EL VERSO
CON RIMA Y MEDIDA


 
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   II   

 
    En esta página encontrarás las siguientes poesías:


                CASTELLANA

            ¿Por qué estás triste, mujer?
            ¿Pues no te sé yo querer
            con un amor singular
            de aquellos que hacen llorar
            de doloroso placer?

            Crees que mi amor es menor
            porque tan hondo se encierra,
            y es que ignoras que el amor
            de los hijos de esta tierra
            no sabe ser hablador.

            ¿No está tu gozo cumplido
            viendo desde esta colina
            un pueblo a tus pies tendido,
            un sol que ante ti declina
            y un hombre a tu amor rendido?

            ¿Te place la patria mía?
            No en sus hondas soledades
            busques con vana porfía
            la estrepitosa alegría
            de las doradas ciudades.

            El campo que está a tus pies
            siempre es tan mudo, tan serio,
            tan grave, como hoy lo ves.
            No es mi patria un cementerio,
            pero un templo sí lo es,

            Busca en ella soledades,
            serenas melancolías,
            profundas tranquilidades,
            perennes monotonías
            y castizas realidades.

            Si tú gozarlas supieras,
            ahora mismo depusieras
            tu adusto ceño sombrío.
            ¿Qué de mi patria quisieras
            para alegrarte, bien mío?

            ¿Quieres que vaya a buscar
            cuarzos blancos al repecho,
            colorines al linar,
            nidos de alondra al barbecho
            y endrinas al espinar?

            Para que tú te regales,
            no dejaré una con vida
            veloz liebre en los eriales,
            ni esquiva perdiz hundida
            del cerro en los matorrales,

            ni conejillo bravío
            dormido bajo el carrasco,
            ni mirlo a orillas del río,
            ni sisón en el peñasco,
            ni alondras en el baldío.

            ¿Quieres que hiera en su vuelo
            a ese milano que el cielo
            raya con círculos anchos,
            y de sus garras los ganchos
            venga a clavar en el suelo,

            y, atrás la cabeza echada,
            las plumas te enseñe y rice
            de la pechuga alterada,
            y ante tus pies agonice
            con la pupila espantada?

            Si buscas flores sencillas,
            hay en el valle violetas,
            y gamarzas amarillas,
            y estrelladas tijeretas,
            y olorosas campanillas.

            Si quieres, rosa temprana,
            ver los sudores y afanes
            que cuesta el pan de mañana,
            ven y verás mis gañanes
            trajinando en la besana.

            O vamos a mis sembrados
            y allí verás emulados
            de tus labios los carmines,
            que parecen amasados
            con pétalos de alvergines.

            Verás mecerse, aireadas,
            del mar de la mies las olas,
            aquí y allá salpicadas
            de encendidas amapolas
            y de jaritas moradas.

            Y mientras gozas del vago
            rumor de aquel ancho lago
            de móviles verdes tules,
            yo una corona te hago
            de clavelillos azules;

            y con ella, nueva Ceres,
            reina serás, si tú quieres,
            de mis campos y labores,
            que reina de mis amores
            ya hace tiempo que lo eres.

            ¿Sientes ganas de llorar?
            También las sé yo sufrir
            cuando me pongo a pensar
            que Dios te puede llevar
            y hacerme sin ti vivir.

            Mas... ¡vamos al prado un rato,
            que en él hay sombra de encinas,
            murmullos de viento grato
            y agua fresca de regato
            rebosante de pamplinas!

            ¿Quieres que de esa ladera
            te baje un haz de tomillo,
            o que salte a esa pradera
            y te traiga un manojillo
            de oliente hierba triguera?

            ¿Lloras? Pues si es de ternura,
            deja ese llanto correr,
            que es un riego de dulzura,
            hijo de la fresca hondura
            del manantial del placer.

            Mas si lloras desconsuelos
            y torturas de los celos,
            ¡vive Dios, que lloras mal!
            Testigos me son los cielos
            de que mi amor es leal.

            Y si piensas que es menor
            porque tan hondo se encierra,
            recuerda que el hondo amor
            de los hijos de esta tierra
            no sabe ser hablador.

            Alégrate, pues, mujer,
            porque te sé yo querer
            con querer tan singular,
            que a veces me hace llorar
            de doloroso placer...




            CUENTAS DEL TÍO MARIANO

            Araba el tío Mariano
            la húmeda tierra gredosa,
            y entre la bruma lluviosa
            del horizonte lejano,

            con cierta noble ansiedad
            que a la amargura se junta,
            miraba, al volver la yunta,
            las torres de la ciudad.

            Allí los amos estaban
            de aquel pedazo de llano,
            ya convertido en pantano
            por lluvias que no amainaban.

            Y no pensaba el rentero
            que el amo estaba al abrigo
            del bofetón del hostigo
            y el frío del aguacero.

            Aspiraciones más parcas
            tentaban al viejo charro
            mientras hundía en el barro
            sus bien calzadas abarcas.

            Era un día de febrero
            revuelto, lluvioso y frío;
            cada camino era un río
            y un charco cada sendero.

            Bajaban por las quebradas
            turbios regatos zumbando,
            que iban el hoyo inundando
            de hoscas aguas coloradas.

            Y era el barbecho un fangal,
            y el prado un estanque era,
            y una charca la ribera,
            los valles un chapatal.

            Arrebataba el solano
            las gotas del aguacero,
            que eran las puntas de acero
            de su látigo inhumano.

            Iracundos los zagales
            bregaban con los corderos
            y los cabritos zagueros
            hundidos en los fangales.

            Y el pobre tío Mariano,
            con la anguarina calada,
            bajo un brazo la aguijada
            y en la mancera una mano,

            arando estaba en tal día
            por no perder una huebra,
            donde diz que el viento quiebra
            cosa que él solo diría,

            pues en aquella desnuda
            tierra llana sin abrigo
            le flagelaba el hostigo
            la cara con saña cruda.

            Y así malamente araba
            y echaba el hombre sus cuentas,
            las cuentas de aquellas rentas
            que por las tierras pagaba.

            Bien echadas las tenía,
            pero con mal resultado,
            y así, terco y porfiado,
            las iba haciendo aquel día;

            «Las rastras ya no las miento;
            hogaño, si pinta el año,
            no será ningún extraño
            que me arrimase a las ciento.

            Se ha derramao en sazón;
            la desará fue mu guapa,
            y si sigue asín, no escapa
            de haber buena granición

            (Este cálculo lo hacía
            con las leves omisiones
            de langosta, inundaciones,
            de pedriscos y sequía...)

            «¡Ahora, tanto pa calzar,
            tanto en vestir y en comer...
            (Y no hablaba de beber,
            porque era hablar... de la mar).

            «Tanto pa contribuciones,
            tanto pa renta y simiente...»
            Y así fue del remanente
            practicando sustracciones.

            Y de las ciento supuestas
            sustrajo el tío Mariano
            tantas fanegas de grano,
            que al pasar de ciento éstas,

            puso cara de ansiedad,
            dijo con pena, mirando
            y el cuerpo zarandeando,
            las torres de la ciudad:

            «Si hogaño fuese allá un día
            y el amo bajar quisiera.
             seis fanegas..., ¡cualisquiera,
            cualisquiera me tosía!...»

            ¡Señor del tío Mariano!:
            si acude a ti, sé piadoso,
            que harás un hogar dichoso
            con seis fanegas de grano.

             


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            LO INAGOTABLE

            De rodillas delante de la fosa
            donde se pudre el mocetón garrido,
            la pobre vieja sin moverse pasa
            la tarde del domingo.

            Una tarde otoñal, helada y muda,
            de cielo muy azul, campiña yerta,
            y un sol amarillento que se muere
            de frío y de tristeza.

            Una vela amarilla que no alumbra,
            se quema, como el alma de la anciana,
            cuyos ojos decrépitos no lloran
            porque no tienen lágrimas.

            Todas se las tragó la avara tierra
            de la tumba del hijo malogrado,
            a cuyos pies la hierba está escaldada
            con las sales del llanto.

            Vagaba por los ámbitos vacíos
            del humilde y herboso cementerio,
            el aroma de muerte que despide
            la tierra de los muertos.

            Volaban sobre el templo los cernícalos
            y rasaban el viejo campanario
            los bandos de veloces aviones
            que pasaban chillando.

            Y de la plaza del lugar venían
            sones de tamboril y castañuelas,
            notas de gaita que al hablar de amores
            infundían tristeza.

            ¡Cómo bailaba la muchacha alegre
            para quien fue belleza vigorosa
            lo que era ya bajo viscosa hierba
            montón de carne rota!

            Montón de carne rota que una madre
            tuvo un día pegado a sus entrañas,
            y espejado en las niñas de sus ojos
            y en el centro del alma.

            Y ya está allí, deshecho en las tinieblas,
            el fuerte hastial de la feliz casita,
            el que ganaba el mendruguito blando
            que la anciana comía.

            Una alondra del páramo vecino
            se posó en la pared del campo santo
            para beber el rayo agonizante
            del frío sol dorado,

            y cantó una canción opaca y fría
            que ni siquiera le agitó el pechuelo
            que cien mañanas pareció romperse
            modulando gorjeos.

            ¡Sorda elegía que inspiró Natura
            junto a la tumba donde el mozo estaba,
            que tantas veces, cual la alondra aquella,
            le cantó la alborada!

            Se hundieron en sus grietas los cernícalos,
            y en los huecos del viejo campanario,
            poco a poco los raudos aviones
            se metieron chillando.

            Cayó el silencio sobre el pueblo humilde,
            murió la tarde y se marchó la alondra,
            y la vida le dijo a la ancianita
            que estaba ya muy sola.

            ¡Era preciso abandonar al hijo!
            Besó la tumba y apagó la vela,
            que derramó sobre la hierba húmeda
            dos lágrimas de cera.

            ¡Y dieron todavía otras dos lágrimas
            aquellos ojos que estrujó el dolor!
            Ni ignoradas ni estériles las dieron:
            ¡las vimos Dios y yo!




            DEL VIEJO, EL CONSEJO

            Deja la charla, Consuelo,
            que una moza casadera
            no debe estar en la era
            si no está el sol en el cielo.

            Tu hogar tendrás apagado,
            y al mozo que habla contigo
            le está devorando el trigo
            la yunta que ha abandonado.

            Mira que está oscureciendo,
            que en las riberas lejanas
            ya están cantando las ranas,
            ya están las aves durmiendo.

            Que tocan a la oración,
            y hay gentes murmuradoras
            cuyos ojos a estas horas
            cristales de aumento son.

            Y es que los oscureceres
            son unas horas menguadas
            que han hecho ya desgraciadas
            a muchas pobres mujeres.

            Mira, muchacha, que ha sido
            la tarde muy bochornosa
            y va a ser fresca y hermosa
            la noche que ha producido.

            Mira que son muy contadas
            las fuerzas de la memoria:
            mira que huelen a gloria
            las mieses amontonadas,

            y está tu galán delante,
            y está tu hermanillo ausente,
            y está el amor en creciente
            y está la luna en menguante;

            y a luz tan débil yo creo
            que sola a salir no atinas
            del laberinto de hacinas
            donde metida te veo.

            Tal vez si el mozo me oyera
            pensara que esto es perfidia,
            creyera que tengo envidia,
            que tengo celos dijera,

            pues con la venda de amor
            no viera que soy un viejo
            que solo con un consejo
            puedo acercarme a tu honor.

            Vete, muchacha, y no quieras
            llorar prematuros gozos,
            que sé lo que son los mozos
            y sé lo que son las eras;

            y en tales oscureceres
            pláticas tales de amores
            dicen los murmuradores
            que son de tales mujeres...

            y tienen razón, Consuelo,
            que una moza casadera
            no debe estar en la era
            si no está el sol en el cielo.

             



            LA «GALANA»

            Pobrecita madre!
            ¡Se murió solita!
            Cuando vino el cabrero a la choza
            con la cabra «Galana» parida
            y el trémulo chivo
            sin lamer ni atetar todavía,
            vio a la madre muerta
            y a la niña viva.
            Sobre un borriquillo,
            sobre una angarilla
            de las del aprisco,
            se llevaron la muerta querida
            y él se quedó solo,
            solo con la niña...
            La envolvió torpemente en pañales
            de dura sedija,
            y amoroso la puso a la teta
            de la cabra «Galana» parida...
            -¡«Galana», «Galana»!
            ¡Tate bien quietita!...
            ¡Tate asín, que pueda
            mamar la mi niña!»
            Y la cabra balaba celosa,
            por la fiebre materna encendida,
            y poquito a poquito, la teta
            fue chupando la débil niñita...
            ¡Pobre cabritillo!
            ¡Corta fue tu vida!


              II


            Solita en el chozo
            se queda la niña
            mientras lleva el pastor las ovejas
            a pacer por aquellas umbrías.
            Cerca del chocillo
            pace la cabrita,
            nerviosa, impaciente,
            con susto, con prisa,
            y si el viento le hiere el oído
            con rumores de llanto de niña,
            corre al chozo balando amorosa,
            se encarama en la pobre tarima,
            se espatarra temblando de amores,
            se derrenga balando caricias
            y le mete a la niña en la boca
            la tetaza henchida
            que derrama en ella
            dulce leche tibia...
            ¡Qué lechera y qué amante la cabra!
            ¡Qué robusta y qué santa la niña!

              III


            ¿Serían los lobos?
            ¿Algún hombre perverso sería?
            Una tarde la cabra «Galana»,
            la amante nodriza,
            se arrastraba a la puerta del chozo
            mortalmente herida.
            Allá adentro sonaron sollozos,
            sollozos de niña,
            y un horrible temblor convulsivo
            agitó a la espirante cabrita,
            que luchó por alzarse del suelo
            con esfuerzo de angustia infinita.
            Y en un último intento supremo
            de sublime materna energía,
            que arrancó dolorosos acentos
            de la cencerrilla,
            y en un largo balido amoroso...
            ¡se le fue la vida!...


              IV


            Ni leche de ovejas
            ni dulces papillas,
            ni mimos, ni besos...
            ¡Se murió la niña!
            ¡Esta vez quedó el crimen impune!
            ¡Esta vez no brilló la justicia!

             

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            ANA MARÍA
            (Fragmentos de un poema)


              I


            La primavera

            Una alondra feliz del pardo suelo,
            fue la primera en presentir al día,
            y loca de alegría,
            al cielo azul enderezando el vuelo,
            contábaselo al campo, que aún dormía.

            Celosa codorniz, madrugadora,
            dijo tres veces que la bella aurora
            se avecinaba con amable prisa:
            del lado del Oriente
            vino una fresca misteriosa brisa,
            con las alas cargadas de relente,
            y aun en sagrada oscuridad envueltas
            las hojas de los árboles sonaron
            dulcemente revueltas,
            las mieses ondearon,
            y de los senos de la tierra helada
            surgió, vivificante,
            el húmedo perfume penetrante
            que solo sabe dar la madrugada.

            ¡Cuán bien se disponía
            Naturaleza a recibir el día!
            La línea pura del albor naciente,
            vaga primicia grata
            del de la luz fecundador tesoro,
            primero fue de plata,
            más tarde de oro,
            después encendidísima escarlata,
            roja amapola, y luego
            cegador, chispeante, ardiente fuego.

            En medio de la lumbre
            que derretía el encendido Oriente,
            sobre el perfil de la elevada cumbre,
            el sol triunfante levantó la frente...
            y a la puerta feliz de la alquería
            asomó al mismo tiempo Ana María.
            ¡Gran Dios, bendito seas!
            ¡Qué soles, Dios de amor, qué soles creas!

              II


                Ana María

            ¿Por qué tan madrugadora
            la rosa de la alquería?
            Porque es una labradora
            castiza y trabajadora
            que siente pequeño al día.

            ¿Por qué tan pronto romper
            del mañanero dormir
            y del soñar el placer?
            Porque dormir no es vivir
            y soñar no es proveer.

            Porque sabe que conviene,
            como le enseña su madre,
            mirar al tiempo que viene...
            ¡Por eso tiene su padre
            la buena hacienda que tiene!

            Tiene en la alegre alquería
            labor y ganadería,
            con pastos siempre sobrados;
            huertos en la Alberguería,
            y en Hondura casa y prados;

            y de su padre heredadas,
            y en su gente vinculadas,
            puede en la Armuña contar
            con cuatro o cinco yugadas
            de tierras de pan llevar,

            y, estimulante más grato,
            corren añejas hablillas
            diciendo, no sin recato,
            que tiene zurrón de gato
            lleno de onzas amarillas.

            Y aun dice la gente a coro
            que son su hacienda y su oro
            cosas de menos valía
            que aquel divino tesoro
            de su hermosa Ana María.

            ¡Y dice verdad la gente!
            Pues ¿quién como esta doncella
            promete vida tan bella
            cual la del nido caliente
            que del hogar hará ella?

            Del monte en el mundo estrecho
            túvola Dios que poner,
            porque paloma la ha hecho.
            No tiene hiel en el pecho,
            ¿cómo ha de darla a beber?

            Dará bálsamos calmantes,
            hondas ternuras sedantes,
            cosas del alma sin nombres...
            ¡Lo que buscamos los hombres
            del grave vivir amantes!

            Natura le dio belleza;
            su madre le dio ternuras;
            su padre, viril nobleza,
            y Dios la humilde grandeza
            que tienen las almas puras.

            Los rayos del sol, fogosos,
            cetrina su tez pusieron,
            y los aires olorosos
            de los montes carrascosos
            la sangre le enriquecieron.

            Diole el trabajo soltura;
            la juventud, bizarría;
            el buen ejemplo, cordura;
            la sencillez, alegría,
            y la honestidad, frescura.

            Con generosa largueza,
            Natura le dio riqueza
            de sustancioso saber.
            ¿Qué enseña Naturaleza
            que no se deba aprender?

            Que la abeja es laboriosa,
            que la tórtola es sencilla,
            que la hormiga es hacendosa;
            que se esconde, que no brilla
            la violeta pudorosa...

            Que las aves hacen nidos,
            siempre solos y escondidos
            en los senos de la fronda,
            porque no es la dicha honda
            buena amiga de los ruidos;

            que los ríos y las fuentes
            tienen aguas transparentes
            cuando corren muy serenas...,
            que son limpias las arenas
            y son mansas las corrientes;

            y de aquella golondrina
            que ha anidado en la campana
            de la rústica cocina,
            se despierta alegre y trina
            cuando apunta la mañana.

            Que las corderas vehementes
            que se apartan imprudentes
            de las madres clamorosas,
            morirán entre los dientes
            de famélicas raposas.

            Eso Natura enseñaba
            y eso la moza aprendía.
            Quien era mozo soñaba,
            yo era poeta y cantaba,
            Dios es bueno y bendecía.

             

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            UN DON JUAN

            Amo, de aquella cuestión
            de ayer, pues ya me atreví.
            -¡Gracias a Dios, cobardón!
            ¿Y qué te dijo?
                                       
            -Que sí.

            -¿Ves, Genaro? Si te dejo,
            no llegas nunca a animarte,
            y te me mueres de viejo
            con las ganas de casarte.

            Me gusta la valentía.
            Y la lengua, ¿se enredó?
            -Pues mire usted, yo creía
            que iba a ser más; pero no.

            Y eso que al dir a empezar,
            por mucho que porfié,
            pues no me pude acordar
            del emprencipio de usté.

            -¡Por vida de...! ¿Y qué jinojos
            hiciste entonces, Genaro?
            -Pues, nada, cerrar los ojos
            y dir p'alante.
                                    -¡Pues claro!

            Cuando se ignora, se inventa.
            -Pues ese fue el aquel mío.
            Me tuve que echar la cuenta
            que se echa el hombre perdío,

            y como un eral cerril
            arremetí con alientos,
            porque ya, preso por mil...,
            pues preso por mil quinientos.

            No es más que mientras se empieza.
            Yo cuantis que me corté,
            pues na más de mi cabeza
            cuasi to me lo saqué.

            -¡Bien hecho! ¿Y le gustaría
            bastante más que lo mío?
            -Yo le dije asín: «María:
            dirás que a qué habré venío

            -¿Y qué te dijo?
                                        -Que hablara.
            Ella bajó la cabeza
            y se le puso la cara
            lo mesmo que una cereza.

            A mí también se me ardía,
            la verdá se ha de decir;
            pero le dije: «María:
            ¿sabrás que tengo un sentir?»

            -¡Bien dicho! ¿Y no te comieron
            porque hiciste esa pregunta?
            -No, pero me se pusieron
            todos los pelos de punta.

            Yo cuasi que no veía,
            la verdá se ha de decir;
            pero le dije: «María:
            ¿sabrás que tengo un sentir?»

            Cuasi que me han obligao
            -le dije-  a venir acá,
            que yo bien retuso he estao
            por mo de la cortedá;

            pero el amo, que sabía
            mi sentir, pues ayer tarde
            mesmamente me decía:
            «Genaro, ¡no seas cobarde!

            La moza es poco fiestera
            y poco aparentadora,
            y no es moza ventanera,
            y es árdiga y vividora.

            Y luego, es bien parecía,
            y es callaíta y prudente,
            y es honesta y recogía,
            y viene de buena gente...

            Anda con ella, comienza
            mañana a la noche a dir,
            que a cuenta de la vergüenza
            te la dejas escurrir...»

            Pues sobre aquello volviendo
            del sentir que te decía,
            sabrás que te estoy quisiendo
            ya hace tres años, María.

            Siempre he andao negativo
            dejándolo pa dispués
            y na más que es a motivo
            de lo corto que uno es.

            Y asín me estaba, me estaba,
            aguantándome el sentir,
            a ver si se me pasaba,
            la verdá se ha de decir.

            Y hate cuenta que cada año
            pues más me reconcomía,
            hasta que ya dije hogaño:
            ¡Habrá que estar con María!

            Porque en habiendo un querer,
            la verdá se ha de decir,
            ni cuasi puedes comer
            ni cuasi puedes dormir.

            Y no es el decir que uno
            esté encitando el pensar,
            porque yo creo que nenguno
            quedrá siempre asín estar.

            Es na más que te aficionas
            y que pierdes la chaveta
            en cuantis que una persona
            por los ojos te se meta.

            Y que ya nadie te apea
            ni te hace volver atrás
            y llevas aquella idea
            por andiquiera que vas.

            Pues un querer derechero
            como el corazón te ablande,
            es igual que un abujero:
            cuanti más le hurgas, más grande.

            -¡Caramba! ¡Muy bien, Genaro!
            y ella entonces te diría...
            -A lo primero, pus claro,
            dijo que ya se vería.

            Pero dispués ya ve usté,
            la gente se va atreviendo.
            Yo le dije: «Volveré.»
            y ella dijo: «Vay viniendo.»

            -Vamos, sí, que habrá casorio.
            -De eso entá no hemos tratao.
            Sólo el parlárselo..., ¡corio!,
            ¡más vergüenza me ha costao...!





            ¿QUÉ TENDRÁ?

            ¿Qué tendrá la hija
            del sepulturero,
            que con asco la miran los mozos,
            que las mozas la miran con miedo?

            Cuando llega el domingo a la plaza
            y está el bailoteo
            como el sol de alegre,
            vivo como el fuego,
            no parece sino que una nube
            se atraviesa delante del cielo;
            no parece sino que se anuncia
            que se acerca, que pasa un entierro...

            Una ola de opacos rumores
            sustituye al febril charloteo,
            se cambian miradas
            que expresan recelos,
            el ritmo del baile
            se torna más lento
            y hasta los repiques
            alegres y secos
            de las castañuelas
            callan un momento...

            Un momento no más dura todo;
            mas ¿qué será aquello
            que hasta da falsas notas la gaita
            por hacer un gesto
            con sus gruesos labios
            el tamborilero?

            No hay memoria de amores manchados,
            porque nunca, a pesar de ser bellos,
            «buenos ojos tienes»
            le ha dicho un mancebo.

            Y ella sigue desdenes rumiando,
            y ella sigue rumiando desprecios,
            pero siempre acercándose a todos,
            siempre sonriendo,

            presentándose en fiestas y bailes
            y estrenando más ricos pañuelos...
            ¿Qué tendrá la hija
            del sepulturero?
            Me lo dijo un mozo:
            «¿Ve usted esos pañuelos?
            Pues se cuenta que son de otras mozas...
            ¡de otras mozas que están ya pudriendo!...
            Y es verdá que paece que güelen,
            que güelen a muerto...»


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