Martí, el escritor

La Edad de Oro
Meñique

(Del francés, de Laboulaye)
     Cuento de magia, donde se relata la historia del sabichoso Meñique, y se ve que el saber vale más que la fuerza.

PARTES

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I

II

III

IV

V

VI

VII

 

III

     Por fin llegaron al palacio del rey. El roble crecía más que nunca, el pozo no lo habían podido abrir, y en la puerta estaba el cartel sellado con las armas reales, donde prometía el rey casar a su hija y dar la mitad de su reino a quienquiera que cortase el roble y abriese el pozo, fuera señor de la corte, o vasallo acomodado, o pobre campesino. Pero el rey, cansado de tanta prueba inútil, había hecho clavar debajo del cartelón otro cartel más pequeño, que decía con letras coloradas:
"Sepan los hombres por este cartel, que el rey y señor, como buen rey que es, se ha dignado mandar que le corten las orejas debajo del mismo roble al que venga a cortar el árbol o abrir el pozo, y no corte ni abra; para enseñarle a conocerse a sí mismo y a ser modesto, que es la primera lección de sabiduría".
     Y alrededor de este cartel había clavadas treinta orejas sanguinolentas, cortadas por la raíz de la piel a quince hombres que se creyeron más fuertes que lo que eran.
     Al leer este aviso, Pedro se echó a reír, se retorció los bigotes, se miró los brazos, con aquellos músculos que parecían cuerdas, le dio al hacha dos vuelos por encima de su cabeza, y de un golpe echó abajo una de las ramas más gruesas del árbol maldito. Pero enseguida salieron dos ramas poderosas en el punto mismo del hachazo, y los soldados del rey le cortaron las orejas sin más ceremonia.
     -¡Inutilón!- dijo Pablo; y se fue al tronco, hacha en mano, y le cortó de un golpe una gran raíz. Pero salieron dos raíces enormes en vez de una. Y el rey furioso mandó que le cortaran las orejas a aquel que no quiso aprender en la cabeza de su hermano.
     Pero a Meñique no se le achicó el corazón, y se le echó al roble encima.
     -¡Quítenme a ese enano de ahí!- dijo el rey-: ¡y si no se quiere quitar, córtenle las orejas!
     -Señor rey, tu palabra es sagrada. La palabra de un hombre es ley, señor rey. Yo tengo derecho por tu cartel a probar mi fortuna. Ya tendrás tiempo de cortarme las orejas, si no corto el árbol.
     -Y la nariz te la rebanarán también, si no lo cortas.
     Meñique sacó con mucha faena el hacha encantada de su gran saco de cuero. El hacha era más grande que Meñique. Y Meñique le dijo: "¡Corta, hacha, corta!".
     Y el hacha cortó, tajó, astilló, derribó las ramas, cercenó el tronco, arrancó las raíces, limpió la tierra en redondo, a derecha y a izquierda, y tanta leña apiló del árbol en trizas, que el palacio se calentó con el roble todo aquel invierno.
     Cuando ya no quedaba del árbol una sola hoja, Meñique fue donde estaba el rey sentado junto a la princesa, y los saludó con mucha cortesía.
     -Dígame el rey ahora ¿dónde quiere que le abra el pozo su criado?
     Y toda la corte fue al patio del palacio con el rey, a ver abrir el pozo. El rey subió a un estrado más altos que los asientos de los demás; la princesa tenía su silla en un escalón más bajo, y miraba con susto a aquel hominicaco que le iban a dar por marido.

Meñique, sereno como una rosa, abrió su gran saco de cuero, metió el mango en el pico, lo puso en el lugar que marcó el rey, y le dijo: "¡Cava, pico, cava!".
     Y el pico empezó a cavar, y el granito a saltar en pedazos, y en menos de un cuarto de hora quedó abierto un pozo de cien pies.
     -¿Le parece a mi rey que este pozo es bastante hondo?
     -Es hondo; pero no tiene agua.
     -Agua tendrá- dijo Meñique. Metió el brazo en el saco de cuero, le quitó el musgo a la cáscara de nuez, y puso la cáscara en una fuente que habían llenado de flores. Y cuando ya estaba bien dentro de la tierra, dijo: "¡Brota, agua, brota!"
     Y el agua empezó a brotar por entre las flores con un suave murmullo, refrescó el aire del patio, y cayó en cascadas tan abundantes que al cuarto de hora ya el pozo estaba lleno y fue preciso abrir un canal que llevase el agua sobrante.
     -Y ahora - dijo Meñique, poniendo en tierra una rodilla -, ¿cree mi rey que he hecho todo lo que me pedía?
     -Si, marqués Meñique - respondió el rey -; y te daré la mitad de mi reino; o mejor, te compraré en lo que vale tu mitad, con la contribución que le voy a imponer a mis vasallos, que se alegrarán mucho de pagar porque su rey y señor tenga agua buena; pero con mi hija no te puedo casar, porque ésa es cosa en que yo solo no soy dueño.
     -¿Y qué más quieres que haga, rey? - dijo Meñique, parándose en la punta de los pies, con la manecita en la cadera, y mirando a la princesa cara a cara.
     -Mañana se te dirá, marqués Meñique - le dijo el rey-; vete ahora a dormir a la mejor cama de mi palacio.
     Pero Meñique, en cuanto se fue el rey, salió a buscar a sus hermanos, que parecían dos perros ratoneros, con las orejas cortadas.
     -Díganme, hermanos, si no hice bien en querer saberlo todo, y ver de dónde venía el agua.
     -Fortuna no más, fortuna- dijo Pablo-. La fortuna es ciega, y favorece a los necios.
     -Hermanito - dijo Pedro., con orejas o desorejado creo que está muy bien lo que has hecho, y quisiera que llegara aquí papá para que te viese.
     Y Meñique se llevó a dormir a camas buenas a sus dos hermanos, a Pedro y a Pablo.

IV

   El rey no pudo dormir aquella noche. No era el agradecimiento lo que le tenía despierto, sino el disgusto de casar a su hija con aquel picolín que cabía en una bota de su padre. Como buen rey que era, ya no quería cumplir lo que prometió; y le estaban zumbando en los oídos las palabras del marqués Meñique: "Señor rey, tu palabra es sagrada. La palabra de un hombre es ley, rey."
     Mandó el rey a buscar a Pedro y a Pablo, porque ellos no más le podían decir quiénes eran los padres de Meñique, y si era Meñique persona de buen carácter y de modales finos, como quieren los suegros que sean sus yernos, porque la vida sin cortesía es más amarga que la cuasia y que la retama. Pedro dijo de Meñique muchas cosas buenas, que pusieron al rey de mal humor; pero Pablo dejó al rey muy contento, porque le dijo que el marqués era un pedante aventurero, un trasto con bigotes, una uña venenosa un garbanzo lleno de ambición, indigno de casarse con señora tan principal como la hija del gran rey que le había hecho la honra de cortarle las orejas: "Es tan vano ese macacuelo - dijo Pablo- que se cree capaz de pelear con un gigante. pero aquí cerca hay uno que tiene muerta de miedo a la gente del campo, porque se les lleva para sus festines todas sus ovejas y sus vacas. Y Meñique no se cansa de decir que él puede echarse al gigante de criado".
   -Eso es lo que vamos a ver- dijo el rey satisfecho. Y durmió muy tranquilo lo que faltaba de la noche. Y dicen que sonreía en sueños, como si estuviera pensando en algo agradable.
   En cuanto salió el sol, el rey hizo llamar a Meñique delante de toda su corte. Y vino Meñique fresco como la mañana, risueño como el cielo, galán como una flor.
   -Yerno querido- dijo el rey-: un hombre de tu honradez no puede casarse con mujer tan rica como la princesa, sin ponerle casa grande, con criados que la sirvan como se debe servir en el palacio real. En este bosque hay un gigante de veinte pies de alto, que se almuerza un buey entero, y cuando tiene sed al mediodía se bebe un melonar. Figúrate qué hermoso criado no hará ese gigante con un sombrero de tres picos, una casaca galoneada, con charreteras de oro, y una alabarda de quince pies. Ése es el regalo que te pide mi hija antes de decidirse a casarse contigo.
   -No es cosa tan fácil- respondió Meñique-, pero trataré de regalarle el gigante, para que le sirva de criado, con su alabarda de quince pies, y su sombrero de tres picos, y su casaca galoneada, con charreteras de oro.
   Se fue a la cocina: metió en el gran saco de cuero el hacha encantada, un pan fresco, un pedazo de queso y un cuchillo; se echó el saco a la espalda, y salió andando por el bosque, mientras Pedro lloraba, y Pablo reía, pensando en que no volvería nunca su hermano del bosque del gigante. 
   En el bosque era tan alta la hierba que Meñique no alcanzaba a ver, y se puso a gritar a voz en cuello: "¡Eh, gigante, gigante! ¿dónde anda el gigante? Aquí está Meñique, que viene a llevarse al gigante muerto o vivo."
   -Y aquí estoy yo- dijo el gigante, con un vocerrón que hizo encogerse a los árboles de miedo-, aquí estoy yo, que vengo a tragarte de un bocado.
   -No estés tan de prisa, amigo- dijo Meñique, con una vocecita de flautín-, no estés tan de prisa, que yo tengo una hora para hablar contigo.
   Y el gigante volvía a todos lados la cabeza, sin saber quién le hablaba, hasta que se le ocurrió bajar los ojos, y allá abajo, pequeñito como un pitirre, vio a Meñique sentado en un tronco, con el gran saco de cuero entre las rodillas.
   -¿Eres tú, grandísimo pícaro, el que me has quitado el sueño?- dio el gigante, comiéndoselo con los ojos que parecían llamas.
   -Yo soy, amigo, yo soy, que vengo a que seas criado mío.
   -Con la punta del dedo te voy a echar allá arriba en el nido del cuervo, para que te saque los ojos, en castigo de haber entrado sin licencia en mi bosque.
   -No estés tan de prisa, amigo, que este bosque es tan mío como tuyo; y si dices una palabra más, te lo echo abajo en un cuarto de hora.
   -Eso quisiera ver- dijo el gigantón.
   Meñique sacó el hacha, y le dijo: "¡Corta, hacha, corta!". Y el hacha cortó, taló, astilló, derribó ramas, cercenó troncos, arrancó raíces, limpió la tierra en redondo, a derecha y a izquierda, y los árboles caían sobre el gigante como cae el granizo sobre los vidrios en el temporal.
   -Para, para- dijo asustado el gigante-, ¿quién eres tú, que puedes echarme abajo mi bosque?
   -Soy el gran hechicero Meñique, y con una palabra que le diga a mi hacha te corta la cabeza. Tú no sabes con quién estás hablando. ¡Quieto donde estás!.
   Y el gigante se quedó quieto, con las manos a los lados, mientras Meñique, abría su gran saco de cuero, y se puso a comer su queso y su pan.
   -¿Qué es eso blanco que comes?- preguntó el gigante, que nunca había visto queso.
   -Piedras como no más, y por eso soy más fuerte que tú, que comes la carne que engorda. Soy más fuerte que tú. Enséñame tu casa.
   Y el gigante, manso como un perro, echó a andar por delante, hasta que llegó a una casa enorme, con una puerta donde cabía un barco de tres palos, y un balcón como un teatro vacío.
   -Oye- le dijo Meñique al gigante-: uno de los dos tiene que ser  amo del otro. Vamos a hacer un trato. Si yo no puedo hacer lo que tú hagas, yo seré criado tuyo; si tú no puedes hacer lo que haga yo, tú serás mi criado.
   -trato hecho- dijo el gigante-; me gustaría tener de criado un hombre como tú, porque me cansa pensar, y tú tienes cabeza para dos. Vaya, pues; ahí están mis dos cubos: ve a traerme el agua para la comida.
   Meñique levantó la cabeza y vio los dos cubos, que eran como dos tanques, de diez pies de alto y seis pies de un borde a otro. Más fácil le era a Meñique ahogarse en aquellos cubos que cargarlos.
   -¡Hola!- dijo el gigante, abriendo la boca terrible-; a la primera ya estás vencido. Haz lo que yo hago amigo, y cárgame el agua.
   -¿Y para qué la he de cargar?- dijo Meñique-. Carga tú, que eres bestia de carga. Yo iré donde está el arroyo, y lo traeré en brazos, y te llenaré los cubos, y tendrás tu agua.
   -No, no- dijo el gigante-, que ya me dejaste el bosque sin árboles, y ahora me vas a dejar sin agua que beber. Enciende el fuego, que yo traeré el agua.
   Meñique encendió el fuego, y en el caldero que colgaba del techo fue echando el gigante un buey entero, cortado en pedazos, y una carga de nabos, y cuatro cestos de zanahorias, y cincuenta coles. Y de tiempo en tiempo espumaba el guiso con un sartén,  y lo probaba, y le echaba sal y tomillo, hasta que lo encontró bueno.
   -A la mesa, que ya está la comida- dijo el gigante-: y a ver si haces lo que  hago yo, que me voy a comer todo este buey, y te voy a comer a tí de postres.
   -Está bien, amigo- dijo Meñique. Pero antes de sentarse se metió debajo de la chaqueta la boca de su gran saco de cuero, que le llegaba del pescuezo a los pies.
   Y el gigante comía y comía, y Meñique no se quedaba atrás, sólo que no echaba en la boca las coles, y las zanahorias, y los nabos, y los pedazos del buey, sino en el gran saco de cuero.
   -¡Uf! ¡Ya no puedo comer más!- dijo el gigante-: tengo que sacarme un botón del chaleco.
   -Pues mírame a mí, gigante infeliz- dijo Meñique, y se echó una col entera en el saco.
   -¡Uha!- dijo el gigante-: tengo que sacarme otro botón. ¡Que estómago de avestruz tiene este hombrecito! bien se ve que estás hecho a comer piedras.
   -Anda, perezoso- dijo Meñique-: come como yo- y se echó en el saco un gran trozo de buey.
   -¡Paff!- dijo el gigante-: se me saltó el tercer botón; ya no me cabe un chícharo; ¿cómo te va a ti, hechicero?
   -¿A mí?- dijo Meñique-: no hay cosa más fácil que hacer un poco de lugar.
   Y se abrió con el cuchillo de arriba abajo la chaqueta y el gran saco de cuero.
   -Ahora te toca a ti- dijo al gigante-; haz lo que yo hago.
   -Muchas gracias- dijo el gigante-. Prefiero ser tu criado. Yo no puedo digerir as piedras.
   Besó el gigante la mano de Meñique en señal de respeto, se lo sentó en el hombro derecho, se echó al izquierdo un saco lleno de monedas de oro, y salió andando por el camino del palacio. 

 

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