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Martí, el escritor
Amistades
funestas |
¿De qué ha de estar hablando toda la ciudad, sino de Sol del Valle? Era como la mañana que
sigue al día en que se ha revelado un orador poderoso. Era como el amanecer de
un drama nuevo. Era esa conmoción inevitable que, a pesar de su vulgaridad ingénita,
experimentan los hombres cuando aparece súbitamente ante ellos alguna cualidad
suprema. Después se coligan todos, en silencio primero, abiertamente luego, y
dan sobre lo que admiraron. Se irritan de haber sido sorprendidos. Se
encolerizan sordamente, por ver en otro la condición que no poseen. Y mientras
más inteligencia tengan para comprender su importancia, más la abominan, y al
infeliz que la alberga. Al principio, por no parecer envidiosos, hacen como que
la acatan: y, como que es de fuertes no temer, ponen un empeño desmedido en
alabar al mismo a quien envidian, pero poco a poco, y sin decirse nada, reunidos
por el encono común, van agrupándose, cuchicheando, haciéndose revelaciones.
Se ha exagerado. Bien mirado, no es lo que se decía. Ya se ha visto eso mismo.
Esos ojos no deben ser suyos. De seguro que se recorta la boca con carmín. La línea
de la espalda no es bastante pura. No, no es bastante pura. Parece como que hay
una verruga en la espalda. No es verruga, es lobanillo. No es lobanillo, es joroba. Y acaba la
gente por tener la joroba en los ojos, de tal modo que llega de veras a verla en
la espalda, ¡porque la lleva en sí! Ea; eso es fijo: los hombres no perdonan
jamás a aquellos a quienes se han visto obligados a admirar.
Pero allá, en un rincón del pecho, duerme como un portero soñoliento la necesidad de la
grandeza. Es fama que, para dar al champaña su fragancia, destilan en cada
botella, por un procedimiento desconocido, tres gotas de un licor misterioso. Así
la necesidad de la grandeza, como esas tres gotas exquisitas, está en el fondo
del alma. Duerme como si nunca hubiese de despertar, ¡oh, suele dormir mucho!
¡oh, hay almas en que el portero no despierta nunca! Tiene el sueño pesado, en
cosas de grandeza, y sobre todo en estos tiempos, el alma humana. Mil
duendecillos, de figuras repugnantes, manos de araña, vientre hinchado, boca
encendida, de doble hilera de dientes, ojos redondos y libidinosos, giran
constantemente alrededor de portero dormido, y le echan en los oídos jugo de
adormideras, y se lo dan a respirar, y se lo untan en las sienes, y con pinceles
muy delicados le humedecen las palmas de las manos, y se les encuclillan sobre
las piernas, y se sientan sobre el respaldo del sillón, mirando hostilmente a
todos lados, para que nadie se acerque a despertar al portero: ¡mucho suele dormir la
grandeza en el alma humana!
Pero cuando despierta, y abre los brazos, al primer movimiento pone en fuga a la
banda de duendecillos de vientre hinchado. Y el alma entonces se esfuerza en ser
noble, avergonzada de tanto tiempo de no haberlo sido. Solo que los duendecillos
están escondidos detrás de las puertas, y cuando les vuelve a picar el hambre,
porque se han jurado comerse al portero poco a poco, empiezan a dejar escapar
otra vez el aroma de las adormideras, que a manera de cendales espesos va
turbando los ojos y velando la frente del portero vencido; y no ha pasado mucho
tiempo desde que puso a los duendes en fuga, cuando ya vuelven estos en confusión,
se descuelgan de las ventanas, se dejan caer por las hojas de las puertas, salen
de bajo las losas descompuestas del piso, y abriendo las grandes bocas en una
risa que no suena, se le suben agilísimamente por las piernas y brazos, y uno
se le para en un hombro, y otro se le sienta en un brazo, y todos agitan en
alto, con un ruido de rata que roe, las adormideras. Tal es el sueño del alma
humana.
¿De qué ha de estar hablando toda la ciudad, sino de Sol del Valle?
De ella, porque hablan de la fiesta de anoche: de ella, porque la fiesta alcanzó
inesperadamente, a influjo de aquella niña ayer desconocida, una elevación
y entusiasmo que ni los mismos que contribuyeron a ello volverían
a alcanzar jamás. Tal como suelen los astros juntarse en el cielo, ¡ay! para
chocar y deshacerse casi siempre, así, con no mejor destino, suelen encontrarse
en la tierra, como se encontraron anoche, el genio, y ese otro genio, la
hermosura.
* * *
De fama singular había venido precedido a la ciudad el pianista húngaro
Keleffy. Rico
de nacimiento, y enriquecido aun más por su arte, no viajaba, como otros, en
busca de fortuna. Viajaba porque estaba lleno de águilas, que le comían el
cuerpo, y querían espacio ancho, y se ahogaban en la prisión de la ciudad.
Viajaba porque casó con una mujer a quien creyó amar, y la halló luego como
una copa sorda, en que las armonías de su alma no encontraban eco, de lo que le
vino postración tan grande que ni fuerzas tenía aquel músico-atleta, para
mover las manos sobre el piano: hasta que lo tomó un amigo leal del brazo, y le
dijo «Cúrate», y lo llevó a un bosque, y lo trajo luego al mar, cuyas músicas
se le entraron por el alma medio muerta, se quedaron en ella, sentadas y con la
cabeza alta, como leones que husmean el desierto, y salieron al fin de nuevo al
mundo en unas fantasías arrebatadas que en el barco que lo llevaba por los
mares improvisaba Keleffy, las que eran tales, que si se cerraban los ojos cuando se
las oía, parecía que se levantaban por el aire, agrandándose conforme subían, unas estrellas muy
radiosas, sobre un cielo de un negro hondo y temible, y otras veces, como que en
las nubes de colores ligeros iban dibujándose unas como guirnaldas de flores
silvestres, de un azul muy puro, de que colgaban unos cestos de luz: ¿qué es
la música sino la compañera y guía del espíritu en su viaje por los
espacios? Los que tienen ojos en el alma, han visto eso que hacían ver las
fantasías que en el mar improvisaba Keleffy: otros hay, que no ven, por lo que
niegan muy orondos que lo que ellos no han visto, otros lo vean. Es seguro que
un topo no ha podido jamás concebir un águila.
Keleffy viajaba por América, porque le habían dicho que en nuestro cielo del Sur lucen
los astros como no lucen en ninguna otra parte del cielo, y porque le hablaban
de unas flores nuestras, grandes como cabeza de mujer y blancas como la leche,
que crecen en los países del Atlántico, y de unas anchas hojas que se crían
en nuestra costa exuberante, y arrancan de la madre tierra y se tienden
voluptuosamente sobre ella, como los brazos de una divinidad vestida de
esmeraldas, que llamasen, perennemente abiertas, a los que no tienen miedo de
amar los misterios y las diosas.
Y aquel dolor de vivir sin cariño, y sin derecho para inspirarlo ni aceptarlo, puesto que
estaba ligado a una mujer a quien no amaba; aquel dolor que no dormía, ni tenía
paces, ni le quería salir del pecho, y le tenía la fantasía como apretada por
serpientes, lo que daba a todo su música un aire de combate y tortura que solía
privarla del equilibrio y proporción armoniosa que las obras durables de arte
necesitan; aquel dolor, en un espíritu hermoso que, en la especie de peste
amatoria que está enllagando el mundo en los pueblos antiguos, había salvado,
como una paloma herida, un apego ardentísimo a lo casto; aquel dolor, que a
veces con las manos crispadas se buscaba el triste músico por sobre el corazón,
como para arrancárselo de raíz, aunque se tuviera que arrancar el corazón con
él; aquel dolor no le dejaba punto de reposo, le hacía parecer a las veces
extravagante y huraño, y aunque por la suavidad de su mirada y el ardor de su
discurso se atrajese desde el primer instante, como un domador de oficio, la
voluntad de los que le veían, poco a poco sentía él que en aquellos afectos
iba entrando la sorda hostilidad con que los espíritus comunes persiguen a los
hombres de alma superior, y aquella especie de miedo, si no de terror, con que
los hombres, famélicos de goces, huyen, como de un apestado, de quien, bajo la
pesadumbre de un infortunio, ni sabe dar alegrías, ni tiene el ánimo dispuesto a compartirlas.
* * *
Ya en la ciudad de nuestro cuento, cuya gente acomodada había ido toda, y en más de una
ocasión, de viaje por Europa, donde apenas había casa sin piano, y, lo que es
mejor, sin quien tocase en él con natural buen gusto, tenía Keleffy numerosos
y ardientes amigos; tanto entre los músicos sesudos, por el arte exquisito de
sus composiciones, como entre la gente joven y sensible, por la melodiosa
tristeza de sus romanzas. De modo que cuando se supo que Keleffy venía, y no
como un artista que se exhibe sino como un hombre que padece, determinó la
sociedad elegante recibirle con una hermosísima fiesta, que quisieron fuese
como la más bella que se hubiera visto en la ciudad, ya porque del talento de
Keleffy se decían maravillas, ya porque esta buena ciudad de nuestro cuento no
quería ser menos que otras de América, donde el pianista había sido
ruidosamente agasajado.
En la «casa de mármol» dispusieron que se celebrase la gran fiesta: con un tapiz rojo
cubrieron las anchas escaleras; los rincones, ya en las salas, ya en los patios,
los llenaron de palmas; en cada descanso de la escalera central había un enorme
vaso chino lleno de plantas de camelia en flor; todo un saloncito, el de recibir, fue colgado
de seda amarilla; de higares ocultos
por cortinas venía un ruido de fuentes. Cuando se entraba en el salón, en
aquella noche fresca de la primavera, con todos los balcones abiertos a la
noche, con tanta hermosa mujer vestida de telas ligeras de colores suaves, con
tanto abanico de plumas, muy de moda entonces, moviéndose pausadamente, y con
aquel vago rumor de fiesta que comienza, parecía que se entraba en un enorme
cesto de alas. La tapa del piano, levantado para dar mayor sonoridad a las
notas, parecía, como dominándolas a todas, una gran ala negra.
Keleffy, que discernía la suma de verdadero afecto mezclada en aquella fiesta de la
curiosidad y sentía desde su llegada a América como si constantemente
estuviesen encendidos en su alma dos grandes ojos negros; Keleffy a quien fue
dulce no hallar casa, donde sus últimos dolores, vaciados en sus romanzas y
nocturnos, no hubiesen encontrado manos tiernas y amigas, que se las devolvían
a sus propios oídos como atenuados y en camino de consuelo, porque «en Europa
se toca -decía Keleffy-, pero aquí se acaricia el piano»; Keleffy, que no
notaba desacuerdo entre el casto modo con que quería él su magnífico arte, y
aquella fiesta discreta y generosa, en que se sentía el concurso como penetrado
de respeto, en la esfera inquieta y deleitosa de lo extraordinario; Keleffy, aunque de una
manera apesarada y melancólica, y más de
quien se aleja que de quien llega, tocó en el piano de madera negra, que bajo
sus manos parecía a veces salterio, flauta a veces, y a veces órgano, algunas
de sus delicadas composiciones, no aquellas en que se hubiera dicho que el mar
subía en montes y caía roto en cristales, o que braceaba un hombre con un
toro, y le hendía el testuz, y le doblaba las piernas, y lo echaba por tierra,
sino aquellas otras flexibles fantasías que, a tener color, hubieran sido pálidas,
y a ser cosas visibles, hubiesen parecido un paisaje de crepúsculo.
* * *
En esto, se oyó en todo el salón un rumor súbito, semejante al que en días de fiestas
nacionales se oye en la muchedumbre de las plazas cuando rompe en un ramo de
estrellas en el aire un fuego de artificio. ¡Ya se sabía que en el Instituto
de la Merced había una niña muy bella! que era Sol del Valle; ¡pero no se sabía
que era tan bella! Y fue al piano; porque ella era la discípula querida del
Instituto y ninguna como ella entendía aquella plegaria de Keleffy, «¡Oh,
madre mía», y la tocó, trémula al principio, olvidada después en su música
y por esto más bella; y cuando se levantó del piano, el rumor fue de asombro
ante la hermosura de la niña, no ante el talento de la pianista, no común por otra parte;
y Keleffy la miraba, como si con ella se fuese ya una parte de él; y, al verla andar, la
concurrencia aplaudía, como si la música no hubiera cesado, o como si se
sintiese favorecida por la visita de un ser de esferas superiores, u orgullosa
de ser gente humana, cuando había entre los seres humanos tan grande hermosura.
¿Cómo era? ¡Quién lo supo mejor que Keleffy! La miró, la miró con ojos desesperados y
avarientos. Era como una copa de nácar, en quien nadie hubiese aun puesto los
labios. Tenía esa hermosura de la aurora, que arroba y ennoblece. Una palma de
luz era. Keleffy no la hablaba, sino la veía. La niña, cuando se sentó al
lado de la directora, casi rompió en lágrimas. La revelación, la primera
sensación del propio poder, lisonjea y asusta. Se tuvo miedo la niña, y aunque
muy contenta de sí, halagada por aquel rumor como si le rozasen la frente con
muy blandas plumas, se sintió sola y en riesgo, y buscó con los ojos, en una
mirada de angustia a doña Andrea, ¡ay! a doña Andrea que, conforme iban
pasando los años, se hundía en sí misma, para ver mejor a don Manuel, de tal
manera que ya, si sonreía siempre, apenas hablaba. Se conversaba
apresuradamente. Todos los ojos estaban sobre ella. ¿Quién es? ¿Quién es?
Las mujeres no la celebraban, se erguían en sus asientos para
verla; movían rápidamente el abanico, cuchicheaban a su sombra con su compañera;
se volvían a mirarla otra vez. Los hombres, sentían en sí como una rienda
rota; y algunos, como un ala. Hablaban con desusada animación. Se juntaban en
corrillos. La median con los ojos. Ya la veían de su brazo ostentándola en el
salón, y le estrechaban el talle en el baile ardiente y atrevido; ya meditaban
la frase encomiástica con que habían de deslumbrar al ser presentados a ella.
«¿Conque esa es Sol del Valle?». «¿En qué casas visita?». «¿Va a casa
de Lucía Jerez?». «Juan Jerez es amigo de la señora». «Allí está Juan
Jerez; que nos presente». «Yo soy amigo de la directora: vamos». «¿Quién
nos presentará a ella?». ¡Pobre niña! Su alcoba no la vio nunca como la
dejaron aquellos curiosos. No es para la mayor parte de los hombres una obra
santa, y una copa de espíritu la hermosura; sino una manzana apetitosa. Si
hubiera un lente que permitiese a las mujeres ver, tales como les pasean por el
cráneo los pensamientos de los hombres, y lo que les anda en el corazón, los
querrían mucho menos.
Pero no era un hombre, no, el que con más insistencia, y un cierto encono mezclado ya de
amor, miraba a Sol del Valle, y con dificultad contenía el llanto que se le venía
a mares a los ojos, abiertos, en los que se movían los párpados apenas. La conocía en aquel
momento, y ya la amaba y la odiaba. La quería como a una hermana; ¡qué
misterios de estas naturalezas bravías e iracundas! y la odiaba con un
aborrecimiento irresistible y trágico. Y cuando un caballero apuesto y cortés,
que saludaba mucha gente a su paso, se acercó, por lo mismo que vivía en
esfera social más alta, más que a saludar, a proteger a Sol del Valle, cuando
Juan Jerez llegó al fin al lado de la niña, y Lucía Jerez, que era quien de
aquella manera la miraba, los vio juntos, cerró los ojos, inclinó la cabeza
sobre el hombro como quien se muere; se le puso todo el rostro amarillo; y solo
al cabo de algún tiempo, al influjo del aire que agitaban sus compañeras con
los abanicos, volvió a abrir los ojos, que parecían turbios, como si hubiera
cruzado por su pensamiento un ave negra.
Y Keleffy en aquellos instantes tenía subyugada y muda a la concurrencia. Allí sus
esperanzas puras de otros tiempos; sus agonías de esposo triste; el desorden de
una mente que se escapa; el mar sereno luego; la flora toda americana, ardiente
y rica; el encogimiento sombrío del alma infeliz ante la naturaleza hermosa;
una como invasión de luz que encendiese la atmósfera, y penetrase por los
rincones más negros de la tierra, y a través de las ondas de la mar, a sus cuevas de azul
y corales; una como águila herida, con
una llaga en el pecho que parecía una rosa, huyendo, a grandes golpes de ala,
cielo arriba, con gritos desesperados y estridentes. Así, como un espíritu que
se despide, tocó Keleffy el piano. Jamás pudo tanto, ni nadie le oyó así
segunda vez. Para Sol era aquella fantasía; para Sol, a quien ni volvería a
ver nunca, ni dejaría de ver jamás. Solo los que persiguen en vano la pureza,
saben lo que regocija y exalta el hallarla. Solo los que mueren de amor a la
hermosura entienden cómo, sin vil pensamiento, ya a punto de decir adiós para
siempre a la ciudad amiga, tocó aquella noche en el piano Keleffy. Pero tocó
de tal manera que, aun para la gente inculta, es todavía aquel un momento
inolvidable. «Nos llevaba como un triunfador», decía un cronista al día
siguiente, «sujetos a su carro. ¿Adónde íbamos? nadie lo sabía. Ya era un
rayo que daba sobre un monte, como el acero de un gigante sobre el castillo
donde supone a su dama encantada; ya un león con alas, que iba de nube en nube;
ya un sol virgen que de un bosque temido, como de un nido de serpientes, se
levanta; ya un recodo de selva nunca vista, donde los árboles no tenían hojas,
sino flores; ya un pino colosal que, con estruendo de gemidos, se quebraba; era
una grande alma que se abría. Mucho se había hecho admirar el apasionado
húngaro en el comienzo de la fiesta; mas, aquella arrebatadora
fantasía, aquel desborde de notas; ora plañideras, ora terribles, que parecían
la historia de una vida, aquella, que fue su última pieza de la noche, porque
nadie después de ella osó pedirle más, vino tan inmediatamente después de la
aparición de la señorita Sol del Valle, orgullo desde hoy de la ciudad que
todos reconocimos en la improvisación maravillosa del pianista el influjo que
en él, como en cuantos anoche la vieron, con su vestido blanco y su aureola de
inocencia, ejerció la pasmosa hermosura de la niña. Nace bien esta beldad
extraordinaria, con el genio a sus plantas».
* * *
Dos amigas están sentadas a la sombra de la magnolia, nuestra antigua conocida. En un sillón
está sentada Lucía. Otras sillas de mimbre esperan a sus dueñas, que andan
preparando dulces por los adentros de la casa, o con Ana, que no está bien hoy.
Está muy pálida. No se espera gente de afuera aquella tarde; Juan Jerez no está
en la ciudad: fue el viernes a defender en el tribunal de un pueblo vecino los
derechos de unos indios a sus tierras, y aun no ha vuelto. Lucía hubiera estado
más triste, si no hubiera tenido a su amiga a su lado. Juan no puede venir.
Ferrocarril no hay hoy. A caballo, es muy lejos. A los pies de Lucía, en una banqueta, con los
brazos cruzados sobre las rodillas de la niña, ¿quién es la que está
sentada, y la mira con largas miradas, que se entran por el alma como reinas
hermosas que van a buscar en ella su aposento, y a quedarse en ella; y la deja
jugar con su cabeza, cuya cabellera castaña destrenza y revuelve, y alisa luego
hacia arriba con mucho cuidado, de modo que se le vea el noble cuello? A los
pies de Lucía está Sol del Valle.
* * *
Desde la noche de la fiesta de Keleffy, Lucía y Sol se han visto muchas veces. ¿De
conocerla, cómo había de librarse, en estas ciudades nuestras en que todo el
mundo se conoce? Aquella misma noche, y no fue Juan por cierto, Lucía, muy
adulada por la directora del Instituto de la Merced, de donde había salido tres
años antes, se vio en brazos de Sol, que la miraba llena de esperanza y
ternura. Se levantó la directora y llevó a Sol de la mano a donde Lucía
estaba, taciturna. Las vio venir, y se echó atrás.
-¡Vienen a mí, a mí! -se dijo.
-Lucía, aquí te traigo una amiga, para que te la pongas en el corazón, y me la cuides como
cosa de tu casa. En tus manos la puedo dejar: tú no eres envidiosa.
Y a Sol se le encendía el rostro, sin saber qué decir, y a Lucía se le desvanecía el
color, buscando en balde fuerzas con que mover la mano y abrir los labios en una
sonrisa.
-Pero esto no ha de ser así, no.
Y la directora puso el brazo de Sol en el de Lucía, y acompañadas de miradas
celosas, se refugió por algunos momentos con ellas en un balcón, cuya baranda
de granito estaba oculta bajo una enredadera florecida de rosas salomónicas. El
balcón era grande y solemne; la noche, ya muy entrada, y el cielo, cariñoso y
locuaz, como se pone en nuestros países cuando el aire está claro, y parece
como que platican y se hacen visitas las estrellas.
-Y ante todo, Lucía y Sol, dense un beso.
-Mira, Lucía -dijo la directora juntando en sus manos las de las los niñas y hablando como
si no estuviese Sol con ellas, quien se sentía las mejillas ardientes, y el
pecho apretado con lo que la maestra iba diciendo, tanto, que por un instante
vio el cielo todo negro, y como que desde su casita la estaba llamando doña
Andrea-. Mira, Lucía, tú sabes cómo entra en la vida Sol del Valle, como lo
sabe todo el mundo. Su padre se ha muerto. Su madre está en la mayor pobreza.
Yo, que la quiero como a una hija, he procurado educarla para que se salve del
peligro de ser hermosa siendo tan pobre.
Sintió Lucía en aquel instante como si la mano de Sol le temblase en la suya, y hubiese hecho
un movimiento por retirarla y ponerse en pie.
-Señora...
-No, no, Lucía. La que va a ser mujer de Juan Jerez...
La sombra de una de las cortinas de la enredadera, que flotaba al influjo del aire, escondió
en este instante el rostro de Sol.
-... merece que yo ponga en sus manos, para que me la enseñe al mundo a su lado y me la
proteja, la joya de la casa con que ha sido Juan Jerez tan bueno.
Aquí la cortina flotante de la enredadera cubrió con su sombra el rostro de Lucía.
-Juan...
-Juan ha sido muy bueno -dijo como con cierta prisa voluntaria la directora-. Él apenas
conoce a Sol, porque ha ido muy poco a casa de doña Andrea; pero como es tan
generoso, se alegrará de que tú ampares a esta niña, con el respeto de tu
casa, de los que, porque la verán desvalida...
Más blanco que su vestido pudo verse en este momento, el rostro de Sol.
-... querrán faltarle al respeto. Ya Sol ha acabado su colegio; pero para que mi obra no
quede incompleta, voy a dejarla en él como profesora, y así ayudará a su madre a llevar
los gastos de la casa, y le
hemos tomado ya a doña Andrea una casita mejor, cerca del Instituto. Yo espero
-añadió la señora gravemente, y como si las estrellas no estuviesen brillando
en el cielo-, que Sol será una buena maestra. Yo, Lucía, no podré llevarla a
todas partes, porque ya he dejado de ser joven, y los cuidados del colegio me lo
impiden; pero quiero que tú hagas mis veces, y ya lo sabes -dijo con una ligera
emoción en la voz dando un beso en la mejilla de Lucía-, cuídamela. Que
sientan que el que no pueda llegar hasta ti, no puede llegar hasta ella. Cuando
haya una fiesta, llévala. Ella se vestirá siempre linda, porque yo la he enseñado
a hacérselo todo y es maestra en coser. Convídala a tu casa, para que nadie
tenga reparo en convidarla a la suya: que el que entra en tu casa puede entrar
en todas partes. Sol es tan bonita como agradecida.
-Sí, sí, señora -interrumpió Lucía que en sus mejillas propias estaba sintiendo la palidez de
las de Sol-. Yo la llevaré conmigo. Yo sí, yo sí, ahora mismo la presentaré
a todas mis amigas. Iremos juntas la Semana Santa. No me digas que no, Sol.
Iremos al teatro siempre juntas.
Y el cariño le iba creciendo con las palabras, que decía amontonadamente, como si tuviese
prisa por olvidarse de algo, o quisiese vengarse de sí misma.
-Bueno, vamos entonces, que yo veo que la gente curiosea porque estamos cuchicheando tanto
tiempo. Vamos.
Sol no hablaba. Lucía, como que quería defenderla de la directora, que entraba ya en
el salón con su paso pomposo.
-Enseguida, señora, enseguida. Entre usted y detrás vamos nosotras. Voy a coger dos rosas
de esta enredadera: esta para Sol -y se la prendió con mucha ternura, mirándola
amorosamente en los ojos-; esta, que es la menos bonita, para mí.
-¡Oh, usted es tan buena!
-¿Usted? No, Sol, yo soy tu hermana. No hagas caso de lo que dice la directora. Yo te querré
siempre como una hermana -y abrió los brazos, y apretó en ellos a Sol, a la
que llevaba sin miedo, prestísimamente.
-¡Oh! -dijo Sol de pronto ahogando un grito. Y se llevó la mano al seno, y la sacó con la
punta de los dedos roja. Era que al abrazarla Lucía, se le clavó en el seno
una espina de la rosa.
Con su propio pañuelo secó Lucía la sangre, y de brazo las dos entraron en la sala. Lucía
también estaba hermosa.
* * *
-¿Cómo entenderte, Lucía? -decía Juan a su prima unos quince días después de la
noche de la fiesta,con una intención severa en las palabras que él con Lucía nunca
había usado-. Desde hace unos quince días, espera, creo que me acuerdo, desde
la noche de Keleffy, te encuentro tan injusta, que a veces, creo que no me
quieres.
-¡Juan! ¡Juan!
-Bueno, Lucía: tú sí me quieres. Pero ¿qué te hago yo que explique esas durezas tuyas de
carácter, para mí que vengo a ti como viene el sediento a un vaso de ternuras?
Más cariño no puedes desear. Pensar, yo sí pienso en todo lo más difícil y
atrevido; pero querer, Lucía, yo no quiero más que a ti. Yo he vivido poco;
pero tengo miedo de vivir y sé lo que es, porque veo a los vivos. Me parece que
todos están manchados, y en cuanto alcanzan a ver un hombre puro empiezan a
correrle detrás para llenarle la túnica de manchas. La verdad es que yo, que
quiero mucho a los hombres, vivo huyendo de ellos. Siento a veces una melancolía
dolorosa. ¿Qué me falta? La fortuna me ha tratado bien. Mis padres me viven.
Me es permitido ser bueno. Y además, te tengo -le dijo tomándola, cariñosamente
de la mano que Lucía le abandonó como apenada y absorta.
-Te tengo, y de ti me vienen, y en ti busco, las fuerzas frescas que necesito para que el
corazón no se me espante y debilite. Cada vez que me asomo a los hombres, me echo atrás
como si viera un abismo; pero de
cada vez que vengo a verte, saco un brío para batallar y un poder de perdón
que hacen que nada me parezca difícil para que yo lo acometa. No te rías, Lucía;
pero es la verdad. ¿Tú has leído unos versos de Longfellow que se llaman «Excelsior»?
Un joven, en una tempestad de nieve, sube por un puerto pobre, montaña arriba,
con una bandera en la mano que dice: «Excelsior». No te sonrías: yo sé que
sabes tú latín: «¡Más alto!». Un anciano le dice que no vaya adelante, que
el torrente ruge abajo y la tempestad ¡se viene encima: «¡Más alto!». Una
joven linda, ¡no tan linda como tú!, le dice: «Descansa la cabeza fatigada en
mi seno». Y al joven se le humedecen los ojos azules, pero aparta de sí a la
enamorada y le dice: «¡Más alto!».
-¡Ah no! pero tú no me apartarás a mí de ti. Yo te quito la bandera de las manos. Tú
te quedas conmigo. ¡Yo soy lo más alto!
-No, Lucía: los dos juntos llevaremos la bandera. Yo te tomo para todo el viaje. Mira que,
como soy bueno, no voy a ser feliz. ¡No te me canses! -y le besó la mano.
Lucía le acariciaba con los ojos la cabeza.
-Y el joven al fin siguió adelante: y los monjes lo hallaron muerto al día siguiente,
medio sepultado en la nieve; pero con la mano asida a la bandera, que decía: «¡Más alto!».
Pues bien, Lucía: cuando no te me
pones majadera, cuando no me haces lo que ayer, que me miraste de frente como
con odio y te burlaste de mí y de mi bondad, y sin saberlo llegaste hasta dudar
de mi honradez, cuando no te me vuelves loca como ayer, me parece cuando salgo
de aquí, que me brilla en las manos la bandera. Y veo a todo el mundo pequeño,
y a mí como un gigante dichoso. Y siento mayor necesidad, una vehemente
necesidad de amar y perdonar a todo el mundo. En la mujer, Lucía, como que es
la hermosura mayor que se conoce, creemos los poetas hallar como un perfume
natural todas las excelencias del espíritu; por eso los poetas se apegan con
tal ardor a las mujeres a quienes aman, sobre todo a la primera a quien quieren
de veras, que no es casi nunca la primera a quien han creído querer, por eso
cuando creen que algún acto pueril o inconsiderado las desfigura, o imaginan
ellos alguna frivolidad o impureza, se ponen fuera de sí, y sienten unos
dolores mortales, y tratan a su amante con la indignación con que se trata a
los ladrones y a los traidores, porque como en su mente las hicieran
depositarias de todas las grandezas y claridades que apetecen, cuando creen ver
que no las tienen, les parece que han estado usurpándoles y engañándoles con
maldad refinada, y creen que se derrumban como un monte roto, por la tierra, y mueren
aunque sigan viviendo,
abrazados a las hojas caídas de su rosa blanca. Los poetas de raza mueren. Los
poetas segundones, los tenientes y alféreces; de la poesía, los poetas
falsificados, siguen su camino por el mundo besando en venganza cuantos labios
se les ofrecen, con los suyos, rojos y húmedos en lo que se ve, ¡pero en lo
que no se ve tintos de veneno! Vamos, Lucía, me estás poniendo hoy muy
hablador. Tú ves, no lo puedo evitar. Si me oyeran otras gentes, dirían que
era un pedante. Tú no lo dices, ¿verdad? Es que en cuanto estoy algún tiempo
cerca de ti, de ti que nadie ha manchado, de ti en quien nadie ha puesto los
labios impuros, de ti en quien mido yo como la carne de todas mis ideas y como
una almohada de estrellas donde reclino, cuando nadie me ve, la cabeza cansada,
estas cosas extrañas, Lucía, me vienen a los labios tan naturalmente que lo
falso sería no recordarlas. Por fuera me suelen acusar de que soy rebuscado y
exagerado, y tú habrás notado que ya yo hablo muy poco. ¿Qué culpa tengo yo
de que sea así mi naturaleza, y de que al influjo de tu cariño enseñe todas
sus flores?
Y le besó las dos manos, como pudiera un niño haber besado dos tórtolas.
Así, aunque
no parezca cierto, suelen hablar y sentir algunos seres «vivos y efectivos», como
dicen las lápidas de los nichos en que están enterrados los oficiales militares muertos en el
servicio de la corona española. Así exactamente, y sin quitar ni poner ápice,
era como sentía y hablaba Juan Jerez.
* * *
-Tú me perdonas, Juan -dijo Lucía antes de que hubieran pasado algunos momentos, bajos
los ojos y la voz, como pecador contrito que pide humildemente la absolución de
su pecado-. Juan yo no sé que es, ni sé para qué te quiero, aunque si sé que
te quiero por lo mismo que vivo, y que si no te quisiera no viviría. Y mira,
Juan, te miento; ahora mismo te estoy mintiendo, yo creo que no sé por qué te
quiero, pero debo saberlo muy bien, sin notarlo yo, porque sé por qué pueden
quererte los demás. Y como si te conocen, han de quererte como yo te quiero, ¡no
me regañes Juan! ¡yo no quisiera que tú conocieses a nadie! ¡Yo te querría
mudo, yo te querría ciego: así no me verías más que a mí, que le cerraría
el paso a todo el mundo, y estaría siempre ahí, y como dentro de ti, a tus
pies donde quisiera estar ahora! ¿Tú me perdonas, Juan? Luego, yo no soy
soberbia, y no creo que yo solo soy hermosa: ¡tú dices que yo soy hermosa! yo
sé que fuera de mí hay muchas cosas y muchas personas bellas y grandes; yo sé que
no están en mí todas las hermosuras de la tierra, y como a ti te caben en el alma todas, y eres
tan bueno que te he visto recoger las flores pisadas en las calles y ponerlas con mucho cuidado
donde nadie las pise, creo, Juan, que yo no te basto, que cualquier cosa o
persona hermosa, te gustaría tanto como yo, y odio un libro si lo lees, y un
amigo si lo vas a ver, y una mujer si dicen que es bella y puedes verla tú.
Quisiera reunir yo en mí misma todas las bellezas del mundo, y que nadie más
que yo tuviera hermosura alguna sobre la tierra. Porque te quiero, Juan, lo odio
todo. Y yo no soy mala, Juan; yo me avergüenzo de eso, y luego me entran
remordimientos, y besaría los pies de los que un momento antes quería no ver
vivos, y de mi sangre les daría para que viviesen si se muriesen; ¡pero hay
instantes, Juan, en que odio a todas las cosas, a todos los hombres y a todas
las mujeres! ¡Oh, a todas las mujeres! Cuando no estás a mi lado, y pienso en
alguien que pueda agradar tus ojos u ocupar tu pensamiento, creémelo, Juan; ¡ni
sé lo que veo, ni sé qué es lo que me posee, pero me das horror, Juan y te
aborrezco entonces, y odio tus mismas cualidades, y te las echo en cara, como
ayer, para ver si llegas tú a odiarlas, y a no ser tan bueno, y si así no te
quieren! Eso es, Juan, no es más que eso. A veces, y te lo diré a ti solo, sufro tanto
que me tiendo en el suelo en mi cuarto,
cuando no me ven, como una muerta. Necesito sentir en las sienes mucho tiempo el
frío del mármol. Me levanto, como si estuviera por dentro toda despedazada. Me
muero de una envidia enorme por todo lo que tú puedas querer y lo que pueda
quererte. Yo no sé si eso es malo, Juan: ¿tú me perdonas?
La magnolia, nuestra antigua conocida oyó, a las últimas luces de la tarde, el final de
esta conversación congojosa.
* * *
Lindo es el montecito que domina por el Este a la ciudad, donde a brazo partido lucharon
antaño, macana contra lanza y carne contra hierro, el jefe de los indios y el
jefe de los castellanos, y de barranco en barranco abrazados, matándose y admirándose
iban cayendo, hasta que al fin, ya exhausto, e hiriéndose con su propia macana
la cabeza, cayó el indio a los pies del español, que se levantó la visera,
dejando ver el rostro bañado en sangre, y besó al indio muerto en la mano.
Luego, como que era recio de subir, le escogieron para sus penitencias los
devotos, y es fama que por su falda pedregosa subían de rodillas en lo más
fuerte del sol, los penitentes, contando el rosario.
Vinieron gentes nuevas, y como que el monte es corto y de forma bella, y desde él se ve a la ciudad,
con sus casas bajas, de patios de arbolado, como una gran cesta de esmeraldas y ópalos,
limpiaron de piedras y yerbajos la tierra que, bien abonada, no resultó
ingrata; y de la mejor parte del monte hicieron un jardín que entre los pueblos
de América no tiene rival, puesto que no es uno de esos jardinuelos de flores
enclenques, y arbustos podados, con trocitos de césped entre enverjados de
alambre, que más que cosa alguna dan idea de esclavitud y artificio, y de los
que con desagrado se aparta la gente buena y discreta; sino uno como bosque de
nuestras tierras, con nuestras propias y grandes flores y nuestros árboles
frutales, dispuestos con tal arte que están allí con gracia y abandono, y en
grupos irregulares y como poco cuidados, de tal manera que no parece que
aquellos bambúes, plátanos y naranjos han sido llevados allí por las manos de
jardinero, ni aquellos lirios de agua, puestos como en montón que bordan el
estrecho arroyo cargado de aguas secas, fueron allí trasplantados como en
realidad fueron: antes bien, parece que todo aquello floreció allí de suyo y
con libre albedrío, de modo que allí el alma se goza y comunica sin temor, y
no bien hay en la ciudad una persona feliz, ya necesita ir a decírselo al
montecito que nunca se ve solo, ni de día ni de noche.
Por allí, en la tarde en que vamos caminando, halló Pedro Real razón para encontrarse a
caballo, el cual dejó en la cumbre, mientras que, golpeándose con el
latiguillo los botines, se perdía, sin recordar el cuadro de Ana, por la calle
de los lirios. Por allí, y sin saber por cierto que Pedro andaba cerca, acababa
Adela, con tres amigas suyas, que estrenaban unos sombreros de paja crema
adornados con lilas, de bajar del carruaje, que en la cumbre, con los caballos,
esperaba. Por allí, sin que lo supiese Adela tampoco, aunque sí lo sabía
Pedro, andaban lentamente, con las dos niñas menores, Sol y doña Andrea: doña
Andrea, que desde que el colegio le devolvió a su Sol y podía a su sabor
recrear los ojos, con cierto pesar de verle el alma un poco blanda y perezosa,
en aquella niña suya de «cutis tan trasparente -decía ella- como una nube que
vi una vez, en París, en un medio punto de Murillo», andaba siempre hablando
consigo en voz baja, como si rezase; y otras regañaba por todo, ella que no
regañaba antes jamás, pues lo que quería en realidad, sin atreverse, era regañar
a Sol, de quien se encendía en celos y en miedos, cada vez que oía
preparativos de fiesta o de paseo, que por cierto no eran muchos, pero sobrados
ya para que temiese con justicia doña Andrea por su tesoro. Ni con el mayor
bienestar que con el sueldo de Sol en el colegio había entrado en la casa, se contentaba
doña Andrea; y a veces se dio la gran injusticia de que aquella hermosura que ella tanto mimaba,
y que desde la infancia de la niña cuidaba ella y favorecía, se la echase en cara
como un pecado, que le llevó un día a prorrumpir en este curiosísimo despropósito,
que a algunas personas pareció tan gracioso como cuerdo: «Si Manuel viviera, tú
no serías tan hermosa». Enojábase, doña Andrea, cuando oía, allá por la
hora en que Sol volvía con una criada anciana del colegio, la pisada atrevida
del caballo de cierto caballero que ella muy especialmente aborrecía; y si Sol
hubiese mostrado, que nunca lo mostró, deseos de ver la arrogante cabalgadura,
fuera de una vez que se asomó sonriendo y no descontenta, a verla pasar detrás
de sus persianas, es seguro que por allí hubieran encontrado salida las
amarguras de doña Andrea, que miraba a aquel gallardísimo galán, a Pedro
Real, como a abominable enemigo. Ni a galán alguno hubiera soportado doña
Andrea, cuyos pesares aumentaba la certidumbre de que aquel que ella hubiera
querido por tenerlo muy en el alma, que poseyese a su Sol, no sería de Sol
nunca, por lo alto que estaba, y porque era ya de otra. Mas aquella mansísima
señora se estremecía cuando pensaba que, por parecer proporcionados en la gran
hermosura externa, pudiesen algún día acercarse en amores aquel catador de labios encendidos y
aquella copa de vino nuevo. Sentía fuerzas viriles doña Andrea, y determinación de emplearlas,
cada vez que el caballo de Pedro Real piafaba sobre los adoquines de la calle.
¡Como si los cuerpos enseñasen el alma que llevan dentro! Una vez, en una
habitación recamada de nácar, se encontró refugiado a un bandido. Da horror
asomarse a muchos hombres inteligentes y bellos. Se sale huyendo, como de una
madriguera. Y ya se sabía por toda la ciudad, con envidia de muchas locuelas,
que tras de Sol del Valle había echado Pedro Real todos sus deseos, sus ojos
melodiosos, su varonil figura, sus caballos caracoleadores, sus ímpetus de
enamorado de leyenda. Y lo despótico de la afición se le conocía en que,
bruscamente, y como si no hubiera estado perturbando con vislumbres de amor sus
almas nuevas, cesó de decir gallardías, a afectar desdenes a aquellas que más
de cerca le tuvieron desde su llegada de París, ya porque de público se las señalase
como las conquistas más apetecidas, ya porque lo picante de su trato le diese fácil
ocasión para aquellas conversaciones salpimentadas que son muy de uso entre
aquellos de nuestros caballeros jóvenes que han visto tierras, y suplen con lo
atrevido del discurso la escasez de la gracia y el intelecto. La conversación
con las damas ha de ser de plata fina, y trabajada en filigrana leve, como la trabajan en
Génova y México.
En ser visto donde Sol del Valle había de verlo, ponía Pedro Real el mayor cuidado; en que
no se la viera sin que se le viese a él; si al teatro, bajo el palco a que fue
Sol, que fue el de la directora, y no más que dos veces, estaba la luneta de
Pedro; si en Semana Santa, por donde Sol iba con Lucía y Adela, Pedro, sin
piedad por Adela, aparecía. Decirle, nada le había dicho. Ni escribirle. Ni
nadie afectaba, al saludarla en público, encogimiento y moderación mayores. Y
parecía más arrogante, porque no iba tan pulido. Ni le decía, ni le escribía;
pero quería llenarle el aire de él. A la salida del teatro, la segunda noche
que fue a él Sol, ofrecía un pequeñuelo de sombrero de pita y pies descalzos
un ramo de camelias color de rosa, que eran allí muy apreciadas y caras. Y en
el punto en que salió Sol, y con rapidez tal que pareció a todos cosa artística,
tomó el ramo Pedro Real, lo deshizo de modo que las camelias cayeron al suelo,
casi a los pies de Sol, y dijo, como si no quisiera ser oído más que del amigo
que tenía al lado: «Puesto que no es de quien debe ser, que no sea de nadie».
Y como la fantasía que la hermosura de Sol arrancó a Keleffy era ya a manera
de leyenda en la ciudad, Pedro Real, con tacto y profundidad mayores de los que
pudieran suponérsele, compró, para que nadie volviese a tocar en él, el piano en que
habían tocado aquella noche Sol y Keleffy.
* * *
Sonaban por la ciudad alegremente las chirimías, los pífanos y los tambores. Los balcones
de la calle de la Victoria eran cestos de rosas, con todas las damas y niñas de
la ciudad asomadas a ellos. Por cada bocacalle entraba en la de la Victoria, con
su banda de tamborines a la cabeza, una compañía de milicianos. Unos llevaban
pantalón blanco de dril, con casaquín de lana perla, cruzado el pecho de
anchas correas blancas, con asta plateada. Otros iban de blanco y rojo, blanco
el pantalón, la casaca roja. Iban otros más de ciudadanos, y aunque menos
brillantes, más viriles: llevaban un pantalón de azul oscuro y uno como gabán
corto y justo, cerrado con doble hilera de botones de oro por delante: el
sombrero era de fieltro negro de alas anchas, con un delgado cordón de oro, que
caía con dos bellotas a la espalda. En las esquinas iban las compañías
tomando puesto. ¡Qué conmovedoras las banderas rotas! ¡Qué arrogantes, y
como sacerdotes, los que las llevaban! Parecían altos aunque no lo fueran. No
parecían bien, cerca de aquellos pabellones desgarrados, los banderines de seda
y flores de oro en que con letras de realce iban bordados los números de las
compañías. ¡Qué correr desalados, el de los muchachos por las calles! Verdad que
hasta los hombres mayores, periódico en mano y bastón al aire, corrían. A
algunos, se les saltaban las lágrimas. Parecía como que de adentro empujaba
alguien a las gentes. Cuando una banda sonaba a distancia, como si estuviera yéndose,
los muchachos, aun los más crecidos, corrían tras ella, con la cara
angustiada, como si se les fuera la vida. Y los más pequeños, cruzando de un
lado para otro, mirados desde los balcones, parecían los granos sueltos de un
racimo de uvas. Las nueve serían de la mañana, y el cielo estaba alegre, como
si le pareciese bien lo que sucedía en la tierra. Era el día del año señalado
para llevar flores a las tumbas de los soldados muertos en defensa de la
independencia de la patria. Entre compañía y compañía, iban carros enormes
en la procesión, tirados por caballos blancos, y henchidos de tiestos de
flores. Allá en el cementerio había, sobre cada tumba, clavada una bandera.
¿Qué caballerín, de los elegantes de la ciudad, no estaba aquella mañana, con un
ramo de flores en el ojal, saludando a las damas y niñas desde su caballo? Los
estudiantes, no, esos no estaban por las calles, aunque en los balcones tenían
a sus hermanas y a sus novias: los estudiantes estaban en la procesión,
vestidos de negro, y entre admirados y envidiosos de los muertos a quienes iban a visitar, porque
estos, al fin, ya habían muerto en defensa de su patria, pero ellos todavía
no: y saludaban a sus hermanas y novias en los balcones, como si se despidieran
de ellas. Los estudiantes fueron en masa a honrar a los muertos. Los estudiantes
que son el baluarte de la Libertad, y su ejército más firme. Las universidades
parecen inútiles, pero de allí salen los mártires y los apóstoles. Y en
aquella ciudad ¿quién no sabía que cuando había una libertad en peligro, un
periódico en amenaza, una urna de sufragio en riesgo, los estudiantes se reunían,
vestidos como para fiesta, y descubiertas las cabezas y cogidos del brazo, se
iban por las calles pidiendo justicia; o daban tinta a las prensas en un sótano,
e imprimían lo que no podían decir; se reunían en la antigua Alameda, cuando
en las cátedras querían quebrarles los maestros el decoro, y de un tronco hacían
silla para el mejor de entre ellos, que nombraban catedrático, y al amor de los
árboles, por entre cuyas ramas parecía el cielo como un sutil bordado, sentado
sobre los libros decía con gran entusiasmo sus lecciones; o en silencio, y
desafiando la muerte, pálidos como ángeles, juntos como hermanos, entraban por
la calle que iba a la casa pública en que habían de depositar sus votos, una
vez que el Gobierno no quería que votaran más que sus secuaces, y fueron cayendo uno
a uno, sin echarse atrás, los unos sobre los otros, atravesados pechos y
cabezas por las balas, que en descargas nutridas desataban sobre ellos los
soldados? Aquel día quedó en salvo por maravilla Juan Jerez, porque un tío de
Pedro Real desvió el fusil de un soldado que le apuntaba. Por eso, cuando los
estudiantes pasaban en la procesión, vestidos de negro, con una flor amarilla
en el ojal, los pañuelos de todos los balcones soltábanse al viento, y los
hombres se quitaban los sombreros en la calle, como cuando pasaban las banderas;
y solían las niñas desprenderse del pecho, y echar sobre los estudiantes, sus
ramos de rosas.
En un balcón, con sus dos hermanas mayores y la directora, estaba Sol del Valle. En otro, con
un vestido que la hacía parecer como una imagen de plata, una linda imagen
pagana, estaba Adela. Más allá, donde Sol y Adela podían verlas, ocupaba un
ancho balcón, amparado del sol por un toldo de lona, Lucía con varias personas
de la familia de su madre, y Ana. En una silla de manos habían traído a Ana
hasta la casa. Muy mala estaba, sin que ella misma lo supiese bien; estaba muy
mala. Pero ella quería ver, «con su derecho de artista, aquella fiesta de los
colores; a la tierra le faltaba ahora color, ¿verdad, Juan? Mira, si no,
como todo el mundo se viste de negro. Quiero oír música, Lucía: quiero oír
mucha música. Quiero ver las banderas al viento». Y allí estaba en el ancho
balcón, vestida de blanco, muy abrigada, como si hubiese mucho frío, mirando
avariciosamente, como si temiera no volver a ver lo que veía, y sintiendo como
dentro del pecho, porque no se las viesen, le estaban cayendo las lágrimas.
Lucía distinguió a Sol, y miró si estaba en el balcón, o dentro, Juan Jerez. Sol,
no bien vio a Lucía, no quitó de ella los ojos, para que supiese que estaba
allí, y cuando le pareció que Lucía la estaba viendo, la saludó cariñosamente
con la mano, a la vez que con la sonrisa y con los ojos. Prefería ella que Lucía
la mirase, a que la miraran los jóvenes mejor conocidos en la ciudad, que
siempre hallaban manera de detenerse más de lo natural frente a su balcón. A
Pedro Real, pagó con un movimiento de cabeza, su humilde saludo, cuando pasó a
caballo; y no lo vio con pena, ni con afecto que debiera afligir a doña Andrea,
todo lo cual vio Adela desde su balcón, aunque estaba de espaldas. Pero Lucía
se había entrado por el alma de Sol, desde la noche en que le pareció sentir
goce cuando se clavó en su seno la espina de la rosa. Lucía, ardiente y despótica,
sumisa a veces como una enamorada, rígida y frenética enseguida sin causa aparente, y bella
entonces como una rosa roja, ejercía,
por lo mismo que no lo deseaba, un poderoso influjo en el espíritu de Sol, tímido
y nuevo. Era Sol como para que la llevasen en la vida de la mano, más preparada
por la Naturaleza para que la quisiesen que para querer, feliz por ver que lo
eran los que tenía cerca de sí, pero no por especial generosidad, sino por
cierta incapacidad suya de ser ni muy venturosa ni muy desdichada. Tenía el
encanto de las rosas blancas. Un dueño le era preciso, y Lucía fue su dueña.
Lucía había ido a verla; a buscarla en su coche para que paseasen juntas; a que fuese a su
casa a que la conociera Ana; y Ana la quiso retratar; pero Lucía no quiso «porque
ahora Ana estaba fatigada, y la retrataría cuando estuviese más fuerte», lo
que, puesto que Lucía lo decía, no pareció mal a Sol. Lucía fue a vestirla
una de las noches que iba Sol al teatro, y no fue ella: ¿por qué no iría
ella? Juan Jerez tampoco fue esa noche; y por cierto que esa vez Lucía le llevó,
para que lo luciese, un collar de perlas: «A mí no me lo conocen, Sol: yo
nunca me pongo perlas»; pero doña Andrea, que ya había comenzado a dar
muestras de una brusquedad y entereza desusadas, tomó a Lucía por las dos
manos con que estaba ofreciendo el collar a Sol, que no veía mucho pecado en
llevarlo, y mirando a la amiga de su hija en los ojos, y apretando sus manos con cariño a la vez
que con firmeza, le dijo con acento que dejaba pocas dudas: «No, mi niña, no»,
lo que Lucía entendió muy bien, y quedó como olvidado el collar de perlas. A
la mañana siguiente, a la hora de que Sol fuese a sus clases, fue Lucía a
buscarla para que diesen una vuelta en el coche por cerca del colegio, y le
preguntó con ahínco sobresaltado y doloroso, que a quién vio, que quién subió
a su palco, que a quién llamó la atención, que dónde estaba Pedro Real: «¡Oh!
Pedro Real, tan buen mozo; ¿no te gusta Pedro Real? Yo creo que Pedro Real
llamaría la atención en todas partes. Has visto cómo desde que te conoce no
se ocupa de nadie Pedro Real»; pero pronto acabó de hablar de esto Lucía. Quién
estaba en el teatro, no le importaba mucho saberlo: Juan no había estado; pero
¿a la salida quién estaba? ¿no recuerdas quién estaba a la salida? ¿Estaba...?
y no acababa de preguntar quién había estado. Ni sabía Sol por quién le
preguntaba. No: Sol no había visto a nadie. Iba muy contenta. La directora la
había tratado con mucho cariño. Sí, Pedro Real había estado; pero no a
saludarla: nadie había subido a saludarla. La habían mirado mucho. Decían que
el cónsul francés había dicho una cosa muy bonita de ella. Pero al salir, no,
no vio a nadie. Sol quería llegar pronto, porque se había quedado triste doña
Andrea. Y al llegar en esta conversación al colegio, Lucía besó a Sol con
tanta frialdad, que la niña se detuvo un momento mirándola con ojos dolorosos,
que no apearon el ceño de su amiga. Y de pronto, por muchos días, cesó Lucía
de verla. Sol se había afligido, y doña Andrea no; aunque la ponía orgullosa
que le quisiesen a su hija; pero Lucía no: ella no veía nunca con gusto a Lucía.
Un día antes de la procesión Lucía había vuelto a la casa de Sol. Que la
perdonase. Que Ana estaba muy sola. Que Sol estaba más linda que nunca. «Mira,
mañana te mandaré la camelia más linda que tenga en casa. Yo no te digo que
vengas a mi balcón, porque... Yo sé que tú vas al balcón de la directora.
Pero mira, vas a estar lindísima; ponte la camelia en la cabeza, a la derecha,
para que yo pueda vértela desde mi balcón». Y le tomó las manos, y se las
besó; y conforme conversaba con Sol, se pasaba suavemente la mano de ella por
su mejilla; y cuando le dijo adiós, la miraba como si supiera que corría algún
peligro, y le avisase de él, y cuando fue hacia el coche, ya se le iban
desbordando las lágrimas.
-¡Allí está, allí está! -dijo como involuntariamente, y reprimiéndose enseguida que lo había
dicho, una de las hermanas de Sol, la mayor, la que no era bella, la que no tenía más que
dos ojos muy negros y acariciadores, expresivos y dulces como los de la llama, el animal que muere
cuando le hablan con rudeza.
-¿Quién?
-No, no era nadie: Juan Jerez, en el balcón de Lucía.
-Sí, ya lo veo. Lucía está mirando para acá -y se desprendió, y volvió a prender, para
que Lucía lo notase, y supiera que pensaba en ella-. Hermanita -dijo de pronto
Sol en voz baja-; hermanita, ¿no te parece que Juan Jerez es muy bueno? Yo
quisiera verlo más. Nunca lo he visto cuando he ido a casa de Lucía. Yo no sé
qué tiene, pero me parece mejor que todos los demás. ¿Tú crees que él querrá
mucho a Lucía?
Hermanita no quería decir nada, hacía como que no oía.
-Juan Jerez iba antes algunas veces a casa, antes de que yo saliese del colegio; ¿verdad?
Cuéntame, tú que lo conoces. Yo sé que él se va a casar con Lucía, aunque
ella no me habla de él nunca; pero a mí me gusta hablar de él. A Lucía no me
atrevo a preguntarle, como ella no me dice... Él ha sido muy bueno con mamá,
¿no? ¡La directora lo quiere tanto! Mira, allí vuelve a pasar Pedro Real: ¡es
buen mozo de veras! pero yo le hallo unos ojos extraños, no son tan dulces como los de Juan.
No sé; pero el único que me dijo algo la noche de Keleffy, que no se me ha olvidado, fue Juan Jerez.
Hermanita no decía palabra. Se le habían puesto los ojos muy negros y grandes como para
contener algo que se salía a ellos.
Ella, que no miraba hacia el balcón, sentía que Juan Jerez había tenido puesta buen tiempo
su mirada larga y bondadosa en Sol. Juan, que acariciaba los mármoles, que seguía
por las calles a los niños descalzos hasta que sabía donde vivían, que
levantaba del suelo las flores pisadas, si no lo veían, y les peinaba los pétalos,
y las ponía donde no pudiesen pisarlas más. De la misma manera, y con aquel
deleite honrado que produce en un espíritu fino la contemplación de la
hermosura, había Juan mirado a Sol largamente.
Lucía no estaba allí entonces. ¡Pobre Ana! Cuando ya iban pasando los últimos
soldados, palideció, se le cubrió el rostro de sudor, cerró los ojos, y cayó
sobre sus rodillas. La llevaron cargada para adentro, a volverle el sentido.
Parecía una santa, vestida de blanco, con su cara amarilla. Lucía no se
apartaba de su lado; Ana había vuelto en sí; Lucía había mirado ya muchas
veces a la puerta, como preguntándose dónde estaría Juan. «¿En el balcón?
¡Que no esté en el balcón!». Y aun desmayada Ana, por poco no le abandona la mano.
-¡Vete, vete con Juan! -le dijo Ana, apenas abrió los ojos, y le notó el trastorno; y con
la mano y la sonrisa la echaba hacia la puerta suavemente.
-Bueno, bueno, vengo enseguida.
Y fue al balcón derechamente.
-¡Juan!
-¿Y Ana? ¿Cómo está Ana?
El balcón de la directora estaba ya vacío.
-Ya está bien: ya está bien. ¡Yo no sabía dónde tú estabas!
* * *
Y volvemos ahora al pie de la magnolia, cuando ya llevaba días de sucedido todo esto, y
Sol estaba en una banqueta a los pies de Lucía, sentada en un sillón de
hierro. Ana, con sus caprichos de madre, había querido que le llevasen aquel
domingo a Sol. «¡Es tan buena, Lucía! Tú no tienes que tenerle miedo: tú
también eres hermosa. Mira: yo veo a las personas hermosas como si fueran
sagradas. Cuando son malas no: me parecen vasos japoneses llenos de fango; pero
mientras son buenas, no te rías, me parece, cuando estoy delante de ellas, que
soy un monaguillo y que le estoy alzando la cogulla, como en la misa, a un
sacerdote. Vamos, tráeme a Sol; ¿pero es de veras que Juan no viene hoy?».
-¡Es de veras! Sí, sí; ahora mismo voy, y te traigo a Sol.
Sol vino, y otras amigas de Ana, mas no Adela. Vivía ya Ana en un sillón de enfermo,
porque andar le era penoso, y reclinarse no podía. Ya, como las tardes cuando
se está yendo la luz, tenía el rostro a la vez claro y confuso, y todo él
como bañado de una dulce bondad. Ni deseos tenía, porque de la tierra deseó
poco mientras estuvo en ella, y lo que Ana le hubiera pedido a la tierra, de
seguro que en ella no estaba, y tal vez estaría fuera de ella. Ni sentía Ana
la muerte, porque no le parecía a ella que fuese muerte aquello que dentro de sí
sentía crecientemente, y era como una ascensión. Cosas muy lindas debía ver,
conforme se iba muriendo, sin saber que las veía, porque se le reflejaban en el
rostro. La frente la tenía como de cera, alta y bruñida, y hundidas las
paredes de las sienes. Aquellos ojos eran una plegaria. Tenía fina la nariz,
como una línea. Los labios violados y secos, eran como una fuente de perdón.
No decía sino caridades. Sola, sí, no quería estar ella. Tampoco se quiere
estar solo cuando se va a entrar en un viaje: tampoco, cuando se está en las
cercanías de la boda. Es lo desconocido, y se le teme. Se busca la compañía
de los que nos aman. Y más que con otras se había encariñado Ana, en su enfermedad, con Sol, cuya
perfecta hermosura lo era más, si cabe, por aquel inocente abandono que de todo
interés y pensamiento de sí tenía la niña. Y Ana estaba mejor cuando tenía
a Sol cogida de la mano, en cuyas horas Lucía, sentada cerca de ellas, era
buena.
Dormía Ana en aquellos momentos, cuando en el patio hablaban Lucía y Sol. Hablaban del
colegio, que había dado su examen en aquella semana, y dejaba a Sol libre
durante dos meses: y a Sol no le gustaba mucho enseñar, no, «pero sí me
gusta: ¿no ves que así no pasa mamá apuros? ¡Mamá!». Y Sol contaba a Lucía,
sin ver que a esta al oírlo se le arrugaba el ceño, cómo inquietaban a doña
Andrea los cuidados de Pedro Real, de que no hablaba la señora, porque la niña
no se fijase más en él; pero ella no, ella no pensaba en eso.
-No, ¿por qué no?
-No sé: yo no pienso todavía en eso; me gusta, sí, me gusta verle pasear la calle y
cuidarse de mí; pero más me gusta venir acá, o que tú vayas a verme, y estar
con Ana y contigo. Luego, Pedro Real me da miedo. Cuando me mira, no me parece
que me quiere a mí. Yo no sé explicarlo, pero es como si quisiera en mí otra
cosa que no soy yo misma. Porque a mí me parece, ¡anda, Lucía, tú puedes decirme de eso! a mí
me parece que cuando un hombre nos quiere, debemos como vernos en sus ojos, así como si estuviéramos
en ellos, y dos veces que he visto de cerca a Pedro Real, pues no me ha parecido
encontrarme en sus ojos. ¿No es, verdad, Lucía, que cuando a uno lo quieren le
sucede a uno eso?
En la mano de Lucía se encogió de pronto el cabello de Sol con que jugaba.
-¡Ay! me haces daño.
-¿Quieres que vayamos a ver cómo está Ana?
Y ya se estaba poniendo en pie para ir a verla, y arreglándose Sol los cabellos,
aquellos cabellos suyos finos, de color castaño con reflejos dorados, cuando a
un tiempo se oyeron dos diversos ruidos: uno en el cuarto de Ana, como de mucha
gente que se moviera y hablara agitadamente, otro a la puerta de la calle,
donde, con aire desembarazado, saltaba un hombre opuesto, de una mula de camino.
-¡Juan! -murmuró Lucía, poniéndose más blanca que las camelias.
-¿Juan Jerez? -dijo Sol alegrándosele el rostro, y acabando apresuradamente de
sujetarse las trenzas.
Lucía, en pie y ceñuda, y con los ojos puestos sobre Sol, a quien turbaba aquel silencio,
aguardó apoyada en la silla de hierro, a Juan que, reparando apenas en Sol, venía hacía su
prima con las manos tendidas.
-Señorita Sol, ¿qué me le ha hecho a mi Lucía? ¿Por qué no sales a recibirme? ¿para
castigarme porque por verte hoy he andado veintidós leguas en mula?
A Lucía se le veían temblar los labios imperceptiblemente, y como crecer los ojos. Su mano
se sacudía entre las de Juan, que la miraba con asombro.
Sol hacía como que sobre una mesita un poco alejada arreglaba las flores de un vaso.
-Lucía, ¿qué tienes?
-¡Sol, Lucía, vengan! -dijo acercándose a ellas una de sus amigas que salía del cuarto de
Ana precipitadamente-. Ah, Juan, que bueno que esté aquí. Ve, Lucía, ve, yo creo que Ana se muere.
-¡Ana!
-Sí, mande enseguida por el médico.
Saltó Juan en la mula, y echó a escape. Sol ya estaba al lado de Ana, Lucía miró muy
despacio a la puerta de la calle, miró con ira a aquella por donde había
entrado Sol, y se quedó unos momentos de pie, sola en el patio, los dos brazos
caídos, y apretados a los costados, fijos los ojos delante de sí tenazmente. Y
echó a andar hacia el cuarto de Ana después de haber mirado a su alrededor a
todos los lados, como si temiese.
* * *
¡Al campo! ¡al campo! Todos van al campo. Todos, sí, todos. Adela y Pedro Real, Lucía y
Juan, y Ana y Sol. Y, por supuesto, las personas mayores que por no influir
directamente en los sucesos de esta narración no figuran en ella. ¡Al campo
todos!
El médico llegó aquel domingo en momentos en que Ana abría los ojos, que a Sol
arrodillada al borde de su cama fue lo primero que vieron.
-¡Ah, tú, Sol! -y Sol le pasaba la mano por la frente, y le apartaba de ella los cabellos
húmedos.
Lucía arreglaba las almohadas de manera que Ana pudiera estar como sentada. Sus amigas
todas rodeaban la cama, y Ana, sin fuerzas aun para hablar, les pagaba sus
miradas de angustia con otras de reconocimiento. Parecía que era dichosa. Sol
quiso retirar la mano con que tenía asida la de Ana; pero Ana la retuvo.
-¿Qué ha sido, eh, qué ha sido? Sentí como si todo un edificio se hubiese derrumbado
dentro de mí. Ya, ya pasó. Ya estoy bien. Y se le cayó la cabeza al otro lado
de las almohadas.
El médico la halló de esta manera, le puso el oído sobre el corazón, abrió de par en par
la ventana y las puertas, y aconsejó que solo quedase junto a ella la persona
que ella desease.
Ana, que parecía no oír, abrió los ojos, como si el aire le hubiese hecho bien, y
dijo:
-Juan ha llegado, Lucía.
-¿Cómo sabes?
-Vete con Juan, Lucía. Sol, tú te quedas.
Miró Sol a Lucía, como preguntándole; a Lucía, que estaba en pie al lado de la cama,
duros los labios y los brazos caídos.
Juan llamaba a la puerta en este instante, y el médico lo entró en el cuarto, de la mano.
-Venga a decirme si no es locura pensar que corre riesgo esta linda niña -y con los
ojos, desdecía el médico sus palabras-. Pero es indispensable que la enfermita
vea el campo. Es indispensable. No me pregunte usted qué remedio necesita -dijo
el médico clavando los ojos en Juan-. Mucho reposo, mucho aire limpio, mucho
olor de árboles. Llévenmela donde haya calor, estos tiempos húmedos pueden
hacerle mucho daño. Si mañana mismo pueden ustedes disponer el viaje, sea mañana
mismo. Pero, niña, no se me vaya a ir sola. Lleve gente que la quiera, y que la
arrope bien por las mañanitas y por las tardes. ¿Y esta señorita? -añadió
volviéndose a Sol-. Y creo que usted se me pone buena si lleva consigo a esta
señorita.
-Oh, sí, Sol va conmigo; ¿no, Juan?
-Por supuesto -dijo Juan vivamente, pensando con placer en que así se regocijaría Ana, cuya
afición a Sol le era ya conocida, y se daría una prueba de estimación a la
pobre viuda-: por supuesto que la llevamos. Va a ser una gala de los ojos ver ir por un caminito
de rosales que yo me sé, cogidas del brazo, a Sol, Ana y Lucía. Lucía, mañana
nos vamos. Sol, voy ahora a su casa a pedirle permiso a doña Andrea. ¿Te
parece, Lucía que invitemos a Adela y a Pedro Real? ¡Upa, Ana, upa! Allá
tengo unos inditos en el pueblo que te van a dar asunto para un cuadro
delicioso. ¿Vamos, doctor? -acarició Juan una mano de Ana, besó la de Lucía,
con un beso que la regañaba dulcemente y salió al corredor, hablando como muy
contento, con el médico.
Ana llamó a Lucía con una mirada, y así que la tuvo cerca de sí, sin decir palabra, y
sonriendo felizmente, trajo sobre su seno con un esfuerzo las manos de Lucía y
de Sol, que estaban cada una a un lado de ella, y paseando sus ojos por sobre
sus cabezas, como conversándoles, retuvo largo tiempo unidas las manos de ambas
niñas bajo las suyas.
Y Sol miró a Lucía de tan linda manera, que no bien Ana se quedó como dormida, se acercó
Lucía a Sol, la tomó por el talle cariñosamente, y una vez en su cuarto,
empezó a vaciar con ademanes casi febriles sus cajas y gavetas.
-Todo, todo, todo es para ti -y Sol quería hablar, y ella no la dejaba-. Mira, pruébate
este sombrero. Yo nunca me lo he puesto. Pruébatelo, pruébatelo. Y este, y
este otro. Esos tres son tuyos. Sí, sí, no me digas que no. Mira, trajes: uno,
dos, tres. Este es el más bonito para ti. ¿Oyes? Yo quiero mucho a Pedro
Real. Yo quiero que tú quieras a Pedro Real. Que te vea muy bonita. Que te vean
siempre más bonita que yo. Pero óyeme, a Juan no me lo quieras. Tú déjame a
Juan para mí sola. Enójalo. Trátalo mal. Yo no quiero que tú seas su amiga.
¡No, no me digas nada! sí, es chanza, sí, es chanza. ¿Ves? Este vestido
malva sí te va a estar bien. A ver, qué bien hace con tu pelo castaño. ¿Ves?
Es muy nuevo. Tiene el corpiño como un cáliz de flor, un poco recto; no como
esos de ahora, que parecen una copa de champaña: muy delgados en la cintura, y
muy anchos en los hombros. La saya es lisa; no tiene tableados ni pliegues; cae
con el peso de la seda hasta los pies. ¿Ves? a mí me está muy corta. A ti te
estará bien. Es un poco ancha, a lo Watteau. ¡Mi pastorcita! ¡mi pastorcita!
Yo nunca me la he puesto. ¿Tú sabes? A mí no me gustan los colores claros. ¡Ah!
mira: aquí tienes -y escondía algo con las dos manos cerradas detrás de su
espalda-, aquí tienes, y no te lo vas a quitar nunca, aunque se nos enoje doña
Andrea. Cierra los ojos.
Los cerró Sol venturosa de verse tan querida por su amiga, y cuando los abrió, se vio en
el brazo, e hizo por quitarse con un gesto que Lucía le detuvo, un brazalete de
cuatro aros de perlas margaritas.
-Sí, sí, es muy rico; pero yo quiero que tú lo tengas. No: nada, nada que me digas: ¿ves?
yo tengo aquí otro, de perlas negras. ¡Y nunca, nunca te lo quites! Yo quiero
ser muy buena -y la tomó de las dos manos, y la besó en las dos mejillas
apasionadamente-. ¡Ven, vamos a ver a Ana!
Y salieron del cuarto, cogidas del talle.
¡Al campo, al campo! Doña Andrea no sabe que va Pedro Real; que si lo supiese, no dejaría
ir a Sol: aunque a Juan ¿qué le negaría ella? ¡A Juan! Ese, ese era el que
ella hubiera querido para Sol. «Bueno, Juan: que no salga al sol mucho». Juan
preguntó en vano por la hermana mayor, por Hermanita. Ella estaba en la casa
cuando entró él; pero ahora no: estará en casa de alguna vecina. ¡No,
Hermanita estaba allí; estaba en el comedor, detrás de las persianas! Ella veía
a quien no la veía. «¡Cierra los ojos, Hermanita, no veas a lo que no debes
ver!». Y cuando Juan salió, las persianas se entornaron, como unos ojos que se
cierran.
¡Al campo, al campo! Cuatro mulas tiran del carruaje, con collares de plata y cencerro,
porque Ana vaya alegre: y las mulas llevan atadas en el anca izquierda unas
grandes moñas rojas, que lucen bien sobre su piel negra. El cochero es Pedro
Real, que lleva al lado a Adela, en la imperial, Juan y Lucía, adentro, con la
gente mayor, que es muy respetable, pero no nos hace falta para el curso de la novela, Ana sentada
entre almohadas, muy mejor con el gozo del viaje, con su cuaderno de apuntes en
la falda, para copiar lo que le guste del camino, que ya le perece que está
buena, y Sol a su lado, con un vestido de sedilla color de ópalo, tranquila y
resplandeciente como una estrella.
Pedro Real se mordió el bigote rizado cuando vio que no iba a ser Sol su compañera en el
pescante. Y con Adela iba muy cortés. Pero ¿Ana no necesitaría nada? Juan, ¿irá
Ana bien? Deberíamos bajar. ¡Voy a bajar un momento, a ver si Ana va bien! Bajó
muchos momentos. Y las mulas, aunque diestras, más de una vez se iban un poco
del camino, como si no estuviese bastante puesto en ellas el pensamiento del
cochero.
Era como de seis leguas el camino, y todo él a un lado y otro de tan frondosa vegetación
que no había manera de tener los ojos sino en constante regalo y movimiento.
Porque allá al fondo era un bosque de cocoteros, o una hilera de palmas lejanas
que iba a dar en la garganta de dos montes; ya era, al borde mismo del camino,
una pendiente llena de flores azules y amarillas que remataba en un río de
espumas blancas, nutrido con las aguas de la sierra, o eran ya a la distancia,
imponentes como dos mensajes de la tierra al cielo, dos volcanes dormidos, a
cuya falda serpeada por arroyuelos de agua blanca viva y traviesa, se recogían, como
siervos azotados a los pies de sus dueños, las ciudades antiguas, desdentadas y rotas, en cuyos
balcones de hierro labrado, mantenidos como por milagro sin paredes que los
sustentasen sobre las puertas de piedra, crecían en hilos que llegaban hasta el
suelo copiosas enredaderas de ipomea. De una iglesia que tuvo los techos
pintados, y dorados de oro fino de lo más viejo de América los capiteles de
los pilares, quedaba en pie, como una concha clavada en tierra por el borde, el
fondo del altar mayor, cobijado por una media bóveda: un bosquecillo había
crecido al amor del altar; la pared interior, cubierta de musgo, le daba desde
lejos apariencia de cueva formidable; y era cosa común y sumamente grata ver
salir de entre los pedruscos florecidos, al menor ruido de gente o de carruajes,
una bandada de palomas. Otra iglesia, de que no había quedado en pie más que
el crucero, tenía el domo completamente verde, y las paredes de un lado rosadas
y negras, como los bordes de una herida. Y por el suelo no podía ponerse el pie
sin que saltase un arroyo.
Llegaron a los volcanes; pasaron por las ciudades antiguas: más allá iban; y no se
detuvieron. Lucía, a la sombra de su quitasol rojo, se sentía como la señora
de toda aquella natural grandeza, y como si el mundo entero, de que tenía a los
ojos hermosa pintura, no hubiera sido fabricado más que para cantar con sus múltiples
lenguas los amores de Lucía Jerez y de su primo. Y se veía ella misma lo
interior del cráneo como si estuviese lleno de todas aquellas flores: lo que le
sucedía siempre que estaba sola, con Juan Jerez al lado. Adela y Pedro hablaban
de formalísimos sucesos, que tenían la virtud de poner a Adela contemplativa y
silenciosa, dando a Pedro ocasión para ir callado buena parte del camino, lo
cual aprovechaba él en celebrar consigo mismo animados coloquios: y a cada
instante era aquello de: «Juan, ¿cómo estará Ana? Bajaré un instante, a ver
si se le ofrece algo a Ana». Y Lucía reía, y daba por cosa cierta que, aunque
Sol era niña recatada, ya le había dicho que Pedro Real le parecía muy bien,
y se la veía que le llevaba en el alma: lo que a Juan no parecía un feliz
suceso, aunque prudentemente lo callaba. Adentro del carruaje, la dichosa Sol
era toda exclamaciones: jamás, jamás, en su vida de huérfana pobre, había
visto Sol correr los ríos, vestirse a los bosques fuertes de campanillas
moradas y azules, y verdear y florecer los campos. De un color de rosa de coral
se le teñían las mejillas, y el ónix de México no tuvo nunca mayor
transparencia que la tez fina de Sol, en aquella mañana de ventura en la
naturaleza. ¡Ay! la buena Ana sonreía mucho, pero había olvidado levantar de su falda
el cuaderno de notas.
* * *
Y de pronto sonaron unas músicas; se oscureció el camino como por una sombra grata, y
refrenaron las mulas el paso, con gran ruido de hebillas y cencerros. De un
salto estaba Pedro a la portezuela del carruaje, al lado de Sol, preguntándole
a Ana qué se le ofrecía. Pero aquí bajaron todos, y Sol misma, que se volvió
pronto al carruaje, para acompañar a Ana, y animarla a tomar del breve almuerzo
que los demás, sentados en torno de una mesa rústica, gustaban con vehemente
apetito, sazonado por chistes que el piadoso Juan encabezaba y atraía, porque
los oyese Ana desde su asiento en el coche, traído a este propósito cerca de
la mesa.
Allí, en las tazas de güiro posadas en trípodes de bejuco recién cortado de las cercanías,
hervía la leche que, a juzgar por lo fragante y espumosa, acababa de salir de
la vaca de Durham que asomó su cabeza pacífica por uno de los claros de la
enredadera. Porque era aquel lugar un lindo parador, techado y emparrado de
verdura, puesto allí por los dueños de la finca, para que los visitantes
hiciesen de veras, al llegar de la ciudad, su almuerzo a la manera campesina.
Allí el queso, que manaba la leche al ser cortado, y sabía ricamente con las
tortas de maíz humeantes que servía la indita de saya azul, envueltas en paños
blancos. Allí unos huevos duros, o blanquillos, que venían recostados, cada
uno en su taza de güiro, sobre unas yerbas de grata fragancia, que olían como
flores. Allí, en la cáscara misma del coco recién partido en dos, la leche de
la fruta, con una cucharilla de coco labrado que la desprendía de sus tazas
naturales. Y mientras duraba el almuerzo, unos indios, descalzos y en sus trajes
de lona, puestos en tierra sus sombreros de palma, tocaban, bajo otro
paradorcillo más lejano, dispuesto para ellos, unos aires muy suaves de música
de cuerda, que blandamente templada por el aire matinal y la enredadera espesa,
llegaba a nuestros alegres caminantes como una caricia. Adela solo reía
forzadamente. Violencia tenía que hacerse Sol para no palmotear en el carruaje.
Muy feamente arrugó el ceño Lucía una vez que se acercó Juan a la portezuela
del lado de Ana, y habló con ella, haciéndola reír, unos minutos: y en cuanto
oyó reír a Sol, dejó Lucía su asiento, y se fue ella también a la
portezuela. ¡Ea! ¡Ea! ya tocan diana, que es el toque de bienvenida y adiós,
los indios habilidosos. La indita de saya azul da a gustar a la vaca mirona una
de las tazas de coco abandonadas. Al pescante van Pedro y Adela: Lucía, menos
contenta, a la imperial con Juan. Ya la casa de la finca, toda blanca, de techo encarnado,
se ve a poca distancia. Ana ya va muy pálida;
y las mulas, al olor del pesebre, vuelan camino arriba, bajo la bóveda de
espesos almendros que llenan la avenida con sus hojas redondas y sus verdes
frutas.
* * *
Mucha, mucha alegría. Lucía también estaba alegre, aunque no estaba Juan allí. Porque no
estaba Juan: el pleito de los indios, aunque aquellos eran días de receso en
tribunales como en escuelas, le había obligado a volver al pueblecito, si no
quería que un gamonal del lugar, que tenía grandes amigos en el Gobierno,
hurtase con una razón u otra a los indios la tierra que la energía de Juan había
logrado al fin les fuese punto menos que reconocida en el pleito. Los indios habían
salido de la iglesia con su música, el domingo antes, apenas se supo que Juan
no esperaría el tren del día siguiente: y cuando le trajeron a Juan la mula,
vio que la habían adornado toda con estrellas y flores de palma, y que todo el
pueblo se venía tras él, y muchos querían acompañarle hasta la ciudad. Una
viejita, que venía apoyada en su palo, le trajo un escapulario de la Virgen, y
una guapa muchacha, con un hijo a la espalda y otro en brazos, llegó con su
marido, que era un bello mancebo, a la cabeza de la mula, puso al indito en alto para
que le diese la mano al «caballero
bueno»; y muchos venían con jarras de miel cubiertas con estera bien atada, u
otras ofrendas, como si pudiesen dar para tanto las ancas de la caballería, muy
oronda de toda aquella fiesta; y otro viejito, el padre del lugar, mi señor don
Mariano, que jamás había bebido de licor alguno, aunque él mismo trabajaba el
de sus plantíos propios, llegó, apoyado en sus dos hijos, que eran también
como senadores del pueblo, y con los brazos en alto desde que pudo divisar a
Juan, y como si hubiera al cabo visto la luz que había esperado en vano toda su
vida: «Abrazarlo -decía-. ¡Déjenme abrazarlo! ¡Señor, todito este pueblo
lo quiere como a su hijo!». De modo que Juan, a quien había conmovido aquellos
cariños, dejó la finca, dos días después de haber llegado a ella, no bien
supo que los indios, a pesar de su esfuerzo, corrían peligro de que se les
quitase de las manos la posesión temporal que, en espera de la definitiva, había
Juan obtenido que el juez les acordase -el juez, que había recibido el día
anterior de regalo del gamonal un caballo muy fino.
* * *
Mucha, mucha alegría. Lucía misma, que en los dos días que estuvo allí Juan le dio ocasión
de extrañeza con unos cambios bruscos de disposición que él no podía explicarse, por ser
mayores y menos racionales que los que ya él le conocía, estaba ahora como quien vuelve de una
enfermedad.
Era la casa toda de los visitantes, por no estar en ella entonces sus dueños, que eran como
de la familia de Juan Pedro, al anochecer, salía de caza, porque era el tiempo
de la de los conejos, por allí abundantísimos. De los que traía muertos en el
zurrón no hablaba nunca, porque Ana no se lo había de perdonar, por haber
todavía en este mundo almas sencillas que no hallan placer en que se mate, a la
entrada misma de la cueva donde tiene a su compañera y a su prole, a los pobres
animales que han salido a descubrir, para mudarse de casa, algún rincón del
bosque rico en yerbas.
Pero los conejos, de puro astutos, suelen caer en las manos del cazador; porque no bien
sienten ruido, se hacen los muertos, como para que no los delate el ruido de la
fuga, y cierran los ojos, cual si con esto cerrase el cazador los suyos, quien
hace por su parte como que no ve, y echada hacia la espalda la escopeta, por no
alarmar al conejo que suele conocerla, se va, mirando a otro lado, sobre la cama
del conejo, hasta que de un buen salto le pone el pie encima y así lo coge
vivo: una vez cogió tres, muy manso el uno, de un color de humo, que fue para
Ana: otro era blanco, al cual halló manera de atarle una cinta azul al cuello, con que lo regaló a
Sol; y a Lucía trajo otro, que parecía un rey cautivo, de un castaño muy
duro, y de unos ojos fieros que nunca se cerraban, tanto que a los dos días, en
que no quiso comer, bajó por primera vez las orejas que había tenido
enhiestas, mordió la cadenilla que lo sujetaba, y con ella en los dientes quedó
muerto.
* * *
Paseos, había pocos. Sin Ana, ¿quién había de hacerlos? Con ella no se podía. Ni Sol
dejaba a Ana de buena voluntad; ni Lucía hubiera salido a goce alguno cuando no
estaba Juan con ella. Adela, sí, había trabado amistades con una gruesa india
que tenía ciertos privilegios en la casa de la finca, y vivía en otra cercana,
donde pasaba Adela buena parte del día, platicando de las costumbres de aquella
gente con la resuelta Petrona Revolorio: «y no crea la señorita que le
converso por servicio, sino porque le he cobrado afición». Era mujer robusta y
de muy buen andar, aunque esto lo hacía sobre unos pies tan pequeños que no
había modo de que Petrona llegara a ver a «sus niños» sin que le pidieran
que los enseñase, lo cual ella hacía como quien no lo quiere hacer, sobre todo
cuando estaba delante el niño Pedro. Las manos corrían parejas con los pies,
tanto que algunas veces las niñas se las pedían y acariciaban; llevaba una simple saya de
listado, y un camisolín de muselina transparente, que le ceñía los hombros y le dejaba desnudos los
hermosos brazos y la alta garganta. Era el rostro de facciones graciosas y
menudas, de tal modo que la boca, medio abierta en el centro y recogida en dos
hoyuelos a los lados, no era en todo más grande que sus ojos. La naricilla,
corta y un tanto redonda y vuelta en el extremo, era una picardía. Tenía la
frente estrecha, y de ella hacia atrás, en dos bandas no muy lisas, el cabello
negro, que en dos trenzas copiosas, veteadas de una cinta roja, llevaba recogida
en cerquillo, como una corona, sobre lo alto de la cabeza. Un chal de listado
tenía siempre puesto y caído sobre un hombro; y no había quien, cuando
remataba una frase que le parecía intencionada, se echase por la espalda con más
brío el chal de listado. Luego echaba a correr, riendo y hablando en una jerga
que quería ser muy culta y ciudadana; y se iba a preparar a la niña Ana, lo
cual hacía muy bien, unos tamales de dulce de coco y un chocolatillo claro, que
era lo que con más gusto tomaba, por lo limpio y lo nuevo, nuestra linda
enferma. Y mientras Ana los gustaba, Petrona Revolorio, con el chal cruzado, se
sentaba a sus pies «no por servicio, sino porque le había cobrado afición» y
le hacía cuentos.
¿El alba, sin que Petrona Revolorio estuviese a la puerta del cuarto de la niña Ana con
su cesta de flores, que ella misma quería ponerle en el vaso y ver con sus
propios ojos, cómo seguía la niña? «¡Mi niñita: mírenla que galana está
hoy!; se lo voy a decir al niño Pedro que nos dé un baile de convite a las señoras,
y vamos a sacarla a bailar con el niño Pedro. ¡Y él sí que es galán también,
el niño Pedro! Mire, mi niñita: no le traigo de esos jazminotes blancos,
porque los de acá huelen muy fuerte; pero aquí le pongo, en este vaso azul,
esos jazmines de San Juan, que acá se dan todo el año y huelen muy bien de
noche. Con que, mi niñita, prepárese para el baile, y que le voy a prestar un
chal de seda encarnada que yo tengo, que me la va a poner más linda que la
misma niña Sol. ¡Cómo está que se muere el niño Pedro por la niña Sol!
Pero yo no sé qué tiene la niña Adela, que está como aburrida. ¿Quiere mi
niñita los tamales hoy de coco, o de carnecita fresca? Ayer maté un cochito,
que está de lo más blando: era el cochito rosado, ¡y la carne está como
merengue! ¡Jesús, mi niñita, no me diga eso! Si yo me muero por servirla:
mire que yo soy como las tacitas de coco, que dicen en letras muy guapas: ‘yo
sirvo a mi dueña’. Voy a poner la puerta de mi casa llena de tiestos de
flores, y a alquilar a los músicos, el día que mi niñita vaya a verme. ¡Y, eso que yo no se lo
hago a nadie: porque no lo hago por servicio, sino porque le he cobrado mucha afición!».
* * *
Y Pedro, como que con la ausencia de Juan venía a ser el caballero servidor de las cuatro niñas,
¿qué había de hacer sino estarlas sirviendo, y mucho mejor cuando no estaba
cerca Adela, y mejor aun cuando no estaba junto a Ana, que no ponía buenos ojos
cuando miraba a la vez a Sol y a Pedro, y mejor que nunca cuando por algún
acaso Lucía y Sol estaban solas? Y siempre entonces tenía Lucía algo que
hacer, ir de puntillas a ver si seguía durmiendo Ana, ver si habían puesto de
beber a los pajaritos azules, preguntar si habían traído la leche fresca que
debía tomar Ana al despertarse: siempre tenía Lucía, cuando Pedro y Sol podían
quedarse solos, alguna cosa que hacer.
Era el lugar de conversación un colgadizo espacioso, de tablilla bruñida el pavimento: la
baranda -como toda la casa, de madera- abierta en tres lados para las tres
escalerillas que llevaban al jardín que había al frente de la casa. Estaba el
colgadizo siempre en sombra, porque lo vestía de verdor una enredadera copiosísima,
esmaltada de trecho en trecho por unos ramos de florecitas rojas. Colgaban del
techo pintado el fresco de unas caprichosas guirnaldas de hojas y flores como las de la
enredadera, unos cestos de alambre cubiertos de cera roja, que les hacía parecer de coral, todos
llenos de florecillas naturales, brillantes y pequeñas, y a menudo adornados con las
hebras de una parásita que crecía sobre los árboles viejos de la finca, y
era, por su verde blancuzco y por crecer en hilos, como las canas de aquella
arboleda. En los tramos de pared, entre las ventanas interiores, realzadas con
unas líneas de vivo encarnado, había unos grandes estudios de flores en
madera, pintada con los colores naturales por los artistas del país, con
propiedad muy grande: dos de los cuadros eran de magnolia, la una casi abierta,
y con cierta hermosura de emperatriz; la otra aun cerrada en su propia rama: y
otros dos cuadros eran de las flores pomposas del marpacífico, con sus hojas de
rojo encendido, agrupadas de modo que realzase su natural tamaño y hermosura.
Y allí, a la suave sombra, contaba Pedro maravillas y glorias europeas a Ana, que le oía con
cariño -a Adela, que hacía como si no le interesasen-, a Lucía, que pensaba
con amorosa cólera en Juan, en Juan, que no debía venir, porque estaba allí
Sol, en Juan, que debía venir puesto que estaba Lucía -y a Sol contaba también
aquellas historias, quien sin desagrado ni emoción las escuchaba y con sus hábitos
de niña huérfana, azorada a veces de la súbita rudeza que templaba Lucía luego con arrebatos
afectuosos, solo se sentía dueña de sí cerca de quien la necesitaba, y ni con Adela, que
parecía esquivarla, ni con la misma Lucía, aunque esto le pesaba mucho, tenía
ya la naturalidad y abandono que con Ana, con Ana a quien aquellos aires
perfumados y calurosos habían vuelto, si no el color al rostro, cierta
facilidad a los movimientos y unos como asomos de vida.
Hallaba Pedro con asombro que el atrevimiento desvergonzado y celebración excesiva a que se
reduce, casi siempre pagado deprisa y con usura por las mujeres, todo el arte
misterioso de los enamoradores, no le eran posibles ante aquella niña recién
salida del colegio, que con franca sencillez, y mirándole en los ojos sin
temor, decía en alto como materia de general conversación lo que con más
privado propósito dejaba Pedro llegar discretamente a su oído. Era la niña de
tal hermosura que llevaba consigo, y de sí misma, la majestad que la defiende;
y lo usual iba siendo que cuando Lucía encontraba modo de ir a ver si los
pajaritos azules tenían agua, o si había llegado la leche fresca, no mudarse
la conversación entre Sol y Pedro, abierta por lo demás y no muy amena, del
asunto en que se estaba antes de que Lucía fuera a ver los pájaros. Ni había
cosa que a Lucía pusiese en mayor enojo que hallarlos conversando, cuando volvía, de la caza
de ayer, del jabalí en preparación, de las fiestas de cacería en los castillos señoriales de Europa,
de la pobre Ana, de los tamales de Petrona Revolorio. Y Pedro, de otras mujeres tan temido,
era con la mayor tranquilidad puesto por Sol, ya a que le leyese la Amalia
de Mármol o la María de Jorge Isaacs, que de la ciudad les habían
enviado, ya, para unos cobertores de mesa que estaba bordando a la directora, a
que devanase el estambre.
* * *
-Sí, sí, hoy estaba muy hermosa. Dime, tú, espejo: ¿la querrá Juan? ¿la querrá Juan?
¿Por qué no soy como ella? Me rasgaría las carnes: me abriría con las uñas
las mejillas. Cara imbécil, ¿por qué no soy como ella? Hoy estaba muy
hermosa. Se le veía la sangre y se le sentía el perfume por debajo de la
muselina blanca.
Y se sentaba Lucía, sola en su cuarto en una silla sin espaldar, sin quitarse los vestidos,
ya a más de medianoche, y a poco rato se levantaba, se miraba otra vez al
espejo, y se sentaba nuevamente, la cara entre las manos, los codos en las
rodillas. Luego rompía a hablarse:
-Yo me veo, sí, yo me veo. ¿Qué es lo que tengo, que me parezco fea a mí misma? Y yo no lo
soy, pero lo estoy siendo. Juan lo ha de ver; Juan ha de ver que estoy siendo fea. ¡Ay! ¡por qué
tengo este miedo! ¿Quién es mejor que Juan en todo el mundo? ¿Cómo no me ha de querer
él a mí, si él quiere a todo el que lo quiere? ¿quién, quién lo quiere a
él más que yo? Yo me echaría a sus pies. Yo le besaría siempre las manos. Yo
le tendría siempre la cabeza apretada sobre mi corazón. ¡Y esto ni se puede
decir, esto que yo quisiera hacer! Si yo pudiera hacer esto, él sentiría todo
lo que yo lo quiero, y no podría querer a más nadie. ¡Sol! ¡Sol! ¿quién es
Sol para quererlo como yo lo quiero? ¡Juan!... ¡Juan!...
Y conteniendo la voz se iba hacia la ventana abierta, y tendía las manos como sin querer,
llamando a Juan a quien acababa de escribir sin decirle que viniese.
Empujó violentamente las dos hojas de la ventana, y arrodillándose de repente junto a
ella, sacó afuera, como a que el aire se la humedeciese, la cabeza; y la tuvo
apoyada algún tiempo sobre el marco, sin que le molestase aquella almohada de
madera.
-¡No puede ser! ¡no puede ser! -dijo levantándose de pronto-: Juan va a quererla. Lo
conozco cada vez que la mira. Se sonríe, con un cariño que me vuelve loca. Se
le ve, se le ve que tiene placer en mirarla. Y luego ¡esa imbécil es tan
buena! No es mentira, no: es buena. ¿Yo misma, yo misma no la quiero? ¡Sí, la quiero, y la odio!
¿Qué sé yo qué es lo que me pasa
por la cabeza? ¡Juan, Juan, ven pronto; Juan, Juan, no vengas!
¿Cómo no ha de quererla Juan? -decía la infeliz, entre golpes de lágrimas, a los pocos
momentos, siendo aquel llanto de Lucía extraño, porque no venía a raudal y de
seguida, aliviando a la que lloraba, sino a borbotones e intervalos, sofocándola
y exaltándola, parecido al agua que baja, tropezando entre peñas, por los
torrentes-. ¿Cómo no ha de quererla Juan, si no hay quien ame lo hermoso más
que él, y la Virgen de la Piedad no es tan hermosa como ella? Juan... Juan...
-decía en voz baja, como para que Juan viiiniese sin que nadie lo viera-; ¡sin
que Sol lo viera!
Y si viene... y si la mira... ¡yo, no puedo soportar que la mire!... ¡ni que la mire
siquiera! Y si está aquí un mes, dos meses. Y si ella no quiere a Pedro Real,
porque no lo quiere, y Ana le dice que no lo quiera. Y ella va a querer a Juan
¿cómo no va a quererlo? ¿Quién no lo quiere desde que lo ve? Ana lo hubiera
querido, si no supiese que ya él me quería a mí; ¡porque Ana es buena! Adela
lo quiso como una loca; yo bien lo vi, pero él no puede querer a Adela. Y Sol
¿por qué no lo ha de querer? Ella es pobre; él es muy rico. Ella verá que
Juan la mira. ¿Qué marido mejor puede tener ella que Juan? Y me lo quitará, me lo
quitará si quiere. Yo he visto que me lo quiere quitar. Yo veo como se queda oyéndole
cuando habla; así me quedaba yo oyéndole cuando era niña. Yo veo que cuando
él sale, ella alza la cabeza para seguirle viendo. ¡Y van a estar aquí un
mes, dos meses! ella siempre con Ana, todos con Ana siempre. Él recreando los
ojos en toda su hermosura. Yo, callada a su lado, con los labios llenos de
horrores que no digo, odiosa y fiera. Esto no ha de ser, no ha de ser, no ha de
ser. O Sol se va, o yo me iré. Pero ¿cómo me he de ir yo?; ¡que me lo robe
alguien si puede! -y abrió los brazos en la mitad del cuarto, como desafiando,
y le cayó por las espaldas desatada la cabellera negra.
¡Que no se sienten juntos: que yo no lo vea!
Y con los labios apoyados sobre el puño cerrado, quedó dormida en un sillón cerca de la
ventana, sombreándole extrañamente el rostro, al agitarse movida por el aire,
la cabellera negra.
¿A quién vio la mañana siguiente Lucía, sentado en el colgadizo, con Sol y con Ana? Venía
con paso lento, y como si no hubiera querido venir.
-¡No le diga, no le diga!... -a Sol que ssse levantaba como para avisarle.
Venía Lucía con paso lento, y Ana y Sol, que conocían las habitaciones de la casa, sabían que
era ella quien venía. Volvió Sol a su asiento. Juan hizo como que hablaba muy animadamente
con Ana y con ella. Lucía llegó a la puerta. Los vio sentados juntos, y como
que no la veían. Tembló toda. ¿Entra? ¿Sale? ¡Juan! ¡allí Juan! ¡Juan así!
Se clavó los dientes en el labio, y los dejó clavados en él. Volvió la
espalda, se entró por el corredor que iba a su habitación; a Sol que fue
corriendo detrás de ella: «¡Vete! ¡vete!», y entró en su cuarto, cerrando
tras de sí con llave la puerta.
¡A Juan que, suponiéndola apenada, no bien acabó con cuanta prisa pudo su empeño en el
pueblo de los indios volvió a la ciudad, y de allí, aprovechando la noche por
sorprender a Lucía con la luz de la mañana, emprendió sin descansar el camino
de la finca a caballo y de prisa! ¡A Juan, que con amores muy altos en el alma,
consentía, por aquella piedad suya que era la mayor parte de su amor, en atar
sus águilas al cabello de aquella criatura, no tanto por lo que la amaba él,
sin que por eso dejase de amarla, sino por lo que lo amaba ella! ¡A Juan que,
puestos en las nubes del cielo y en los sacrificios de la tierra sus mejores
cariños, no dejaba, sin embargo, por aquella excelente condición suya, de
hacer, pensar u omitir cosa con que él pudiera creer que sería agradable a su
prima Lucía, aunque no tuviese él placer en ella! ¡A Juan que, joven como
era, sentía, por cierto anuncio del dolor que más parece recuerdo de él, como
si fuera ya persona muy trabajada y vivida, quienes a las mujeres, sobre todo en
la juventud, parecían encantadores enfermos! ¡A Juan, que se sentía crecer
bajo del pecho, a pesar de lo mozo de sus años, unas como barbas blancas muy
crecidas, y aquellos cariños pacíficos y paternales que son los únicos que a
las barbas blancas convienen! ¡A Juan, que tenía de su virtud idea tan
exaltada como la mujer más pudorosa, y entendía que eran tan graves como las
culpas groseras los adulterios del pensamiento!
¡A Juan, porque, ya después de aquellas cartas extrañas que Lucía le había escrito a
la finca sin hablarle de su vuelta, recibirlo de aquel modo, con aquella mirada,
con aquella explosión de cólera, con aquel desdén! ¿Pues cuándo había
cesado de pensar Juan, cuándo, que aquel cariño que con tanta ternura
prodigaba, sin fatiga ni traición, sobre su prima, era como una concesión de
él, como un agradecimiento de él, como una tentativa, a lo sumo, de asir en
cuerpo y ver con los ojos de la carne las ideas de rostro confuso y vestidura de
perlas, que cogidas del brazo y con las alas tendidas, le vagaban en giros
majestuosos por los espacios de su mente? Pues sin el alma tierna y fina que de
propia voluntad suya había supuesto, como natural esencia de un cuerpo
de mujer, en su prima Lucía, ¿qué venía a ser Lucía? ¿Qué hombre, que lo
sea, ama a una mujer más que por el espíritu puro que supone en ella, o por el
que cree ver en sus acciones, y con el que le alivia y levanta el suyo de sus
tropiezos y espantos en la vida? Pues una mujer sin ternura ¿qué es sino un
vaso de carne, aunque lo hubiese moldeado Cellini, repleto de veneno? Así, en
un día, dejan de amar los hombres a la mujer a quien quisieron entrañablemente,
cuando un acto claro e inesperado les revela que en aquella alma no existen la
dulzura y superioridad con que la invistió su fantasía.
-Estará enferma Lucía. Ana -dile que la saludaré luego-. Voy a ver a Pedro Real. Sol,
gracias por lo buena que es usted con Ana. Usted tiene ya fama de hermosa, pero
yo le voy a dar fama de buena.
Lucía oyó esto, que hizo que le zumbasen las sienes y le pareciese que caía por tierra:
Lucía, que sin ruido había abierto la puerta de su cuarto, y había venido
hasta la de la sala, para oír lo que hablaban, en puntillas.
* * *
Violentos fueron, a partir de entonces, los días en la finca. Ni Ana misma sabía, puesto
que tenía a Sol constantemente a su lado, qué causaba la ira de Lucía. Esta
cesó cuando Juan, tomándola a la tarde de la mano, la llevó, mientras que
Pedro y Adela buscaban flores de saúco para Ana, a la sombra de un camino de
rosales que daba al saucal, y donde había de trecho en trecho unos bancos de
piedra, y al lado unos atriles, de piedra también, como para poner un libro. En
la mirada y en la voz se conocía a Juan que algo se le había roto en lo
interior, y le causaba pena; pero con voz consoladora persuadía a Lucía quien,
con pretextos fútiles, que no acertaba Juan a entender ni excusar, ocultaba la
razón verdadera de su ira, que ella a la vez quería que Juan adivinase y no
supiese: «¡porque si no lo es, y se lo digo, tal vez sea! Y no lo es, no, yo
creo ahora que no lo es; pero si no sabe lo que es ¿cómo me va a perdonar?».
Y airada ya contra Juan irrevocablemente, como si las nubes que pasan por el
cielo del amor fueran sus lienzos funerarios, se levantaron como si hubieran
hecho las paces, pero sin alegría.
Pusiéronse en esto los días tan lluviosos, que ni Pedro iba a casa, ni Adela a la de la
Revolorio, ni podía Ana salir al colgadizo, ni Sol y Lucía, sino estar cerca
de ella; ni Juan, fuera de sus horas de leer, que le fatigaban ahora que no estaba
contento, tenía modo de estar alejado de la casa. Ni había con justicia para Juan placer más grato,
ahora que en Lucía había entrevisto aquel espíritu seco y altanero, que estar
cerca de Ana, cuyo espíritu puro con la vecindad de la muerte se esclarecía y
afinaba. Y se asombraba Juan, con razón, de haber pasado, libre aun, cerca de
aquella criatura que se desvanecía, sin rendirle el alma. Esta misma
contemplación del espíritu de Ana, cuya cabalidad y belleza entonces más que
nunca le absorbían, le apartaron del riesgo, en otra ocasión acaso inevitable,
de observar en cuán grata manera iban unidas en Sol, sin extraordinario vuelo
de intelecto, la belleza y la ternura.
Con Lucía, no había paces. Lo que no penetraba Ana, ¿cómo lo había de entender Sol? En
vano, Sol, aunque ya asustadiza, aprovechando los momentos en que Ana estaba
acompañada de Juan o de Pedro y Adela, se iba en busca de Lucía, que hallaba
ahora siempre modo de tener largos quehaceres en su cuarto, en el que un día
entró Sol casi a la fuerza, y vio a Lucía tan descompuesta que no le pareció
que era ella, sino otra en su lugar: en el talle un jirón, los ojos como
quemados y encendidos, el rostro todo como de quien hubiese llorado.
Y ese día Lucía y Juan estaban en paz: ni permitía Juan, por parecerle como indecoro
suyo, aquel llevar y traer de cóleras, que le sacaban el alma de la fecunda paz
a que por la excelencia de su virtud tenía derecho. Pero ese día, como que Ana
se fatigase visiblemente de hablar, y Adela y Pedro estuviesen ensayando al
piano una pieza nueva para Ana, Juan, un tanto airado con Lucía que se le
mostraba dura, habló con Sol muy largamente, y se animó en ello, al ver el
interés con que la enferma oía de labios de Juan la historia de Mignon, y a
propósito de ella, la vida de Goethe. No era esta para muy aplaudida, del lado
de que Juan la encaminaba entonces, y tan hermosas cosas fue diciendo, con aquel
arrebatado lenguaje suyo, que se le encendía y le rebosaba en cuanto sentía
cerca de sí almas puras, que Pedro y Adela, ya un tanto reconciliados, vinieron
discretamente a oír aquel nuevo género de música, no señalada por el
artificio de la composición ni pedantesca pompa, sino que con los ricos colores
de la naturaleza salía a caudales de un espíritu ingenuo, a modo de
confesiones oprimidas. Lucía se levantaba, se mostraba muy solícita para Ana,
interrumpía a Juan melosamente. Salía como con despecho. Entraba como ya
iracunda. Se sentaba, como si quisiera domarse. «Sol, ¿habrán puesto agua a
los pájaros?». Y Sol fue, y habían puesto agua. «Sol, ¿habrán traído la leche fresca para Ana?».
Y Sol fue, y habían traído la leche fresca para Ana. Hasta que, al fin, salió Lucía, y no volvió
más: Sol la halló luego, con los ojos secos y el talle desgarrado.
Y aquello crecía. Hoy era una dureza para Sol. Otra mañana. A la tarde otra mayor. La niña,
por Ana y por Juan, no las decía. Juan, apenas bajaba. Lucía, con grandes
esfuerzos, lograba apenas, convertido en odio aparente todo el cariño que por
Juan sentía, disimularlo de modo que no fuese apercibido. ¿Quién había de
achacar a Sol tanta mudanza, a Sol cuya pacífica belleza en el campo se
completaba y esparcía, pues era como si la vertiese en torno suyo, y por donde
ella anduviese fueran, como sus sombras, la fuerza y la energía? ¿A Sol, que
sobre todos levantaba sus ojos limpios, grandes y sencillos, sin que en alguno
se detuviesen más que en otro; con Lucía, siempre tierna; para Ana, una
hermanita; con Pedro, jovial y buena; con Juan, como agradecida y respetuosa?
Pero ese era su pecado: sus ojos grandes, limpios y sencillos, que cada vez que
se levantaban, ya sobre Juan, ya sobre otros donde Juan pudiese verlos, se
entraban como garfios envenenados por el corazón celoso de Lucía; y aquella
hermosura suya, serena y decorosa, que sin encanto no se podía ver, como la de
una noche clara.
* * *
Hasta que una noche:
-No, Sol, no: quédate aquí.
-¿Ana, adónde vas? ¿Qué tienes, Ana? ¿Salir tú del cuarto a estas horas? ¡Ana! ¡Ana!
-Déjame, niña, déjame. Hoy, yo tengo fuerzas. Llévame hasta la mitad del corredor.
-¿Del corredor?
-Sí: voy al cuarto de Lucía.
-Pues bueno, yo te llevo.
-No, mi niña, no -se sentó un momento, con Sol a sus pies, le abrazó la cabeza, y la besó
en la frente. Nada le dijo, porque nada debía decirle. Y se levantó, del brazo
de ella.
-Es que sé lo que tiene triste a Lucía. Déjame ir. De ningún modo vayas. Es por el bien
de todos.
Fue, tocó, entró.
-¡Ana!
Ana, casi lívida y tendiendo los brazos para no caer en tierra, estaba de pie, en la puerta del
cuarto oscuro, vestida de blanco.
-Cierra, cierra.
Se habló mucho, se oyeron gemidos, como de un pecho que se vacía, se lloró mucho.
Allá a la madrugada, la puerta se abría, Lucía quería ir con Ana.
-No, no, quiero llevarte; ¿cómo has de ir sola si no puedes tenerte en pie? Sol estará
despierta todavía. Yo quiero ver a Sol ahora mismo.
-¡Loca! ¡Hasta cuándo eres buena, loca! A Juan, sí, en cuanto lo veas mañana, que será
delante de mí, bésale la mano a Juan. A Sol, que no sepa nunca lo que te ha
pasado por la mente. Vamos: acompáñame hasta la mitad del corredor.
-¡Mi Ana, madrecita mía, mi madrecita!
Y lloró Lucía aquella mañana, como se llora cuando se es dichoso.
* * *
¡Fiesta, fiesta! El médico lo ha dicho; el médico, que vino desde la ciudad a ver a la
enferma, y halló que pensaba bien Petrona Revolorio. ¡Fiesta de flores para
Ana!
¡Todos los músicos de las cercanías! ¡Telegramas a los sinsontes! ¡Recados a los amarillos!
¡Mensajeros por toda la comarca, a que venga toda la canora pajarería! Ana, ya se sabe de
Ana: ¡Aquí no está bien, y debe ir adonde está bien! Pero es buena idea esa
de Petrona Revolorio, y la enferma quiere que se dé un baile que haga famosa la
finca. Petrona, por supuesto, no estará en la sala, ni ese es el baile que debía
dar el niño Pedro Real; pero ella estará donde la pueda ver su niñita Ana, y
mandarle todo lo que necesite, porque «ella baila con ver bailar, y lo que hace no lo hace
por servicio, sino porque ha cobrado mucha afición». Ya está tan contenta como si fuese la señora.
Tiene un jarrón de China, que hubo quién sabe en qué lances, y ya lo trajo, para
que adorne la fiesta; pero quiere que esté donde lo vea la niña Ana.
¡Ahora sí que ha empezado la temporada en la finca! Andar, bien, andar, Ana no puede; pero
Petrona la acompaña mucho y Sol, siempre que van Juan y Lucía a pasear por la
hacienda, porque entonces ¡qué casualidad! entonces siempre necesita Ana de Sol.
El médico vino, después de aquella noche. El baile lo quiere Ana para sacudir los espíritus,
para expulsar de las almas suspicaces la pena pasada, para que con el roce
solitario no se enconen heridas aun abiertas, para que viendo a Lucía tierna y
afable, torne de nuevo la seguridad en el alma de Juan alarmado, para que Lucía
vea frente a frente a Sol en la hora de un triunfo, y como Ana le hablará antes
a Juan, Lucía no tiemble. ¡Ana se va, y ya lo sabe!: ella no quiere el baile
para sí, sino para otros.
* * *
¡Qué semana, la semana del baile! Pedro ha ido a la ciudad. Lucía quiso por un
momento que fuera Juan, hasta que la miró Ana.
-¡Oh, no, Juan! tú no te vayas.
Una tristeza había en los ojos de Juan Jerez, que acaso ya nada haría desaparecer: la
tristeza de cuando en lo interior hay algo roto, alguna creencia muerta, alguna
visión ausente, algún ala caída. Mas se notó en los ojos de Juan una dulce
mirada, y no como de que se alegraba él por sí, sino por placer de ver tierna
a Lucía. ¡Son tan desventurados los que no son tiernos!
De la ciudad vendría lo mejor; para eso iba Pedro. ¿Quién no quería alegrar a Ana? Y ver
a Sol del Valle, que estaba ahora más hermosa que nunca ¿quién no querría?
Carruajes, los tenían casi todos los amigos de la casa. El camino, salvo el
tramo de las ciudades antiguas, era llano. Allí habría caballerías para ayuda
o repuesto. Cerca de la casa, como a dos cuadras de ella, aderezaron para
caballerizas dos grandes caserones de madera, construidos años atrás para
experimentos de una industria que al fin no dio fruto. Pedro, antes de salir,
había encargado que por todas las calles del jardín que había frente a la
casa, pusieran unas columnas, como media vara más altas que un hombre, que habían
de estar todas forradas de aquella parásita del bosque, sembrada acá y allá
de flores azules; y sobre los capiteles, se pondrían unos elegantes cestos,
vestidos de guías de enredadera y llenos de rosas. Las luces vendrían de donde no se viesen, ya
en el jardín, ya en la casa; y estaba en camino Mr. Sherman, el americano de la luz eléctrica, para
que la hubiese bien viva y abundante: los globos se esconderían entre cestos de
rosas. De jazmines, margaritas y lirios iban a vestirle a Ana, sin que ella lo
supiese, el sillón en que debía sentarse en la fiesta. Con una hoja de palma,
puesta a un lado de los marcos y encorvada en ondulación graciosa por la punta
en el otro, vistieron los indios todas las puertas y ventanas, y hubo modo de añadir
a las enredaderas del colgadizo, otras parecidas por un buen trecho a ambos
lados de las tres entradas, en cada uno de cuyos peldaños, como por toda
esquina visible del colgadizo o de las salas, pusieron grandes vasos japoneses y
chinos con plantas americanas. En las paredes del salón como desusada
maravilla, colgó Juan cuatro platos castellanos, de los que los conquistadores
españoles embutían en las torres. Era por dentro la casa blanca, como por
fuera, y toda ella, salvo el colgadizo, tenía el piso cubierto por una alfombra
espesa como de un negro dorado, que no llegaba nunca a negro, con dibujos
menudos y fantásticos, de los que el del ancho borde no era el menos rico,
rescatando la gravedad y monotonía que le hubiera venido sin ellos de aquella
masa de color oscuro.
* * *
¡Gentes, carruajes, caballos! Pedro y Juan jinetean sin cesar toda la tarde, de la casa
al parador, y de este a aquella. En las ciudades antiguas donde aun hay alegres
posadas, y cierto indio que sabe francés, han comido casi todos los invitados.
A las ocho de la noche empieza el baile. Toda la noche ha de durar. Al alba, el
desayuno va a ser en el parador. ¡Oh qué tamales, de las especies más
diversas, tiene dispuestos Petrona Revolorio! esta tarde, cuando los hizo, se
puso el chal de seda. Ana no ha visto su sillón de flores. ¿Adónde ha de
estar Adela, sino por el jardín correteando, enseñando cuanto sabe, a la
cabeza de un tropel de flores, de flores de ojos negros?
¿Y Lucía? Lucía está en el cuarto de Ana, vistiendo ella misma a Sol. Ella, se vestirá
luego. ¡A Sol, primero! Mírala, Ana, mírala. Yo me muero de celos. ¿Ves? el
brazo en encajes. Tomo; ¡te lo beso! ¡Qué bueno es querer! Dime, Ana, aquí
está el brazo, y aquí está la pulsera de perlas: ¿cuáles son las perlas? Y
¿de qué iba vestida Sol? De muselina; de una muselina de un blanco un poco
oscuro y transparente, el seno abierto apenas, dejando ver la garganta sin
adorno; y la falda casi oculta por unos encajes muy finos de Malines que de su
madre tenía Ana.
-Y la cabeza ¿cómo te vas a peinar por fin? Yo misma quiero peinarte.
-No, Lucía, yo no quiero. No vas a tener tiempo. Ahora voy a ayudarte yo. Yo no voy a
peinarme. Mira; me recojo el cabello, así como lo tengo siempre, y me pongo ¿te
acuerdas? como en el día de la procesión, me pongo una camelia.
Y Lucía, como alocada, hacía que no la oía. Le deshacía el peinado, le recogía el
cabello a la manera que decía. «¿Así? ¿No? Un poco más alto, que no te
cubra el cuello. ¡Ah! ¿y las camelias?... ¿Esas son? ¡Qué lindas son! ¡qué
lindas son!». Y la segunda vez dijo esto más despacio y lentamente como si las
fuerzas le faltaran y se le fuera el alma en ello.
-¿De veras que te gustan tanto? ¿Qué flores te vas a poner tú?
Lucía, como confusa:
-Tú sabes: yo nunca me pongo flores.
-Bueno: pues si es verdad que ya no estásss enojada conmigo, ¿qué te hice yo para que te
pusieras enojada? si es verdad que ya no estas enojada, ponte hoy mis camelias.
-¡Yo, camelias!
-Sí, mis camelias. Mira, aquí están; yo misma te las llevo a tu cuarto. ¿Quieres?
¡Oh! si se pusiera toda aquella hermosura de Sol la que se pusiese tus camelias. ¿Quién,
quién llegaría nunca a ser tan hermosa como Sol? ¡Qué lindas, qué lindas, son
esas camelias! «Pero tú, ¿qué flores te vas a poner?».
-Yo, mira: Petrona me trajo unas margaritas esta mañana, estas margaritas.
* * *
¡Gentes, caballos, carruajes! Las cinco, las seis, las siete. Ya está lleno de gente el
colgadizo.
Caballeros y niñas vienen ya del brazo, de las habitaciones interiores. Carruajes y caballos
se detienen a la puerta del fondo, de la que por un corredor alfombrado, con
grabados sencillos adornadas las paredes, se va a la vez a los cuartos
interiores que abren a un lado y a otro, y a la sala. Ya desde él, al apearse
del carruaje, se ve a la entrada de la sala, donde hay un doble recodo para
poner dos otomanas, como si hubiese allí ahora un bosquecillo de palmas y
flores. En un cuarto dejan las señoras sus abrigos y enseres, y pasan a otro a
reparar del viaje sus vestidos o a cambiarlos algunas por los que han enviado de
antemano. A otro cuarto entran a aliñarse y dejar sus armas los que han venido
a caballo. Una panoplia de armas indias, clavada a un lado de la puerta de los
caballeros, les indica su cuarto. Un gran lazo de cintas de colores y un abanico
de plumas medio abierto sobre la pared, revelan a las señoras los suyos.
Ya suenan gratas músicas, que los indios de aquellas cercanías, colocados en los
extremos del colgadizo, arrancan a sus instrumentos de cuerdas. Del jardín
vienen los concurrentes; del cuarto de las señoras salen; Ana llega del brazo
de Juan. «Juan, ¿quién ha sido? ¿para mí ese sillón de flores?». No la
rodean mucho; se sabe que no deben hablarle. Y ¿Lucía que no viene? Ella vendrá
enseguida. ¿Y Sol? ¿Dónde está Sol? Dicen que llega. Los jóvenes se
precipitan a la puerta. No viene aun. Se está inquieto. Se valsa. Sol viene al
fin: viene, sin haberla visto, de llamar al cuarto de Lucía. «¡Voy! ¡Ya
estoy!». Así responde Lucía de adentro con una voz ahogada. No oye Sol los
cumplimientos que le dicen: no ve la sala que se encorva a su paso; no sabe que
la escultura no dio mejor modelo que su cabeza adornada de margaritas, no nota
que, sin ser alta, todas parecen bajas cerca de ella. Camina como quien va
lanzando claridades, hacia Juan camina:
-Juan ¡Lucía no quiere abrirme! Yo creo que le pasa algo. La criada me dice que se ha vestido
tres o cuatro veces, y ha vuelto a desvestirse, y a despeinarse, y se ha echado
sobre la cama, desesperada, lastimándose la cara y llorando. Después despidió
a la criada, y se quedó vistiéndose sola. ¡Juan! ¡vaya a ver qué tiene!
En este instante, estaban Juan y Sol, de pie en medio de la sala, y otras parejas, pasando,
en espera de que rompiese el baile, alrededor de ellos.
-¡Allí viene! ¡allí viene! -dijo Juan, que tenía a Sol del brazo, señalando hacia
el fondo del corredor, por donde a lo lejos venía al fin Lucía. Lucía, todo
de negro. A punto que pasaba por frente a la puerta del cuarto de vestir,
interrumpiendo el paso a un indio, que sacaba en las manos cuidadosamente, por
orden que le había dado Juan, una cesta cargada de armas, vio, viniendo hacia
ella del brazo, solos, en pleno luz de plata, en mitad del bosquecillo de flores
que había a la entrada de la sala, a Juan y a Sol, a la hermosísima pareja. Se
afirmó sobre sus pies como si se clavase en el piso. «¡Espera! ¡Espera!»,
dijo al indio. Dejó a Juan y a Sol adelantarse un poco por el corredor
estrecho, y cuando les tenía como a unos doce pasos de distancia, de una
terrible sacudida de la cabeza desató sobre su espalda la cabellera: «¡Cállate,
cállate!», le dijo al indio, mientras haciendo como que miraba adentro, ponía
la mano tremenda en la cesta; y cuando Sol se desprendía del brazo de Juan y
venía a ella con los brazos abiertos...
¡Fuego! Y con un tiro en la mitad del pecho, vaciló Sol, palpando el aire con las manos,
como una paloma que aletea, y a los pies de Juan horrorizado, cayó muerta.
-¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! -y retorciéndose y desgarrándose los vestidos, Lucía se echó en el
suelo, y se arrastró hasta Sol de rodillas, y se mesaba los cabellos con las
manos quemadas, y besaba a Juan los pies; a Juan, a quien Pedro Real, para que
no cayese, sostenía en su brazo. ¡Para Sol, para Sol, aun después de muerta,
todos los cuidados! ¡Todos sobre ella! ¡Todos queriendo darle su vida! ¡El
corredor lleno de mujeres que lloraban! ¡A ella, nadie se acercaba a ella!
-¡Jesús, Jesús! -entró Lucía por la puerta del cuarto de vestir de las señoras,
huyendo, hasta que dio en la sala, por donde Ana cruzaba medio muerta, de los
brazos de Adela y de Petrona Revolorio, y exhalando un alarido, cayó, sintiendo
un beso, entre los brazos de Ana.
[«vatiente» en el original.]
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