No
podemos comenzar la vida de San Pedro Mártir con la frase que acuñaron los
antiguos hagiógrafos: "nacido de padres virtuosos y santos" .
Pedro nació en Verona en 1206 y sus padres fueron cátaros,
los herejes que en la Edad Media renovaron las doctrinas de los maniqueos.
En cambio, casi podríamos decir que nació predestinado para
fraile dominico, según nos lo revelará la anécdota que más abajo
referiremos.
Porque los cátaros, que infestaban en los comienzos del
siglo XIII el centro y norte de Italia, eran los mismos albigenses que ya Santo
Domingo estaba combatiendo en el sur de Francia.
Cómo surgieron estos herejes se ignora; pero conocemos su
puritanismo, su desprendimiento de los bienes terrenos, su carácter belicoso,
su espíritu de secta, su expansión por toda la cuenca mediterránea, que les
hizo llegar hasta Constantinopla y tener iglesias en el Cercano Oriente.
En los dominicos habrían de encontrar quienes Ios redujeran
con sus mismas armas: la pobreza y la polémica.
En aquellos tiempos las gentes gustaban de las justas y los
torneos. Batallas militares o luchas y escaramuzas intelectuales. Era de ver cómo
se congregaban las muchedumbres en la Provenza o en el Lanquedoc, en la Toscana
o en el Milanesado para asistir a aquellos torneos espirituales que eran las
disputas religiosas.
Santo Domingo aceptaba y aun provocaba el reto, y saltaba al
palenque arremetiendo a los contrarios como un paladín que invocaba a su Dama,
la Virgen María, y se presentaba lisamente, sin boato ni ostentación mundanal,
que tanto daño había hecho a otros controversistas, pues su riqueza
contrastaba con la austeridad de los albigenses.
San Pedro mártir, sí, nació predestinado para combatir a
los nuevos maniqueos, los patarini, como los llamaban en Italia.
Su familia, aunque maniquea, no hallando maestro de su secta
en Verona, consiente en que la educación del niño corra a cargo de un maestro
católico. Progresa rápidamente en ciencia y en virtud, y tenemos la primera anécdota.
Un tío de Pedro le encuentra en la calle al volver de sus
lecciones, y le pregunta por la marcha de sus estudios. El no titubea; de
corrida dice el Credo, en cuyo primer artículo está la refutación del maniqueísmo
con la doctrina de un Dios creador absoluto de cielo y tierra.
El tío insiste en que Dios no puede ser autor del mal; pero
el pequeño polemista contesta con gracia y además cierra la discusión con
unas frases terribles: "Quien no crea esta primera verdad de la fe no tendrá
parte en la salvación eterna".
El viejo hereje se emociona. Le gusta el desparpajo del
sobrino, pero presiente también que de allí puede salir quien combata las
creencias de su secta. Advierte de ello a su hermano, pero el padre de Pedro no
hace demasiado caso, confiando en torcer más adelante estas primeras
inclinaciones.
Entretanto el niño ha crecido. Y la universidad de Bolonia,
allí cerca, goza del máximo prestigio. Pedro marcha lleno de ilusiones a la
nueva ciudad. Gracias que, mediante la oración, el retiro y el trabajo, sabe
sustraerse al ambiente frívolo de la vida estudiantil.
Por aquella época había en Bolonia algo que le daba más
fama que la propia universidad. Era Santo Domingo, anciano ya, rodeado de discípulos,
con la aureola de fundador y martillo de herejes.
Al convento de los predicadores vuela un día Pedro, doncel
de dieciséis años. Pide, y al fin alcanza la gracia de recibir el hábito
blanco de las propias manos de Santo Domingo. Sería una de sus postreras
satisfacciones si su espíritu profético supo leer en la mirada candorosa del
estudiante veronés la gloria que reservaba a su naciente Orden.
Pedro se aplicó con entusiasmo al estudio, a la oración y a
la penitencia. Sobre todo a la penitencia, hasta caer enfermo. Hubo que moderar
su fervor. Entonces se quedó con la oración y el estudio de las Escrituras.
Allí, en las Sagradas Letras aprendía el espíritu de la sabiduría. Y,
acabada su formación escolástica, recibe la ordenación sacerdotal y es
nombrado, joven y fogoso, predicador contra los herejes.
Bolonia, la Romaña, la Toscana y el Milanesado conocen las
andanzas apostólicas del fraile dominico. ¿Logró convertir a sus propios
padres? Lo ignoramos. Lo cierto es que resultó verdad la predicción del tío.
Pedro era el martillo de los cátaros.
Pero no todo habría de ser aureola de orador y gloria de
polemista. La tribulación prensa las almas en el lagar para purificarlas y
acercarlas. Aquí fue la calumnia. Se le acusó de dar consejos imprudentes en
el confesonario. A un joven que había dado una patada a su anciana madre el
Santo le recordó el consejo evangélico: "Si tu pie te sirve para pecar córtatelo".
Y el penitente, conmovido, lo tomó al pie de la letra y se cortó el pie. Pero
la intervención de Pedro, trazando la señal de la cruz sobre la extremidad
mutilada, devolvió el pie a su lugar.
Con esto creció su prestigio. Pero después vendrá otra
acusación peor. Pedro es un místico, tiene revelaciones de lo alto. Las santas
vírgenes Catalina, Inés y Cecilia hablan con él en su celda. Los otros
frailes han oído extraños cuchicheos, y sin más llevan la noticia al prior.
En público capítulo es reprendido Pedro por violar la clausura y hacer
penetrar mujeres en su habitación. Se le exhorta a defenderse, pero él se
contenta con declararse pobre pecador.
Le retiran las licencias de confesar y le destierran a un
monasterio de la Marca de Ancona, donde se entrega en la soledad y el retiro al
estudio y a la oración.
Al fin la verdad se esclarece, y el propio Gregorio IX, que
conoce su ciencia y su celo, le nombra inquisidor general en 1232. Pedro ataca
vigorosamente el vicio y el error y obtiene ruidosas conversiones en Roma,
Florencia, Milán y Bolonia. Cuando baja del púlpito se encierra en el
confesonario para ponerse en contacto directo con los fieles, que le exponen sus
dificultades, o con los propios herejes, que piden aclaraciones a sus dudas
antes de decidir la abjuración de sus errores. Los milagros autorizan además
su predicación.
Célebre fue el caso de un hereje milanés que quiso
desprestigiar el poder taumatúrgico del Santo. Fingiéndose enfermo hizo que le
llevaran a su presencia, solicitando la salud. Pedro lo comprendió todo y se
limitó a decirle: "Ruego al Creador de todo cuanto existe que, si vuestra
enfermedad es cierta, os dé la salud; pero, si se trata de una farsa, que os
trate según vuestros méritos".
Los efectos fueron inmediatos. El pretendido enfermo se sintió
presa de terribles dolores, debiendo ser llevado de verdad por los que se
prestaron a la hipócrita comedia. A los pocos días el hereje llamaba
humildemente al Santo para arrepentirse de su pecado y abjurar sinceramente su
herejía. El siervo de Dios, viéndole cambiado, hizo sobre él la señal de la
cruz y le otorgó la salud del cuerpo y del alma.
Otro milagro espectacular fue el que obró con motivo de una
disputa pública que había congregado una muchedumbre inmensa en la mayor plaza
de Milán. El contrincante, cátaro famoso que ostentaba entre los de su secta
la categoría de obispo, viéndose constreñido por la argumentación del
religioso quiso alejar de sí la dialéctica de Pedro y dijo: "Impostor y
falsario, si eres tan santo como dice este pueblo del que tanto abusas, ¿por qué
consientes que se ahogue con este calor asfixiante? Pide a Dios que una nube le
proteja contra el sol".
-"Lo haré como quieres —replicó el Santo— si
prometes abjurar de tu herejía."
Entonces se produjo un gran revuelo entre los partidarios del
hereje, pues unos querían que se aceptase el reto, otros que prosiguiese la
discusión. Al fin el Santo hizo la señal de la cruz y sobre el cielo sereno se
dibujó una nube refrescante, la cual no se disolvió hasta terminar la disputa.
Pero San Pedro no trabajaba solamente con la predicación y
los milagros; siguiendo la regla paulina elevaba al cielo fervorosas oraciones y
castigaba su cuerpo con terribles penitencias. Además, se esforzó en mantener
viva la disciplina religiosa en los conventos de Como, Piacenza y Génova, donde
ejerció los cargos de prior. El claustro era una colmena de estudio y oración.
Al subir al solio pontificio en 1243 Inocencio IV, confirmó
a Pedro de Verona en todos sus poderes y le demostró su confianza encargándole
de otras misiones especiales. Por entonces le envió a Florencia para examinar
los orígenes, constituciones y género de vida de los servitas, que con razón
le tienen por segundo fundador, pues su informe favorable influyó para que el
Papa les otorgara la aprobación definitiva.
En 1251 fue encargado de convocar un sínodo en Cremona que
trabajase en la extirpación de la herejía.
Ante tanta actividad, los herejes italianos prohibieron a sus
adictos el acudir a las predicaciones del santo inquisidor, y, por último,
organizaron una conjuración para darle muerte. El precio convenido fue de
cuarenta libras milanesas, que depositaron en manos de Tomás de Guissano. Los
esbirros encargados de llevar a cabo el crimen fueron un tal Piero Balsamon,
apodado Carín, y Auberto Porro. El siervo de Dios tuvo noticia de lo que se
tramaba, pero no tomó providencia alguna, dejando su suerte en las manos de
Dios. Solamente en su sermón del Domingo de Ramos (24 de marzo de 1252) dijo
ante más de diez mil oyentes: "Sé que los maniqueos han decretado mi
muerte, y que ya está depositado el precio de la misma. Pero que no se hagan
ilusiones los herejes, pues haré más contra ellos después de muerto que lo
que les he combatido vivo".
El Santo salió de Milán para ir a Como, de cuyo convento
era prior. Los conjurados dejaron pasar las fiestas de Pascua, y Carín
permaneció tres días en aquella ciudad. El sábado de la octava de Pascua, 6
de abril, cuando el Santo retornaba a Milán, salió Carín en su persecución,
y, al llegar a un bosque espeso que hay cerca de la aldea de Barsalina, le
esperaba Auberto. Carín fue el primero en herir al Santo con dos golpes de
hacha en la cabeza. San Pedro comenzó a recitar el Credo en voz alta; cuando ya
las fuerzas le faltaban para seguir rezándolo, mojando el dedo en su propia
sangre escribió en el suelo: Creo. Carín mató al siervo de Dios clavándole
un puñal hasta los gavilanes en el corazón. A su acompañante, fray Domingo,
le dejaron tan mal herido, que murió pocos días después.
Así murió Pedro de Verona, proclamando la fe que de niño
aprendiera, y por cuya defensa había luchado toda su vida. Tenía cuarenta y
seis años, y hacía treinta que profesara en la Orden de Santo Domingo.
Su cuerpo fue llevado de momento a la iglesia de San
Simpliciano, de Milán, como el propio Santo había predicho, y después
enterrado en la iglesia de los padres predicadores, llamada de San Eustorgio. El
asesino Carín, horrorizado de su crimen, abjuró de la herejía y tomó el hábito
de hermano lego para hacer penitencia por el resto de su vida.
Los milagros del Santo fueron tantos y tan clamorosos que
antes del año le canonizaba Inocencio IV, el día 25 de marzo de 1253. Su
fiesta, por coincidir frecuentemente el 6 de abril con Pascua, fue retrasada al
29 del mismo mes, y Sixto V la extendió al calendario de la Iglesia universal.
Los dominicos honran a San Pedro de Verona como al protomártir
de su Orden, y los servitas le retienen por su segundo fundador. Es un santo muy
popular en toda la Edad Media, sobre todo en el norte de Italia, y también en
España, tierra de lucha con herejes, judaizantes y falsos cristianos. Este
Santo y San Pedro de Arbués son ejemplo de que los panfletistas que escriben
contra la Inquisición no suelen mostrarse muy objetivos al exponer los hechos,
porque solamente narran las víctimas de una sola parte. Desde luego los herejes
no tenían el espíritu de resignación de los mártires cristianos, pues con
frecuencia asesinaban a sus "verdugos".