EL VERSO
CON RIMA Y MEDIDA

 

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       I      POESÍAS DE JUVENTUD     

__________________


        
A Cándida

                      I

¿Quieres, Cándida saber
cuál es la niña mejor?
Pues medita con amor
lo que ahora vas a leer.

La que es dócil y obediente,
la que reza con fe ciega,
con abandono inocente.
la que canta, la que juega.

La que de necias se aparta,
la que aprende con anhelo
cómo se borda un pañuelo,
cómo se escribe una carta.

La que no sabe bailar
y sí rezar el rosario
y lleva un escapulario
al cuello, en vez de un collar.

La que desprecia o ignora
los desvaríos mundanos;
la que quiere a sus hermanos;
y a su madrecita adora.

La que llena de candor
canta y ríe con nobleza;
trabaja, obedece y reza...
¡esa es la niña mejor!


                       II

¿Quieres saber, Candidita,
tú, que aspirarás al cielo,
cuál es perfecto modelo
de cristiana jovencita?

La que a Dios se va acercando,
la que, al dejar de ser niña,
con su casa se encariña
y la calle va olvidando.

La que borda escapularios
en lugar de escarapelas;
la que lee pocas novelas
y muchos devocionarios.

La que es sencilla y es buena
y sabe que no es desdoro,
después de bordar en oro
ponerse a guisar la cena.

La que es pura y recogida,
la que estima su decoro
como un preciado tesoro
que vale más que su vida.

Esa humilde jovencita,
noble imagen del pudor,
es el modelo mejor
que has de imitar, Candidita.


                      III

¿Y quieres, por fin, saber
cuál es el tipo acabado,
el modelo y el dechado
de la perfecta mujer?

La que sabe conservar
su honor puro y recogido:
la que es honor del marido
y alegría del hogar.

La noble mujer cristiana
de alma fuerte y generosa,
a quien da su fe piadosa
fortaleza soberana.

La de sus hijos fiel prenda
y amorosa educadora;
la sabia administradora
de su casa y de su hacienda.

La que delante marchando,
lleva la cruz más pesada
y camina resignada
dando ejemplo y valor dando.

La que sabe padecer,
la que a todos sabe amar
y sabe a todos llevar
por la senda del deber.

La que el hogar santifica,
la que a Dios en él invoca,
la que todo cuanto toca
lo ennoblece y dignifica.

La que mártir sabe ser
y fe a todos sabe dar,
y los enseña a rezar
y los enseña a crecer.

La que de esa fe a la luz
y al impulso de su ejemplo
erige en su casa un templo
al trabajo y la virtud...

La que eso de Dios consiga
es la perfecta mujer,
¡y así tienes tú que ser
para que Dios te bendiga!


    Las hazañas de «Coral»

                  (A mi compañero de caza don J. de la F. A.)

    Con la canana llena
    de municiones,
    y el morral atestado
    de provisiones,
    la escopeta brillante
    como unas ascuas,
    el Coral tan alegre
    como unas Pascuas,
    la petaca bien llena
    de cigarrillos
    y las manos metidas
    en los bolsillos,
    salíme ayer al coto
    muy de mañana,
    dispuesto a no dejarme
    tórtola sana,
    ni perdiz, ni conejo
    que no matase,
    ni codorniz, ni liebre
    que lo contase.

    ¡Qué mañanita hacía
    tan deliciosa!
    ¡Qué brisa la del monte
    tan olorosa!
    ¡Qué aurora tan radiante!,
    ¡qué algarabía
    de pájaros cantores
    la que se oía!
    Henchía los pulmones
    un airecillo
    con aromas de espliegos
    y de tomillo;
    flotaban las neblinas
    en la hondonada,
    bramaban los becerros
    en la majada,
    las alondras corrían
    por los caminos,
    las urracas chillaban
    en los espinos,
    silbaban los vaqueros,
    cantaba el cuco
    y graznaba el imbécil
    abejaruco.
    Al salir el sol claro
    del nuevo día,
    todo resucitaba,
    todo reía.
    Esponjaban sus plumas
    las tortolillas,
    desplegaban el moño
    las abubillas,
    saltaban los pardillos
    junto a la fuente,
    se bañaban los tordos
    en la corriente,
    dormitaba el milano
    sobre el peñasco,
    el lagarto bullía
    bajo el carrasco,
    y metiendo el piquito
    bajo las alas,
    se espulgaban las firras
    y las zorzalas.

    ¡Vaya una mañanita
    la tal mañana!
    ¡Vaya un olor a heno
    y a mejorana!
    Mi perro retozaba
    como un ternero.
    ¡Es el perro más bruto
    del mundo entero!
    «Vamos, Coral -le dije-,
    basta de bromas
    y echemos una mano
    por estas lomas.
    Si tienes buenos vientos
    y me obedeces
    yo te he de dar el premio
    que te mereces;
    pero si eres muy loco,
    si eres muy malo,
    te daré pocos mimos
    y mucho palo.
    Cuando caiga una pieza,
    vas a buscarla,
    y la traes en la boca
    sin destrozarla.
    No hagas barbaridades
    sin ton ni fruto,
    mira que tienes pinta
    de ser muy bruto,
    y si me armas alguna
    por ser violento,
    te pego una paliza
    que te reviento.»
    El perro me miraba
    como un idiota,
    sin menear siquiera
    la cabezota;
    yo seguí mis sermones,
    mas de repente
    levantó una pataza
    tranquilamente,
    y ante mis propias barbas
    hizo una cosa
    poco limpia y muy poco
    respetuosa.
    Al empezar la mano,
    junto al camino,
    vi posada una alondra
    sobre un espino;
    la tiré; cayó muerta
    y a escape el perro
    la apresó en sus enormes
    dientes de hierro.
    ¡No le duró en la boca
    medio minuto!
    ¡Yo no he visto en mi vida
    perro más bruto!
    Se tragó el pajarillo
    más fácilmente
    que se traga una píldora
    Pé de la Fuente.
    Y mientras yo, furioso,
    le reprendía,
    me miraba el imbécil
    y se lamía.
    «¡Tragaldabas, idiota,
    -le dije al punto-:
    si la hazaña repites,
    te descoyunto!
    ¡Si vuelves a las mismas
    hoy mismo mueres!
    ¡Tragaldabas, idiota!
    ¡Qué bruto eres!»

    En el mismo momento
    de estar hablando
    una tórtola cerca
    pasó volando.
    La tiré como quise,
    rompíla un ala
    y cayó redondita
    como una bala.
    Lanzóse encima el perro
    medio aturdido,
    le llamé quince veces
    a grito herido
    y no le dio la gana
    de respetarme,
    ni de dejar la tórtola,
    ni de escucharme.
    Cuando yo fui corriendo
    donde él estaba,
    de la tórtola herida
    sólo quedaba
    una pluma de un ala,
    la cabecita,
    y dos o tres dedillos
    de una patita.
    Y el bárbaro del perro
    vuelta a mirarme,
    y hasta alzó las manazas
    para halagarme.
    Quise ahogarle allí mismo,
    mas tuve calma
    y le dije muy serio:
    «Coral del alma,
    como eres tan brutazo,
    tú habrás creído
    que has hecho ya dos gracias;
    ¡pues no, querido!
    Has hecho dos gansadas
    de las peores
    que pueden hacer perros
    de cazadores.
    ¡U obedeces a ciegas
    si yo te miro,
    o antes de diez minutos
    te pego un tiro!»

    Y seguimos cazando
    tranquilamente
    por la falda suave
    de la pendiente.
    De pronto, salen juntas
    cuatro perdices,
    que a poco no se posan
    en mis narices;
    apunté a la primera,
    llamé la llave
    y cayó como un trapo
    la pobre ave.
    El Coral, más ligero
    que una centella,
    de cuatro o cinco saltos
    se echó sobre ella.
    Yo ya no me entretuve
    con más llamadas
    y llegué donde el perro
    de tres zancadas.
    ¡Yo no he visto en mi vida
    perro más bruto!
    Si llego a entretenerme
    medio minuto,
    no tengo ni el consuelo
    de ver la huella
    del cuerpo de la hermosa
    perdiz aquella.
    ¡Gracias a que el muy bruto
    se la quería
    tragar de un par de golpes
    y no podía!
    Lo cogí, lleno de ira,
    de una orejaza,
    le metí la escopeta
    por la bocaza,
    y así pude arrancarle
    de los dientazos
    la perdiz destrozada
    casi en pedazos.
    Pareciéndome aquello
    castigo chico,
    le pegué diez cachetes
    en el hocico,
    le puse a las narices
    la perdiz muerta
    y le dije indignado:
    «¡Boca de espuerta!
    El buen perro no come
    pieza que cobra.
    Di: ¿no tienes en casa
    pan que te sobra?

    Traga-buches, infame,
    mal educado,
    ¿sabes que mis sermones
    te han reformado?
    No te mato ahora mismo
    de un estacazo
    porque soy menos bruto
    que tú, brutazo;
    mas como mi consejo
    no te aproveche,
    yo le diré al tío Pincos
    que te escabeche.
    Si vivir siempre a gusto
    conmigo quieres,
    medita, Coralito,
    lo bruto que eres,
    y si es que tu torpeza
    no tiene cura
    le encargaré al tío Pincos
    la sepultura.
    Vámonos hoy a casa.
    Yo te perdono
    y no quiero guardarte
    rencor ni encono.
    Solamente hoy te impongo
    como castigo,
    contarle tus hazañas
    a un buen amigo
    que también tiene un perro
    tocayo tuyo,
    solo que tú no llegas
    a donde el suyo.
    ¿Quieres saber la causa?
    Pues te la digo:
    ¡Es... que tú eres más bruto
    que el de mi amigo!»

    Mal educado estaba el gran Coral,
    pero ya no está mal; está muy mal.
    Ya no come las piezas que levanta,
    pero hace algo peor: me las espanta.
    ¡A este perro cerril no hay quien lo dome!
    La caza que le mates, se la come,
    y si piezas de caza no le matas,
    se dedica a cazar grillos y ratas.

    Por ver si muda de conducta y traza
    llevélo ayer a Peñalniño a caza.
    Peñalniño es un cerro alto, gigante,
    al cerro de la Cruz muy semejante:
    pero está más tendido, es más bajito,
    más abundante en caza y más bonito.
    ¡Hasta estos pedacitos de la sierra
    son aquí más bonitos que en tu tierra!

    Pues, como iba diciendo, fuime al cerro
    y me llevé los galgos con el perro
    a ver si este gandul se enmienda algo
    yendo a mi lado y entre galgo y galgo.
    ¡Como no lo reviente o lo deslome,
    a este perro cerril no hay quien lo dome!
    ¡Y menos mal que ha demostrado, al menos,
    que tiene vientos, pero vientos buenos!
    Mas es un bruto que, en oliendo caza,
    pierde el juicio, el respeto y la cachaza.

    Cuando entramos ayer en cazadero,
    cazaba con tal calma y tal salero
    que me obligó a pensar subiendo al cerro:
    ¿Si habré sido yo ingrato con el perro?
    ¿Si al juzgarle me habré yo equivocado
    y le habré injustamente calumniado?
    Ese modo de andar, esa cachaza,
    esas posturas de excelente traza,
    esa dilatación de las narices
    que acaso ya ventean las perdices,
    ese cuello tendido hacia adelante,
    esa mirada vaga, chispeante,
    y ese modo de alzar su gran cabeza
    buscando el viento de la oculta pieza,
    son indicios, al menos, de que el perro
    sabe que está cazando en este cerro.

    Si echa una pieza y se la tiro, y cae,
    y sabe obedecerme, y me la trae,
    -¡me acabé de lucir, Coral querido!-
    tendré que confesar que te he ofendido
    y que tienes un amo muy ligero,
    calumniador, injusto y embustero.

    Así iba yo pensando tristemente
    cuando el perro se para y, de repente,
    cerro arriba arrancó como un venablo,
    ¡como alma de ladrón que lleva el diablo!
    ¿Serán conejos o serán perdices
    lo que van venteando sus narices?
    -¡Coralito -le dije-, espera un poco!
    ¡Espérame, Coral, y no seas loco!
    ¡¡Ven aquí, Coralón, no me impacientes!!
    ¡¡Coralazo, gandul, así revientes!!
    Y gritando y corriendo tras el perro,
    por la cuesta más áspera del cerro
    se me fueron los pies por un peñasco,
    y de cara caí sobre un carrasco.
    Sin respirar me levanté ligero,
    recogí la escopeta y el sombrero
    y rascándome un poco las narices,
    de nuevo eché a correr tras las perdices.
    ¡Todo fue inútil! El gandul del perro,
    las echó hacia la cúspide del cerro,
    y viéndolas volar quedé parado
    con la boca entreabierta y atontado.
    Además de quedarme sin perdices,
    pude también quedarme sin narices.
    Se redujo la cosa a un arañazo,
    un pequeño chichón y un buen zarpazo;
    pero, aun librando bien, aquel que quiera
    saber lo que es caer de esa manera,
    ¡que se deje rodar por un peñasco
    y se caiga de cara en un carrasco!

    El perro regresó triste y arisco
    y sentóse a la sombra de un torvisco;
    yo no quise ni hablarle de perdices,
    ni siquiera enseñarle mis narices,
    ¡Al que no se hace bueno con sermones,
    se le obliga a ser bueno a pescozones!
    Le di media docena de primera,
    mimé a los galgos para que él lo viera,
    fumé un cigarrillo, descansé un poquito
    ¡y adelante otra vez, que es tardecito!

    Del prado Verdinal, junto a la esquina,
    en una carrasquera chiquitina,
    de nuevo el perro se quedó parado
    y púseme en seguida yo a su lado,
    dispuesto a fusilar lo que saliera
    de aquella miserable carrasquera.
    Yo, por más que miré nada veía,
    pero el perro la muestra no rompía;
    y ante fijeza tal y tal postura,
    me dije para mí: ¡liebre segura!
    -¡Entra, Coral! -le dije al verle inerte.
    -¡Entra, Coral! -le repetí más fuerte.
    -¡Entra, Coral! -grité por vez tercera;
    y el perro se lanzó a la carrasquera.

    ¡Oh vergüenza! ¡Oh dolor! ¡Oh triste chasco!
    En lugar de salir de entre el carrasco
    una liebre a saltar de mata en mata,
    salió un lagarto de cabeza chata,
    lomo verdoso, vivarachos ojos
    y blanca panza con puntitos rojos.
    Lo mismo que un ratón que ha visto al gato,
    salió azarado el bicharraco chato,
    y el perro se lanzó tras él más listo
    que el gato hambriento que al ratón ha visto.
    A cambio de un mordisco en una mano,
    diole el perro un zarpazo soberano,
    echóle el diente y el reptil arisco
    le atizó en el hocico el gran mordisco.
    Debió ser un mordisco sandunguero
    porque el perro gruñó muy lastimero,
    flojó los dientes, escurrióse el bicho
    y cojo y todo se metió en su nicho.

    A casita, Coral, que el sol se pone
    y es posible que el morro se te encone.
    Te doy mi enhorabuena más cumplida
    por la dulce caricia recibida,
    y me alegra en el alma, buen amigo,
    de ver, tras tu pecado, tu castigo.
    ¿Confunden todavía tus narices
    los lagartos con liebres y perdices?

    Pues aprende, gandul, que esa es tu ciencia;
    aprende a distinguir; y en penitencia,
    mientras los dientes del lagarto alabo,
    ¡te rascas el hocico con el rabo!

      La fuente vaquera (Balada)

       

      Lejos, bastante lejos,
      del pueblo mío,
      encerrado en un monte
      triste y sombrío,
      hay un valle tan lindo
      que no hay quien halle
      un valle tan ameno
      como aquel valle.

      Entre sus arboledas,
      por la espesura
      solitaria y tranquila,
      corre y murmura
      una fuente tranquilina
      y bullanguera,
      a que dieron por nombre
      Fuente Vaquera.

      Está tan escondida
      bajo el follaje,
      guarda tanto sus aguas
      entre el ramaje,
      que cuando por el valle
      va murmurando
      toda clase de hierbas
      va salpicando.

      Unas veces sonríe
      dulce y sonora,
      y otras veces parece
      que gime y llora,
      y siempre de sus aguas
      el dulce juego
      arrullando, produce
      grato sosiego.

      Allí pasan las horas
      en dulce calma,
      allí meditar puede
      tranquila el alma,
      y todo son consuelos
      para el que llora
      al pie de aquella fuente
      fresca y sonora.

      ¡Todo es allí sosiego,
      calma, tristeza!
      Las auras, que suspiran
      en la maleza...
      Los pájaros, que cantan
      en la espesura...
      El agua, que en el valle
      corre y murmura...

      Los arrullos del viento,
      gratos y mansos...
      Los juncos que vegetan,
      en los remansos...
      Los claros resplandores
      del sol naciente,
      que asoma entre vapores
      por el Oriente...
      Las tórtolas que arrullan
      con armonía,
      convidando a una dulce
      melancolía...

      ¡Todo, en fin, allí aleja
      presentimientos,
      trayendo a la memoria
      mil pensamientos,
      y adormeciendo el alma
      con impresiones
      que convidan a dulces
      meditaciones!...

      Tal es Fuente Vaquera,
      la hermosa fuente
      que murmura en el valle
      tan sonriente,
      que en su margen tranquila
      cantan amores
      tórtolas, colorines
      y ruiseñores.

      Una hermosa mañana
      de junio ardiente
      salió el sol como nunca
      de refulgente,
      y pájaros y flores
      con alegría
      la bienvenida daban
      al nuevo día.

      Elevábase el astro
      con gran sosiego,
      esparciendo sus rayos
      de luz de fuego
      sobre el fresco rocío
      de la mañana,
      que formaba en los valles
      mantos de grana.

      Sacuden las ovejas
      sus cencerrillos,
      y en el prado retozan
      los corderillos,
      que del rústico valle
      sobre la hierba
      forman jugueteando
      linda caterva.

      Al cielo sube el humo
      de los hogares,
      los gallos ya despiertan
      con sus cantares,
      y sacude la hermosa
      Naturaleza
      el tranquilo letargo
      de su pereza.
                 ***
      Dejé el mullido lecho
      con alegría,
      cuando apenas rayaba
      la luz del día;
      carguéme diligente
      con la escopeta,
      y como siempre ha sido
      medio poeta,

      al nacer del gran Febo
      la luz primera,
      ya estaba yo en la hermosa
      Fuente Vaquera...
      Fuente en cuyas orillas
      cantan amores
      tórtolas, colorines
      y ruiseñores.

      Ocultéme en la margen
      con el follaje,
      y viendo las delicias
      de aquel paisaje,
      esperé silencioso
      bajo la fronda,
      viendo correr las aguas
      onda tras onda...
                ***
      Siguió el sol elevándose
      resplandeciente,
      y era ya tan molesta
      su luz ardiente,
      que, a medida que el astro
      más se elevaba,
      todo se iba durmiendo,
      todo callaba.

      Se inclinan en su tallo
      todas las flores,
      rendidas por los rayos
      abrasadores,
      y las aves se esconden
      en las encinas
      que a la tranquila fuente
      crecen vecinas.

      Sólo se escucha a veces,
      del fresco viento,
      las ráfagas que lanza,
      sonoro y lento...
      El agua, que su curso
      nunca suspende...
      El rumor de una hoja...
      que se desprende...

      El pïar apagado
      de alguna alondra,
      que entre las verdes matas
      busca una sombra...,
      y los ecos lejanos
      de los zumbidos
      de insectos, que en los aires
      vagan perdidos...

      Lejos de la apacible
      Fuente Vaquera,
      que corre por el valle
      tan placentera,
      existe un solitario
      y oscuro monte,
      que encierra los confines
      del horizonte.

      Al compás de las auras,
      lenta se inclina
      altiva, corpulenta
      y añosa encina,
      y entre sus verdes ramas
      aprisionado
      tiene una tortolilla
      su nido amado.

      En él está arrullando,
      dulce y sonora,
      a los amantes hijos
      a quien adora,
      gozando en su coloquio
      de las delicias
      que sus hijos le endulzan
      con sus caricias.

      El calor la atormenta,
      la sed la abrasa,
      y dejando con pena
      su pobre casa,
      les dio con un arrullo
      la despedida
      a los hijos queridos
      que eran su vida;

      batió sus puras alas
      tendió su vuelo
      cruzó por los espacios
      del ancho cielo,
      y pensando en sus hijos,
      se fue ligera
      a beber a la clara
      Fuente Vaquera.

      ¡Ay! ¡Dónde irá esa madre
      tierna y sencilla!...
      ¡Dónde irá tan ligera
      la tortolilla,
      mirando a todas partes,
      amedrentada,
      al verse sola y lejos
      de su morada!...

      ¿Por qué deja sus hijos
      abandonados,
      y ella, cruzando espacios
      tan dilatados,
      va surcando los aires
      rápidamente
      a beber en las aguas
      de aquella fuente?...

      ¡Pobre madre, si, ansiosa,
      vuelve a su nido
      y sus amantes hijos
      ya se han perdido!...
      ¡Pobres hijos, si, a causa
      de abandonarlos,
      no volviera su madre
      nunca a arrullarlos!...

      Por el verde follaje
      casi cubierto,
      yo, casi más que un vivo,
      parezco un muerto,
      y mudo y silencioso
      presto mi oído
      al eco que produce
      cualquiera ruido.

      Al columpiar las hojas
      el viento blando,
      pájaros me parecen
      que van volando,
      y con mi diestra mano
      nerviosa, inquieta,
      alzo la curva llave
      de la escopeta.

      Sobre la verde copa
      de vieja encina,
      que cubre aquella fuente
      tan cristalina,
      una tórtola hermosa
      paró su vuelo,
      mirando la corriente
      del arroyuelo.

      Lanza su blando pecho
      tiernos arrullos,
      que no imita la fuente
      con sus murmullos,
      y a los lados humilde
      mira asustada,
      débil, inquieta, esquiva
      y amedrentada.

      Tendió después su vuelo
      pausadamente,
      y al llegar a la orilla
      de la corriente,
      sobre la verde alfombra
      lenta se posa,
      débil y acobardada,
      triste y medrosa.

      Dirige luego el paso
      tímidamente
      hasta tocar la margen
      de la corriente,
      donde, el agua fingiendo
      cuadros de plata,
      le recoge su imagen
      y la retrata.

      Yo, silencioso, en tanto
      que la espiaba,
      mi artística escopeta
      ya preparaba,
      y ocasión esperando,
      cual diestro espía,
      afiné cuanto quise
      la puntería.
      Disparé... ¡Sonó el tiro
      ronco, tremendo!...
      El arroyuelo manso
      siguió corriendo.
      El viento entre las hojas
      siguió sonando
      con un eco apacible,
      sonoro y blando...
      ¡Y vi la tortolilla,
      que ya sufría
      las tristes convulsiones
      de la agonía!...

      Cogí tan apreciado
      tierno despojo;
      su hermoso pecho estaba
      de sangre rojo,
      rojas las aguas puras
      del arroyuelo,
      que corrían llorando
      con triste duelo,
      y mis ardientes manos
      también manchadas
      de sangre, enrojecidas
      y salpicadas.

      Con ellas oprimía
      su pecho blando:
      sus latidos se iban
      amortiguando,
      y cerraba sus ojos
      pausadamente,
      su cabeza inclinando
      lánguidamente...

      Yo vi en sus turbios ojos
      el sentimiento
      y las fieras angustias
      de su tormento,
      porque del nido lejos
      agonizaba
      y a sus pobres hijuelos
      solos dejaba.

      Conocí en sus miradas
      bien claramente
      esa inquieta agonía
      del inocente,
      que sufre los rigores
      de su destino
      muriendo por las manos
      de un asesino.

      Aquella pobre madre
      casi expirante
      era la madre tierna,
      la madre amante,
      que a sus hijos no pudo
      darles en vida
      una lágrima dulce
      de despedida.

      Y aquella tierna madre,
      cuando sufría
      la convulsión postrera
      de la agonía,
      me dijo con sus ojos
      casi nublados
      que dejaba dos hijos
      abandonados.

      Yo comprendí lo injusto
      de aquella muerte;
      mas la víctima estaba
      fría e inerte...
      y una lágrima amarga
      por mi mejilla
      rodó, cuando vi muerta
      la tortolilla.

      Desde entonces no quiero
      que un inocente
      de alguna injusta muerte
      se me lamente,
      y diga con sus ojos
      casi nublados
      que deja sus hijuelos
      abandonados.

      Y en vez de estar cazando
      la tarde entera
      junto a la cristalina
      Fuente Vaquera,
      voy a ver cómo en ella
      cantan amores
      tórtolas, colorines
      y ruiseñores,
      y cómo de aquel monte
      sobre las lomas
      arrullan solitarias
      blancas palomas.

                 San Saturnino, julio de 1889

       

 

      Los dichos del tío Fabián

 

Pues, señor, el otro día
vino un tío a visitarme
y sigue con la manía
de venir a marearme.

Con su charla singular
la sangre misma me enciende;
charla y charla sin cesar,
¡pero cualquiera lo entiende!...

Tiene él un prado inmediato
a una linda huerta mía,
y ayer fui a su casa un rato
a ver si me lo vendía.

«Tío Fabián, vamos a ver
-le dije con claridad-:
¿usted me quiere vender
el prado de la hermandad?»

«Si lo vende, hago una puerta
para mi huerta lindante,
mas si usted quiere mi huerta,
yo se la vendo al instante.»

El tío Fabián sonrió,
con aire ufano y sencillo;
después tosió, se rascó
y escupió por el colmillo.

Y echando al fuego unos palos,
me contestó el tío Fabián:
«que los tiempos andan malos...;
que patatín..., que patatán...».

«Deje esa palabrería
y piense bien la cuestión:
¿quiere usted la huerta mía?
La vendo sin dilación.

«Las dos fincas valen poco,
más pudiéndolas juntar,
resulta, o yo me equivoco,
una finca regular.»

Y con palabra calmosa
el tío Fabián se resuelve
a decir: «Que esa es la cosa,
que torna..., que vuelve...»

«Dígame usted sin rodeos
cuáles son sus intenciones
y cuáles son sus deseos,
proyectos y aspiraciones.

«Claridad pretendo yo
y usted en divagar se empeña;
¡pero dígame sí o no
como Cristo nos enseña?»

Y el tío Fabián sin piedad,
de mis casillas me saca
diciendo que es la verdad...,
«que toma..., que daca...»

«¡Ay tío Fabián, concretemos,
y entendámonos, por Dios,
o locos nos volveremos
de esta manera los dos!»

«En forma clara y abierta
la cuestión le he planteado:
o me vende usted el prado
o me compra usted la huerta.»

«Y si nada ha de querer,
dígame sin vacilar
que no quiere usted vender
y no quiere usted comprar.»

Pues tras estos alegatos
diciéndome el hombre sale,
que donde hay hombres, hay tratos...,
«que zumba... que dale».

«Si eso está bien, tío Fabián;
mas es charlar tontamente,
y yo no sé a qué ese afán
de salir por la tangente.

«Yo me traigo mis cuartitos
si es que el prado he de comprar,
y nombrando dos peritos
que lo vayan a tasar.»

Pero el tío Fabián me ataja
diciendo con gran trabajo
que su prado es una alhaja...,
«que arriba... que abajo...».

«Yo pagaré lo que valga
si el prado tan bueno es;
pero, por Dios, no me salga
con otra tecla después.

«Eso del valor del prado
los peritos lo dirán
y es asunto terminado;
¿comprende usted, tío Fabián?»

Y el tío Fabián no comprende
y dice que
velaí...
que la gente así se entiende...
«que por aquí... que por allí...».

«¡Cuidado que es pesadez!;
tío Fabián, tengo que irme;
dígame usted de una vez
lo que tenga que decirme.

«Usted está en las Batuecas,
pero a ver si ahora me entiende;
contésteme usted a secas:
¿vende el prado o no lo vende?»

Y contesta el muy pesado
que hogaño ha
criao en el prado
la miaja
e ganao y el potro...,
«que por este lado..., que por el otro...»

Pero ¿usted no puede hablar
de forma más apropiada?
¡si eso es charlar por charlar,
y charlar sin decir nada!...

«No hay más tiempo que perder:
el prado lo compro yo.
¿Me lo quiere usted vender?
¿Qué dice usted: sí o no?»

Y el hombre dice que el prao
se lo compró él a un sobrino...;
que fue medio
regalao...,
que si fue..., que si vino...»

«Tío Fabián, me voy a ir,
y perdone si le ofendo,
pero no puedo sufrir
esa charla que no entiendo.»

«Quedamos en eso, ¿eh?
¿Me venderá usted el prado?
¿No es eso?
  ¿Qué dice usted?»
Y al verse el hombre acosado,

me dice con mucha flema
que se lo dirá a la tía...
y que esa es la su sistema...,
«que ya vería..., que ya vería...»


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