7.- Miguel Grau en Paita
En 1842, don Juan Manuel
estuvo fuera de Piura, dejando el cuidado de los niños a su
comadre Rafael Angeldonis y de José Torres (de 45 años),
posiblemente encargado de enseñar las primeras letras a los
niños, y de las sirvientas María Josefa de Ayabaca y Dominga y
Juana. Don Juan Manuel viajó a Ayacucho en donde sirvió en el
equipo de secretarios del sublevado general La Fuente. Poco más
tarde el grupo de La Fuente triunfó, y don Juan Manuel fue
nombrado vista de aduana de Paita, el 29 de octubre de 1842 y
cabe suponer que en noviembre del mismo año se trasladó a Paita,
llevando consigo a su tercer hijo, Miguel María, que por
entonces tenía 8 años y 4 mes, mientras los demás niños
quedaron en Piura. No hay una explicación lógica de la razón por
la cual don Juan Manuel, no prefirió llevar a su hijo mayor
Enrique Federico que tenía 11 años.
Por esos años, Paita como
puerto había adquirido una gran actividad, aun cuando el
desarrollo urbano estuviera detenido, pues sólo era una pobre
aldea. La caza de la ballena frente a sus costas estaba en todo
su auge y el arribo de barcos balleneros en busca de agua y
alimentos era intenso. I también no pocas veces para curarse del
escorbuto y otras dolencias. Una actividad muy interesante era
la de las construcciones navales, que ocupaban una gran cantidad
de trabajadores, que eran muy bien remunerados pues se habían
especializado en esas tareas.
Don Juan Manuel tomó en
arriendo una casa a don José Chira en la calle Junín 20, cerca
de la panadería «La Palanqueta» y a la carnicería de Guillermo
Miñán. Frente a la vivienda había una rústica plazoleta. Cuando
don Juan Manuel se trasladó a Lima, la vivienda fue ocupada por
Manuel F. Grau Lastra, que la tuvo hasta el 8 de octubre de
1884, en que fue afectada por el gran incendio que casi arrasó
el puerto.
El pequeño Miguel, marcado
por el signo de la fatalidad desde que vio la luz primera, no
tuvo una infancia feliz, por eso era melancólico y siempre
estaba viviendo en su mundo interior. Cuando todavía no tenía 10
años, es decir en la edad en que cualquier niño se entrega a los
juegos infantiles, o cuando se distraen oyendo de la abuela los
cuentos de Caperucita y de Simbad el Marino, en una edad en fin
en que se está entregado a los amorosos cuidados de la madre y
recién se estudian los primeros grados de primaria; Grau sería
entregado a la azarosa vida del mar.
Cuando el niño Miguel Grau vio al
mar, se sintió profundamente impresionado. Acostumbrado a ver el
río de su
ciudad, que estaba casi siempre seco, la inmensidad del mar que
se perdía en el infinito donde parecía unirse con el cielo, lo
subyugó. Desde el primer día pasó horas y horas sentado en la
playa, distrayéndose con el vaivén de las olas y jugando con su
espuma mientras el agua se le escurría entre los dedos y se
embriagaba con la sinfonía inacabable de sus ruidos, con la
mirada perdida en el horizonte o seguía curioso el revoloteo
bullicioso de las gaviotas y alcatraces. Tuvo largos paseos por
la playa, y conversó con los pescadores y marinos, que contaron
las fantásticas historias del mar, de pueblos lejanos que eran
de otras razas, de los misterios de los océanos, de mitológicas
sirenas que con su belleza atraían a los marinos haciendo
encallar sus naves, de las gorgonas, de los dragones del mar, y
mil de historias que por siglos han alimentado la fantasía de
los navegantes. También le contaron como el año anterior, el
marino paiteño Juan Noel se había sublevado en Paita a favor de
General Vidal y también
cuando en el mismo año de su llegada, en 1843, pocos meses antes
habían llegado a Paita, los restos del Gran Mariscal La Mar,
desterrado en Costa Rica y como el amor sin límites de Panchita
Otoya, había logrado esa repatriación. El niño Miguel se hizo
amigo de esos curtidos y rudos marinos descendientes de los
intrépidos tallanes, que lo acogieron con cariño y sencillez y
le relataban hechos heroicos de marinos y navegantes paiteños y
de sus antepasados tallanes. Su joven imaginación pobló su
mente de toda clase de hechos relacionados con el mar. Cuando
volvía a estar sólo en la playa, se ensimismaba, dejándose
llevar por las fantasías y se imaginaba ser uno de los
intrépidos capitanes de las historias narradas. Cuando sus
miradas se perdían en los infinitos, en donde una tenue raya
separa el mar del cielo, solía percibir que un punto aparecía en
el horizonte y que se iba poco a poco agrandando, hasta tomar la
forma de un barco, primero un poco difusa y luego nítidamente.
Es en Paita donde en la tierna alma del niño nace su amor
irresistible por el mar. Es pues en ese pequeño y humilde puerto
donde inicia su camino a la gloria que culminaría en Angamos.
También le gustaba oír las
conversaciones de capitán del mar don Manuel Herrera cuando le
contaba a su padre don Juan Manuel, las incidencias de sus
últimos viajes. El niño subyugado y absorto, le hacía mil
preguntas al viejo lobo de mar que afablemente le respondía,
llamándole la atención tan vehemente interés del niño por el mar
y la navegación. Fue así como se fue tejiendo un vínculo
espiritual entre don Manuel Herrera y el niño.
En los frecuentes viajes
que hacían a Piura para ver a sus hermanos, los demás niños
Grau Seminario, Miguel contaba con gran entusiasmos todas las
narraciones oídas a los marinos y pescadores, así como la
impresión que le había causado el mar.
Hacía ya cuatro meses que el
niño Miguel Grau y su padre habían llegado a Paita. Era marzo de
1843 cuando oyó que el capitán Herrera contaba a su padre que
pronto iba a zarpar en el bergantín «Tescua». De inmediato su
afiebrada mente infantil tomó una temeraria decisión: pedir a su
padre lo dejase embarcarse en el «Tescua». De primera intención don Juan Manuel tuvo que haber creído que se trataba de una
locura de niño que pronto le pasaría, pero Miguel fue insistente
y el padre cedió. Hay que imaginar que don Juan Manuel, padre al
fin, habrá tenido una tremenda lucha interior. Faltaba ver aun
si don Manuel Herrera consentiría, y como es lógico suponer,
puso muchos reparos, pero como había tomado cariño al niño, al
fin lo aceptó, se supone como pasajero.
Fue así como Grau empezó su
gloriosa carrera y se encontró con su destino. Es en Paita donde
se forja el Héroe y en donde comienza su camino hacia la
inmortalidad. Por eso no sería exagerado decir que fue en Paita
donde nace Grau, por
cuanto allí se decide el destino de
su vida. Por ese tiempo los barcos aún eran a vela y navegaban
impulsados por el viento, siendo las travesías muy peligrosas.
Llama de todas maneras la atención que don Juan Manuel, hubiera
expuesto a un niño sólo, a la azarosa vida del mar, cuando
recién estaría iniciándose en las primeras letras.
Ese primer viaje debió ser
una subyugante aventura para el niño, pues se trataba de una
vida totalmente nueva. Las faenas que desempeñaban los hombres
de mar eran sin duda rudas, pero el niño aún no participaba de
ellas. Hay que suponer igualmente que concitaría el afecto de
todos, tanto por su edad como por el afán de saberlo todo y
entablar largos coloquios con los marinos. Lo imaginamos en popa
contemplando, absorto la estela que iba dejando el barco y como
algunas veces aparecían en ella delfines curiosos y saltarines.
Y en las noches serenas, contemplaría el firmamento sin límites
tachonado de estrellas y cuando había luna, los efectos de luces
sobre el mar.
El sábado 13 de marzo de
1984, el diario « El Comercio» de Lima publicaba un zincograbado,
con la relación de los viajes en barcos mercantes de Miguel,
hecha de su puño y letra, la misma que había sido obtenida por
don Gerardo Arosemena Garland de investigaciones que había hecho
y que también apareció en la 7ma edición del libro « Almirante
Miguel Grau», del año 1979 del mismo historiador.
El 9 de abril de 1987, Isabel
Ramos Seminario, después Directora de la Casa Museo de Grau
publicaba en el artículo «Viajes del joven Grau», la relación de
sus viajes dada por el mismo Grau en 1854 cuando hace una
relación de sus experiencias marinas para ingresar a la Marina
de Guerra. Con gran laconismo el marino dice: "1.- Me embarqué
en el puerto de Paita en marzo de 1843 en el bergantín granadino
«Tescua», su capitán D. Manuel F. Herrera y fui a Huanchaco y
navegando al puerto de Buenaventura, se perdió el buque en la
isla Gorgona".
El “Tescua” con sus 8
tripulantes, partió del puerto de Huanchaco en agosto y se
dirigió a Colombia. Tras del naufragio, el niño Grau llegó a
Paita en diciembre de 1843. Durante algunos meses asistió a la
escuela de don José Nieto, hasta que en 1844 inició su segundo
viaje.
Hay que suponer que al
retornar de Huanchaco hicieron escala en Paita y el niño vería a
su padre y le contaría entusiasmado todas sus alucinantes
experiencias y de cómo no había sufrido los estragos del mareo.
También se afirmaría en su propósito de continuar el viaje. ¿Qué pensaría don Juan Manuel, en esos momentos de su hijo? ¿Creería que se trataba de un capricho e ilusión infantil?;
porque no cabe suponer que en su mente estaba entregar
definitivamente al niño a la vida del mar, ya que recién estaba
viviendo los primeros años de su infancia.
El bergantín llegó a las
costas de Colombia y en una de las frecuentes borrascas que se
producían en el mar, el pequeño barco zozobró, frente a la isla
de la Gorgona, muy conocida porque allí estuvo Pizarro cuando
vino a la conquista del Perú. Las tragedias en el mar tienen un
hondo dramatismo, por que hay que luchar contra la furia de los
elementos desencadenados. En esos momentos de tremendo peligro
aflora el instinto de propia conservación, que se superpone a
cualquier otro y cada uno trata de salvarse a sí mismo sin
pensar en los demás. Pero no faltan los actos de altruismo y de
sacrificio y esto es lo que parece sucedió, pues el niño, que
aún no había aprendido a nadar fue salvado por sus compañeros.
Hay que imaginar las tensiones y preocupaciones del capitán
Herrera, por las grandes responsabilidades que había asumido. En
Buenaventura tomaron otro barco que los trajo a Paita. Sin duda
alguna, don Juan Manuel supo de la tragedia del «Tescua» y
estaría sumido en un mar de preocupaciones y también de
remordimientos por haber permitido al niño participar en la
azarosa aventura. Ya imaginamos el alborozo de padre e hijo
cuando se vieron y el fuerte abrazo que se dieron. Luego
viajarían a Piura a encontrarse con sus hermanos y las escenas
de júbilo se renovaron, participando en ellas su madrina doña
Rafaela Algendonis. Allí relataría sus aventuras y ante el
asombro de sus hermanos se reafirmaría en continuar en la vida
del mar. Esa sería la última vez que Grau estuvo en Piura y ya
nunca más volvería.
Para muchos de los que lo
rodeaban, este primer viaje de Grau, bien pudo ser considerado
como un capricho de niño y se pensaría que cualquier proyecto de
continuar viajando se iban a desvanecer tras de haber tenido que
enfrentar el dramático naufragio.
Pero seguramente que los
dados del Destino, habían sido ya arrojados en el tapete de lo
incierto, jugando con la vida de los hombres y marcándole su
sino.
Fue así como empezó su íntima
comunión con el mar. Ya nada lo separaría de él, porque después
de su heroica muerte, ese mar que tanto amó recibió con
veneración sus despojos y los guardaría para la eternidad.