Martí, el escritor

El Presidio Político en Cuba

VII

- ¡Martí! ¡Martí! me dijo una mañana un pobre amigo mío, amigo allí porque era presidiario político, y era bueno, y como yo, por extraña circunstancia, había recibido orden de no salir al trabajo y quedar en el taller de cigarrería; mira aquel niño que pasa por allí.

Miré. ¡Tristes ojos míos que tanta tristeza vieron!

Era verdad. Era un niño. Su estatura apenas pasaba del codo de un hombre regular. Su ojos miraban entre espantados y curiosos aquella ropa rudísima con que le habían vestido, aquellos. hierros extraños que habían ceñido a sus pies.

Mi alma volaba hacia su alma. Mis ojos estaban fijos en sus ojos. Mi vida hubiera dado por la suya. Y mi brazo estaba sujeto al tablero del taller; y su brazo movía, atemorizado por el palo, la bomba de los tanques.

Hasta allí, yo lo había comprendido todo, yo me lo había explicado todo, yo había llegado a explicarme el absurdo de mí mismo; pero ante aquel rostro inocente, y aquella figura delicada, y aquellos ojos serenísimos y puros, la razón se me extraviaba, yo no encontraba mi razón, y era que se me había ido despavorida a llorar a los pies de Dios. ¡Pobre razón mía. ¡Y cuántas veces la han hecho llorar así por los demás!

Las horas pasaban; la fatiga se pintaba en aquel rostro; los pequeños brazos se movían pesadamente; la rosa suave de las mejillas desaparecía; la vida de los ojos se escapaba; la fuerza de los miembros debilísimos huía. Y mi pobre corazón lloraba.

La hora de cesar en la tarea llegó al fin. El niño subió jadeante las escaleras. Así llegó a su galera. Así se arrojó en el suelo, único asiento que nos era dado, único descanso para nuestras fatigas, nuestra silla, nuestra mesa, nuestra cama, el paño mojado con nuestras lágrimas, el lienzo empapado en nuestra sangre, refugio ansiado, asilo único de nuestras carnes magulladas y rotas, y de nuestros miembros hinchados y doloridos.

Pronto llegué hasta él. Si yo fuera capaz de maldecir y odiar, yo hubiera odiado y maldecido entonces. Yo también me senté en el suelo, apoyé su cabeza en su miserable chaquetón y esperé a que mi agitación me dejase hablar

- ¿Cuántos años tienes? le dije.

- Doce, señor.

- Doce, ¿y te han traído aquí? Y ¿cómo te llamas?

- Lino Figueredo.

- Y ¿qué hiciste?

- Yo no sé, señor. Yo estaba con taitica yy mamita, y vino la tropa, y se llevó a taitica, y volvió, y me trajo a mí.

- ¿Y tu madre?

- Se la llevaron.

- ¿ Y tu padre?

- También, y no sé de él, señor. ¿Qué habrré hecho yo para que me traigan aquí, y no me dejen estar con taitica y mamita?

Si la indignación, si el dolor, si la pena angustiosa pudiesen hablar, yo hubiera hablado al niño sin ventura. Pero algo extraño, y todo hombre honrado sabe lo que era, sublevaba en mí la resignación y la tristeza, y atizaba el fuego de la venganza y de la ira; algo extraño ponía sobre mi corazón su mano de hierro, y secaba en mis párpados las lágrimas, y helaba las palabras en mis labios.

Doce años, doce años, zumbaba constantemente en mis oídos, y su madre y mi madre, y su debilidad y mi impotencia se amontonaban en mi pecho, y rugían, y andaban desbordados por mi cabeza, y ahogaban mi corazón.

Doce años tenía Lino Figueredo, y el Gobierno español lo condenaba a diez años de presidio.

Doce años tenía Lino Figueredo, y el Gobierno español lo cargaba de grillos, y lo lanzaba entre los criminales, y lo exponía, quizás como trofeo, en las calles.

¡Oh! ¡Doce años!

No hay término medio,- que avergüenza. No hay contemplación posible, -que mancha. El Gobierno olvidó su honra ccuando sentenció a un niño de doce años a presidio; la olvidó más cuando fue cruel, inexorable, inicuo con él. Y el Gobierno ha de volver, y volver pronto, por esa honra suya, ésta como tantas otras veces mancillada y humillada

Y habrá de volver pronto, espantado de su obra, cuando oiga toda la serie de sucesos que yo no nombro, porque me avergüenza la miseria ajena.

Lino Figueredo había sido condenado a presidio. Esto no bastaba.

Lino Figueredo había llegado ya allí; era presidiario ya; gemía uncido a sus pies el hierro; lucía el sombrero negro y el hábito fatal. Esto no bastaba todavía

Era preciso que el niño de doce años fuera precipitado en las canteras, fuese azotado, fuese apaleado en ellas. Y lo fue. Las piedras rasgaron sus manos; el palo rasgó sus espaldas; la cal viva rasgó y llagó sus pies.

Y esto fue un día. Y lo apalearon.

Y otro día. Y lo apalearon también.

Y muchos días

Y el palo rompía las carnes de un niño de doce años en el presidio de La Habana, y la integridad nacional hacía vibrar aquí una cuerda mágica que siempre suena enérgica y poderosa.

La integridad nacional deshonra, azota, asesina allá.

Y conmueve, y engrandece, y entusiasma aquí.

¡Conmueva, engrandezca, entusiasme aquí la integridad nacional que azota, que deshonra, que asesina allá!

Los representantes del país no sabían la historia de don Nicolás del Castillo y Lino Figueredo cuando sancionaron los actos del gobierno, embriagados por el aroma del acomodaticio patriotismo. No la sabían, porque el país habla en ellos; y si el país la sabía, y hablaba así, este país no tiene dignidad ni corazón.

Y hay aquello, y mucho más.

Las canteras son para Lino Figueredo la parte más llevadera de su vida mártir. Hay más.

Una mañana, el cuello de Lino no pudo sustentar su cabeza; sus rodillas flaqueaban; sus brazos caían sin fuerzas de sus hombros; un mal extraño vencía en él al espíritu desconocido que le había impedido morir, que había impedido morir a don Nicolás, y a tantos otros, y a mí. Verdinegra sombra rodeaba sus ojos; rojas manchas apuntaban en su cuerpo; su voz se exhalaba como un gemido; sus ojos miraban como una queja, Y en aquella agonía, y en aquella lucha del enfermo en presidio, que es la más terrible de todas las luchas, el niño se acercó al brigada de su cuadrilla, y le dijo:

- Señor, yo estoy malo; no me puedo menearr; tengo el cuerpo lleno de manchas.

- ¡Anda, anda! - dijo con brusca voz el brrigada.- ¡Anda! - Y un golpe del palo respondió a la queja.- ¡Anda!

Y Lino, apoyándose, sin que lo vieran, - que si lo hubieran visto, su historia tendría una hoja sangrienta más,- en el hombro de alguno no tan débil aquel día como él, anduvo. Muchas cosas andan. Todo anda. La eterna justicia, insondable cuanto eterna, anda también, y ¡algún día parará!

Lino anduvo. Lino trabajó. Pero las manchas cubrieron al fin su cuerpo, la sombra empañó sus ojos, las rodillas se doblaron. Lino cayó, y la viruela se asomó a sus pies y extendió sobre él su garra y le envolvió rápida y avarienta en su horroroso manto. ¡ Pobre Lino!

Sólo así, sólo por el miedo egoísta del contagio fue Lino al hospital. El presidio es un infierno real en la vida. El hospital del presidio es otro infierno más real aún en el vestíbulo de los mundos extraños. Y para cambiar de infierno, el presidio político de Cuba exige que nos cubra la sombra de la muerte.

Lo recuerdo, y lo recuerdo con horror. Cuando el cólera recogía su haz de víctimas allí, no se envió el cadáver de un desventurado chino al hospital, hasta que un paisano suyo no le picó una vena y brotó una gota, una gota de sangre negra, coagulada. Entonces, sólo entonces se declaró que el triste estaba enfermo. Entonces; y minutos después el triste moría.

Mis manos han frotado sus rígidos miembros; con mi aliento los he querido revivir; de mis brazos han salido sin conocimiento, sin vista, sin voz, pobres coléricos; - que sólo así se juzgaba que lo eran.

Bello, bello es el sueño de la Integridad Nacional. ¿No es verdad que es muy bello, señores diputados?

¡Martí! ¡Martí! volvió a decirme pocos días después mi amigo. Aquel que viene allí ¿no es Lino? Mira, mira bien.

Miré, miré. ¡Era Lino! Lino que venía apoyado en otro enfermo, caída la cabeza, convertida en negra llaga la cara, en negras llagas las manos y los pies; Lino, que venía, extraviados los ojos, hundido el pecho, inclinando el cuerpo, ora hacia adelante, ora hacia atrás, rodando al suelo si lo dejaban solo, caminando arrastrado si se apoyaba en otro; Lino, que venía con la erupción desarrollada en toda su plenitud, con la viruela mostrada en toda su deformidad, viva, supurante, purulenta. Lino, en fin, que venía sacudido a cada movimiento por un ataque de vómito que parecía el esfuerzo postrimero de su vida.

Así venía Lino, y el médico del hospital acababa de certificar que Lino estaba sano. Sus pies no lo sostenían; su cabeza se doblaba; la erupción se mostraba en toda su deformidad; todos lo palpaban; todos lo veían. Y el médico certificaba que venía sano Lino. Este médico tenía la viruela en el alma.

Así pasó el triste la más horrible de las tardes. Así lo vio el médico del establecimiento, y así volvió al hospital.

Días después, un cuerpo pequeño, pálido, macilento, subía ahogándose las escaleras del presidio. Sus miradas vagaban sin objeto; sus manecitas demacradas apenas podían apoyarse en la baranda; la faja que sujetaba los grillos resbalaba sin cesar de su cintura; penosísima y trabajosamente subía cada escalón.

- ¡Ay! decía, cuando fijaba al fin los doss pies, ¡Ay, taitica de mi vida! y rompía a llorar.

Concluyó al fin de subir. Subí yo tras él, y me senté a su lado, y estreché sus manos, y le arreglé su mísero petate y volví más de una vez mi cabeza para que no viera que mis lágrimas corrían como las suyas.

¡Pobre Lino!

No era el niño robusto, la figura inocente y gentil que un mes antes sacudía con extrañeza los hierros que habían unido a sus pies. No era aquella rosa de los campos que algunos conocieron risueña como Mayo, fresca como Abril, Era la agonía perenne de la vida. Era la amenaza latente de la condenación de muchas almas. Era el esqueleto enjuto que arroja la boa constrictora después que ha hinchado y satisfecho sus venas con su sangre.

Y Lino trabajó así. Lino fue castigado al día siguiente así. Lino salió en las cuadrillas de la calle así. El espíritu desconocido que inmortaliza el recuerdo de las grandes innatas ideas, y vigoriza ciertas almas quizás predestinadas, vigorizó las fuerzas de Lino, y dio robustez y vida nueva a su sangre.

Cuando salí de aquel cementerio de sombras vivas, Lino estaba aún allí. Cuando me enviaron a estas tierras. Lino estaba allí aún. Después la losa del inmenso cadáver se ha cerrado para mí. Pero Lino vive en mi recuerdo, y me estrecha la mano, y me abraza cariñosamente, y vuela a mi alrededor, y su imagen no se aparta un instante de mi memoria.

Cuando los pueblos van errados; cuando, o cobardes o indiferentes, cometen o disculpan extravíos, si el último vestigio de energía desaparece, si la última, o quizás la primera, expresión de la voluntad guarda torpe silencio, los pueblos lloran mucho, los pueblos expían su falta, los pueblos perecen escarnecidos y humillados y despedazados, como ellos escarnecieron y despedazaron y humillaron a su vez.

La idea no cobija nunca la embriaguez de la sangre.

La idea no disculpa nunca el crimen y el refinamiento bárbaro en el crimen.

España habla de su honra.

Lino Figueredo está allí. Allí; y entre los sueños de mi fantasía, veo aquí a los diputados danzar ebrios de entusiasmo, vendados los ojos, con vertiginoso movimiento, con incansable carrera, alumbrados como Nerón por los cuerpos humanos que atados a los pilares ardían como antorchas. Entre aquel resplandor siniestro, un fantasma rojo lanza una estridente carcajada. Y lleva escrito en la frente Integridad Nacional: los diputados danzan. Danzan, y sobre ellos una mano extiende la ropa manchada de sangre de don Nicolás del Castillo, y otra mano enseña la cara llagada de Lino Figueredo.

Dancen ahora, dancen.

VIII

Si los dolores verdaderamente agudos pueden ser templados por algún goce, sólo puede templarlos el goce de acallar el grito de dolor de los demás. Y si algo los exacerba y los hace terribles es seguramente la convicción de nuestra impotencia para calmar los dolores ajenos.

Esta angustia que no todos comprenden, con la que tanto sufre quien la llega a comprender, llenó muchas veces mi alma, la llenaba perennemente en aquel intervalo sombrío de la vida que se llama presidio de Cuba.

Yo suelo olvidar mi mal cuando curo el mal de los demás. Yo suelo no acordarme de mi daño más que cuando los demás pueden sufrirlo por mí. Y cuando yo sufro y no mitiga mi dolor el placer de mitigar el sufrimiento ajeno, me parece que en mundos anteriores he cometido una gran falta que en mi peregrinación desconocida por el espacio me ha tocado venir a purgar aquí. Y sufro más, pensando que, así como es honda mi pena, será amargo y desgarrador el remordimiento de los que la causan a alguien.

Aflige verdaderamente pensar en los tormentos que roen las almas malas. Da profunda tristeza su ceguedad. Pero nunca es tanta como la ira que despierta la iniquidad en el crimen, la iniquidad sistemática, fría, meditada, tan constantemente ejecutada como rápidamente concebida.

Castillo, Lino Figueredo, Delgado, Juan de Dios Socarrás, Ra- món Rodríguez Alvarez, el negrito Tomás y tantos otros, son lágrimas negras que se han filtrado en mi corazón.

¡Pobre negro Juan de Dios! Reía cuando le pusieron la cadena. Reía cuando le pusieron a la bomba. Reía cuando marchaba a las canteras. Solamente no reía cuando el palo rasgaba aquellas espaldas en que la luz del sol había dibujado más de un siglo. El idiotismo había sucedido en él a la razón; su inteligencia se había convertido en instinto; el sentimiento vivía únicamente entero en él. Sus ojos conservaban la fiel imagen de las tierras y las cosas; pero su memoria unía sin concierto los últimos con los primeros años de su vida. En las largas y extrañas relaciones que me hacía y que tanto me gustaba escuchar, resaltaba siempre su respeto ilimitado al señor, y la confianza y gratitud de los amos por su cariño y lealtad. En el espacio de una vara señalaba perfectamente con el dedo los límites de las más importantes haciendas de Puerto Príncipe; pero en diez palabras confundía al biznieto con el bisabuelo, y a los padres con los hijos, y a las familias de más remoto y separado origen.

Aquello que más le hería, que más dolor le causaba, hallaba en él por respuesta esa risa bondadosa, franca, llena, peculiar del negro de nación. Los golpes sólo despertaban la antigua vida en él. Cuando vibraba el palo en sus carnes, la eterna sonrisa desaparecía de sus labios, el rayo de la ira africana brillaba rápida y fieramente en sus ojos apagados, y su mano ancha y nerviosa comprimía con agitación febril el instrumento del trabajo.

El Gobierno español ha condenado en Cuba a un idiota.

El Gobierno español ha condenado en Cuba a un hombre negro de más de cien años. Lo ha condenado a presidio. Lo ha azotado en presidio. Lo ve impávido trabajar en presidio.

El Gobierno español. O la integridad nacional, y esto es más exacto; que, aunque tanto se empeñan en fundir en una estas dos existencias, España tiene todavía para mí la honra de tenerlos separados.

Canten también, aplaudan también los sancionadores entusiastas de la conducta del Gobierno en Cuba.

IX

Y con Juan de Dios, ¡pobre negrito Tomás!

¡Ah! Su recuerdo indigna demasiado para que me deje hablar mucho de él. Trabajo me cuesta, sin embargo, contener mi pluma, que corre demasiado rápida, al oír su nombre.

Tiene once años, y es negro, y es bozal.

¡Once años, y está en presidio!

¡Once años, y es sentenciado político!

¡Bozal, y un Consejo de guerra lo ha sentenciado!

¡Bozal, y el Capitán General ha firmado su sentencia!

¡Miserables, miserables! Ni aun tienen la vergüenza necesaria para ocultar el más bárbaro de sus crímenes.

Canten, canten, loen, aplaudan los diputados de la nación

X

Ramón Rodríguez Alvarez llora también con tantos infelices.

Ramón Rodríguez Alvarez, que fue sentenciado a los catorce años de su vida.

Ramón Rodríguez Alvarez, que arrastra la cadena del condenado político a diez años de presidio.

El iba a la cantera a la par que Lino Figueredo. Cuando él llegó, Lino estaba allí hacía más de una semana. Y en aquel infierno de piedras y gemidos, Lino le aligeraba a hurtadillas de su carga, y se la echaba a su cajón, porque Ramón se desmayaba bajo tanto peso; Lino, cargado y expirando, le prestaba su hombro llagado para que se apoyara al subir la terrible cuesta; Lino le llenaba a veces apresuradamente de piedra su cajón para que no tardara demasiado, y el palo bárbaro cayera sobre él. Y una vez que Ramón se desmayó, y Lino cogió en la mano un poco de agua, y con su carga en la cabeza dobló una rodilla, y lo dejó caer en la boca y en el pecho de su amigo Ramón, el brigada pasó, el brigada lo vio, y se lanzó sobre ellos, y ciego de ira, su palo cayó rápido sobre los niños, e hizo brotar la sangre del cuerpo desmayado y el cuerpo erguido aún, y pocos instantes pasaron sin que el cajón rodase de la cabeza de Lino, y sus brazos se abriesen hacia atrás, y cayese exánime al lado de su triste compañero.

Ramón tenía catorce años.

Lino tenía doce.

Sobre ellos, un hombre blandía, con ira extraña, su palo; una nación lloraba en los aires la ignominia con que sus hijos manchaban su frente.

Aplaudan siempre, canten siempre los diputados de la nación.

¿No es verdad, repito, que importa a vuestra honra cantar y aplaudir?

XI

Y allá, en las canteras, aparece como tristísimo recuerdo el conato de suicidio de Delgado.

Era joven, tenía veinte años. Era aquél su primer día de trabajo. Y en aquel día en que el comandante había mandado suspender el castigo, en aquel solemne día,- para él y la integridad nacional, amiga aún - a la media hora de trabajo, Delgado, que lo había comenzado, erguido, altanero, robusto, se detuvo en un instante de descuido de los cabos en la más alta de las cimas a que había llevado piedra, lanzó su sombrero al aire, dijo adiós con la mano a los que de la cárcel de Guanabacoa habían venido con él, y se arrojó al espacio desde una altura de ochenta varas.

Cayó, y cayó por fortuna sobre un montón de piedra blanda. La piel que cubría su cráneo cayó en tres pedazos sobre su cara. Y un presidiario que se decía médico se ofreció al atónito brigada para socorrerle; le vació en la cabeza botellas de alcohol, acomodó con desgarrador descuido la piel sobre el cráneo, la sujetó con vendas de una blusa despedazada, llena de manchas de cieno; llena de tierra mojada y cuajada allí, las amarró fuertemente, y en un coche, - ¡milagros de bondad! - fue llevado al hospital del presidio.

Aquel día era el santo del general Caballero de Rodas.

¡Presagio extraño! Aquel día se inauguraba con sangre.

Nada se dijo de aquello. Nada se supo fuera de allí. Con rudas penas fueron amenazados todos los que podían dejarlo saber. No se apartaron de su cama los médicos, ni el sacerdote, ni los ayudantes militares. ¿Por qué aquel cuidado? ¿Por qué aquel temor? ¿Sería quizá aquello el grito primero de una enfangada conciencia? - No - Aquello era el miedo al escarnio y a la execración universales.

Los médicos lucharon con silencioso ardor; los médicos vencieron al fin. Se empezó a llenar la forma con una acusación de suicidio; la sumaria acabó a las primeras declaraciones. Todo quedó en tinieblas; todo oscuro.

Delgado trabajaba a mi salida con la cabeza siempre baja, y el color de la muerte próxima en el rostro. Y cuando se quita el sombrero, tres anchas fajas blancas atraviesan en todas direcciones su cabeza.

Agítense de entusiasmo en los bancos, aplaudan, canten los representantes de la patria.

Importa a su honra, importa a su fama cantar y aplaudir.

¡Y tantos han muerto!

¡Y tantos hijos van en las sombras de la noche a llorar en las canteras sobre la piedra bajo la que presumen que descansa el espíritu de sus padres!

¡Y tantas madres han perdido la razón!

¡ Madre, madre! ¡Y cómo te siento vivir en mi alma! ¡Cómo me inspira tu recuerdo! ¡Cómo quema mis mejillas la lágrima amarguísima de tu memoria!

¡Madre! ¡Madre! ¡Tantas lloran como tú lloraste! ¡ Tantas pierden el brillo de .sus ojos como tú lo perdiste!

¡Madre! ¡Madre!

En tanto aplauden los diputados de la nación.

Mirad, mirad.

Ante mí desfilan en desgarradora y silenciosa procesión espectros que parecen vivos, y vivos que parecen espectros.

Mirad, mirad.

Aquí va el cólera contento, satisfecho, alegre, riendo con horrible risa. Ha trocado su guadaña por el látigo del presidio. Lleva sobre los hombros un montón de cadenas. De vez en cuando, de aquel grupo informe que hace un ruido infernal, destila una gota de sangre. ¡Siempre sangre! El cólera cargaba esta vez su espalda en el presidio político de Cuba.

Mirad, mirad.

Aquí viene una cabeza vestida de nieve. Se dobla sobre un cuello que gime porque no la puede sostener. Materia purulenta atraviesa su ropaje miserable. Gruesa cadena ruge con sordo son a su pie. Y sin embargo, sonríe. ¡Siempre la sonrisa. Verdad que el martirio es algo de Dios. Y ¡cuán desventurados son los pueblos cuando matan a Dios!

Mirad, mirad.

Aquí viene la viruela asquerosa, inmunda, lágrima encarnada del infierno, que ríe con risa espantosa. Tiene un ojo como Quasimodo. Sobre su horrenda giba lleva un cuerpo vivo. Lo arroja al suelo, salta a su alrededor, lo pisa, lo lanza al aire, lo recoge en su espalda, lo vuelve a arrojar, y danza en torno, y grita: ¡Lino! ¡Lino! - Y el cuerpo se mueve, y le amarra un grillo al cuerpo, y lo empuja lejos, muy lejos, hondo, muy hondo, allá a la sima que llaman las canteras. ¡Lino! i Lino! se aleja repitiendo. Y el cuerpo se alza, y el látigo vibra, y Lino trabaja. ¡Siempre el trabajo! Verdad que el espíritu es Dios mismo. Y ¡cuán descarriados van los pueblos cuando apalean a Dios!

Mirad, mirad.

Aquí viene riendo, riendo, una ancha boca negra. El siglo se apoya en él. La memoria plegó las alas en su cerebro y voló más allá. La crespa lana está ya blanca.,Ríe, ríe.

- Mi amo, ¿por qué vivo?

- Mi amo, mi amo, ¡qué feo suena! - y sacuude el grillo.

Y ríe, ríe.

Y Dios llora.

Y ¡cuánto han de llorar los pueblos cuando hacen llorar a Dios!

Mirad, mirad.

Aquí viene la cantera. Es una mole inmensa. Muchos brazos con galones la empujan. Y rueda, rueda, y a cada vuelta los ojos desesperados de una madre brillan en un disco negro y desaparecen. Y los hombres de los brazos siguen riendo y empujando, y la masa rodando, y a cada vuelta un cuerpo se tritura, y un grillo choca, y una lágrima salta de la piedra y va a posarse en el cuello de los hombres que ríen, que empujan. Y los ojos brillan, y los huesos se rompen, y la lágrima pesa en el cuello, y la masa rueda. ¡ Ay! Cuando la masa acabe de rodar, tan rudo cuerpo pesará sobre vuestra cabeza que no la podréis alzar jamás. ¡Jamás!

En nombre de la compasión, en nombre de la honra, en nombre de Dios, detened la masa, detenedla, no sea que vuelva hacia vosotros, y os arrastre con su hórrido peso. Detenedla, que va sembrando muchas lágrimas por la tierra, y las lágrimas de los mártires suben en vapores hasta el cielo, y se condensan; y si no la detenéis, el cielo se desplomará sobre vosotros.

El cólera terrible, la cabeza nevada, la viruela espantosa, la ancha boca negra, la masa de piedra. Y todo, como el cadáver se destaca en el ataúd, como la tez blanca se destaca en la túnica negra, todo pasa envuelto en una atmósfera densa, extensa, sofocante, rojiza. ¡Sangre, siempre sangre!

¡Oh! Mirad, mirad.

España no puede ser libre.

España tiene todavía mucha sangre en la frente.

Ahora, aprobad la conducta del Gobierno en Cuba.

Ahora, los padres de la patria, decid en nombre de la patria que sancionáis la violación más inicua de la moral, y el olvido más completo de todo sentimiento de justicia.

Decidlo, sancionadlo, aprobadlo, si podéis.