Contenido general: Bases operativas
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Nota:
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la 2° parte en Doctrina Política 2
ESCUELA
DE DIRIGENTES “SANTO TOMAS MORO” DOCTRINA POLÍTICA DE LA IGLESIA
[i] El
Papa recientemente electo, Benedicto XVI, expresó en una homilía, poco antes
de su proclamación[ii]:
“La pequeña barca del pensamiento de
muchos cristianos con frecuencia ha quedado agitada por las olas, zarandeada de
un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del
colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo
religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc.” Por eso, parece oportuno
indagar si la Iglesia Católica posee una doctrina política, y en qué
consiste. Pueden
dudar algunos sobre la necesidad de que la Iglesia tenga una doctrina política,
puesto que la misión que Cristo le confió es de orden religioso. Pero,
precisamente, de esa misión se desprenden luces que sirven para ayudar al mejor
funcionamiento de la comunidad humana, de una forma coherente con la fe. Como
afirma el Concilio Vaticano II: “Se
equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad
permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas
temporales, sin darse cuenta que la propia fe es un motivo que les obliga al más
perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno”
(Gaudium et Spes, 43). I)
La política En
primer lugar, debemos dilucidar en qué consiste la política. Siguiendo a Santo
Tomás, Keraly define a la política como “la ciencia encargada no solamente
de estudiar sino también de conducir y de mantener a la ciudad en su finalidad
específica”[iii].
La política, así entendida, pertenece a las ciencias prácticas, porque -señala
Sto. Tomás- “la ciudad es una cierta entidad respecto de la cual la razón
humana no sólo es cognoscitiva, sino también operativa”[iv],
debiendo incluirse entre las ciencias morales y no entre las ciencias
productivas porque “la ciencia política tiene por objeto el ordenamiento de
los hombres”[v].
Y es la ciencia arquitectónica respecto de todas las demás ciencias prácticas,
de allí que Aristóteles diga que la filosofía de las cosas humanas culmina
con la política. De
acuerdo a la definición de Keraly, la política abarca dos aspectos
complementarios: a) un cuerpo de
conocimientos teóricos y normativos fundado en una labor científica cuyo modo
es especulativo y cuyo procedimiento es analítico (obra de la razón); b) un conjunto de
aptitudes y de disposiciones activamente ordenadas al bien común de la ciudad,
especie de saber hacer moral, cuyo modo es práctico y cuyo procedimiento es
sintético (obra de la prudencia). Entonces,
la política es ciencia y prudencia.[vi] II)
Doctrina política de la Iglesia La
observación de la realidad nos muestra un Orden Natural, del que se desprenden
principios inmutables de validez universal, conforme a los cuales tiene que
organizarse y desarrollarse la vida política y social. Orden natural que no es
fruto de la creación humana sino que el hombre descubre con su razón, sin
poder crearlo conforme a su voluntad. La doctrina de la Iglesia defiende la
existencia de esos principios normativos de la ciencia política, no como algo
que la Revelación enseña, sino como principios que nos muestra el orden de la
naturaleza. Por eso, los principios políticos no son exclusivos de la doctrina
católica; pero no es incorrecto decir que existe una doctrina política católica,
puesto que la Iglesia sostiene que el orden de la naturaleza es obra de Dios, y
al derivarse de este orden los principios de esa doctrina, tales principios
forman parte integrante de la doctrina católica. Lo
que añade la Revelación, es que existe un bien común trascendente, distinto y
superior al bien común inmanente. Por ello, como las verdades procedentes de la
Revelación, en cuanto que reveladas son patrimonio exclusivo de la doctrina católica,
la doctrina política confirmada por la Revelación resulta ser una doctrina política
católica. Como
dijimos que la política es ciencia y prudencia, debemos determinar si este
segundo aspecto también está incluido en la doctrina política católica. Para
la convivencia en paz de la sociedad, y la procuración del bien común, es
preciso respetar los principios inmutables de la ciencia política. Pero, como
el hombre es libre, el cumplimiento de esos principios no está asegurado, y,
además, la organización de la sociedad debe tener en cuenta las circunstancias
concretas de la comunidad respectiva, de la historia, de las costumbres, de los
recursos disponibles, etcétera. Sobre
la determinación de los medios para lograr el bien común, la Iglesia señala
que eso corresponde al poder civil, al Estado. No obstante, ningún acto humano
es moralmente indiferente, ni puede juzgarse solamente por los resultados. El
bien común temporal es un bien perfectivo del hombre, que comprende bienes
externos, bienes del cuerpo y bienes del alma.
Así, la política está sujeta a la moral. Tanto por el fin que se
pretende alcanzar con la acción política, como por la propia actuación
ejecutada para ello. Y si bien la Iglesia no determina qué medios hay que
utilizar, en cambio señala de modo concreto que la actuación de los hombres en
política -como en cualquier otra cuestión- tiene que estar sujeta a las normas
de la moral y que los medios
utilizados han de ser moralmente lícitos. Pío XII afirmaba que “como faro
resplandeciente, la ley moral debe con los rayos de sus principios dirigir la
ruta de la actividad de los hombres y de los Estados...” (Radiom. “Nell
Alba”, 1942). En
conclusión, la doctrina política católica “es el conjunto ordenado de
principios generales, que permanecen por encima de los acontecimientos,
cualquiera que ellos sean” (Jean Ousset). III)
Contenido de la doctrina La
concepción católica de la política está formulada especialmente en las Encíclicas: -de
León XIII, Diuturnum illud; Inmortale Dei; Libertas; Au
millieu des sollicitudes; -de
Pío XII, Summi Pontificatus; Benignitas et humanitas; Los
Papas posteriores agregaron otros documentos, hasta culminar con la Centesimus
Annus, de Juan Pablo II. Pero para esta exposición nos puede convenir
detenernos en la Pacem in Terris, de
Juan XXIII, pues en ella se advierte una evolución en la doctrina. Evolución
que es progreso de la doctrina misma, perfección y desarrollo de sus
principios, en cuanto estos, fundados en la Revelación, se apoyan al mismo
tiempo en la razón natural del hombre. Entonces, la doctrina se desenvuelve
descubriendo nuevos principios o dando nuevas formulaciones a los ya conocidos. Además,
los principios doctrinarios deben aplicarse a la realidad, en función de una
situación y de una circunstancia concretas. Claro que, el principio no se funda
en la situación -como pretenden algunos teólogos- sino que se proyecta y se
adecua a ella, porque no es el principio el que es relativo, sino las
circunstancias y el tiempo en que se realiza. El
condicionamiento de una realidad histórica no sólo gravita sobre la
interpretación de los principios, sino que afecta incluso a la enunciación
histórica de los principios mismos. Así, por ejemplo, cuando Pío XI enunció
el principio de subsidiariedad, la existencia de regímenes totalitarios en
varios países europeos, hizo que se entendiera como la afirmación de un límite
del poder estatal. La
doctrina política pontificia, aunque tenga un fundamento universal, es histórica.
Por eso, debe evaluarse la doctrina política de cada pontificado en razón de
los problemas dominantes en su época. León XIII, en el apogeo del liberalismo
y de la persecución a la Iglesia, fue el papa de la autoridad y del bien común,
de la distinción entre el orden natural y sobrenatural, como propios del Estado
y de la Iglesia. Pío
XI, frente al auge del estatismo, y del capitalismo avanzando sobre el poder,
enunció los derechos de la sociedad y de los grupos sociales intermedios, y
denunció el imperialismo internacional del dinero. Pío
XII, con la realidad de países totalitarios en guerra, afirmó la dignidad de
la persona humana como principio y fin de la vida social. Juan
XXIII, en una época de interdependencia creciente, y ante la amenaza de una
guerra atómica, resalta la comunidad universal como constante del pensamiento
cristiano y de la necesidad de una autoridad internacional. La
doctrina política integra la Doctrina Social de la Iglesia, y para ella rigen
entonces las dos notas señaladas por Pío XII[vii]: -”Es
obligatoria; nadie puede apartarse de ella sin peligro para la fe y el orden
moral”. -”...esta
doctrina está fijada definitivamente y de manera unívoca en sus puntos
fundamentales, ella es con todo lo suficientemente amplia como para adaptarse y
aplicarse a las vicisitudes variables de los tiempos, con tal que no sea en
detrimento de sus principios inmutables y permanentes.” Por
eso es necesario distinguir en los documentos: lo doctrinal y lo prudencial. Únicamente
integran la doctrina los principios sobre los que existe continuidad en los
documentos, pues esa convergencia excluye toda posible duda. IV)
Síntesis de la Doctrina Política de la Iglesia (según la Enc. Pacem in
Terris) 1.
La dignidad de la persona como principio de la concepción cristiana del
orden político La
encíclica afirma de una forma inequívoca y radical desde sus primeros párrafos,
como fundamento de la convivencia, la dignidad de la persona humana. Este es,
sin duda un principio tradicional del pensamiento cristiano, que había sido
revalidado, cada vez con mayor firmeza, por los papas Pío XI y Pío XII. Este
principio se define afirmando que todo ser humano es persona, es decir, una
naturaleza dotada de inteligencia y voluntad libre. Y subrayando la
universalidad del principio, Juan XXIII aclara que en esta encíclica enuncia
principios doctrinales que pueden ser conocidos por todos los hombres, en cuanto
se basan en la naturaleza misma de las cosas, y, por consiguiente, están al
alcance incluso de aquellos que no están iluminados por la fe cristiana, pero
poseen la luz de la razón y la rectitud moral (nº 157). El
Papa subraya que la persona humana es el sujeto humano individual, para salir al
paso de todas aquellas concepciones que, o bien diluyen la libertad del hombre
en sus condicionamientos sociales, o bien interpretan la naturaleza social del
hombre con tal amplitud que lo reducen a ser una función o parte de la
sociedad. Puede decirse que la comunidad está en la persona misma, en el
hombre, sociable por naturaleza. 2. La dignidad de la persona como fundamento del derecho natural Juan
XXIII se basa claramente en una concepción del derecho natural que halla su
fundamento en lo que es adecuado a la propia naturaleza humana, como un
contenido universal; es decir, lo que es adecuado al hombre como persona
inteligente y libre. La tesis está enunciada
en esta manera en la encíclica: las leyes que regulan “las relaciones
de los individuos con sus respectivas comunidades políticas...hay que buscarlas
solamente allí donde las ha grabado el Creador de todo, esto es, en la
naturaleza del hombre” (nº 6). El Papa no utiliza la expresión derecho
natural, aunque sí reiteradamente alude a derechos naturales de la persona. Así, por ejemplo, en el párrafo
28 resume los derechos enunciados, llamándolos derechos naturales, añadiendo
que están unidos en el hombre que los posee con otros tantos deberes. Aunque
se haya eludido la expresión derecho natural, está aceptado en las líneas
generales con que lo definió Pío XII en el discurso Il
programa (1955): como la afirmación de que el juicio sereno de la razón
puede reconocer en la naturaleza el fundamento del orden, pero con la limitación
o el condicionamiento de que ese juicio sólo descubre las líneas directrices
que contienen los elementos esenciales del orden sujetos a una adaptación en el
decurso histórico. Juan
XXIII, previo a detallar una amplia declaración de derechos, aclara: “el
hombre tiene por sí mismo derechos y deberes que dimanan inmediatamente y al
mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello,
universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto” (nº
9). 3.
La autoridad Luego
encontramos la doctrina del poder. Siguiendo a León XIII, Juan XXIII lo funda
en la naturaleza social del hombre y en la natural necesidad de un principio
directivo del orden social, para concluir: “la autoridad que, como la misma
sociedad, surge y deriva de la naturaleza y, por tanto, del mismo Dios, que es
su autor” (nº 46). Agrega que esa doctrina de la autoridad es coherente con
la dignidad personal del hombre. La autoridad fundada en Dios se manifiesta como
una fuerza moral, como un llamamiento que se dirige a seres racionales y libres.
Queda a salvo la dignidad personal de los ciudadanos, ya que su obediencia no es
sujeción de hombre a hombre, sino un homenaje a Dios mismo. En ello se funda
una flexible armonía entre la necesidad de la autoridad como una exigencia de
la sociedad misma, y la libertad humana, ya que esa doctrina no se opone a la
plena responsabilidad con que los hombres pueden elegir a las personas
investidas de la función de autoridad o decidir libremente sobre las formas de
gobierno o los ámbitos o métodos según los cuales la autoridad se ha de
ejercer. Cabe
señalar que una de las pocas condenaciones expresas que contiene la encíclica,
está dirigida a la ideología liberal que afirma “que la voluntad de cada
individuo o de ciertos grupos es la fuente primaria y única de donde brotan los
derechos y deberes del ciudadano, proviene la fuerza obligatoria de la
constitución política y nace, finalmente, el poder de los gobernantes del
Estado para mandar” (nº 78). El
Papa opone a esta concepción voluntarista el principio del origen divino del
poder, que no sólo define la naturaleza del poder como extrínseca a la
voluntad del hombre, sino que condiciona sus fines (nº 46). 4.
El bien común El
Papa reelabora una definición de Pío XII al establecer que el bien común
abarca “un conjunto de condiciones sociales que permitan a los ciudadanos el
desarrollo expedito y pleno de su propia perfección” (nº 58). Lo que añade
esta encíclica al concepto, son tres precisiones fundadas en el principio de la
dignidad personal (nºs. 55/57): -Que
el bien común debe cifrarse en el bien del hombre; -Que
es un bien del que deben participar todos los miembros de una comunidad política,
saliendo así al paso de interpretaciones que lo cifran en el bien de la mayoría
o del mayor número posible; -Que
es un bien del hombre en su plenitud, que atiende tanto a las necesidades del
cuerpo como a las del espíritu. 5.
La organización jurídica del poder Constituye
un aporte doctrinario el considerar conveniente la separación de los órganos
del gobierno. Aunque no se pueda determinar de una vez para siempre la
estructura según la cual deben organizarse los poderes públicos, pues esta
estructura está condicionada por la situación histórica de las diversas
comunidades, sostiene el Papa que la separación de los órganos del poder es un
elemento de garantía y protección en favor de los ciudadanos (nº 68) El
principio de que el poder debe estar limitado para someterse a un régimen jurídico,
es un principio de moral social, que aparece reforzado por la exigencia de que
los ciudadanos y las entidades intermedias, en el ejercicio de sus derechos y en
el cumplimiento de sus deberes, gocen de una tutela jurídica eficaz, lo mismo
en sus relaciones mutuas que frente a los funcionarios públicos. Es decir, la
sujeción del poder al derecho. 6.
La participación de los ciudadanos La
participación de los ciudadanos en la vida pública está también enunciada
como una exigencia de la dignidad personal de los seres humanos. La preocupación
esencial de Pío XII, cuando concebía la democracia como un régimen en que los
ciudadanos participaban en el poder, era
el nivel o la madurez moral de los ciudadanos sobre la que trazaba la distinción
entre la masa y el pueblo. También Juan XXIII matiza esta exigencia a su realización
en una variedad de formas que correspondan al grado de madurez alcanzado por las
comunidades políticas (nº 73). No obstante, insiste en las conveniencias
personas y políticas que derivan de esta participación: nuevas perspectivas
para los hombres de obrar el bien, contactos entre los ciudadanos y los
funcionarios públicos, renovación de la autoridad (nº 74). En
la misma sintonía, tres décadas más tarde, Juan Pablo II sostendría que la
Iglesia “aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la
participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los
gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o
bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica” (Centesimus Annus,
46). Es claro que, para la Iglesia, la democracia no está limitada a una forma
de gobierno, sino que puede realizarse tanto en las monarquías como en las repúblicas,
puesto que se pone el acento en las estructuras de las que dependen las
relaciones entre el pueblo y el poder (Benignitas et humanitas, nº 12). 7.
La comunidad universal La
encíclica Pacem in Terris ha sistematizado varias enseñanzas que estaban
enunciadas fragmentariamente en anteriores documentos pontificios y los
desarrolló en algunos puntos parciales. Es, en gran parte, una síntesis
deliberada del pensamiento de Pío XII, a quien hacen referencia 32 de las 73
citas que contiene el texto. Pero lo nuevo es la valoración del mundo contemporáneo,
y la conciencia de la necesidad de una organización de la comunidad
internacional, asentada sobre los derechos del hombre. Juan
XXIII presenta la imagen de una comunidad universal organizada, con todas sus
consecuencias en el orden político, económico y cultural, como una verdadera
comunidad política perfecta para todos los fines de la vida humana, con un bien
común universal propio. El contenido de ese bien común proyecta, en un ámbito
más amplio, el mismo contenido del bien común de las comunidades singulares de
un pluriverso político: crear el conjunto de condiciones sociales que
favorezcan y permitan el desarrollo integral de la persona. El
bien común del Estado, en cuanto el Estado es el órgano de conducción de la
comunidad política singular en un pluriverso de pueblos, está visto como una
forma de transición histórica, que representa hoy un bien común deficiente
que no puede satisfacer la plenitud de las necesidades temporales del hombre,
esencialmente en lo que afecta a la seguridad y la paz internacionales (nº
135). Las
partes tercera y cuarta de la encíclica trazan las grandes líneas de una
comunidad política internacional, sobre el mismo fundamento de la convivencia:
la dignidad personal de los seres humanos. Con un deliberado paralelismo, el
Papa enuncia los valores personales y sociales del orden moral universal:
verdad, justicia, solidaridad y libertad. Estos valores, que constituyen el bien
común de la familia humana, se supraordinan a los intereses singulares de cada
pueblo. Pío XII ya había proclamado la existencia de una solidaridad entre los
hombres fundada en su unidad de origen y de naturaleza, considerando laudables
los esfuerzos por lograr una comunidad política mundial. Juan XXIII sienta una
tesis más ambiciosa: la constitución de una autoridad pública mundial al
servicio de un bien común universal (nº 137). Esta autoridad se ha de
establecer con el consentimiento de todos los Estados y no imponerse por la
fuerza, para que pueda desempeñar eficazmente su función en la que debe ser
imparcial y estar dirigida al bien
común de todos los pueblos (nº 138). Resalta
el pontífice la convicción de que las diferencias que surjan entre los pueblos
deben resolverse no por la fuerza de las armas, sino por las normas de la recta
razón. Siempre el catolicismo consideró que los gobernantes deben buscar la
solución a los conflictos por vías pacíficas, siendo la guerra el último
recurso, que sólo puede ser aceptado cuando la causa sea justa. Sin embargo,
como lo establece el Catecismo: “mientras exista el riesgo de guerra y falte
una autoridad internacional competente y provista de la fuerza correspondiente,
una vez agotados todos los medios de acuerdo pacífico, no se podrá negar a los
gobiernos el derecho a la legítima defensa” (CIC, 2308). V.
Temas polémicos Analizaremos
ahora algunos de los temas que se prestan frecuentemente a la polémica o a la
duda. 1.
Origen de la autoridad A
la luz de lo ya expresado, podemos resumir la doctrina cristiana del poder político,
con la frase de San Pablo: “no hay autoridad sino bajo Dios” (Rom 13,1),
puesto que Dios es el autor del orden natural, en virtud del cual todo ser
humano tiende a la convivencia social como un medio necesario para su perfección.
En consecuencia, Dios ha dispuesto las cosas de tal modo que la autoridad forma
parte esencial de su plan providencial y, en tal medida, ha de afirmarse que
Dios es el origen de toda autoridad humana. Otra
cosa diferente es determinar cuál es el modo adecuado para la designación de
los hombres que han de ejercer la autoridad. En la doctrina hay unanimidad con
respecto a que la autoridad política tiene su origen en Dios; pero con respecto
a la cuestión de la forma en que se atribuye el poder estatal al que lo ejerce,
se han divido las opiniones. Recordemos,
primero, la teoría del derecho divino de los reyes, de raíz
protestante, defendida por Jacobo I, rey de Inglaterra (1603/1625). Sostiene
esta tesis que el poder real es de derecho divino, lo mismo que la autoridad del
Papa. El poder es conferido a una persona determinada por un acto especial de
Dios, por consiguiente el gobernante obtiene su autoridad como una propiedad y
puede disponer de ella por su propia decisión arbitraria.[viii]
Los
teólogos católicos sostuvieron dos tesis diferentes: a)
La teoría de la traslación: sostenida por el P. Suárez, que afirmó,
contra la tesis de Jacobo I, que la autoridad venía directamente de Dios a la
comunidad o pueblo, de tal manera que éste era el sujeto natural primigenio de
la autoridad; a su vez, como toda la comunidad no puede ejercer la autoridad,
habrá de determinar las personas a quienes se le transferirá. Esta traslación
se hace mediante el consentimiento del pueblo, expreso o tácito. No debe
confundirse la teoría de la traslación con la de Rousseau, según la cual, el
pueblo o voluntad general es el sujeto
de la autoridad y por un contrato la delega en mandatarios. b)
La teoría de la colación inmediata: sostenida por el P. Vitoria, afirma
que la comunidad sólo designa la persona que ha de ejercer el poder estatal,
mientras que el poder mismo pasa inmediatamente de Dios a la persona que lo ha
de ejercer. Es decir que, según esta tesis, Dios le comunica los atributos del
poder a aquel designado por la comunidad, la que cumple esa función designación
y de determinación, pero no es la comunidad la que previamente recibe esos
atributos, poseyéndolos como propios, y luego los transfiere a los gobernantes. Análisis
del tema: El
P. Meinvielle acotaba que el pueblo no puede realizar las funciones complejas
que implica el ejercicio de la autoridad. Entonces, no tiene sentido que se le
atribuya el papel de intermediario en la transmisión de la autoridad, ya que no
puede transferir lo que no posee, y no posee lo que no puede ejercer.
Precisamente, el criterio para establecer los derechos naturales es la necesidad
que de su uso o ejercicio se tiene. Si la comunidad o pueblo jamás puede
ejercer la autoridad, no se justifica transferirsela, aunque fuera
transitoriamente. El
Magisterio de la Iglesia nunca se pronunció expresamente sobre esta cuestión,
pues le basta con sentar el principio del origen divino de la autoridad, dejando
en libertad a los fieles para sostener una u otro posición. No obstante, existe
un pasaje que nos brinda orientación al respecto, en la Encíclica Diuturnum Illud, de León XIII: “Es
importante advertir en este punto que los que han de gobernar los Estados pueden
ser elegidos, en determinadas circunstancias, por la voluntad y juicio de la
multitud, sin que la doctrina católica se oponga o contradiga esta elección.
Con esta elección se designa al gobernante, pero no se confieren los derechos
del poder. Ni se entrega el poder como un mandato, sino que se establece la
persona que lo ha de ejercer” (nº 4). Nuevo
enfoque: Algunos
teólogos contemporáneos, como Leclercq y Desqueyrat[ix],
consideran que ninguno de los sistemas expuestos soluciona los problemas de
orden práctico que plantean la legitimidad de un gobierno determinado.
Sostienen que el poder político viene de Dios, pero no por una intervención
especial de la Providencia, sino simplemente por vía de consecuencia de la ley
natural. No ven la necesidad lógica de hacer intervenir la investidura divina
del poder concreto, directa o indirecta, a los gobernantes. Estos
teólogos conciben a la autoridad como un deber o una función y no un derecho
personal. Por eso, la manera de acceder al poder no tiene relación directa con
el derecho a gobernar. “Si el poder fuese una especie de propiedad, su
legitimidad dependería siempre de sus orígenes. Adquirido injustamente, se
poseería injustamente: el usurpador tendría que devolverlo, estaría obligado
a restituirlo. Pero
la autoridad no es un bien de este tipo: es una función...”[x].
San Pablo dice que el príncipe es un ministro
de Dios (Rom 13,4). Entonces, el derecho del gobierno a conducir la sociedad,
no es un derecho subjetivo del gobernante mismo que pueda emplear en
provecho propio. El poder público, como toda autoridad o cualquier función,
está destinado a servir.[xi] De
allí que el poder público se justificará cuando en su ejercicio tienda al fin
para el cual existe. Tal es la llamada legitimidad de ejercicio: el
procurar el bien común legitima o hace legítimo al poder en su ejercicio,
aunque el gobernante haya accedido al cargo, por vía de un golpe de Estado, o
como resultado de una guerra. Normalmente, el consenso social prolongado, en un
clima de relativa tranquilidad pública, revela tácitamente la legitimación de
un gobernante. A
la inversa, ejercer el poder injustamente, en violación al derecho, en contra
de la comunidad, etc., hace decaer esa legitimidad aunque el gobernante haya
accedido al poder de acuerdo al procedimiento previsto en las normas vigentes.
Si tal ilegitimidad se torna permanente, grave y dañina para la comunidad, ésta
tiene derecho a defenderse, resistiendo al gobernante que ha desviado el
ejercicio del poder, y, eventualmente, deponerlo[xii]. 2.
Soberanía Vinculado
al punto anterior, debemos analizar ahora uno de los aspectos más confusos del
vocabulario político: soberanía. Como concepto de la teoría política, lo
encontramos en Bodin el cual formula una teoría de la soberanía. Para
justificar el carácter absolutista del poder monárquico de su tiempo, Bodin
recurre a éste concepto, asignándolo en primer lugar a Cristo como señor
absoluto; de ahí lo deriva al monarca, como representante de Cristo mismo. El
autor añade que la soberanía implica tres notas: es absoluta, es inalienable y
es indivisible. Posteriormente,
el alemán Althusius y, más tarde, Rousseau, sustituyeron la soberanía del príncipe por la soberanía
del pueblo, fórmula que subsiste hasta nuestros días, con el mismo
contenido básico que Rousseau le asignara. [i] Conferencia dictada el 29-4-05, en la Biblioteca Córdoba (Córdoba-Argentina). [ii] Homilía en la misa “por la elección del romano pontífice”, el 18-4-05. [iii] Keraly, Hugues; en: Santo Tomás de Aquino; “Prefacio a la política”, México, Editorial Tradición, 1982, pg. 107. [iv] Santo Tomás, op. cit., pg. 17. [v] Ibídem. [vi] Keraly, op. cit., pg. 137. [vii] Pío XII, Alocución, 29-4-1945. [viii] Rommen, Heinrich. “El Estado en el pensamiento católico”; Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1956, pgs. 494 y 623. [ix] Desqueyrat, A. “Doctrina política de la Iglesia”; Bilbao, Desclée de Brouwer, 1966, T. I, pgs. 125/141. [x] Mersh, E. “La fonction de l autorité”; cit. por Desqueyrat, op. cit., pg. 130. [xi] Unión Internacional de Estudios Sociales (Malinas). “Código de Moral Política”; Santander, Sal Terrae, 1959, p. 29. [xii] Meneghini, Mario. “Sumario de Doctrina Social”; Córdoba, Escuela de Dirigentes “Santo Tomás Moro”, 2005, Mód. 7, p. 5. Nota:
Ver
la 2° parte en Doctrina Política 2
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