¿EL
MAS GRANDE EN EL MAS GRAN DRAMA?
En el coro casi unívoco
de elogios y de valoraciones positivas que tanto en Inglaterra como
en el resto del mundo acompañó en el mes de enero de 1965 el
transporte de los restos mortales de Winston Churchill a su última
morada, adquirió notable relevancia el juicio expresado por el
general De Gaulle: "Dans le plus grand drame le plus grand"
(el más grande en el más gran drama). Juicio fundado en una
concepción heroica de la historia, propia de quien lo ha
pronunciado, y que habría agradado indudablemente el gusto
intelectual de Churchill antes aun que complacerlo personalmente. La
claridad política del estadista británico, demuestra que para
llevar a cabo este cometido, para recibir este elogio, se había preparado
cuidadosamente.
Es cierto que
Churchill se sustrajo al destino que en los respectivos países
afectó a Roosevelt y a Stalin, y ha hecho de éstos los principales
imputados de un proceso encaminado a verificar las responsabilidades
de las dificultades de la paz o de las fases negativas de la guerra.
Su fama de condottiero de la segunda guerra mundial no ha
sido ensombrecida ni discutida hasta el presente en Inglaterra. ¿Pero
bastan estos hechos para legitimar el juicio de De Gaulle?.
En realidad, cuando
se sale del ámbito nacional o de la concepción "heroica"
de la historia, ese juicio no puede dejar de suscitar las más
amplias reservas y las mayores perplejidades. Porque la segunda
guerra mundial no fue simplemente una guerra en términos
cuantitativos, más importante que la que la precedió veinte años
atrás: no sólo participó en ella un número casi doble de Estados
y el espantoso balance de la carnicería pasó de los 10 millones de
1914-1918 a los 50 millones de 1939-1945. También cualitativamente
la segunda guerra mundial presentó numerosos aspectos nuevos. La
continuidad de la dirección política y militar en las manos de
fuertes personalidades, fue sin duda una de sus características más
destacadas, pero no fue menos importante la participación de masas
no ya pacientes y sufrientes, sino conscientes y activas. Es entre
los anónimos protagonistas de estas filas de nuevos combatientes,
entre los judíos del ghetto de Varsovia o los guerrilleros
yugoslavos, entre los deportados de Buchenwald o entre los
condenados al exterminio de Auschwiz, donde Churchill puede
encontrar las rivales capaces de disputarle la definición que De
Gaulle forjó para él. Porque fueron precisamente estas fuerzas
nuevas, emergidas y dramáticamente maduradas durante la segunda
guerra mundial, las que Churchill en efecto, estuvo lejos de
comprender y apreciar. El carácter y el límite de su realismo político
consistieron precisamente en esto. Sabía dirigirse al democratismo
de Roosevelt aun cuando no comprendiera sus razones más profundas.
Con el jefe del Estado socialista, con Stalin, el heredero del
"Gran Renegador", supo entenderse en muchas ocasiones y,
aun en medio de una profunda desconfianza recíproca, tuvo algunos
momentos de mutua sinceridad. Churchill no era insensible a las
ideas hondamente divergentes de las propias, por más que tuvieran
un origen revolucionario que había combatido; pero debían
encarnarse en fuerza, en poder, haber superado la muralla del sonido
de la difícil y combatida afirmación. Pero contra los pueblos,
contra los grupos sociales y los movimientos políticos que por una
razón u otra no hubieran llegado a ese nivel y conservaran un carácter
"subalterno", Churchill demostró una incomprensión y una
aversión que tienen pocos antecedentes en la historia de nuestro
siglo: los movimientos de resistencia de la segunda guerra mundial
lo experimentaron no menos de lo que lo conocieron los obreros
ingleses o los pueblos del Imperio Británico. Por cierto, el
Churchill que sobrevivió a la segunda guerra mundial pareció
intuir que el mundo había cambiado profundamente y dio pruebas de
querer hacer frente a estas transformaciones con energía y con espíritu
de iniciativa. Si en la política interna volvió a los matices del
antisocialismo más encendido, difamando a los administradores
laboristas que durante cinco años habían colaborado con él, como
los importadores de un Estado que habría constituido el plagio del
"Estado de la Gestapo", en política internacional sus
iniciativas tuvieron una repercusión y una consistencia superiores.
La línea de política internacional de Churchill en la posguerra se
movió entre el discurso de Fulton (1946) y la apelación a una
reunión cumbre entre los jefes de las grandes potencias (1953), señalando
así prácticamente el comienzo de la "guerra fría" y el
principio de su fin.
Pero la política
delineada en Fulton con el llamado a la jefatura del mundo anglosajón
que implicaba, no chocaba solamente "contra la cortina de
hierro" que había bajado de Stettin a Trieste y del otro lado
de la cual comenzaba, en las capitales de los Estados ex satélites
del imperialismo occidental, una dramática e irreversible
transformación social y política. Pero nunca como en aquel
momento, tal manifiesto estaba destinado al fracaso ante un emerger
de pueblos de todos los continentes que trataban de extraer de la
guerra la lección de la historia reciente y lejana, y que no podían
admitir pasivamente una restauración -cualquiera fuera el disfraz
con que se presentara- del equilibrio de las grandes potencias,
vuelto más peligroso ahora por la intimidación y el terror atómicos.
El mismo Churchill que en 1953 se hizo fautor de una reunión de máximo
nivel entre los jefes de las grandes potencias, ¿llegó a la
conciencia de que la iniciativa lanzada por 61 siete años antes había
contribuido a liberar fuerzas imprevistas e incontroladas, que
amenazaban arrastrar a la humanidad a una nueva y grande conflagración,
susceptible esta vez de destruir las raíces mismas de la civilización?
Parece que puede excluirse que Churchill hubiera llegado de pronto a
la plena comprensión de las características de los nuevos tiempos
y de las necesidades que surgían en la política internacional: la
"coexistencia pacífica" exige una reglamentación de las
relaciones entre los Estados de diferente régimen político y
social que implica necesariamente, a breve o largo plazo, la
disolución de los imperios y la posibilidad de todos los pueblos de
la tierra de convertirse en artífices de sus propios destinos. Pero
no era para esto que Churchill, había luchado durante tanto tiempo.
Más probablemente, su iniciativa fue iluminada por la amarga
conciencia de que la causa por la cual él había combatido durante
más de medio siglo era minada por todas partes, tanto por los
aliados con los cuales había tratado de trabar la solidaridad más
estrecha como por los adversarios tradicionales. Quizás la inspiró
también la esperanza de volver a encontrar el espacio y la dignidad
para una política que había dejado de tener a su disposición
todas las letras del alfabeto, con una iniciativa que solo podía
sorprender a quien no había captado la singular contradicción de
este estadista, verdaderamente grande sólo en tiempo de guerra, y
dotado sin embargo de una extraordinaria sensibilidad para las
consecuencias que han engendrado de tanto en tanto. Pero, iniciada
paradójicamente por Churchill, la fase de la "distensión"
escapó muy pronto de su control y tomó otras direcciones para
abarcar problemas que ya no eran más, reducibles únicamente al
vicio equilibrio europeo. Entonces, antes de presidir la
desintegración del Imperio, cuyo ocaso había alcanzado a iluminar
a veces de un vivo esplendor, Churchill prefirió abandonar el poder
para volver a recorrer en el recuerdo las etapas de una historia
gloriosa.
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