Contenido general: Bases operativas
|
|
Papa Benedicto XVI Situación
actual de la Fe y la Teología Conferencia del cardenal
J. Ratzinger en el encuentro de presidentes de comisiones episcopales de América
Latina para la Doctrina de la Fe, celebrado en Guadalajara (México), en
noviembre de 1996. La crisis de la teología de la
liberación En los años ochenta, la teología
de la liberación en sus formas radicales aparecía como uno de los más
urgentes desafíos para la fe de la Iglesia. Un desafío que requería respuesta
y clarificación, porque proponía una respuesta nueva, plausible y, a la vez,
práctica, a la cuestión fundamental del cristianismo: el problema de la
redención. La misma palabra liberación quería explicar de un modo distinto y
más comprensible lo que en el lenguaje tradicional de la Iglesia se había
llamado redención. Efectivamente, en el fondo se encuentra siempre la misma
constatación: experimentamos un mundo que no se corresponde con un Dios bueno.
Pobreza, opresión, toda clase de dominaciones injustas, sufrimiento de justos e
inocentes, constituyen los signos de los tiempos, de todos los tiempos. Y todos
sufrimos; ninguno puede decir fácilmente a este mundo y a su propia vida:
detente para siempre, porque eres tan bella. De esta experiencia, la teología
de la liberación deducía que esta situación, que no debe perdurar, sólo
puede ser vencida mediante un cambio radical de las estructuras de este mundo,
que son estructuras de pecado, estructuras de mal. Si el pecado ejerce su poder
sobre las estructuras, y el empobrecimiento está programado de antemano por
ellas, entonces su derrocamiento no puede producirse mediante conversiones
individuales, sino mediante la lucha contra las estructuras de la injusticia.
Pero esta lucha, como se ha dicho, debería ser una lucha política, ya que las
estructuras se consolidan y se conservan mediante la política. De este modo, la
redención se convertía en un proceso político, para el que la filosofía
marxista proporcionaba las orientaciones esenciales. Se transformaba en una
tarea que los hombres mismos podían, e incluso debían, tomar entre manos, y,
al mismo tiempo, en una esperanza totalmente práctica: la fe, de teoría,
pasaba a convertirse en praxis, en concreta acción redentora en el proceso de
liberación. El hundimiento de los sistemas
de gobierno de inspiración marxista en el Este europeo resultó ser, para esa
teología de la praxis política redentora, una especie de ocaso de los dioses:
precisamente allí donde la ideología liberadora marxista había sido aplicada
consecuentemente, se había producido la radical falta de libertad, cuyo horror
aparecía ahora a las claras ante los ojos de la opinión pública mundial. Y es
que cuando la política quiere ser redención, promete demasiado. Cuando
pretende hacer la obra de Dios, pasa a ser, no divina, sino demoníaca. Por eso,
los acontecimientos políticos de 1989 han cambiado también el escenario teológico.
Hasta entonces, el marxismo había sido el último intento de proporcionar una fórmula
universalmente válida para la recta configuración de la acción histórica. El
marxismo creía conocer la estructura de la historia mundial, y, desde ahí,
intentaba demostrar cómo esta historia puede ser conducida definitivamente por
el camino correcto. El hecho de que esta pretensión se apoyara sobre un método
en apariencia estrictamente científico, sustituyendo totalmente la fe por la
ciencia, y haciendo, a la vez, de la ciencia praxis, le confería un formidable
atractivo. Todas las promesas incumplidas de las religiones parecían
alcanzables a través de una praxis política científicamente fundamentada. La caída de esta esperanza
trajo consigo una gran desilusión, que aún está lejos de haber sido
asimilada. Por eso, me parece probable que en el futuro se hagan presentes
nuevas formas de la concepción marxista del mundo. De momento, quedó la
perplejidad: el fracaso del único sistema de solución de los problemas humanos
científicamente fundado sólo podía justificar el nihilismo o, en todo caso,
el relativismo total. Relativismo: la filosofía
dominante El relativismo se ha convertido
así en el problema central de la fe en la hora actual. Sin duda, ya no se
presenta tan sólo con su vestido de resignación ante la inmensidad de la
verdad, sino también como una posición definida positivamente por los
conceptos de tolerancia, conocimiento dialógico y libertad, conceptos que
quedarían limitados si se afirmara la existencia de una verdad válida para
todos. A su vez, el relativismo aparece como fundamentación filosófica de la
democracia. Ésta, en efecto, se edificaría sobre la base de que nadie puede
tener la pretensión de conocer la vía verdadera, y se nutriría del hecho de
que todos los caminos se reconocen mutuamente como fragmentos del esfuerzo hacia
lo mejor; por eso, buscan en diálogo algo común y compiten también sobre
conocimientos que no pueden hacerse compatibles en una forma común. Un sistema
de libertad debería ser, en esencia, un sistema de posiciones que se relacionan
entre sí como relativas, dependientes, además, de situaciones históricas
abiertas a nuevos desarrollos. Una sociedad liberal sería, pues, una sociedad
relativista; sólo con esta condición podría permanecer libre y abierta al
futuro. En el campo de la política,
esta concepción es exacta en cierta medida. No existe una opinión política
correcta única. Lo relativo a la construcción de la convivencia entre los
hombres, ordenada liberalmente no puede ser algo absoluto. Pensar así era
precisamente el error del marxismo y de las teologías políticas. Pero, con el
relativismo total, tampoco se puede conseguir todo en el terreno político: hay
injusticias que nunca se convertirán en cosas justas (como, por ejemplo, matar
a un inocente, negar a un individuo o a un grupo el derecho a su dignidad o a la
vida correspondiente a esa dignidad); y al contrario, hay cosas justas que nunca
pueden ser injustas. Por eso, aunque no se ha de negar cierto derecho al
relativismo en el campo socio_político, el problema se plantea a la hora de
establecer sus límites. Este método ha querido aplicarse, de un modo
totalmente consciente, también al campo de la religión y de la ética. Trataré
de esbozar brevemente los desarrollos que en este punto definen hoy el diálogo
teológico. La llamada teología pluralista de las religiones se había desarrollado
progresivamente ya desde los años cincuenta; sin embargo, sólo ahora se ha
situado en el centro de la conciencia cristiana (1). De algún modo, esta
conquista ocupa hoy -por lo que respecta a la fuerza de su problemática y a su
presencia en los diversos campos de la cultura- el lugar que en el decenio
precedente correspondía a la teología de la liberación. Además, se une de
muchas maneras con ella, e intenta darle una forma nueva y actual. Sus
modalidades son muy variadas; por eso, no es posible resumirla en una fórmula
corta ni presentar brevemente sus características esenciales. Es, por una
parte, un típico vástago del mundo occidental y de sus formas de pensamiento
filosófico; por otra, conecta con las intuiciones filosóficas y religiosas de
Asia, especialmente y de forma asombrosa con las del subcontinente indio. El
contacto entre esos dos mundos le otorga, en el momento histórico presente, un
particular empuje. Relativismo en teología: la
retractación de la cristología Esta realidad se muestra
claramente en uno de sus fundadores y eminentes representantes, el presbiteriano
americano J. Hick, cuyo punto de partida filosófico se encuentra en la distinción
kantiana entre fenómeno y noúmeno: nosotros nunca podemos captar la verdad última
en sí misma, sino sólo su apariencia en nuestro modo de percibir a través de
diferentes lentes. Lo que nosotros captamos no es propiamente la realidad en sí
misma, sino un reflejo a nuestra medida. En un primer momento, Hick intentó
formular este concepto en un contexto cristocéntrico; después de permanecer un
año en la India, lo transformó -tras lo que él mismo llama un giro
copernicano de pensamiento- en una nueva forma de teocentrismo. La identificación
de una forma histórica única, Jesús de Nazaret, con lo «real» mismo, el
Dios vivo, es relegada ahora como una recaída en el mito. Jesús es
conscientemente relativizado como un genio religioso entre otros. Lo Absoluto o
el Absoluto mismo no puede darse en la historia, sino sólo modelos, formas
ideales que nos recuerdan lo que en la historia nunca se puede captar como tal.
De este modo, conceptos como Iglesia, dogma, sacramentos, deben perder su carácter
incondicionado. Hacer un absoluto de tales mediaciones limitadas, o, más aún,
considerarlos encuentros reales con la verdad universalmente válida del Dios
que se revela sería lo mismo que elevar lo propio a la categoría de absoluto;
de este modo, se perdería la infinitud del Dios totalmente otro. Desde este punto de vista, que
domina más el pensamiento que la teoría de Hick, afirmar que en la figura de
Jesucristo y en la fe de la Iglesia hay una verdad vinculante y válida en la
historia misma es calificado como fundamentalismo. Este fundamentalismo, que
constituye el verdadero ataque al espíritu de la modernidad, se presenta de
diversas maneras como la amenaza fundamental emergente contra los bienes
supremos de la modernidad, es decir, la tolerancia y la libertad. Por otra
parte, la noción de diálogo -que en la tradición platónica y cristiana ha
mantenido una posición de significativa importancia- cambia de significado,
convirtiéndose así en la quintaesencia del credo relativista y en la antítesis
de la conversión y de la misión. En su acepción relativista, dialogar
significa colocar la actitud propia, es decir, la propia fe, al mismo nivel que
las convicciones de los otros, sin reconocerle por principio más verdad que la
que se atribuye a la opinión de los demás. Sólo si supongo por principio que
el otro puede tener tanta o más razón que yo, se realiza de verdad un diálogo
auténtico. Según esta concepción, el diálogo ha de ser un intercambio entre
actitudes que tienen fundamentalmente el mismo rango, y, por tanto, son
mutuamente relativas; sólo así se podrá obtener el máximo de cooperación e
integración entre las diferentes formas religiosas (2). La disolución
relativista de la cristología y, más aún, de la eclesiología, se convierte,
pues, en un mandamiento central de la religión. Para volver al pensamiento de
Hick: la fe en la divinidad de una persona concreta -nos dice- conduce al
fanatismo y al particularismo, a la disociación de fe y amor; y esto es
precisamente lo que hay que superar (3). El recurso a las religiones de
Asia En el pensamiento de Hick, que
consideramos aquí como un representante eminente del relativismo religioso, se
aproximan extrañamente la filosofía postmetafísica de Europa y la teología
negativa de Asia, para la cual lo divino no puede nunca entrar por sí mismo y
desveladamente en el mundo de apariencia en que vivimos, sino que se muestra
siempre en reflejos relativos y queda más allá de toda palabra y de toda noción,
en una transcendencia absoluta (4). Ambas filosofías se diferencian
fundamentalmente tanto por su punto de partida como por la orientación que
imprimen a la existencia humana, pero parecen confirmarse mutuamente en su
relativismo metafísico y religioso. El relativismo arreligioso y pragmático de
Europa y América puede conseguir de la India una especie de consagración
religiosa, que parece dar a su renuncia al dogma la dignidad de un mayor respeto
ante el misterio de Dios y del hombre. A su vez, el hacer referencia del
pensamiento europeo y americano a la visión filosófica y teológica de la
India refuerza la relativización de todas las figuras religiosas propias de la
cultura hindú. De este modo, también a la teología cristiana en la India se
le presenta como imperativo apartar la imagen de Cristo de su posición
exclusiva -juzgada típicamente occidental- para colocarla al mismo nivel que
los mitos salvíficos indios: el Jesús histórico -así se piensa ahora- no es
más Logos absoluto que cualquier otra figura salvífica de la historia (5). Bajo el signo del encuentro de
las culturas, el relativismo parece presentarse aquí como la verdadera filosofía
de la humanidad; este hecho le otorga visiblemente -en Oriente y en Occidente,
como se ha señalado antes- una fuerza ante la que parece que ya no cabe
resistencia alguna. Quien se resiste, se opone no sólo a la democracia y a la
tolerancia -es decir, a los imperativos básicos de la comunidad humana-, sino
que además persiste obstinadamente en la prioridad de la propia cultura
occidental, y se niega al encuentro de las culturas, que es notoriamente el
imperativo del momento presente. Quien desea permanecer en la fe de la Biblia y
de la Iglesia, se ve empujado, de entrada, a una tierra de nadie en el plano
cultural; debe, como primera medida, redescubrir la «locura de Dios» para
reconocer en ella la verdadera sabiduría. Ortodoxia y ortopraxis Para ayudarnos en este intento
de penetrar en la sabiduría encerrada en la locura de la fe, nos conviene
tratar de conocer mejor la teoría relativista de la religión de Hick, y
descubrir por qué caminos conduce al hombre. A fin de cuentas, la religión
significa para Hick que el hombre pasa de la «self-centredness» como
existencia del viejo Adán a la «reality-centredness» como existencia del
hombre nuevo, y de este modo se extiende desde el propio yo hacia el tú del prójimo
(6). Suena hermoso, pero, considerado con profundidad, resulta tan hueco y vacío
como la llamada a la autenticidad de Bultmann, que, a su vez, había tomado ese
concepto de Heidegger. Para esto no hace falta religión. Consciente de estos límites, el
antes sacerdote católico P. Knitter ha intentado superar el vacío de una teoría
de la religión reducida al imperativo categórico, mediante una nueva síntesis
entre Asia y Europa, más concreta e internamente enriquecida (7). Su propuesta
tiende a dar a la religión una nueva concreción mediante la unión de la
teología de la religión pluralista con las teologías de la liberación. El diálogo
interreligioso debe simplificarse radicalmente y hacerse efectivo prácticamente,
fundándolo sobre un único principio: «el primado de la ortopraxis respecto a
la ortodoxia» (8). Este poner la praxis por encima del conocer es también
herencia claramente marxista. Pero mientras el marxismo concreta sólo lo que
proviene lógicamente de la renuncia a la metafísica -cuando el conocer es
imposible, sólo queda la acción-, Knitter afirma: no se puede conocer lo
absoluto, pero sí hacerlo. La cuestión, sin embargo, es: ¿es verdadera esta
afirmación? ¿Dónde encuentro la acción justa, si no puedo conocer en
absoluto lo justo? El fracaso de los regímenes comunistas se debe precisamente
a que han tratado de cambiar el mundo sin saber qué es bueno y qué no es bueno
para el mundo, sin saber en qué dirección debe modificarse el mundo para
hacerlo mejor. La mera praxis no es luz. Éste es el punto crucial para
un examen crítico de la noción de ortopraxis. La anterior historia de la
religión había comprobado que las religiones de la India no conocían en
general una ortodoxia, sino más bien una ortopraxis; de ahí ha entrado
probablemente la noción en la teología moderna. Pero en la descripción de las
religiones de la India esto tenía un significado muy preciso: se quería decir
que estas religiones no tenían un catecismo general obligatorio y que la
pertenencia a ellas, por tanto, no estaba definida por la aceptación de un
credo particular. Más bien estas religiones tienen un sistema de acciones
rituales que consideran necesario para la salvación, y que distingue al «creyente»
del no creyente. En ellas, el creyente no se reconoce por determinados
conocimientos, sino por la observancia escrupulosa de un ritual que abarca toda
la vida. El significado de ortopraxis, es decir, el recto obrar, está
determinado con gran precisión: se trata de un código de ritos. Por otra
parte, la palabra ortodoxia tenía originariamente, en la Iglesia primitiva y en
las Iglesias orientales, casi la misma significación. Porque en el sufijo «doxia»,
por supuesto, doxa no se entendía en el sentido de «opinión» (opinión
verdadera): las opiniones, desde el punto de vista griego, son siempre
relativas, doxa era más bien entendido en su sentido de «gloria, glorificación».
Ser ortodoxo significaba, por tanto, conocer y practicar el modo justo con el
que Dios quiere ser glorificado. Se refiere al culto, y, a partir del culto, a
la vida. En este sentido, habría aquí un punto sólido para un diálogo
fructuoso entre el Este y el Oeste. Pero volvamos a la recepción
del término ortopraxis en la teología moderna. En este caso nadie piensa ya en
el seguimiento de un ritual. La palabra ha cobrado un significado nuevo, que
nada tiene que ver con el auténtico concepto indio. A decir verdad, algo queda
de él: si la exigencia de ortopraxis tiene un sentido, y no quiere ser la
tapadera de la carencia de obligatoriedad, entonces se debe dar también una
praxis común, reconocible por todos, que supere la general palabrería del «centramiento
en el yo» y la «referencia al tú». Si se excluye el sentido ritual que se le
daba en Asia, entonces la praxis sólo puede ser comprendida como ética o como
política. La ortopraxis supondría, en el primer caso, un «ethos» claramente
definido en cuanto a su contenido. Esto viene, sin duda, excluido en la discusión
ética relativista: ahora ya no hay nada bueno o malo en sí mismo. Pero si se
entiende la ortopraxis en un sentido socio-político, vuelve a plantearse la
pregunta por la naturaleza de la correcta acción política. Las teologías de
la liberación, animadas por la convicción de que el marxismo nos señala
claramente cuál es la buena praxis política, podían emplear la noción de
ortopraxis en su sentido propio. No se trataba en este caso de
no-obligatoriedad, sino de una forma establecida para todos de la praxis
correcta -o sea, ortopraxis-, que reunía a la comunidad y distinguía de ella a
los que rechazaban el obrar correcto. En esta medida las teologías de la
liberación marxistas eran, a su modo, lógicas y consecuentes. Como se ve, esta ortopraxis
reposa, sin embargo, sobre una cierta ortodoxia -en el sentido moderno-: un
armazón de teorías obligatorias acerca del camino hacia la libertad. Knitter
se encuentra en las proximidades de este principio cuando afirma que el criterio
para diferenciar la ortopraxis de la pseudo-praxis es la libertad (9). Pero
todavía tiene que explicarnos de una manera convincente y práctica qué es la
libertad, y qué sirve a la verdadera liberación del hombre: la ortopraxis
marxista seguro que no, como hemos visto. Una cosa sin embargo es clara: las
teorías relativistas desembocan en el arbitrio y se vuelven por ello
superfluas, o bien pretenden una normatividad absoluta, que ahora se sitúa en
la praxis, erigiendo en ella un absolutismo que no tiene lugar. A decir verdad,
es un hecho que también en Asia se proponen hoy concepciones de la teología de
la liberación como formas de cristianismo presuntamente más adecuadas al espíritu
asiático, y que sitúan el núcleo de la acción religiosa en el ámbito político.
Donde el misterio ya no cuenta, la política debe convertirse en religión. Y,
sin duda, esto es profundamente opuesto a la visión religiosa asiática
original. New Age El relativismo de Hick, Knitter
y teorías afines se basa, a fin de cuentas, en un racionalismo que declara a la
razón -en el sentido kantiano- incapaz del conocimiento metafísico (10); la
nueva fundamentación de la religión tiene lugar por un camino pragmático con
tonos más éticos o más políticos. Pero hay también una respuesta
conscientemente antirracionalista a la experiencia del lema «todo es relativo»
que se reúne bajo la pluriforme denominación de «New Age» (11). Para los partidarios del New
Age, el remedio del problema del relativismo no hay que buscarlo en un nuevo
encuentro del yo con el tú o con el nosotros, sino en la superación del
sujeto, en el retorno extático a la danza cósmica. Al igual que la gnosis
antigua, esta solución se considera en sintonía con todo lo que enseña la
ciencia y pretende, además, valorar los conocimientos científicos de cualquier
género (biología, psicología, sociología, física). Al mismo tiempo, sin
embargo, partiendo de estas premisas, quiere ofrecer un modelo totalmente
antirracionalista de religión, una moderna «mística» en la que lo absoluto
no se puede creer, sino experimentar. Dios no es una persona que está frente al
mundo, sino la energía espiritual que invade el Todo. Religión significa la
inserción de mi yo en la totalidad cósmica, la superación de toda división.
K.H. Menke describe muy bien el giro espiritual que de ello deriva, cuando
afirma: «El sujeto, que pretendía someter a sí todo, se transfunde ahora en
el 'Todo'» (12). La razón objetivante nos cierra el camino hacia el misterio
de la realidad; la yoidad nos aísla de la abundancia de la realidad cósmica,
destruye la armonía del todo, y es la verdadera causa de nuestra irredención.
La redención está en el desenfreno del yo, en la inmersión en la exuberancia
de lo vital, en el retorno al Todo. Se busca el éxtasis, la embriaguez de lo
infinito, que puede acaecer en la música embriagadora, en el ritmo, en la
danza, en el frenesí de luces y sombras, en la masa humana. De este modo, no sólo
se vuelca el camino de la época moderna hacia el dominio absoluto del sujeto;
aun más, el hombre mismo, para ser liberado, debe deshacerse en el «Todo».
Los dioses retornan. Ellos aparecen más creíbles que Dios. Hay que renovar los
ritos primitivos en los que el yo se inicia en el misterio del Todo y se libera
de sí mismo. La reedición de religiones y
cultos precristianos, que hoy se intenta con frecuencia, tiene muchas
explicaciones. Si no existe la verdad común, vigente precisamente porque es
verdadera, el cristianismo es sólo algo importado de fuera, un imperialismo
espiritual que se debe sacudir con no menos fuerza que el político. Si en los
sacramentos no tiene lugar el contacto con el Dios vivo de todos los hombres,
entonces son rituales vacíos que no nos dicen nada ni nos dan nada; que, a lo
sumo, nos permiten percibir lo numinoso, que reina en todas las religiones. Aún
entonces, parece más sensato buscar lo originalmente propio, en lugar de
dejarse imponer algo ajeno y anticuado. Pero, ante todo, si la «sobria ebriedad»
del misterio cristiano no puede embriagarnos de Dios, entonces hay que invocar
la embriaguez real de éxtasis eficaces, cuya pasión arrebata y nos convierte
-al menos por un instante- en dioses, yy nos deja percibir por un momento el
placer de lo infinito y olvidar la miseria de lo finito. Cuanto más manifiesta
sea la inutilidad de los absolutismos políticos, tanto más fuerte será la
atracción del irracionalismo, la renuncia a la realidad de lo cotidiano (13). El pragmatismo en la vida
cotidiana de la Iglesia Junto a estas soluciones
radicales, y junto al gran pragmatismo de las teologías de la liberación, está
también el pragmatismo gris de la vida cotidiana de la Iglesia, en el que
aparentemente todo continúa con normalidad, pero en realidad la fe se consume y
decae en lo mezquino. Pienso en dos fenómenos, que considero con preocupación.
En primer lugar, existe en diversos grados de intensidad el intento de extender
a la fe y a las costumbres el principio de la mayoría, para así «democratizar»,
por fin, decididamente la Iglesia. Lo que no parece evidente a la mayoría no
puede ser obligatorio; eso parece. Pero propiamente, ¿a qué mayoría? ¿Habrá
mañana una mayoría como la de hoy? Una fe que nosotros mismos podemos
determinar no es en absoluto una fe. Y ninguna minoría tiene por qué dejarse
imponer la fe por una mayoría. La fe, junto con su praxis, o nos llega del Señor
a través de su Iglesia y la vida sacramental, o no existe en absoluto. El
abandono de la fe por parte de muchos se basa en el hecho de que les parece que
la fe podría ser decidida por alguna instancia burocrática, que sería como
una especie de programa de partido: quien tiene poder dispone qué debe ser de
fe, y por eso importa en la Iglesia misma llegar al poder o, de lo contrario -más
lógico y más aceptable-, no creer. El otro punto, sobre el que quería
llamar la atención, se refiere a la liturgia. Las diversas fases de la reforma
litúrgica han dejado que se introduzca la opinión de que la liturgia puede
cambiarse arbitrariamente. De haber algo invariable, en todo caso se trataría
de las palabras de la consagración; todo lo demás se podría cambiar. El
siguiente pensamiento es lógico: si una autoridad central puede hacer esto, ¿por
qué no también una instancia local? Y si lo pueden hacer las instancias
locales, ¿por qué no en realidad la comunidad misma? Ésta se debería poder
expresar y encontrar en la liturgia. Tras la tendencia racionalista y puritana
de los años setenta e incluso de los ochenta, hoy se siente el cansancio de la
pura liturgia hablada y se desea una liturgia vivencial que no tarda en
acercarse a las tendencias del New Age: se busca lo embriagador y extático, y
no la «logikè latreia», la «rationabilis oblatio» de que habla Pablo y con
él la liturgia romana (Rom 12,1). Admito que exagero; lo que digo
no describe la situación normal de nuestras comunidades. Pero las tendencias
están ahí. Y por eso se nos ha pedido estar en vela, para que no se nos
introduzca subrepticiamente un Evangelio distinto del que nos ha entregado el Señor
-la piedra en lugar del pan. Tareas de la teología Nos encontramos, en resumidas
cuentas, en una situación singular: la teología de la liberación había
intentado dar al cristianismo, cansado de los dogmas, una nueva praxis mediante
la cual finalmente tendría lugar la redención. Pero esa praxis ha dejado tras
de sí ruina en lugar de libertad. Queda el relativismo y el intento de
conformarnos con él. Pero lo que así se nos ofrece es tan vacío que las teorías
relativistas buscan ayuda en la teología de la liberación, para, desde ella,
poder ser llevadas a la práctica. El New Age dice finalmente: dejemos el
fracasado experimento del cristianismo; volvamos mejor de nuevo a los dioses,
que así se vive mejor. Se presentan muchas preguntas. Tomemos la más práctica:
¿por qué se ha mostrado tan indefensa la teología clásica ante estos
acontecimientos? ¿Dónde se encuentran los puntos débiles que la han vuelto
ineficaz? Desearía mencionar dos puntos
que, a partir de Hick y Knitter, nos salen al encuentro. Ambos se remiten, para
justificar su labor destructiva de la cristología, a la exégesis: dicen que la
exégesis ha probado que Jesús no se consideraba en absoluto hijo de Dios, Dios
encarnado, sino que él habría sido hecho tal después, de un modo gradual, por
obra de sus discípulos (14). Ambos -Hick más claramente que Knitter- se
remiten, además, a la evidencia filosófica. Hick nos asegura que Kant ha
probado irrefutablemente que lo absoluto o el Absoluto no puede ser reconocido
en la historia ni aparecer en ella como tal (15). Por la estructura de nuestro
conocimiento, no puede darse -según Kant- lo que la fe cristiana sostiene; así,
milagros, misterios o sacramentos son supersticiones, como nos aclara Kant en su
obra «La religión dentro de los límites de la mera razón» (16). Las
preguntas por la exégesis y por los límites y posibilidad de nuestra razón,
es decir, por las premisas filosóficas de la fe, me parece que indican de hecho
el punto crucial de la crisis de la teología contemporánea, por el que la fe
-y, cada vez más, también la fe de los sencillos- entra en crisis. Querría ahora tan sólo
bosquejar la tarea que se nos presenta. En primer lugar, por lo que se refiere a
la exégesis, sea dicho de entrada que Hick y Knitter no pueden indudablemente
apoyarse en la exégesis en general, como si se tratase de un resultado
indiscutible y compartido por todos los exegetas. Esto es imposible en la
investigación histórica, que no conoce tal tipo de certeza. Y todavía más
imposible respecto de una pregunta que no es puramente histórica o literaria,
sino que encierra opciones valorativas que exceden la mera comprobación de lo
pasado y la mera interpretación de textos. Pero es cierto que un recorrido
global a través de la exégesis moderna puede dejar una impresión que se
acerca a la de Hick y Knitter. ¿Qué tipo de certeza le
corresponde? Supongamos -lo que se puede dudar- que la mayoría de los exegetas
piensa así; todavía permanece la pregunta: ¿Hasta qué punto está fundada
dicha opinión mayoritaria? Mi tesis es la siguiente: el hecho de que muchos
exegetas piensen como Hick y Knitter, y reconstruyan como ellos la historia de
Jesús, se debe a que comparten su misma filosofía. No es la exégesis la que
prueba la filosofía, sino la filosofía la que engendra la exégesis (17). Si
yo sé a priori (para hablar con Kant) que Jesús no puede ser Dios, que los
milagros, misterios y sacramentos son tres formas de superstición, entonces no
puedo descubrir en los libros sagrados lo que no puede ser un hecho. Sólo puedo
descubrir por qué y cómo se llegó a tales afirmaciones, y cómo se han ido
formando gradualmente. Veámoslo con algo más de
precisión. El método histórico-crítico es un excelente instrumento para leer
fuentes históricas e interpretar textos. Pero contiene su propia filosofía
que, en general -por ejemplo, cuando intento estudiar la historia de los
emperadores medievales-, apenas tiene relevancia. Y es que, en este caso, quiero
conocer el pasado, y nada más. Tampoco esto se puede hacer de un modo neutral,
y por eso también aquí hay límites del método. Pero si se aplica a la
Biblia, salen a la luz muy claramente dos factores que de lo contrario no se
notarían. En primer lugar, el método quiere conocer lo pasado como pasado.
Quiere captar con la mayor precisión lo que sucedió en un momento pretérito,
encerrado en su situación de pasado, en el punto en que se encontraba entonces.
Y, además, presupone que la historia es, en principio, uniforme: el hombre con
todas sus diferencias, el mundo con todas sus distinciones, está determinado de
tal modo por las mismas leyes y los mismos límites, que puedo eliminar lo que
es imposible. Lo que hoy no puede ocurrir de ningún modo, no pudo tampoco
suceder ayer, ni sucederá tampoco mañana. Si aplicamos esto a la Biblia,
resulta que un texto, un acontecimiento, una persona estará fijada
estrictamente en su pasado. Se quiere averiguar lo que el autor pasado ha dicho
entonces y puede haber dicho o pensado. Se trata de lo «histórico», de lo «pasado».
Por eso la exégesis histórico-crítica no me trae la Biblia al hoy, a mi vida
actual. Esto es imposible. Por el contrario, ella la separa de mí y la muestra
estrictamente asentada en el pasado. Éste es el punto en que Drewermann ha
criticado con razón la exégesis histórico-crítica en la medida en que
pretende ser autosuficiente. Esta exégesis, por definición, expresa la
realidad, no de hoy, ni mía, sino de ayer, de otro. Por eso nunca puede mostrar
al Cristo de hoy, mañana y siempre, sino solamente -si permanece fiel a sí
misma- al Cristo de ayer. A esto hay que añadir la
segunda suposición, la homogeneidad del mundo y de la historia, es decir, lo
que Bultmann llama la moderna imagen del mundo. M. Waldstein ha mostrado, con un
cuidadoso análisis, que la teoría del conocimiento de Bultmann estaba
totalmente influida por el neokantismo de Marburgo (18). Gracias a él sabía lo
que puede y no puede existir. En otros exegetas, la conciencia filosófica estará
menos pronunciada, pero la fundamentación mediante la teoría del conocimiento
kantiana está siempre implícitamente presente, como acceso hermenéutico
incuestionable a la crítica. Porque esto es así, la autoridad de la Iglesia no
puede imponer sin más que se deba encontrar en la Sagrada Escritura una
cristología de la filiación divina. Pero sí que puede y debe invitar a
examinar críticamente la filosofía del propio método. En definitiva, se trata
de que, en la revelación de Dios, Él, el Viviente y Verdadero, irrumpe en
nuestro mundo y abre también la cárcel de nuestras teorías, con cuyas rejas
nos queremos proteger contra esa venida de Dios a nuestras vidas. Gracias a
Dios, en medio de la actual crisis de la filosofía y de la teología, se ha
puesto hoy en marcha, en la misma exégesis, una nueva reflexión sobre los
principios fundamentales, elaborada también gracias a los conocimientos
conseguidos mediante un cuidadoso análisis histórico de los textos (19). Éstos
ayudan a romper la prisión de previas decisiones filosóficas, que paraliza la
interpretación: la amplitud de la palabra se abre de nuevo. El problema de la exégesis se
encuentra ligado, como vimos, al problema de la filosofía. La indigencia de la
filosofía, la indigencia a la que la paralizada razón positivista se ha
conducido a sí misma, se ha convertido en indigencia de nuestra fe. La fe no
puede liberarse, si la razón misma no se abre de nuevo. Si la puerta del
conocimiento metafísico permanece cerrada, si los límites del conocimiento
humano fijados por Kant son infranqueables, la fe está llamada a atrofiarse:
sencillamente le falta el aire para respirar. Cuando una razón estrictamente
autónoma, que nada quiere saber de la fe, intenta salir del pantano de la
incerteza «tirándose de los cabellos» -por expresarlo de algún modo-, difícilmente
ese intento tendrá éxito. Porque la razón humana no es en absoluto autónoma.
Se encuentra siempre en un contexto histórico. El contexto histórico desfigura
su visión (como vemos); por eso necesita también una ayuda histórica que le
ayude a traspasar sus barreras históricas (20). Soy de la opinión de que ha
naufragado ese racionalismo neo-escolástico que, con una razón totalmente
independiente de la fe, intentaba reconstruir con una pura certeza racional los
«praeambula fidei»; no pueden acabar de otro modo las tentativas que pretenden
lo mismo. Sí: tenía razón Karl Barth al rechazar la filosofía como
fundamentación de la fe independiente de la fe; de ser así, nuestra fe se
fundaría, al fin y al cabo, sobre las cambiantes teorías filosóficas. Pero
Barth se equivocaba cuando, por este motivo, proponía la fe como una pura
paradoja que sólo puede existir contra la razón y como totalmente
independiente de ella. No es la menor función de la fe ofrecer la curación a
la razón como razón; no la violenta, no le es exterior, sino que la hace
volver en sí. El instrumento histórico de la fe puede liberar de nuevo a la
razón como tal, para que ella -introducida por éste en el camino- pueda de
nuevo ver por sí misma. Debemos esforzarnos hacia un nuevo diálogo de este
tipo entre fe y filosofía, porque ambas se necesitan recíprocamente. La razón
no se salvará sin la fe, pero la fe sin la razón no será humana. Perspectiva Si consideramos la presente
situación cultural, acerca de la cual he intentado dar algunas indicaciones,
nos debe francamente parecer un milagro que, a pesar de todo, todavía haya fe
cristiana. Y no sólo en las formas sucedáneas de Hick, Knitter y otros; sino
la fe completa y serena del Nuevo Testamento, de la Iglesia de todos los
tiempos. ¿Por qué tiene la fe, en suma, todavía una oportunidad? Yo diría lo
siguiente: porque está de acuerdo con lo que el hombre es. Y es que el hombre
es algo más de lo que Kant y los distintos filósofos postkantianos quieren ver
y conceder. Kant mismo lo ha debido reconocer de algún modo con sus postulados.
En el hombre anida un anhelo inextinguible hacia lo infinito. Ninguna de las
respuestas intentadas es suficiente; sólo el Dios que se hizo Él mismo finito
para abrir nuestra finitud y conducirnos a la amplitud de su infinitud, responde
a la pregunta de nuestro ser. Por eso, también hoy la fe cristiana encontrará
al hombre. Nuestra tarea es servirla con ánimo humilde y con todas las fuerzas
de nuestro corazón y de nuestro entendimiento. Notas 1. Una visión panorámica sobre
los exponentes de mayor relieve de la teología pluralista se encuentra en P.
Schmidt-Leukel, "Das Pluralistische Modell in der Theologie der Religionen.
Ein Literaturbericht", en: Theologische Revue 89 (1993) 353-370. Para una
crítica: M. von Bruck-J. Werbick, Der einzige Weg zum Heil? Die Herausforderung
des christlichen Absolutheitsanspruchs durch pluralistische Religionstheologien
(QD 143, Freiburg 1993); K.-H. Menke, Die Einzigkeit Jesu Christi im Horizont
der Sinnfrage (Freiburg 1995), espec 75-176. Menke ofrece una excelente
introducción a las posiciones de dos representantes principales de esta
corriente, J Hick y P.F. Knitter, de la que me sirvo ampliamente para las
siguientes reflexiones. En el desarrollo de estos problemas Menke ofrece, en la
segunda parte de su obra, indicaciones importantes y dignas de ser tomadas en
consideración, pero suscita también algún problema. Un interesante esfuerzo
por afrontar sistemáticamente la cuestión de las religiones en una perspectiva
cristológica es el efectuado por B. Stubenrauch, Dialogisches Dogma. Der
christliche Auftrag zur interreligiösen Begegnung (QD 158, Freiburg 1995).
También se ocupa del problema de la teología pluralista de las religiones un
documento de la Comisión Teológica Internacional, que está en preparación. 2. Cf. al respecto el
instructivo editorial de la revista Civiltà Cattolica, cuaderno 1, 1996, pp.
107-120: "Il cristianesimo e le altre religioni". Ahí se establece
una estrecha confrontación sobre todo con Hick, Knitter y P. Panikkar. 3. Cf. por ejemplo J. Hick, An
Interpretation of Religion. Human Responses to Transcendent (London 1989); Menke,
loc. cit., 90. 4. Cf. E. Frauwallner,
Geschichte der indischen Philosophie, 2 vol. (Salzburg 1953 y 1956); H. v.
Glasenapp, Die Philosophie der Inder (Stuttgart 1985, 4a. ed.); S.N. Dasgupta,
History of Indian Philosophy, 5 vol. (Cambridge 1922-1955); K.B. Ramakrishna
Rao, Ontology of Advaita with special reference to Maya (Mulki 19ó4). 5. Se mueve decididamente en
esta dirección F. Wilfred, Beyond settled foundations. The Journey of Indian
Theology (Madras 1993); Id., "Some tentative reflections on the language of
Christian uniqueness: An Indian Perspective", en Pont. Cons. pro Dialogo
inter Religiones. Pro Dialogo. Bulletin 85-86 (1994/1) 40-57. 6. J. Hick, Evil and the God of
Love (Norfolk 1975, 4a. ed.) 240s; An Interpretation of Religion, 236-240; cf.
Menke, loc. cit., 81s. 7. La obra principal de J.
Knitter: No Other Name! A Critical Survey of Christian Attitudes towards the
World Religions (New York 1985) ha sido traducida en muchas lenguas. Cf. al
respecto Menke, loc. cit., 94-110. A. Kolping presenta también una cuidadosa
valoración crítica en su recensión en: Theologische Revue 87 (1991) 234-240. 8. Cf. Menke, loc. cit., 95. 9. Cf. ib., 109. 10. Knitter y Hick, al rechazar
el absoluto en la historia, hacen referencia a la filosofía de Kant; cf. Menke
78 y 108. 11. El concepto de New Age, o
era del Acuario, fue acuñado hacia la mitad de nuestro siglo por Raul Le Cour
(1937) y Alice Bailey (quien afirmó haber recibido en 1945 mensajes relativos a
un nuevo orden universal y una nueva religión universal). Entre el 1960 y el
1970 surgió también en California el Instituto Esalen. Actualmente la
exponente más famosa del New Age es Marilyn Ferguson. Michael Fuss ("New
Age: Supermarkt alternativer Spiritualität", en Communio 20, 1991, pp.
148-157) ve en el New Age una combinación de elementos judeo-cristianos con el
proceso de secularización, en donde confluyen también corrientes gnósticas y
elementos de las religiones orientales. Una útil orientación sobre esta temática
se encuentra en la carta pastoral del Card. G. Danneels, traducida en diversas
lenguas, Le Christ ou le Verseau (1990). Cf. también Menke, loc. cit., 31-36;
J. Le Bar (dirigida por), Cults Sects and the New Age (Huntington, Indiana, s.a.).
12. Loc. cit., 33. 13. Es necesario destacar que se
van configurando cada vez más claramente dos diversas corrientes del New Age:
una gnóstico religiosa, que busca el ser trascendente y transpersonal y en él
el yo auténtico; otra ecológico monista, que se dirige a la materia, a la
Madre Tierra y en el eco feminismo se enlaza con el feminismo. 14. Las pruebas
están expuestas en Menke, loc. cit., 90 y 97. 15. Cf. nota 10. 16. B 302. 17. Esto se puede constatar muy
claramente en el encuentro entre A. Schlatter y A. von Harnack al final del
siglo pasado, como ha sido descrito cuidadosamente en base a las fuentes en W.
Neuer, Adolf Schlatter. Ein Leben für Theologie und Kirche (Stuttgart 1996)
301ss. He buscado exponer mi opinión acerca de este problema en la "Questio
disputata" dirigida por mí: Schriftauslegung im Widerstreit (Freiburg
1989) 15-44. Cf. también la obra colectiva: I. de la Potterie - R. Guardini -
J. Ratzinger - G. Colombo - E. Bíanchi, L'esegesi cristiana oggi (Casale
Monferrato 1991). 18. M. Waldstein, "The
foundations of Bultmann's work", en Communio am. 1987, pp. 115-145. 19. Cf. por ejemplo el volumen
colectivo, dirigido por C.E. Braaten y R.W. Jensson: Reclaiming the Bible for
the Church (Cambridge, USA 1995), y en particular la aportación de B.S. Childs,
"On Reclaiming the Bible for Christian Theology", ib., pp.1-17. 20. El haber descuidado esto y
el haber querido buscar un fundamento racional de la fe que fuera presuntamente
del todo independiente de la fe (una posición que no convence por su pura
racionalidad abstracta) es, en mi opinión, el error esencial, en el plano filosófico,
del intento efectuado por H.J. Verweyen, Gottes letztes Wort (Düsseldorf 1991),
del cual habla Menke, loc. cit., 111-176, aun cuando lo que él dice contenga
muchos elementos importantes y válidos. Considero, en cambio, histórica y
objetivamente más fundada la posición de J. Pieper (véase la nueva edición
de sus libros: Schriften zum Philosophiebegriff, Hamburg Meiner 1995). [Tomado de: www.aciprensa.com]
|
Enviar correo electrónico con preguntas o comentarios sobre este sitio Web.Información general: escuelatmoro@gmail.com
|