1.
"Y vosotros ¿quién decís que soy yo?" (Mt 16,15).
Queridos jóvenes, con gran alegría me reúno de nuevo con
vosotros, con ocasión de esta vigilia de oración, durante la cual
queremos ponernos juntos a la escucha de Cristo, que sentimos
presente entre nosotros. Es Él quien nos habla.
«Y vosotros ¿quién decís que soy yo?». Jesús plantea esta
pregunta a sus discípulos en la región de Cesarea de Filipo. Simón
Pedro contesta: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt
16,16). A su vez el Maestro les dirige estas sorprendentes palabras:
«Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha
revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los
cielos» (Mt 16,17). ¿Cuál es el significado de este diálogo? ¿Por
qué Jesús quiere escuchar lo que los hombres piensan de Él? ¿Por
qué quiere saber lo que piensan sus discípulos de Él?
Jesús quiere que los discípulos se den cuenta de lo que está
escondido en sus mentes y en sus corazones y que expresen su
convicción. Al mismo tiempo, sin embargo, sabe que el juicio que
harán no será sólo el de ellos, porque en el mismo se revelará
lo que Dios ha derramado en sus corazones por la gracia de la fe.
Este acontecimiento en la región de Cesarea de Filipo nos
introduce, en cierto modo, en el «laboratorio de la fe». Ahí se
desvela el misterio del inicio y de la maduración de la fe. En
primer lugar está la gracia de la revelación: un íntimo e
inexpresable darse de Dios al hombre; después sigue la llamada a
dar una respuesta y, finalmente, está la respuesta del hombre,
respuesta que desde ese momento en adelante tendrá que dar sentido
y forma a toda su vida.
Aquí tenemos lo que es la fe. Es la respuesta a la palabra del Dios
vivo por parte del hombre racional y libre. Las cuestiones que
Cristo plantea, las respuestas de los Apóstoles y la de Simón
Pedro, son como una prueba de la madurez de la fe de los que están
más cerca de Cristo.
2. El diálogo en Cesarea de Filipo tuvo lugar en el tiempo
prepascual, es decir, antes de la pasión y resurrección de Cristo.
Convendría recordar también otro acontecimiento durante el cual
Cristo, ya resucitado, probó la madurez de la fe de sus Apóstoles.
Se trata del encuentro con Tomás Apóstol. Era el único ausente
cuando, después de la resurrección, Cristo fue por primera vez al
Cenáculo. Cuando los otros discípulos le dijeron que habían visto
al Señor él no quiso creer. Decía: «Si no veo en sus manos la señal
de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no
meto mi mano en su costado, no creeré» (Jn 20,25). Ocho días
después, estaban otra vez reunidos los discípulos y Tomás estaba
con ellos. Entró Jesús estando la puerta cerrada, saludó a los Apóstoles
con estas palabras: «La paz con vosotros» (Jn 20,26) y acto
seguido se dirigió a Tomás: «Acerca
aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi
costado, y nos seas incrédulo sino creyente» (Jn 20,27). Tomás le
contestó: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28).
También el Cenáculo de Jerusalén fue para los Apóstoles una
especie de "laboratorio de la fe". Lo que allí sucedió
con Tomás va, en cierto sentido más allá de lo que ocurrió en la
región de Cesarea de Filipo. En el Cenáculo nos encontramos ante
una dialéctica de la fe y de la incredulidad más radical y, al
mismo tiempo, ante una confesión aún más profunda de la verdad
sobre Cristo. Verdaderamente no era fácil creer que estuviese vivo
Aquél que tres días antes había sido depositado en el sepulcro.
El divino Maestro había anunciado varias veces que iba a resucitar
de entre los muertos y ya había dado también pruebas de ser el Señor
de la vida. Sin embargo, la experiencia de su muerte había sido tan
fuerte que todos tenían necesidad de un encuentro directo con Él
para creer en su resurrección: los Apóstoles en el Cenáculo, los
discípulos en el camino a Emaús, las piadosas mujeres junto
al sepulcro... También Tomás lo necesitaba. Cuando su incredulidad
se encontró con la experiencia directa de la presencia de Cristo,
el Apóstol que había dudado pronunció esas palabras con las que
se expresa el núcleo más íntimo de la fe: Si es así, si Tú
verdaderamente estás vivo aunque te mataron, quiere decir que eres
«mi Señor y mi Dios».
Con el caso de Tomás el «laboratorio de la fe» se ha enriquecido
con un nuevo elemento. La revelación divina, la pregunta de Cristo
y la respuesta del hombre se han completado con el encuentro
personal del discípulo con Cristo vivo, con el Resucitado. Ese
encuentro pasa a ser el inicio de una nueva relación entre el
hombre y Cristo, una relación en la que el hombre reconoce
existencialmente que Cristo es Señor y Dios; no sólo Señor y Dios
del mundo y de la humanidad, sino Señor y Dios de esta existencia
humana mía concreta. Un día San Pablo escribirá: «Cerca de ti
está la palabra: en tu boca y en tu corazón, es decir, la palabra
de la fe que nosotros proclamamos. Porque, si confiesas con tu boca
que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de
entre los muertos, serás salvo» (Rm 10,8-9).
3. En las lecturas de la Liturgia de hoy están descritos los
elementos de los que se compone ese «laboratorio de la fe», del
cual los Apóstoles salen como hombres plenamente conscientes de la
verdad que Dios había revelado en Jesucristo, verdad que habría
modelado su vida personal y la de la Iglesia en el curso de la
historia. Este encuentro romano, queridos jóvenes, es también una
especie de «laboratorio de la fe» para vosotros, discípulos de
hoy, para quienes confiesan a Cristo en los umbrales del tercer
milenio.
Cada uno de vosotros puede encontrar en sí mismo la dialéctica de
preguntas y respuestas que hemos señalado anteriormente. Cada uno
puede analizar sus propias dificultades para creer e incluso sentir
la tentación de la incredulidad. Al mismo tiempo, sin embargo,
puede también experimentar una progresiva maduración de la
convicción consciente de la propia adhesión de fe. En efecto,
siempre en este admirable laboratorio del espíritu humano, el
laboratorio de la fe, se encuentran mutuamente Dios y el hombre.
Cristo resucitado entra en el cenáculo de nuestra vida y permite a
cada uno experimentar su presencia y confesar: Tú, Cristo, eres «mi
Señor y mi Dios». Cristo dijo a Tomás: «Porque me has visto has
creído. Dichosos los que no han visto y han creído» (Jn 20,29).
Todo ser humano tiene en su interior algo del Apóstol Tomás. Es
tentado por la incredulidad y se plantea las preguntas
fundamentales: ¿Es verdad que Dios existe? ¿Es verdad que el mundo
ha sido creado por Él? ¿Es verdad que el Hijo de Dios se ha hecho
hombre, ha muerto y ha resucitado? La respuesta surge junto con la
experiencia que la persona hace de su divina presencia. Es necesario
abrir los ojos y el corazón a la luz del Espíritu Santo. Entonces
a cada uno le hablarán las heridas abiertas de Cristo resucitado:
«Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y
han creído».
4. Queridos amigos, también hoy creer en Jesús, seguir a Jesús
siguiendo las huellas de Pedro, de Tomás, de los primeros Apóstoles
y testigos, conlleva una opción por Él y, no pocas veces, es como
un nuevo martirio: el martirio de quien, hoy como ayer, es llamado a
ir contra corriente para seguir al divino Maestro, para seguir «al
Cordero a dondequiera que vaya» (Ap 14,4). No por casualidad,
queridos jóvenes, he querido que durante el Año Santo fueran
recordados en el Coliseo los testigos de la fe del siglo XX.
Quizás a vosotros no se os pedirá la sangre, pero sí ciertamente
la fidelidad a Cristo. Una fidelidad que se ha de vivir en las
situaciones de cada día. Estoy pensando en los novios y su
dificultad de vivir, en el mundo de hoy, la pureza antes del
matrimonio. Pienso también en los matrimonios jóvenes y en las
pruebas a las que se expone su compromiso de mutua fidelidad.
Pienso, asimismo, en las relaciones entre amigos y en la tentación
de deslealtad que puede darse entre ellos. Estoy pensando también
en el que ha empezado un camino de especial consagración y en las
dificultades que a veces tiene que afrontar para perseverar en su
entrega a Dios y a los hermanos. Me refiero igualmente al que quiere
vivir unas relaciones de solidaridad y de amor en un mundo donde únicamente
parece valer la lógica del provecho y del interés personal o de
grupo. Así mismo, pienso en el que trabaja por la paz y ve nacer y
estallar nuevos focos de guerra en diversas partes del mundo; también
en quien actúa en favor de la libertad del hombre y lo ve aún
esclavo de sí mismo y de los demás; pienso en el que lucha por el
amor y el respeto a la vida humana y
ha de asistir frecuentemente a atentados contra la misma y contra el
respeto que se le debe.
5. Queridos jóvenes, ¿es difícil creer en un mundo así? En el año
2000, ¿es difícil creer? Sí, es difícil. No hay que ocultarlo.
Es difícil, pero con la ayuda de la gracia es posible, como Jesús
dijo a Pedro: «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino
mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17).
Esta tarde os entregaré el Evangelio. Es el regalo que el Papa os
deja en esta vigilia inolvidable. La palabra que contiene es la
palabra de Jesús. Si la escucháis en silencio, en oración, dejándoos
ayudar por el sabio consejo de vuestros sacerdotes y educadores con
el fin de comprenderla para vuestra vida, entonces encontraréis a
Cristo y lo seguiréis, entregando día a día la vida por Él. En
realidad, es a Jesús a quien buscáis cuando soñáis la felicidad;
es Él quien os espera cuando no os satisface nada de lo que encontráis;
es Él la belleza que tanto os atrae; es Él quien os provoca con
esa sed de radicalidad que no os permite dejaros llevar del
conformismo; es Él quien os empuja a dejar las máscaras que
falsean la vida; es Él quien os lee en el corazón las decisiones más
auténticas que otros querrían sofocar. Es Jesús el que suscita en
vosotros el deseo de hacer de vuestra vida algo grande, la voluntad
de seguir un ideal, el rechazo a dejaros atrapar por la mediocridad,
la valentía de comprometeros con humildad y perseverancia para
mejoraros a vosotros mismos y a la sociedad, haciéndola más humana
y fraterna.
Queridos jóvenes, para estos nobles objetivos no estáis solos. Con
vosotros tenéis a vuestras familias, a vuestras comunidades, a
vuestros sacerdotes y educadores y a tantos de vosotros que, en lo
oculto, no se cansan de amar a Cristo y de creer en Él. En la lucha
contra el pecado no estáis solos: ¡muchos como vosotros luchan y
con la gracia del Señor vencen!
6. Queridos amigos, en vosotros veo a los «centinelas de la mañana»
(cf. Is 21,11-12) en este amanecer del tercer milenio. A lo largo
del siglo que termina, jóvenes como vosotros eran convocados en
reuniones masivas para aprender a odiar, eran enviados para combatir
los unos contra los otros. Los diversos mesianismos secularizados,
que han intentado sustituir la esperanza cristiana, se han revelado
después como verdaderos y propios infiernos. Hoy estáis reunidos
aquí para afirmar que en el nuevo siglo no os prestaréis a ser
instrumentos de violencia y destrucción; defenderéis la paz,
incluso a costa de vuestra vida si fuera necesario. No os conformaréis
con un mundo en el que otros seres humanos mueren de hambre, son
analfabetos, están sin trabajo. Defenderéis la vida en cada
momento de su desarrollo terreno; os esforzaréis con todas vuestras
energías en hacer que esta tierra sea cada vez más habitable para
todos.
Queridos jóvenes del siglo que comienza, diciendo «sí» a Cristo
decís «sí» a todos vuestros ideales más nobles. Le pido que
reine en vuestros corazones y en la humanidad del nuevo siglo y
milenio. No tengáis miedo de entregaros a Él. Él os guiará, os
dará la fuerza para seguirlo todos los días y en cada situación.
Que María Santísima, la Virgen que dijo «sí» a Dios durante
toda su vida, que los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y todos los
Santos y Santas que han marcado el camino de la Iglesia a través de
los siglos, os conserven siempre en este santo propósito.
A todos y a cada uno de vosotros os imparto con afecto mi Bendición. |