Estamos a 15 de Febrero. He vuelto hace unas horas de la manifestación
contra la guerra en Irak, a pesar de que no creo que haya servido de gran
cosa. Mientras desfilaba por las calles en compañía de tanta gente,
pensaba que la guerra era inevitable, ya que hemos tenido la desgracia de
vivir en una época de transición entre el sistema económico
dominado por el petróleo y el que sea que se instaure en unas décadas,
cuando las reservas se agoten. Y es una cuasi-constante histórica que las
etapas de transición sean turbulentas, incluso violentas,
sometidas a los últimos estertores de un antiguo sistema que se resiste a
morir y desaparecer. En aquel momento chisporroteó algún cable en mi cabeza, tuve una
extraña asociación de ideas... Y comprendí en parte una sensación que
lleva tiempo acosándome, la impresión de que una etapa de mi vida
se está acabando, de que vivo los últimos estertores de una manera de
ser y de pensar que ya toca a su final. Estoy cambiando de vida y de
mentalidad, igual que me ocurrió al entrar en la Universidad hace ya años,
y no tengo la sensación de estar preparado para ello. Es la misma sensación
que se tendría al llegar a lo alto de una montaña rusa y darte cuenta,
cuando la vagoneta empieza a caer, de que se te ha olvidado ajustarte el
cinturón de seguridad.
Decidí que era el momento de enfrentarme al pasado, de atar
antiguos cabos sueltos y pensar en asuntos sin resolver, de hacer
las paces conmigo mismo y con las personas importantes de mi vida. Sólo
así estaría capacitado para seguir adelante. Y entonces me di cuenta de
lo mucho que tengo por cicatrizar, de la gran cantidad de cosas que me
arrepiento de haber hecho o de no haber hecho. Las decenas de historias
que dejé a medias, sin resolver, como los hilos argumentales que quedan
colgando en La Historia
Interminable (“y esa es otra historia y será contada en otra ocasión”).
Y entendí que lo primero que tenía que hacer era enfrentarme a esos “lo
que podría haber sido y no fue”, a esos remordimientos sobre las
decisiones ¿erróneas? que tomé en el pasado. No es una tarea fácil.
Viajamos por la vida sin una brújula que nos ayude a tomar las
decisiones correctas, sin una guía que nos permita prever las
consecuencias futuras de nuestros actos. No creo que os cueste demasiado
viajar a algún momento de vuestra vida en el que no hicisteis algo que
sabíais que debíais hacer, o en el que algo que esperabais con fuerza
nunca llegó a suceder, o en el que alguien que os importaba permaneció
callado cuando deseabais con todas vuestras fuerzas que dijera algo que
ansiabais oír. Esos son momentos de ruptura, de división,
instantes en los que el mundo se desdobla en dos mitades excluyentes. Si
esa ruptura es lo suficientemente grande, crea un corte por el que
sangraremos el resto de nuestras vidas.
En palabras del maestro Juan José Millás en “Dos mujeres en
Praga”: Cuando mi amigo pronunció aquella frase (“si hubiera
tenido hijos, el mayor tendría ahora veinticinco años”) pensé que en
la vida de las personas era más importante lo que no sucedía que lo que
sucedía. Aquel soltero aparente tenía en otra dimensión oculta una
familia imaginaria, una familia que llevaba construyendo desde hacía al
menos 25 años. Pensé entonces que cada uno de nosotros lleva dentro un
“lo que no”, es decir, algo que no ha sucedido y que sin embargo tiene
más peso en la vida que “lo que sí” , que lo que ha ocurrido. Da
igual lo felices que lleguemos a ser en la vida, los logros que consigamos
o la gente a la que conozcamos: si la división fue lo suficientemente
profunda corremos el riesgo de no dejar nunca de sangrar por esa herida.
Así vivimos los humanos si no nos reconciliamos con el pasado:
prisioneros de las consecuencias inexistentes de lo que no nos
atrevimos a hacer o de lo que nos arrepentimos de haber hecho. Echadle un
vistazo a El orden alfabético,
también de Millás, para ver otro dramático ejemplo de esto.
¿Qué ocurre cuando tomamos una decisión? Cuando, por ejemplo,
rechazamos una propuesta de matrimonio, ¿a dónde van a
parar los años de convivencia con la pareja, los hijos que hubiéramos
podido tener, los nietos de nuestra vejez? ¿Existen en algún lugar, en
alguna dimensión paralela, en un universo cuánticamente diferente que
aquel en el que vivimos ahora? ¿Se crea un mundo en el que respondes
“no” y otro en el que respondes “sí”, ambos igual de reales en el
fondo aunque tú sólo puedas vivir en uno de ellos? Cuando el borrachísimo
protagonista de Estado Crepuscular, gran novela de Javier Negrete,
se ve incapaz de “cumplir” con un ligue de discoteca, dice: “en
aquel momento de indecisión cuántica, el universo se desdobló, y como
siempre, me quedé en el lado en que no debía. (...). Me queda el
consuelo de que en algún universo alternativo, otro David Milar hizo lo
que tenía que hacer”.
El tema de los universos paralelos, mundos iguales al
nuestro excepto por un punto a partir del cual la historia avanzó de
forma diferente, son muy comunes en el mundo de la ciencia ficción.
Alguno de los mejores capítulos de Star Trek (la nueva serie)
hablan de ello: en Yesterday’s Enterprise una distorsión del
espaciotiempo crea una línea temporal alternativa que cambia la utopía
antibelicista propia de la serie por un futuro militarizado y en guerra
eterna. En Parallels un desconcertado Worf viaja por los infinitos
mundos paralelos cuánticos de los que hablábamos antes, y en alguno de
ellos se descubre, por ejemplo, casado con una mujer de a bordo que en
“su” mundo sólo consideraba una amiga. Muchos libros hablan de cosas
así, también: La llegada de los gatos cuánticos, de Frederick
Pohl, se toma todo el asunto un poco a guasa, narrando la historia de
un científico que salta sin control por dimensiones paralelas y acaba
quedándose en aquella en que las cosas le han salido mejor en la vida (la
mujer a la que ama, dinero, prestigio). Muchos libros hablan de ucronías:
qué hubiera pasado si Alemania hubiese ganado la Segunda Guerra Mundial,
o si el imperio romano aún dominase el mundo.
Los comics también han hablado de estos temas... Los más
enrevesados argumentos de los X-Men de la Marvel bregan con mundos
alternativos y realidades paralelas (me viene a la cabeza una divertidísima
aunque finalmente desprovechada saga llamada precisamente Dimensiones
Alternativas, de Excalibur, en la que el supergrupo viaja por
realidades en que, por ejemplo, los ingleses dominan el mundo o las
historias sobre marcianos de Rice Burroughs resultaron ser ciertas). El
genial guionista Warren Ellis introduce en series archiconocidas en
el mundillo como Authority o Planetary el concepto de la Sangría,
una membrana que separa entre sí los infinitos mundos paralelos del Multiverso.
Y finalmente, Hollywood se ha encargado también de destrozar toda la poesía
del asunto de los mundos paralelos con la horrible bazofia “El único”,
peli de mamporros con Jet Li en la que un criminal salta por las
realidades paralelas matando a sus “dobles” cuánticos con la intención
de ser el único por no recuerdo qué zarandaja. Algo mejor (aunque
tampoco mucho) es una peli con Gwyneth Paltrow llamada "Dos vidas
en un instante", en la que se explica cómo un pequeño cambio
(llegar a tiempo al metro o no) puede modificar toda la vida (enganchar a
tu marido poniéndote los cuernos o no). Y una buena peli española con
algún punto argumental similar es la romanticona "Lluvia en los
zapatos".
Sea como sea, el hecho de que exista en alguna dimensión cuántica
un Universo paralelo en el que yo sea un Premio Nobel de Literatura y tú
hayas llegado a ser (...completa la frase con aquello en lo que desearías
convertirte...) no deja de ser un consuelo más bien magro en el día
a día. Así que por ahora me limitaré a seguir haciendo inventario
mental de las cosas sin resolver de mi pasado (y que no pienso comentar
aquí), y dejaré para la segunda parte de este “Seré Breve” en dos
capítulos un curioso razonamiento con el que pretendo demotrar, al estilo
Fisher-Price, que estamos ya todos en el más allá. ¡No os lo perdáis!