ANTECEDENTES
Desde que Voltaire
llamó al siglo XVII el "siglo de Luis XIV", fueron
innumerables los intentos realizados por los historiadores para
fijar la imagen de un siglo con el nombre de un personaje o una nación,
de una invención científica o una aplicación técnica. No hay tal
vez definición menos unilateral que aquella que se atribuye a veces
al siglo XIX al caracterizarlo como el "siglo de
Inglaterra". Esta definición expresa realmente, con amplitud y
eficacia, algunas de las tendencias fundamentales de la historia
universal en el siglo que precedió a éste, en el que vivimos.
El siglo XIX fue el
"siglo de Inglaterra" en primer lugar, porque en él llegó
a su apogeo y logró una expansión paralela al conocimiento
alcanzado entonces de todo el planeta, el imperio más grande que
haya conocido la historia: el Imperio Inglés. Extendido por los
cinco continentes y enriquecido -justamente en el siglo XIX- con las
posesiones de Australia, India y grandes zonas de África y América,
el imperio Británico era realmente mundial. Ni el Imperio Chino, ni
el Romano, ni el Musulmán, alcanzaron nunca una extensión
aproximadamente comparable al mismo. Inmensos, colosales y
omnipotentes ante los ojos de sus contemporáneos, estos imperios se
revelan a la consideración histórica de una humanidad para la cual
ya no hay parte alguna del globo inexplorado o inexplorable como
imperios circunscriptos sustancialmente dentro de una sola región
del mundo.
La extensión geográfica
del Imperio Británico, sin embargo, sólo era el signo exterior de
su fuerza, pero no constituía el secreto más íntimo de su
extraordinario poderío. La formación del Imperio Inglés fue tanto
una causa como un efecto de la virtual unificación del mundo, de la
constitución en una única trama de las relaciones económicas y
políticas, que no alcanzaba todavía a los aspectos sociales y
culturales. En el momento de mayor brillo de su imperio, Inglaterra
fue el "taller del mundo"; es decir, no solamente el país
en el cual se inició la revolución industrial, sino también el
que realizó un grandioso esfuerzo para lograr la unificación del
mercado mundial, de modo de convertirse en su centro productivo y
transformar así al mundo en una zona de producción de las materias
primas necesarias para su industria o en un mercado abierto a sus
productos manufacturados. La superioridad cualitativa de la producción
industrial inglesa abrió por la fuerza, los viejos mundos de la
India y de China y disolvió sus arcaicas estructuras tradicionales;
en Europa se afirmó imponiendo la doctrina de la libertad de
comercio.
Del mismo modo,
después de la derrota de Napoleón por Nelson y Wellington,
Inglaterra se convirtió, en el plano político y de modo
indiscutido, en la mayor potencia del mundo. Como potencia mundial,
desligada de todo acuerdo o pacto de carácter permanente con
cualquiera de las otras grandes naciones, reguló a distancia el
juego de relaciones y oposiciones en el continente europeo. En la
vieja Europa, perturbada más que nunca por las rivalidades entre
los viejos y nuevos estados -agudizadas por la aspiración a la
independencia de nacionalidades hasta ese momento divididas y
oprimidas- se buscaba un difícil equilibro político entre clases
sociales en descomposición, consolidación o formación; en esta
Europa no se produjo ninguna modificación importante de la que
Inglaterra no fuera su impulsara indirecta o su sabia reguladora: ya
sea la difusión en muchos países del proceso de industrialización
o la reconstitución en estados nacionales de pueblos de antigua
cultura, o la propagación de las constituciones liberales. Pero a
comienzos del último cuarto del siglo XIX comenzó la decadencia
del Imperio Inglés. Es verdad que su constitución política no
mostraba todavía las huellas de este comienzo de declinación, pues
estaba dirigida por una clase política hábil, siempre pronta a
introducir los retoques necesarios. La flota inglesa todavía
dominaba los mares en forma indiscutida, y los países que habían
conquistado recientemente su independencia nacional y que aspiraban
al papel de "gran potencia" -Italia, por ejemplo- todavía
podían hacer de la amistad con Gran Bretaña un objetivo
inapreciable e indiscutible de su política exterior. Pero las
premisas inexorables de la decadencia del Imperio existían ya; de
allí en adelante, Inglaterra ya no sería el único
"taller" del mundo.
Casi simultáneamente,
desde hacía más de un decenio, dos grandes países como los
Estados Unidos y Rusia -con la guerra civil y con el decreto de
emancipación de los siervos de la gleba, respectivamente- habían
asestado golpes decisivos al predominio social de la gran propiedad
terrateniente, y se encaminaban decididamente hacia un proceso de
industrialización que aprovecharía, aunque con formas muy
diferentes, sus enormes riquezas naturales.
Un país asiático,
Japón, pobre en materias primas pero dispuesto a asimilar
velozmente las técnicas de los audaces europeos que habían violado
su aislamiento, comenzó a yuxtaponer la moderna producción
industrial a una estructura social en muchos aspectos todavía
feudal. En el centro mismo del continente europeo, aparte de las
dificultosas relaciones con su secular rival -Francia- comenzaba a
definirse la amenazadora competencia de Alemania, que en el curso de
su proceso de unificación nacional había desarrollado su propia
industria con ritmo avasallador. A partir de ese momento, Inglaterra
perdió gradualmente la primacía en la producción de carbón,
acero y hierro, primacía que fueron conquistando los nuevos estados
industriales. Se inicia entonces la competencia en la expansión
colonial entre las grandes potencias, y surge la perspectiva de una
guerra para lograr una nueva distribución de las colonias y de las
esferas de influencia.
Pero la decadencia
del Imperio Inglés no es menos grandiosa que su ascenso y su
apogeo, salpicada como lo estuvo de victorias tácticas y derrotas
estratégicas. El carácter sumamente complicado que ha adquirido
las crisis general del imperialismo -por la concurrencia de una vastísima
gama de factores, al formarse nuevos imperios y surgir en todos los
continentes nuevas realidades sociales y nacionales- ha suministrado
sin duda la ocasión más propicia para el despliegue de la
actividad de una clase dirigente muy experimentada, cauta, capaz de
limitar sabiamente y atenuar en forma regulada su voluntad de
dominio. Es por eso curioso, pero no del todo incomprensible que si
bien los pueblos y 1as naciones dan origen generalmente a sus
figuras más relevantes en períodos de ascenso y expansión, el
largo crepúsculo del Imperio Británico haya sido iluminarlo por
una personalidad excepcional como la de Winston Churchill. No se
trata, por cierto, de una de las personalidades espiritualmente más
ricas en la larga historia de la clase dirigente inglesa; es una
personalidad discutida y combatida, pero no por ello menos
representativa. Es un hombre que ha compartido profundamente con su
época ese amor por la aventura tan frecuente en los períodos de
grandes transformaciones políticas y sociales. Pero es también un
hombre político, que supo encarnar una fe indestructible en el
Imperio al que sirvió durante toda la vida y que, probablemente,
murió con la convicción de que en la historia humana no ha habido
una constitución política mejor que la que rigió la larga vida
del Imperio Inglés.
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