EL VERSO
CON RIMA Y MEDIDA

 

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   RIMAS XXX a LI   

 

                         XXX

          Asomaba a sus ojos una lágrima
          y a mi labio una frase de perdón;
          habló el orgullo y enjugó su llanto,
          y la frase en mis labios expiró.
          Yo voy por un camino, ella por otro;
          pero al pensar en nuestro mutuo amor,
          yo digo aún: «¿Por qué callé aquel día?»
          Y ella dirá: «¿Por qué no lloré yo?»


                         XXXI

          Nuestra pasión fue un trágico sainete,
          en cuya absurda fábula
          lo cómico y lo grave confundidos
          risas y llanto arrancan.
          Pero fue lo peor de aquella historia,
          que, al fin de la jornada,
          a ella tocaron lágrimas y risas,
          ¡y a mí sólo las lágrimas!


                         XXXII

          Pasaba arrolladora en su hermosura,
          y el paso le dejé;
          ni aun a mirarla me volví, y, no obstante,
          algo a mi oído murmuró:
          «Ésa es.»
          ¿Quién reunió la tarde a la mañana?
          Lo ignoro: sólo sé
          que en una breve noche de verano
          se unieron los crepúsculos y...
          fue.


                 
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              XXXIII

          Es cuestión de palabras, y, no obstante,
          ni tú ni yo jamás,
          después de lo pasado, convendremos
          en quién la culpa está.
          ¡Lástima que el amor un diccionario
          no tenga donde hallar
          cuándo el orgullo es simplemente orgullo
          y cuándo es dignidad!


                         XXXIV

          Cruza callada, y son sus movimientos
          silenciosa armonía;
          suenan sus pasos, y al sonar, recuerdan
          del himno alado la cadencia rítmica.
          Los ojos entreabre, aquellos ojos
          tan claros como el día;
          y la Tierra y el Cielo, cuanto abarcan,
          arden con nueva luz en sus pupilas.
          Ríe, y su carcajada tiene notas
          del agua fugitiva;
          llora, y es cada lágrima un poema
          de ternura infinita.
          Ella tiene la luz, tiene el perfume,
          el calor y la línea;
          la forma engendradora de deseos,
          la expresión, fuente eterna de poesía.
          ¿Que es estúpida?... ¡Bah! Mientras callando
          guarde oscuro el enigma,
          siempre valdrá, a mi ver, lo que ella calla
          más que lo que cualquiera otra me diga.


                         XXXV

          ¡No me admiró tu olvido! Aunque de un día,
          me admiró tu cariño mucho más;
          porque lo que hay en mí que vale algo,
          eso...   ¡ni lo pudiste sospechar!

           

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              XXXVI

          Si de nuestros agravios en un libro
          se escribiese la historia,
          y se borrase en nuestras almas cuanto
          se borrase en sus hojas...
          ¡Te quiero tanto aún, dejó en mi pecho
          tu amor huellas tan hondas,
          que sólo con que tú borrases una,
          las borraba yo todas!


                         XXXVII

          Antes que tú me moriré; escondido
          en las entrañas ya
          el hierro llevo con que abrió tu mano
          la ancha herida mortal.
          Antes que tú me moriré, y mi espíritu,
          en su empeño tenaz,
          sentándose a las puertas de la muerte,
          allí te esperará.
          Con las horas los días, con los días
          los años volarán,
          y a aquella puerta llamarás al cabo...
          ¿Quién deja de llamar?
          Entonces que tu culpa y tus despojos
          la tierra guardará,
          lavándote en las ondas de la muerte
          como en otro Jordán;
          allí donde el murmullo de la vida
          temblando a morir va,
          como la ola que a la playa viene
          silenciosa a expirar;
          allí donde el sepulcro que se cierra
          abre una eternidad...
          ¡Todo cuanto los dos hemos callado
          lo tenemos que hablar!


                          XXXVIII

          Los suspiros son aire y van al aire.
          Las lágrimas son agua y van al mar.
          Dime, mujer: cuando el amor se olvida,
          ¿sabes tú adonde va?

           


                
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              XXXIX

          ¿A qué me lo decís? Lo sé: es mudable,
          es altanera y vana y caprichosa;
          antes que el sentimiento de su alma,
          brotará el agua de la estéril roca.
          Sé que en su corazón, nido de sierpes,
          no hay una fibra que al amor responda:
          que es una estatua inanimada; pero...
          ¡es tan hermosa!


             
                      XL

          Su mano entre mis manos,
          sus ojos en mis ojos,
          la amorosa cabeza
          apoyada en mi hombro.
          ¡ Dios sabe cuántas veces,
          con paso perezoso,
          hemos vagado juntos,
          bajo los altos olmos
          que de su casa prestan
          misterio y sombra al pórtico!
          Y ayer..., un año apenas
          pasado como un soplo,
          con qué exquisita gracia,
          con qué admirable aplomo,
          me dijo al presentarnos
          un amigo oficioso:
          «Creo que en alguna parte
          he visto a usted.» ¡Ah!, bobos,
          que sois de los salones
          comadres de buen tono,
          y andáis por allí a caza
          de galantes embrollos.
          ¡Qué historia habéis perdido!
          ¡Qué manjar tan sabroso
          para ser devorado
          sotto voce en un corro,
          detrás del abanico
          de plumas y de oro!
          . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
          ¡Discreta y casta Luna,
          copudos y altos olmos,
          paredes de su casa,
          umbrales de su pórtico,
          no salga de vosotros!
          Callad, que por mi parte
          lo he olvidado todo;
          y ella..., ella..., ¡no hay máscara
          semejante a su rostro!


                         XLI

          Tú eras el huracán, y yo la alta
          torre que desafía su poder:
          ¡Tenías que estrellarte o abatirme!...
          ¡No pudo ser!
          Tú eras el océano y yo la enhiesta
          roca que firme aguarda su vaivén:
          ¡Tenías que romperte o que arrancarme!...
          ¡No pudo ser!
          Hermosa tú, yo altivo; acostumbrados
          uno a arrollar, el otro a no ceder;
          la senda estrecha, inevitable el choque...
          ¡No pudo ser!

           

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              XLII

          Cuando me lo contaron sentí el frío
          de una hoja de acero en las entrañas;
          me apoyé contra el muro, y un instante
          la conciencia perdí de donde estaba.
          Cayó sobre mi espíritu la noche;
          en ira y en piedad se anegó el alma...
          ¡Y entonces comprendí por qué se llora,
          y entonces comprendí por qué se mata!
          Pasó la nube de dolor..., con pena
          logré balbucear breves palabras...
          ¿Quién me dio la noticia?... Un fiel amigo...
          ¡Me hacía un gran favor!... Le di las gracias.


                         XLIII

          Dejé la luz a un lado, y en el borde
          de la revuelta cama me senté,
          mudo, sombrío, la pupila inmóvil,
          clavada en la pared.

          ¿Qué tiempo estuve así? No sé; al dejarme
          la embriaguez horrible del dolor,
          expiraba la luz y en mis balcones
          reía el sol.

          Ni sé tampoco en tan horribles horas
          en qué pensaba o qué pasó por mí;
          sólo recuerdo que lloré y maldije,
          y que en aquella noche envejecí.


                         XLIV

          Como en un libro abierto
          leo de tus pupilas en el fondo;
          ¿a qué fingir el labio
          risas que se desmienten con los ojos?
          ¡Llora! No te avergüences
          de confesar que me quisiste un poco.
          ¡Llora! Nadie nos mira.
          Ya ves; yo soy un hombre..., ¡y también lloro!


                         XLV


          En la clave del arco mal seguro,
          cuyas piedras el tiempo enrojeció,
          obra del cincel rudo, campeaba
          el gótico blasón.
          Penacho de su yelmo de granito,
          la hiedra que colgaba en derredor
          daba sombra al escudo en que una mano
          tenía un corazón.
          A contemplarlo en la desierta plaza
          nos paramos los dos;
          y «éste -me dijo- es el cabal emblema
          de mi constante amor».
          ¡Ay!, es verdad lo que me dijo entonces:
          verdad que el corazón
          lo llevará en la mano..., en cualquier parte,
          pero en el pecho no.

           

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              XLVI

          Me ha herido recatándose en las sombras,
          sellando con un beso su traición.
          Los brazos me echó al cuello, y por la espalda
          partióme a sangre fría el corazón.

          Y ella prosigue alegre su camino,
          feliz, risueña, impávida; ¿y por qué?
          Porque no brota sangre de la herida...
          ¡Porque el muerto está en pie!



                         XLVII

          Yo me he asomado a las profundas simas
          de la Tierra y del Cielo,
          y les he visto el fin, o con los ojos
          o con el pensamiento.
          Mas, ¡ay!, de un corazón llegué al abismo
          y me incliné por verlo,
          y mi alma y mis ojos se turbaron:
          ¡tan hondo era y tan negro!


                         XLVIII

          Como se arranca el hierro de una herida,
          su amor de las entrañas me arranqué,
          aunque sentí al hacerlo que la vida
          me arrancaba con él.

          Del altar que le alcé en el alma mía
          la voluntad su imagen arrojó
          y la luz de la fe que en ella ardía
          ante el ara desierta se apagó.

          Aún para combatir mi firme empeño
          viene a mi mente su visión tenaz...
          ¡Cuándo podré dormir con ese sueño
          en que acaba el soñar!

           

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              XLIX

          Alguna vez la encuentro por el mundo
          y pasa junto a mí;
          y pasa sonriéndose, y yo digo:
          «¿Cómo puede reír?»

          Luego asoma a mi labio otra sonrisa,
          máscara de dolor,
          y entonces pienso: «¡Acaso ella se ríe
          como me río yo!»


                         L

          Lo que el salvaje que con torpe mano
          hace de un tronco a su capricho un dios,
          y luego ante su obra se arrodilla,
          eso hicimos tú y yo.
          Dimos formas reales a un fantasma,
          de la mente ridícula invención,
          y hecho el ídolo ya, sacrificamos
          en su altar nuestro amor.

           

                         LI

          De lo poco de vida que me resta,
          diera con gusto los mejores años
          por saber lo que a otros
          de mí has hablado.
          Y esta vida mortal, y de la eterna
          lo que me toque, si me toca algo,
          por saber lo que a solas
          de mí has pensado.



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