EL
CONSERVADOR ANARQUISTA
Inglaterra salía
victoriosa del primer conflicto mundial, pero la guerra había
planteado en la metrópoli y en el Imperio problemas inmensos.
El origen de las
cuestiones más graves e imprevistas fue la revolución de octubre
de 1917 en Rusia. Si en un primer momento se manifestó, sobre todo,
bajo la forma de la definitiva defección de la Entente de una de
sus principales potencias políticas y militares, pronto se reveló
en todo su alcance la amenaza que significaba la afirmación del
poder socialista en un gran estado hacia el cual comenzaron a
dirigirse los pensamientos y las expectativas, no solamente del
proletariado europeo, sino incluso de los pueblos oprimidos por el
imperialismo en Asía y África y para quienes la primera guerra
mundial había sido como una "guerra civil" entre sus
propios dominadores. Churchill asumió un papel de primera
importancia en la reacción antisoviética de las grandes potencias
europeas. Su agudo sentido de los intereses más profundos del
Imperio Británico contribuía a hacerle adoptar tal actitud tanto
como su sentido no menos agudo de conservación social, que lo había
inducido -cuando era ministro del Interior en un gabinete liberal
abierto a las reformas sociales- a ordenar en 1910 la marcha de las
tropas contra los obreros huelguistas de Gales. Como ministro de
Guerra del gabinete de Lloyd George, Churchill organizó el cuerpo
expedicionario inglés que, en el verano de 1918, desembarcó en
Arkhangel y en Murmansk para ayudar a las tropas del general blanco
Kolchak, quien dirigía en la Rusia septentrional la lucha contra el
poder soviético. El pretexto de esta expedición fue inicialmente
favorecer la reapertura en Oriente del frente antialemán, que,
antes de las revoluciones de febrero y octubre de 1917 y después de
la paz de Brest-Litovsk, habían contribuido a desguarnecer y luego
a hacer desaparecer. Pero ni las tropas de los generales blancos ni
el cuerpo expedicionario inglés fueron utilizados nunca para lograr
tal fin. Su objetivo era en realidad estrangular desde su nacimiento
al joven poder soviético. Churchill fue la mente rectora de esta
intervención y de su prolongación aun después del fin de
la guerra mundial. Encargado de proceder a la evacuación del cuerpo
expedicionario en el verano de 1919, trató por todos los medios de
postergar la fecha de esta acción, en un vano intento por reforzar
la posición militar y política de las fuerzas
contrarrevolucionarias en Rusia. Churchill era autor de un plan
-cuya ejecución estaba asignada al gobierno inglés, de común
acuerdo con los otros gobiernos aliados- que preveía la
transformación de Rusia en una unión federal regida por un
gobierno de absoluta confianza de las potencias occidentales y capaz
de aceptar, además de las reivindicaciones territoriales de todos
los estados surgidos o fortalecidos al occidente de Rusia, después
de la paz de Brest-Litovsk (desde Finlandia hasta los Estados Bálticos,
desde Polonia hasta Rumania), también las aspiraciones autonomistas
de las nacionalidades que habían entrado a formar parte del Imperio
Zarista. Churchill acusará del fracaso de este plan a la actitud
indecisa de las potencias aliadas y al mismo tiempo a la incapacidad
de los generales blancos. Este plan estaba destinado a fracasar
porque chocaba contra la política sagaz y realista del gobierno
soviético, que destruyó la "prisión de los pueblos" que
era el zarismo, no en función del imperialismo occidental, sino
exaltando la unión de repúblicas nacionales federadas sobre la
base de una nueva concepción y un nuevo uso del poder. En el
antagonismo de orientaciones y simpatías que se iba delineando en
todo el mundo alrededor de los problemas de la revolución soviética,
Churchill pareció personificar, en los años de posguerra, la causa
de la reacción social y de la opresión de los pueblos.
Justamente en los días decisivos para la guarnición inglesa
de Arkhangel, un joven socialista italiano, Antonio Gramsci, escribía:
"Egipcios, hindúes, chinos, irlandeses, etc., como unidades
nacionales, y todos los pueblos del mundo como proletariado, ven en
el duelo entre Lenin y Churchill la lucha entre la fuerza que los
tiene sometidos y la fuerza que puede crear las condiciones de su
autonomía."
Pero Churchill
pareció representar en esos años el espíritu de la reacción no sólo
con respecto a la revolución socialista en Rusia, El historiador y
novelista inglés Wells dijo por entonces que "si D'Annunzio
hubiera sido inglés habría sido Churchill, y si Churchill hubiera
sido italiano habría sido D'Annunzio". Y un escritor político
italiano de orientación muy diferente de la de Gramsci, Luigi
Salvatorelli, definió a Churchill como "un conservador
anarquista", esto es, uno de esos conservadores prontos a
recurrir hasta a la violencia para defender el orden social y político
dominante.
Estas definiciones
estaban destinadas a hallar amplia verificación en la actitud de
apoyo entusiasta que asumió Churchill frente al fascismo: "No
pude menos que quedar fascinado, como tantas otras personas, por el
aire afable y simple del señor Mussolini y por su porte calmo y
sereno -declaró Churchill el 20 de enero de 1927, como ministro del
gobierno inglés, al final de una visita a Roma-. Su único
pensamiento es el bienestar perdurable del pueblo italiano... Si yo
fuese italiano, estoy seguro de que habría estado totalmente con
vos desde el principio hasta el fin de vuestra lucha victoriosa
contra los bestiales apetitos y las pasiones del leninismo ...
Italia ha demostrado que hay un modo de combatir las fuerzas
subversivas, modo que puede atraer a la masa del pueblo a una
cooperación real con la dignidad y los intereses del Estado."
En esta exaltación
del fascismo italiano, presentado -no sin ostentación- como una
terapia eficaz contra los males de todas las sociedades contemporáneas,
el "conservador anarquista" reforzaba la convicción del
imperialista inglés de que la Italia fascista era un útil, freno
al predominio francés en el continente europeo, e incluso una
fortaleza de la política de "cordón sanitario" contra la
Unión Soviética. "Paz al pueblo alemán, guerra a la tiranía
bolchevique", era el lema que Churchill había tratado de
imponer a la política exterior inglesa de posguerra, en una carta a
Lloyd George de 1920. Era una nueva versión de la política de
equilibrio, coloreada ahora con un asomo de aventurerismo y de
agitación contra el primer estado socialista del mundo, y que en
las conversaciones con la Alemania de Weimar preveía el apoyo a una
estabilización institucional que permitiese entablar con el
gobierno alemán tratativas tendientes a realizar un examen de los
problemas financieros y políticos originados en los tratados de paz
de 1919.
También la nueva
conversión política de Churchill, que en 1924 lo lleva nuevamente
a las filas del partido Conservador, fue el fruto de esa acentuada
preocupación de carácter social. En 1922, el gobierno de coalición
formado en 1915, al día siguiente del fracaso de la aventura de los
Dardanelos, se había desintegrado ante un problema de política
internacional: el modo de enfrentar la agresividad de los turcos,
que querían recuperar la posesión de los territorios ocupados por
las tropas inglesas. Pero en realidad, la coalición
conservadora-liberal estaba profundamente dividida también en política
interna. El proceso de industrialización que se produjo en
Inglaterra durante la guerra, los sufrimientos de los trabajadores y
los soldados, la radicalización provocada por las luchas sociales y
por el ejemplo de la revolución socialista en Rusia dieron un
fuerte impulso al movimiento obrero y socialista.
También en
Inglaterra se había formado un partido Comunista, pequeño pero
decidido y compacto, que actuaba como un aguijón sobre las
organizaciones de los trabajadores. El laborismo había alcanzado
gran difusión y sus representantes en la Cámara de los Comunes se
habían más que triplicado con respecto a los de las últimas
elecciones de preguerra. Para Churchill, las viejas discusiones
sobre el proteccionismo el y el liberalismo habían pasado a segundo
plano con respecto al enfrentamiento con el socialismo. No hacía
ninguna distinción entre los laboristas moderados, los comunistas
ingleses y los soviéticos. La sombra de la amenaza socialista hacía
que los incluyera a todos en una única furiosa aversión: "Gallacher
no es más que un Morel que tiene el valor de sostener sus propias
opiniones -solía decir en sus discursos electorales tomando como
puntos de referencia un comunista y un laborista- y Trotsky no es más
que un Gallacher que tiene el poder de matar a las personas que no
logra convencer." Con este enfoque, es lógico que Churchill
propugnase, a partir de 1922, la Constitución de un "partido
del centro" que reuniese en lo posible las fuerzas
dispersas del conservadurismo y el liberalismo.
El ascenso al
poder, a comienzos de 1924, de un gobierno laborista minoritario
conducido por Ramsay MacDonald fue considerado por él como el mayor
de los peligros, y la renuncia de los conservadores al programa
proteccionista y la derrota de los liberales en las elecciones
generales de 1924, como las ocasiones más propicias para retornar
al partido Conservador.
Esta nueva conversión
política, sin embargo, fue para Churchill bastante más difícil y
dolorosa que aquella tomada en los primeros años del siglo y que lo
había llevado a las filas del partido Liberal. Por tres veces
consecutivas -en 1922, 1923, y 1924- Churchill fue derrotado en las
elecciones y no pudo volver a sentarse en la Cámara de los Comunes.
Perturbaban sus campañas tanto la opinión pública conservadora y
patriótica, que le pedía cuentas de los hechos de Amberes y del
desastre de Gallípoli, como los cantos revolucionarios de los
obreros que le reprochaban la intervención contra la Unión Soviética
en los días de la guerra civil. Al igual que al día siguiente del
desastre de Gallípoli, Churchill parecía un hombre políticamente
acabado, y quizás esta vez, ese hombre tan tenazmente orgulloso
experimentó la sensación de la derrota. Después del más
resonante fracaso electoral -el de 1922-, Churchill pareció perder
esa agresividad que lo apuntaló en las horas más difíciles. El líder
comunista Gallacher dejó, en sus memorias, una sugestiva descripción
de la escena que proclamó los resultados electorales del distrito,
en los que el candidato comunista sucumbió junto al famoso político.
"El funcionario electoral se dirigió a Churchill preguntándole
si quería decir algo. Churchill permanecía en pie, de espaldas a
la ventana, en una actitud de irreparable desconsuelo. Se
atormentaba nerviosamente el labio inferior y fijaba los ojos a lo
lejos, hacia tiempos y lugares más felices, mientras su valiente
mujer, sentada cerca de él, sollozaba en voz baja por solidaridad
con su señor y dueño. El funcionario electoral se aclaró la voz y
repitió la pregunta. La cabeza del eminente político se movió
lentamente, de manera mecánica, para hacer un gesto automático de
negación. El funcionario electoral estaba por dar fin a la
ceremonia, cuando me adelanté y dije: "Hablaré yo." Fue
como si Churchill hubiese experimentado una sacudida eléctrica.
Levantó de golpe la cabeza, lanzó una mirada sobre los
espectadores y se volvió a medias sin mover los pies. Por un
instante, mi ejemplo casi le dio la fuerza necesaria para hacer un
intento, pero le faltaba lo esencial, le faltaba la "coordinación
interior", como él mismo diría probablemente. Luego su cuerpo
volvió a alinearse con los pies. La ocasión se había
esfumado."
Pero finalmente, en
1924, con el apoyo del partido Conservador, Churchill pudo ser
elegido. Baldwin, que a fines de 1924 reemplazó al laborista
MacDonald -ya abandonado por los derrotados y efímeros aliados
liberales-, lo nombró Canciller del Tesoro. También en este cargo
Churchill confirmó la fama que ya había comenzado a rodearlo en
los años de posguerra. De todas sus sucesivas funciones
ministeriales, ésta fue indudablemente la más desastrosa. Su política
financiera, rigurosamente antiinflacionista y dirigida a
reconquistar para la libra esterlina el peso y el valor que había
perdido en el mercado mundial, fue duramente atacada en la Cámara
de los Comunes por la oposición laborista. También el gran
economista J. M. Keynes, muy famoso en aquellos años por su libro Las
consecuencias económicas de la paz (1919), atacó
despiadadamente en su opúsculo Las consecuencias económicas
de las medidas de Mr. Churchill la política financiera que hacía
pesar sobre las espaldas de empresarios y trabajadores un objetivo
financiero orientado básicamente hacia el prestigio.
Keynes afirmó que
la reevaluación de la esterlina, al obligar a los compradores
extranjeros a pagar precios más altos por los productos británicos,
provocaría una notoria reducción de las exportaciones, ya muy
disminuidas en los años de posguerra. Acosados entonces por la
necesidad de evitar una catástrofe económica, los capitalistas
tratarían de disminuir los costos de producción mediante la
reducción de los salarios, y esto provocaría una agudización
de los conflictos sociales.
Las previsiones de
Keynes demostraron ser exactas. La reevaluación de la libra
esterlina no solamente resultó incapaz de aliviar la grave
crisis social que sacudía a Inglaterra (desde 1921 el número de
los desocupados oscilaba en 1.300.000), sino que terminó por tener
repercusiones bastante graves sobre las industrias exportadoras
(siderúrgicas, mecánicas y textiles). Las grandes Compañías
propietarios de minas decidieron afrontar la crisis, agravada por la
suspensión de las subvenciones que el Estado les había
otorgado durante la guerra, mediante una reducción de salarios y
una prolongación de la jornada de trabajo. El sindicato minero, el
sector más avanzado y combativo de las Trades Unions (sindicatos),
se opuso con decisión a estas medidas y, puesto que la comisión
investigadora gubernamental, nombrada para dirimir el litigio, se
alineó de parte de los empresarios, los mineros se declararon en
huelga el 30 de abril, seguidos al día siguiente -el 1º de mayo de
1926- por todos los trabajadores del transporte, las industrias eléctricas
y las imprentas. La huelga general se prolongó durante nueve
días y se quebró por último a causa de la indecisión del Consejo
General de las Trade Unions, aterrorizado por la movilización
de la burguesía, la aristocracia y los estudiantes, en actitud
antiobrera. Solamente los mineros lucharon todavía durante seis
meses, pero finalmente fueron obligados a ceder y a aceptar una
reducción del 10 % en su salario y una prolongación de una hora en
su jornada de trabajo. Churchill fue, en el gobierno y en el país,
el principal animador de la movilización antiobrera durante la
huelga general. La guerra de clases estimulaba su instinto combativo
no menos que la guerra entre estados. Para suplir la falta de
diarios hasta llegó a redactar, casi solo, una hoja cotidiana, la
"British Gazette" que era por partes iguales, periódico
de información y agitación.
La política
financiera y la huelga general de 1926 hicieron de Churchill el
miembro de ministerio conservador sobre el cual se concentraron
principalmente las críticas y oposiciones. El partido
Conservador sufrió una neta derrota en las elecciones de 1929, pero
aunque hubiese vencido, difícilmente habría podido incorporar a un
nuevo gobierno al desacreditado Canciller del Tesoro.
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