EL VERSO
CON RIMA Y MEDIDA

R. LII a LXXIX

 

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   RIMAS LII a LXXIX   

 

                        LII

          Olas gigantes que os rompéis bramando
          en las playas desiertas y remotas;
          envuelto entre las sábanas de espuma,
          ¡llevadme con vosotras!
          Ráfagas de huracán que arrebatáis
          del alto bosque las marchitas hojas;
          arrastrado en el ciego torbellino,
          ¡llevadme con vosotras!
          Nubes de tempestad que rompe el rayo
          y en fuego ornáis las desprendidas orlas;
          arrebatado entre la niebla oscura,
          ¡llevadme con vosotras!
          Llevadme, por piedad, a donde el vértigo
          con la razón me arranque la memoria...
          ¡Por piedad!... ¡Tengo miedo de quedarme
          con mi dolor a solas!


                            
          LIII

          Volverán las oscuras golondrinas
          en tu balcón sus nidos a colgar,
          y otra vez con el ala en sus cristales,
          jugando llamarán;
          pero aquellas que el vuelo refrenaban
          tu hermosura y mi dicha al contemplar;
          aquellas que aprendieron nuestros nombres,
          ésas... ¡no volverán!
          Volverán las tupidas madreselvas
          de tu jardín las tapias a escalar,
          y otra vez a la tarde, aún más hermosas,
          sus flores abrirán;
          pero aquellas cuajadas de rocío,
          cuyas gotas mirábamos temblar
          y caer, como lágrimas del día...,
          ésas... ¡no volverán!
          Volverán del amor en tus oídos
          las palabras ardientes a sonar;
          tu corazón, de su profundo sueño
          tal vez despertará;
          pero mudo y absorto y de rodillas
          como se adora a Dios ante su altar,
          como yo te he querido..., desengáñate,
          ¡así no te querrán!


                            
          LIV

          Cuando volvemos las fugaces horas
          del pasado a evocar,
          temblando brilla en sus pestañas negras
          una lágrima pronta a resbalar.
          Y al fin resbala, y cae como una gota
          de rocío, al pensar
          que, cual hoy por ayer, por hoy mañana,
          volveremos los dos a suspirar.

           


              Arriba

               LV

          Entre el discorde estruendo de la orgía
          acarició mi oído,
          como nota de música lejana,
          el eco de un suspiro.
          El eco de un suspiro que conozco,
          formado de un aliento que he bebido,
          perfume de una flor que oculta crece
          en un claustro sombrío.
          Mi adorada de un día, cariñosa,
          «¿En qué piensas?», me dijo.
          «En nada...» «¿En nada y lloras?» «Es que tengo
          alegre la tristeza y triste el vino.»


                            
          LVI

          Hoy como ayer, mañana como hoy,
          y ¡siempre igual!
          Un cielo gris, un horizonte eterno,
          y ¡andar..., andar!

          Moviéndose a compás, como una estúpida
          máquina, el corazón;
          la torpe inteligencia del cerebro
          dormía en un rincón.

          El alma que ambiciona un paraíso,
          buscándolo sin fe;
          fatiga sin objeto, ola que rueda
          ignorando por qué.

          Voz que incesante con el mismo tono
          canta el mismo cantar;
          gota de agua monótona que cae
          y cae sin cesar.

          Así van deslizándose los días
          unos de otros en pos,
          hoy lo mismo que ayer..., y todos ellos
          sin goce ni dolor.
          ¡Ay!, a veces me acuerdo suspirando
          del antiguo sufrir...
          Amargo es el dolor; pero siquiera,
          ¡padecer es vivir!


                             
          LVII

          Este armazón de huesos y pellejo,
          de pasear una cabeza loca
          cansada se halla al fin, y no lo extraño;
          pues, aunque es la verdad que no soy viejo,

          de la parte de vida que me toca
          en la vida del mundo, por mi daño
          he hecho un uso tal, que juraría
          que he condensado un siglo en cada día.

          Así, aunque ahora muriera,
          no podría decir que no he vivido;
          que el sayo, al parecer nuevo por fuera,
          conozco que por dentro ha envejecido.

          Ha envejecido, sí; ¡pese a mi estrella!,
          harto lo dice ya mí afán doliente:
          que hay dolor que, al pasar, su horrible huella
          graba en el corazón, si no en la frente.


                             
          LVIII

          ¿Quieres que de ese néctar delicioso
          no te amargue la hez?
          Pues aspíralo, acércalo a tus labios
          y déjalo después.

          ¿Quieres que conservemos una dulce
          memoria de este amor?
          Pues amémonos hoy mucho, y mañana
          digámonos ¡adiós!


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              LIX

          Yo sé cuál el objeto
          de tus suspiros es;
          yo conozco la causa de tu dulce
          secreta languidez.
          ¿Te ríes..,? Algún día
          sabrás, niña, por qué.
          Tú acaso lo sospechas,
          y yo lo sé.
          Yo sé lo que tú sueñas,
          y lo que en sueños ves.
          Como en un libro puedo lo que callas
          en tu frente leer.
          ¿Te ríes...? Algún día
          sabrás, niña, por qué.
          Tú acaso lo sospechas,
          y yo lo sé.
          Yo sé por qué sonríes
          y lloras a la vez;
          yo penetro en los senos misteriosos
          de tu alma de mujer.
          ¿Te ríes...? Algún día
          sabrás, niña, por qué:
          mientras tú sientes mucho y nada sabes
          yo, que no siento ya, todo lo sé.


                            LX

          Mi vida es un erial:
          flor que toco se deshoja;
          que en mi camino fatal
          alguien va sembrando el mal
          para que yo lo recoja.


                            
          LXI


          Al ver mis horas de fiebre
          e insomnio lentas pasar,
          a la orilla de mi lecho,
          ¿quién se sentará?
          Cuando la trémula mano
          tienda, próximo a expirar,
          buscando una mano amiga,
          ¿quién la estrechará?
          Cuando la muerte vidrie
          de mis ojos el cristal,
          mis párpados aún abiertos,
          ¿quién los cerrará?
          Cuando la campana suene
          (si suena en mi funeral),
          una oración al oírla
          ¿quién murmurará?
          Cuando mis pálidos restos
          oprima la tierra ya,
          sobre la olvidada fosa,
          ¿quién vendrá a llorar?
          ¿Quién, en fin, al otro día,
          cuando el sol vuelva a brillar,
          de que pasé por el mundo,
          quién se acordará?


                            
          LXII

          Primero es un albor trémulo y vago,
          raya de inquieta luz que corta el mar;
          luego chispea y crece y se dilata
          en ardiente explosión de claridad.
          La brilladora luz es la alegría;
          la tenebrosa sombra es el pesar:
          ¡Ay!, en la oscura noche de mi alma,
          ¿cuándo amanecerá?


                            
          LXIII

          Como enjambre de abejas irritadas,
          de un oscuro rincón de la memoria
          salen a perseguirme los recuerdos
          de las pasadas horas.
          Yo los quiero ahuyentar. ¡Esfuerzo inútil!
          Me rodean, me acosan,
          y unos tras otros a clavarme vienen
          el agudo aguijón que el alma encona.

              Arriba

              LXIV

          Como guarda el avaro su tesoro,
          guardaba mi dolor:
          yo quería probar que hay algo eterno
          a la que eterno me juró su amor.

          Mas hoy le llamo en vano, y oigo al tiempo
          que le agotó, decir:
          «¡Ah, barro miserable, eternamente
          no podrás ni aun sufrir!»


                             
          LXV

          Llegó la noche, y no encontré un asilo,
          ¡y tuve sed!... Mis lágrimas bebí.
          ¡Y tuve hambre!... ¡Los hinchados ojos
          cerré para morir!
          ¡Estaba en un desierto! Aunque a mi oído
          de las turbas llegaba el ronco hervir,
          yo era huérfano y pobre... ¡El mundo estaba
          desierto para mí!


                            
          LXVI

          ¿De dónde vengo?... El más horrible y áspero
          de los senderos busca.
          Las huellas de unos pies ensangrentados
          sobre la roca dura;
          los despojos de un alma hecha jirones
          en las zarzas agudas,
          te dirán el camino
          que conduce a mi cuna.
          ¿Adonde voy? El más sombrío y triste
          de los páramos cruza:
          valle de eternas nieves y de eternas
          melancólicas brumas.
          En donde esté una piedra solitaria
          sin inscripción alguna,
          donde habite el olvido,
          allí estará mi tumba.


                            
          LXVII

          ¡Qué hermoso es ver el día
          coronado de fuego levantarse,
          y a su beso de lumbre
          brillar las olas y encenderse el aire!
          ¡Qué hermoso es, tras la lluvia
          del triste otoño en la azulada tarde,
          de las húmedas flores
          el perfume aspirar hasta saciarse!
          ¡Qué hermoso es, cuando en copos
          la blanca nieve silenciosa cae,
          de las inquietas llamas
          ver las rojizas lenguas agitarse!
          ¡Qué hermoso es, cuando hay sueño,
          dormir bien... y roncar como un sochantre...
          y comer, y engordar! ¡Y qué desgracia
          que esto sólo no baste!


                
              Arriba

              LXVIII

          No sé lo que he soñado
          en la noche pasada;
          triste, muy triste debió ser el sueño,
          pues despierto la angustia me duraba:
          Noté, al incorporarme,
          húmeda la almohada,
          y por primera vez sentí, al notarlo,
          de un amargo placer henchirse el alma.
          Triste cosa es el sueño
          que llanto nos arranca;
          mas tengo en mi tristeza una alegría...
          ¡sé que aún me quedan lágrimas!


                             
          LXIX

          Al brillar de un relámpago nacemos,
          y aún dura su fulgor cuando morimos,
          ¡Tan corto es el vivir!
          La gloria y el amor tras que corremos,
          sombras de un sueño son que perseguimos.
          ¡Despertar es morir!


                             
          LXX

          ¡Cuántas veces, al pie de las musgosas
          paredes que la guardan,
          oí la esquila que al mediar la noche
          a los maitines llama!
          ¡Cuántas veces trazó mi triste sombra
          la luna plateada,
          junto a la del ciprés que de su huerto
          se asoma por las tapias!
          Cuando en sombras la iglesia se envolvía
          de su ojiva calada,
          ¡cuántas veces temblar sobre los vidrios
          vi el fulgor de la lámpara!
          Aunque el viento en los ángulos oscuros
          de la torre silbara,
          del coro entre las voces percibía
          su voz vibrante y clara.
          En las noches de invierno, si un medroso
          por la desierta plaza
          se atrevía a cruzar, al divisarme
          el paso aceleraba.
          Y no faltó una vieja que en el torno
          dijese a la mañana,
          que de algún sacristán muerto en pecado
          acaso era yo el alma.
          A oscuras conocía los rincones
          del atrio y la portada;
          de mis pies las ortigas que allí crecen
          las huellas tal vez guardan.
          Los búhos que espantados me seguían
          con sus ojos de llamas,
          llegaron a mirarme con el tiempo
          como a un buen camarada.
          A mi lado sin miedo los reptiles
          se movían a rastras.
          ¡Hasta los mudos santos de granito
          vi que me saludaban!

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              LXXI

          No dormía; vagaba en ese limbo
          en que cambian de forma los objetos,
          misteriosos espacios que separan
          la vigilia del sueño.
          Las ideas, que en ronda silenciosa
          daban vueltas en torno a mi cerebro,
          poco a poco en su danza se movían
          con un compás más lento.
          De la luz que entra al alma por los ojos
          los párpados velaban el reflejo;
          mas otra luz el mundo de visiones
          alumbraba por dentro.
          En este punto resonó en  mi oído
          Un rumor semejante al que en el templo
          vaga, confuso, al terminar los fíeles
          con un
          amén sus rezos.
          Y oí como una voz delgada y triste
          que por mi nombre me llamó a lo lejos,
          y sentí olor de cirios apagados,
          de humedad y de incienso.
          . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
          Entró la noche, y del olvido en brazos
          caí, cual piedra, en su profundo seno;
          dormí, y al despertar exclamé: «¡Alguno
          que yo quería ha muerto!»


                            
          LXXII

               Primera voz
          Las ondas tienen vaga armonía;
          las violetas suave olor;
          brumas de plata, la noche fría;
          luz y oro el día;
          yo, algo mejor:
          ¡
          yo tengo Amor!

               Segunda voz

          Aura de aplausos, nube radiosa,
          ola de envidia que besa el pie,
          isla de sueños donde reposa
          el alma ansiosa,
          dulce embriaguez,
          la
          Gloria es.

               Tercera voz
          Ascua encendida es el tesoro,
          sombra que huye la vanidad;
          todo es mentira: la gloria, el oro.
          Lo que yo adoro
          sólo es verdad:
          ¡la
          Libertad!

          Así los barqueros pasaban cantando
          la eterna canción,
          y al golpe del remo saltaba la espuma
          y heríala el sol.
          «¿Te embarcas?», gritaban. Y yo, sonriendo,
          les dije al pasar:
          «Ha tiempo lo hice; por cierto que aún tengo
          la ropa en la playa tendida a secar.»


               
            Arriba
            LXXIII

          Cerraron sus ojos,
          que aún tenía abiertos;
          taparon su cara
          con un blanco lienzo,
          y unos sollozando,
          otros en silencio,
          de la triste alcoba
          todos se salieron.
          La luz, que en un vaso
          ardía en el suelo,
          al muro arrojaba
          la sombra del lecho;
          y entre aquella sombra
          veíase, a intérvalos
          dibujarse rígida
          la forma del cuerpo.
          Despertaba el día,
          y a su albor primero,
          con sus mil ruïdos
          despertaba el pueblo.
          Ante aquel contraste
          de vida y misterio,
          de luz y tinieblas,
          medité un momento:
          ¡Dios mío, qué solos
          se quedan los muertos!

          De la casa en hombros
          lleváronla al templo
          y en una capilla
          dejaron el féretro.
          Allí rodearon
          Sus pálidos restos
          de amarillas velas
          y de paños negros.
          Al dar de las Ánimas
          el toque postrero,
          acabó una vieja
          sus últimos rezos;
          cruzó la ancha nave,
          las puertas gimieron
          y el santo recinto
          quedóse desierto.
          De un reloj se oía
          compasado el péndulo,
          y de algunos cirios
          el chisporroteo.
          Tan medroso y triste,
          tan oscuro y yerto
          todo se encontraba...
          que pensé un momento:
          ¡Dios mío, qué solos
          se quedan los muertos!

          De la alta campana
          la lengua de hierro,
          le dio volteando,
          su adiós lastimero.
          El luto en las ropas,
          amigos y deudos
          cruzaron en fila,
          formando el cortejo.
          Del último asilo,
          oscuro y estrecho,
          abrió la piqueta
          el nicho a un extremo.
          Allí la acostaron,
          tapáronle luego,
          y con un saludo
          despidióse el duelo.
          La piqueta al hombro,
          el sepulturero
          cantando entre dientes
          se perdió a lo lejos.
          La noche se entraba,
          reinaba el silencio;
          perdido en las sombras,
          medité un momento:
          ¡Dios mío, qué solos
          se quedan los muertos!
          En las largas noches
          del helado invierno,
          cuando las maderas
          crujir hace el viento
          y azota los vidrios
          el fuerte aguacero,
          de la pobre niña
          a solas me acuerdo.
          Allí cae la lluvia
          con un son eterno;
          allí la combate
          el soplo del cierzo.
          Del húmedo muro
          tendida en el hueco,
          ¡acaso de frío
          se hielan sus huesos!...
          . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
          ¿Vuelve el polvo al polvo?
          ¿Vuela el alma al Cielo?
          ¿Todo es vil materia,
          podredumbre y cieno?
          ¡No sé; pero hay algo
          que explicar no puedo,
          que al par nos infunde
          repugnancia y duelo,
          al dejar tan tristes,
          tan solos, los muertos!


                             
          LXXIV

          Las ropas desteñidas,
          desnudas las espaldas,
          en el dintel de oro de la puerta,
          dos ángeles velaban.
          Me aproximé a los hierros
          que defienden la entrada,
          y de las dobles rejas en el fondo
          la vi confusa y blanca.
          La vi como la imagen
          que en leve ensueño pasa,
          como rayo de luz tenue y difuso
          que entre tinieblas nada.
          Me sentí de un ardiente
          deseo llena el alma;
          como atrae un abismo, aquel misterio
          hacia sí me arrastraba.
          Mas, ¡ay!, que de los ángeles
          parecían decirme las miradas:
          «¡El umbral de esta puerta
          sólo Dios lo traspasa!»

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              LXXV

          ¿Será verdad que cuando toca el sueño
          con sus dedos de rosa nuestros ojos,
          de la cárcel que habita huye el espíritu
          en vuelo presuroso?
          ¿Será verdad que, huésped de las nieblas,
          de la brisa nocturna al tenue soplo
          alado sube a la región vacía
          a encontrarse con otros?
          ¿Allí, desnudo de la humana forma,
          allí, los brazos terrenales rotos,
          breves horas habita de la idea
          el mundo silencioso?
          ¿Y ríe y llora, y aborrece y ama,
          y guarda un rastro del dolor y el gozo,
          semejante al que deja cuando cruza
          el cielo un meteoro?
          ¡Yo no sé si ese mundo de visiones
          vive fuera o va dentro de nosotros,
          pero sé que conozco a muchas gentes
          a quienes no conozco!


                             
          LXXVI

          En la imponente nave
          del templo bizantino,
          vi la gótica tumba, a la indecisa
          luz que temblaba en los pintados vidrios.
          Las manos sobre el pecho,
          y en las manos un libro,
          una mujer hermosa reposaba
          sobre la urna, del cincel prodigio.
          Del cuerpo abandonado
          al dulce peso hundido,
          cual si de blanda pluma y raso fuera,
          se plegaba su lecho de granito.
          De la postrer sonrisa
          el resplandor divino
          guardaba el rostro, como el cielo guarda,
          del sol que muere, el rayo fugitivo.
          Del cabezal de piedra
          sentados en el filo
          dos ángeles, el dedo sobre el labio,
          imponían silencio en el recinto.
          No parecía muerta;
          de los arcos macizos
          parecía dormir en la penumbra,
          y que en sueños veía el paraíso.
          Me acerqué de la nave
          al ángulo sombrío,
          como quien llega con callada planta
          junto a la cuna donde duerme un niño.
          La contemplé un momento
          y aquel resplandor tibio,
          aquel lecho de piedras que ofrecía,
          próximo al muro, otro lugar vacío,
          en el alma avivaron
          la sed de lo infinito,
          el ansia de esa vida de la muerte,
          para la que un instante son los siglos...
          . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
          Cansado del combate
          en que luchando vivo,
          alguna vez recuerdo con envidia
          aquel rincón oscuro y escondido.
          De aquella muda y pálida
          mujer me acuerdo y digo:
          «¡Oh, qué amor tan callado el de la muerte!
          ¡Qué sueño el del sepulcro tan tranquilo!»


                           
          LXXVII

          Dices que tienes corazón y sólo
          lo dices porque sientes sus latidos.
          Eso no es corazón...; es una máquina
          que al compás que se mueve hace ruïdo.


                          
          LXXVIII

          Fingiendo realidades
          con sombra vana,
          delante del Deseo
          va la Esperanza.
          Y sus mentiras
          como el Fénix renacen
          de sus cenizas.


                         
          LXXIX

          Flores tronchadas, marchitas hojas
          arrastra el viento;
          en los espacios tristes gemidos
          repite el eco.
          . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
          Entre las nieblas de lo pasado,
          en las regiones del pensamiento,
          gemidos tristes, marchitas galas
          son mis recuerdos.



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