Mientras pasaba la carrera 18 con calle 20, por la cebra, se encontró con un amigo que lo saludó amablemente y le preguntó para dónde iba; él, con voz y conciencia de culpable, le respondió: “Pa' la Universidad”. Se despidió, haciendo conjeturas en su cabeza: “Hoy, ¿A la Universidad?, güevón”, se dijo. Siguió su camino adentrándose en la calle 19, sintiéndose observado e incómodo con el roce de la gente; luego, una mujer de unos cuarenta años, sentada en la entrada de un grill le preguntó mientras se fumaba un cigarrillo untado de colorete: “Quiubo gafufito pa' dónde va tan solito”. El hombre siguió caminando un poco más nervioso de lo que ya estaba, con las manos en los bolsillos, adentrándose en lo que parecía una calle de arrabal, como las de Melingo.
Entrando y saliendo
Y ahí estaba la tarde típica de un sábado en La Galería, llena de gritos de vendedores ambulantes, de música guapachosa, de olor a fritos, y de transeúntes que se hablan secretamente. Esa costumbre de verse siempre, los convierte en una amalgama con visos de nación independiente. Y entre toda la parafernalia sabatina, al frente de una sastrería, a dos casas de una quesera y una tienda naturista, en la carrera 17, a 15 metros de la calle 20, se puede leer en un cartel adherido a un soporte de madera: Hoy 3500, (más abajo) Mujeres lujuriosas. En el dintel de una entrada amplia, al lado del aviso anterior, se resalta un artefacto lumínico (apagado por la hora), hecho de fibra de vidrio, en el que se instala el nombre del lugar: Cine Venus. Venus, como la diosa del amor, también llamada Afrodita, y como un circuito argentino de televisión porno. Como dice don Efraín, uno de los sastres que trabaja al frente: “Uno ve lo que hay ahí en la puerta y ya se imagina que no es un vendededero de empanadas”. Un joven de aproximadamente 22 años recibe al público con una mirada cautelosa por el rabillo del ojo, no habla usualmente, pero si es necesario da instrucciones breves, sin mirar a los ojos: “Tres mil quinientos, aquí voltiando (señala con el índice un separador de pino) le venden la entrada”.
Después de la pared de pino hay un espacio estrecho que podría considerarse una sala de espera, al frente del espacio que deja disponible el separador hay una puerta, y hasta donde es visible (se empieza a acentuar la oscuridad), todo el contorno está infestado de afiches de mujeres desnudas o semidesnudas, ajadas (por el papel) y con el color demasiado perdido. Los tres que están cerca de la puerta son los que mejor ha tratado el tiempo y el peróxido de carbono que se alcanza a filtrar desde la calle, y en ellos, la imagen de un trío de mujeres rubias que agarran sus senos, inconmensurables en sus pequeñas y delicadas manos, le dan la bienvenida a cualquier cliente desprevenido.
Después, en un costado del lugar donde las incautas e inmóviles rubias se agarran orgullosas los pechos, está la taquilla; detrás de un vidrio que tiene un agujero en la parte inferior, se vislumbra (por la oscuridad del interior) la figura de un hombre calvo de unos 30 años quien, al igual que el de la entrada, prefiere el silencio, pero cuando tiene que hablar dice: “Hoy vale tres mil quinientos... Sólo los jueves vale dos mil quinientos” (Después de la respectiva pregunta). Luego, tiquete en mano, el joven de la entrada abre la puerta, y guía al cliente con una linterna, sin hablar, la luz de la linterna indica asientos vacíos, incluyendo uno que está separado del resto, a diez metros de la puerta, en una esquina acuñada por un muro que corresponde a la pared del baño de mujeres, mientras el foco se pasea por esta silla solitaria, un hombre de gorra, recostado en el muro, susurra: “Ese rinconcito es para los que quieren intimidad, y le queda cerquita del baño, jajaja”.
El coito proyectado
En la pantalla, que posee una excelente resolución, se proyectan episodios sexuales continuos que duran cerca de quince minutos, cada uno. Desde tríos, hasta penetraciones múltiples, los protagonistas conversan animosamente en inglés, entre ellos o con el camarógrafo, que a veces hace parte de la acción. Mientras miran desafiantes y sin vergüenza a la cámara dicen cosas como: “Look this beautiful pusy” (Mira esta hermosa chocha), o “¡It´s milk getting out of her nipples! (¡Leche saliendo de sus pezones!); aunque la expresión más repetida es: “¡Ooooh yeah! Las escenas tienen siempre el mismo desenlace, rubias, morenas, trigueñas, abren la boca mientras sostienen, con los labios o con las manos, el o los penes próximos a eyacular. Mientras esperan la salida del semen, dejan la boca abierta y miran fijamente a la cámara; después todo termina y empieza otro episodio. Normalmente ese último instante es en el que más quejidos se escuchan en el recinto, y donde las visitas al baño se hacen repetidas. En el baño, los asistentes se limpian o se masturban, algunos sólo orinan o se lavan las manos. Un hombre de mediana edad y de bigote dijo en uno de estos instantes, cuando la protagonista era una negra que chupaba el líquido blancuzco proveniente del falo de un hombre acuerpado, rubio y de ojos claros: “Esas negras sí son un asco, ughhh”. Y parece que todos los espectadores pensaron lo mismo; nadie se paró al baño, ni se oyeron quejidos.
El cine pornográfico se exhibe en el mundo desde principios del siglo XX, época en la que el rimbombante invento de los hermanos Lumiere (el cinematógrafo), llegaba apenas a las manos, o mejor, a los ojos del público. El primero, según el investigador norteamericano Luke Ford, es argentino y data de 1907. Se llama El sartorio, y su trama consiste básicamente en la aparición de un hombre disfrazado de demonio que rapta a una mujer en un río, involucrándose entonces en una relación sexual en la que se practica la felación, el sexo oral mutuo, y momentos después, la penetración. Acerca de la composición se hace referencia a primeros planos del pene introduciéndose en la mujer; y es aquí donde la afirmación de Ford comienza a parecer equívoca. En palabras de Lisandro Listorti, investigador argentino: “Suponiendo que el film en cuestión sea realmente argentino, la presencia de los primeros planos descritos delata que la fecha es completamente errónea. Si el realizador argentino de El sartorio efectivamente insertó primeros planos de lo que sea, en 1907, entonces estamos ante la presencia de un pionero de la historia del cine tan esencial como desconocido”.
Adentro, muy adentro
El espacio tiene un área aproximada de seis mil metros cuadrados, la pantalla está ubicada a la derecha de la pared del fondo, a la izquierda está el baño de hombres, de frente a la silla de la intimidad. Hay 131 sillas, dispuestas en hileras de seis, menos la primera y la última que tienen cinco. Desde la fila diez hacia atrás, se levanta un muro de un metro cincuenta, que divide verticalmente el espacio; al frente de la tapia, está el baño femenino, a cinco metros de la puerta.
Casi nunca entran mujeres, pero cuando entran, siempre acompañadas por un hombre, se concentran más en la anatomía de su compañero que en la pantalla.
En la oscuridad de la sala, es posible ver a algunos concurrentes teniendo relaciones sexuales orales. Otros se masturban, o aprovechan la compañía de otro. Por el pasillo de la entrada, hay hombres que se aproximan, y con señas esperan reacciones para tener encuentros sexuales casuales. Sólo se necesita un gesto, para que quienes se desean, tengan sexo. Casi siempre se obvian las palabras.
Epílogo de los lentes salpicados
Una linterna lo guió hasta la quinta fila de lo que parecía un espacio silenciosamente tranquilo, se sentó en la tercera banca, junto a un hombre que tenía las piernas flexionadas sobre su pecho, sumergido en la profundidad de una silla típica de sala de cine (una silla igual a las del Teatro Fundadores). “Que elegante”, pensó. Luego de sentarse cuidadosamente, intentando ocupar el espacio suficiente para no entrar en contacto del todo con la silla, pensó: “Que asco”. Después de que todos los ruidos que produce el desplazamiento y la acomodada terminaran, comenzaron a levantarse del silencio, ruidos provenientes de lugares distintos en la sala. Pero eran sólo dos tipos de sonidos. El primero, el sonido incesante y perturbante de una correa que se golpeaba constantemente con la mano de un hombre que se masturbaba, y el segundo la respiración agitada y casi bramante de los otros individuos, uno de ellos, a su lado con las piernas flexionadas. Por fin levantó la mirada, acomodándose los lentes, mientras se acostumbraba al asombro y trataba de naturalizarse con el ambiente. Enfrente, en una pantalla de aproximadamente cinco metros de alto y ocho de largo, se proyectaba una imagen desde un video-beam que se mantenía asegurado del cielo blancuzco del recinto, arriba de las cabezas de los casi 60 espectadores: Un primerísimo primer plano de una vagina que salpicaba el lente de la cámara, y de paso la pantalla, y casi de paso los lentes de quien no lograba acostumbrarse al asombro, ni naturalizarse con el ambiente. La respiración del hombre que se masturbaba, se agitó hasta el límite, convirtiendo el bramido en un gemido mudo, en ese mismo instante el sonido de la correa cesó, y se instaló el de una bragueta cerrándose, luego, sonriendo, pasó enfrente de la pantalla, viéndose iluminado por la imagen del video-beam, entró en el baño, acabó con el papel higiénico, y salió con una mancha sobre la entrepierna del pantalón, complacido, mirando a todos, incluyendo al hombre de los lentes, que nunca logró naturalizarse, y que trataba de separarse más de la silla.
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