Manuel García-C. Gómez, C U Q U I S Biografía lírica de un can
XX.—TE LLEGÓ LA MUERTE
Era el último sábado del mes de enero. Qué malo estabas, perrín. Te
sacamos del garaje, de tu cajón de virutilla, y te metimos en casa, en el
cuartuco que hay debajo del descansillo de la escalera, que tantas veces
subiste alegre y curiosón. Allí te acomodamos la abuelita Florentina y
yo en una caja grande de cartón, con trapos viejos. Te cubrimos con un
saco para que no sintieras frío durante la noche. Allí quedaste todo
engurruñido, en tu postura favorita, metido el hocico entre tus patas
traseras. Esta era tu postura predilecta, cuando sentías frío y en tu
enfermedad. Aquella noche, Cuquis, hacía frío, mucho frío.
Poco después, salí a ver cómo seguías y a limpiarte las taponadas
naricillas. Quedé sorprendido al comprobar que allí no estabas ya ¿Dónde
te habías ido? Te busqué sin encontrarte, por la planta de la casa. Pero
subí la escalera y me fui derecho a mi dormitorio. No me engañó el
corazón. Allí estabas, pobre Cuquis ¿Qué buscabas allí? ¿Cuánto te
costó subir a ti que ya estabas casi muerto? ¡Qué esfuerzos tuviste
que hacer para llegar allá! Te encontré echado en mi misma cama, a los
pies de ella, como los perrillos de alabastro en las tumbas de los reyes,
obispos y caballeros feudales de la Edad Media.
¡Nunca olvidaré este gesto, Cuquis! ¿Qué buscabas, dime? Más de una vez
habías subido tú al piso de los dormitorios. Si me veías subir a mí, te
quedabas expectante al pie de la
escalera, aguardando que te diera permiso. «Sube», te decía; y subías
escaleras arriba, contento y alegre. Correteabas, curiosón por los
dormitorios. Pero nunca te habías encamado en los lechos. Y aquella noche
sí, Cuquis ¿Qué buscabas que mereciera la pena de aquel supremo
esfuerzo que tuviste que hacer para llegar hasta allí?
¡Pobre Cuquis! Buscabas, sin duda... ¡Qué sé yo! Esperabas tal vez que
tu amo te sanara y te devolviera la vida, que se te escapaba. Por eso acudías
a su dormitorio, como los
hombres acudimos al templo a pedir a Dios un milagro. Sí, perruco; eso me
pedías tú; un milagro, el de tu curación. Y yo no te
pude devolver la salud, pobre Cuquis.
Llamé a la abuelita Florentina para que te viera allí echado. Nos
emocionamos los dos. En mi interior lloraba mi corazón no sé si de pena
al verte morir, o de gratitud por tu gesto, o de emoción... o de todo
junto a la vez.
Con cuidado y cariño te cogí en mis brazos y te bajé al lecho que te
habíamos preparado; y allí te dejé bien arropadito. Pero convencido por
completo de que te morías
aquella misma noche, Cuquis. Tus ojos, antes tan vivos y lúcidos siempre,
ya no veían; estaban nublados y blanquecinos por la telilla que los cubría.
Quise quitártela y ya no pude, perruco.
Me acosté, pero no pude dormirme. Cansado por las emociones y el
insomnio, me adormilé al fin. Y soñé. Soné contigo, Cuquis ¡Cómo
corrías, juguetón, con Tula! Otras veces te veía correr tras aquel
gatazo atigrado al que nunca corriste en vida; o detrás del Turco, que huía
cobarde ante ti, tan bravo y peleón. Pero salió, no sé de dónde, un
perrazo, negro y grande, de ojos como brasas. Se adivinaba que traía
malas intenciones. Cogiste miedo. Te escondiste entre mis piernas... Y
desperté. Temí por ti; y levantándome, bajé rápidamente a verte ¡Pobre
Cuquis! Estabas agonizando ya ¡Qué lenta y profunda era tu respiración!
Ya no tenías la cabeza entre tus patas traseras. La habías estirado y
salía fuera de la caja. Y sin un aullido, sin un estertor, sin un mal gesto se apagó tu vida, Cuquis. Hasta muriendo fuiste elegante. Allí te dejé. Y lentamente fui subiendo los peldaños de la escalera uno a uno ¡Cómo me pesaban las piernas! Me volví a mi cama con frío en mi cuerpo y aún más en mi alma. Ya no pude dormirme más. Y llegué casi a maldecir al bárbaro del veneno. Que Dios le haya perdonado, Cuquis; perdónale tú también, perruco. Eran las seis de la mañana, domingo, 28 de enero. 21 La tumba. |
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