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Martí, el escritor
Nuestra América |
(Revista Ilustrada, Nueva York 1 de enero de 1991. El Partido Liberal,
México, 30 de enero de 1891. Obras Completas, T 6, Editorial Ciencias
Sociales, La Habana 1975, Pág. 15-23)
Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su
aldea, y con tal que él quede de alcalde, o le mortifique al rival que le quitó
la novia, o le crezcan en la alcancía los ahorros, ya da por bueno el orden
universal, sin saber de los gigantes que llevan siete leguas en las botas y le
pueden poner la bota encima, ni de la pelea de los cometas en el Cielo, que van
por el aire dormidos engullendo mundos. Lo que quede de aldea en América ha de
despertar. Estos tiempos no son para acostarse con el pañuelo a la cabeza, sino
con las armas de almohada, como los varones de Juan de Castellanos: las armas
del juicio, que vencen a las otras. Trincheras de ideas valen más que
trincheras de piedra.
No hay proa
que taje una nube de ideas. Una idea enérgica, flameada a tiempo ante el mundo,
para, como la bandera mística del juicio final, a un escuadrón de acorazados.
Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes
van a pelear juntos. Los que se enseñan los puños, como hermanos celosos, que
quieren los dos la misma tierra, o el de casa chica, que le tiene envidia al de
casa mejor, han de encajar, de modo que sean una, las dos manos. Los que, al
amparo de una tradición criminal, cercenaron, con el sable tinto en la sangre
de sus mismas venas, la tierra del hermano vencido, del hermano castigado más
allá de sus culpas, si no quieren que les llame el pueblo ladrones, devuélvanle
sus tierras al hermano. Las deudas del honor no las cobra el honrado en dinero,
a tanto por la bofetada. Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el
aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según la acaricie el
capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades: ¡los árboles se han
de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas! Es la hora
del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la
plata en las raíces de los Andes.
A
los sietemesinos sólo les faltará el valor. Los que no tienen fe en su tierra
son hombres de siete meses. Porque les falta el valor a ellos, se lo niegan a
los demás. No les alcanza al árbol difícil el brazo canijo, el brazo de uñas
pintadas y pulsera, el brazo de Madrid o de París, y dicen que no se puede
alcanzar el árbol. Hay que cargar los barcos de esos insectos dañinos, que le
roen el hueso a la patria que los nutre. Si son parisienses o madrileños, vayan
al Prado, de faroles, o vayan a Tortoni, de sorbetes. ¡Estos hijos de
carpintero, que se avergüenzan de que su padre sea carpintero! ¡Estos nacidos
en América, que se avergüenzan, porque llevan delantal indio, de la madre que
los crió, y reniegan, ¡bribones!, de la madre enferma, y la dejan sola en el
lecho de las enfermedades! Pues, ¿quién es el hombre? ¿el que se queda con la
madre, a curarle la enfermedad, o el que la pone a trabajar donde no la vean, y
vive de su sustento en las tierras podridas, con el gusano de corbata,
maldiciendo del seno que lo cargó, paseando el letrero de traidor en la espalda
de la casaca de papel? ¡Estos hijos de nuestra América, que ha de salvarse con
sus indios, y va de menos a más; estos desertores que piden fusil en los ejércitos
de la América del Norte, que ahoga en sangre a sus indios, y va de más a
menos! ¡Estos delicados, que son hombres y no quieren hacer el trabajo de
hombres! Pues el Washington que les hizo esta tierra ¿se fue a vivir con los
ingleses, a vivir con los ingleses en los años en que los veía venir contra su
tierra propia? ¡Estos "increíbles" del honor, que lo arrastran por
el suelo extranjero, como los increíbles de la Revolución francesa, danzando y
relamiéndose, arrastraban las erres!
Ni
¿en qué patria puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repúblicas
dolorosas de América, levantadas entre las masas mudas de indios, al ruido de
pelea del libro con el cirial, sobre los brazos sangrientos de un centenar de apóstoles?
De factores tan descompuestos, jamás, en menos tiempo histórico, se han creado
naciones tan adelantadas y compactas. Cree el soberbio que la tierra fue hecha
para servirle de pedestal, porque tiene la pluma fácil o la palabra de colores,
y acusa de incapaz e irremediable a su república nativa, porque no le dan sus
selvas nuevas modo continuo de ir por el mundo de gamonal famoso, guiando jacas
de Persia y derramando champaña. La incapacidad no está en el país naciente,
que pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren
regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes
heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de
diecinueve siglos de monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se le
para la pechada al potro del llanero. Con una frase de Sieyés no se desestanca
la sangre cuajada de la raza india. A lo que es, allí donde se gobierna, hay
que atender para gobernar bien; y el buen gobernante en América no es el que
sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con que
elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para
llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado
apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la
abundancia que la naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su
trabajo y defienden con sus vidas. El gobierno ha de nacer del país. El espíritu
del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno ha de avenirse a la
constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los
elementos naturales del país.
Por
eso el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los
hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono
ha vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la
barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza. El hombre natural es
bueno, y acata y premia la inteligencia superior, mientras esta no se vale de su
sumisión para dañarle, o le ofende prescindiendo de él, que es cosa que no
perdona el hombre natural, dispuesto a recobrar por la fuerza el respeto de
quien le hiere la susceptibilidad o le perjudica el interés. Por esta
conformidad con los elementos naturales desdeñados han subido los tiranos de América
al poder: y han caído, en cuanto les hicieron traición. Las repúblicas han
purgado en las tiranías su incapacidad para conocer los elementos verdaderos
del país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos.
Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador.
En pueblos compuestos de elementos cultos e incultos, los incultos
gobernarán, por su hábito de agredir y resolver las dudas con su mano, allí
donde los cultos no aprendan el arte del gobierno. La masa inculta es perezosa,
y tímida en las cosas de la inteligencia, y quiere que la gobiernen bien; pero
si el gobierno le lastima, se lo sacude y gobierna ella. ¿Cómo han de salir de
las universidades los gobernantes, si no hay universidad en América donde se
enseñe lo rudimentario del arte del gobierno, que es el análisis de los
elementos peculiares de los pueblos de América? A adivinar salen los jóvenes
al mundo, con antiparras yanquis o francesas, y aspiran a dirigir un pueblo que
no conocen. En la carrera de la política habría de negarse la entrada a los
que desconocen los rudimentos de la política. El premio de los certámenes no
ha de ser para la mejor oda, sino para el mejor estudio de los factores del país
en que se vive. En el periódico, en la cátedra, en la academia, debe llevarse
adelante el estudio de los factores reales del país. Conocerlos basta, sin
vendas ni ambages; porque el que pone de lado, por voluntad u olvido, una parte
de la verdad, cae a la larga por la verdad que le faltó, que crece en la
negligencia, y derriba lo que se levanta sin ella. Resolver el problema después
de conocer sus elementos, es más fácil que resolver el problema sin
conocerlos. Viene el hombre natural, indignado y fuerte, y derriba la justicia
acumulada de los libros, porque no se la administra en acuerdo con las
necesidades patentes del país. Conocer es resolver. Conocer el país, y
gobernarlo conforme al conocimiento, es el único modo de librarlo de tiranías.
La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América,
de los incas a acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los
arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra.
Nos es más necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos
exóticos. Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser
el de nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que
pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas
americanas.
Con los pies en el
rosario, la cabeza blanca y el cuerpo pinto de indio y criollo, vinimos,
denodados, al mundo de las naciones. Con el estandarte de la Virgen salimos a la
conquista de la libertad. Un cura, unos cuantos tenientes y una mujer alzan en México
la república, en hombros de los indios. Un canónigo español, a la sombra de
su capa, instruye en la libertad francesa a unos cuantos bachilleres magníficos,
que ponen de jefe de Centro América contra España al general de España. Con
los hábitos monárquicos, y el Sol por pecho, se echaron a levantar pueblos los
venezolanos por el Norte y los argentinos por el Sur. Cuando los dos héroes
chocaron, y el continente iba a temblar, uno, que no fue el menos grande, volvió
riendas. Y como el heroísmo en la paz es más escaso, porque es menos glorioso,
que el de la guerra; como al hombre le es más fácil morir con honra que pensar
con orden; como gobernar con los sentimientos exaltados y unánimes es más
hacedero que dirigir, después de la pelea, los pensamientos diversos,
arrogantes, exóticos o ambiciosos; como los poderes arrollados en la arremetida
épica zapaban, con la cautela felina de la especie y el peso de lo real, el
edificio que había izado, en las comarcas burdas y singulares de nuestra América
mestiza, en los pueblos de pierna desnuda y casaca de París, la bandera de los
pueblos nutridos de savia gobernante en la práctica continua de la razón y de
la libertad; como la constitución jerárquica de las colonias resistía la
organización democrática de la República, o las capitales de corbatín
dejaban en el zaguán al campo de bota de potro, o los redentores bibliógenos
no entendieron que la revolución que triunfó con el alma de la tierra,
desatada a la voz del salvador, con el alma de la tierra había de gobernar, y
no contra ella ni sin ella, entró a padecer América, y padece, de la fatiga de
acomodación entre los elementos discordantes y hostiles que heredó de un
colonizador despótico y avieso, y las ideas y formas importadas que han venido
retardando, por su falta de realidad local, el gobierno lógico. El continente
descoyuntado durante tres siglos por un mando que negaba el derecho del hombre
al ejercicio de su razón, entró, desatendiendo o desoyendo a los ignorantes
que lo habían ayudado a redimirse, en un gobierno que tenía por base la razón;
la razón de todos en las cosas de todos, y no la razón universitaria de unos
sobre la razón campestre de otros. El problema de la independencia no era el
cambio de formas, sino el cambio de espíritu.
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