Manuel García-C. Gómez, C U Q U I S Biografía lírica de un can
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El más largo paseo que dimos, Cuquis, fue la excursión que juntos
hicimos a los montes de El Moral.
La borriquilla iba cargada con velas y demás enseres precisos para
celebrar, pocos días después, la fiesta de la Virgen ¿Cómo se
encuentra allí aquella imagen? Dejando aparte piadosas leyendas,
carentes, sin duda, de realidad histórica, podemos lanzar una hipótesis,
que tal vez algún día pueda ser probada históricamente. Ya sé que a ti,
Cuquis, estas historias te tienen sin cuidado. Pero vas a permitirme que
te las exponga. Atiende.
Es muy posible, y aún probable, que en tiempos viejos hubiera un
monasterio donde hoy se encuentra el templo parroquial de Santa María de
Riovaldiguña. Este monasterio dependería de algún otro de tierras
castellanas, de mucha más importancia.
Estos ganados estarían la mayor parte del año pastando libres por los
montes; al cuidado, claro es, de los legos y conversos del convento de
Santa María. Tendrían una cabaña donde recogerse; y una capilla donde
cumplir con los rezos que en el monasterio tenían los monjes.
La ermita y la imagen de la Virgen del Moral podían ser, si no las mismas
que vieron aquellos legos, sí las que sustituyeron a las primitivas. Pero a
ti y a mí, Cuquis ¿Qué nos va en que sea o no verdad la hipótesis?
Allá los historiadores ¿Verdad?
Tú y yo subimos al Moral ¡Qué majestuoso e imponente se divisaba el
panorama! Se palpaba al Creador, se le sentía como algo tangible, ¿verdad?
Aparecía la criatura, pequeña, muy pequeña, como minúsculo granito a
arena. Todo eran cimas, a cual más altas; cubiertas de verdores espesos
con matices de distintos colores, según la distinta especie de los árboles
que las cubren.
Tú no hacías caso de nada de aquello. Te llamaban más la atención los
negros corvatos, que picoteaban voraces el estiércol en jugosas brañas,
y, sobre todo, los ternerillos tudancos, medio salvajes, que
encontrábamos en la subida. Tú los ladrabas, corrías tras ellos, que huían
ágiles y asustados, saltando por encima de los brezos y
argomales. Berreaban ellos medrosos, y las madres se revolvían airadas
contra ti, Cuquis, defendiendo a sus crías. Temías sus cuernos retorcidos y afilados; y así desistías del ataque volviendo al camino.
¡Cuánto
nos cansamos, perruco! Eran muchos kilómetros de mala pista para subirlos
andando un día de sol como aquel. Y tú y yo no estábamos acostumbrados
ni a tan malos caminos, ni a tan largo viaje. No nos paramos ni a comer la
vianda que para los dos había preparado la abuelita Florentina. Tu bebías
agua en los claros arroyos para refrescar tus resecas fauces. Cinco horas
empleamos en llegar a la ermita. Apenas llegados, te tumbaste en el campo,
jadeante, para descansar. Sacabas la lengua larga y enroscada, siempre en
movimiento al compás de tu acelerada respiración.
Dejadas allí las cosas que llevábamos, descansamos un poco, charlando
con los eventuales ermitaños. Nos convidaron con la frescura apetecida de
un vaso de agua ¡Cuánto agradecimos esta atención!
Inmediatamente emprendimos el regreso pues no había tiempo que perder.
Aunque bajamos por el mismo camino, tardamos menos, pero nos cansamos más.
Estábamos rendidos por el cansancio de la subida. Ya no corrías tras los
becerrillos, perruco; ni marchabas delante por la orilla de las pista. Ni
a tu amo le parecía tan majestuoso el paisaje. Cosas del cansancio,
perrín. Te subí varias veces a la borriquilla; no quisiste parar encima
de la albarda. Te tirabas al suelo; y andando cansino, bajabas detrás,
paso a paso, con tus zarpas ya despellejadas.
¡Qué cansados volvimos a casa! Anduvimos casi cuarenta kilómetros,
en nueve horas, un día de sol y luz, por mala carretera, si carretera
puede llamarse a
una pista pedregosa y áspera, en pronunciadas pendientes y pindios
repechos. Nunca olvidaremos tal día. Apenas llegaste, bebiste de una vez el agua del cuenco de barro, que tenías en casa a la entrada del garaje; y te tumbaste a descansar. Aquella noche no saliste a rondar por las callejas del barrio, ni a ladrar a la luna, como tantas veces saliste.
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