CONFUSION DE AMBITOS
En Il messaggero di Sant'Antonio (enero de 1997), un "indeciso" suscriptor pregunta si el onanismo, que él considera un método "natural", constituye o no un pecado grave. La respuesta de la Iglesia Católica es simple: constituye un pecado gravísimo, como recuerda su mismo nombre, que deriva de Onán, quien fue castigado por Dios con la muerte porque frustraba la finalidad de sus relaciones conyugales con Tamar (Gén. 38, 8-10). Contra la extensión del neomaltusianismo, Pío XI recalcó con firmeza que, "estando destinado el acto conyugal, por su misma naturaleza, a la generación de los hijos, los que en el ejercicio del mismo lo destituyen adrede de su naturaleza y virtud, obran contra la naturaleza y cometen una acción torpe e intrínsecamente deshonesta. Por lo cual no es de admirar que las mismas Sagradas Letras atestigüen con cuánto aborrecimiento la Divina Majestad ha perseguido este nefando delito, castigándolo a veces con la pena de muerte, como recuerda San Agustín: 'porque ilícita e impúdicamente yace, aun con su legítima mujer, el que evita la concepción de la prole. Que es lo que hizo Onán, hijo de Judas, por lo cual Dios le quitó la vida'. Por lo que, habiéndose separado algunos de la doctrina cristiana, enseñada desde el principio y transmitida en todo tiempo sin interrupción, y creyendo ahora que sobre tal modo de obrar se debía predicar solemnemente otra doctrina, la Iglesia Católica, a quien el mismo Dios ha confiado la enseñanza y defensa de la integridad y honestidad de costumbres, colocada en medio de esta ruina moral, para conservar inmune de tan ignominiosa mancha la castidad de la unión nupcial, en señal de su divina legación, eleva su voz por Nuestros labios y una vez más promulga: que cualquier uso del matrimonio en cuyo ejercicio el acto, de propia industria, quede destituido de su natural fuerza procreativa, va contra la ley de Dios y contra la ley natural, y los que esto cometen se hacen culpables de un grave delito" (Casti Connubii, n. 34).
He aquí, por el contrario, la respuesta de Il messaggero di Sant'Antonio al onanista "indeciso": "es muy importante aclarar en seguida que sobre esta problema la iglesia [sic] no impone, sino que propone; no ordena, sino que enseña".
¿Sí? Pero, ¿acaso no dijo Jesús que "el que a vosotros escucha, a mí me escucha" (Lc. 10, 16)? Y en consecuencia, así como la enseñanza de Jesús "estaba revestida de autoridad" (Lc. 4, 32), así también con autoridad enseña la Iglesia, que transmite una doctrina que no es la suya, sino la del Verbo Divino Encarnado: la autoridad que poseía como propia, Jesús la transmitió a su Iglesia, la cual tiene por tanto derecho para ordenar en nombre de Dios (en el plano espiritual) sobre el mundo entero.
Rechazar la autoridad de la Iglesia, que deriva de Dios, es rechazar la autoridad misma de Dios; es renovar el pecado de Satanás y de nuestros primeros padres; es, en resumen, el colmo de la soberbia. Pero da igual: en el neomodernismo, esencialmente fruto de la soberbia, también celebra hoy su efímero triunfo aquel "liberalismo católico" que León XIII condenó porque, aun reconociendo a la Iglesia, no le reconoce "la naturaleza y los derechos propios de una sociedad perfecta, y afirma que la Iglesia carece del poder legislativo, judicial y coactivo, y que sólo le corresponde la función exhortativa, persuasiva y rectora respecto de los que espontánea y voluntariamente se le sujetan" (Libertas Praestantissimum, n. 28, en Doctrina Pontificia. Documentos políticos, BAC 174, Madrid 1958, págs. 256-257).
Pero Il messaggero di Sant'Antonio no tiene bastante con restringir y menguar la autoridad de la Iglesia. Peor aún, tras haber admitido a regañadientes, entre tortuosidades y contradicciones que hacen parecer ilógica e incluso inhumana la Ley divina, que "el significado unitivo del acto sexual (...) y su significado procreador son inseparables", se apresura a tranquilizar en seguida a su lector: "la iglesia [sic] sabe que aceptar esta enseñanza no significa todavía que se consiga ponerla en práctica (...) no pide (...) haber llegado a ella, sino caminar con coraje. La iglesia [sic] se inspira, en este ámbito, en el 'principio de gradualidad', que obliga a las personas a crecer en el bien".
¡De ninguna manera! En "este ámbito", que es el ámbito de los Mandamientos y por consiguiente del pecado mortal, la Iglesia -la verdadera, con mayúscula- no se inspira en ningún "principio de gradualidad", porque no se lo autoriza Dios, que exige imperiosamente la observancia de los mandamientos como conditio sine qua non para readmitir al pecador en su amistad y en la vida de la gracia. Es éste el mínimo del amor a Dios: "quien tiene mis mandamientos y los guarda, éste es el que me ama" (Jn. 14, 21), y quien no los observa no ama a Dios; un solo pecado mortal destruye la gracia, la amistad con Dios y nos excluye del Cielo, mereciéndonos el infierno, por lo cual "quien no tiene la voluntad resuelta de evitar el pecado [y por tanto de utilizar los medios apropiados para no recaer en él] no puede ser absuelto" (E. Ione, Trattamento degli onanisti in confessione, en Compendio di teologia morale, Ed. Marietti, pág. 677).
Sólo tras esta imperiosa exigencia, Dios, y en su nombre la Iglesia, aplican el "principio de gradualidad", pero en otro "ámbito": el ámbito del progreso espiritual, de la elevación desde el mínimo de la caridad (que consiste en la observancia de todos los Mandamientos, sin excepciones y sin descuentos) hasta el perfecto amor de Dios, al cual todos (y no sólo los religiosos) estamos llamados y hacia el cual debemos tender. Para esto sí, Dios, y en su nombre la Iglesia, "no piden (...) haber llegado a ella, sino caminar con coraje", inspirándose "en este ámbito, en el 'principio de gradualidad', que obliga a las personas a crecer en el bien", porque ahora sí se trata de "crecer en el bien", y no de pasar del mal al bien, del pecado a la gracia. Pero da igual: el cerebro de demasiados hombres de "iglesia" parece convertido hoy en el reino de la confusión (y por esta vez, decir "iglesia" con minúscula resulta muy acertado).
S. e I.
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