Martí, el escritor

La Edad de Oro
Meñique

(Del francés, de Laboulaye)
     Cuento de magia, donde se relata la historia del sabichoso Meñique, y se ve que el saber vale más que la fuerza.

PARTES

Página 3

I

II

III

IV

V

VI

VII

 

V

En el palacio estaban de gran fiesta, sin acordarse de Meñique, ni de que le debían el agua y la luz; cuando de repente oyeron un gran ruido, que hizo bailar las paredes, como si una mano portentosa sacudiese el mundo. era el gigante, que no cabía por el portón, y había echado abajo de un puntapié.
   Todos salieron a las ventanas a averiguar la causa de aquel ruido, y vieron a Meñique sentado con mucha tranquilidad en el hombro del gigante, que tocaba con la cabeza el balcón donde estaba el mismo rey. Saltó al balcón Meñique, hincó una rodilla delante de la princesa y le habló así: "Princesa y dueña mía, tú deseabas un criado y aquí están dos a tus pies."
   Este galante discurso, que fue publicado al otro día en el diario de la corte, dejó pasmado al rey, que no halló excusa que dar para que no se casara Meñique con su hija.
   -Hija- le dijo en voz baja-, sacrifícate por la palabra de tu padre el rey.
   -Hija de rey o hija de campesino- respondió ella-, la mujer debe casarse con quien sea de su gusto. Déjame, padre, defenderme en esto que me interesa. Meñique- siguió diciendo en alta voz la princesa-: eres valiente y afortunado, pero eso no basta para agradar a las mujeres.
   -Ya lo sé, princesa y dueña mía, es necesario hacerles su voluntad, y obedecer sus caprichos.
   - Veo que eres hombre de talento- dijo la princesa-. Puesto que sabes adivinar tan biem, voy a ponerte una última prueba, antes de casarme contigo. Vamos a ver quién es más inteligente, si tú o yo. Si pierdes, quedo libre para ser de otro marido.
   Meñique le saludó con gran reverencia. La corte entera fue a ver la prueba a la sala del trono, donde encontraron al gigante sentado en el suelo con la alabarda por delante y el sombrero en las rodillas, porque no cabía en la sala de lo alto que era. Meñique le hizo una seña, y él echó a andar acurrucado, tocando el techo con la espalda y con la alabarda a rastras, hasta que llegó adonde estaba Meñique, y se echó a sus pies, orgulloso deque vieran que tenía a hombre de tanto ingenio por amo.
   -Empezaremos con una bufonada- dijo la princesa-. Cuentan que las mujeres dicen muchas mentiras. Vamos a ver quién de los dos dice una mentira más grande. El primero que diga: "¡Eso es demasiado!" pierde.
   - Por servirte, princesa y dueña mía, mentiré de juego y diré la verdad con toda el alma.
   -Estoy segura- dijo la princesa- de que tu padre no tiene tantas tierras como el mío. Cuando dos pastores tocan el cuerno en las tierras de mi padre al anochecer, ninguno de los dos oye el cuerno del otro pastor.

  -Eso es una bicoca- dijo Meñique-. Mi padre tiene tantas tierras que una ternerita de dos meses que entra por una punta es ya vaca lechera cuando sale por la otra.
   -Eso no me asombra- dijo la princesa-. En tu corral no hay un toro tan grande como en de mi corral. Dos hombres sentados en los cuernos no pueden tocarse con un aguijón de veinte pies cada uno.
   -Eso es una bicoca- dijo Meñique-. La cabeza del toro de mi casa es tan grande que un hombre montado en un cuerno no puede ver al que está montado en el otro.
   -Eso no me asombra- dijo la princesa-. En tu casa no dan las vacas tanta leche como en mi casa, porque nosotros llenamos cada mañana veinte toneles, y sacamos de cada ordeño una pila de queso tan alta como la pirámide de Egipto.
   -Eso es una bicoca- dijo Meñique-. En la lechería de mi casa hacen unos quesos tan grandes que un día la yegua se cayó en la artesa, y no la encontraron sino después de una semana. El pobre animal tenía el espinazo roto, y yo le puse un pino de la nuca a la cola, que le sirvió de espinazo nuevo. Pero una mañanita le salió un ramo al espinazo por encima de la piel, y el ramo creció tanto que yo me subí en él y toqué el cielo. Y en el cielo vi a una señora vestida de blanco, trenzando un cordón con la espuma del mar. Y yo me así del hilo, y el hilo se me reventó, y caí dentro de una cueva de ratones. Y en la cueva de ratones estaban tu padre y mi madre, hilando cada uno en su rueca, como dos viejecitos. Y tu padre hilaba tan mal que mi madre le tiró de las orejas hasta que se le caían a tu padre los bigotes.
   -¡Eso es demasiado!- dijo la princesa-. ¡A mi padre el rey nadie le ha tirado nunca de las orejas!
   -¡Amo, amo!-dijo el gigante-. Ha dicho "¡Eso es demasiado!" La princesa es nuestra.

VI

   -Todavía no- dijo la princesa, poniéndose colorada-. tengo que ponerte tres enigmas, a que me los adivines, y si adivinas bien, enseguida nos casamos. Dime primero: ¿qué es lo que siempre está cayendo y nunca se rompe?
   -¡Oh!- dijo Meñique-; mi madre me arrullaba con ese cuento: ¡es la cascada!
   -Dime ahora- preguntó la princesa, ya con mucho miedo-: ¡quién es el que anda todos los días el mismo camino y nunca se vuelve atrás?
   -¡Oh!- dijo Meñique; mi madre me arrullaba con es cuento: ¡es el sol!
   -El sol es- dijo la princesa, blanca de rabia-. Ya no queda más que un enigma. ¿En qué piensas tú y no pienso yo?, ¿que es lo que yo pienso, y tú no piensas?, ¿qué es lo que no pensamos ni tú ni yo?
   Meñique bajó la cabeza como el que duda, y se le veía en la cara el miedo de perder.
   -Amo- dijo el gigante-; si no adivinas el enigma, no te calientes las entendederas. Hazme una seña, y cargo con la princesa.
   -Cállate criado- dijo Meñique-. bien sabes tu que la fuerza no sirva para todo. Déjame pensar.
   -Princesa y dueña mía- dijo Meñique, después de unos instantes en que se oía correr la luz-. Apenas me atrevo a descifrar tu enigma, aunque veo en él mi felicidad. Yo pienso en que entiendo lo que me quieres decir, y tú piensas en que yo no lo entiendo. Tú piensas, como noble princesa que eres, en que este criado tuyo no es indigno de ser tu marido, y yo no pienso que haya logrado merecerte. Y en lo que ni tú ni yo pensamos es en que el rey tu padre y este gigante infeliz tienen tan pobres...
   -Cállate- dijo la princesa-; aquí está mi mano de esposa, marqués Meñique.
   -¿qué es lo que piensas de mí, que lo quiero saber?- preguntó el rey.
   -Padre y señor- dijo la princesa, echándose en sus brazos-; que eres el más sabio de los reyes, y el mejor de los hombres.
   -Ya lo sé, ya lo sé- dijo el rey-; y ahora, déjenme hacer algo por el bien de mi pueblo. ¡Meñique, te hago duque!
-¡Viva mi amo y señor, el duque Meñique!- gritó el gigante, con una voz que puso azules de miedo a los cortesanos, quebró el estuco el techo, e hizo saltar los vidrios de las seis ventanas.

VII

En el casamiento de la princesa con Meñique no hubo mucho de particular, porque de los casamientos no se puede decir al principio, sino luego, cuando empiezan las penas de la vida, y se ve si los casados se ayudan y quieren bien, o si son egoístas y cobardes. Pero el que cuenta el cuento tiene que decir que el gigante estaba tan alegre con el matrimonio de su amo que les iba poniendo su sombrero de tres picos a todos los árboles que encontraba, y cuando salió el carruaje de los novios, que era de nácar puro, con cuatro caballo mansos como palomas, se echó el carruaje a la cabeza, con caballos y todo, y salió corriendo y dando vivas, hasta que los dejó a la puerta del palacio, como deja una madre a su niño en la cuna. Esto se debe decir, porque no es cosa que se ve todos los días.
   Por la noche hubo discursos, y poetas que les dijeron versos de bodas a los novios, y lucecitas de color en el jardín, y fuegos artificiales para los criados del rey, y muchas guirnaldas y ramos de flores. Todos cantaban y hablaban, comían dulces, bebían refrescos olorosos, bailaban con mucha elegancia y honestidad al compás de una música de violines, con los violinistas vestidos de seda azul, y su ramito de violeta en el ojal de la casaca. Pero en un rincón había uno que no  hablaba ni cantaba, y era Pablo, el envidioso, el paliducho, el desorejado, que no podía ver a su hermano feliz, y se fue al bosque para no oír ni ver, y en el bosque murió, porque los osos se lo comieron en la noche oscura.
   Meñique era tan chiquitín que los cortesanos no supieron al principio si debían tratarlo con respeto o verlo como cosa de risa; pero con su bondad y cortesía se ganó el cariño de su mujer, y de la corte entera, y cuando murió el rey, entró a mandar, y estuvo de rey cincuenta y dos años. Y dicen que mandó tan bien que sus vasallos nunca quisieron más rey que Meñique, que no tenía gusto sino cuando veía a su pueblo contento, y no les quitaba a los pobres el dinero de su trabajo para dárselo, como otros reyes, a sus amigos holgazanes, o a los matachines que lo defienden de los reyes vecinos. Cuentan de veras que no hubo rey tan bueno como Meñique.
   Pero no hay que decir que Meñique era bueno. Bueno tenía que ser un hombre de ingenio tan grande; porque el que es estúpido no es bueno, y el que es bueno no es estúpido. Tener talento es tener buen corazón; el que tiene buen corazón, ése es el que tiene talento. Todos los pícaros son tontos. Los buenos son los que ganan a la larga. Y el que saque de este cuento otra lección mejor, vaya a contarlo en Roma.

 

PARTES

Página 3

I

II

III

IV

V

VI

VII