|
Martí, el escritor
Patria y Libertad
(Obras Completas, T 7, Editorial Ciencias Sociales, La
Habana 1975, Pág. 223-238.
|
Y Pérez
Bonalde ama su lengua, y la acaricia, y la castiga; que no hay placer como este
de saber de dónde viene cada palabra que se usa, y a cuánto alcanza; ni hay
nada mejor para agrandar y robustecer la mente que el estudio esmerado y la
aplicación oportuna del lenguaje. Siente uno, luego de escribir, orgullo de
escultor y de pintor. Es la dicción de este poema redonda y hermosa; la factura
amplia; el lienzo extenso; los colores a prueba de sol. La frase llega a alto,
como que viene de hondo, y cae rota en colores, o plegada con majestad, o
fragorosa como las aguas que retrata. A veces, con la prisa de alcanzar la
imagen fugitiva, el verso queda sin concluir, o concluido con premura. Pero la
alteza es constante. Hay ola, y ala. Mima Pérez Bonalde lo que escribe; pero no
es, ni quiere serlo, poeta cincelador. Gusta, por decontado, de que el verso
brote de su pluma sonoro, bien acuñado, acicalado, mas no se pondrá como otro,
frente al verso, con martillo de oro y buril de plata, y enseres de cortar y de
sajar, a mellar aquí un extremo, a fortificar allí una juntura, a abrillantar
y redondear la joya, sin ver que si el diamante sufre talla, moriría la perla
de ella. El verso es perla. No han de ser los versos como la rosa centifolia,
toda llena de hojas, sino como el jazmín del Malabar, muy cargado de esencias.
La hoja debe ser nítida, perfumada, sólida, tersa. Cada vasillo suyo ha de ser
un vaso de aromas. El verso, por dondequiera que se quiebre, ha de dar luz y
perfume. Han de podarse de la lengua poética, como del árbol, todos los retoños
entecos, o amarillentos, o mal nacidos, y no dejar más que los sanos y
robustos, con lo que, con menos hojas, se alza con más gallardía la rama, y
pasea en ella con más libertad la brisa y nace mejor el fruto. Pulir es bueno,
mas dentro de la mente y antes de sacar el verso al labio. El verso hierve en la
mente, como en la cuba el mosto. Mas ni el vino mejora, luego de hecho, por añadirle
alcoholes y taninos; ni se aquilata el verso, luego de nacido, por engalanarlo
con aditamentos y aderezos. Ha de ser hecho de una pieza y de una sola inspiración,
porque no es obra de artesano que trabaja a cordel, sino de hombre en cuyo seno
anidan cóndores, que ha de aprovechar el aleteo del cóndor. Y así brotó de
Bonalde este poema, y es una de sus fuerzas: fue hecho de una pieza.
¡Oh! ¡Esa tarea de recorte, esa mutilación de nuestros hijos, ese
trueque de plectro del poeta por el bisturí del disector! Así quedan los
versos pulidos: deformes y muertos. Como cada palabra ha de ir cargada de su
propio espíritu y llevar caudal suyo al verso, mermar palabras es mermar espíritu,
y cambiarlas es rehervir el mosto, que, como el café, no ha de ser rehervido.
Se queja el alma del verso, como maltratada, de estos golpes de cincel. Y no
parece cuadro de Vinci, sino mosaico de Pompeya. Caballo de paso no gana
batallas. No está en el divorcio el remedio de los males del matrimonio, sino
en escoger bien la dama y en no cegar a destiempo en cuanto a las causas reales
de la unión. Ni en el pulimento está la bondad del verso, sino en que nazca ya
alado y sonante. No se dé por hecho el verso en espera de acabarle luego,
cuando aún no esté acabado; que luego se le rematará en apariencia, mas no
verdaderamente ni con ese encanto de cosa virgen que tiene el verso que no ha
sido sajado ni trastrojado. Porque el trigo es más fuerte que el verso, y se
quiebra y amala cuando lo cambian muchas veces de troje. Cuando el verso quede
por hecho ha de estar armado de todas armas, con coraza dura y sonante, y de
penacho blanco rematado el buen casco de acero reluciente.
Que aun con todo esto, como pajas perdidas que con el gusto del perfume
no se cuidó de recoger cuando se abrió la caja de perfumería, quedaron
sueltos algunos cabos, que bien pudieran rematarse; que acá sobra un epíteto;
que aquí asoma un asonante inoportuno; que acullá ostenta su voluta caprichosa
un esdrújulo osado; que a cual verso le salió corta el ala, lo que en verdad
no es cosa de gran monta en esta junta de versos sobrados de alas grandes; que,
como dejo natural del tiempo, aparecen en aquella y esta estrofa, como fuegos de
San Telmo en cielo sembrado de astros, gemidos de contagio y desesperanzas
aprendidas; ¡ea! que bien puede ser, pero esa menudencia es faena de pedantes.
Quien va en busca de montes, no se detiene a recoger las piedras del camino.
Saluda el sol, y acata al monte. Estas son confidencias de sobremesa. Esas cosas
se dicen al oído. Pues, ¿quién no sabe que la lengua es jinete del
pensamiento, y no su caballo? La imperfección de la lengua humana para expresar
cabalmente los juicios, afectos y designios del hombre es una prueba perfecta y
absoluta de la necesidad de una existencia venidera.
Y aquí viene bien que yo conforte el alma, algún momento abatida y
azorada de este gallardísimo poeta; que yo le asegure lo que él anhela saber;
que vacíe en él la ciencia que en mí han puesto la mirada primera de los niños,
colérica como quien entra en casa mezquina viniendo de palacio, y la última
mirada de los moribundos, que es una cita, y no una despedida. Bonalde mismo no
niega, sino que inquiere. No tiene fe absoluta en la vida próxima; pero no
tiene duda absoluta. Cuando se pregunta desesperado qué ha de ser de él, queda
tranquilo, como si hubiera oído lo que no dice. Saca fe en lo eterno de los
coloquios en que bravamente lo interroga. En vano teme él morir cuando ponga al
fin la cabeza en la almohada de tierra. En vano el eco que juega con las
palabras, –porque la naturaleza parece, como el Creador mismo, celosa de sus
mejores criaturas, y gusta de ofuscarles el juicio que les dio, –le responde
que nada sobrevive a la hora que nos parece la postrera. El eco en el alma dice
cosa más honda que el eco del torrente. Ni hay torrente como nuestra alma. ¡No!
¡la vida humana no es toda la vida! La tumba es vía y no término. La mente no
podría concebir lo que no fuera capaz de realizar; la existencia no puede ser
juguete abominable de un loco maligno. Sale el hombre de la vida, como tela
plegada, ganosa de lucir sus colores, en busca de marco; como nave gallarda,
ansiosa de andar mundos, que al fin se da a los mares. La muerte es júbilo,
reanudamiento, tarea nueva. La vida humana sería una invención repugnante y bárbara,
si estuviera limitada a la vida en la tierra. Pues ¿qué es nuestro cerebro,
sementera de proezas, sino anuncio del país cierto en que han de rematarse?
Nace el árbol en la tierra, y halla atmósfera en que extender sus ramas; y el
agua en la honda madre, y tiene cauce en donde echar sus fuentes; y nacerán las
ideas de justicia en la mente, las jubilosas ansias de no cumplidos sacrificios,
el acabado programa de hazañas espirituales, los deleites que acompañan a la
imaginación de una vida pura y honesta, imposible de logro en la tierra– ¿y
no tendrá espacio en que tender al aire su ramaje esta arboleda de oro? ¿Qué
es más el hombre al morir, por mucho que haya trabajado en vida, que gigante
que ha vivido condenado a tejer cestos de monje y fabricar nidillos de jilguero?
¿Qué ha de ser del espíritu tierno y rebosante que, falto de empleo fructífero,
se refugia en sí mismo, y sale íntegro y no empleado de la tierra? Este poeta
venturoso no ha entrado aún en los senos amargos de la vida. No ha sufrido
bastante. Del sufrimiento, como el halo de la luz, brota la fe en la existencia
venidera. Ha vivido con la mente, que ofusca; y con el amor, que a veces desengaña;
fáltale aún vivir con el dolor que conforta, acrisola y esclarece. Pues ¿qué
es el poeta, sino alimento vivo de la llama con que alumbra? ¡Echa su cuerpo a
la hoguera, y el humo llega al cielo, y la claridad del incendio maravilloso se
esparce, como un suave calor, por toda la tierra!
Bien hayas, poeta sincero y honrado, que te alimentas de ti mismo. ¡He
aquí una lira que vibra! ¡He aquí un poeta que se palpa el corazón, que
lucha con la mano vuelta al cielo, y pone a los aires vivos la arrogante frente!
¡He aquí un hombre, maravilla de arte sumo, y fruto raro en esta tierra de
hombres! He aquí un vigoroso braceador que pone el pie seguro, la mente
avarienta, y los ojos ansiosos y serenos en ese haz de despojos de templos, y
muros apuntalados, y cadáveres dorados, y alas hechas de cadenas, de que, con
afán siniestro, se aprovechan hoy tantos arteros batalladores para rehacer
prisiones al hombre moderno! Él no persigue a la poesía, breve espuma de mar
hondo, que sólo sale a flote cuando hay ya mar hondo, y voluble coqueta que no
cuida de sus cortejadores, ni dispensa a los importunos sus caprichos. El aguardó
la hora alta, en que el cuerpo se agiganta y los ojos se inundan de llanto, y de
embriaguez el pecho, y se hincha la vela de la vida, como lona de barco, a
vientos desconocidos, y se anda naturalmente a paso de monte. El aire de la
tempestad es suyo, y ve en él luces, y abismos bordados de fuego que se
entreabren, y místicas promesas. En este poema, abrió su seno atormentado al
aire puro, los brazos trémulos al oráculo piadoso, la frente enardecida a las
caricias aquietadoras de la sagrada naturaleza. Fue libre, ingenuo, humilde,
preguntador, señor de sí, caballero del espíritu. ¿Quiénes son los
soberbios que se arrogan el derecho de enfrenar cosa que nace libre, de sofocar
la llama que enciende la naturaleza, de privar del ejercicio natural de sus
facultades a criatura tan augusta como el ser humano? ¿Quiénes son esos búhos
que vigilan la cuna de los recién nacidos y beben en su lámpara de oro el
aceite de la vida? ¿Quiénes son esos alcaides de la mente, que tienen en prisión
de dobles rejas al alma, esta gallarda castellana? ¿Habrá blasfemo mayor que
el que, so pretexto de entender a Dios, se arroja a corregir la obra divina? ¡Oh
Libertad! ¡no manches nunca tu túnica blanca, para que no tenga miedo de ti el
recién nacido! ¡Bien hayas tú, Poeta del Torrente, que osas ser libre en una
época de esclavos pretenciosos, porque de tal modo están acostumbrados los
hombres a la servidumbre, que cuando han dejado de ser esclavos de la reyecía,
comienzan ahora, con más indecoroso humillamiento, a ser esclavos de la
Libertad! ¡Bien hayas, cantor ilustre, y ve que sé qué vale esta palabra que
te digo! ¡Bien hayas tú, señor de espada de fuego, jinete de caballo de alas,
rapsoda de lira de roble, hombre que abres tu seno a la naturaleza! Cultiva lo
magno, puesto que trajiste a la tierra todos los aprestos del cultivo. Deja a
los pequeños otras pequeñeces. Muévante siempre estos solemnes vientos. Pon
de lado las huecas rimas de uso, ensartadas de perlas y matizadas con flores de
artificio, que suelen ser más juego de la mano y divertimiento del ocioso
ingenio que llamarada del alma y hazaña digna de los magnates de la mente.
Junta en haz alto, y echa al fuego, pesares de contagio, tibiedades latinas,
rimas reflejas, dudas ajenas, males de libros, fe prescrita, y caliéntate a la
llama saludable del frío de estos tiempos dolorosos en que, despierta ya en la
mente la criatura adormecida, están todos los hombres de pie sobre la tierra,
apretados los labios, desnudo el pecho bravo y vuelto el puño al cielo,
demandando a la vida su secreto.
Nueva York, 1882
|