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III  |
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las siguientes poesías:
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LA
VIRGEN DE LA MONTAÑA (A
mi querido amigo el virtuoso sacerdote don Germán Fernández.)
I
Era un día quejumbroso de diciembre ceniciento cuando yo subí la
cuesta de la mística mansión: el que aquella cuesta sube con angustias de
sediento, baja rico de frescuras el ardiente corazón.
Era un día de
diciembre. La ciudad estaba muerta sobre el árido repecho calvo y frío del
erial; la ciudad estaba muda, la ciudad estaba yerta sobre el yermo
fustigado por el hálito invernal.
Los palacios y las torres de los viejos
hombres idos en el carro de los tiempos de las glorias y el
honor, dormitaban indolentes, indolentemente hundidos de seniles
impotencias en el lánguido sopor.
Era un día de infinitas y secretas
amarguras que a las almas resignadas se complacen en probar; me apretaban
las entrañas melancólicas ternuras y membranzas dolorosas de los hijos y el
hogar.
Me caían en la frente doloridos pensamientos de esta trágica y
oculta mansa pena de vivir; me pesaban en el alma los mortales
desalientos de las pobres almas mudas, fatigadas de sentir.
Arrancaban
de mi pecho melancolías piedades y santísimos desdenes de confeso
pecador; la grotesca danza loca de las locas vanidades que los hombres
arrastramos de la fama en derredor.
Las ridículas miserias del orgullo
pendenciero, las efímeras victorias de los hombres del placer, las
groseras presunciones de los hombres del dinero, las grotescas arrogancias de
los hombres del poder...
Todo el mundo de las grandes epilépticas
demencias, todo el mundo de infortunios de la pobre Humanidad, todo el
mundo quejumbroso de mis íntimas dolencias me pesaban en el alma con gigante
gravedad.
Era un día de amarguras cuando yo subí la cuesta de la
alegre montañuela que veía yo a mis pies desde aquella blanca ermita que
asentaron en su cresta como nidos de palomas en pimpollo de
ciprés.
Como sábanas inmensas de longuísimos desiertos se extendían,
dominados por los brazos de la Cruz, horizontes infinitos, infinitamente
abiertos al abrazo de los cielos y a los besos de la luz;
horizontes
que pusieron en las niñas de mis ojos la visión de la desnuda muda tierra en
que nací; tierras verdes de las siembras, tierras blancas de
rastrojos, tierras grises de barbechos... ¡Patria mía, yo te vi!
Me
trajeron tu memoria las espléndidas anchuras de las tierras y los cielos que
se llegan a besar; las severas desnudeces de las áridas llanuras, las
gigantes majestades de su grave reposar...
Y una pena que atraviesa por
la médula del alma, una pena que mi lengua nunca supo definir, me invadió
para robarme la serena augusta calma que refrena, que preside los espasmos
del sentir.
Pero a mí cuando la pena con su látigo me azota no me
arranca ni un lamento de grosera indignación; por la misma herida abierta que
caliente sangre brota, brota el bálsamo tranquilo de la fe del
corazón.
Y por eso cuando siento que rugiendo se adelanta la borrasca
detonante que me quiere aniquilar, ni su rayo me acobarda, ni su estrépito me
espanta porque sé dónde arriarme, porque sé dónde mirar.
¡Madre mía,
madre mía! Cuando aquella tarde brava yo subía por la cuesta de tu mística
mansión, como el látigo del viento que la cara me cruzaba, flagelaba el de
la pena mi sensible corazón,
y por eso te miraba con aquella que
conoces tan recóndita mirada que te sé yo dirigir cuando inician en mi
pecho sus asaltos más feroces las nostalgias taciturnas que me suelen
afligir.
¡Madre mía!... Me contaron unos buenos caballeros, moradores
de tu hidalga y amadísima ciudad, que son tuyos sus amores, y son suyos tus
veneros copiosísimos y santos de graciosa caridad:
me contaron
episodios de la bella historia tuya, dulcemente convivida con tu amante
pueblo fiel; me dijeron que era tuyo; me dijeron que eras suya, que te
daban bellas flores, que les dabas rica miel,
que el que suba aquella
cuesta y en el pecho lleve agravios, turbias aguas en los ojos y en los
hombros dura cruz, baja alegre sin la carga, con dulzuras en los
labios, con amores en el pecho y en los ojos mucha luz.
¡Madre mía, lo
he gozado! Los dulcísimos instantes que mis penas me tuvieron de rodillas
ante Ti fueron siglos de exquisitas dulcedumbres deleitantes que los ríos
de tus gracias derramaron sobre mí.
Y el oscuro peregrino que la cuesta
de tu ermita como cuesta de un calvario rendidísimo subió con la carga de
miserias que en los hombres deposita la ceguera de una vida que entre polvo
se vivió,
descendió de tu montaña con los ojos empapados en aquella
luz que hiende las negruras del morir, y el espíritu sereno de los hombres
resignados que sonríen santamente con la pena de vivir.
¡Madre mía!,
si esas mieles has tenido en tus veneros, para el labio de un andante
caballero de la fe, ¿qué tendrás en tu tesoro para aquellos caballeros del
hidalgo pueblo noble que es alfombra de tu pie?
II
Bellísima
cacereña, hija del sol que te baña: ¡la Virgen de la Montaña te guarde,
niña trigueña!
Te habrán dicho los espejos que son tus labios muy
rojos, que son muy negros tus ojos, que fuego son tus reflejos,
que
son tus trenzas dos lindas cadenas de amor ardientes, que son perlitas tus
dientes y tus mejillas son guindas.
Te habrá dicho ese
indiscreto cortesano de mujeres todo lo hermosa que eres, porque él no
guarda un secreto.
Y un funesto genio alado, sátiro, flaco y
viscoso, murciélago tenebroso, tras los espejos posado,
te habrá
cantado: «¡Oh mujer!, ¿qué reina Venus mejor para la corte de
amor donde el rey es el placer?»
Y yo que te adoro tanto; yo que te
quiero más bella que la loca reina aquella, de esta manera te
canto:
¡Qué angelical ermitaña tuviera en ti, cacereña, para su
ermita risueña la Virgen de la Montaña!
¿Ves la poética ermita que
irradia blancos reflejos? Pues no la busques más lejos, que allí la
belleza habita.
Linda garza y ribereña: levanta el gallardo
vuelo, que estás más cerca del cielo posada en aquella peña.
Vive
tu propio vivir, deja del valle la hondura, que si alas te dio
Natura te las dio para subir.
Sube a la mística loma, que no hay
mansión deleitable más llena de paz amable que el nido de una
paloma.
Sube, que yo, cuando subes por ese atajo risueño, gentil
alondra te sueño, que va a cantar a las nubes.
Sube, preciosa
ermitaña, que algo que no da Natura se lo dará a tu hermosura la Virgen
de la Montaña.
Que aunque el espejo te cuente que son tus labios muy
rojos, que son muy negros tus ojos y que es divina tu
frente,
nunca, con ruda franqueza de amigo que se delata, te dirá
que él no retrata lo mejor de la belleza.
Yo puedo darte un
consejo, pues digo verdad si digo que soy más honrado amigo que el
sátiro y el espejo,
y sé mejor que los dos cuáles son las más
graciosas, cuáles las más bellas cosas que puso en el mundo
Dios.
¿No sabes que los poetas vivimos siempre cantando, de la
belleza buscando, siempre las claves secretas?
¿Y no sabes tú,
paloma, que no nos placen las flores ricas en vivos colores y pobres en
rico aroma?
¡Pues sube, linda ermitaña, que algo que no da
Natura se lo dará a tu hermosura la Virgen de la Montaña!
Todos los
años, estrella, sé que subís a su ermita y le hacéis una visita tú y la
primavera bella,
y yo, que vivo buscando bellas cosas que
cantar, tal visita al recordar suelo decir suspirando:
¡Será un
cielo aquella sierra cuando, levantando el vuelo, visiten a la del
cielo las vírgenes de la tierra!...
SOLEDAD
I
Ciego que ayer no lo fuera sufre más negra ceguera que el que en
la sombra ha nacido. Triste que ayer no lo era dos veces hondo ha
caído.
Yo un día -¡lejano
día!- gocé
de la compañía de mis placeres mejores; yo bebí de la ambrosía del amor
de mis amores;
yo gusté la miel sabrosa de un vivir feliz,
sereno, lleno de fe sustanciosa... puro vivir, todo lleno de grandeza
religiosa...
Pan el trabajo me daba, la paz me lo equilibraba, la
fe me lo dirigía, el amor me lo alegraba y Dios me lo
bendecía...
¡Santo vivir cuya historia como una reliquia
encierra la llave de mi memoria! ¡Era lo que hay en la tierra más
parecido a la gloria!
Y otro día -¡turbio
día!-, la
misma mano que el cielo de mis venturas teñía con luz de rosa que un
velo de eterna aurora fingía,
trajo nubes por Oriente, vibró el
relámpago ardiente con cárdenos resplandores... ¡y el rayo cayó en la
frente del amor de mis amores!
Y he sentido en torno mío las
tinieblas del vacío con sus hondas ansiedades, y he sentido todo el
frío de las grandes soledades...
Y he gritado en la
arenosa solitaria inmensidad con ronca voz clamorosa: ¡No hay soledad
dolorosa como esta mi soledad!
II
Una
noche, una doliente noche de angustia empapada, noche de místico
ambiente, que tenía el peso ingente de la culpa consumada...,
una
noche religiosa, fúnebremente sentida, místicamente radiosa, hondamente
entristecida y ardientemente amorosa...,
muchedumbre de
creyentes doloridos, reverentes, apiñados, silenciosos, bajas las
pálidas frentes, turbios los ojos llorosos,
llevaban, triste,
adelante del cortejo entristecido, la imagen interesante de la Madre
más amante del hijo más dolorido.
La miré con alma llena de luz y
calor de fe; la vi sola, la vi buena, y al abismo de su pena con el
alma me asomé.
¡Gran Dios! Tan honda y oscura la sima de la
amargura mi sentimiento entrevió, que el vértigo de la hondura mi mente
desvaneció.
Y así me dijo el sentido: -Ésa
no es extraña humana que humano amor ha perdido: ¡es la Virgen
soberana que Madre de un Dios ha sido!
Lo dio por la pecadora loca
y ciega Humanidad... El Mártir ha muerto ahora... ¡la Madre de Cristo
llora, sin Cristo, su soledad!
Si siempre ha sido el amor la medida
del dolor, di, pecador, ¿dónde has visto duelo de madre mayor que el de
la Madre de Cristo?
III
¡Madre
mía, débil fui! Por no ver el hondo abismo de tu dolor ante mí, miré
dentro de mí mismo, y ante otro abismo me vi.
El abismo hondo y
oscuro del pecado más odioso de este corazón impuro, que es ingrato y
veleidoso, loco y ciego, torpe y duro.
¡Dulce estrella
matutina! ¡Virgen de la Soledad! ¡Yo también puse una espina sobre la
frente divina del Sol de la Humanidad!
Si Madre de Dios no
fueras, ¿cómo el crimen perdonaras, ni en mis lágrimas creyeras, ni al
Hijo por mí rogaras?
¡Madre mía, madre mía! Llorando yo
soledades que eran como una agonía, dije que nadie sufría tan horrendas
ansiedades.
Y hoy, que, al ver tu duelo santo, vislumbré, anegado en
llanto, un punto de tu grandeza, me han causado igual espanto tu dolor
y mi flaqueza.
¡Dolorida gran Señora!, tu soledad, ¡ay!, ha sido la
segunda redentora de este corazón herido que en tu soledad te
adora.
VAMOS
A ESPERARLOS
¡Dichosos los niños que tienen
caballo, que es tener la dicha de ser Reyes Magos! ¡Dichoso
vosotros que vais a esperarlos, pues por tantos Reyes seréis
visitados!
Ya vienen, ya llegan... ¡Y cuántos! ¡Y cuántos! ¿Cómo
habrá en Oriente tierras y vasallos, mantos y coronas, tronos para
tantos? ¡Qué trajes tan ricos! ¡Qué hermosos caballos! ¡Y qué
pequeñuelos estos Reyes Magos! ¿Pequeños he dicho? Pues dije un
pecado; ¡no hay Reyes más grandes que esos de ocho años! No traen
escuadrones de bravos soldados, ni orgullo en el pecho, ni sangre en
las manos, ni órdenes terribles brotan de sus labios, ni al de la
victoria trepidante carro míseros vencidos traen
encadenados. Soldados de plomo, risas en los labios, amor en el
pecho, dulces en las manos... ¡Eso es lo que traen estos Reyes
Magos que se dieron cita para conquistarnos! De Oriente
vinieron, vinieron mandados por aquel Rey Niño que a los hombres
malos con el arma sola de Amor ha ganado. ¡Esos son los Reyes que
tendrán vasallos como el mar arenas, y la selva ramos, y estrellas los
cielos y espigas los campos! ¡Vamos con vosotros, vamos a
esperarlos! Todos esos Reyes de otro son vasallos, de otro que les
manda que vengan a daros dulces y juguetes, y besos y abrazos. ¡Que
vengan, que vengan, que van a enseñarnos que ellos y vosotros de Amor
sois vasallos, ¡vasallos de Cristo, que es de Amor
dechado!
¡Dichosos los niños que tienen caballo, que es tener la
dicha de ser Reyes Magos! ¡Dichosos vosotros, que vais a
esperarlos, que es ir a un convite de dulces y abrazos!
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LAS SUBLIMES
¿La conoces, musa mía? Es modelo
soberano bosquejado por la mano de la gran sabiduría.
Es el más
dulce buen ver de tus visiones risueñas; es la mujer que tú
sueñas cuando sueñas la mujer.
La discreta, la prudente, la
letrada, la piadosa, la noble, la generosa, la sencilla, la
indulgente,
la süave, la severa, la fuerte, la bienhechora, la
sabia, la previsora, la grande, la justiciera...
la que crea y
fortalece, la que ordena y pacifica, la que ablanda y dulcifica..., ¡la
que todo lo engrandece!
La que es esclava y señora, la que gobierna y
vigila, la que labra y la que hila, la que vela y la que
ora...
¡Hela, hela, musa ruda! ¿No lo cantas?
-No
la canto.
-¿Por
qué, si la admiras tanto?
-Porque
si admiro soy muda.
-¿Y
cuál es la maravilla que así admiras muda y queda? ¡O es Teresa de
Cepeda o es Isabel de
Castilla!
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A TERESA DE JESÚS
Mujer de inteligencia peregrina y
corazón sublime de cristiana, fue más divina cuanto más humana y más
humana cuanto más divina.
Hasta el impío ante tu fe se inclina y adora
la grandeza soberana de la egregia doctora castellana, de la santa mujer y
la heroína.
¡Oh mujer! Te dará la humana historia la gloria que por
sabia merecieres; mas con el mundo acabará esa gloria,
que por ser
terrenal no es sempiterna. ¡Tú, Teresa de Ahumada, al cabo mueres! ¡Teresa
de Jesús, tú eres eterna!
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