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Martí, el escritor
Amistades
funestas |
Como veinte años
antes de la historia que vamos narrando, llegaron a la ciudad donde sucedió, un
caballero de mediana edad y su esposa, nacidos ambos en España, de donde, en
fuerza de cierta indómita condición del honrado don Manuel del Valle, que le
hizo mal mirado de las gentes del poder como cabecilla y vocero de las ideas
liberales, decidió al fin salir el señor don Manuel; no tanto porque no le
bastase al Sustento su humilde mesa de abogado de provincia, cuanto porque
siempre tenía, por moverse o por estarse quedo, al guindilla, como llaman allá
al policía, encima; y porque, a consecuencia de querer la libertad limpia y
para buenos fines, se quedó con tan pocos amigos entre los mismos que parecían
defenderla, y lo miraban como a un celador enojoso, que esto más le ayudó a
determinar, de un golpe de cabeza, venir a «las Repúblicas de América»,
imaginando, que donde no había reina liviana, no habría gente oprimida, ni
aquella trabilla de cortesanos perezosos y aduladores, que a don Manuel le parecían
vergüenza rematada de su especie, y, por ser hombre él, como un pecado propio.
Era de no acabar de oírle, y tenerle que rogar que se calmase, cuando con aquel lenguaje
pintoresco y desembarazado recordaba, no sin su buena cerrazón de truenos y relámpagos y
unas amenazas grandes como torres, los bellacos oficios de tal o de cual marquesa, que
auxiliando ligerezas
ajenas querían hacer, por lo comunes, menos culpables las propias; o tal
historia de un capitán de guardias, que pareció bien en la corte con su ruda
belleza de montañés y su cabello abundante y alborotado, y apenas entrevió su
buena fortuna tomó prestados unos dineros, con que enrizarse, en lo del
peluquero la cabellera, y en lo del sastre vestir de paño bueno, y en lo del
calzador comprarse unos botitos, con que estar galán en la hora en que debía
ir a palacio, donde al volver el capitán con estas donosuras, pareció tan feo
y presumido que en poco estuvo que perdiese algo más que la capitanía. Y de
unas jiras, o fiestas de campo, hablaba de tal manera don Manuel, así como de
ciertas cenas en la fonda de un francés, que cuando contaba de ellas no podía
estar sentado; y daba con el puño sobre la mesa que le andaba cerca, como para
acentuar las palabras, y arreciaban los truenos, y abría cuantas ventanas o
puertas hallaba a mano. Se desfiguraba el buen caballero español, de santa ira,
la cual, como apenado luego de haberle dado riendas en tierra que al fin no era
la suya, venía siempre a parar en que don Manuel tocase en la guitarra que se
había traído cuando el viaje, con una ternura que solía humedecer
los ojos suyos y los ajenos, unas serenatas de su propia música,
que más que de la rondalla aragonesa que le servía como de arranque y ritornello,
tenía de desesperada canción de amores de un trovador muerto de ellos por la
dama de un duro castellano, en un castillo, allá tras de los mares, que el
trovador no había de ver jamás.
En esos días
la linda doña Andrea, cuyas largas trenzas de color castaño eran la envidia de
cuantas se las conocían, extremaba unas pocas habilidades de cocina, que se
trajo de España, adivinando que complacería con ellas más tarde a su marido.
Y cuando en el cuarto de los libros, que en verdad era la sala de la casa,
centelleaba don Manuel, sacudiéndose más que echándose sobre uno y otro
hombro alternativamente los cabos de la capa que so pretexto de frío se quitaba
raras veces, era fijo que andaba entrando y saliendo por la cocina, con su
cuerpo elegante y modesto, la buena señora doña Andrea, poniendo mano en un
pisto manchego, o aderezando unas farinetas de Salamanca que a escondidas había
pedido a sus parientes en España, o preparando, con más voluntad que arte, un
arroz con chorizo, de cuyos primores, que acababan de calmar las iras del
republicano, jamás dijo mal don Manuel del Valle, aun cuando en sus adentros
reconociese que algo se había quemado allí, o sufrido accidente mayor: o los
chorizos, o el arroz, o entrambos. ¡Fuera de la patria, si piedras negras
se reciben de ella, de las piedras negras parece que sale luz de astro!
Era de acero
fino don Manuel, y tan honrado, que nunca, por muchos que fueran sus apuros,
puso su inteligencia y saber, ni excesivos ni escasos, al servicio de tantos
poderosos e intrigantes como andan por el mundo, quienes suelen estar prontos a
sacar de agonía a las gentes de talento menesterosas, con tal que éstas se
presten a ayudar con sus habilidades el éxito de las tramas con que aquellos
promueven y sustentan su fortuna: de tal modo que, si se va a ver, está hoy
viviendo la gente con tantas mañas, que es ya hasta de mal gusto ser honrado.
En este
diario y en aquel, no bien puso el pie en el país, escribió el señor Valle
con mano ejercitada, aunque un tanto febril y descompuesta, sus azotainas contra
las monarquías y vilezas que engendra, y sus himnos, encendidos como cantos de
batalla, en loor de la libertad, de que «los campos nuevos y los altos montes y
los anchos ríos de esta linda América, parecen natural sustento».
Mas a poco de
esto, hacía veinticinco años a la fecha de nuestra historia tales cosas iba
viendo nuestro señor don Manuel que volvió a tomar la capa, que por inútil
había colgado en el rincón más hondo del armario, y cada día se fue callando
más, y escribiendo menos, y arrebujándose mejor en ella, hasta que guardó las
plumas, y muy apegado ya a la clemente temperatura del país y al dulce trato de
sus hijos para pensar en abandonarlo, determinó abrir escuela; si bien no
introdujo en el arte de enseñar, por no ser aun este muy sabido tampoco en España,
novedad alguna que acomodase mejor a la educación de los hispanoamericanos fáciles
y ardientes, que los torpes métodos en uso, ello es que con su Iturzaeta y su
Aritmética de Krüger y su Dibujo Lineal, y unas encendidas lecciones de
Historia, de que salía bufando y escapando Felipe Segundo como comido de
llamas, el señor Valle sacó una generación de discípulos, un tanto románticos
y dados a lo maravilloso, pero que fueron a su tiempo mancebos de honor y
enemigos tenaces de los gobiernos tiránicos. Tanto que hubo vez en que, por
cosas como las de poner en su lugar a Felipe Segundo, estuvo a punto el señor
don Manuel de ir, con su capa y su cuaderno de Iturzaeta, a dar en manos de los
guindillas americanos «en estas mismísimas Repúblicas de América». A la
fecha de nuestra historia, hacía ya unos veinticinco años de esto.
Tan casero
era don Manuel, que apenas pasaba año sin que los discípulos tuviesen ocasión
de celebrar, cuál con una gallina, cuál con un par de pichones, cuál con un
pavo, la presencia de un nuevo ornamento vivo de la casa.
-Y ¿qué ha sido, don Manuel? ¿Algún Aristogitón que haya de librar a la patria del
tirano?
-¡Calle
usted, paisano, calle usted; un malakoff más! -Malakoff, llamaban entonces, por
la torre famosa en la guerra de Crimea, a lo que en llano se ha llamado siempre
miriñaque o crinolina.
Y don Manuel
quería mucho a sus hijos, y se prometía vivir cuanto pudiese para ellos; pero
le andaba desde hacía algún tiempo por el lado izquierdo del pecho un
carcominillo que le molestaba de verdad, como una cestita de llamas que
estuviera allí encendida, de día y de noche, Y no se apagase nunca. Y como
cuando la cestita le quemaba con más fuerza sentía él un poco paralizado el
brazo del corazón, y todo el cuerpo vibrante como las cuerdas de un violín, y
después de eso le venían de pronto unos apetitos de llorar y una necesidad de
tenderse por tierra, que le ponían muy triste, aquel buen don Manuel no veía
sin susto cómo le iban naciendo tantos hijos, que en el caso de su muerte habían
de ser más un estorbo que una ayuda para «esa pobre Andrea, que es mujer muy
señora y bonaza, pero ¡para poco, para poco!».
* * *
Cinco hijas
llegó a tener don Manuel del Valle, mas antes de ellas le había nacido un
hijo, que desde niño empezó a dar señales de ser alma de pro. Tenía gustos raros y
bravura desmedida, no tanto para lidiar con sus
compañeros, aunque no rehuía la lidia en casos necesarios, como para afrontar
situaciones difíciles, que requerían algo más que la fiereza de la sangre o
la presteza de los puños. Una vez, con unos cuantos compañeros suyos, publicó
en el colegio un periodiquín manuscrito, y por supuesto revolucionario, contra
cierto pedante profesor que prohibía a sus alumnos argumentarles sobre los
puntos que les enseñaba; y como un colegial aficionado al lápiz pintase de
pavo real a este maestrazo, en una lámina repartida con el periodiquín, y don
Manuel, en vista de la queja del pavo real, amenazara en sala plena con expulsar
del colegio en consejo de disciplina al autor de la descortesía, aunque fuese
su propio hijo, el gentil Manuelillo, digno primogénito del egregio varón,
quiso quitar de sus compañeros toda culpa, y echarla entera sobre sí; y levantándose
de su asiento, dijo, con gran perplejidad del pobre don Manuel, y murmullos de
admiración de la asamblea:
-Pues, señor Director: yo solo he sido.
Y pasaba las noches en claro, luego que se le extinguía la vela escasa que le daban, leyendo
a la luz de la luna. O echaba a caminar, con las Empresas de Saavedra
Fajardo bajo el brazo, por las calles umbrosas de la Alameda, y creyéndose a
veces nueva encarnación de las grandes figuras de la historia, cuyos gérmenes le
parecía sentir en sí, y otras desesperando de
hacer cosa que pudiera igualarlo a ellas, rompía a llorar, de desesperación y
de ternura. O se iba de noche a la orilla de la mar, a que le salpicasen el
rostro las gotas frescas que saltaban del agua salada al reventar contra las
rocas.
Leía cuanto libro le caía a la mano. Montaba en cuanto caballo veía a su alcance: y mejor
si lo hallaba en pelo; y si había que saltar una cerca mejor. En una noche se
aprendía los libros que en todo el año escolar no podían a veces dominar sus
compañeros; y aunque la Historia Natural y la Universal y cuanto añadiese algo
útil a su saber y le estimulase el juicio y la verba, eran sus materias
preferidas, a pocas ojeadas penetraba el sentido de la más negra lección de Álgebra,
tanto que su maestro, un ingeniero muy mentado y brusco, le ofreció enseñarle,
en premio de su aplicación, la manera de calcular lo infinitésimo.
Escribía Manuelillo, en semejanza de lo que estaba en boga entonces, unas letrillas y artículos
de costumbres que ya mostraban a un enamorado de la buena lengua; pero a poco se
soltó por natural empuje, con vuelos suyos propios, y empezó a enderezar a los
gobernantes que no dirigen honradamente a sus pueblos, unas odas tan a lo pindárico,
y recibidas con tal favor entre la gente estudiantesca, que en una revuelta que
tramaron contra el Gobierno unos patricios que
andaban muy solos, pues llevaban consigo la buena doctrina, fue hecho preso don
Manuelillo, quien en verdad tenía en la sangre el microbio sedicioso; y bien
que tuvieron que empeñarse los amigos pudientes de don Manuel para que en
gracia de su edad saliese libre el Pindarito, a quien su padre, riñéndole con
los labios, en que le temblaban los bigotes, como los árboles cuando va a caer
la lluvia, y aprobándole con el corazón, envió a seguir, en lo que cometió
grandísimo error, estudios de Derecho en la Universidad de Salamanca, más
desfavorecida que otras de España, y no muy gloriosa ahora, pero donde tenía
la angustiada doña Andrea los buenos parientes que le enviaban las farinetas.
Se fue el de
las odas en un bergantín que había venido cargado de vinos de Cádiz; y
sentadito en la popa del barco, fijaba en la costa de su patria los ojos
anegados de tan triste manera, que a pesar del águila nueva que llevaba en el
alma, le parecía que iba todo muerto y sin capacidad de resurrección y que era
él como un árbol prendido a aquella costa por las raíces, al que el buque
llevaba atado por las ramas pujando mar afuera, de modo que sin raíces se
quedaba el árbol, si lograba arrancarlo de la costa la fuerza del buque, y moría:
o como el tronco no podía resistir aquella tirantez, se quebraría al fin, y
moría también; pero lo que don Manuelillo veía claro, era que
moría de todos modos. Lo cual, ¡ay! fue verdad, cuatro años más tarde,
cuando de Salamanca había hallado aquel niño manera de pasar, como ayo en la
casa de un conde carlista, a estudiar a Madrid. Se murió de unas fiebres
enemigas, que le empezaron con grandes aturdimientos de cabeza, y unas visiones
dolorosas y tenaces que él mismo describía en su cama revuelta, de delirante,
con palabras fogosas y desencajadas, que parecían una caja de joyas rotas; y
sobre todo, una visión que tenía siempre delante de los ojos, y creía que se
le venía encima, y le echaba un aire encendido en la frente, y se iba de mal
humor, y se volvía a él de lejos, llamándole con muchos brazos: la visión de
una palma en llamas. En su tierra, las llanuras que rodeaban la ciudad estaban
cubiertas de palmas.
* * *
No murió don
Manuel del pesar de que hubiese muerto su hijo, aunque bien pudo ser; sino que
dos años antes, y sin que Manuelillo lo supiese, se sentó un día en su sillón,
muy envuelto en su capa, y con la guitarra al lado, como si sintiese en el alma
unas muy dulces músicas, a la vez que un frescor húmedo y sabroso, que no era
el de todos los días, sino mucho más grato. Doña Andrea estaba sentada en
una banqueta a sus pies, y, lo miraba con los ojos secos, y
crecidos, y le tenía las manos. Dos hijas lloraban abrazadas en un rincón: la
mayor, más valiente, le acariciaba con la mano los cabellos, o lo entretenía
con frases zalameras, mientras le preparaba una bebida; de pronto, desasiéndose
bruscamente de las manos de doña Andrea, abrió don Manuel los brazos y los
labios como buscando aire; los cerró violentamente alrededor de la cabeza de doña
Andrea, a quien besó en la frente con un beso frenético; se irguió como si
quisiera levantarse, con los brazos al cielo; cayó sobre el respaldo del
asiento, estremeciéndosele el cuerpo horrendamente, como cuando en tormenta
furiosa un barco arrebatado sacude la cadena que lo sujeta al muelle; se le llenó
de sangre todo el rostro, como si en lo interior del cuerpo se le hubiese roto
el vaso que la guarda y distribuye; y blanco, y sonriendo, con la mano
casualmente caída sobre el mango de su guitarra, quedó muerto. Pero nunca se
lo quiso decir doña Andrea a Manuelillo, a quien contaban que el padre no
escribía porque sufría de reumatismo en las manos, para que no le entrase el
miedo por las angustias de la casa, y quisiese venir a socorrerlas,
interrumpiendo antes de tiempo sus estudios. Y era también que doña Andrea
conocía que su pobre hijo había nacido comido de aquellas ansias de redención
y evangélica quijotería que le habían enfermado el corazón al padre, y acelerado su
muerte, y como en la tierra en que vivían había tanto que redimir, y tanta
cosa cautiva que libertar, y tanto entuerto que poner derecho, veía la buena
Madre, con espanto, la hora de que su hijo volviese a su patria, cuya hora, en
su pensar, sería la del sacrificio de Manuelillo.
-¡Ay! -decía
doña Andrea-, una vez que un amigo, de la casa le hablaba con esperanzas del
porvenir del hijo. Él será infeliz, y nos hará aun más infelices sin
quererlo. Él quiere mucho a los demás, y muy poco a sí mismo. Él no sabe
hacer víctimas, sino serlo. Afortunadamente, aunque de todos modos, por
desdicha de doña Andrea, Manuelillo había partido de la tierra antes de volver
a ver la suya propia, ¡detrás de la palma encendida!
¿Quién que
ve un vaso roto, o un edificio en ruina, o una palma caída, no piensa en las
viudas? A don Manuel no le habían bastado las fuerzas, y en tierra extraña
esto había sido mucho, más que para ir cubriendo decorosamente con los
productos de su trabajo las necesidades domésticas. Ya el ayudar a Manuelillo a
mantenerse en España le había puesto en muy grandes apuros.
Estos tiempos
nuestros están desquiciados, y con el derrumbe de las antiguas vallas sociales
y las finezas de la educación, ha venido a crearse una nueva y vastísima clase de
aristócratas de la inteligencia, con
todas las necesidades de parecer y gustos ricos que de ella vienen, sin que haya
habido tiempo aun, en lo rápido del vuelco, para que el cambio en la organización
y repartimiento de las fortunas corresponda a la brusca alteración en las
relaciones sociales, producidas por las libertades políticas y la vulgarización
de los conocimientos. Una hacienda ordenada es el fondo de la felicidad
universal. Y búsquese en los pueblos, en las casas, en el amor mismo más
acendrado y seguro, la causa de tantos trastornos y rupturas, que los oscurecen
y afean, cuando no son causa del apartamiento, o de la muerte, que es otra forma
de él: la hacienda es el estómago de la felicidad. Maridos, amantes, personas
que aun tenéis que vivir y anheláis prosperar: ¡organizad bien vuestra
hacienda!
De este desequilibrio, casi universal hoy, padecía la casa de don Manuel, obligado con
sus medios de hombre pobre a mantenerse, aunque sin ostentación ni despilfarro,
como caballero rico. ¿Ni quién se niega, si los quiere bien, a que sus hijos
brillantes e inteligentes, aprendan esas cosas de arte, el dibujar, el pintar,
el tocar piano, que alegran tanto la casa, y elevan, si son bien comprendidas y
caen en buena tierra, el carácter de quien las posee, esas cosas de arte que
apenas hace un siglo eran todavía propiedad casi exclusiva de reinas y princesas?
¿Quién que ve a sus pequeñines finos y delicados, en virtud de esa aristocracia del espíritu
que en estos tiempos nuevos han sustituido a la aristocracia degenerada de la
sangre, no gusta de vestirlos de linda manera, en acuerdo con el propio buen
gusto cultivado, que no se contenta con falsificaciones y bellaquerías, y de
modo que el vestir complete y revele la distinción del alma de los queridos niños?
Uno, padrazo ya, con el corazón estremecido y la frente arrugada, se contenta
con un traje negro bien cepillado y sin manchas, con el cual, y una cara
honrada, se está bien y se es bien recibido en todas partes; pero, ¡para la
mujer, a quien hemos hecho sufrir tanto! ¡para los hijos, que nos vuelven locos
y ambiciosos, y nos ponen en el corazón la embriaguez del vino, y en las manos
el arma de los conquistadores! ¡para ellos, oh, para ellos, todo nos parece
poco!
De manera
que, cuando don Manuel murió, solo había en la casa los objetos de su uso y
adorno, en que no dejaba de adivinarse más el buen gusto que la holgura, los
libros de don Manuel, que miraba la madre como pensamientos vivos de su esposo,
que debían guardarse íntegros a su hijo ausente, y los enseres de la escuela,
que un ayudante de don Manuel, que apenas le vio muerto se alzó con la mayor parte de
sus discípulos, halló manera de comprar a la
viuda, abandonada así por el que en conciencia debió continuar ayudándola, en
una suma corta, la mayor, sin embargo, que después de la muerte de don Manuel
se vio nunca en aquella pobre casa. Hacen pensar en las viudas las palmas caídas.
Este o aquel amigo, es verdad, querían saber de vez en cuando qué tal le iba yendo a la
pobre señora. ¡Oh! se interesaban mucho por su suerte. Ya ella sabía: en
cuanto le ocurriese algo no tenía más que mandar. Para cualquier cosa, para
cualquier cosa estaban a su disposición. Y venían en visita solemne, en día
de fiesta, cuando suponían que había gente en la casa; y se iban haciendo
muchas cortesías, como si con la ceremonia de ellas quisiesen hacer olvidar la
mayor intimidad que podría obligarlos a prestar un servicio más activo. Da
espanto ver cuán sola se queda una casa en que ha entrado la desgracia: da
deseos de morir.
¿Qué se haría doña Andrea, con tantas hijas, dos de ellas ya crecidas; con el hijo en España,
aunque ya el noble mozo había prohibido, aun suponiendo a su padre vivo, que le
enviasen dinero? ¿qué se haría con sus hijas pequeñas, que eran, las tres,
por lo modestas y unidas, la gala del colegio; con Leonor, la última flor de
sus entrañas, la que las gentes detenían en la calle para mirarla a su placer,
asombradas de su hermosura?
¿qué se haría doña Andrea? Así, cortado el tronco, se secan las ramas del
árbol, un tiempo verdes, abandonadas sobre la tierra. ¡Pero los libros de don
Manuel no! esos no se tocaban: nada más que a sacudirlos, en la piececita que
les destinó en la casa pobrísima que tomó luego, permitía la señora que
entrasen una vez al mes. O cuando, ciertos domingos, las demás niñas iban a
casa de alguna conocida a pasar la tarde, doña Andrea se entraba sola en la
habitación, con Leonor de la mano, y allí a la sombra de aquellos tomos,
sentada en el sillón en que murió su marido, se abandonaba a conversaciones
mentales, que parecían hacerle gran bien, porque salía de ellas en un estado
de silenciosa majestad, y como más clara de rostro y levantada de estatura; de
tal modo que las hijas cuando volvían de su visita, conocían siempre, por la
mayor blandura en los ademanes, y expresión de dolorosa felicidad de su rostro,
si doña Andrea había estado en el cuarto de los libros. Nunca Leonor parecía
fatigada de acompañar a su madre en aquellas entrevistas: sino que, aunque ya
para entonces tenía sus diez años, se sentaba en la falda de su madre,
apretada en su regazo o abrazada a su cuello, o se echaba a sus pies, reclinando
en sus rodillas la cabeza, con cuyos cabellos finos jugaba la viuda, distraída. De vez en
cuando, pocas vedes, la cogía doña Andrea en un brusco movimiento en sus
brazos, y besando con locura la cabeza de la niña rompía en amarguísimos
sollozos. Leonor, silenciosamente, humedecía en todo este tiempo la mano de su
madre con sus besos.
De España se
trajo pocas cosas don Manuel, y doña Andrea menos, que era de familia hidalga y
pobre. Y todo, poco a poco, para atender a las necesidades de la casa, fue
saliendo de ella: hasta unas perlas margaritas que había llevado de América a
Salamanca un tío, abuelo de doña Andrea, y un aguacate de esmeralda de la
misma procedencia, que recibió de sus padres como regalo de matrimonio; hasta
unas cucharas y vasos de plata que se estrenaron cuando se casó la madre de don
Manuel, y este solía enseñar con orgullo a sus amigos americanos, para probar
en sus horas de desconfianza de la libertad, cuánto más sólidos eran los
tiempos, cosas y artífices de antaño.
Y todas las maravillas de la casa fueron cayendo en manos de inclementes compradores; una
escena autógrafa de El Delincuente Honrado de Jovellanos; una colección
de monedas romanas y árabes de Zaragoza, de las cuales las árabes estimulaban la
fantasía y avivaban las miradas de Manuelillo cada vez que el padre le permitía
curiosear en ellas; una carta de doña Juana la Loca, que nunca fue loca, a
menos que amar bien no sea locura, y en cuya carta, escrita de manos del
secretario Passamonte, se dicen cosas tan dignas y tan tiernas que dejaban
enamorados de la reina a los que las leían, y dulcemente conmovidas las entrañas.
Así se fueron otras dos joyas que don Manuel había estimado mucho, y mostraba con la
fruición de un goloso que se complace traviesamente en hacer gustar a sus
amigos un plato cuya receta está decidido a no dejarles conocer jamás: un
estudio en madera de la cabeza de San Francisco, de Alonso Cano, y un dibujo de
Goya, con lápiz rojo, dulce como una cabeza del mismo Rafael.
Con las cucharas de plata se pagó un mes la casa; la esmeralda dio para tres meses; con
las monedas fueron ayudándose medio año. Un desvergonzado compró la cabeza,
en un día de angustia, en cinco pesos. Un tanto se auxiliaban con unos cuantos
pesos que, muy mal cobrados y muy regañados, ganaban doña Andrea y las hijas
mayores enseñando a algunas niñas pequeñas del barrio pobre donde habían ido
a refugiarse en su penuria. Pero el dibujo de Goya, ese si se vendió bien. Ese, él solo, produjo
tanto como las margaritas y las cucharas de plata, y el aguacate. El dibujo de
Goya, única prenda que no se arrepintió doña Andrea de haber vendido, porque
le trajo un amigo, lo compró Juan Jerez; Juan Jerez que cuando murió en Madrid
Manuelillo, y la madre extremada por los gastos en que la puso una enfermedad
grave de su niña Leonor, se halló un día pensando con espanto en que era
necesario venderlos, compró los libros a doña Andrea, mas no se los llevó
consigo, sino que se los dejó a ella «porque él no tenía donde ponerlos, y
cuando los necesitase, ya se los pediría». Muy ruin tiene que ser el mundo, y
doña Andrea sabía de sobra que suele ser ruin, para que ese día no hubiese
satisfecho su impulso de besar a Juan la mano.
Pero Juan, joven rico y de padres y amistades que no hacían suponer que buscase esposa en
aquella casa desamparada y humilde, comprendió que no debía ser visita de
ella, donde ya eran alegría de los ojos y del corazón, más por lo honestas
que por lo lindas, las dos niñas mayores, y muy distraído el pensamiento en
cosas de la mayor alteza, y muy fino y generoso, y muy sujeto ya por el
agradecimiento del amor que le mostraba a su prima Lucía, ni visitaba
frecuentemente la casa de doña Andrea, ni hacía alarde de no visitarla, como que le llevó
su propio médico cuando la enfermedad de Leonor, y volvió cuando la venta de
los libros, y cuando sabía alguna aflicción de la señora, que con su influjo,
el no con su dinero que solía escasearle, podía tener remedio.
* * *
Lo que, como un lirio de noche en una habitación oscura, tuvo en medio de todas estas agonías
iluminada el alma de doña Andrea, y le aseguró en su creencia bondadosa en la
nobleza de la especie humana, fue que, ya porque en realidad le apenase la
suerte de la viuda, ya porque creyera que había de parecer mal, siendo como el
don Manuel bien querido, y maestro como ella, que permitieran la salida de sus
hijas del colegio por falta de paga, la directora del Instituto de la Merced, el
más famoso y rico del país, hizo un día, en un hermoso coche, una visita, que
fue muy sonada, a casa de doña Andrea, y allí le dijo magnánimamente, cosa
que enseguida vociferó y celebró mucho la prensa, que las tres niñas recibirían
en su colegio, si ella no lo mandaba de otro modo, toda su educación, como
externas, sin gasto alguno. Aquella vez sí que doña Andrea, sin los
miramientos que en el caso de Juan habían más tarde de impedírselo, cubrió
de besos la mano de la directora, quien la trató con una hermosa bondad pontificia, y
como una mujer inmaculada trata a una culpable, tras de lo cual se volvió muy oronda a
su colegio, en su arrogante coche.
Es verdad que las niñas no decían a doña Andrea que, aunque no las había en el colegio más
aplicadas que ellas, ni que llevaran los vestiditos más blancos y bien
cuidados, ni que, en la clase y recreo mostrasen mayor compostura, los vales a
fin de semana, y los primeros puestos en las competencias, y los premios en los
exámenes, no eran nunca para ellas; los regaños, sí. Cuando la niña del
ministro había derramado un tintero, de seguro que no había sido la niña del
ministro, ¿cómo había de ser la hija del ministro? había sido una de las
tres niñas del Valle. La hija de Mr. Floripond, el poderoso banquero, la fea,
la huesuda, la descuidada, la envidiosa Iselda, había escondido, donde no
pudiese ser hallado, su caja de lápices de dibujar: por supuesto, la caja no
aparecía: «¡Allí todas las niñas tenían dinero para comprar sus cajas! ¡las
únicas que no tenían dinero allí eran las tres del Valle!» y las
registraban, a las pobrecitas, que se dejaban registrar con la cara llena de lágrimas,
y los brazos en cruz, cuando por fortuna la niña de otro banquero, menos rico
que Mr. Floripond, dijo que había visto a Iselda poner la caja de lápices en
la bolsa de Leonor.
Pero tan buenas, y serviciales fueron, tan apretaditas
se sentaban siempre las tres, sin jugar, o jugando entre sí, en la hora de
recreo; con tal mansedumbre obedecían los mandatos más destemplados e
injustos; con tal sumisión, por el amor de su madre, soportaban aquellos
rigores, que las ayudantes del colegio, solas y desamparadas ellas mismas,
comenzaron a tratarlas con alguna ternura, a encomendarles la copia de las
listas de la clase, a darles a afilar sus lápices, a distinguirlas con esos
pequeños favores de los maestros que ponen tan orondos a los niños, y que las
tres hijas de del Valle recompensaban con una premura en el servirlos y una
modestia y gracia tal, que les ganaba las almas más duras. Esta bondadosa
disposición de las ayudantes subió de punto cuando la directora, que no tenía
hijos, y era aun una muy bella mujer, dio muestras de aficionarse tan
especialmente a Leonor, que algunas tardes la dejaba a comer a su mesa, enviándola
luego a doña Andrea con un afectuoso recado; y un domingo la sacó a pasear en
su carruaje, complaciéndose visiblemente aquel día en responder con su mejor
sonrisa a todos los saludos.
Porque los que poseen una buena condición, si bien la persiguen implacablemente en los demás
cuando por causa de la posición o edad de estos, teman que lleguen a ser
rivales, se complacen, por el contrario, por una especie de prolongación de egoísmo y
por una fuerza de atracción que parece incontrastable y de naturaleza divina,
en reconocer y proclamar en otros la condición que ellos mismos poseen, cuando
no puede llegar a estorbarles.
Se aman y admiran a sí propios en los que, fuera ya de este peligro de rivalidad, tienen
las mismas condiciones de ellos. Los miran como una renovación de sí mismos,
como un consuelo de sus facultades que decaen, como si se viesen aun a sí
propios tales como son aquellas criaturas nuevas, y no como ya van siendo ellos.
Y las atraen a sí, y las retienen a su lado, como si quisiesen fijar, para que
no se les escapase, la condición que ya sienten que los abandona. Hay, además,
gran motivo de orgullo en oír celebrar la especie de mérito por que uno se
distingue.
Verdad es que no había tampoco mejor manera de llamar la atención sobre sí que llevar cerca
a Leonor. ¡Qué mirada, que parecía una plegaria! ¡Qué óvalo el del rostro,
más perfecto y puro! ¡Qué cutis, que parecía que daba luz! ¡Qué encanto en
toda ella, y qué armonía! De noche doña Andrea, que como a la menor de sus
hijas la tuvo siempre en su lecho, no bien la veía dormida, la descubría para
verla mejor; le apartaba los cabellos de la frente y se los alzaba por detrás para mirarle
el cuello, le tomaba las manos, como podía tomar dos tórtolas, y se las besaba cuidadosamente; le
acariciaba los pies, y se los cubría a lentos besos.
Alfombra hubiera querido ser doña Andrea, para que su hija no se lastimase nunca los
pies, y para que anduviese sobre ella. Alfombra, cinta para su cuello, agua,
aire, todo lo que ella tocase y necesitase para vivir, como si no tuviese otras
hijas, quería ser para ella doña Andrea. Solía Leonor despertarse cuando su
madre estaba contemplándola de esta manera; y entreabriendo dichosamente los
ojos amantes y atrayéndola a sí con sus brazos, se dormía otra vez, con la
cabeza de su madre entre ellos; de su madre que apenas dormía.
¡Cómo no padecería la pobre señora cuando la directora del colegio, estando ya Leonor
en sus trece años, la vino a ver, como quien hace un gran servicio, y en verdad
para el porvenir de Leonor lo era, para que lo permitiese retener a Leonor en el
colegio como alumna interna! En el primer instante, doña Andrea se sintió caer
al suelo, y, sin palabras, se quedó mirando a la directora fijamente, como a
una enemiga. De pensarlo no más, ya le pareció que le habían sacado el corazón
del pecho.
Balbuceó las gracias. La directora entendió que aceptaba.
-Leonor, doña Andrea, está destinada por su hermosura a llamar la atención de una manera
extraordinaria. Es niña todavía, y ya ve usted cómo anda por la ciudad la
fama de su belleza. Usted comprende que a mí me es más costoso tenerla en el
colegio como a interna; pero creo de mi deber, por cariño a usted y al señor
don Manuel, acabar mi obra.
Y la madre parecía que quería adelantar una objeción; y la mujer hermosa, que en
realidad, en fuerza de la plácida beldad de Leonor, había concebido por ella
un tierno afecto, decía precipitadamente estas buenas razones, que la madre veía
lucir delante de sí, como puñales encendidos.
-Porque usted ve, doña Andrea, que la posición de Leonor en el mundo, va a ser sumamente
delicada. La situación a que están ustedes reducidas las obliga a vivir
apartadas de la sociedad, y en una esfera en que, por su misma distinción
natural y por la educación que está recibiendo, no puede encontrar marido
proporcionado para ella. Acabando de educarse en mi colegio como interna, se
rozará mucho más, en estos tres años, con las niñas más elegantes y ricas
de la ciudad, que se harán sus amigas íntimas; yo misma iré cuidando
especialmente de favorecer aquellas amistades que le puedan convenir más cuando
salga al mundo, y le ayuden a mantenerse en una esfera a que de otro modo, sin más
que su belleza, en la posición en que ustedes están, no podría
llegar nunca. Hermosa e inteligente como es, y moviéndose en buenos círculos,
será mucho más fácil que inspire el respeto de jóvenes que de otro modo la
perseguirían sin respetarla, y encuentre acaso entre ellos el marido que la
haga venturosa. ¡Me espanta, doña Andrea -dijo la directora que observaba el
efecto de sus palabras en la pobre madre-, me espanta pensar en la suerte que
correría Leonor, tan hermosa como va a ser, en el desamparo en que tienen
ustedes que vivir, sobre todo si llegase usted a faltarle! Piense usted en que
necesitamos protegerla de su misma hermosura.
Y la directora, ya apiadada del gran dolor reflejado en las facciones de doña
Andrea, que no tenía fuerzas para abrir los labios, ya deseosa de alcanzar con
halagos su anhelo, había tomado las manos de doña Andrea, y se las acariciaba
bondadosamente.
Entró Leonor en este instante, y en el punto de verla, fue como si los torrentes de llanto
apretados por la agonía se saliesen al fin de sus ojos; no dijo palabras, sino
inolvidables sollozos; y se lanzó al encuentro de su hija, y se abrazó con
ella estrechísimamente.
-Yo no iré, mamá, yo no iré -le decía Leonor al oído-, sin que lo oyese la directora;
aunque ya Leonor le había dicho a esta que, si quería doña Andrea, ella
quería ir.
A los pocos momentos doña Andrea, pálida, sentada ya junto a Leonor, a quien tenía de la
mano, pudo por fin hablar. ¡Porque era ceder a cuanto le quedaba de don Manuel,
a aquellas noches queridas suyas de silencio, en que su alma, a solas con su
amargura y con su niña, recordaba y vivía; porque conforme se había ido
apartando de todo, en sus hijas, y en Leonor, como un símbolo de todas ellas,
se había refugiado, con la tenacidad de las almas sencillas que no tienen
fuerza más que para amor; porque dar a Leonor era como dar todas las luces y
todas las rosas de la vida!
Por fin pudo hablar, y con una voz opaca y baja, como de quien habla de muy lejos, dijo:
-Bueno, señora, bueno. Y Dios le pagará su buena intención. Leonor se quedará en el colegio.
Y ya hemos visto en los comienzos de esta historia que estaba Leonor a punto de salir de él.
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