LA
GRANDE Y DIFICIL ALIANZA
El año 1941 debía
ser el año que diera definitivamente la razón a Churchill,
confirmando la exactitud de su intuición política, pero que
pondría a prueba, al mismo tiempo, su validez, demostrando cuán
difícil hipótesis había constituido en un mundo que, a través de
la guerra, estaba poniendo al desnudo en la forma más
radical, todas sus contradicciones. En ese año, efectivamente,
la guerra iniciada en 1939 se convertía en verdad, en toda la
extensión de la palabra, en una guerra mundial: con la agresión
alemana a la Unión Soviética (22 de junio de 1941) y con el ataque
japonés a la flota norteamericana en Pearl Harbour (7 de
diciembre de 1941), no hubo ya continente ni océano sobre el cual
no se combatiese o no se prepararan las armas. Inglaterra dejaba de
estar sola en su lucha contra Alemania, aun cuando en Asia un nuevo
y peligroso ataque se dirigía contra un sector particularmente
importante de su Imperio.
La alianza por la
cual Churchill había luchado con tanta energía antes del estallido
del conflicto y durante los primeros dos años de las operaciones
militares, se había finalmente realizado. Pero el estado de
necesidad en el que se produjo esta alianza -más bajo los golpes
asestados por el enemigo que en virtud de autónoma elección- podía
ocultar, pero no eliminar, la dificultad que ella encontraba en las
cosas, y aún más en la concepción misma de Churchill. Churchill
no se echó atrás cuando Hitler invadió con más de cien
divisiones el territorio de la Unión Soviética, imitado y ayudado
en seguida por toda la cohorte de sus aliados y vasallos. Si el
ataque a la Unión Soviética entendió atenuar la hostilidad
inglesa, Churchill salió inmediatamente al paso a toda ilusión.
Igual que en el verano del año precedente, tampoco esta vez tuvo
vacilaciones. A quienes en la víspera de la agresión alemana
contra la URSS le plantearon la cuestión de si no había
contradicción entre su anticomunismo y su decisión de trabar una
alianza con la Unión Soviética, Churchill les respondió:
"Tengo un único objetivo: la destrucción de Hitler, y esto me
hace mucho más fácil la vida. Si Hitler invadiera el infierno, haría
por lo menos una alusión favorable al diablo en la Cámara de los
Comunes". No en la Cámara de los Comunes, sino ante los micrófonos
de la BBC, Churchill pronunció en la noche del 22 de junio
de 1941, el discurso que equivalía a la declaración de solidaridad
del Gobierno de Su Majestad Británica con el país agredido.
Reafirmación de todas sus propias contrastantes convicciones y
eficacia oratoria hacen de ese discurso uno de los más
trascendentes pronunciados por él durante toda la guerra: "El
régimen nazi no difiere en sus peores aspectos del régimen
comunista. Carece de toda base y principio, salvo el instinto de
rapacidad y de dominación racial. Supera todas las formas de
perversidad humana en cuanto a técnica de crueldad y a ferocidad de
agresión.
Nadie ha sido
adversario del comunismo con más consecuencia que yo durante los últimos
veinticinco años. No desmentiré ni una sola de las palabras que he
pronunciado sobre este tema; pero todo desvanece frente al espectáculo
que se está desarrollando en estos momentos. El pasado con sus
delitos, sus locuras y sus tragedias, desaparece. Veo a los soldados
rusos, firmes sobre los límites de su tierra natal, que defienden
los campos cultivados por sus padres desde tiempos inmemoriales. Los
veo mientras defienden sus casas, donde las madres y las esposas
ruegan -sí, porque hay tiempos en los que todos ruegan- por la
salvación de sus seres queridos, por el retorno del que gana el pan
cotidiano, de su protector y defensor. Veo las diez mil aldeas,
donde los medios para vivir han sido arrancados del suelo con tanto
sacrificio, y en donde todavía subsisten los bienes humanos
primordiales, donde las muchachas ríen y los niños juegan. Veo
avanzar contra todo esto, espantoso asalto, la maquinaria bélica
nazi, con sus oficiales prusianos en papel de pisaverdes y que se
complacen con el chocar de los talones y el tintineo de sus
espuelas, con sus agentes hábiles expertos que vuelven de su hazaña
de haber aterrorizado y esclavizado a una docena de países. Veo
también a las masas de la soldadesca huna, obtusa, bien adiestrada,
dóciles y brutales que avanzan pesadamente semejantes a bandadas de
langostas que se arrastran; veo a los bombarderos y los cazas
alemanes en el cielo, todavía dolientes por los castigos que los
británicos les han infligido, felices de caer sobre la que ellos
consideran la presa más fácil y segura. Detrás de todo este
desfile alucinante, detrás de todo este huracán, veo a ese
reducido grupo de hombres perversos que proyectan, organizan y
desencadenan sobre la humanidad esta catarata de horrores. ¿Tengo
que hacer la declaración, o podéis vosotros alimentar dudas sobre
la política a seguir por el gobierno? Tenemos un solo objetivo y un
único, irrevocable propósito. Estamos decidido a aniquilar a
Hitler y a todo vestigio del régimen nazi. Nada nos apartará de
tal propósito, absolutamente nada. No trataremos jamás no
negociaremos jamás con Hitler, ni con ninguno de su banda. Lo
combatiremos por tierra, lo combatiremos por mar, lo combatiremos
por el cielo, hasta que, con la ayuda de Dios, hayamos liberado a la
tierra de su sombra y a los pueblos de su yugo. Todo hombre y todo
Estado que combata contra el nazismo recibirá nuestra ayuda. Todo
hombre y todo Estado que marche al lado de Hitler es nuestro
enemigo."
De acuerdo con esta
declaración Churchill firmaba el 10 de julio un acuerdo con un
representante de la Unión Soviética, mediante el cual los dos países
se comprometían a prestarse recíprocamente ayuda y asistencia y a
no negociar una paz por separado. En la Cámara de los Comunes,
Churchill declaró que se trataba de una verdadera
"alianza" a todos los efectos.
Pero, antes que
ella comenzara a funcionar en el plano militar, volvieron a
presentarle algunas de las dificultades que con anterioridad al año
1939 habían impedido que se llegara a una alianza preventiva. Sólo
recordaremos un pequeño pero significativo episodio. Todas las
noches la BBC solía trasmitir los motivos de los himnos
nacionales de los países aliados con el Reino Unido. Después de la
firma del acuerdo del 10 de julio, los oyentes ingleses esperaban
que la Internacional, a la sazón himno nacional soviético,
siguiera al Dios salve al rey y a la Marsellesa, pero
fue en vano. A raíz de la interpelación de un diputado laborista
que solicitaba explicaciones por esta omisión, se optó por
suspender la trasmisión de los himnos nacionales antes que hacer oír
las notas del himno grato a los trabajadores de todo el mundo. La
cuestión era mucho más simple, sin ninguna duda, en relación con
la alianza con Estados Unidos. Hacía ya bastante tiempo que
Roosevelt estaba convencido de la necesidad de la intervención de
Estados Unidos y sólo esperaba elegir el momento y las formas más
oportunas para provocarla de un modo aceptable ante la opinión pública
de su país, que se había encerrado en gran parte en la caparazón
aislacionista después de la experiencia no del todo feliz de la
participación norteamericana en la primera guerra mundial. Pero la
ayuda americana afluía cada vez más copiosamente a través del Atlántico,
y Churchill no perdía ocasión para subrayar la comunidad de los
destinos de ambos países, para recordar el aporte decisivo que podía
venir de los Estados Unidos. Demasiado bien conocía Churchill al
presidente norteamericano y la orientación de la opinión pública
de Estados Unidos como para no recordar que la intervención sólo
podía producirse sobre la base de una declaración de principios
que invistiere a la nación americana y a la causa de los aliados,
de una precisa función moral, traducible en un proyecto de orden
internacional que se haría valer después de la victoria. La reunión
de Churchill con Roosevelt, a bordo respectivamente del acorazado
británico Príncipe de Gales y del crucero norteamericano Augusta,
a lo largo de las costas de Terranova en agosto de 1941, fue explícitamente
dirigida al cumplimiento de este objetivo. Churchill participó en
esta reunión con todo el énfasis de que era capaz su naturaleza,
sentimental y calculadora. "Se habría creído -pudo escribir
Henry Hopkins, emisario personal, de Roosevelt ante Churchill- que se
sintiera transportado al cielo para reunirse con Dios". Pero la
"Carta del Atlántico" que nació el 25 de agosto de las
conversaciones y acuerdos de esa reunión, no correspondió del todo
a las orientaciones políticas del primer ministro británico. Hay
en ese documento cierto democratismo proyectado hacia la previsión
y organización del futuro que no podía no repugnar a su concepción
de la historia fundada en el libre intercambio de las fuerzas como
fuente de juicio. La "Carta del Atlántico", con sus
principios que repudian toda forma de conquista, que no admiten
cambios territoriales sino con el consenso de las poblaciones
interesadas, que sancionan la libertad de cada pueblo para elegir su
propia forma de gobierno, el acceso de todos los Estados a las
principales fuentes de materias primas, hería hondamente la
estructura y la existencia misma del Imperio Británico, porque
mientras preveía su disolución como organismo privilegiado, hacía
brillar en los pueblos que oprimía la ilusión de una próxima
liberación. Churchill estaba demasiado convencido de la necesidad
de llevar victoriosamente a término la guerra para no aceptar el
documento que Roosevelt le propuso, pero son extremadamente
significativos los límites dentro de los cuales lo interpretó, al
referirse a é1 en la Cámara de los Comunes, restringiendo su
aplicación a los pueblos del continente europeo sometidos a la
ocupación de los ejércitos nazis.
Empero, la formación
de la coalición antihitlerista constituía un éxito enorme de la
política de Churchill, una concentración de fuerzas imponentes e
indestructibles: aun cuando el Imperio Británico tuvo que sufrir la
derrota de mayor relieve en la segunda guerra mundial, la capitulación
de la guarnición de Singapur, que abría a los japoneses el camino
de Birmania e India, aun cuando los Estados Unidos habían perdido
las principales posiciones del Pacífico, y los ejércitos de Hitler
en Rusia se extendieron hasta las puertas de Moscú, Leningrado y
Stalingrado. Esta alianza gigantesca y difícil, probablemente una
de las más grandes y difíciles que haya registrado la historia
humana, soportó las durísimas pruebas de su fase inicial hasta el
momento en que, casi simultáneamente, Stalingrado y El Alamein
volcaron la suerte de la guerra y pusieron coto -son palabras de
Churchill- si no al principio del fin, por cierto al fin del
principio. La complejidad de las relaciones con la Unión Soviética
se puso de manifiesto particularmente en cuanto se trató de
responder al compromiso, contraído a consecuencia de las
estipulaciones de la alianza formal, de abrir un "segundo
frente" que aliviara a la Unión Soviética de la presión
alemana que soportaba casi con sus solas fuerzas.
Durante la visita a
Londres del ministro de relaciones soviético Molotov, en agosto de
1942, Churchill adhirió a la propuesta de suscribir una declaración
que anunciaba el cumplimiento de ese acto en el curso del mismo año.
Pero habrá que esperar hasta el 6 de junio de 1944 para que la
operación Overlord se lleve a cabo y se pueda abrir efectivamente
un segundo frente" en Europa. En realidad, el plan que
acariciaba Churchill se había vuelto más complejo ahora que
Inglaterra no se encontraba sola en su enfrentamiento con Hitler. La
defensa del Imperio exigía que la destrucción de Alemania se
produjera a través de la salvaguarda de todas las principales
posiciones inglesas, que tuviese su centro en el Mediterráneo y que
previese un difícil avance y una subsiguiente contención de las
posiciones de la Unión Soviética. De aquí las presiones de
Churchill sobre Roosevelt para inducirlo a hacer preceder el ataque
a la fortaleza europea, de un golpe asestado al "bajo vientre
del animal": la operación Torch, del desembarco en África
septentrional, como preludio de un ataque contra Italia y la península
balcánica. Es dudoso que la segunda guerra mundial plantease tan sólo
problemas de equilibrio o que no presentase, por sus orígenes y por
sus mismo desarrollos, la superación de un sistema fundado en el
equilibrio. Churchill, empero, no tenía en su arco otras cuerdas
que las que lo habían empujado a combatir. El principio del
equilibrio constituía la "última Thule" de su
política, y advertía que este equilibrio se subvertía en desmedro
del Imperio, justamente cuando la guerra que é1 había combatido en
nombre de ese principio, comenzaba a presentar soluciones
favorables.
La última fase de
la segunda guerra mundial fue vivida por Churchill con la asediante
preocupación de que la potencia de los nazis pudiera llegar a ser
destruida en forma y en condiciones tales que perjudicaran al
Imperio Británico en Europa y en Asia. En la primera gran
conferencia política y militar que las tres grandes potencias
celebraron en Teherán, Churchill hizo todos los esfuerzos posibles,
para convencer a Roosevelt y a Stalin de que el "segundo
frente" debía abrirse en las Balcanes, y que el ingreso de
Turquía en la guerra, al lado de as Naciones Unidas, era una cuestión
de importancia vital. Pero Stalin tuvo buena habilidad al replicarle
que el ataque a Alemania no permitía desviaciones ni dilaciones y
obtuvo fácilmente el asentimiento de Roosevelt, presentándole la
derrota de Alemania como premisa absolutamente necesaria para la
intervención de la Unión Soviética en la guerra contra el Japón.
A partir de este
momento, la gravitación de Churchill en la gran coalición fue
disminuyendo gradualmente en importancia y en eficacia. Todas las
iniciativas militares que modificaran la estrategia general
concertada en Yalta o las tentativas de una conducta militar autónoma
en el ámbito de la invasión angloamericana de Europa, cayeron en
el fracaso o toparon contra realidades y voluntades más fuertes. Así
ocurrió con el desembarco efectuado en Anzio (22 de enero de 1944)
para conferir mayor relieve al frente italiano; así con el proyecto
propuesto por Montgomery, de acuerdo con Eisenhower, de impulsar la
ofensiva contra Alemania sobre la dirección septentrional a través
de Hamburgo, en la tentativa de alcanzar Berlín antes que el ejército
rojo. En la última reunión de los tres grandes en Yalta (febrero
de 1945), que más que de los problemas de la guerra se ocupó de la
organización del mundo después de la reconquista de la paz,
Churchill se habla reducido a un brillante co-primer ministro entre
un Stalin y un Roosevelt que si tenían dificultades para
comprenderse plenamente, se sentían de cualquier modo empujados a
moverse y a hacer previsiones sobre un mismo plano. El éxito más
importante que cosechó Churchill en esta fase, fue en las
tratativas concertadas con Stalin para la división de las
respectivas esferas de influencia en la Europa danubiana y balcánica:
una página de historia que reconstruyó con dramática evidencia en
la historia de la segunda guerra mundial, como si sugiriera que
Stalin, mientras en el curso de la guerra había nutrido esperanzas
en un orden internacional completamente renovado, fue inducido,
después que el esfuerzo decisivo se había cumplido, a buscar
soluciones de acuerdo con su interlocutor inglés en el plano de la
política de poder.
Arriba