Ni aplausos ni risas instruidas de TV. Abrimos este espacio a las historias de hombres y mujeres que hacen cosas en la ciudad o que la ciudad no les deja hacer mucha cosa. Los que viven acá a la vuelta, cruzamos en el subte, chocamos en la entrada de un Banco, oímos putear en la mesa de un bar. Así pensamos esta sección: infinitos relatos que dan vida al cuerpo de cemento.
 

Luis nació al norte de Lima. Tiene mujer, dos hijas y van cinco días que se baja tintos para olvidar.

Esa calle es una verdadera hojarasca, pero sin romanticismos, las hojas ayudan a tapar la mierda de los perros, y hay que ir esquivando los bultitos como campo minado. Cuando llueve, Luis se cruza al umbral de una casa y desde ahí vigila los autos. Hasta hace algunas semanas, lo acompañaban en una silla su mujer, el carrito con un bebé y una nena de 4 ó 5 años que zumbaba alrededor, perdida en juegos secretos y amigos invisibles.
Ellos no habían planeado quedarse en Buenos Aires –o quizá sí, y no se lo dijeron en voz alta–, fue una especie de viaje de bodas sin anillos y sin carroza, a bordo de un ómnibus, durante tres días, atravesaron desde lo más parecido a Perú que tiene la Argentina, pasando por sierras y mesetas, hasta llegar a la capital.
Luis lo dice de un tirón, mientras sus ojos se achinan sin dejar de vigilar la fila de coches estacionados.
–Estoy solo, ellas se volvieron. Llamaron diciendo que su papá estaba enfermo y que había que cuidarlo y no sé qué más. También se me fueron los ahorros, mil pesos de cuando era 1 a 1. Pasajes para ellas, papeles del consulado, papeles para autorizar que se fueran. Calcule...
A mí me da vergüenza calcular y asiento con la cabeza.
Medrano y Soler, por ahí se cruza el hotel donde vivían los cuatro, ahora Luis sigue en la misma pieza y no puede dormir.
–Mire, yo tengo que tener plata en el bolsillo, soy así, si no me siento mal. Cinco pesos, dos pesos, diez pesos, lo que sea.
De a ratos, Luis se sienta sobre el esqueleto de una silla reforzado con una plancha de madera que la lluvia está deshojando como a los árboles. Pasan manos que saludan, manos que salen de las ventanillas de los autos con monedas, manos que le palmean el brazo, y manos que se masturban dentro de los bolsillos y son indiferentes a su existencia.
–Acá no se está mal, podemos ir al hospital, la iglesia te da alguna cosa, la nena iba a la escuela. Volver no, a qué, a ser una carga para mi madre. No, yo me quedo. Voy a esperar un año, si pasa más tiempo se acabó, me haré la idea de que no están más. Ay, las niñas...
Hay desesperaciones difíciles de aliviar, palabras que no sirven, son chiquitas y no conocen mundo. Todo un lenguaje se cae a pedazos entre la mierda de perro.
Luis toma aire.
–Vengo de hablarle a mi mujer, en el locutorio me cobraron $0,89 el minuto. Le dije que estaba gastando siete pesos y que me dijera de una vez lo que pensaba hacer, pero ella estaba fría. Yo sé que no va a venir, pero que me mande las nenas. Sus padres no me querían, mi madre tampoco la quería a ella. Nosotros no nos casamos, sabe, vivimos juntos nomás.
Luis y yo estamos solos, ahí, intentando un encuentro.
–Y sí. Estoy deprimido –frota el buzo verde olivo y se golpea un costado de su pecho. Su voz me confunde: hay sabiduría, resignación y sensualidad.
–Con el tiempo se van endureciendo las partes que no se usan y a mí se me está endureciendo acá.

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