El Fundador del Opus Dei  

Biografía de San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei.

Índice

Página principal

Presentación

Capítulo I: Una familia cristiana

Capítulo II: Vocación al sacerdocio

Capítulo III: La fundación del Opus Dei.

Capítulo IV: Tiempo de amigos

Capítulo V: Corazón Universal

Capítulo VI: El resello de la filiación divina

Capítulo VII: Las horas de la esperanza

Capítulo VIII:  La libertad de los hijos de Dios

Capítulo IX: Padre de familia numerosa y pobre

Epílogo
Página optimizada 800x600

 

 

 

Capítulo Primero. Una familia Cristiana.
 

1. De Barbastro a Logroño

Al pie del Pirineo aragonés se sitúa la amplia franja del Somontano ‑con alturas de 500 a 600 metros‑, que enlaza la montaña con el llano, en rápido descenso hacia el Sur. Esta posición geográfica confirió al Somontano una gran importancia histórica, como paso obligado de las rutas comerciales y como centro de las luchas por el poder político.

Dentro del Somontano, Barbastro era ciudad ya muy conocida en el período de dominación romana. En 1100 fue reconquistada a los musulmanes por Pedro I de Aragón, y se erigió en Roda una sede episcopal, que más tarde se trasladó a Barbastro. Esta ciudad no perdió su prestancia a lo largo de los siglos. Hacia 1900 contaba con unos 7.000 habitantes, seguía siendo sede episcopal, tenía condición jurídica de cabeza de partido ‑con sus juzgados, su notaría, su registro de la propiedad, y toda su actividad administrativa‑, y destacaba como núcleo comercial de primera importancia, entre dos capitales de provincia, Huesca y Lérida.

Don José Escrivá y Corzán ‑padre del futuro Fundador del Opus Dei‑ se dedicaba en Barbastro al comercio. En 1894 era uno de los tres socios de "Sucesores de Cirilo Latorre". La familia provenía de Balaguer (Lérida), donde había nacido el abuelo paterno de don José. Algunos miembros de la familia se trasladaron a Peralta de la Sal, y luego a Fonz, villa situada en la margen izquierda del Cinca, a mitad de camino entre Peralta de la Sal y Barbastro. Don José Escrivá nació el 15 de octubre de 1867 en Fonz, y allí residieron también muchos años dos hermanos suyos: mosén Teodoro y Josefa.

El 19 de septiembre de 1898, don José se casó en Barbastro con María de los Dolores Albás y Blanc, que era la penúltima de trece hermanos. Los Albás, muy conocidos en Barbastro, ocupaban una casa grande, y la presencia de esta numerosa familia era tan notoria que se hablaba de aquel hogar como ala casa de los, chicos».

Martín Sambeat, que aún vive en Barbastro, recuerda a don José Escrivá como hombre lleno de bondad y rectitud, que vestía elegantemente al estilo de la época, con bombín, y todos los días cambiaba de bastón. El padre de Martín era también comerciante y, con otros, solía reunirse los miércoles en la parte alta de su tienda. Más .de una vez envió a su hijo a avisar a don José para que acudiese a la tertulia. Allí charlaban, comentaban los sucesos y jugaban al tresillo hasta última hora de la tarde. También se reunían a veces en el casino «La Amistad», en la Plaza del Ayuntamiento.

Don José trabajaba en el número 10 de la calle de Ricardos. En el sótano se fabricaba chocolate. Desde la tienda, por una escalera de caracol, se subía a una entreplanta, destinada a almacén de mercancías. En los dos pisos superiores vivía la familia de Juan José Esteban ‑notario de Barbastro hasta 1925‑, casado con una sobrina de don Cirilo Latorre, a quien había pertenecido el negocio. La tienda tenía el aspecto típico de los comercios de tejidos de la época: amplias estanterías de madera, con cajones anchos al fondo; y un gran mostrador corrido, tablón de madera, con una ranura de hucha, en la que se iban echando las monedas a lo largo del día. No faltaban la báscula ni la balanza, en un rincón de la tienda. El negocio iba bien. Cuando en mayo de 1902 se disolvió la sociedad "Sucesores de Cirilo Latorre", tenía un activo que hoy equivaldría a bastantes millones de pesetas. Con lo recibido de la liquidación, dos de los tres socios, Juan Juncosa y José Escrivá, continuaron el negocio con el nuevo nombre de "Juncosa y Escrivá".

Unos meses antes, el 9 de enero de 1902, nació Josemaría en la casa que habitaban sus padres en la Plaza del Mercado, junto a la de los Argensola. Era el hijo segundo. En la pila bautismal de la catedral de Barbastro le impusieron el día 13 los nombres de José, María, Julián y Mariano. Su hermana mayor, Carmen, había nacido el 16 de julio de 1899. Luego vendrían María Asunción (1905), María de los Dolores (1907), María del Rosario (1909) y Santiago (1919).

La vida discurría con normalidad. Doña Dolores llevaba la casa, con la ayuda de una cocinera, María, de una doncella y, mientras fue necesario, de una niñera. Tenían, además, un criado, para los trabajos más duros.

Quienes la trataron entonces en Barbastro la describen como una gran mujer, muy guapa, elegante, sencilla, serena, afable, llena de sentido del humor. Los amigos de sus hijos iban a jugar a su casa, y ella les dejaba prendas para que se disfrazasen. Prefería que jugaran en "la leonera". Cuando llegaba la hora de merendar les daba pan con chocolate y naranjas.

Con naturalidad y sentido del humor, doña Dolores aprovechaba todas las ocasiones para enseñar la piedad cristiana a sus hijos. Algunas lecciones quedaron grabadas para siempre en el alma de Josemaría. Las repetiría luego a lo largo de los años. Contaría, por ejemplo, que en aquella época eran corrientes las visitas. Iban las familias y algunas amigas de la madre. Él tenia que saludarlas, porque era el niño de la casa, y cuando las amigas de su madre querían besarle, se defendía, sobre todo de una pariente lejana de su abuela, con auténtico bigote, que pinchaba.

Ahora sois prudentes en arreglaros ‑decía con gracia una vez en Argentina ante un grupo numeroso de personas‑, según las circunstancias, porque no vais lo mismo a un sitio que a otro, para una visita de cumplido o para una fiesta..., y los productos de tocador han progresado. Pero en aquella época, o no se arreglaban, o se ponían como oía comentar divertida a mi madre: Fulanita vendrá estucada ‑efectivamente, se había puesto estuco‑, y no la podemos hacer reír, porque se descascarilla.

A doña Dolores tampoco le agradaba la vergüenza infantil de su hijo, cuando tenía que estrenar trajes nuevos. Y volvía a la carga, como contó muchas veces. Me metía debajo de la cama y no quería salir a la calle, tozudo, cuando me vestía el traje nuevo... Y mi madre, con un bastón de los que usaba mi padre, daba unos ligeros golpes en el suelo, delicadamente, y entonces salía: salía por el bastón, no por otra cosa.

Luego, mi madre con cariño me decía: Josemaría: la vergüenza, para pecar. Muchos años después me he dado cuenta de que había en aquellas palabras una razón muy profunda.

Su madre le enseñó a rezar y de ella aprendió, por ejemplo, esa oración de ofrecimiento, tan popular: Oh Señora mía, ola Madre mía, yo me ofrezco enteramente a Vos... En una homilía del 26 de noviembre de 1967 se refería a que todavía, por las mañanas y por las tardes, no un día, habitualmente, renuevo aquel ofrecimiento que me enseñaron mis padres. Y en 1974, en Buenos Aires, para ejemplificar cómo a veces son tonterías muy pequeñas las cosas que se oponen a una entrega total a Dios, recordó lo que le había contado una madre de familia, que también hacía rezar a su hijo esa oración ‑Oh Señora mía...‑ la misma que había aprendido siendo muy pequeño:

A aquel niño, ya harto de juguetes ‑porque era un chico de esos a quien no le negaban nada‑, un, amigo de su familia le regaló un conejo pequeñito, vivo; y él, con aquel gazapo ‑¿se llama gazapo también aquí?...‑ estaba entusiasmado, y cuando decía con su madre: y te ofrezco mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón, en una palabra, todo mi ser; le entró remordimiento y dijo: menos mi gazapito.

De la mano de su madre, fue prendiendo en el corazón de Josemaría una vida de piedad sencilla, normal. Lo evocaría el Fundador del Opus Dei cuando, un día de 1974 en Argentina, una madre cordobesa le contó la anécdota de su único hijo, de cinco años. Iban los dos en un colectivo, y el niño vio una imagen de la Virgen en el autobús. La saludó con la mano, y se puso luego a hablar con el conductor sobre el diálogo que podría tener con Ella mientras manejaba: el semáforo rojo. Y después: está el semáforo verde...

‑Virgen, tenemos que parar, está ‑Virgen, ahora seguimos, porque al oír esta anécdota, Mons. Escrivá de Balaguer se quedó un momento como pensativo. Y dijo enseguida a aquella madre: ‑Eso es vida contemplativa; cuando yo tenía esa edad era muy piadoso, pero no tenía vida contemplativa.

Muchas personas le recuerdan, en sus años de infancia, como uno más, alegre y travieso. Le gustaba mucho jugar con un caballo grande de cartón, con ruedas: paseaba con él a los más pequeños por la casa, tirando de una especie de ronzal. Tenía también soldaditos de plomo y birlas (palos con soldados pintados que se colocaban a cierta distancia y se iban tirando con bolas).

Cuando llegaba el buen tiempo, se reunía en la Plaza con los demás para jugar a "civiles y ladrones", o hacer carreras con aros. Otras veces iba a la casa de la calle Ricardos, donde estaba el comercio de su padre. Allí acudían los Esteban ‑hijos del notario‑ y otros amigos, como los Cajigós, los Sambeat y los Fantoba. Aún vive en Barbastro María Esteban Romero. Piensa ella que iban a jugar allí, sobre todo, la tarde de los jueves, que no tenían clases en el colegio. Uno de sus entretenimientos consistía en fabricar jabón. En aquella época la colada se hacía con ceniza, no con lejía, y en las casas había barriles de ceniza muy fina, que se empleaba para lavar. Los chicos la amasaban con agua y la cocían en cacharros de juguete para que se convirtiera en jabón. Algunas noches, después de cerrar la tienda, se quedaban ayudando a calcular el dinero que se había hecho ese día; les divertía mucho contar monedas, sentados en el mostrador. No obstante, María Esteban apenas coincidió con Josemaría, porque normalmente los niños que iban a su casa jugaban con sus hermanos y las niñas quedaban aparte, aunque a veces asistían a los juegos de los chicos.

"Pero lo que más le gustaba cuando estaba con ellas ‑afirma Adriana Corrales‑ era sentarse en una mecedora del salón, y contarles cuentos ‑normalmente de miedo, para asustarlas que inventaba él mismo". Debían efectivamente gustarle mucho los cuentos. El 16 de junio de 1974, mencionó ante miles de personas, en el Palacio de Congresos del General San Martín (Buenos Aires), que de pequeño se escapaba a la cocina, aunque le decían que no debía ir: pero había allí dos cosas estupendas: una cocinera que se llamaba María, que era muy buena, que sabía siempre el mismo cuento, un cuento de ladrones simpáticos; y, además, había unas patatas fritas colosales. Las dos cosas las tenía yo vedadas: oír el cuento... Porque no le decíamos: cuéntanos un cuento. No: oye, María, cuéntanos el cuento. Sabíamos que ella no conocía otro; pero lo decía tan bien, que siempre nos parecía nuevo.

En aquella casa de la plaza del Mercado había señorío, solera. El ambiente era sencillo y elegante, alegre y piadoso. También allí aprendió Josemaría a rezar el Rosario. Los sábados bajaban con otras familias amigas a San Bartolomé, una iglesia que ha desaparecido, y rezaban el Rosario y la Salve. (A esta iglesia iban también a veces a oír Misa los padres con sus hijos mayores, Carmen y Josemaría).

Fue doña Dolores quien preparó a su hijo para la primera confesión. Fijó la fecha con su confesor, el P. Enrique Labrador, un santo religioso escolapio. Cuando llegó el día, después eje hacer a Josemaría las últimas recomendaciones, lo llevó de la mano hasta la iglesia. Lo narraba él mismo en 1972:

Cuando hice mi primera Confesión ‑tenía seis o siete años‑, me quedé muy contento, y siempre me da alegría recordarlo. Me llevó mi madre a su confesor y... ¿sabéis lo que me puso de penitencia? Os lo digo, que os moriréis de risa. Aún estoy oyendo las carcajadas de mi padre, que era muy piadoso, pero no beato. No se le ocurrió al buen cura ‑era un frailecito muy majo‑ más que esto: dirás a mamá que te dé un huevo frito. Cuando se lo dije a mi madre, comentó: hijo mío, ese padre te podía haber dicho que te comieras un dulce, ¡pero un huevo frito...! ;Se ve que le gustaban mucho los huevos fritos!

¿No es un encanto que venga al corazón del niño ‑que todavía no sabe nada de la vida, ni de las miserias de la vida‑ el confesor de la madre a decirle que le den un huevo frito?  ¡Es magnífico! ¡Aquel hombre valía un imperio!

Su madre le enseñó las oraciones de la mañana y de la noche y con su padre, siendo niño aún, rezó muchas veces las oraciones de la noche. Con doña Dolores aprendió el Catecismo de la doctrina cristiana, hasta que llegó el momento de hacer la Primera Comunión, el día de San Jorge ‑23 de abril de 1912‑, porque era tradición en el Alto Aragón hacerla ese día:

Tenía yo entonces diez años. En aquella época, a pesar de las disposiciones de Pío X, resultaba inaudito hacer la Primera Comunión a esa edad. Ahora es corriente hacerla antes. Y me preparaba un viejo escolapio, hombre piadoso, sencillo y bueno. Él me enseñó la oración de la comunión espiritual.

Esta oración es hoy familiar a miles de personas en el mundo entero:

‑Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre; con el espíritu y fervor de los Santos.

Cuando Josemaría hizo la Primera Comunión, en 1912, ya era alumno del Colegio de los Escolapios en Barbastro. En el Colegio no había muchos alumnos: a comienzos de siglo hacer el Bachillerato, al menos en Barbastro, era excepcional, según afirma Aurelio Español, farmacéutico de Jaca, que hizo allí todos sus estudios, también de Bachillerato, entre 1900 y 1912. El Colegio tenía prestigio. Lo atendían unos doce religiosos. No en vano San José de Calasanz había nacido en Peralta de la Sal y comenzó su apostolado sacerdotal junto al Obispo de Barbastro Felipe de Urríes, protector del Santo durante sus estudios.

Un fámulo, llamado Faustino, recogía cada mañana a los alumnos. Los niños llevaban abrigo azul marino con botones de metal. También era azul marino el color de la gorra de paño que llevaban, con la visera de charol. En el centro, y sobre la visera, iba el escudo del colegio. Se ponían al cuello, en forma de chalina, un pañuelo doblado, de color más claro. Dentro del colegio usaban un guardapolvos de rayas azules, abotonado por delante, con cinturón y cuello también azules.

Al principio, .para hacer oficialmente el Bachillerato, los alumnos de los Escolapios iban a examinarse al Instituto de Huesca, ordinariamente en tren (Barbastro‑Selgua‑Tardienta-Huesca). Luego cambiaron al Instituto de Lérida. El examen de ingreso del Bachillerato lo hizo Josemaría en Huesca, en 1912, es decir, cuando tenía diez años, según lo establecido en las normas entonces vigentes.

En el Colegio, según el propio Martín Sambeat, Josemaría se distinguía de los demás por su serenidad; no era revoltoso. Otro compañero de estudios, José María Muñoz, hijo del veterinario de Barbastro, hoy Padre Escolapio en Logroño, señala que era estudioso y reflexivo; ni bullicioso, ni hosco; bien educado: "se veía que los padres se habían preocupado del chico desde pequeño". Según el P. Mur, que iba dos cursos por delante en aquel colegio, Josemaría destacaba ‑con Mariano Esteban, Leopoldo Puig y Ricardo Palá, también fallecidos‑ por su talento, por sus buenas calificaciones y por aquel Colegio, Leopoldo Puig talento, por sus buenas calificaciones y por condiscípulo, Miguel Cavero ‑que murió siendo un su piedad. Con otro con discípulo, Miguel Cavero –que murió siendo un ingeniero muy conocido‑, obtuvo premio en la asignatura "Nociones de Aritmética y Geometría", en el Instituto de Lérida, el curso 1912‑1913, es decir, en su primer año del Bachillerato (así aparece en el semanario Juventud, Barbastro, 13 de marzo de 1914, que cita el P. Liborio Portolés Piquen Escolapio, en un artículo publicado en la revista de los antiguos alumnos del madrileño Colegio de San Antón).

También se examinó de segundo de Bachillerato en el Instituto General y Técnico de Lérida. El semanario Juventud (Barbastro, 12 de junio de 1914) publica los resultados obtenidos por los alumnos de los Escolapios. En ese mismo número hay un artículo de J. Argente Llanas, expresivo del ambiente que enmarcaba aquellos exámenes en el Instituto. Argente describe cómo los alumnos van alegres, en tropel, hacia el Instituto, hasta que, de pronto, al fondo de una larga y estrecha calle, divisan la portada de lo que para ellos es cadalso: "Tras unos cuantos paseos por los severos claustros, suena el timbre. En sus rostros se acentúa todavía el abatimiento, se les apodera el temor, el pánico. Realizan sus exámenes ante tres señores que inspiran más que respeto y admiración, miedo. El alumno tiembla, su rostro se sonroja, su organismo parece no funcionar, sus sentidos se amortiguan, excepto el oído, que ansioso espera las preguntas del señor del birrete..."

Había entonces tres modos distintos de seguir la segunda enseñanza: a) enseñanza oficial: los alumnos teman obligación de asistir a clases en los Institutos; b) enseñanza colegiada: los alumnos no iban al Instituto, sino a Colegios reconocidos, que presentaban a sus alumnos a examen en el Instituto, con una relación de las notas que cada uno merecía, según el Colegio; además, un profesor del propio Colegio formaba parte del tribunal examinador; y c) enseñanza libre: los alumnos no eran presentados por nadie.

De hecho, sin embargo, los alumnos libres solían pasar en ocasiones por el Instituto, para conocer a los profesores que los habían de examinar. De manera que quienes por lo común tenían más miedo al Instituto eran los alumnos de enseñanza colegiada, porque no iban al Centro oficial más que para examinarse.

En junio de 1914, Josemaría salió bien librado. Según la gacetilla del semanario Juventud, resulta el alumno de segundo curso con mejores calificaciones: notable en Geografía de España (ninguno ha llegado a sobresaliente); sobresaliente en Lengua Latina, Aritmética Demostrada y Religión. Como todos, ha aprobado la Gimnasia.

Pero mientras avanzaba en el Bachillerato, las desgracias se sucedían en su familia. Lo más doloroso fue el fallecimiento de las tres hermanas que le seguían: primero murió la más pequeña, Rosario, el 11 de julio de 1910, antes de cumplir el año; luego, Lolita, el 10 de julio de 1912, a los cinco años; y, por último, Asunción, a la que familiarmente llamaban Chon, el 6 de octubre de 1913, poco después de cumplir los ocho. Cuando ésta falleció, Josemaría era un niña de once años y su hermana mayor, Carmen, acababa de cumplir los trece. Los dos sufrieron mucho con estos golpes tan duros.

Lo apreciaron bien las amigas de la infancia. Entonces era costumbre que las niñas designadas por la familia asistieran al entierro, llevando las andas en que se colocaba el ataúd, o las cintas que colgaban de la caja, cuando el niño o la niña morían antes de hacer la Primera Comunión, como fue el caso de las tres hermanas de Josemaría. Adriana Corrales, por ejemplo, llevó la cinta de Rosario y Lolita; en cambio, cuando murió Chon, que ya tenía ocho años, llevó una de las andas. No se le ha olvidado lo mal que, por estas desgracias familiares, lo pasó Josemaría. Al morir Chon, como las hermanas habían ido falleciendo por edades ‑de menor a mayor‑, Josemaría decía que entonces le tocaba a él. Dejó de repetirlo cuando se dio cuenta de que a su madre le entristecía. Ella le aseguraba:

‑No te preocupes, que tú estás ofrecido a la Virgen de Torreciudad.

Efectivamente, la familia tenía una devoción grande a esta advocación de la Virgen y, cuando Josemaría fue desahuciado por los médicos a la edad de dos años, le ofrecieron a Nuestra Señora si curaba de su enfermedad. Por eso, después, le llevaron en peregrinación a la ermita de Torreciudad.

La Baronesa de Valdeolivos vivió también aquella etapa: "No, puedo calcular cuánto tiempo después de la muerte de Dolores ‑debió de ser al verano siguiente‑ enfermó Chon. Parece que la estoy viendo ahora: era una niña rubia, muy mona". Y expone que, estando una tarde en los porches, Josemaría le dijo que iba a subir a casa, para ver cómo se encontraba su hermana. Había muerto. Su madre le dijo que estaba muy bien, porque ya se había marchado al Cielo. Ante el desconsuelo de Josemaría, ella tuvo que insistir:

‑Hijo, no seas así. No llores. ¿No ves que Chon está ya en el Cielo?

La noticia también impresionó mucho a la Baronesa de Valdeolivos ‑entonces muy niña‑, porque se trataba de la tercera hermana que se iba en muy poco tiempo, y eran amigas. Pero, a pesar de esta escena de dolor que se le quedó tan grabada, conserva la imagen de Josemaría como "un chico alegre, optimista, de muy buen corazón".

Los Valdeolivos veían bastante a los Escrivá, pues aunque residían en Lérida, pasaban el verano en Fonz, y el mes de septiembre iban a Barbastro a la casa de la abuela, que estaba en los porches, muy cerca de la de los Escrivá. Allí, bajo los soportales o en su casa, pasaban muchos ratos jugando, a pesar de que Josemaría era cinco o seis años mayor que ella. Su recuerdo es el de "un chico bastante alto, fuerte, que llevaba medias altas: hasta la rodilla, y pantalón corto, como todos los de su edad en aquella época". Él, más que jugar con la niña y con sus primo Joaquín Navasa y Julián Martí, se dedicaba a entretenerlos, porque eran más pequeños. Cuando iban a su casa, les sacaba sus juguetes, para divertirlos. Tenía muchos rompecabezas.

A ellas les gustaba hacer castillos con naipes. Una tarde ‑habían muerto ya Rosario y Dolores‑, absortas en torno a la mesa, contenían la respiración al colocar la última carta de uno de aquellos castillos, cuando Josemaría ‑que no acostumbraba a hacer cosas así‑ se lo tiró con la mano. Se quedaron medio llorando, y Josemaría, muy serio, les dijo: ‑Eso mismo hace Dios con las personas: construyes un castillo y, cuando casi está terminado, Dios te lo tira.

Sus pequeños amigos no entendieron nada. Ahora, la Baronesa de Valdeolivos piensa que esta frase "podía ser fruto de la huella que iban dejando en su alma de adolescente tantos acontecimientos dolorosos como ocurrían en su familia, que le hacían sufrir".

A estos trances tan amargos se unían las dificultades económicas ‑cada día más serias‑ que atravesaba la familia. A finales de 1913, el negocio paterno estaba al borde de la quiebra. La gente solía decir en Barbastro de don José Escrivá: "Es tan bueno, que le han jugado una mala pasada".

El hogar de los Escrivá conoció entonces momentos difíciles. Prescindieron de la cocinera, de la doncella y del restante servicio doméstico: de la niñera habían prescindido ya, poco después de la muerte de Chon.

La Baronesa de Valdeolivos era entonces muy pequeña, pero se le iba grabando lo que oía. Por eso le extrañó ver una tarde a Josemaría merendando pan con jamón, y comentó a su madre:

‑¿Por qué dicen que los Escrivá están tan mal? Josemaría ha merendado hoy muy bien.

Su madre le hizo ver que tan mal tan mal, como para no poder merendar, no estaban.

Doña Dolores se las arregló, ayudada por su hija Carmen, para sacar adelante las faenas de la casa, aunque no estaba muy bien de salud. Amigos de la infancia de sus hijos la veían por las tardes casi siempre planchando, sentada en una silla, porque ‑pensaban‑ estaba mal del corazón. Les admiró siempre su permanente sonrisa: nunca se quejó, a pesar de los agobios económicos que pasaba.

Así, trabajando de la mañana a la noche, la encontrarían años más tarde los socios del Opus Dei. Uno de ellos, Pedro Casciaro, la conoció en Madrid en 1936. Fue a la casa rectoral del Patronato de Santa Isabel, donde ella vivía con su hijo ‑era el Rector‑, para ayudar, con Francisco Botella, al traslado de baúles, maletas y paquetes, a la que sería su nueva casa, en la calle del Rey Francisco. Era la primera vez que la veía. No sabía cómo llamarla. Optó por decirle «Señora». Y realmente, subraya, era muy señora: le impresionó su modo de hablar en un tono bajo y dulce.

Al despedirse, les dio las gracias, y Pedro Casciaro se quedó con el sentimiento de que "había un parentesco especial entre ella y nosotros. Quizá después de conocerla aquel día es cuando comencé a llamarla Abuela". Con ella vivían también sus otros dos hijos, Carmen y Santiago, pero de aquel día de 1936, Pedro Casciaro sólo se acuerda de doña Dolores: "Su cara era todavía joven. Irradiaba serenidad y, al mismo tiempo, traslucía sufrimiento interior: me pareció que tenia los ojos llorosos". El país atravesaba en 1936 momentos difíciles. Después de las elecciones de febrero, había crecido la inseguridad social y el anticlericalismo se acentuaba. Doña Dolores tenía que cambiar una vez más de casa, también en circunstancias humanamente difíciles. Pero se había acrecentado la alegría serena con que aceptó desde el principio aquel quebranto económico de Barbastro, más de veinte años atrás.

Don José lo había llevado también con idéntica fortaleza. Todos coinciden en que su negocio acabó marchando mal porque algunos se aprovecharon de su confianza, de su buena fe. El fue siempre un auténtico caballero en todo. Se explica que pronto consiguiera trabajo en otra ciudad, siguiendo en el comercio textil. A principios de 1915 marchó a Logroño, para empezar a trabajar, buscar casa para su familia, y disponerla antes de que se trasladasen todos.

Los dos hijos, Carmen y Josemaría, acabaron con normalidad el curso. Pasaron el verano en Fonz. Volvieron a primeros de septiembre a Barbastro, y unos días después, a primera hora de la mañana, tomaban la diligencia de Huesca, camino ya de Logroño.

En el alma joven de Josemaría quedó grabada para siempre la lección de fe y entereza de sus padres, en aquel difícil trance. Lo evocaría años después, en una carta fechada el 28 de marzo de 1971, que escribía al alcalde de Barbastro, don Manuel Gómez Padrós, para contestar su felicitación por San José, y para agradecer las noticias que le enviaba sobre la promoción social de nuestro pueblo:

Déjame que te diga que mi madre y mi padre, aunque hubieron de salir de esa tierra, nos inculcaron, con la fe y la piedad, tanto cariño a las riberas del Vero y del Cinca. Recuerdo, concretamente de mi padre, cosas que me enorgullecen y que no se han borrado de mi memoria, a pesar de que me fui de ahí a los trece años: anécdotas de caridad genera y oculta, fe recia sin ostentaciones, abundante fortaleza a la hora de la prueba bien unido a mi madre y a sus hijos. Así preparó el Señor ni alma, con esos ejemplos empapados de dignidad cristiana y de heroísmo escondido siempre subrayados por una sonrisa, para que más tarde le fuera pobre instrumento ‑con la gracia de Dios‑ en la realización de una Providencia suya, que no me aparta del pueblo mío queridísimo. Perdóname este desahogo. No te puedo ocultar que, esas evocaciones, me llenan de alegría.

En la calle del Mercado ‑hoy General Mola‑ de Logroño, tenía don Antonio Garrigosa y Borrell una tienda de tejidos llamada "La Gran Ciudad de Londres". Con él llegó a un acuerdo don José Escrivá, para participar económicamente en el negocio, a la vez que trabajaba a diario atendiendo a los clientes. A don Manuel Ceniceros, ahijado de Garrigosa, que comenzó su oficio en la tienda en 1921, le impresionaba la elegancia y dignidad de todo su comportamiento, especialmente en la forma de llevar su cambio de fortuna. "Se veía que era un hombre feliz y extremadamente metódico y puntual. Muy pulcro en el vestir". Aún le ve con su bombín y su bastón paseando los domingos por el centro de Logroño.

Era también un hombre verdaderamente religioso. No se avergonzaba de confesarlo delante de personas que presumían de anticlericales; iba con frecuencia a Misa, antes de llegar puntualmente a su trabajo; rezaba el Rosario en familia: su casa era un auténtico hogar cristiano. Don José, en la memoria de Manuel Ceniceros, llevaba esta vida con gran naturalidad, sin alardes, como uno más en el trabajo, lleno de cordialidad, dispuesto siempre a ayudar a todos. Nunca se quejó, ni tuvo un mal gesto con nadie, por el revés de su fortuna.

Cuando en junio de 1975 le entrevistó un periodista, don Manuel Ceniceros confirmó lo que, al parecer, había considerado muchas veces ante los compañeros de trabajo: "Si la santidad del hijo ha sido como la de su padre, estoy seguro que llegará a los altares".

Los primeros meses en Logroño debieron ser especialmente duros para la familia Escrivá, porque apenas conocían a nadie en la ciudad. Vivían en la calle Sagasta, número 18 (hoy, 12), en un piso cuarto, de techos bajos, cubierto sólo en parte por una buhardilla: piso caluroso en verano y frío en invierno.

Aún vive en Logroño doña Paula Royo, cuyo padre trabajó en el comercio de Garrigosa. Ella ha referido cómo éste rogó a su padre que ayudara a los Escrivá para que se ambientasen en su nueva ciudad. Surgió así una buena amistad entre los Escrivá y los Royo. Muchos domingos salieron de paseo por la carretera de Laguardia, o la de Navarra, después de cruzar el puente de Hierro sobre el Ebro. Advirtió la alegría y el buen humor de Josemaría, guapo, alto y corpulento. Se parecía mucho a su padre, "una persona muy buena, dulce y cariñosa". Su hermana Carmen era más parecida a la madre. Paula Royo la encontraba un poco más seria, "pero encantadora también".

Algún tiempo después, los Escrivá se trasladaron a la calle de Canalejas, número 7, a otro cuarto piso. Allí les conoció Sofía de Miguel, hoy una anciana que, con más de ochenta años, conserva su carácter vivo y abierto, y que entonces vivía en el quinto piso. Un hijo suyo, Fernando, tenía unos dos años más que Santiago Escrivá, nacido el 28 de febrero de 1919, y jugaban juntos con frecuencia.

Aquel piso de Canalejas seguía siendo modesto. Cuando llegaba el cartero, y había correspondencia para los Escrivá, Sofía se prestaba siempre a subir las cartas: "No sabe con qué amabilidad me agradecía este servicio", señala. "Me acuerdo ‑añade‑ que un día llegué cuando estaban comiendo y con qué detalle tenían puesta la mesa. ;Eran unos verdaderos señores! También a Santiaguito le llevaban siempre muy bien arreglado, y hay que ver lo bien educado que estaba este niño..." Después de tantos años, le parece estar viendo a doña Dolores: "Tenía unos ojos muy vivos, no muy grandes, pero rasgados; y se peinaba siempre con un moño alto". Asimismo, alaba a don José como hombre muy penetrado ‑inteligente, cultivado‑, y no se explica por qué trabajaba en el comercio de Garrigosa: "no sé por qué sería..., muchas veces, las cosas se tercian mal..."

"Era una familia maravillosa ‑escribe otro amigo de aquellos años‑, y puedo asegurar que, si algún matrimonio he visto unido en mi vida, ha sido aquél: el de los padres de Josemaría. El padre era verdaderamente un santo. Estaba enamoradísimo de su mujer. Tenía una gran paciencia y conformidad en todo: siempre se le veía alegre. La madre era también una gran señora. Recuerdo perfectamente ‑aunque pueda parecer un detalle de poca importancia‑ las meriendas que nos preparaba. Sabía hacerlo muy bien y lo preparaba todo con gran cuidado".

Don José trabajaba con intensidad durante toda la jornada en el comercio de la calle del Mercado y, luego, al llegar a casa, a pesar de su cansancio, seguía trabajando. Era muy responsable. Y sabía vivir con la sobriedad que le imponían también las circunstancias. Su merienda era un caramelo. Manuel Ceniceros no se ha olvidado de este detalle, pues muchas veces fue él a comprarlos: daban diez a la perra gorda. Y fumaba poco: en una petaca de plata llevaba los seis cigarros que fumaba cada día y que, como era usual entonces, él mismo liaba.

Por aquel tiempo Josemaría había terminado el Bachillerato, en el Instituto de Logroño. Atrás quedaban el curso tercero (1914‑1915), y los exámenes en Lérida; el cuarto, que hizo como alumno no oficial ya en Logroño, en el Instituto; y quinto y sexto, cursados como alumno oficial. En las 14 asignaturas de estos tres años de Logroño, consiguió dos Sobresalientes con premio, ocho Sobresalientes y cuatro Notables. Los premios fueron en Preceptiva y Composición, de cuarto, y en Ética y Rudimentos de Derecho, de sexto.

Entonces, muchos alumnos oficiales iban por la mañana al Instituto ‑por lo general, de 9 a 1‑, y después de comer, hasta las ocho, asistían a colegios, en los que tenían clases de repaso, horas de estudio y actividades de formación humana y religiosa. En Logroño había dos de estos colegios: el de los Hermanos Maristas, y el Colegio de San Antonio, llevado por laicos, aunque tenía también un director espiritual, que residía en el Colegio Josemaría fue alumno del San Antonio.

Compañeros suyos atestiguan que fue un chico igual a tantos otros, sensato, no alborotador, "de los que no se tuercen por nada" (Eloy Alonso Santamaría); alto, más bien grueso, sonriente y amable (Antonio Urarte); algo reservado, pero alegre (Julián Gamarra), que participaba como uno más en las tertulias del "casino": así llamaban a la reunión en el patio del Colegio, antes de entrar a las clases.

La hija de Antonio Royo dice que, para su edad, Josemaría era alto, más bien fuerte, de buen parecer, con una risa contagiosa. "Sin embargo ‑agrega‑, su alegría no era estruendosa: era íntima, de verdad, muy agradable, y la contagiaba". Paula Royo insiste en que nunca hubo nada en su comportamiento, algo externo que hiciera pensar en su vocación sacerdotal. Cuando dijo que quería hacerse sacerdote, "sus padres lo comentaron a los míos asombrados, pero en ningún momento le pusieron dificultades. No nos esperábamos que quisiera ser sacerdote. Era un chico de muy buen carácter, con muchos detalles de delicadeza..., pero muy normal, vamos".

Lo habitual era entonces ingresar en el Seminario siendo niño, más o menos de diez años. Agustín Pérez Tomás, condiscípulo en Logroño, alude a que un compañero dijo alguna vez a Josemaría que podía ser sacerdote, y él respondió muy convencido: ‑Bah, tonterías...

Josemaría nunca pensó que el sacerdocio fuera para él. Pero supo cambiar de planes, ante los barruntos de lo que Dios le pedía. Cuando se decidió a emprender ese camino, habló con sus padres, que le dieron consejos propios de una familia hondamente cristiana. Y en octubre de 1918 empezó a estudiar en el Seminario de Logroño, como alumno externo. Luego, en septiembre de 1920 se trasladó a Zaragoza, donde, pocos meses antes de la ordenación sacerdotal, le sorprendió una nueva desgracia familiar: la muerte de su padre.

Don José falleció en Logroño el 27 de noviembre de 1924, en la misma casa de la calle de Sagasta en la que habían vivido antes, aunque no en el cuarto piso, sino en el segundo. Todo transcurrió en cuestión de horas. Al levantarse por la mañana, se encontraba muy bien. Desayunó, rezó un buen rato ante una

imagen de la Virgen Milagrosa, que tenían esos días en casa, y se puso a jugar con el pequeño Santiago. Después se dispuso a salir, y, al llegar a la puerta de la habitación, se sintió mal. Se apoyó en el marco de esa puerta, y cayó desplomado sobre el suelo. Un par de horas después entregó santamente su alma a Dios, sin haber recuperado el conocimiento.

Apenas pasadas las nueve, en el comercio pensaron que algo serio debía haberle ocurrido a don José, pues todas las mañanas llegaba al trabajo puntualmente. El dueño envió a Manuel Ceniceros para que averiguase lo que le sucedía. Cuando llegó a Sagasta, don José aún vivía: falleció poco después ‑manifiesta- con una santidad que invadía a toda la familia". Le encargaron que pusiera un telegrama a Zaragoza, para informar a Josemaría de que su padre estaba muy enfermo, y decirle que viniera. Él mismo fue a esperarle al "rápido". En el camino de la estación a casa, no tuvo más remedio que decirle toda la verdad: "Lo aceptó con una serenidad tan grande, que me sorprendió de una manera difícil de explicar".

Con el tiempo, el Fundador del Opus Dei compendiaría así la vida de su padre: No le recuerdo jamás con un gesto severo; le recuerdo siempre sereno, con el rostro alegre. Y murió agotado: con sólo cincuenta y siete años, pero estuvo siempre sonriente. A él le debo la vocación.

            Unos meses más tarde, la familia Escrivá se trasladó a Zaragoza.

            

Capítulo Primero. Una familia Cristiana.
 

2. El ejemplo de un hogar cristiano

Madrid, 1 de octubre de 1967, domingo. El Fundador del Opus Dei se reúne por la mañana con los padres de los alumnos de Tajamar (Vallecas). Les habla de ilusiones de juventud, de amor de Dios, de cariño, de trabajo, de hogares de familia, de esos hogares vuestros que yo bendigo con las dos manos, como bendigo el hogar ‑que ya se fue‑ de mis padres.

Monseñor Escrivá de Balaguer llevó siempre dentro del corazón aquel hogar, y agradeció especialmente a sus padres que hicieran posible su vocación. Aunque don José no llegó a conocer los planes que Dios reservaba a su hijo, sin embargo, con el ejemplo de su vida la Providencia divina formó al Fundador del Opus Dei, desde niño, para la misión que iba a confiarle en 1928.

Más de una vez se referiría a aquel hogar, que preparó la tierra donde fructificaría la semilla de la llamada de Dios: Nuestro Señor fue preparando las cosas ‑apuntaba en 1970‑ para que mi vida fuese normal y corriente, sin nada llamativo.

Me hizo nacer en un hogar cristiano, como suelen ser los de mi país, de padres ejemplares que practicaban y vivían su fe, dejándome una libertad muy grande desde chico, y vigilándome al mismo tiempo con atención. Trataban de darme una formación cristiana, y allí la adquirí más que en el colegio, aunque desde los tres años me llevaron a uno de religiosas, y desde los siete a otro de religiosos.

Ante todo, le enseñaron lo que es un hogar auténticamente cristiano: Se querían mucho ‑resumía en Chile el 4 de julio de 1974‑, y sufrieron mucho en la vida, porque el Señor me tenía que preparar a mí (...). Los vi siempre sonrientes. No se hacían arrumacos delante de nosotros, pero se palpaba el cariño. Y yo puedo decirlo ahora por los cinco continentes, con agradecimiento; y añadir, como me oísteis el otro día, que soy paternalista.

Pocos días antes, en Buenos Aires, le habían preguntado por qué repetía que bendice el amor humano con sus dos manos de sacerdote. Empezó citando unos textos de la Sagrada Escritura, y se extendió en la respuesta:

(...) Y yo no puedo menos de bendecir ese amor humano, que el Señor me ha pedido a mí que me lo niegue. Pero lo amo en los demás, en el amor de mis padres, en el vuestro, en el de los cónyuges entre sí. Ahora, ¡quereos de verdad! Y como os aconsejo siempre: marido y mujer, pocas riñas. Más vale no enredar con la felicidad. Ceded vosotras un poquito. Él cederá también.

Desde luego, delante de los hijos, no riñáis jamás; que los niños se fijan en todo, y forman enseguida su juicio (...).

Suelo decir con mucha alegría que yo soy paternalista. Miradme bien, que os pareceré antediluviano. Soy paternalista, porque tengo un recuerdo maravilloso de mi padre y de mi madre. No les vi reñir nunca. Se querían mucho..., luego reñían: es evidente.

Pero reñían cuando no estábamos los hijos delante. Y tampoco se hacían simplezas; algún beso. Tened pudor delante de los hijos (...).

Aprendió así una gran lección: la del cariño, profundamente humano y sobrenatural. Pero no fue, ni mucho menos, la única. Buena parte de las virtudes humanas, sin las cuales un camino de santidad en medio del mundo sería ininteligible, las vivió desde niño el Fundador del Opus Dei en el hogar de sus padres.

Ellos le ayudaron, por ejemplo, a administrar la libertad y a respetar la de los demás, con su comprensión ante los errores, que corregían cuando era necesario. Nunca me imponían su voluntad, elogió muchas veces. Supieron hacerse amigos de sus hijos, como explicaba a un grupo numeroso de matrimonios en Buenos Aires en junio de 1974:

Me da mucha alegría decir que no recuerdo que mi padre me pegara más que en una ocasión. Era muy pequeñín, muy pequeñín. Fue una de las pocas veces que me sentaba a la mesa con los mayores, en una de aquellas sillas altas. Debió de ser una tozudez mía. Yo soy muy tozudo, soy aragonés: y eso, llevado a lo sobrenatural, no tiene importancia; al contrario, es bueno, porque hay que insistir en la vida interior, ¿verdad? Total, que me dio un... ¿eh?

(Y hacía el gesto de dar un cachete).

No me volvió a tocar en la vida; nunca más: siempre me trató con dulzura, y me vino muy bien. Tengo un recuerdo encantador de mi padre, que se hizo amigo mío. Y por eso, yo aconsejo lo que he vivido: haceos amigos de vuestros hijos.

Otra manifestación práctica de cómo le enseñaron a administrar su libertad era tenerle corto de dinero, cortísimo, pero libre. En cambio, su padre se preocupaba mucho por el bienestar de las personas que trabajaban a sus órdenes, y tenía con todos los necesitados un recio sentido de la caridad. Era muy limosnero, resumía el Fundador del Opus Dei, para indicar su modo de vivir la pobreza y la caridad cristianas.

De él recibió también un continuo ejemplo de laboriosidad. Le vio gastarse día tras día, incansablemente, con una sempiterna sonrisa, primero en aquellos negocios de Barbastro, luego en Logroño, sin cesar en el empeño por el bien espiritual y material de su familia. Fue cumplidor, puntual. Nunca regateó esfuerzos en servicio de los demás y, al mismo tiempo, afrontó con temple y buen humor las contradicciones de la vida, también las grandes y difíciles de soportar. Siempre sereno, como quitando importancia a las cosas.

Los padres de Josemaría supieron rendirse generosamente a la voluntad de Dios. Llevaron sin una queja, como hemos visto, las pruebas que la Providencia divina permitió. El Espíritu Santo preparaba así, escondidamente, al Fundador del Opus Dei, que, andando los años, aceptaría humildemente:

Yo he hecho sufrir siempre mucho a los que tenía alrededor. No he provocado catástrofes, pero el Señor, para formarme a mí, que era el clavo ‑perdón, Señor‑, daba una en el clavo y ciento en la herradura. Y vi a mi padre como la personificación de Job. Le vi sufrir con alegría, sin manifestar el sufrimiento. Y vi una valentía que era una escuela para mí, porque después he sentido tantas veces que me faltaba la tierra y que se me venía el cielo encima, como si fuera a quedar aplastado entre dos planchas de hierro.

La vida de los Escrivá fue humanamente difícil. Dios quería que el Opus Dei naciera sin apoyos ni asideros terrenos, como reconocería, firmemente convencido, su Fundador:

Mi padre se arruinó totalmente, y cuando el Señor quiso que yo comenzara a trabajar en el Opus Dei, yo no tenía ni una virtud, ni una peseta; no tenía más que la gracia de Dios y buen humor. ¿Veis qué bueno fue esto? Ahora quiero más a mi padre, y doy gracias a Dios de que no le fuera nada bien en los negocios, porque así sé lo que es la pobreza; si no, no lo hubiera sabido.

Siento un orgullo santo: amo a mi padre con toda mi alma, y estoy seguro de que goza de un cielo muy alto porque supo llevar toda la humillación que supone quedarse en la calle, de una manera tan digna, tan maravillosa, tan cristiana.

De igual manera, la Providencia divina' se sirvió de esta familia para que Mons. Escrivá de Balaguer aprendiera, ya desde muy niño, a querer a Dios y a su Madre Santa María, y se encaminara con toda normalidad por los senderos de la oración cristiana. El amor humano fue cauce del amor de Dios. El Fundador del Opus Dei lo subrayaría en infinidad de ocasiones, para hacer ver cómo debe ser el trato del alma enamorada con su Dios:

Cuando hay amor, me atrevería a afirmar que no hace falta ni siquiera hacer propósitos. Mi madre nunca hizo propósitos de quererme, ¡y hay que ver qué detalles de cariño tenía conmigo!

También ella fue un ejemplo vivo de laboriosidad, verdaderamente decisivo para quien debía predicar los cristianos en su trabajo ordinario:

No recuerdo haberla visto nunca desocupada; siempre estaba atareada en alguna cosa: hacía una labor de punto, cosía o recosía prendas de ropa, leía... No tengo memoria de haber visto jamás a mi madre ociosa. Y no era una persona rara: era una persona corriente, amable (...) Era una buena madre de familia, de familia cristiana, y sabía aprovechar el tiempo.

El Fundador del Opus Dei solía poner, como criterio para vivir cristianamente desprendidos de los bienes materiales, usarlos como lo hace un padre de familia numerosa y pobre. Así lo hicieron sus padres: llevaron siempre su casa con espíritu de trabajo y detalles de buen orden. Cuando, a partir de un determinado momento, tuvieron menos medios económicos, continuaron viviendo dignamente, con buen gusto, sin que se advirtieran las carencias, porque suplían con imaginación, cariño y picardía la falta de grandes cosas.

Pero desde siempre habían hecho notar a sus hijos la importancia de hacer durar las cosas, para ahorrar gastos innecesarios; de pensar muy bien, con sentido común, cualquier compra, "sin alargar el brazo más que la manga"; de aprovechar hasta las cosas aparentemente menos aprovechables: "con los hilos que se tiran, el demonio hace una soga", enseñó doña Dolores a su hija Carmen cuando aprendía a coser en Barbastro...

Una anécdota compendia su señorío en la vida de familia. El postre tradicional del Viernes de Dolores eran crespillos, hojas de espinacas rebozadas con una crema de huevo, harina y leche, fritas en poco aceite y espolvoreadas con azúcar. Se servían abundantes, muy calientes, con mucho azúcar, en una fuente grande de porcelana, cubierta con una servilleta de hilo blanco. A doña Dolores le gustaban mucho los crespillos, pero comprendía que no los podía hacer servir con frecuencia: y eligió el día de su santo. Era un acontecimiento en la casa, que esperaban los hijos con mayor ilusión que los dulces más caros del mundo.

 

Capítulo Primero. Una familia Cristiana.
 

3. El aire de familia del Opus Dei.

Mucho debe todo el Opus Dei ‑no sólo la persona de su Fundador‑ a la familia Escrivá de Balaguer. Sin la educación y el cariño que el Fundador recibió en el hogar paterno, no hubiera sido posible un rasgo capital de la Obra: su ambiente de hogar, de familia cristiana sencilla y alegre, donde la caridad es también cariño.

Es el Opus Dei una organización desorganizada, plena de responsable espontaneidad; no tinglado, ni regimiento, sino familia que se multiplica en razón del amor, y conserva el mismo aire cuando se hace numerosa, cuando se enriquece con la variedad de las razas y temperamentos de los hombres.

El 26 de julio de 1975 escribía el Cardenal Baggio, en el diario Avvenire de Milán, cómo en 1946 tuvo "la fortuna (le conocer a Mons. Escrivá de Balaguer y de trabar con él una permanente amistad, respetuosa y discreta, pero no por es:) menos afectuosa y profunda". Una de las cosas que impresionaron ya entonces a Monseñor Baggio fue el aspecto externo de la sede central de la Obra, que no tiene "nada en común con las construcciones eclesiásticas del tipo convencional". Resulta un edificio más del Parioli romano, sin placas ni símbolos vistosos, con plantas y flores. El Fundador del Opus Dei le precisaba entonces cómo aquello formaba parte de la espiritualidad laical propia de la Asociación, que trata de santificar ‑hasta el heroísmo‑ la vida ordinaria, sin alterar para nada su propia y específica realidad.

Ese aire de familia correspondía al tono humano que debía tener el Opus Dei, como vio su Fundador desde el primer momento. Contaba, además, con el ejemplo de sus padres, dóciles al querer de Dios, que ante la vocación del hijo, responden con generosidad, y se disponen a ayudarle en todo lo que esté en sus manos.

La ordenación sacerdotal de Josemaría, en 1925, llenó a la familia de alegría y agradecimiento a Dios. Al mismo tiempo, doña Dolores supo aceptar la entrega que esa vocación le exigía: su hijo debía dedicarse plenamente al ministerio sacerdotal.

Más tarde, cuando prosiguió su labor sacerdotal en Madrid, le acompañaron su madre y sus dos hermanos, Carmen y Santiago. En esta ciudad nació el Opus Dei, y llegado el momento oportuno, les explicó lo que Dios quería de él. Todo el empeño de su madre se volcó entonces, sin una vacilación, sin desmayo alguno, en secundar la Obra que Dios haría a‑ través de su hijo. Fue una entrega silenciosa, poco llamativa, pero muy eficaz. Sin su ayuda ‑declararía el Fundador del Opus Dei‑ hubiera sido difícil que saliese la Obra adelante.

A partir de 1932, vivieron en el número 4 de la calle de Martínez Campos. En esa casa continuó el trabajo apostólico que don Josemaría desarrollaba entre la gente joven. Allí se formaron muchos socios del Opus Dei. Iban por las tardes a Martínez Campos, y tenían con él un rato de charla, de tertulia; muchos comenzaron allí una dirección espiritual. Al final les leía el Evangelio de la Misa del día, en un misal grande, y hacía un comentario breve, incisivo, práctico, costumbre ésta ‑el comentario del Evangelio‑ que hoy se vive en todos los Centros del Opus Dei del mundo entero al caer el día.

Poco a poco, calaba en ellos lo que debía ser su tono de familia. Sin la mano delicada de doña Dolores, esto quizá hubiera sido muy difícil, si no imposible. Los trataba como a hijos, con continuas delicadezas de madre, como guardarles unos dulces o unas golosinas.

Juan Jiménez Vargas merendó a veces en aquella casa. Puede parecer un hecho de poco relieve, pero le ayudó a entender lo que sería auténtica vida de familia en el Opus Dei. Por el tono de distinción humana que había en la casa ‑aunque era materialmente modesta‑, no se advertía a primera vista el sacrificio que estas invitaciones significaban. También así iban aprendiendo a envolver la escasez de medios en formas amables. Juan Jiménez Vargas menciona cómo fue mejorando él personalmente desde un punto de vista espiritual, e incluso en corrección humana, en templanza, en finura de trato: "realmente aquello contribuía mucho a cepillarnos, tanto que algunos podemos decir que aprendimos hasta la buena educación".

Poco después se comenzó a instalar el primer Centro de la Obra ‑la Academia DYA‑, en un pequeño piso de la calle de Luchana, muy próxima a Martínez Campos, para el que doña Dolores proporcionó muchos elementos materiales de primera necesidad. Pasados los años, bastantes objetos de su casa irían a parar, también, a diversos Centros de la Obra. La familia del Fundador se desprendió incluso de su propia hacienda. Refiere la Baronesa de Valdeolivos cómo en septiembre de 1933 estuvieron todos en Fonz, al fallecer Mosén Teodoro, hermano de don José Escrivá, que era beneficiado de la casa Moner, para disponer la venta de lo que tenían, que no era poco: "Recuerdo que en el Palau, la familia tenía una finca bastante grande. En el pueblo extrañó que quisieran deshacerse de todo. Con el tiempo se piensa más: debió ser muy triste para ellos, pero fue una demostración palpable del desprendimiento de las cosas de la tierra".

Hubo que trabajar mucho para sacar adelante, a pesar de la escasez de medios, las primeras Residencias de la Obra en Madrid. Doña Dolores velaba también por su hijo y se enfadaba con él, por ejemplo, cuando le veía utilizar zapatos desechados por los residentes y recorrer con ese calzado ‑viejo, de suelas totalmente gastadas, con grandes agujeros‑ las calles de Madrid en su diaria labor apostólica. Tuvo que negarse a poner nueva piezas en las sotanas, mil veces ya recosidas.

Después de la guerra civil española ‑tres años de intenso sufrimiento para toda la familia, en los que doña Dolores guardó, en el colchón de su cama, escritos y documentos de la Obra, con todo el riesgo que suponía‑, atendió con su hija Carmen, a ruego de don Josemaría, lo que luego el Fundador del Opus Dei llamaría el apostolado de los apostolados: las tareas domésticas de administración de los Centros de la Obra.

Veo como Providencia de Dios ‑diría‑ que mi madre y mi hermana Carmen nos ayudaran tanto a tener en la Obra este ambiente de familia: el Señor lo quiso así.

Ellas dos se hicieron cargo de los trabajos necesarios para que pudiera funcionar en Madrid la Residencia de la calle de Jenner. Luego, en 1940, fueron a vivir a la nueva casa de Diego de León, 14.

Eran tiempos duros para todos los españoles. Una asociada del Opus Dei valora con admiración el trabajo que la madre del Fundador y, sobre todo, Carmen, sacaban adelante en aquella casa de la calle Diego de León: "Era casi increíble que hubiera conseguido chicas, y que aprendieran a hacer las cosas de la casa, y a presentarse bien. Nunca la vimos correr, aunque se movía y trabajaba con ligereza; tampoco se la veía cansada, ni despeinada, ni con una mancha". Unos años después se hizo cargo de aquel trabajo un grupo de asociadas de la Obra, y una de ellas recuerda: "Teníamos que quedarnos a veces por la noche a hacer cuentas o a terminar trabajos pendientes. Carmen había llevado la casa sola". Se ve que la laboriosidad era mal de familia. "Por la noche, en su habitación, repasaba calcetines. No quedaba tiempo durante el día. Y como hasta los hilos para zurcir estaban difíciles de encontrar, cuando se desechaba algún par, los deshacía, y luego cosía con esos ovillos los pares rotos".

Con su gran corazón ‑también mal de familia‑, Carmen se preocupaba siempre de que todos comieran bien, en la medida de lo posible, que era muy poco, y con alimentos baratísimos. Si veía que alguno se dejaba llevar por una sobriedad mal entendida, se las ingeniaba para hacerle comer. Quienes convivieron con ella la describen ‑y la descripción nos resulta familiar como laboriosa, recia, con un corazón grande y noble que sabía entregarse sin reservas, muy sincera ‑llamaba siempre a las cosas por su nombre‑, espontánea. Su manera de ser era tan natural, que parecía como si no se esforzara al tener con todos continuos detalles de cariño. Dejó un recuerdo imborrable.

En aquella casona de Diego de León, doña Dolores ocupaba una habitación de la segunda planta, con un mirador que se abría a la esquina con Lagasca, donde colocó pequeñas macetas, que ella cuidaba. En esa habitación ‑no grande, pero bien iluminada‑ pasó los últimos meses de su vida, trabajando incansablemente como había hecho siempre. Una imagen de la Virgen presenció sus últimos momentos en la tierra. Es una pintura italiana al óleo, con un Niño muy peinado, sonrosado y mofletudo, a quien la Virgen ofrece una rosa de té. Esta imagen de Nuestra Señora acogió su último sacrificio. Todo lo ofreció por la Obra: hasta su misma muerte, en 1941.

El Fundador del Opus Dei dejó a su madre enferma en Madrid ‑como escribió quince años después‑ para ir a Lérida a dar un curso de retiro a sacerdotes diocesanos. No conocía la gravedad porque los médicos no pensaban que la muerte de mi madre fuera inminente, o que no pudiera curarse. Ofrece tus molestias por esa labor que voy a hacer, pedí a mi madre al despedirme. Asintió, aunque no pudo evitar decir por lo bajo: ¡este hijo!...

Ya en el Seminario de Lérida, donde estaban de retiro los sacerdotes, acudí al Sagrario: Señor, cuida de mi madre, puesto que estoy ocupándome de tus sacerdotes. A mitad de los ejercicios, a mediodía, les hice una plática: comenté la labor sobrenatural, el oficio inigualable que compete a la madre junto a su hijo sacerdote. Terminé, y quise quedarme recogido un momento en la capilla. Casi inmediatamente vino con la cara demudada el obispo administrador apostólico, que hacía también los ejercicios, y me dijo: don Álvaro le llama por teléfono. Padre, la Abuela ha muerto, oí a Álvaro.

Volví a la capilla, sin una lágrima. Entendí enseguida que el Señor mi Dios había hecho lo que más convenía: y después lloré, como llora un niño, rezando en voz alta ‑estaba solo con Él- aquella larga jaculatoria, que tantas veces os recomiendo: fiat, adimpleatur, laudetur... iustissima atque amabilissima voluntas Dei super omnia. Amen. Amen. Desde entonces, siempre he pensado que el Señor quiso de mí ese sacrificio, como muestra externa de mi cariño a los sacerdotes diocesanos, y que mi madre especialmente continúa intercediendo por esta labor.

Era el 22 de abril de 1941. Don Josemaría acudió al gobernador civil de Lérida, al que conocía de Zaragoza, pues muchas veces le había acompañado a hacer catequesis por Casablanca:

‑Oye, Juan Antonio, se ha muerto mi madre. ¿Cómo podría yo llegar pronto a Madrid?

‑Ahora va el coche mío, con el chófer.

Llegó a Madrid a las tres de la mañana. El cadáver de su madre reposaba ante el altar del oratorio, convertido en capilla ardiente. Lloró como un niño, como un hijo pequeño que ha perdido a su madre. A esa madre a la que no había podido acompañar a la hora de la muerte, porque el Señor le pidió ese sacrificio, por amor a los sacerdotes.

Distinta fue, en cambio, la muerte de su hermana Carmen. Pudo estar junto a ella, en Roma, cuando Dios se la llevó. Carmen había llegado a la Ciudad Eterna ya muy experimentada en las renuncias, en los detalles de entrega, y mantenía su buen humor y sencillez de siempre. También sencillamente, porque era Voluntad divina, supo acoger la realidad de la muerte con aceptación serena y alegre. Después de una enfermedad muy penosa, que duró dos meses desde que se diagnosticó, sufrió una agonía de cuarenta y seis horas en la que nunca perdió la unión con Dios. Guiada por su hermano y por don Álvaro del Portillo, hizo de su agonía una oración continua: "Estamos todos contigo ‑le decía don Álvaro en los momentos anteriores a su muerte‑. Y sobre todo está Dios, que es quien te da la fuerza. Toda tu vida has estado trabajando por Dios, y ahora vas a encontrarte con Él".

Murió en la madrugada del 20 de junio de 1957, festividad del Corpus Christi. Poco tiempo antes, a mediados de abril, los médicos habían diagnosticado un cáncer sin curación posible. Recibió la noticia "como una persona santa del Opus Dei"; así dijo don Álvaro al Fundador de la Obra. Y desde ese momento, con paz y con alegría, comenzó a prepararse para bien morir. "Cuando supimos de su enfermedad ‑escribió años más tarde un socio de la Obra‑, la cuidamos como a nuestra madre, acompañándola y haciendo cuanto estaba en nuestra mano para que fueran más llevaderos esos días de vida que le quedaban". Se pidió a Dios el milagro: "Señor, si quieres, puedes". Ella rezaba "para que se cumpliera la Voluntad de Dios". Y todos, con el corazón apretado, aceptaban lo que el Señor dispusiera, repitiendo: Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios sobre todas las cosas. Amén. Amén. La fe del Fundador del Opus Dei quedó confortada por una dedada de miel que recibió de Dios, y que dejó consignada ‑por tratarse de un hecho sobrenatural‑ en un documento que escribió y dejó en sobre cerrado, con la orden de que no se abriera hasta después de su muerte. Los socios de la Obra le oyeron aquellos días:

Se acabaron las lágrimas en el momento en que muro; ahora estoy contento, hijos míos, agradecido al Señor que se la ha llevado al cielo; con el gozo del Espíritu Santo. Me tenéis que dar la enhorabuena, porque ya está en el cielo. Estaba ilusionada con irse al cielo, ilusionadísima. Ya nos está encomendando.

Había cesado su dolor y el sufrimiento de los que con tanto cariño la habían acompañado. La expresión de paz que iluminaba su rostro era reflejo de su vida de entrega serena y sacrificada al servicio de Dios. Sus restos reposan hoy, muy cerca de los de su hermano Josemaría, en la cripta del oratorio de Santa María de la Paz, en la sede central del Opus Dei. Y es bien justo que sea así, porque ella ‑sin ser del Opus Dei‑ fue también cimiento auténtico de la Obra.

 

Capítulo Primero. Una familia Cristiana.
 

4. Calor de hogar.

Dios quería que el Opus Dei fuese ‑en el sentido literal del término‑ una familia. Y, como acabamos de apuntar, se sirvió decisivamente de las virtudes humanas y sobrenaturales del hogar de su Fundador. Pero él también fue siempre, verdaderamente, el Padre de esa familia. La sacó adelante en lo humano, con

corazón paterno y materno, que se volcaba hacia los socios de la Obra, tanto mientras fueron unos pocos, como cuando llegaron a sumar decenas de millares de todos los colores y de todas las razas.

Estaban ya esparcidos por los cinco continentes desde hacía años, cuando Mons. Escrivá de Balaguer hizo su último viaje a España. Acudió a su ciudad natal con motivo de la imposición ‑el 25 de mayo de 1975‑ de la medalla de oro de Barbastro. Llegado el momento, al comenzar la lectura de su breve discurso, en el salón de sesiones del Ayuntamiento, tuvo que interrumpirse:

Perdonad. Yo estoy muy emocionado, por doble motivo: primero, por vuestro cariño; y, además, porque a última hora de ayer recibí un aviso de Roma, comunicándome la defunción de uno de los primeros que yo envié para hacer el Opus Dei en Italia. Un alma limpia, una inteligencia prócer, doctor en Derecho Civil por la Universidad de Madrid, entonces Universidad Central; doctor en Derecho Canónico por la Universidad Lateranense; abogado rotal. Después, en tiempos de Juan XXIII, nombrado auditor de la Rota.

Ha servido a la Iglesia con sus virtudes, con su talento, con su esfuerzo, con su sacrificio, con su alegría, con ese espíritu del Opus Dei que es de servicio. Yo debería estar contento de tener uno más en el cielo, ya que tan frecuentemente en una familia tan numerosa tiene que suceder un hecho de este género. Pero estoy muy cansado, muy abrumado. Me perdonaréis y estaréis contentos de saber que tengo corazón. Sigo.

Esta reacción ‑de padre de familia con corazón humano y con fe divina‑ era idéntica a la que siempre tuvo ante la muerte de otros socios de la Obra. El P. Sancho, O.P., testimonia cómo, cuando murió Isidoro Zorzano en 1943, el Fundador del Opus Dei estaba, a la vez, apenado por la separación y contento porque había muerto como un santo.

Y es que ‑añade el religioso dominico‑ "dentro de su celo infatigable por todas las almas, tenía un cariño paterno y un entrañable desvelo por sus hijos. Eran la niña de sus ojos. Los trataba con fortaleza, exigiéndoles para que fueran santos, pero con la familiaridad de un padre con sus hijos. A mí me sorprendía este modo de tratarles, sobre todo a aquellos socios de la Obra que yo tenía en mucho, porque eran catedráticos: para él eran siempre y principalmente sus hijos. Era muy respetuoso con su libertad y les quería a todos muchísimo; es natural, porque al fin y al cabo eran sus hijos".

"Muchas veces ‑expresa don José Luis Múzquiz, uno de los tres primeros sacerdotes del Opus Dei, junto con don Álvaro del Portillo y don José María Hernández de Garnica‑ he visto al Padre, aun teniendo mucho trabajo, pasarse tiempo junto a un enfermo, dándole visión sobrenatural, contándole cosas para distraerle, haciendo alguna norma de piedad con él".

En los años setenta, cuando empezó a estar muy enfermo don José María Hernández de Garnica ‑Mons. Escrivá de Balaguer le llamó siempre con su apelativo familiar, "Chiqui"‑, don José Luis Múzquiz recibió en febrero de 1972 una carta de don Álvaro, diciéndole que "Chiqui está muy mal de salud", y que quiere "el Padre que te lo escriba yo directamente para que reces". Al leer esto, don José Luis se acordó de que, igual que, con la enfermedad de Isidoro Zorzano ‑como las madres cuando están sus hijos pequeños enfermos‑ el Padre presentía algo grave, antes del diagnóstico de los médicos. Lo mismo sucedía en esta ocasión: don José María Hernández de Garnica había ido a Roma y en cuanto el Padre lo vio, lo mandó inmediatamente a que le hicieran una revisión médica a fondo.

La víspera de la Fiesta de la Inmaculada ‑7 de diciembre (le 1972‑ murió en Barcelona don José María. Poco después, don José Luis Múzquiz recibía una carta de Roma:

Me ha llegado hace unos momentos la dolorosísima noticia del fallecimiento de Chiqui (q.e.p.d.). Bien purificado se nos lo ha querido llevar el Señor. No puedo ocultarte que he sufrido ‑que sufro mucho‑, que he llorado.

Haz muchos sufragios por él, y pide a todos que los hagan, aunque estoy seguro de que ya no los necesitará. Encomiéndale ‑yo lo he hecho desde el primer momento‑ todas las cosas que llevamos en e1 corazón, que Chiqui seguirá empujando, como ha hecho siempre, muy cerca de la Santísima Virgen.

Que estés sereno y con paz: el Señor sabe más.

Así en la muerte, como en la vida. Encarnación Ortega subraya la delicada ternura del Padre: "Intuía nuestras preocupaciones, nuestro estado de ánimo". Y detalla manifestaciones bien concretas de cómo hacía compatible ese cariño suyo ‑materno‑ con la energía en la corrección y la fortaleza de un padre que sabe exigir a sus hijos, también porque los quiere. Así, cuando llegaban a Roma asociadas de la Obra, generalmente para cursar estudios, se preocupaba de que se les facilitase la ambientación, especialmente si venían de países lejanos, muy distintos: evitarles los rigores del clima, hacer que se incorporasen gradualmente a las comidas italianas, proporcionarles la compañía de personas que hablasen su idioma.

Encarnación Ortega estaba en Londres en septiembre de 1960. Poco antes, algunas asociadas del Opus Dei habían marchado a Osaka y Nairobi. Comenzaban el trabajo apostólico de la Obra, como siempre, con muy pocos medios materiales. El Fundador, que por aquellos días se encontraba en Londres, sentía en su corazón la premura de llamarles por teléfono para tener noticias directas de ellas. Preguntó cuánto costaría, y calculó que, prescindiendo de otras cosas, podrían hacer ese gasto. Y lo hizo. Le venció su corazón de Padre.

Pero el cariño no excluía la fortaleza, que era un modo distinto de manifestar ese cariño. Nunca dejó de corregir: ni en asuntos de fondo, en que estaban en juego aspectos medulares del espíritu del Opus Dei, ni en cuestiones menudas, aparentemente sin importancia.

Porque sabía querer, supo corregir. Sus advertencias no herían, no aplanaban. Ponía tal afecto ‑por enérgica y clara que fuera la corrección‑, que todos se sentían queridos, y animados a hacer las cosas bien.

Este afecto determina que el Opus Dei sea familia, fuera de todo eufemismo. Y ese cariño alcanza especialísimamente a las familias de los socios de la Obra.

Fruto de su meditación del quinto misterio gozoso del Santo Rosario ‑el Niño perdido y hallado en el Templó‑, el Fundador del Opus Dei había escrito: (...) Y, al consolarnos con el gozo de encontrar a Jesús ‑;tres días de ausencia!‑ disputando con los Maestros de Israel (Le., II, 46), quedará muy grabada en tu alma y en la mía la obligación de dejar a los de nuestra casa por servir al Padre Celestial.

Era una obligación clara, siempre vivida así en la Iglesia. Pero también, siempre que fuera posible, quería el Fundador del Opus Dei que los socios de la Obra que no vivían con sus padres los acompañasen en los momentos duros, al menos ‑cuando les resultaba imposible estar físicamente a su lado‑ con su oración incesante, con sus continuas cartas, o con la compañía de otros socios de la Obra.

Lo vivió así. Y enseñó a vivirlo a los más jóvenes, que ‑por temperamento, casi por ley de vida‑ podían encubrir el amor y el agradecimiento hacia sus padres con un cierto y aparente ‑a veces simplemente perezoso‑ distanciamiento.

Como anota don Remigio Abad, que desde hace años es capellán de Xaloc, obra apostólica promovida por el Opus Dei en Hospitalet de Llobregat, "me enseñó a querer a mis padres con un cariño más intenso; en varias ocasiones me preguntó ‑sabía que yo era perezoso para escribir‑: ¿Cuántos días hace que no escribes a tus padres? Él los encomendaba cada día en la Santa Misa‑.

Cuando le hablaban de padres que no acaban de estar contentos de que sus hijos fueran socios de la Obra, era a éstos, generalmente, y con toda razón, a quienes echaba la culpa. Porque no sabían ser fieles, en la práctica, al espíritu de la Obra. Una madre brasileña escribía en 1974 a su hijo, después de conocer a Monseñor Escrivá de Balaguer:

"Querido hijo:

"Después de siete años, puedo nuevamente mirarte a los ojos y decirte: realmente fue mejor así. Realmente tenía que ser así.

"Ahora ya puedo ver una cruz, una iglesia, sin sentir dolor en el corazón. Sí, ahora ya puedo ver que no te me robaron. Que tú tenías que marcharte. Y que tu mundo es maravilloso.

"Tú, hijo mío, eres un privilegiado. ¡Cómo me cambió el Padre! El me devolvió a ti. Y también a Dios, a quien ahora puedo amar.

"Hijo mío, procura seguir las enseñanzas del Padre. Para mí es como si fuese el mismo Amor de Cristo".

El corazón del Fundador del Opus Dei era de veras paterno. Por eso comprendía muy bien los sentimientos de todos los padres. Y por eso tenía siempre en cuenta a las familias de los socios de la Obra. Cuando las necesidades del trabajo los llevaban lejos, les animaba siempre a que les escribieran con frecuencia, a que les dieran buenas noticias, a que les hicieran partícipes de su alegría: pues la dicha del hijo es lo que más alegra el corazón de unos padres.

Lo vivió así, con todos, incluso en los momentos tremendos de la guerra de España. Le emocionaba mucho a Enrique Espinós Raduán, que estuvo unas horas con el Padre en Valencia, en octubre de 1937, cuando pasó por allí camino de Barcelona. Espinós fue a despedirle a la estación con su primo Francisco Botella. De aquella entrevista conserva una impresión de serenidad y de paz, de inmensa confianza en Dios. Más adelante Paco se reuniría con don Josemaría en Barcelona, y estaría con él hasta cruzarlos Pirineos. Unos meses después Enrique Espinós empezó a recibir cartas firmadas por Isidoro, Zorzano dándole detalles sobre sus pasos desde Valencia a Burgos: "Era una muestra de fina caridad conmigo y con los padres de Paco; no hay duda de que lo hacía por sugerencia del Padre, ya que yo no conocía a Isidoro".

También don Pedro Casciaro tuvo ocasión de experimentarlo por aquellos días. Había hablado muchas veces al Fundador de la Obra sobre la vida espiritual de su padre, hombre de virtudes humanas y gran bondad, pero al que su preocupación por mejorar las condiciones de los obreros le llevó a militar en un partido político que fue derivando hacia posturas cada vez más anticlericales. Dentro de ese ambiente, se retraía de prácticas externas de la religión. Don Josemaría animaba a Pedro a invocar confiadamente a la Santísima Virgen. En diciembre de 1937, después de llegar a Andorra, quiso pasar por Lourdes antes de regresar a España. Pedro se disponía a ayudarle en la Misa que iba a celebrar. Ya al pie del altar, se volvió delicadamente hacia él, que estaba arrodillado en la grada, y le dijo en voz baja: ‑Supongo que ofrecerás la Misa por tu padre, para que el Señor le dé muchos años de vida cristiana. Don Pedro Casciaro quedó sorprendido: "Realmente yo en ese momento no había hecho tal intención, pero le contesté en el mismo tono: ‑Lo haré, Padre".

Cuando acabó la guerra, su padre tuvo que exiliarse. Sufrió muchas privaciones, pero el Señor le movió a vivir como cristiano fervoroso, con una piedad sincera. Durante los últimos once años de su vida ‑murió con mucha paz el 10 de febrero de 1960, víspera de la fiesta de Nuestra Señora de Lourdes‑ fue hombre de oración, de Misa y Comunión diarias. Quiso mucho al Fundador del Opus Dei y era Cooperador de la Obra.

Cuando el Opus Dei creció por el mundo, no disminuyó el cariño. Es algo que no puede atribuirse a causas humanas: personas de razas y temperamentos muy diversos, que no conocían el castellano y quizá nunca habían visto físicamente a Mons. Escrivá de Balaguer, le trataban ‑le querían‑ como a auténtico Padre. Y es que era Padre de veras. Lo hacía notar un destacado pedagogo español, Víctor García‑Hoz, que le había conocido en 1939: "Una de las cosas que más me llamó la atención en os últimos años del Padre fue ver cómo en las catequesis multitudinarias, en tertulias de cientos y aun miles de personas, sabía conversar con aire de intimidad. Es cosa que no me explico sino por una gracia especial de Dios".

El Fundador del Opus Dei había recomendado y practicado siempre el apostolado personal, de amistad y confidencia. Pero a medida que el desarrollo de la Obra fue haciendo imposible que recibiera y hablara con todos y cada uno de los que querían escuchar su enseñanza, surgió con naturalidad este tipo de tertulias, en algunas de las cuales llegaron a participar más de cinco mil personas en torno a Mons. Escrivá de Balaguer. Era llamativo comprobar que nunca resultaban masivas, sino que tenían el ambiente de una reunión familiar. Todos se sentían en familia, identificados con quienes iban preguntando o contando cosas: tanto una señora de ochenta años, como un chico de quince; un casado con muchos hijos o una mujer soltera; un obrero, .in profesor universitario o una artista de cine... Los temas de conversación surgían de problemas o inquietudes personales. El Padre mantenía el tono personal, íntimo. Y todos se unían en la misma preocupación y recibían sus respuestas como si se dirigiese a cada uno en particular.

De algunas de esas tertulias se conservan imágenes filmadas en color, con sonido directo. Una sola de estas películas describe mejor que muchas páginas cómo era el Fundador del Opus Dei y cómo quería a todas las personas que se apiñaban a su lado. El 16 de junio de 1974 la reunión fue en un salón enorme del Palacio de Congresos General San Martín, de Buenos Aires. Se inició con unas palabras muy breves:

No os llamará la atención si os digo ‑porque os parecerá lógico‑ que yo esta mañana, en la Santa Misa, me he acordado mucho de vosotros; y también en la acción de gracias. He pedido al Señor por cada uno: por sus preocupaciones, por sus ocupaciones, por sus afectos, por sus intereses, por su salud temporal, material, y por su salud espiritual. Porque os quiero felices. Y me acordaba de que íbamos a parecer aquí como una muchedumbre. Ya estamos acostumbrados en el Opus Dei, y sabemos que no somos eso: somos una familia. A los dos minutos de hablar, la muchedumbre se convierte en un grupito. Hablamos con el cariño de media docena de personas que se entienden.

Poco después, un paraguayo señaló que su madre, de la Obra, había muerto rezando por su Fundador. Una mujer, cuyo marido era del Opus Dei, quería saber qué le faltaba a ella para decidirse también. Otro estaba preocupado porque, a veces, la intensidad del trabajo profesional hace más difícil darle sentido sobrenatural. Luego tomó la palabra un socio de la Obra, que estaba allí con su madre, viuda, inquieta por lo que pudiera ser de su hijo cuando llegase a viejo...

‑Dice que no voy a tener familia... Y como ella está acá, al lado mío, yo quiero que usted le explique que tenemos familia, que nos queremos mucho, y que además somos siempre jóvenes, como usted...

Mons. Escrivá de Balaguer ilustró su respuesta con una anécdota antigua. Una vez un gran personaje atacó a un socio de la Obra, porque éste, en el ejercicio de su libertad civil, había manifestado su disconformidad. Entre otras cosas, habló de que este socio de la Obra no tenía familia. Entonces, el Fundador del Opus Dei fue a verle, y le dijo: ‑Tiene mi familia; tiene mi hogar. Aquel personaje pidió perdón. Y continuaba: Tú ya sabes que tu hijo tiene familia y tiene hogar; y que morirá rodeado de sus hermanos con un cariño inmenso. ¡Feliz de vivir y feliz de morir! ¡Sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte! (...) ¡Es el mejor sitio para vivir y el mejor sitio para morir: el Opus Dei! ¡Qué bien se está, hijos míos!

Muchos apreciaron aquel día que allí ‑en el Palacio de Congresos‑ había sabor de primitiva cristiandad, que vibraba con un solo corazón, con una sola alma, con un único afecto. Y entendieron que, verdaderamente, el Opus Dei es hogar, pleno de cariño humano y delicadezas santas.

Dos años antes, el 22 de noviembre de 1972, en Barcelona, una chica joven manifestó al Padre, en una reunión semejante:

‑El otro día estuve también en una tertulia con usted. Al salir, una amiga me dijo: ‑¿Te has fijado en esos sacerdotes que estaban con el Padre? Seguro que le han oído miles de veces decir las mismas cosas. Y, sin embargo, con qué cariño le miraban. ;Cómo se quiere la gente del Opus Dei!

La respuesta fue rápida, inmediata, emocionada:

¡Pues sí! ¡Nos queremos! Sí, señor. ¡Nos queremos! Y es el mejor piropo que nos pueden decir. Porque de los primeros fieles afirmaban los paganos: mirad cómo se aman.

 

Capítulo Primero. Una familia Cristiana.
 

5. La santidad del amor humano.

El Fundador del Opus Dei difundió por el mundo amor a la familia. En unos tiempos en que la santidad parecía más bien cosa reservada a religiosos y sacerdotes, Dios se sirvió de él, para hacer ver a muchos matrimonios que la vida conyugal es un verdadero camino de santidad en la tierra.

Juan Caldés Lizana le conoció en unos días de retiro. Era septiembre de 1948. "Se abrió ante mí ‑publica en Mutado Cristiano, septiembre de 1975‑ un mundo ilusionante al contemplar el matrimonio ("sacramento grande") como una auténtica vocación, un nuevo camino divino en la Tierra". Era un panorama inédito: todos llamados a una misma santidad, plenitud de vida cristiana; la familia, un hogar luminoso y alegre, ocasión propicia para convertir la prosa diaria en endecasílabo, verso heroico; los padres, sembradores de paz y alegría; y los hijos, gaudium meum et corona mea ("mi alegría y mi corona"). Esta última fue la frase que el Fundador del Opus Dei estampó al dorso de una fotografía de los diez hijos de Juan Caldés, que vio en aquellas ideas de 1948 una profunda innovación sobre el papel de los laicos en la Iglesia.

Más nuevas sonaban aún sus palabras por los años treinta, cuando hablaba de vocación matrimonial, y presentaba el matrimonio como cauce de santidad. Lo subraya el doctor Jiménez Vargas, que asistía a los círculos y meditaciones del Fundador del Opus Dei, y entiende que sus charlas sobre la virtud de la pureza resultaban tremendamente originales, nuevas: hoy resulta familiar ‑afirma‑, después de tantas ediciones de Camino, pero "es importante situarse en 1933, con los modos de pensar de los chicos piadosos de entonces, y lo corriente que eran ciertas formas de sermonear sobre la castidad, que más que otra cosa llevaban a una visión deforme y hasta freudiana del problema. Por lo pronto, hablaba de pureza ‑más que de castidad‑ con esa visión positiva y optimista que ahora es tan conocida". Más sorprendente aparecía su enfoque acerca del matrimonio, recogido luego sintéticamente en tres puntos de Camino (26, 27 y 28). El profesor Jiménez Vargas precisa que "al decir que el matrimonio es para la clase de tropa ‑entonces no estaba publicado Camino ni Consideraciones Espirituales‑ se puede asegurar que entusiasmaba tanto a los que se creían con vocación para la clase de tropa como a los que pensaban que su vocación era otra. No se le pasó por la cabeza nunca a nadie una idea equivocada, ni nadie se sintió molesto por este comentario que, además, tenia gracia cuando se le oía directamente".

Ese modo de presentar la virtud cristiana de la pureza animaba a luchar, porque quedaba siempre muy claro su sentido positivo, amable, afirmativo, propio de un corazón enamorado. Así la definió el Fundador del Opus Dei en una homilía pronunciada en Navidad de 1970: La castidad ‑no simple continencia, sino afirmación decidida de una voluntad enamorada -es una virtud que mantiene la juventud del amor en cualquier estado de vida.

Mons. Escrivá de Balaguer había preparado desde muy atrás el sendero por el que infinidad de socios de la Obra lucharían decididamente para ser santos en su vocación matrimonial. El camino jurídico tardaría años en abrirse. Pero el Fundador del Opus Dei esperaba, confiado en el querer de Dios; mientras tanto, iba formando a las almas para que, en el momento oportuno, pudieran recibir explícita la llamada divina.

Así hizo, por ejemplo, con Antonio Ivars Moreno, quien ya en 1940, en Valencia, acudía a las actividades apostólicas que socios del Opus Dei desarrollaban en una casa de la calle Samaniego, 16, pronto convertida en Residencia de Estudiantes: "El Director era don Pedro Casciaro. Con él colaboraba mi viejo amigo don Amadeo de Fuenmayor. Ellos me llamaron un día pare hablarme. Pedro me dijo sucintamente que en la Obra había personas que se habían entregado con dedicación plena a Dios. Pero añadió que el Padre había dicho que yo tenía vocación matrimonial y que no me inquietasen. Tuve la suerte de que, por aquellos días, estaba entre nosotros y tuve ocasión de contarle lo que Pedro y Amadeo me habían dicho. El mismo me lo confirmó añadiendo que cuando tuviera que contraer matrimonio, vendría: a casarme".

A todos ‑solteros, casados, novios, sacerdotes‑ les moví« siempre a bucear en las profundidades del amor, les previno contra la gran tentación del egoísmo ‑que impide resolver los problemas que esa pasión crea‑, y les animó a huir de la sensualidad, porque ‑solía repetir‑ corta las alas del amor y empequeñece las cosas grandes para las que es capaz el corazón humano.

A los más jóvenes enseñaba lo que recogió en Camino, y reiteraba en 1974 con otras palabras a un grupo numeroso de muchachos en San Paulo: Pido al Arcángel San Rafael que, como a Tobías, a los que hayan de formar una familia los lleve al encuentro de un amor de la tierra, limpio y bueno. Bendigo ese amor terreno vuestro, y bendigo vuestro futuro hogar. Y al Apóstol Juan, que tanto se enamoró de Cristo Jesús, y que fue valiente ‑el único hombre: los demás se escaparon‑ al pie de la Cruz de Cristo, cuando el Redentor era victorioso y parecía vencido; a ese discípulo joven, pero fuerte, le digo que os ayude, si es que el Señor os pide más.

El Fundador del Opus Dei se despidió de estos chicos con la bendición que se imparte a los que emprenden un viaje: Todos estamos camino adelante por la vida... Es la bendición que Tobías dio a su hijo cuando ‑acompañado por el Arcángel San Rafael‑ fue a recoger un dinero que debían a su padre. En realidad, porque fue además, sin saberlo, a buscar la novia, y encontró una que era guapa y buena y rica. Es toda una bonita historia de limpieza, de amor noble, casto y fecundo, como el amor de nuestros padres, que yo bendigo.

Pocos días antes, también en San Paulo ‑como hizo siempre a lo largo de su vida‑, proponía a personas casadas el cariño del noviazgo como modelo de su amor: Que os queráis mucho. El amor de los cónyuges cristianos ‑sobre todo, si son hijos de Dios en el Opus Dei‑ es como el vino, que se mejora con los años, y gana valor... Pues el amor vuestro es mucho más importante que el mejor vino del mundo. Es un tesoro espléndido, que el Señor os ha querido conceder. Conservadlo bien. ;No lo tiréis! ;Guardadlo!

Más adelante, en aquella misma conversación, respondiendo a otra pregunta, Mons. Escrivá de Balaguer insistiría: No es malo que os manifestéis ese cariño limpio entre vosotros, delante de los hijos: malo sería que no lo mostraseis. No hagáis delante de los niños manifestaciones de afecto extraordinario, por pudor; pero quereos mucho, que el Señor está muy contento cuando os amáis. Y cuando pasen los años ‑ahora sois todos muy jóvenes‑ no tengáis miedo: vuestro cariño no se hará peor, sino mejor. Se hará incluso más entusiasta, volverá a ser el cariño del noviazgo.

Supo tratar siempre de cosas divinas a lo humano, y de cosas humanas a lo divino. Usó imágenes del amor humano, para mover al amor de Dios. Al predicar sobre la Eucaristía ‑donde Cristo es, exclamaba, ¡prisionero de Amor!‑, hablaba de la madre buena que limpia a su hijo pequeñín, lo perfuma, lo abraza contra su corazón, y "se lo come a besos"... Y Cristo llega a lo que los hombres no pueden conseguir: se hace alimento, vida de nuestra vida, "tomad y comed", nos dice.

Un Jueves Santo de 1960, en su homilía, evocaba la experiencia humana de la despedida de dos personas que se quieren: Desearían estar siempre juntas, pero el deber ‑el que sea‑ les obliga a alejarse. Su afán sería continuar sin separarse, y no pueden. El amor del hombre, que por grande que sea es limitado, recurre a un símbolo: los que se despiden se cambian un recuerdo, quizá una fotografía, con una dedicatoria tan encendida, que sorprende que no arda la cartulina. No logran hacer más porque el poder de las criaturas no llega tan lejos como su querer.

Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor. Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda El mismo. Irá al Padre, pero permanecerá crin los hombres. No nos legará un simple regalo que nos haga evocar su memoria, una imagen que tienda a desdibujarse con el tiempo, como la fotografía que pronto aparece desvaída, amarillenta y sin sentido para los que no fueron protagonistas de aquel amoroso momento. Bajo las especies del pan y del vino está Él, realmente presente: con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.

Siempre movió a todos a tratar a Dios con naturalidad, con el mismo corazón y las mismas palabras con que se trata a las personas queridas de la tierra; o sin ruido de palabras, mientras estás en la calle, en la comida, sonriendo a una persona, estudiando...

Más de una vez, cuando alguien se dirigía a él, con un "Padre, dígame una jaculatoria...", reaccionó espontáneamente:

‑Yo os daría una zurra... ¿Una jaculatoria...? Pero, ¿es posible que vosotros no sepáis hablar con el corazón a la gente? ¿Cómo hubierais hablado a la novia? ¿Qué queríais: que os soplaran para charlar con la novia? Pues, para hablar con Dios Nuestro Señor, lo mismo.

Partía del amor humano, para hacer comprender la riqueza santificadora que se encierra en los mil detalles de la vida cotidiana, que el alma enamorada sabe descubrir. Nada de extraño tiene, pues, que al esclarecer el sentido del matrimonio acentúe aspectos aparentemente triviales. Tuvo lugar también en San Paulo una conversación que refleja con exactitud el tono con que Mons. Escrivá de Balaguer solía dirigirse a quienes debían hacer santa su vida conyugal. Fue un diálogo movido ‑es casi imposible reproducirlo por escrito‑, y entrecortado por la emoción de la persona que preguntaba. La primera interrupción fue del Fundador del Opus Dei, cuando ella dijo que estaba casada desde hacía 23 años y que tenía cinco hijos...

‑Oye, tú no dices la verdad... ¡Veintitrés años! ¡Tan joven y tan guapa!

Le había preguntado cómo mantener y aumentar en su matrimonio el entusiasmo de los primeros tiempos.

‑Siéntate, hija mía, siéntate. Tú serás una... ¿Cómo se dice novia en portugués?

‑Namorada, apuntaron a Mons. Escrivá de Balaguer.

... una enamorada perenne, constante. Cada día debes ir a conquistar a tu marido, y él a ti.

(...) Lograrás esto, si miras a tu marido como lo que es: una gran parte de tu corazón, ¡todo tu corazón!; si sabes que él es tuyo y tú eres de él; si recuerdas que tienes la obligación de hacerlo feliz, de participar de sus dichas y de sus penas, de su salud y de su enfermedad...

Y Mons. Escrivá de Balaguer, como dirigiéndose a todas las esposas que estaban en el abarrotado salón del Palacio de las Convenciones en el Parque Anhembi, proseguía:

Sabéis más que nadie en el mundo, porque el amor es sapientísimo. Cuando viene el marido del trabajo, de su labor, de su tarea profesional, que no te encuentre a ti rabiando. Arréglate, ponte guapa, y cuando pasen los años, arregla un poquito más la fachada, como se hace con las casas. ¡El te lo agradece tanto! Muchas veces, en los momentos de contradicción que habrá tenido en la labor, ha pensado en Dios y ha pensado en ti, y ha dicho: voy a ir a casa y... ¡qué bien!; allí encontraré un remanso de paz, de alegría, de cariño y de belleza; porque, para él, no hay nada en el mundo más bello que tú. (...) El día que viene cansado ‑y tú lo sabes, tú lo prevés‑, te acuerdas de aquel plato que le gusta: esto se lo hago yo. Y no se lo dices, para no hacérselo pesar; lo sorprendes, y él te mira con una mirada... ¡y ya está! ¡Ya está!

Cientos de consejos ‑llenos de sentido común y de visión sobrenatural‑ dio el Fundador del Opus Dei a los padres de familia. Muchos están recogidos en sus libros. Otros hay que espigarlos pacientemente a lo largo de estas reuniones numerosas y en las conversaciones personales con quienes fueron a verlo a Roma, o lo habían tratado más de cerca en sus años de España. Realmente amó a las familias, a todas: las familias numerosas, las que tienen menos hijos, o las que no tienen ninguno, porque Dios no se los da, después de haber puesto ‑el marido también, repetía incansablemente‑ todos los medios sobrenaturales y los .humanos honestos. Sólo alguna vez se le escapaba lo que reo quería:

¡No soy amigo de las familias que, por egoísmo, cortan leas alas del amor y lo hacen estéril e infecundo...!

Les aconsejaba educar cristianamente a sus hijos, ante todo, con el ejemplo. Enseñarles a rezar, pero sin obligarles a grandes rezos: poquitos, pero todos los días (las madres, sí, pero también los padres). Llevarlos cortos de dinero, y que aprendan a usarlo, aunque ‑concretaba‑ es mejor que lo manejen cuando se lo ganen. Respetar prudentemente su libertad. Hacerles ayudar a los demás según la edad de cada uno, llenando el día de pequeños servicios. Conseguir que la casa ‑en una palabra‑ fuese hogar luminoso y alegre. (¡Cuántas veces bendecía en sus últimos años las guitarras de vuestros hijos!).

Mons. Escrivá de Balaguer hizo comprender a los matrimonios que el cariño se enrecia con las penas y dificultades de la vida. Como declaró a la directora de la revista Telva en febrero de 1968:

Pobre concepto tiene del matrimonio ‑que es un sacramento, un ideal y una vocación‑, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan las penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo. Es entonces cuando el cariño se enrecia. Las torrenteras de las penas y de las contrariedades no son capaces de anegar el verdadero amor: une más el sacrificio generosamente compartido. Como dice la Escritura, aquae multae ‑las muchas dificultades, físicas y morales‑ non potuerunt extinguere caritatem (Cant., VIII, 7), no podrán apagar el cariño.

Otro periodista, Luis Ignacio Seco, publicó, después de la muerte de su hija de siete años, un artículo en el que desahogaba su corazón: Marta había caído enferma de leucemia en 1970 y Luis Ignacio Seco escribió a Mons. Escrivá de Balaguer para pedirle que rezase mucho por ella. "Su respuesta llegó pronto: me hablaba de la amabilísima voluntad de Dios y me prometía sus oraciones; y me hizo comprender enseguida que lo que teníamos en casa era un tesoro oculto, una maravilla puesta en nuestras manos para que viviésemos a fondo la vocación de padres, de colaboradores directos y voluntarios de la Providencia, de cristianos corrientes y molientes que tratan de materializar sin teatro el formidable amor de Dios por todos sus hijos, los hombres".

Pero no era necesario ser intelectual para darse cuenta de las exigencias del amor humano santo, que el Fundador del Opus Dei difundía entre quienes le escuchaban. Su mensaje encontraba eco en personas de toda condición social. Lo reflejaba María, una asociada del Opus Dei, que vive en los alrededores de Pozoalbero (Jerez de la Frontera), cuyo marido, un sencillo hombre de campo, estuvo con Mons. Escrivá de Balaguer en Pozoalbero, en noviembre de 1972. Por aquellos días, se confiaba a su mujer:

‑Ahora tengo que dejar la ropa dobladita, porque está aquí Monzeñó...

Era su modo práctico de mejorar, después de haber escuchado al Fundador del Opus Dei. Y María se alegraba también al comprobar que su marido, "desde que vio al Padre", hacía visibles esfuerzos para no enfadarse ni con esas pequeñas cuestiones domésticas que surgen en todas las familias.

Mons. Escrivá de Balaguer tuvo palabras de aliento para cuantos atravesaban circunstancias difíciles. Les .ayudó, al menos, a sobrellevarlas, cuando no era humanamente posible encontrar solución. Aquella entrevista con la directora de la revista Telva ofrece una muestra muy completa ‑que siempre vale la pena releer‑ de su actitud ante la variada gama de situaciones que pueden darse en la vida matrimonial: el trabajo de la mujer casada, su proyección social, el sentido vocacional del matrimonio, el número de hijos, la infecundidad matrimonial, la separación de los cónyuges, las riñas y divisiones, el conflicto generacional, la educación en la piedad, la orientación de los hijos, el "matrimonio a prueba", la monotonía del hogar, el confort y la sobriedad, etc. Quizá es exacto admitir que sólo falta una pregunta, la que le hicieron en San Paulo, en mayo de 1974:

‑Existen hoy en día, lamentablemente, muchas familias compuestas por personas divorciadas. ¿Cuál sería la actitud de un católico frente a esas familias y los hijos de esas familias?

‑En primer lugar, comprensión, hijos míos. No sacamos nada con maltratar a la gente. Si son almas que necesitan una ayuda, un buen consejo, una palabra afectuosa, no les vamos a tratar mal. Son enfermos del espíritu, como esos otros que son enfermos de la mente o del cuerpo.

Primera actitud: no tratarlos mal.

Segunda. Si ellos preguntan: ¿qué les parece mi situación?, una respuesta clara: pues... ¡lamentable! Lo siento mucho, pero es lamentable. ¿Por qué vamos a mentir? Pero no te desesperes, que con la gracia del Señor se podrá ir arreglando. Como suelen ser cosas sentimentales y median los hijos, es difícil. Muchas veces se resuelven esas situaciones; y, al fin de la vida, siempre.

No los tratéis mal nunca. ¿Está claro? Y a los hijos de esas personas, ayudadles en lo que podáis. Que no se avergüencen, aunque esas pobres criaturas no puedan estar muy satisfechas. Es un shock tremendo, pero ésa es una razón más para que les tratemos bien, con afecto, con sentido sobrenatural, y para que les mostremos que somos cristianos. De modo que sed humanos, en primer lugar; y, después, cristianos. Primero, somos hombres; y después viene, con el Bautismo, la gracia de ser hijos de Dios. En la vida, en vuestras relaciones con la gente, se tienen que notar esas dos cualidades: las virtudes humanas y las virtudes sobrenaturales. El trato afectuoso tuyo y cordial, porque eres una persona delicada, y además, la medicina sobrenatural de tus buenos consejos de cristiano y de tu buen ejemplo.

 

Capítulo Primero. Una familia Cristiana.
 

 

 

Página mantenida por pitmarquez@yahoo.es y tachenco@hotmail.com

Página optimizada 800x600