ROMA,
18 agosto (ZENIT.org).- Roma se convertía al caer la noche en el
monumental escenario de un Viacrucis en el que han participado 300
mil participantes en las Jornadas Mundiales de la Juventud.
El recorrido de las estaciones comenzó en el la antiquísima Basílica
de
Santa María en Ara Coeli, junto al Capitolio, y concluyó en el
Coliseo.
Dado que el número de los jóvenes presentes en Roma ha alcanzado
ya el millón, tuvieron que celebrarse otros Viacrucis en las plazas
de Roma. De este modo se pudo garantizar una participación
organizada de los peregrinos.
Ha sido un Vía crucis particular. Ciertamente el número de las
estaciones, catorce, correspondía con la tradición. Sin embargo,
los misterios propuestos eran originales. Se comenzaba con el
lavatorio de los pies en la Última Cena. El camino hacia la cruz
continuó con la institución del Sacramento de la Eucaristía y con
la traición de Judás, hasta llegar al Calvario, donde ya en la
Cruz Jesús prometió el Reino al buen ladrón. Una ocasión en la
que los chicos y chicas pudieron revivir de cerca los últimos
latidos del corazón de Cristo, según los cristianos, el Dios hecho
hombre.
En cada estación se leyó un pasaje del Evangelio, se propuso una
meditación y se escuchó el testimonio de uno de los muchachos
presentes, procedentes de los cinco continentes. Un joven
estadounidense rezó por todos los condenados a muerte que comparten
con Cristo «una sentencia inapelable». Un muchacho palestino oró
por la paz y un ruandés para que en su país pueda renacer de
verdad el perdón.
La mirada de todos se concentró en la cruz de las Jornadas
Mundiales de la Juventud, que fue entregada por el Papa a los jóvenes
en 1984 y que en estos 16 años ha dado la vuelta al mundo. Durante
la procesión, se proyectaron sobre las megapantallas colocadas en
el recorrido, reproducciones de algunas obras de arte.
Al final del Viacrucis, se proclamó en el Coliseo el himno de la
caridad de San Pablo. El rito, fue presidido por el cardenal vicario
de Roma, Camillo Ruini. |