver quién disparará primero
su lanza. Paris tira el primero, pero Menelao se lo lleva arrastrando,
cuando Venus le desata el casco de la barba, y desaparece con Paris en
las nubes. Luego es la tregua; hasta que Minerva, vestida como el hijo
del troyano Antenor, le aconseja con alevosía a Pandaro que dispare la
flecha contra Menelao, la flecha del arco enorme de dos cuernos y la
juntura de oro, para que los troyanos queden ante el mundo por
traidores, y sea más fácil la victoria de los griegos, los protegidos
de Minerva. Dispara Pandaro la flecha; Agamenón va de tienda en tienda
levantando a los reyes; entonces es la gran pelea en que Diomedes hiere
al mismo dios Marte, que sube al cielo con gritos terribles en una nube
de trueno, como cuando sopla el viento del sur; entonces es la hermosa
entrevista de Héctor y Andrómaca, cuando el niño no quiere abrazar a
Héctor porque le tiene miedo al casco de plumas, y luego juega con el
casco, mientras Héctor le dice a Andrómaca que cuide de las cosas de
la casa, cuando él vuelva a pelear. Al otro día Héctor y Ajax pelean
como jabalís salvajes hasta que el cielo se oscurece; pelean con
piedras cuando ya no tienen lanza ni espada; los heraldos los vienen a
separar, y Héctor le regala su espada de puño fino a Ajax, y Ajax le
regla a Héctor un cinturón de púrpura
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