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Héroes
o verdugos
El fin
de la hipocresía
Una vez más la prensa nos muestra como un militar hispanoamericano es perseguido y procesado por la justicia internacional por los crímenes que supuestamente cometió contra la humanidad hace veinticinco años. En los mimos medios se nos informa de la honda preocupación que ha despertado en amplios sectores de la sociedad española la inesperada enfermedad de
Santiago Carrillo y la alegría que “todos” tenemos por su restablecimiento. De este tratamiento que da la prensa, de la actitud que en cada caso adopta la sociedad... surge una inevitable paradoja. ¿El pecado viene por si mismo, por quien lo comete, por los que los juzgan o en última instancia por los motivos ideológicos que lo propician y justifican?
El asesinato de un ser humano, o de muchos, es en si mismo algo indeseable. De lo que se deduce que en un principio es igual de asesino el que mata a uno, a diez o a mil, pues la cantidad no hace más punible por la ley el hecho en si mismo, aunque sí más reprobable a criterio de la sociedad.
Las leyes de los hombres contemplan una serie de casos en los que dar muerte a un semejante no es un delito, incluso puede ser una heroicidad: para la defensa de la propia vida, de la de un tercero o en caso de guerra. Luego el matar a un semejante se convierte en algo castigado o recompensado en virtud de los motivos y circunstancia en que se ha producido. Esta realidad introduce una subjetividad evidente en todo juicio que permite convertir en héroes o en asesinos a los mismos personajes, siendo, en ciertos casos, buenos o malos a criterio de quien los juzgue.
En el caso de los oficiales argentinos, de Santiago Carrillo, del general Pinochet
o de Milosevich nos encontramos en esta situación. Para la justicia española, como reflejo de una moda internacional, encabezada por el pintoresco juez
Garzón, Pinochet es un asesino internacional mientras que Carrillo y
Castro son dos políticos y estadistas de categoría universal.
Las guerras, especialmente las civiles, se hacen para eliminar al enemigo. En ellas la aniquilación del contrario es uno de los motivos y objetivos de la misma. En esta circunstancia radica el horror de la guerra, por mucho que los hombres intentemos hablar de guerras justas e injustas. Todas las guerras son injustas, en todas se cometen crímenes, y por ello no son deseables, aunque forman parte inseparable de la naturalez humana. Tanto Pinochet, Carrillo o Milosevich formaron parte de ese entramado terrible que es una guerra civil. Una guerra donde el hombre se vuelve un lobo para el hombre, y en la que los hombres, mujeres y niños se convierten en el enemigo, no por lo que han hecho, sino simplemente por lo que piensan o por lo que representan.
No me cabe el menor resquicio de duda que los tres personajes arriba citados, directa o indirectamente, ordenaron la aniquilación de grupos de población de su propia nación en un contesto de guerra civil, movidos por criterios fundamentalmente ideológicos. Dejando a parte la ideología propia, los sentimientos propios, en pura lógica, no me parecen mejores ni peores ninguno de los tres. Cada uno de ellos hizo lo que en su momento las inexorables leyes de la guerra civil y revolucionaria les dictó: eliminar al enemigo allí donde se encuentre.
Como se puede comprender, desde mi ideología el general Pinochet me parece el salvador del pueblo chileno, Milosevich el adalid de los justos derechos de la nación servia y Carrillo el sanguinario verdugo de Paracuellos del Jarama.
El delito, a mi criterio y en estos casos, radica en los motivos por los que se quita la vida a otros seres humanos no en el hecho en sí de quitarla. Si fuese por matar todos serían iguales. Lo que convierte a unos en héroes y a otros en verdugos son los motivos no los hechos.
Esto, que dicho así, puede parecer excesivamente duro es lo que están haciendo en la actualidad jueces como Garzón, coreados por los medios de comunicación y soportado por una sociedad cada día con menos libertades y más acomplejada ante la tiranía de unos pocos con capacidad para crear opinión gracias a los monopolios existentes en la actualidad sobre los medios de comunicación.
Pongamos de una vez por todas fin a la hipocresía. Digamos que Carrillo es bueno o malo no por lo que hizo, que era lo que un comunista comprometido en un proceso revolucionario y de guerra como era la España de 1936/39 debía hacer, sino por la adscripción ideológica que tenía. Si los sucesos de Paracuellos del Jarama los hubiese encabeza
Raimundo Fernández Cuesta, Narciso Perales o
Dionisio Ridruejo nos parecería una actuación justa e inevitable en el contexto de una guerra civil.
Han pasado sesenta años de la guerra civil española, y un cuarto de siglo de la guerras revolucionarias que asolaron Argentina y Chile. Ya va siendo hora de que nos dejemos de hipocresías y de invocar a la justicia y la legalidad cuando en realidad lo único que se pretende es lograr a cualquier precio que los perdedores tomen venganza sobre los que en el contexto de guerra, con las armas en la mano, les vencieron.
A las puertas del siglo XXI carece de todo sentido procesar e intentar meter en la cárcel a un anciano como es Santiago Carrillo. ¿Vamos a revivir la guerra civil por los siglos de los siglos? La izquierda, nacional e internacional, que siempre ha perdido con las armas en la mano todas las guerras que ha iniciado, intenta años después, movidas por sus rencores, que traspasa de generación en generación, tomar venganza en vez de olvidar. Frente a ella los vencedores no sólo olvidan el pasado sino que les abre la puerta del juego político, para así colaborar a la lógica reunificación social, viendo como no sólo los perdedores no olvidan sino que además convierten la derrota en tardía victoria y en ajuste de cuentas.
En la actualidad los vencedores, incompresiblemente acomplejados por su victoria, se dejan humillar, viendo, sin mover un dedo, como los que hasta hace poco eran sus héroes, se convierte de la noche a la mañana en reos de aquellos que han llegado al poder por la magnanimidad de los hasta entonces dueños absolutos de la situación.
La prensa dicta las nuevas normas, crea opinión y juzga culpables a unos y lanza al estrellato a otros. Mientras, la opinión pública calla pues no es políticamente correcto decir esto u opinar aquello. Sólo demando que pongamos fin a la hipocresía y digamos que Carrillo es igual a Pinochet, y Castro al comandante argentino
Cavallo. A unos los tildaremos de héroes y a otros verdugos, no por matar a sus semejantes, sino por los motivos por lo que lo hicieron. Por favor, que no se insulte más a nuestra inteligencia, llamemos a las cosas por su nombre.
Emilio Luis Sánchez Toro |