De chico siempre había dicho que quería ser policía. Soñaba con el día en que como los personajes de películas y miniseries representaría a la ley y perseguiría criminales embebido en habilidades detectivescas, en capacidades corporales magníficas y en una incorrompible incorruptibilidad. Claro que en el medio cambiaron muchas cosas y como decía el Filósofo “quien mañana no es otro hoy no es nadie”. Su visión de las cosas había cambiado. Empezó a darse cuenta que hay que desconfiar hasta de uno mismo y empezó a leer muchos libros. "El manjar" de un autor llamado Crito Barrios, le hizo decidir que lo suyo era la poesía. Escribió una serie de poemas vanguardistas que fueron leídos pocas veces, por pocos lectores que encontraban alguno de los ejemplares de su libro de edición limitada en alguna librería cuasi pirata. El poema que mas difusión había alcanzado se llamaba “Sombras”.
En su vida había recorrido muchos lugares. De algunos era mejor no acordarse. De otros no se olvidaría jamás. Le encantaba contar un cuento que había transcurrido en un bar, y que había incorporado a un repertorio del que muchos amigos nunca se aburrían de escuchar. El bar quedaba por algún barrio alejado y estaba repleto de borrachos habitué que se sentaban siempre en las mismas sillas y que se conocían entre ellos, aunque pocos se sabían los nombres verdaderos. Uno que llevaba sombrero se había puesto a discutir con otro sobre si una nueva banda sonaba bien o no, aunque en realidad la conversación giraba más en torno a si esa banda era comercial o no. El borracho que llevaba un sombrero, al que por ahí llamaban Galileo, aunque nunca sabremos si ese era su nombre verdadero o si se lo apodaba de esa forma porque siempre estaba mirando las estrellas, decía que esa banda era absolutamente comercial y que le importaba más el dinero que la calidad musical. El otro, al que conocían como el Capitán dado que de hecho había ocupado esa posición alguna vez aunque luego el tiempo le jugaría en contra y lo vería decaer (o evolucionar, depende desde dónde se lo mire) hasta transformarlo en un borracho habitué de aquel bar, se mostraba verdaderamente ofendido por estas acusaciones y acusaba a su rival de tener un pésimo oído musical. Galileo miró al Tabernero y le pidió que le diera un pingüino de vino. Se sirvió en un vaso metálico y miró al Capitán, que esperaba furioso la contestación a una pregunta suya. Tomó un gran trago que se notó fue para su disfrute, sonrió a su contrincante y le dijo sus últimas palabras: “que no muera yo si esa banda no es comercial”. Luego se desplomó en el piso sin signos vitales y para la cólera del Capitán, nadie en toda la sala pudo negar que Galileo había ganado sin lugar a dudas la discusión.