Fotos
y texto de Hans Huerto.
Página desarrollada para el curso de Periodismo digital PUCP
2003-II
Vidas
en Chipaya
Jorge
tiene seis años, maneja un pobre español y un traviesísimo
uro que le permite hablar de los extraños sin que estos le
entiendan. Jorge pastorea todo el día en las extensas llanuras
de su pueblo, Chipaya, junto con otros niños, seguramente
primos y hermanos, jugando a que no viven ahí. En una alfombra
de ichu y líquenes salinos los escondites no se encuentran
fácilmente, por lo que estos recreos ni siquiera se intentan.
Para llegar
al hogar de Jorge hay que pisar suelo boliviano y, desde la ciudad
de Oruro, tomar un bus a Huachacalla. Este camino ofreció
aquella noche una sinfonía agresiva de truenos, con un juego
de luces serpenteantes en el cielo; momento ideal para introducir
un soundtrack, gracias a digitales adminículos de la modernidad,
y darle música a la obscuridad intermitentemente iluminada.
La lluvia y el fango del camino nos atascan y nos empujan fuera
del cálido asiento a colaborar con el desatasque. El frío
y la noche a la intemperie de una puna de mas de 5000msnm nos empuja
nuevamente al feliz asiento, incluso para pernoctar en él
ya habiendo llegado a una Huachacalla falta de luz. La dureza de
las articulaciones congeladas despierta a la fuerza y a la luz del
día contemplamos el pueblo. Colinas nubladas lo cercan y
casas de barro de dos pisos demarcan la plaza. De pronto un estruendo,
una manada perros huyendo y unas risas terminan de despertarnos
y salimos en busca de transporte hacia nuestro destino final. Aquí
ya no existe el transporte público, así que en adelante
solo habrá forma de llegar mediante transporte privado, el
cual nos deshace el presupuesto.
Luego de tres
días continuos de viaje, y habiendo cruzado un río
en camioneta, el pueblo se va dibujando en el horizonte, al aparecer
las primeras cabañas hechas de barro. El mediodía
y la cercanía de la fiestas nacionales mantienen a gran parte
del pueblo en la iglesia, lo cual es propicio par el trabajo que
nos lleva para allá: entrevistas a profundidad y contacto
con los últimos hablantes del Uro. El ojo curioso de los
escasos habitantes en las calles nos permite acercarnos sin que
estos se vean avergonzados por la mirada escrutadora de sus vecinos.
Los lingüistas despliegan su léxico chipaya, aprendido
en clase con Cerrón Palomino en la Católica; pero
también es momento de aprovechar la luz para unas fotos y
recorrer otras partes del pueblo. Hay tres iglesias en el lugar,
cuya población no pasa del millar. La Iglesia católica
romana, la del nuevo pacto universal y la mormona conviven extrañamente
a 5800 msnm, pero encuentran su reunión en el pequeño
cementerio a la entrada del pueblo. A unos quinientos metros del
centro del pueblo se encuentra otro grupo grande casas, estas son
más rústicas y en este lugar abundan los corrales
y los graneros de barro. Aquí es donde conozco a Jorge, con
sus pequeñas amigas, que en vez de muñecas usan en
sus juegos crías de su rebaño muertas por la helada
de la noche. Desconocen totalmente la ubicación, y aun la
existencia, de un país como Perú; sin embargo, la
serie de carencias de la región hacen que no desconozcan
el sentido del dinero y el lucro, pues aun ellos pedían un
boliviano por foto. Ante la negativa de este seudo turista indignado
por un gesto tan mundano de una personita tan poco mundana, además
de una conversación bien llevada y poco interesada, los niños
continuaron la plática. De la escuela a la casa y de la casa
a pastorear es a lo que se resume su rutina. Crecen sin Beyblade,
smog ni Bush.
De vuelta a
la plaza vemos la humilde feria del pueblo, el colegio (que tiene
instrucción hasta cuarto de secundaria) y la alcaldía,
atrás de la cual nos instalamos para pasar la noche. Un frío
guiso de llama con chuño negro y arroz nos mantiene despiertos
para compartir con los lugareños sus vivencias, los chasquidos
de sus lenguas y su calor.
Lamentablemente,
el aislamiento y las fiestas patrias bolivianas juegan en contra
de nosotros, y así, el último camión que regresaba
hasta Oruro (civilización occidental) partía aquella
misma tarde. No habría más transporte hasta dentro
de una semana, por lo que hubo que partir, con cierta insatisfacción,
pero con el deseo de volver y admirar la tranquilidad de estas punas
solitarias, que albergan, en el calor su ichu a esta etnia que no
se resigna a perder su identidad, y su lengua que es donde finalmente
reside aquella.
Luego de 9 horas
en la tolva descubierta de una camión, y echados obre balones
de gas, llegamos de madrugada a Oruro. 9 horas viéndonos
las caras, así que el paisaje urbano resulta un poco chocante,
en contraste con lo último que vimos de Chipaya, y con lo
último que oímos de ella: la dulzura de sus voces.
|