Manuel García-C. Gómez, C U Q U I S Biografía lírica de un can
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El paseo que más te gustaba dar, era el de ir a los LIares, pueblecillo
chico y acogedor, escondido entre montañas que en invierno le quitan el
sol Un riachuelo montaraz y bravío pasa a su lado reflejando el
paisaje y las casas; cantando al pasar entre los cantos rodados del cauce ¿Comprendías tú todo esto, Cuquis? Yo diría que sí, a juzgar por lo
mucho que te gustaba ir a los Llares.
Casi siempre te llevaba en el coche; verdad era que no te gustaba ir en él.
Te llevaba por compasión para que no te cansaras; y tú protestabas, no sé
por qué, chillando desafinado y molestando mis oídos. Nunca pude
adivinar qué te pasaba, perruco.
En cuanto abría la puerta del coche, salías tú con ímpetu, y por la
orilla de la carretera corrías veloz para que el coche no te dejara atrás;
la verdad era que yo aminoraba la marcha por darte ese gusto,
perrín. Bien lo merecías. Llegabas cansado. No obstante,
recorrías el pueblo y entrabas, curiosón, en todos los portales. No hacías
caso de los perros; de ninguno de ellos eras allí amigo ¿Los desdeñabas
por ser de los Llares? Tal vez. Para ti, Valdeiguña era como una capital.
Mientras tú correteabas por el pueblo, celebraba yo la santa misa para los
pocos viejucos, que puntualmente acudían a la ermita al primer toque de
la campana. La primera vez que allí fuiste, no quisiste volver conmigo y allí te dejé, Cuquis, creyendo que vendrías después tú solo. Me engañé. A media tarde, impaciente ya por tu tardanza, volví a buscarte; ya no podía esperar más. Estabas, sentado sobre tus patas traseras, junto a la ermita. Mirabas atento en dirección a casa. Sin duda esperabas que el amo volviera Y volví, perruco ¿Cómo no? ¡Qué alegría te dio al verme llegar! ¡Qué saltos dabas aullando y ladrando de satisfacción! También yo, perruco, sentí gran contento al verte esperándome ¡Cómo no, Cuquis, amigo!
En otro viaje al mismo puebluco, la emprendiste con un gallo pedrés
y altaricón, de rojo penacho y péndulas barbas carnosas. Qué susto
le diste, perrín ¡Qué angustias y cacareos los suyos! ¡Qué
voladas y carreras sin casi tocar en el suelo sus patas amarillas
como la corteza del limón! Si no mandó el monaguillo para que te
espantara, acabas con el gallo. Ya le tenías acorralado y sin
salida en un portal.
Otra vez no quisiste volver en coche. Venías detrás corriendo a galope
tendido. Y desollaste los pulpejos de tus patas delanteras. Era muy áspera
la carretera; y eso que aprovechabas muy bien las orillas alfombradas con
la verdura del húmedo y mullido césped. Te los curé solícito. Tuviste
que guardar reposo varios días; tu propio instinto te lo recetó, Cuquis ¡Qué listo eras, perruco! Así, poco a poco y viaje a viaje (que diste
muchos), fuiste endureciendo las plantas callosas de tus patas. Y no
volvieron a desollarse más. Cuando no tenías ganas de correr por los portales me esperabas muy formal junto a la puerta de la ermita, quieto y meditabundo. Como si escucharas los rezos del cura y de las cuatro viejucas que asistían a la misa. Como hacía con S. Francisco el legendario lobo de Gubio.
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