Los Templarios, como orden militar son
los mas antiguos, pues datan de 1119, año en que el caballero Hugo de Payens,
juntamente con Godofredo de Saint-Audemar y otros siete compañeros, fundó en
Jerusalén una asociación religiosa que intentaba armonizar la vida claustral y
ascética del monje con la profesión militar, teniendo por fin la defensa de
los peregrinos que llegaban a Tierra Santa. En cuanto a monjes, seguían la vida
de los canónigos regulares de San Agustín, con la obligación del coro y otras
prácticas eventuales; en cuanto caballeros, además de los votos religiosos se
comprometían a la protección de los peregrinos contra los sarracenos.
Vivían pobremente,
con tanta escasez que, al decir las crónicas, Hugo de Payens y Godofredo de
Saint-Audemar no disponían mas que de un caballo. El Rey de Jerusalén,
Balduino II, les cedió parte de su palacio, erigido sobre el antiguo templo de
Salomón; de allí que los llaman Caballeros del Temple (Equites Templi) o
Templarios.
En 1128, Hugo de
Payens, su primer gran Maestre, se presentó en el Concilio de Troyes buscando
ayuda y apoyo. Allí se les impuso como distintivo un manto blanco, al poco
después Eugenio III añadiría una Cruz roja octogonal. En el mismo Concilio
les redactó San Bernardo la regla que mas adelante sería ampliada por Esteban,
patriarca de Jerusalén. El mismo Abad de Claraval compuso un libro, en alabanza
a la nueva milicia, con lo que muchos nuevos caballeros vinieron a ponerse bajo
la obediencia del gran maestre.
Los caballeros del
temple son para San Bernardo el fruto de un admirable encuentro entre el
monacato y la caballería. Son monjes-caballeros. Tal es según él, la conjunción
ideal, el monacato hecho milicia, la caballería llevada a su expresión
suprema. porque la lucha que el nuevo caballero habrá de entablar no es
parcial, si no total. No se limitará a luchar contra el enemigo externo sino se
enfrentará asimismo al enemigo interior. "Los caballeros de la nueva
milicia se distinguen en esto de todos los demás, sea de los caballeros que no
son religiosos como de los simples monjes, por ser conjunta e inescindiblemente
guerreros en el campo de lo visible y lo invisible." A la verdad hallo que
no es maravilloso ni raro revestir generosamente a un enemigo corporal con las
solas fuerzas del cuerpo. Tampoco es cosa muy extraordinaria, aunque sea loable,
hacer guerra a los vicios o los demonios con la virtud del espíritu, pues se ve
todo un mundo lleno de monjes que están continuamente en este ejercicio. Mas,
¿quién no se pasmará por una cosa tan admirable y tan poco usada como ver a
uno y otro hombre poderosamente armado de estas dos espadas y noblemente
revestido del cinturón militar?". El combate es global: contra la amenaza
exterior de las armas materiales y contra las acechanzas del demonio en el
interior del alma.
Semejante vocación
exige que el templario, antes de lanzarse a la lucha exterior para vencer a un
enemigo concreto como él, logre el dominio de su interioridad. Solo si alcanza
el señorío de sí será capaz de encarnar como corresponde el combate
exterior, sólo asó se lanzará confiado a la batalla. "Ciertamente, este
soldado es intrépido y está seguro por todas partes; su espíritu está armado
del casquete de la Fe, igual que su cuerpo de la coraza de hierro". Hombres
y demonios no pueden dejar de temblar ante un hombre protegido con la armadura
del guerrero y el poder de la Fe.
Los Papas por su
parte, la colmaron de privilegios. Con el tiempo la Orden alcanzaría riquezas
tan inmensas, que haría sombra a los reyes, siendo sus castillos y fortalezas
las mas seguras bancas donde depositar capitales y joyas de valor. Ello no dejaría
de involucrar un grave peligro para la vida religiosa e incluso para la
sobriedad militar.
El valor de los
templarios en la guerra contra los sarracenos se hizo proverbial. La Regla del
Templario en este punto era rigurosa: el caballero debía aceptar el combate
aunque fuese uno contra tres y no rendirse jamás. Su historia en Oriente es
gloriosísima. En ellos se encarno el prototipo y el ideal caballeresco, y como
tales fueron cantados por la poesía medieval, en especial por Wólfram von
Eschebach, ya que los caballeros del Grial no son otros que los Templarios, cuyo
rey llega por fin a ser el héroe Parsifal.
La gloriosa Orden del
Temple, conoció también la decadencia. Felipe el Hermoso, ávido de sus
riquezas, secundado por su codicioso ministro Nogaret, acusó a sus miembros de
crímenes horrendos, cuya exposición excedería del tema de trabajo. Lo cierto
es que lo aquel nefasto rey afirmó en su campaña de difamación no ha podido
ser demostrado. Clemente V duramente presionado, juzgó conveniente suprimirlos,
como lo hizo efectivamente en 1312, en el Concilio de Vienne.