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Acabáramos, entonces eso era todo. La verdad es que no había nada en el tono frío y distante de aquella llamada que invitara a hacerse ilusiones, pero en aquel momento tampoco se me había ocurrido ningún motivo claro que justificara una cita, después de cinco años en los que apenas sí nos habíamos visto fugazmente en un par de ocasiones, para aquella misma tarde y en un bar que tiempo atrás habíamos frecuentado. Y, vaya, sí que me había hecho ilusiones.
Llegué al bar casi veinte minutos antes de la hora acordada, vestida con un cierto desaliño rescatado del tiempo en que ambos poníamos toda nuestra protesta en llevar prendas viejas o extravagantes. Me había pasado algo más de una hora delante del espejo, probando y desprobando prendas sacadas del fondo del armario, para acabar poniéndome cualquier cosa y, por supuesto, totalmente descontenta con el resultado. El espejo de la barra del bar me devolvió la imagen trasnochada de uno de esos colgados del sesenta y ocho. Todavía más, aquellos trapos tenían todo el aspecto de un uniforme. Decididamente, aquél ya no era mi estilo, pero la cosa ya no tenía arreglo. Eso sí, todavía podía empeorar, y cómo. Cuando apareció Viriato, impecablemente trajeado y todavía mejor peinado, pude sopesar la magnitud de mi error. Más aún, la cara que traía no era, desde luego, la más apropiada para una escena de reconciliación, ni siquiera para una charla amistosa sobre los viejos y buenos tiempos. De hecho, tampoco conseguí hacerme una idea muy clara de lo que pretendía citándome con tanta urgencia. En realidad, después de media hora de conversación deshilvanada apareció, puerilmente disfrazado bajo infinidad de rodeos, el objeto de su interés: Palmira. Se necesita rostro, después de una eternidad sin dar señales de vida, aparece el muy cretino para preguntarme el paradero de la tía más maciza de la Facultad. Iba de lado, el pobre. Aunque hacía bastante tiempo que no la veía, sabía, por algún amigo común, que trabajaba en las oficinas de IBM en la Diagonal, de intérprete o algo parecido. Una vez conseguida la información que buscaba, el bueno de mi ex aún se demoró un par de minutos en preguntarme qué tal estaba y cómo me iban las cosas, eso sí, mirando el reloj a intervalos regulares de cinco segundos. Por fin, alegando no sé qué compromisos, se levantó y se fue precipitadamente. Sin pagar, por cierto; en eso no había cambiado.
No había transcurrido más de una semana desde aquel delicioso tète a tète cuando la página de sucesos me trajo la siguiente entrega de la historia: El cadáver de Palmira había sido encontrado por unos críos en la zanja de una conducción de gas, a las afueras de la ciudad, sin signos externos de violencia y, al parecer, con todas sus pertenencias en orden.
(...)
Algunas personas pierden su pasado cuando mueren. Sólo sus caras permanecen difuminadas en el recuerdo de aquellos que de alguna forma fuimos protagonistas en sus vidas. Es como morir dos veces. En el tanatorio, ante la mirada perdida e inerme de Palmira, me vino a la memoria una historia que había leído mucho antes de descubrir el tormento de la depilación. Se trataba de un guerrero que huía de sus malencarados perseguidores montaña arriba a través de la nieve. A cierta altura se dio cuenta de que no podía seguir avanzando debido a las malas condiciones del terreno, y tampoco retroceder puesto que sus enemigos no le daban tregua. Decidió entonces rodear la montaña hasta que pudiera encontrar un sendero que le permitiese bajar o subir con ciertas garantías. A medida que avanzaba se fue percatando de que el espesor de la nieve se iba haciendo cada vez mayor, hasta llegar a un punto en que el peligro de avalancha hacía prácticamente imposible continuar la huída. Se detuvo por unos instantes para observar el terreno en busca de una posible escapatoria. A unos cien metros de su posición, una aguja rocosa que sobresalía de la nieve le dio una idea. Si conseguía llegar hasta allí podría utilizar la roca como parapeto y azuzar a sus enemigos con sus flechas hasta que ellos mismos provocaran con sus movimientos el alud que los barriera montaña abajo. Sin embargo existía el riesgo de ser engullido él mismo por la nieve antes de llegar a la roca. Perdido en esas lucubraciones, una flecha que se quedó clavada a escasos centímetros de su posición terminó con sus vacilaciones. Saltó literalmente hacia adelante y empezó a correr en dirección a la roca. No había recorrido diez metros cuando la nieve comenzó a agrietarse a sus espaldas. En ese momento la roca ya no le pareció tan buen refugio, pero era demasiado tarde para volver atrás. La grieta aumentaba de espesor y se alargaba como una serpiente que intentaba clavarle su venenoso diente en el tobillo. Cuando aún le faltaban unos metros para llegar a la roca, parte de la nieve que ya se había desprendido en el lugar de donde había partido inició la espantosa avalancha. El estruendo de la lengua de nieve precipitándose al vacío a sus espaldas le hizo redoblar sus esfuerzos. En el último instante consiguió abrazarse a un saliente de la roca cuando ya la nieve cedía bajo sus pies. Con un gran esfuerzo consiguió finalmente acomodarse en la roca, y así pudo ver entre la nube de nieve cómo sus perseguidores se fundían en el abrazo mortal de la avalancha. Fue al extinguirse los últimos rumores del alud cuando, exhausto, se apercibió de que la roca era en realidad el punto más alto de un precipicio que él no había podido ver desde el otro lado, y que por detrás la caída de la nieve había provocado que la ladera de la montaña en su punto de unión con la aguja se encontrara a muchos metros de distancia. Descender a la ladera se presentaba como un trabajo imposible, ya que los bordes de la roca eran lisos como un diente; como el diente de la serpiente que finalmente logró alcanzarle.
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