Capítulo Primero. Una familia Cristiana.
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1. De Barbastro a Logroño
Al pie
del Pirineo aragonés se sitúa la amplia franja del Somontano ‑con alturas de
500 a 600 metros‑, que enlaza la montaña con el llano, en rápido descenso hacia
el Sur. Esta posición geográfica confirió al Somontano una gran importancia
histórica, como paso obligado de las rutas comerciales y como centro de las
luchas por el poder político.
Dentro
del Somontano, Barbastro era ciudad ya muy conocida en el período de dominación
romana. En 1100 fue reconquistada a los musulmanes por Pedro I de Aragón, y se
erigió en Roda una sede episcopal, que más tarde se trasladó a Barbastro. Esta
ciudad no perdió su prestancia a lo largo de los siglos. Hacia 1900 contaba con
unos 7.000 habitantes, seguía siendo sede episcopal, tenía condición jurídica
de cabeza de partido ‑con sus juzgados, su notaría, su registro de la propiedad,
y toda su actividad administrativa‑, y destacaba como núcleo comercial de
primera importancia, entre dos capitales de provincia, Huesca y Lérida.
Don José
Escrivá y Corzán ‑padre del futuro Fundador del Opus Dei‑ se dedicaba en
Barbastro al comercio. En 1894 era uno de los tres socios de "Sucesores de
Cirilo Latorre". La familia provenía de Balaguer (Lérida), donde había nacido
el abuelo paterno de don José. Algunos miembros de la familia se trasladaron a
Peralta de la Sal, y luego a Fonz, villa situada en la margen izquierda del
Cinca, a mitad de camino entre Peralta de la Sal y Barbastro. Don José Escrivá
nació el 15 de octubre de 1867 en Fonz, y allí residieron también muchos años
dos hermanos suyos: mosén Teodoro y Josefa.
El 19 de
septiembre de 1898, don José se casó en Barbastro con María de los Dolores Albás
y Blanc, que era la penúltima de trece hermanos. Los Albás, muy conocidos en
Barbastro, ocupaban una casa grande, y la presencia de esta numerosa familia
era tan notoria que se hablaba de aquel hogar como ala casa de los, chicos».
Martín
Sambeat, que aún vive en Barbastro, recuerda a don José Escrivá como hombre
lleno de bondad y rectitud, que vestía elegantemente al estilo de la época, con
bombín, y todos los días cambiaba de bastón. El padre de Martín era también
comerciante y, con otros, solía reunirse los miércoles en la parte alta de su
tienda. Más .de una vez envió a su hijo a avisar a don José para que acudiese a
la tertulia. Allí charlaban, comentaban los sucesos y jugaban al tresillo hasta
última hora de la tarde. También se reunían a veces en el casino «La Amistad»,
en la Plaza del Ayuntamiento.
Don José
trabajaba en el número 10 de la calle de Ricardos. En el sótano se fabricaba
chocolate. Desde la tienda, por una escalera de caracol, se subía a una
entreplanta, destinada a almacén de mercancías. En los dos pisos superiores
vivía la familia de Juan José Esteban ‑notario de Barbastro hasta 1925‑, casado
con una sobrina de don Cirilo Latorre, a quien había pertenecido el negocio. La
tienda tenía el aspecto típico de los comercios de tejidos de la época: amplias
estanterías de madera, con cajones anchos al fondo; y un gran mostrador
corrido, tablón de madera, con una ranura de hucha, en la que se iban echando
las monedas a lo largo del día. No faltaban la báscula ni la balanza, en un
rincón de la tienda. El negocio iba bien. Cuando en mayo de 1902 se disolvió la
sociedad "Sucesores de Cirilo Latorre", tenía un activo que hoy equivaldría a
bastantes millones de pesetas. Con lo recibido de la liquidación, dos de los
tres socios, Juan Juncosa y José Escrivá, continuaron el negocio con el nuevo
nombre de "Juncosa y Escrivá".
Unos
meses antes, el 9 de enero de 1902, nació Josemaría en la casa que habitaban sus
padres en la Plaza del Mercado, junto a la de los Argensola. Era el hijo
segundo. En la pila bautismal de la catedral de Barbastro le impusieron el día
13 los nombres de José, María, Julián y Mariano. Su hermana mayor, Carmen, había
nacido el 16 de julio de 1899. Luego vendrían María Asunción (1905), María de
los Dolores (1907), María del Rosario (1909) y Santiago (1919).
La vida
discurría con normalidad. Doña Dolores llevaba la casa, con la ayuda de una
cocinera, María, de una doncella y, mientras fue necesario, de una niñera.
Tenían, además, un criado, para los trabajos más duros.
Quienes
la trataron entonces en Barbastro la describen como una gran mujer, muy guapa,
elegante, sencilla, serena, afable, llena de sentido del humor. Los amigos de
sus hijos iban a jugar a su casa, y ella les dejaba prendas para que se
disfrazasen. Prefería que jugaran en "la leonera". Cuando llegaba la hora de
merendar les daba pan con chocolate y naranjas.
Con
naturalidad y sentido del humor, doña Dolores aprovechaba todas las ocasiones
para enseñar la piedad cristiana a sus hijos. Algunas lecciones quedaron
grabadas para siempre en el alma de Josemaría. Las repetiría luego a lo largo de
los años. Contaría, por ejemplo, que en aquella época eran corrientes las
visitas. Iban las familias y algunas amigas de la madre. Él tenia que
saludarlas, porque era el niño de la casa, y cuando las amigas de su madre
querían besarle, se defendía, sobre todo de una pariente lejana de su abuela,
con auténtico bigote, que pinchaba.
Ahora
sois prudentes en arreglaros
‑decía con gracia una vez en Argentina ante un grupo numeroso de personas‑,
según las circunstancias, porque no vais lo mismo a un sitio que a otro, para
una visita de cumplido o para una fiesta..., y los productos de tocador han
progresado. Pero en aquella época, o no se arreglaban, o se ponían como oía
comentar divertida a mi madre: Fulanita vendrá estucada ‑efectivamente,
se había puesto estuco‑, y no la podemos hacer reír, porque se
descascarilla.
A doña
Dolores tampoco le agradaba la vergüenza infantil de su hijo, cuando tenía que
estrenar trajes nuevos. Y volvía a la carga, como contó muchas veces. Me
metía debajo de la cama y no quería salir a la calle, tozudo, cuando me vestía
el traje nuevo... Y mi madre, con un bastón de los que usaba mi padre, daba unos
ligeros golpes en el suelo, delicadamente, y entonces salía: salía por el
bastón, no por otra cosa.
Luego, mi
madre con cariño me decía:
Josemaría: la vergüenza, para pecar. Muchos años después me he dado cuenta
de que había en aquellas palabras una razón muy profunda.
Su madre
le enseñó a rezar y de ella aprendió, por ejemplo, esa oración de ofrecimiento,
tan popular: Oh Señora mía, ola Madre mía, yo me ofrezco enteramente a Vos... En
una homilía del 26 de noviembre de 1967 se refería a que todavía, por las
mañanas y por las tardes, no un día, habitualmente, renuevo aquel ofrecimiento
que me enseñaron mis padres. Y en 1974, en Buenos Aires, para ejemplificar
cómo a veces son tonterías muy pequeñas las cosas que se oponen a una entrega
total a Dios, recordó lo que le había contado una madre de familia, que también
hacía rezar a su hijo esa oración ‑Oh Señora mía...‑ la misma que había
aprendido siendo muy pequeño:
A aquel
niño, ya harto de juguetes ‑porque era un chico de esos a quien no le negaban
nada‑, un, amigo de su familia le regaló un conejo pequeñito, vivo; y él, con
aquel gazapo ‑¿se llama gazapo también aquí?...‑ estaba entusiasmado, y cuando
decía con su madre:
y te ofrezco mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón, en una palabra, todo mi
ser; le entró remordimiento y dijo: menos mi gazapito.
De la
mano de su madre, fue prendiendo en el corazón de Josemaría una vida de piedad
sencilla, normal. Lo evocaría el Fundador del Opus Dei cuando, un día de 1974 en
Argentina, una madre cordobesa le contó la anécdota de su único hijo, de cinco
años. Iban los dos en un colectivo, y el niño vio una imagen de la Virgen en el
autobús. La saludó con la mano, y se puso luego a hablar con el conductor sobre
el diálogo que podría tener con Ella mientras manejaba: el semáforo rojo. Y
después: está el semáforo verde...
‑Virgen,
tenemos que parar, está ‑Virgen, ahora seguimos, porque al oír esta anécdota,
Mons. Escrivá de Balaguer se quedó un momento como pensativo. Y dijo enseguida a
aquella madre: ‑Eso es vida contemplativa; cuando yo tenía esa edad era muy
piadoso, pero no tenía vida contemplativa.
Muchas
personas le recuerdan, en sus años de infancia, como uno más, alegre y travieso.
Le gustaba mucho jugar con un caballo grande de cartón, con ruedas: paseaba con
él a los más pequeños por la casa, tirando de una especie de ronzal. Tenía
también soldaditos de plomo y birlas (palos con soldados pintados que se
colocaban a cierta distancia y se iban tirando con bolas).
Cuando llegaba el buen
tiempo, se reunía en la Plaza con los demás para jugar a "civiles y ladrones", o
hacer carreras con aros. Otras veces iba a la casa de la calle Ricardos, donde
estaba el comercio de su padre. Allí acudían los Esteban ‑hijos del notario‑ y
otros amigos, como los Cajigós, los Sambeat y los Fantoba. Aún vive en Barbastro
María Esteban Romero. Piensa ella que iban a jugar allí, sobre todo, la tarde de
los jueves, que no tenían clases en el colegio. Uno de sus entretenimientos
consistía en fabricar jabón. En aquella época la colada se hacía
con ceniza, no con lejía, y en las casas había
barriles de ceniza muy fina, que se empleaba para lavar. Los chicos la amasaban
con agua y la cocían en cacharros de juguete para que se convirtiera en jabón.
Algunas noches, después de cerrar la tienda, se quedaban ayudando a calcular el
dinero que se había hecho ese día; les divertía mucho contar monedas, sentados
en el mostrador. No obstante, María Esteban apenas coincidió con Josemaría,
porque normalmente los niños que iban a su casa jugaban con sus hermanos y las
niñas quedaban aparte, aunque a veces asistían a los juegos de los chicos.
"Pero lo que más le
gustaba cuando estaba con ellas ‑afirma Adriana Corrales‑ era sentarse en una
mecedora del salón, y contarles cuentos ‑normalmente de miedo, para asustarlas
que inventaba él mismo". Debían efectivamente gustarle mucho los cuentos. El 16
de junio de 1974, mencionó ante miles de personas, en el Palacio de Congresos
del General San Martín (Buenos Aires), que de pequeño se escapaba a la cocina,
aunque le decían que no debía ir: pero había allí dos cosas estupendas:
una cocinera que se llamaba María, que
era muy buena, que sabía siempre el mismo cuento, un cuento de ladrones
simpáticos; y, además, había unas patatas fritas colosales. Las dos cosas las
tenía yo vedadas: oír el cuento... Porque no le decíamos: cuéntanos un cuento.
No: oye, María, cuéntanos el cuento. Sabíamos que ella no conocía otro; pero lo
decía tan bien, que siempre nos parecía nuevo.
En
aquella casa de la plaza del Mercado había señorío, solera. El ambiente era
sencillo y elegante, alegre y piadoso. También allí aprendió Josemaría a rezar
el Rosario. Los sábados bajaban con otras familias amigas a San Bartolomé, una
iglesia que ha desaparecido, y rezaban el Rosario y la Salve. (A esta iglesia
iban también a veces a oír Misa los padres con sus hijos mayores, Carmen y
Josemaría).
Fue doña
Dolores quien preparó a su hijo para la primera confesión. Fijó la fecha con su
confesor, el P. Enrique Labrador, un santo religioso escolapio. Cuando llegó el
día, después eje hacer a Josemaría las últimas recomendaciones, lo llevó de la
mano hasta la iglesia. Lo narraba él mismo en 1972:
Cuando
hice mi primera Confesión ‑tenía seis o siete años‑, me quedé muy contento, y
siempre me da alegría recordarlo. Me llevó mi madre a su confesor y... ¿sabéis
lo que me puso de penitencia? Os lo digo, que os moriréis de risa. Aún estoy
oyendo las carcajadas de mi padre, que era muy piadoso, pero no beato. No se le
ocurrió al buen cura ‑era un frailecito muy majo‑ más que esto: dirás a mamá que
te dé un huevo frito. Cuando se lo dije a mi madre, comentó: hijo mío, ese padre
te podía haber dicho que te comieras un dulce, ¡pero un huevo frito...! ;Se ve
que le gustaban mucho los huevos fritos!
¿No es un
encanto que venga al corazón del niño ‑que todavía no sabe nada de la vida, ni
de las miserias de la vida‑ el confesor de la madre a decirle que le den un
huevo frito? ¡Es magnífico! ¡Aquel hombre valía un imperio!
Su madre
le enseñó las oraciones de la mañana y de la noche y con su padre, siendo niño
aún, rezó muchas veces las oraciones de la noche. Con doña Dolores aprendió el
Catecismo de la doctrina cristiana, hasta que llegó el momento de hacer la
Primera Comunión, el día de San Jorge ‑23 de abril de 1912‑, porque era
tradición en el Alto Aragón hacerla ese día:
Tenía yo
entonces diez años. En aquella época, a pesar de las disposiciones de Pío X,
resultaba inaudito hacer la Primera Comunión a esa edad. Ahora es corriente
hacerla antes. Y me preparaba un viejo escolapio, hombre piadoso, sencillo y
bueno. Él me enseñó la oración de la comunión espiritual.
Esta
oración es hoy familiar a miles de personas en el mundo entero:
‑Yo
quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os
recibió vuestra Santísima Madre; con el espíritu y fervor de los Santos.
Cuando
Josemaría hizo la Primera Comunión, en 1912, ya era alumno del Colegio de los
Escolapios en Barbastro. En el Colegio no había muchos alumnos: a comienzos de
siglo hacer el Bachillerato, al menos en Barbastro, era excepcional, según
afirma Aurelio Español, farmacéutico de Jaca, que hizo allí todos sus estudios,
también de Bachillerato, entre 1900 y 1912. El Colegio tenía prestigio. Lo
atendían unos doce religiosos. No en vano San José de Calasanz había nacido en
Peralta de la Sal y comenzó su apostolado sacerdotal junto al Obispo de
Barbastro Felipe de Urríes, protector del Santo durante sus estudios.
Un
fámulo, llamado Faustino, recogía cada mañana a los alumnos. Los niños llevaban
abrigo azul marino con botones de metal. También era azul marino el color de la
gorra de paño que llevaban, con la visera de charol. En el centro, y sobre la
visera, iba el escudo del colegio. Se ponían al cuello, en forma de chalina, un
pañuelo doblado, de color más claro. Dentro del colegio usaban un guardapolvos
de rayas azules, abotonado por delante, con cinturón y cuello también azules.
Al
principio, .para hacer oficialmente el Bachillerato, los alumnos de los
Escolapios iban a examinarse al Instituto de Huesca, ordinariamente en tren (Barbastro‑Selgua‑Tardienta-Huesca).
Luego cambiaron al Instituto de Lérida. El examen de ingreso del Bachillerato lo
hizo Josemaría en Huesca, en 1912, es decir, cuando tenía diez años, según lo
establecido en las normas entonces vigentes.
En el
Colegio, según el propio Martín Sambeat, Josemaría se distinguía de los demás
por su serenidad; no era revoltoso. Otro compañero de estudios, José María
Muñoz, hijo del veterinario de Barbastro, hoy Padre Escolapio en Logroño, señala
que era estudioso y reflexivo; ni bullicioso, ni hosco; bien educado: "se veía
que los padres se habían preocupado del chico desde pequeño". Según el P. Mur,
que iba dos cursos por delante en aquel colegio, Josemaría destacaba ‑con
Mariano Esteban, Leopoldo Puig y Ricardo Palá, también fallecidos‑ por su
talento, por sus buenas calificaciones y por aquel Colegio, Leopoldo Puig
talento, por sus buenas calificaciones y por condiscípulo, Miguel Cavero ‑que
murió siendo un su piedad. Con otro con discípulo, Miguel Cavero –que murió
siendo un ingeniero muy conocido‑, obtuvo premio en la asignatura "Nociones de
Aritmética y Geometría", en el Instituto de Lérida, el curso 1912‑1913, es
decir, en su primer año del Bachillerato (así aparece en el semanario Juventud,
Barbastro, 13 de marzo de 1914, que cita el P. Liborio Portolés Piquen
Escolapio, en un artículo publicado en la revista de los antiguos alumnos del
madrileño Colegio de San Antón).
También
se examinó de segundo de Bachillerato en el Instituto General y Técnico de
Lérida. El semanario Juventud (Barbastro, 12 de junio de 1914) publica los
resultados obtenidos por los alumnos de los Escolapios. En ese mismo número hay
un artículo de J. Argente Llanas, expresivo del ambiente que enmarcaba aquellos
exámenes en el Instituto. Argente describe cómo los alumnos van alegres, en
tropel, hacia el Instituto, hasta que, de pronto, al fondo de una larga y
estrecha calle, divisan la portada de lo que para ellos es cadalso: "Tras unos
cuantos paseos por los severos claustros, suena el timbre. En sus rostros se
acentúa todavía el abatimiento, se les apodera el temor, el pánico. Realizan sus
exámenes ante tres señores que inspiran más que respeto y admiración, miedo. El
alumno tiembla, su rostro se sonroja, su organismo parece no funcionar, sus
sentidos se amortiguan, excepto el oído, que ansioso espera las preguntas del
señor del birrete..."
Había
entonces tres modos distintos de seguir la segunda enseñanza: a) enseñanza
oficial: los alumnos teman obligación de asistir a clases en los Institutos; b)
enseñanza colegiada: los alumnos no iban al Instituto, sino a Colegios
reconocidos, que presentaban a sus alumnos a examen en el Instituto, con una
relación de las notas que cada uno merecía, según el Colegio; además, un
profesor del propio Colegio formaba parte del tribunal examinador; y c)
enseñanza libre: los alumnos no eran presentados por nadie.
De hecho,
sin embargo, los alumnos libres solían pasar en ocasiones por el Instituto, para
conocer a los profesores que los habían de examinar. De manera que quienes por
lo común tenían más miedo al Instituto eran los alumnos de enseñanza colegiada,
porque no iban al Centro oficial más que para examinarse.
En junio
de 1914, Josemaría salió bien librado. Según la gacetilla del semanario
Juventud, resulta el alumno de segundo curso con mejores calificaciones: notable
en Geografía de España (ninguno ha llegado a sobresaliente); sobresaliente en
Lengua Latina, Aritmética Demostrada y Religión. Como todos, ha aprobado la
Gimnasia.
Pero
mientras avanzaba en el Bachillerato, las desgracias se sucedían en su familia.
Lo más doloroso fue el fallecimiento de las tres hermanas que le seguían:
primero murió la más pequeña, Rosario, el 11 de julio de 1910, antes de cumplir
el año; luego, Lolita, el 10 de julio de 1912, a los cinco años; y, por último,
Asunción, a la que familiarmente llamaban Chon, el 6 de octubre de 1913, poco
después de cumplir los ocho. Cuando ésta falleció, Josemaría era un niña de once
años y su hermana mayor, Carmen, acababa de cumplir los trece. Los dos sufrieron
mucho con estos golpes tan duros.
Lo
apreciaron bien las amigas de la infancia. Entonces era costumbre que las niñas
designadas por la familia asistieran al entierro, llevando las andas en que se
colocaba el ataúd, o las cintas que colgaban de la caja, cuando el niño o la
niña morían antes de hacer la Primera Comunión, como fue el caso de las tres
hermanas de Josemaría. Adriana Corrales, por ejemplo, llevó la cinta de Rosario
y Lolita; en cambio, cuando murió Chon, que ya tenía ocho años, llevó una de las
andas. No se le ha olvidado lo mal que, por estas desgracias familiares, lo pasó
Josemaría. Al morir Chon, como las hermanas habían ido falleciendo por edades
‑de menor a mayor‑, Josemaría decía que entonces le tocaba a él. Dejó de
repetirlo cuando se dio cuenta de que a su madre le entristecía. Ella le
aseguraba:
‑No te
preocupes, que tú estás ofrecido a la Virgen de Torreciudad.
Efectivamente, la familia tenía una devoción grande a esta advocación de la
Virgen y, cuando Josemaría fue desahuciado por los médicos a la edad de dos
años, le ofrecieron a Nuestra Señora si curaba de su enfermedad. Por eso,
después, le llevaron en peregrinación a la ermita de Torreciudad.
La
Baronesa de Valdeolivos vivió también aquella etapa: "No, puedo calcular cuánto
tiempo después de la muerte de Dolores ‑debió de ser al verano siguiente‑
enfermó Chon. Parece que la estoy viendo ahora: era una niña rubia, muy mona". Y
expone que, estando una tarde en los porches, Josemaría le dijo que iba a subir
a casa, para ver cómo se encontraba su hermana. Había muerto. Su madre le dijo
que estaba muy bien, porque ya se había marchado al Cielo. Ante el desconsuelo
de Josemaría, ella tuvo que insistir:
‑Hijo, no
seas así. No llores. ¿No ves que Chon está ya en el Cielo?
La
noticia también impresionó mucho a la Baronesa de Valdeolivos ‑entonces muy
niña‑, porque se trataba de la tercera hermana que se iba en muy poco tiempo, y
eran amigas. Pero, a pesar de esta escena de dolor que se le quedó tan grabada,
conserva la imagen de Josemaría como "un chico alegre, optimista, de muy buen
corazón".
Los
Valdeolivos veían bastante a los Escrivá, pues aunque residían en Lérida,
pasaban el verano en Fonz, y el mes de septiembre iban a Barbastro a la casa de
la abuela, que estaba en los porches, muy cerca de la de los Escrivá. Allí, bajo
los soportales o en su casa, pasaban muchos ratos jugando, a pesar de que
Josemaría era cinco o seis años mayor que ella. Su recuerdo es el de "un chico
bastante alto, fuerte, que llevaba medias altas: hasta la rodilla, y pantalón
corto, como todos los de su edad en aquella época". Él, más que jugar con la
niña y con sus primo Joaquín Navasa y Julián Martí, se dedicaba a entretenerlos,
porque eran más pequeños. Cuando iban a su casa, les sacaba sus juguetes, para
divertirlos. Tenía muchos rompecabezas.
A ellas
les gustaba hacer castillos con naipes. Una tarde ‑habían muerto ya Rosario y
Dolores‑, absortas en torno a la mesa, contenían la respiración al colocar la
última carta de uno de aquellos castillos, cuando Josemaría ‑que no acostumbraba
a hacer cosas así‑ se lo tiró con la mano. Se quedaron medio llorando, y
Josemaría, muy serio, les dijo: ‑Eso mismo hace Dios con las personas:
construyes un castillo y, cuando casi está terminado, Dios te lo tira.
Sus
pequeños amigos no entendieron nada. Ahora, la Baronesa de Valdeolivos piensa
que esta frase "podía ser fruto de la huella que iban dejando en su alma de
adolescente tantos acontecimientos dolorosos como ocurrían en su familia, que
le hacían sufrir".
A estos
trances tan amargos se unían las dificultades económicas ‑cada día más serias‑
que atravesaba la familia. A finales de 1913, el negocio paterno estaba al
borde de la quiebra. La gente solía decir en Barbastro de don José Escrivá: "Es
tan bueno, que le han jugado una mala pasada".
El hogar
de los Escrivá conoció entonces momentos difíciles. Prescindieron de la
cocinera, de la doncella y del restante servicio doméstico: de la niñera habían
prescindido ya, poco después de la muerte de Chon.
La
Baronesa de Valdeolivos era entonces muy pequeña, pero se le iba grabando lo que
oía. Por eso le extrañó ver una tarde a Josemaría merendando pan con jamón, y
comentó a su madre:
‑¿Por qué
dicen que los Escrivá están tan mal? Josemaría ha merendado hoy muy bien.
Su madre
le hizo ver que tan mal tan mal, como para no poder merendar, no estaban.
Doña
Dolores se las arregló, ayudada por su hija Carmen, para sacar adelante las
faenas de la casa, aunque no estaba muy bien de salud. Amigos de la infancia de
sus hijos la veían por las tardes casi siempre planchando, sentada en una silla,
porque ‑pensaban‑ estaba mal del corazón. Les admiró siempre su permanente
sonrisa: nunca se quejó, a pesar de los agobios económicos que pasaba.
Así,
trabajando de la mañana a la noche, la encontrarían años más tarde los socios
del Opus Dei. Uno de ellos, Pedro Casciaro, la conoció en Madrid en 1936. Fue a
la casa rectoral del Patronato de Santa Isabel, donde ella vivía con su hijo
‑era el Rector‑, para ayudar, con Francisco Botella, al traslado de baúles,
maletas y paquetes, a la que sería su nueva casa, en la calle del Rey Francisco.
Era la primera vez que la veía. No sabía cómo llamarla. Optó por decirle
«Señora». Y realmente, subraya, era muy señora: le impresionó su modo de hablar
en un tono bajo y dulce.
Al
despedirse, les dio las gracias, y Pedro Casciaro se quedó con el sentimiento de
que "había un parentesco especial entre ella y nosotros. Quizá después de
conocerla aquel día es cuando comencé a llamarla Abuela". Con ella vivían
también sus otros dos hijos, Carmen y Santiago, pero de aquel día de 1936, Pedro
Casciaro sólo se acuerda de doña Dolores: "Su cara era todavía joven. Irradiaba
serenidad y, al mismo tiempo, traslucía sufrimiento interior: me pareció que
tenia los ojos llorosos". El país atravesaba en 1936 momentos difíciles. Después
de las elecciones de febrero, había crecido la inseguridad social y el
anticlericalismo se acentuaba. Doña Dolores tenía que cambiar una vez más de
casa, también en circunstancias humanamente difíciles. Pero se había acrecentado
la alegría serena con que aceptó desde el principio aquel quebranto económico de Barbastro, más de veinte años atrás.
Don José
lo había llevado también con idéntica fortaleza. Todos coinciden en que su
negocio acabó marchando mal porque algunos se aprovecharon de su confianza, de
su buena fe. El fue siempre un auténtico caballero en todo. Se explica que
pronto consiguiera trabajo en otra ciudad, siguiendo en el comercio textil. A
principios de 1915 marchó a Logroño, para empezar a trabajar, buscar casa para
su familia, y disponerla antes de que se trasladasen todos.
Los dos
hijos, Carmen y Josemaría, acabaron con normalidad el curso. Pasaron el verano
en Fonz. Volvieron a primeros de septiembre a Barbastro, y unos días después, a
primera hora de la mañana, tomaban la diligencia de Huesca, camino ya de
Logroño.
En el
alma joven de Josemaría quedó grabada para siempre la lección de fe y entereza
de sus padres, en aquel difícil trance. Lo evocaría años después, en una carta
fechada el 28 de marzo de 1971, que escribía al alcalde de Barbastro, don Manuel
Gómez Padrós, para contestar su felicitación por San José, y para agradecer las
noticias que le enviaba sobre la promoción social de nuestro pueblo:
Déjame
que te diga que mi madre y mi padre, aunque hubieron de salir de esa tierra,
nos inculcaron, con la fe y la piedad, tanto cariño a las riberas del Vero y del Cinca. Recuerdo, concretamente de mi padre, cosas que me enorgullecen y que no
se han borrado de mi memoria, a pesar de que me fui de ahí a los trece años:
anécdotas de caridad genera y oculta, fe recia sin ostentaciones, abundante
fortaleza a la hora de la prueba bien unido a mi madre y a sus hijos. Así
preparó el Señor ni alma, con esos ejemplos empapados de dignidad cristiana y de
heroísmo escondido siempre subrayados por una sonrisa, para que más tarde le
fuera pobre instrumento ‑con la gracia de Dios‑ en la realización de una
Providencia suya, que no me aparta del pueblo mío queridísimo. Perdóname este
desahogo. No te puedo ocultar que, esas evocaciones, me llenan de alegría.
En la
calle del Mercado ‑hoy General Mola‑ de Logroño, tenía don Antonio Garrigosa y
Borrell una tienda de tejidos llamada "La Gran Ciudad de Londres". Con él llegó
a un acuerdo don José Escrivá, para participar económicamente en el negocio, a
la vez que trabajaba a diario atendiendo a los clientes. A don Manuel Ceniceros,
ahijado de Garrigosa, que comenzó su oficio en la tienda en 1921, le
impresionaba la elegancia y dignidad de todo su comportamiento, especialmente
en la forma de llevar su cambio de fortuna. "Se veía que era un hombre feliz y
extremadamente metódico y puntual. Muy pulcro en el vestir". Aún le ve con su
bombín y su bastón paseando los domingos por el centro de Logroño.
Era
también un hombre verdaderamente religioso. No se avergonzaba de confesarlo
delante de personas que presumían de anticlericales; iba con frecuencia a Misa,
antes de llegar puntualmente a su trabajo; rezaba el Rosario en familia: su
casa era un auténtico hogar cristiano. Don José, en la memoria de Manuel
Ceniceros, llevaba esta vida con gran naturalidad, sin alardes, como uno más en
el trabajo, lleno de cordialidad, dispuesto siempre a ayudar a todos. Nunca se
quejó, ni tuvo un mal gesto con nadie, por el revés de su fortuna.
Cuando en
junio de 1975 le entrevistó un periodista, don Manuel Ceniceros confirmó lo que,
al parecer, había considerado muchas veces ante los compañeros de trabajo: "Si
la santidad del hijo ha sido como la de su padre, estoy seguro que llegará a los
altares".
Los
primeros meses en Logroño debieron ser especialmente duros para la familia
Escrivá, porque apenas conocían a nadie en la ciudad. Vivían en la calle Sagasta,
número 18 (hoy, 12), en un piso cuarto, de techos bajos, cubierto sólo en parte
por una buhardilla: piso caluroso en verano y frío en invierno.
Aún vive
en Logroño doña Paula Royo, cuyo padre trabajó en el comercio de Garrigosa. Ella
ha referido cómo éste rogó a su padre que ayudara a los Escrivá para que se
ambientasen en su nueva ciudad. Surgió así una buena amistad entre los Escrivá y
los Royo. Muchos domingos salieron de paseo por la carretera de Laguardia, o la
de Navarra, después de cruzar el puente de Hierro sobre el Ebro. Advirtió la
alegría y el buen humor de Josemaría, guapo, alto y corpulento. Se parecía mucho
a su padre, "una persona muy buena, dulce y cariñosa". Su hermana Carmen era más
parecida a la madre. Paula Royo la encontraba un poco más seria, "pero
encantadora también".
Algún
tiempo después, los Escrivá se trasladaron a la calle de Canalejas, número 7, a
otro cuarto piso. Allí les conoció Sofía de Miguel, hoy una anciana que, con más
de ochenta años, conserva su carácter vivo y abierto, y que entonces vivía en el
quinto piso. Un hijo suyo, Fernando, tenía unos dos años más que Santiago
Escrivá, nacido el 28 de febrero de 1919, y jugaban juntos con frecuencia.
Aquel
piso de Canalejas seguía siendo modesto. Cuando llegaba el cartero, y había
correspondencia para los Escrivá, Sofía se prestaba siempre a subir las cartas:
"No sabe con qué amabilidad me agradecía este servicio", señala. "Me acuerdo
‑añade‑ que un día llegué cuando estaban comiendo y con qué detalle tenían
puesta la mesa. ;Eran unos verdaderos señores! También a Santiaguito le llevaban
siempre muy bien arreglado, y hay que ver lo bien educado que estaba este
niño..." Después de tantos años, le parece estar viendo a doña Dolores: "Tenía
unos ojos muy vivos, no muy grandes, pero rasgados; y se peinaba siempre con un
moño alto". Asimismo, alaba a don José como hombre muy penetrado ‑inteligente,
cultivado‑, y no se explica por qué trabajaba en el comercio de Garrigosa: "no
sé por qué sería..., muchas veces, las cosas se tercian mal..."
"Era una
familia maravillosa ‑escribe otro amigo de aquellos años‑, y puedo asegurar
que, si algún matrimonio he visto unido en mi vida, ha sido aquél: el de los
padres de Josemaría. El padre era verdaderamente un santo. Estaba enamoradísimo
de su mujer. Tenía una gran paciencia y conformidad en todo: siempre se le veía
alegre. La madre era también una gran señora. Recuerdo perfectamente ‑aunque
pueda parecer un detalle de poca importancia‑ las meriendas que nos preparaba.
Sabía hacerlo muy bien y lo preparaba todo con gran cuidado".
Don José
trabajaba con intensidad durante toda la jornada en el comercio de la calle del
Mercado y, luego, al llegar a casa, a pesar de su cansancio, seguía trabajando.
Era muy responsable. Y sabía vivir con la sobriedad que le imponían también las
circunstancias. Su merienda era un caramelo. Manuel Ceniceros no se ha olvidado
de este detalle, pues muchas veces fue él a comprarlos: daban diez a la perra
gorda. Y fumaba poco: en una petaca de plata llevaba los seis cigarros que
fumaba cada día y que, como era usual entonces, él mismo liaba.
Por aquel
tiempo Josemaría había terminado el Bachillerato, en el Instituto de Logroño.
Atrás quedaban el curso tercero (1914‑1915), y los exámenes en Lérida; el
cuarto, que hizo como alumno no oficial ya en Logroño, en el Instituto; y quinto
y sexto, cursados como alumno oficial. En las 14 asignaturas de estos tres años
de Logroño, consiguió dos Sobresalientes con premio, ocho Sobresalientes y
cuatro Notables. Los premios fueron en Preceptiva y Composición, de cuarto, y
en Ética y Rudimentos de Derecho, de sexto.
Entonces,
muchos alumnos oficiales iban por la mañana al Instituto ‑por lo general, de 9 a
1‑, y después de comer, hasta las ocho, asistían a colegios, en los que tenían
clases de repaso, horas de estudio y actividades de formación humana y
religiosa. En Logroño había dos de estos colegios: el de los Hermanos Maristas,
y el Colegio de San Antonio, llevado por laicos, aunque tenía también un
director espiritual, que residía en el Colegio Josemaría fue alumno del San
Antonio.
Compañeros suyos atestiguan que fue un chico igual a tantos otros, sensato, no
alborotador, "de los que no se tuercen por nada" (Eloy Alonso Santamaría); alto,
más bien grueso, sonriente y amable (Antonio Urarte); algo reservado, pero
alegre (Julián Gamarra), que participaba como uno más en las tertulias del
"casino": así llamaban a la reunión en el patio del Colegio, antes de entrar a
las clases.
La hija
de Antonio Royo dice que, para su edad, Josemaría era alto, más bien fuerte, de
buen parecer, con una risa contagiosa. "Sin embargo ‑agrega‑, su alegría no era
estruendosa: era íntima, de verdad, muy agradable, y la contagiaba". Paula Royo
insiste en que nunca hubo nada en su comportamiento, algo externo que hiciera
pensar en su vocación sacerdotal. Cuando dijo que quería hacerse sacerdote, "sus
padres lo comentaron a los míos asombrados, pero en ningún momento le pusieron
dificultades. No nos esperábamos que quisiera ser sacerdote. Era un chico de
muy buen carácter, con muchos detalles de delicadeza..., pero muy normal,
vamos".
Lo
habitual era entonces ingresar en el Seminario siendo niño, más o menos de diez
años. Agustín Pérez Tomás, condiscípulo en Logroño, alude a que un compañero
dijo alguna vez a Josemaría que podía ser sacerdote, y él respondió muy
convencido: ‑Bah, tonterías...
Josemaría
nunca pensó que el sacerdocio fuera para él. Pero supo cambiar de planes, ante
los barruntos de lo que Dios le pedía. Cuando se decidió a emprender ese camino,
habló con sus padres, que le dieron consejos propios de una familia hondamente
cristiana. Y en octubre de 1918 empezó a estudiar en el Seminario de Logroño,
como alumno externo. Luego, en septiembre de 1920 se trasladó a Zaragoza,
donde, pocos meses antes de la ordenación sacerdotal, le sorprendió una nueva
desgracia familiar: la muerte de su padre.
Don José
falleció en Logroño el 27 de noviembre de 1924, en la misma casa de la calle de
Sagasta en la que habían vivido antes, aunque no en el cuarto piso, sino en el
segundo. Todo transcurrió en cuestión de horas. Al levantarse por la mañana, se
encontraba muy bien. Desayunó, rezó un buen rato ante una
imagen de
la Virgen Milagrosa, que tenían esos días en casa, y se puso a jugar con el
pequeño Santiago. Después se dispuso a salir, y, al llegar a la puerta de la
habitación, se sintió mal. Se apoyó en el marco de esa puerta, y cayó desplomado
sobre el suelo. Un par de horas después entregó santamente su alma a Dios, sin
haber recuperado el conocimiento.
Apenas
pasadas las nueve, en el comercio pensaron que algo serio debía haberle ocurrido
a don José, pues todas las mañanas llegaba al trabajo puntualmente. El dueño
envió a Manuel Ceniceros para que averiguase lo que le sucedía. Cuando llegó a Sagasta, don José aún vivía: falleció poco después ‑manifiesta- con una
santidad que invadía a toda la familia". Le encargaron que pusiera un telegrama
a Zaragoza, para informar a Josemaría de que su padre estaba muy enfermo, y
decirle que viniera. Él mismo fue a esperarle al "rápido". En el camino de la
estación a casa, no tuvo más remedio que decirle toda la verdad: "Lo aceptó con
una serenidad tan grande, que me sorprendió de una manera difícil de explicar".
Con el
tiempo, el Fundador del Opus Dei compendiaría así la vida de su padre: No le
recuerdo jamás con un gesto severo; le recuerdo siempre sereno, con el rostro
alegre. Y murió agotado: con sólo cincuenta y siete años, pero estuvo siempre
sonriente. A él le debo la vocación.
Unos meses más tarde, la familia Escrivá se trasladó a Zaragoza.

Capítulo Primero. Una familia Cristiana.
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2. El ejemplo de un hogar cristiano
Madrid, 1
de octubre de 1967, domingo. El Fundador del Opus Dei se reúne por la mañana con
los padres de los alumnos de Tajamar (Vallecas). Les habla de ilusiones de
juventud, de amor de Dios, de cariño, de trabajo, de hogares de familia, de
esos hogares vuestros que yo bendigo con las dos manos, como bendigo el hogar
‑que ya se fue‑ de mis padres.
Monseñor
Escrivá de Balaguer llevó siempre dentro del corazón aquel hogar, y agradeció
especialmente a sus padres que hicieran posible su vocación. Aunque don José no
llegó a conocer los planes que Dios reservaba a su hijo, sin embargo, con el
ejemplo de su vida la Providencia divina formó al Fundador del Opus Dei, desde
niño, para la misión que iba a confiarle en 1928.
Más de
una vez se referiría a aquel hogar, que preparó la tierra donde fructificaría la
semilla de la llamada de Dios: Nuestro Señor fue preparando las cosas
‑apuntaba en 1970‑ para que mi vida fuese normal y corriente, sin nada
llamativo.
Me hizo
nacer en un hogar cristiano, como suelen ser los de mi país, de padres
ejemplares que practicaban y vivían su fe, dejándome una libertad muy grande
desde chico, y vigilándome al mismo tiempo con atención. Trataban de darme una
formación cristiana, y allí la adquirí más que en el colegio, aunque desde los
tres años me llevaron a uno de religiosas, y desde los siete a otro de
religiosos.
Ante
todo, le enseñaron lo que es un hogar auténticamente cristiano: Se querían
mucho ‑resumía en Chile el 4 de julio de 1974‑, y sufrieron mucho en la
vida, porque el Señor me tenía que preparar a mí (...). Los vi siempre
sonrientes. No se hacían arrumacos delante de nosotros, pero se palpaba el
cariño. Y yo puedo decirlo ahora por los cinco continentes, con agradecimiento;
y añadir, como me oísteis el otro día, que soy paternalista.
Pocos
días antes, en Buenos Aires, le habían preguntado por qué repetía que bendice el
amor humano con sus dos manos de sacerdote. Empezó citando unos textos de la
Sagrada Escritura, y se extendió en la respuesta:
(...) Y
yo no puedo menos de bendecir ese amor humano, que el Señor me ha pedido a mí
que me lo niegue. Pero lo amo en los demás, en el amor de mis padres, en el
vuestro, en el de los cónyuges entre sí. Ahora, ¡quereos de verdad! Y como os
aconsejo siempre: marido y mujer, pocas riñas. Más vale no enredar con la
felicidad. Ceded vosotras un poquito. Él cederá también.
Desde
luego, delante de los hijos, no riñáis jamás; que los niños se fijan en todo, y
forman enseguida su juicio (...).
Suelo
decir con mucha alegría que yo soy paternalista. Miradme bien, que os pareceré
antediluviano. Soy paternalista, porque tengo un recuerdo maravilloso de mi
padre y de mi madre. No les vi reñir nunca. Se querían mucho..., luego reñían:
es evidente.
Pero
reñían cuando no estábamos los hijos delante. Y tampoco se hacían simplezas;
algún beso. Tened pudor delante de los hijos (...).
Aprendió
así una gran lección: la del cariño, profundamente humano y sobrenatural. Pero
no fue, ni mucho menos, la única. Buena parte de las virtudes humanas, sin las
cuales un camino de santidad en medio del mundo sería ininteligible, las vivió
desde niño el Fundador del Opus Dei en el hogar de sus padres.
Ellos le
ayudaron, por ejemplo, a administrar la libertad y a respetar la de los demás,
con su comprensión ante los errores, que corregían cuando era necesario.
Nunca me imponían su voluntad, elogió muchas veces. Supieron hacerse
amigos de sus hijos, como explicaba a un grupo numeroso de matrimonios en
Buenos Aires en junio de 1974:
Me da
mucha alegría decir que no recuerdo que mi padre me pegara más que en una
ocasión. Era muy pequeñín, muy pequeñín. Fue una de las pocas veces que me
sentaba a la mesa con los mayores, en una de aquellas sillas altas. Debió de ser
una tozudez mía. Yo soy muy tozudo, soy aragonés: y eso, llevado a lo
sobrenatural, no tiene importancia; al contrario, es bueno, porque hay que
insistir en la vida interior, ¿verdad? Total, que me dio un... ¿eh?
(Y hacía
el gesto de dar un cachete).
No me
volvió a tocar en la vida; nunca más: siempre me trató con dulzura, y me vino
muy bien. Tengo un recuerdo encantador de mi padre, que se hizo amigo mío. Y por
eso, yo aconsejo lo que he vivido: haceos amigos de vuestros hijos.
Otra
manifestación práctica de cómo le enseñaron a administrar su libertad era
tenerle corto de dinero, cortísimo, pero libre. En cambio, su padre se
preocupaba mucho por el bienestar de las personas que trabajaban a sus órdenes,
y tenía con todos los necesitados un recio sentido de la caridad. Era muy
limosnero, resumía el Fundador del Opus Dei, para indicar su modo de vivir la
pobreza y la caridad cristianas.
De él
recibió también un continuo ejemplo de laboriosidad. Le vio gastarse día tras
día, incansablemente, con una sempiterna sonrisa, primero en aquellos negocios
de Barbastro, luego en Logroño, sin cesar en el empeño por el bien espiritual y
material de su familia. Fue cumplidor, puntual. Nunca regateó esfuerzos en
servicio de los demás y, al mismo tiempo, afrontó con temple y buen humor las
contradicciones de la vida, también las grandes y difíciles de soportar. Siempre
sereno, como quitando importancia a las cosas.
Los
padres de Josemaría supieron rendirse generosamente a la voluntad de Dios.
Llevaron sin una queja, como hemos visto, las pruebas que la Providencia divina
permitió. El Espíritu Santo preparaba así, escondidamente, al Fundador del Opus
Dei, que, andando los años, aceptaría humildemente:
Yo he
hecho sufrir siempre mucho a los que tenía alrededor. No he provocado
catástrofes, pero el Señor, para formarme a mí, que era el clavo ‑perdón,
Señor‑, daba una en el clavo y ciento en la herradura. Y vi a mi padre como la
personificación de Job. Le vi sufrir con alegría, sin manifestar el sufrimiento.
Y vi una valentía que era una escuela para mí, porque después he sentido tantas
veces que me faltaba la tierra y que se me venía el cielo encima, como si fuera
a quedar aplastado entre dos planchas de hierro.
La vida
de los Escrivá fue humanamente difícil. Dios quería que el Opus Dei naciera sin
apoyos ni asideros terrenos, como reconocería, firmemente convencido, su
Fundador:
Mi padre
se arruinó totalmente, y cuando el Señor quiso que yo comenzara a trabajar en el
Opus Dei, yo no tenía ni una virtud, ni una peseta; no tenía más que la gracia
de Dios y buen humor. ¿Veis qué bueno fue esto? Ahora quiero más a mi padre, y
doy gracias a Dios de que no le fuera nada bien en los negocios, porque así sé
lo que es la pobreza; si no, no lo hubiera sabido.
Siento
un orgullo santo: amo a mi padre con toda mi alma, y estoy seguro de que goza de
un cielo muy alto porque supo llevar toda la humillación que supone quedarse en
la calle, de una manera tan digna, tan maravillosa, tan cristiana.
De igual
manera, la Providencia divina' se sirvió de esta familia para que Mons. Escrivá
de Balaguer aprendiera, ya desde muy niño, a querer a Dios y a su Madre Santa
María, y se encaminara con toda normalidad por los senderos de la oración
cristiana. El amor humano fue cauce del amor de Dios. El Fundador del Opus Dei
lo subrayaría en infinidad de ocasiones, para hacer ver cómo debe ser el trato
del alma enamorada con su Dios:
Cuando
hay amor, me atrevería a afirmar que no hace falta ni siquiera hacer propósitos.
Mi madre nunca hizo propósitos de quererme, ¡y hay que ver qué detalles de
cariño tenía conmigo!
También
ella fue un ejemplo vivo de laboriosidad, verdaderamente decisivo para quien
debía predicar los cristianos en su trabajo ordinario:
No
recuerdo haberla visto nunca desocupada; siempre estaba atareada en alguna cosa:
hacía una labor de punto, cosía o recosía prendas de ropa, leía... No tengo
memoria de haber visto jamás a mi madre ociosa. Y no era una persona rara: era
una persona corriente, amable (...) Era una buena madre de familia, de familia
cristiana, y sabía aprovechar el tiempo.
El
Fundador del Opus Dei solía poner, como criterio para vivir cristianamente
desprendidos de los bienes materiales, usarlos como lo hace un padre de
familia numerosa y pobre. Así lo hicieron sus padres: llevaron siempre su
casa con espíritu de trabajo y detalles de buen orden. Cuando, a partir de un
determinado momento, tuvieron menos medios económicos, continuaron viviendo
dignamente, con buen gusto, sin que se advirtieran las carencias, porque suplían
con imaginación, cariño y picardía la falta de grandes cosas.
Pero
desde siempre habían hecho notar a sus hijos la importancia de hacer durar las
cosas, para ahorrar gastos innecesarios; de pensar muy bien, con sentido común,
cualquier compra, "sin alargar el brazo más que la manga"; de aprovechar hasta
las cosas aparentemente menos aprovechables: "con los hilos que se tiran, el
demonio hace una soga", enseñó doña Dolores a su hija Carmen cuando aprendía a
coser en Barbastro...
Una
anécdota compendia su señorío en la vida de familia. El postre tradicional del
Viernes de Dolores eran crespillos, hojas de espinacas rebozadas con una crema
de huevo, harina y leche, fritas en poco aceite y espolvoreadas con azúcar. Se
servían abundantes, muy calientes, con mucho azúcar, en una fuente grande de
porcelana, cubierta con una servilleta de hilo blanco. A doña Dolores le
gustaban mucho los crespillos, pero comprendía que no los podía hacer servir con
frecuencia: y eligió el día de su santo. Era un acontecimiento en la casa, que
esperaban los hijos con mayor ilusión que los dulces más caros del mundo.

Capítulo Primero. Una familia Cristiana.
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3. El aire de familia del Opus Dei.
Mucho
debe todo el Opus Dei ‑no sólo la persona de su Fundador‑ a la familia Escrivá
de Balaguer. Sin la educación y el cariño que el Fundador recibió en el hogar
paterno, no hubiera sido posible un rasgo capital de la Obra: su ambiente de
hogar, de familia cristiana sencilla y alegre, donde la caridad es también
cariño.
Es el
Opus Dei una organización desorganizada, plena de responsable
espontaneidad; no tinglado, ni regimiento, sino familia que se multiplica en
razón del amor, y conserva el mismo aire cuando se hace numerosa, cuando se
enriquece con la variedad de las razas y temperamentos de los hombres.
El 26 de
julio de 1975 escribía el Cardenal Baggio, en el diario Avvenire de Milán, cómo
en 1946 tuvo "la fortuna (le conocer a Mons. Escrivá de Balaguer y de trabar con
él una permanente amistad, respetuosa y discreta, pero no por es:) menos
afectuosa y profunda". Una de las cosas que impresionaron ya entonces a
Monseñor Baggio fue el aspecto externo de la sede central de la Obra, que no
tiene "nada en común con las construcciones eclesiásticas del tipo
convencional". Resulta un edificio más del Parioli romano, sin placas ni
símbolos vistosos, con plantas y flores. El Fundador del Opus Dei le precisaba
entonces cómo aquello formaba parte de la espiritualidad laical propia de la
Asociación, que trata de santificar ‑hasta el heroísmo‑ la vida ordinaria, sin
alterar para nada su propia y específica realidad.
Ese aire
de familia correspondía al tono humano que debía tener el Opus Dei, como vio su
Fundador desde el primer momento. Contaba, además, con el ejemplo de sus
padres, dóciles al querer de Dios, que ante la vocación del hijo, responden con
generosidad, y se disponen a ayudarle en todo lo que esté en sus manos.
La
ordenación sacerdotal de Josemaría, en 1925, llenó a la familia de alegría y
agradecimiento a Dios. Al mismo tiempo, doña Dolores supo aceptar la entrega que
esa vocación le exigía: su hijo debía dedicarse plenamente al ministerio
sacerdotal.
Más
tarde, cuando prosiguió su labor sacerdotal en Madrid, le acompañaron su madre y
sus dos hermanos, Carmen y Santiago. En esta ciudad nació el Opus Dei, y
llegado el momento oportuno, les explicó lo que Dios quería de él. Todo el
empeño de su madre se volcó entonces, sin una vacilación, sin desmayo alguno, en
secundar la Obra que Dios haría a‑ través de su hijo. Fue una entrega
silenciosa, poco llamativa, pero muy eficaz. Sin su ayuda ‑declararía el
Fundador del Opus Dei‑ hubiera sido difícil que saliese la Obra adelante.
A partir
de 1932, vivieron en el número 4 de la calle de Martínez Campos. En esa casa
continuó el trabajo apostólico que don Josemaría desarrollaba entre la gente
joven. Allí se formaron muchos socios del Opus Dei. Iban por las tardes a
Martínez Campos, y tenían con él un rato de charla, de tertulia; muchos
comenzaron allí una dirección espiritual. Al final les leía el Evangelio de la
Misa del día, en un misal grande, y hacía un comentario breve, incisivo,
práctico, costumbre ésta ‑el comentario del Evangelio‑ que hoy se vive en todos
los Centros del Opus Dei del mundo entero al caer el día.
Poco a
poco, calaba en ellos lo que debía ser su tono de familia. Sin la mano
delicada de doña Dolores, esto quizá hubiera sido muy difícil, si no imposible.
Los trataba como a hijos, con continuas delicadezas de madre, como guardarles
unos dulces o unas golosinas.
Juan
Jiménez Vargas merendó a veces en aquella casa. Puede parecer un hecho de poco
relieve, pero le ayudó a entender lo que sería auténtica vida de familia en el
Opus Dei. Por el tono de distinción humana que había en la casa ‑aunque era
materialmente modesta‑, no se advertía a primera vista el sacrificio que estas
invitaciones significaban. También así iban aprendiendo a envolver la escasez de
medios en formas amables. Juan Jiménez Vargas menciona cómo fue mejorando él
personalmente desde un punto de vista espiritual, e incluso en corrección
humana, en templanza, en finura de trato: "realmente aquello contribuía mucho a
cepillarnos, tanto que algunos podemos decir que aprendimos hasta la buena
educación".
Poco
después se comenzó a instalar el primer Centro de la Obra ‑la Academia DYA‑, en
un pequeño piso de la calle de Luchana, muy próxima a Martínez Campos, para el
que doña Dolores proporcionó muchos elementos materiales de primera necesidad.
Pasados los años, bastantes objetos de su casa irían a parar, también, a
diversos Centros de la Obra. La familia del Fundador se desprendió incluso de su
propia hacienda. Refiere la Baronesa de Valdeolivos cómo en septiembre de 1933
estuvieron todos en Fonz, al fallecer Mosén Teodoro, hermano de don José
Escrivá, que era beneficiado de la casa Moner, para disponer la venta de lo que
tenían, que no era poco: "Recuerdo que en el Palau, la familia tenía una finca
bastante grande. En el pueblo extrañó que quisieran deshacerse de todo. Con el
tiempo se piensa más: debió ser muy triste para ellos, pero fue una
demostración palpable del desprendimiento de las cosas de la tierra".
Hubo que
trabajar mucho para sacar adelante, a pesar de la escasez de medios, las
primeras Residencias de la Obra en Madrid. Doña Dolores velaba también por su
hijo y se enfadaba con él, por ejemplo, cuando le veía utilizar zapatos
desechados por los residentes y recorrer con ese calzado ‑viejo, de suelas
totalmente gastadas, con grandes agujeros‑ las calles de Madrid en su diaria
labor apostólica. Tuvo que negarse a poner nueva piezas en las sotanas, mil
veces ya recosidas.
Después
de la guerra civil española ‑tres años de intenso sufrimiento para toda la
familia, en los que doña Dolores guardó, en el colchón de su cama, escritos y
documentos de la Obra, con todo el riesgo que suponía‑, atendió con su hija
Carmen, a ruego de don Josemaría, lo que luego el Fundador del Opus Dei llamaría
el apostolado de los apostolados: las tareas domésticas de administración
de los Centros de la Obra.
Veo como
Providencia de Dios
‑diría‑ que mi madre y mi hermana Carmen nos ayudaran tanto a tener en la
Obra este ambiente de familia: el Señor lo quiso así.
Ellas dos
se hicieron cargo de los trabajos necesarios para que pudiera funcionar en
Madrid la Residencia de la calle de Jenner. Luego, en 1940, fueron a vivir a la
nueva casa de Diego de León, 14.
Eran
tiempos duros para todos los españoles. Una asociada del Opus Dei valora con
admiración el trabajo que la madre del Fundador y, sobre todo, Carmen, sacaban
adelante en aquella casa de la calle Diego de León: "Era casi increíble que
hubiera conseguido chicas, y que aprendieran a hacer las cosas de la casa, y a
presentarse bien. Nunca la vimos correr, aunque se movía y trabajaba con
ligereza; tampoco se la veía cansada, ni despeinada, ni con una mancha". Unos
años después se hizo cargo de aquel trabajo un grupo de asociadas de la Obra, y
una de ellas recuerda: "Teníamos que quedarnos a veces por la noche a hacer
cuentas o a terminar trabajos pendientes. Carmen había llevado la casa sola". Se
ve que la laboriosidad era mal de familia. "Por la noche, en su habitación,
repasaba calcetines. No quedaba tiempo durante el día. Y como hasta los hilos
para zurcir estaban difíciles de encontrar, cuando se desechaba algún par, los
deshacía, y luego cosía con esos ovillos los pares rotos".
Con su
gran corazón ‑también mal de familia‑, Carmen se preocupaba siempre de que todos
comieran bien, en la medida de lo posible, que era muy poco, y con alimentos
baratísimos. Si veía que alguno se dejaba llevar por una sobriedad mal
entendida, se las ingeniaba para hacerle comer. Quienes convivieron con ella la
describen ‑y la descripción nos resulta familiar como laboriosa, recia, con un
corazón grande y noble que sabía entregarse sin reservas, muy sincera ‑llamaba
siempre a las cosas por su nombre‑, espontánea. Su manera de ser era tan
natural, que parecía como si no se esforzara al tener con todos continuos
detalles de cariño. Dejó un recuerdo imborrable.
En
aquella casona de Diego de León, doña Dolores ocupaba una habitación de la
segunda planta, con un mirador que se abría a la esquina con Lagasca, donde
colocó pequeñas macetas, que ella cuidaba. En esa habitación ‑no grande, pero
bien iluminada‑ pasó los últimos meses de su vida, trabajando incansablemente
como había hecho siempre. Una imagen de la Virgen presenció sus últimos momentos
en la tierra. Es una pintura italiana al óleo, con un Niño muy peinado,
sonrosado y mofletudo, a quien la Virgen ofrece una rosa de té. Esta imagen de
Nuestra Señora acogió su último sacrificio. Todo lo ofreció por la Obra: hasta
su misma muerte, en 1941.
El
Fundador del Opus Dei dejó a su madre enferma en Madrid ‑como escribió quince
años después‑ para ir a Lérida a dar un curso de retiro a sacerdotes
diocesanos. No conocía la gravedad porque los médicos no pensaban que la muerte
de mi madre fuera inminente, o que no pudiera curarse. Ofrece tus molestias por
esa labor que voy a hacer, pedí a mi madre al despedirme. Asintió, aunque no
pudo evitar decir por lo bajo: ¡este hijo!...
Ya en el
Seminario de Lérida, donde estaban de retiro los sacerdotes, acudí al Sagrario:
Señor, cuida de mi madre, puesto que estoy ocupándome de tus sacerdotes. A mitad
de los ejercicios, a mediodía, les hice una plática: comenté la labor
sobrenatural, el oficio inigualable que compete a la madre junto a su hijo
sacerdote. Terminé, y quise quedarme recogido un momento en la capilla. Casi
inmediatamente vino con la cara demudada el obispo administrador apostólico, que
hacía también los ejercicios, y me dijo: don Álvaro le llama por teléfono.
Padre, la Abuela ha muerto, oí a Álvaro.
Volví a la capilla, sin
una lágrima. Entendí enseguida que el Señor mi Dios había hecho lo que más
convenía: y después lloré, como llora un niño, rezando en voz alta ‑estaba solo
con Él- aquella larga jaculatoria, que tantas veces os recomiendo: fiat,
adimpleatur, laudetur... iustissima atque amabilissima voluntas Dei super omnia.
Amen. Amen. Desde entonces, siempre he pensado que el Señor quiso de mí ese
sacrificio, como muestra externa de mi
cariño a los sacerdotes diocesanos, y que mi madre especialmente continúa
intercediendo por esta labor.
Era el 22
de abril de 1941. Don Josemaría acudió al gobernador civil de Lérida, al que
conocía de Zaragoza, pues muchas veces le había acompañado a hacer catequesis
por Casablanca:
‑Oye,
Juan Antonio, se ha muerto mi madre. ¿Cómo podría yo llegar pronto a Madrid?
‑Ahora va
el coche mío, con el chófer.
Llegó a
Madrid a las tres de la mañana. El cadáver de su madre reposaba ante el altar
del oratorio, convertido en capilla ardiente. Lloró como un niño, como un hijo
pequeño que ha perdido a su madre. A esa madre a la que no había podido
acompañar a la hora de la muerte, porque el Señor le pidió ese sacrificio, por
amor a los sacerdotes.
Distinta
fue, en cambio, la muerte de su hermana Carmen. Pudo estar junto a ella, en
Roma, cuando Dios se la llevó. Carmen había llegado a la Ciudad Eterna ya muy
experimentada en las renuncias, en los detalles de entrega, y mantenía su buen
humor y sencillez de siempre. También sencillamente, porque era Voluntad divina,
supo acoger la realidad de la muerte con aceptación serena y alegre. Después de
una enfermedad muy penosa, que duró dos meses desde que se diagnosticó, sufrió
una agonía de cuarenta y seis horas en la que nunca perdió la unión con Dios.
Guiada por su hermano y por don Álvaro del Portillo, hizo de su agonía una
oración continua: "Estamos todos contigo ‑le decía don Álvaro en los momentos
anteriores a su muerte‑. Y sobre todo está Dios, que es quien te da la fuerza.
Toda tu vida has estado trabajando por Dios, y ahora vas a encontrarte con Él".
Murió en
la madrugada del 20 de junio de 1957, festividad del Corpus Christi. Poco tiempo
antes, a mediados de abril, los médicos habían diagnosticado un cáncer sin
curación posible. Recibió la noticia "como una persona santa del Opus Dei"; así
dijo don Álvaro al Fundador de la Obra. Y desde ese momento, con paz y con
alegría, comenzó a prepararse para bien morir. "Cuando supimos de su enfermedad
‑escribió años más tarde un socio de la Obra‑, la cuidamos como a nuestra madre,
acompañándola y haciendo cuanto estaba en nuestra mano para que fueran más
llevaderos esos días de vida que le quedaban". Se pidió a Dios el milagro:
"Señor, si quieres, puedes". Ella rezaba "para que se cumpliera la Voluntad de
Dios". Y todos, con el corazón apretado, aceptaban lo que el Señor dispusiera,
repitiendo: Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la
justísima y amabilísima Voluntad de Dios sobre todas las cosas. Amén. Amén.
La fe del Fundador del Opus Dei quedó confortada por una dedada de miel
que recibió de Dios, y que dejó consignada ‑por tratarse de un hecho
sobrenatural‑ en un documento que escribió y dejó en sobre cerrado, con la orden
de que no se abriera hasta después de su muerte. Los socios de la Obra le oyeron
aquellos días:
Se
acabaron las lágrimas en el momento en que muro; ahora estoy contento, hijos
míos, agradecido al Señor que se la ha llevado al cielo; con el gozo del
Espíritu Santo. Me tenéis que dar la enhorabuena, porque ya está en el cielo.
Estaba ilusionada con irse al cielo, ilusionadísima. Ya nos está encomendando.
Había
cesado su dolor y el sufrimiento de los que con tanto cariño la habían
acompañado. La expresión de paz que iluminaba su rostro era reflejo de su vida
de entrega serena y sacrificada al servicio de Dios. Sus restos reposan hoy, muy
cerca de los de su hermano Josemaría, en la cripta del oratorio de Santa María
de la Paz, en la sede central del Opus Dei. Y es bien justo que sea así, porque
ella ‑sin ser del Opus Dei‑ fue también cimiento auténtico de la Obra.

Capítulo Primero. Una familia Cristiana.
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4. Calor de hogar.
Dios
quería que el Opus Dei fuese ‑en el sentido literal del término‑ una familia. Y,
como acabamos de apuntar, se sirvió decisivamente de las virtudes humanas y
sobrenaturales del hogar de su Fundador. Pero él también fue siempre,
verdaderamente, el Padre de esa familia. La sacó adelante en lo humano, con
corazón
paterno y materno, que se volcaba hacia los socios de la Obra, tanto mientras
fueron unos pocos, como cuando llegaron a sumar decenas de millares de todos los
colores y de todas las razas.
Estaban
ya esparcidos por los cinco continentes desde hacía años, cuando Mons. Escrivá
de Balaguer hizo su último viaje a España. Acudió a su ciudad natal con motivo
de la imposición ‑el 25 de mayo de 1975‑ de la medalla de oro de Barbastro.
Llegado el momento, al comenzar la lectura de su breve discurso, en el salón de
sesiones del Ayuntamiento, tuvo que interrumpirse:
Perdonad.
Yo estoy muy emocionado, por doble motivo: primero, por vuestro cariño; y,
además, porque a última hora de ayer recibí un aviso de Roma, comunicándome la
defunción de uno de los primeros que yo envié para hacer el Opus Dei en Italia.
Un alma limpia, una inteligencia prócer, doctor en Derecho Civil por la
Universidad de Madrid, entonces Universidad Central; doctor en Derecho Canónico
por la Universidad Lateranense; abogado rotal. Después, en tiempos de Juan
XXIII, nombrado auditor de la Rota.
Ha
servido a la Iglesia con sus virtudes, con su talento, con su esfuerzo, con su
sacrificio, con su alegría, con ese espíritu del Opus Dei que es de servicio. Yo
debería estar contento de tener uno más en el cielo, ya que tan frecuentemente
en una familia tan numerosa tiene que suceder un hecho de este género. Pero
estoy muy cansado, muy abrumado. Me perdonaréis y estaréis contentos de saber
que tengo corazón. Sigo.
Esta
reacción ‑de padre de familia con corazón humano y con fe divina‑ era idéntica a
la que siempre tuvo ante la muerte de otros socios de la Obra. El P. Sancho, O.P.,
testimonia cómo, cuando murió Isidoro Zorzano en 1943, el Fundador del Opus Dei
estaba, a la vez, apenado por la separación y contento porque había muerto como
un santo.
Y es que
‑añade el religioso dominico‑ "dentro de su celo infatigable por todas las
almas, tenía un cariño paterno y un entrañable desvelo por sus hijos. Eran la
niña de sus ojos. Los trataba con fortaleza, exigiéndoles para que fueran
santos, pero con la familiaridad de un padre con sus hijos. A mí me sorprendía
este modo de tratarles, sobre todo a aquellos socios de la Obra que yo tenía en
mucho, porque eran catedráticos: para él eran siempre y principalmente sus
hijos. Era muy respetuoso con su libertad y les quería a todos muchísimo; es
natural, porque al fin y al cabo eran sus hijos".
"Muchas
veces ‑expresa don José Luis Múzquiz, uno de los tres primeros sacerdotes del
Opus Dei, junto con don Álvaro del Portillo y don José María Hernández de
Garnica‑ he visto al Padre, aun teniendo mucho trabajo, pasarse tiempo junto a
un enfermo, dándole visión sobrenatural, contándole cosas para distraerle,
haciendo alguna norma de piedad con él".
En los
años setenta, cuando empezó a estar muy enfermo don José María Hernández de
Garnica ‑Mons. Escrivá de Balaguer le llamó siempre con su apelativo familiar, "Chiqui"‑,
don José Luis Múzquiz recibió en febrero de 1972 una carta de don Álvaro,
diciéndole que "Chiqui está muy mal de salud", y que quiere "el Padre que te lo
escriba yo directamente para que reces". Al leer esto, don José Luis se acordó
de que, igual que, con la enfermedad de Isidoro Zorzano ‑como las madres cuando
están sus hijos pequeños enfermos‑ el Padre presentía algo grave, antes del
diagnóstico de los médicos. Lo mismo sucedía en esta ocasión: don José María
Hernández de Garnica había ido a Roma y en cuanto el Padre lo vio, lo mandó
inmediatamente a que le hicieran una revisión médica a fondo.
La
víspera de la Fiesta de la Inmaculada ‑7 de diciembre (le 1972‑ murió en
Barcelona don José María. Poco después, don José Luis Múzquiz recibía una carta
de Roma:
Me ha
llegado hace unos momentos la dolorosísima noticia del fallecimiento de Chiqui (q.e.p.d.).
Bien purificado se nos lo ha querido llevar el Señor. No puedo ocultarte que he
sufrido ‑que sufro mucho‑, que he llorado.
Haz
muchos sufragios por él, y pide a todos que los hagan, aunque estoy seguro de
que ya no los necesitará. Encomiéndale ‑yo lo he hecho desde el primer momento‑
todas las cosas que llevamos en e1 corazón, que Chiqui seguirá empujando, como
ha hecho siempre, muy cerca de la Santísima Virgen.
Que estés
sereno y con paz: el Señor sabe más.
Así en la
muerte, como en la vida. Encarnación Ortega subraya la delicada ternura del
Padre: "Intuía nuestras preocupaciones, nuestro estado de ánimo". Y detalla
manifestaciones bien concretas de cómo hacía compatible ese cariño suyo
‑materno‑ con la energía en la corrección y la fortaleza de un padre que sabe
exigir a sus hijos, también porque los quiere. Así, cuando llegaban a Roma
asociadas de la Obra, generalmente para cursar estudios, se preocupaba de que se
les facilitase la ambientación, especialmente si venían de países lejanos, muy
distintos: evitarles los rigores del clima, hacer que se incorporasen
gradualmente a las comidas italianas, proporcionarles la compañía de personas
que hablasen su idioma.
Encarnación Ortega estaba en Londres en septiembre de 1960. Poco antes, algunas
asociadas del Opus Dei habían marchado a Osaka y Nairobi. Comenzaban el trabajo
apostólico de la Obra, como siempre, con muy pocos medios materiales. El
Fundador, que por aquellos días se encontraba en Londres, sentía en su corazón
la premura de llamarles por teléfono para tener noticias directas de ellas.
Preguntó cuánto costaría, y calculó que, prescindiendo de otras cosas, podrían
hacer ese gasto. Y lo hizo. Le venció su corazón de Padre.
Pero el
cariño no excluía la fortaleza, que era un modo distinto de manifestar ese
cariño. Nunca dejó de corregir: ni en asuntos de fondo, en que estaban en juego
aspectos medulares del espíritu del Opus Dei, ni en cuestiones menudas,
aparentemente sin importancia.
Porque
sabía querer, supo corregir. Sus advertencias no herían, no aplanaban. Ponía
tal afecto ‑por enérgica y clara que fuera la corrección‑, que todos se sentían
queridos, y animados a hacer las cosas bien.
Este
afecto determina que el Opus Dei sea familia, fuera de todo eufemismo. Y ese
cariño alcanza especialísimamente a las familias de los socios de la Obra.
Fruto de su meditación
del quinto misterio gozoso del Santo Rosario ‑el Niño perdido y hallado en el
Templó‑, el Fundador del Opus Dei había escrito: (...) Y, al consolarnos con
el gozo de encontrar a Jesús ‑;tres días de ausencia!‑ disputando con los
Maestros de Israel (Le., II, 46), quedará muy grabada en tu alma
y en la mía la obligación de dejar a los de
nuestra casa por servir al Padre Celestial.
Era una
obligación clara, siempre vivida así en la Iglesia. Pero también, siempre que
fuera posible, quería el Fundador del Opus Dei que los socios de la Obra que no
vivían con sus padres los acompañasen en los momentos duros, al menos ‑cuando
les resultaba imposible estar físicamente a su lado‑ con su oración incesante,
con sus continuas cartas, o con la compañía de otros socios de la Obra.
Lo vivió
así. Y enseñó a vivirlo a los más jóvenes, que ‑por temperamento, casi por ley
de vida‑ podían encubrir el amor y el agradecimiento hacia sus padres con un
cierto y aparente ‑a veces simplemente perezoso‑ distanciamiento.
Como
anota don Remigio Abad, que desde hace años es capellán de Xaloc, obra
apostólica promovida por el Opus Dei en Hospitalet de Llobregat, "me enseñó a
querer a mis padres con un cariño más intenso; en varias ocasiones me preguntó
‑sabía que yo era perezoso para escribir‑: ¿Cuántos días hace que no escribes
a tus padres? Él los encomendaba cada día en la Santa Misa‑.
Cuando le
hablaban de padres que no acaban de estar contentos de que sus hijos fueran
socios de la Obra, era a éstos, generalmente, y con toda razón, a quienes echaba
la culpa. Porque no sabían ser fieles, en la práctica, al espíritu de la Obra.
Una madre brasileña escribía en 1974 a su hijo, después de conocer a Monseñor
Escrivá de Balaguer:
"Querido
hijo:
"Después
de siete años, puedo nuevamente mirarte a los ojos y decirte: realmente fue
mejor así. Realmente tenía que ser así.
"Ahora ya
puedo ver una cruz, una iglesia, sin sentir dolor en el corazón. Sí, ahora ya
puedo ver que no te me robaron. Que tú tenías que marcharte. Y que tu mundo es
maravilloso.
"Tú, hijo
mío, eres un privilegiado. ¡Cómo me cambió el Padre! El me devolvió a ti. Y
también a Dios, a quien ahora puedo amar.
"Hijo
mío, procura seguir las enseñanzas del Padre. Para mí es como si fuese el mismo
Amor de Cristo".
El
corazón del Fundador del Opus Dei era de veras paterno. Por eso comprendía muy
bien los sentimientos de todos los padres. Y por eso tenía siempre en cuenta a
las familias de los socios de la Obra. Cuando las necesidades del trabajo los
llevaban lejos, les animaba siempre a que les escribieran con frecuencia, a que
les dieran buenas noticias, a que les hicieran partícipes de su alegría: pues la
dicha del hijo es lo que más alegra el corazón de unos padres.
Lo vivió
así, con todos, incluso en los momentos tremendos de la guerra de España. Le
emocionaba mucho a Enrique Espinós Raduán, que estuvo unas horas con el Padre en
Valencia, en octubre de 1937, cuando pasó por allí camino de Barcelona. Espinós
fue a despedirle a la estación con su primo Francisco Botella. De aquella
entrevista conserva una impresión de serenidad y de paz, de inmensa confianza
en Dios. Más adelante Paco se reuniría con don Josemaría en Barcelona, y estaría
con él hasta cruzarlos Pirineos. Unos meses después Enrique Espinós empezó a
recibir cartas firmadas por Isidoro, Zorzano dándole detalles sobre sus pasos
desde Valencia a Burgos: "Era una muestra de fina caridad conmigo y con los
padres de Paco; no hay duda de que lo hacía por sugerencia del Padre, ya que yo
no conocía a Isidoro".
También
don Pedro Casciaro tuvo ocasión de experimentarlo por aquellos días. Había
hablado muchas veces al Fundador de la Obra sobre la vida espiritual de su
padre, hombre de virtudes humanas y gran bondad, pero al que su preocupación por
mejorar las condiciones de los obreros le llevó a militar en un partido político
que fue derivando hacia posturas cada vez más anticlericales. Dentro de ese
ambiente, se retraía de prácticas externas de la religión. Don Josemaría animaba
a Pedro a invocar confiadamente a la Santísima Virgen. En diciembre de 1937,
después de llegar a Andorra, quiso pasar por Lourdes antes de regresar a España.
Pedro se disponía a ayudarle en la Misa que iba a celebrar. Ya al pie del altar,
se volvió delicadamente hacia él, que estaba arrodillado en la grada, y le dijo
en voz baja: ‑Supongo que ofrecerás la Misa por tu padre, para que el Señor
le dé muchos años de vida cristiana. Don Pedro Casciaro quedó sorprendido:
"Realmente yo en ese momento no había hecho tal intención, pero le contesté en
el mismo tono: ‑Lo haré, Padre".
Cuando
acabó la guerra, su padre tuvo que exiliarse. Sufrió muchas privaciones, pero el
Señor le movió a vivir como cristiano fervoroso, con una piedad sincera. Durante
los últimos once años de su vida ‑murió con mucha paz el 10 de febrero de 1960,
víspera de la fiesta de Nuestra Señora de Lourdes‑ fue hombre de oración, de
Misa y Comunión diarias. Quiso mucho al Fundador del Opus Dei y era Cooperador
de la Obra.
Cuando el
Opus Dei creció por el mundo, no disminuyó el cariño. Es algo que no puede
atribuirse a causas humanas: personas de razas y temperamentos muy diversos,
que no conocían el castellano y quizá nunca habían visto físicamente a Mons.
Escrivá de Balaguer, le trataban ‑le querían‑ como a auténtico Padre. Y es que
era Padre de veras. Lo hacía notar un destacado pedagogo español, Víctor
García‑Hoz, que le había conocido en 1939: "Una de las cosas que más me llamó la
atención en os últimos años del Padre fue ver cómo en las catequesis
multitudinarias, en tertulias de cientos y aun miles de personas, sabía
conversar con aire de intimidad. Es cosa que no me explico sino por una gracia
especial de Dios".
El
Fundador del Opus Dei había recomendado y practicado siempre el apostolado
personal, de amistad y confidencia. Pero a medida que el desarrollo de la Obra
fue haciendo imposible que recibiera y hablara con todos y cada uno de los que
querían escuchar su enseñanza, surgió con naturalidad este tipo de tertulias,
en algunas de las cuales llegaron a participar más de cinco mil personas en
torno a Mons. Escrivá de Balaguer. Era llamativo comprobar que nunca resultaban
masivas, sino que tenían el ambiente de una reunión familiar. Todos se sentían
en familia, identificados con quienes iban preguntando o contando cosas: tanto
una señora de ochenta años, como un chico de quince; un casado con muchos hijos
o una mujer soltera; un obrero, .in profesor universitario o una artista de
cine... Los temas de conversación surgían de problemas o inquietudes personales.
El Padre mantenía el tono personal, íntimo. Y todos se unían en la misma
preocupación y recibían sus respuestas como si se dirigiese a cada uno en
particular.
De
algunas de esas tertulias se conservan imágenes filmadas en color, con sonido
directo. Una sola de estas películas describe mejor que muchas páginas cómo era
el Fundador del Opus Dei y cómo quería a todas las personas que se apiñaban a su
lado. El 16 de junio de 1974 la reunión fue en un salón enorme del Palacio de
Congresos General San Martín, de Buenos Aires. Se inició con unas palabras muy
breves:
No os
llamará la atención si os digo ‑porque os parecerá lógico‑ que yo esta mañana,
en la Santa Misa, me he acordado mucho de vosotros; y también en la acción de
gracias. He pedido al Señor por cada uno: por sus preocupaciones, por sus
ocupaciones, por sus afectos, por sus intereses, por su salud temporal,
material, y por su salud espiritual. Porque os quiero felices. Y me acordaba de
que íbamos a parecer aquí como una muchedumbre. Ya estamos acostumbrados en el
Opus Dei, y sabemos que no somos eso: somos una familia. A los dos minutos de
hablar, la muchedumbre se convierte en un grupito. Hablamos con el cariño de
media docena de personas que se entienden.
Poco
después, un paraguayo señaló que su madre, de la Obra, había muerto rezando por
su Fundador. Una mujer, cuyo marido era del Opus Dei, quería saber qué le
faltaba a ella para decidirse también. Otro estaba preocupado porque, a veces,
la intensidad del trabajo profesional hace más difícil darle sentido
sobrenatural. Luego tomó la palabra un socio de la Obra, que estaba allí con su
madre, viuda, inquieta por lo que pudiera ser de su hijo cuando llegase a
viejo...
‑Dice que
no voy a tener familia... Y como ella está acá, al lado mío, yo quiero que usted
le explique que tenemos familia, que nos queremos mucho, y que además somos
siempre jóvenes, como usted...
Mons. Escrivá de
Balaguer ilustró su respuesta con una anécdota antigua. Una vez un gran
personaje atacó a un socio de la Obra, porque éste, en el ejercicio de su
libertad civil, había manifestado su disconformidad. Entre otras cosas, habló de
que este socio de la Obra no tenía familia. Entonces, el Fundador del Opus Dei
fue a verle, y le dijo: ‑Tiene mi familia; tiene mi hogar. Aquel
personaje pidió perdón. Y continuaba: Tú ya sabes que tu hijo tiene familia y
tiene hogar; y que morirá rodeado de sus hermanos con un cariño inmenso. ¡Feliz
de vivir y feliz de morir! ¡Sin miedo
a la vida y sin miedo a la muerte! (...) ¡Es el mejor sitio para vivir y el
mejor sitio para morir: el Opus Dei! ¡Qué bien se está, hijos míos!
Muchos
apreciaron aquel día que allí ‑en el Palacio de Congresos‑ había sabor de
primitiva cristiandad, que vibraba con un solo corazón, con una sola alma, con
un único afecto. Y entendieron que, verdaderamente, el Opus Dei es hogar, pleno
de cariño humano y delicadezas santas.
Dos años
antes, el 22 de noviembre de 1972, en Barcelona, una chica joven manifestó al
Padre, en una reunión semejante:
‑El otro
día estuve también en una tertulia con usted. Al salir, una amiga me dijo: ‑¿Te
has fijado en esos sacerdotes que estaban con el Padre? Seguro que le han oído
miles de veces decir las mismas cosas. Y, sin embargo, con qué cariño le
miraban. ;Cómo se quiere la gente del Opus Dei!
La
respuesta fue rápida, inmediata, emocionada:
‑¡Pues
sí! ¡Nos queremos! Sí, señor. ¡Nos queremos! Y es el mejor piropo que nos pueden
decir. Porque de los primeros fieles afirmaban los paganos: mirad cómo se aman.

Capítulo Primero. Una familia Cristiana.
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5. La santidad del amor humano.
El
Fundador del Opus Dei difundió por el mundo amor a la familia. En unos tiempos
en que la santidad parecía más bien cosa reservada a religiosos y sacerdotes,
Dios se sirvió de él, para hacer ver a muchos matrimonios que la vida conyugal
es un verdadero camino de santidad en la tierra.
Juan
Caldés Lizana le conoció en unos días de retiro. Era septiembre de 1948. "Se
abrió ante mí ‑publica en Mutado Cristiano, septiembre de 1975‑ un mundo
ilusionante al contemplar el matrimonio ("sacramento grande") como una auténtica
vocación, un nuevo camino divino en la Tierra". Era un panorama inédito: todos
llamados a una misma santidad, plenitud de vida cristiana; la familia, un
hogar luminoso y alegre, ocasión propicia para convertir la prosa diaria
en endecasílabo, verso heroico; los padres, sembradores de paz y alegría;
y los hijos, gaudium meum et corona mea ("mi alegría y mi corona"). Esta última
fue la frase que el Fundador del Opus Dei estampó al dorso de una fotografía de
los diez hijos de Juan Caldés, que vio en aquellas ideas de 1948 una profunda
innovación sobre el papel de los laicos en la Iglesia.
Más
nuevas sonaban aún sus palabras por los años treinta, cuando hablaba de
vocación matrimonial, y presentaba el matrimonio como cauce de santidad. Lo
subraya el doctor Jiménez Vargas, que asistía a los círculos y meditaciones del
Fundador del Opus Dei, y entiende que sus charlas sobre la virtud de la pureza
resultaban tremendamente originales, nuevas: hoy resulta familiar ‑afirma‑,
después de tantas ediciones de Camino, pero "es importante situarse en 1933, con
los modos de pensar de los chicos piadosos de entonces, y lo corriente que eran
ciertas formas de sermonear sobre la castidad, que más que otra cosa llevaban a
una visión deforme y hasta freudiana del problema. Por lo pronto, hablaba de
pureza ‑más que de castidad‑ con esa visión positiva y optimista que ahora es
tan conocida". Más sorprendente aparecía su enfoque acerca del matrimonio,
recogido luego sintéticamente en tres puntos de Camino (26, 27 y 28). El
profesor Jiménez Vargas precisa que "al decir que el matrimonio es para la clase
de tropa ‑entonces no estaba publicado Camino ni Consideraciones Espirituales‑
se puede asegurar que entusiasmaba tanto a los que se creían con vocación para
la clase de tropa como a los que pensaban que su vocación era otra. No se le
pasó por la cabeza nunca a nadie una idea equivocada, ni nadie se sintió molesto
por este comentario que, además, tenia gracia cuando se le oía directamente".
Ese modo
de presentar la virtud cristiana de la pureza animaba a luchar, porque quedaba
siempre muy claro su sentido positivo, amable, afirmativo, propio de un corazón
enamorado. Así la definió el Fundador del Opus Dei en una homilía pronunciada
en Navidad de 1970: La castidad ‑no simple continencia, sino afirmación
decidida de una voluntad enamorada -es una virtud que mantiene la juventud del
amor en cualquier estado de vida.
Mons.
Escrivá de Balaguer había preparado desde muy atrás el sendero por el que
infinidad de socios de la Obra lucharían decididamente para ser santos en su
vocación matrimonial. El camino jurídico tardaría años en abrirse. Pero el
Fundador del Opus Dei esperaba, confiado en el querer de Dios; mientras tanto,
iba formando a las almas para que, en el momento oportuno, pudieran recibir
explícita la llamada divina.
Así hizo,
por ejemplo, con Antonio Ivars Moreno, quien ya en 1940, en Valencia, acudía a
las actividades apostólicas que socios del Opus Dei desarrollaban en una casa de
la calle Samaniego, 16, pronto convertida en Residencia de Estudiantes: "El
Director era don Pedro Casciaro. Con él colaboraba mi viejo amigo don Amadeo de
Fuenmayor. Ellos me llamaron un día pare hablarme. Pedro me dijo sucintamente
que en la Obra había personas que se habían entregado con dedicación plena a
Dios. Pero añadió que el Padre había dicho que yo tenía vocación matrimonial y
que no me inquietasen. Tuve la suerte de que, por aquellos días, estaba entre
nosotros y tuve ocasión de contarle lo que Pedro y Amadeo me habían dicho. El
mismo me lo confirmó añadiendo que cuando tuviera que contraer matrimonio,
vendría: a casarme".
A todos
‑solteros, casados, novios, sacerdotes‑ les moví« siempre a bucear en las
profundidades del amor, les previno contra la gran tentación del egoísmo ‑que
impide resolver los problemas que esa pasión crea‑, y les animó a huir de la
sensualidad, porque ‑solía repetir‑ corta las alas del amor y empequeñece las
cosas grandes para las que es capaz el corazón humano.
A los más
jóvenes enseñaba lo que recogió en Camino, y reiteraba en 1974 con otras
palabras a un grupo numeroso de muchachos en San Paulo: Pido al Arcángel San
Rafael que, como a Tobías, a los que hayan de formar una familia los lleve al
encuentro de un amor de la tierra, limpio y bueno. Bendigo ese amor terreno
vuestro, y bendigo vuestro futuro hogar. Y al Apóstol Juan, que tanto se
enamoró de Cristo Jesús, y que fue valiente ‑el único hombre: los demás se
escaparon‑ al pie de la Cruz de Cristo, cuando el Redentor era victorioso y
parecía vencido; a ese discípulo joven, pero fuerte, le digo que os ayude, si es
que el Señor os pide más.
El
Fundador del Opus Dei se despidió de estos chicos con la bendición que se
imparte a los que emprenden un viaje: Todos estamos camino adelante por la
vida... Es la bendición que Tobías dio a su hijo cuando ‑acompañado por el
Arcángel San Rafael‑ fue a recoger un dinero que debían a su padre. En realidad,
porque fue además, sin saberlo, a buscar la novia, y encontró una que era guapa
y buena y rica. Es toda una bonita historia de limpieza, de amor noble, casto y
fecundo, como el amor de nuestros padres, que yo bendigo.
Pocos
días antes, también en San Paulo ‑como hizo siempre a lo largo de su vida‑,
proponía a personas casadas el cariño del noviazgo como modelo de su amor:
Que os queráis mucho. El amor de los cónyuges cristianos ‑sobre todo, si son
hijos de Dios en el Opus Dei‑ es como el vino, que se mejora con los años, y
gana valor... Pues el amor vuestro es mucho más importante que el mejor vino del
mundo. Es un tesoro espléndido, que el Señor os ha querido conceder. Conservadlo
bien. ;No lo tiréis! ;Guardadlo!
Más adelante, en aquella
misma conversación, respondiendo a otra pregunta, Mons. Escrivá de Balaguer
insistiría: No es malo que os manifestéis ese cariño limpio entre vosotros,
delante de los hijos: malo sería que no
lo mostraseis. No hagáis delante de los niños manifestaciones de afecto
extraordinario, por pudor; pero quereos mucho, que el Señor está muy contento
cuando os amáis. Y cuando pasen los años ‑ahora sois todos muy jóvenes‑ no
tengáis miedo: vuestro cariño no se hará peor, sino mejor. Se hará incluso más
entusiasta, volverá a ser el cariño del noviazgo.
Supo tratar siempre
de cosas divinas a lo humano, y de cosas humanas a lo divino. Usó imágenes
del amor humano, para mover al amor de Dios. Al predicar sobre la Eucaristía
‑donde Cristo es, exclamaba, ¡prisionero de Amor!‑, hablaba de la madre
buena que limpia a su hijo pequeñín, lo perfuma, lo abraza contra su corazón, y
"se lo come a besos"... Y Cristo llega a
lo que los hombres no pueden conseguir: se hace alimento, vida de nuestra vida,
"tomad y comed", nos dice.
Un Jueves
Santo de 1960, en su homilía, evocaba la experiencia humana de la despedida de
dos personas que se quieren: Desearían
estar siempre juntas, pero el deber ‑el que sea‑ les obliga a alejarse. Su afán
sería continuar sin separarse, y no pueden. El amor del hombre, que por grande
que sea es limitado, recurre a un símbolo: los que se despiden se cambian un
recuerdo, quizá una fotografía, con una dedicatoria tan encendida, que sorprende
que no arda la cartulina. No logran hacer más porque el poder de las criaturas
no llega tan lejos como su querer.
Lo que
nosotros no podemos, lo puede el Señor. Jesucristo, perfecto Dios y perfecto
Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda El mismo. Irá al Padre,
pero permanecerá crin los hombres. No nos legará un simple regalo que nos haga
evocar su memoria, una imagen que tienda a desdibujarse con el tiempo, como la
fotografía que pronto aparece desvaída, amarillenta y sin sentido para los que
no fueron protagonistas de aquel amoroso momento. Bajo las especies del pan y
del vino está Él, realmente presente: con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su
Divinidad.
Siempre
movió a todos a tratar a Dios con naturalidad, con el mismo corazón y las mismas
palabras con que se trata a las personas queridas de la tierra; o sin ruido
de palabras, mientras estás en la calle, en la comida, sonriendo a una persona,
estudiando...
Más de
una vez, cuando alguien se dirigía a él, con un "Padre, dígame una
jaculatoria...", reaccionó espontáneamente:
‑Yo os
daría una zurra... ¿Una jaculatoria...? Pero, ¿es posible que vosotros no
sepáis hablar con el corazón a la gente? ¿Cómo hubierais hablado a la novia?
¿Qué queríais: que os soplaran para charlar con la novia? Pues, para hablar con
Dios Nuestro Señor, lo mismo.
Partía
del amor humano, para hacer comprender la riqueza santificadora que se encierra
en los mil detalles de la vida cotidiana, que el alma enamorada sabe descubrir.
Nada de extraño tiene, pues, que al esclarecer el sentido del matrimonio acentúe
aspectos aparentemente triviales. Tuvo lugar también en San Paulo una
conversación que refleja con exactitud el tono con que Mons. Escrivá de Balaguer
solía dirigirse a quienes debían hacer santa su vida conyugal. Fue un diálogo
movido ‑es casi imposible reproducirlo por escrito‑, y entrecortado por la
emoción de la persona que preguntaba. La primera interrupción fue del Fundador
del Opus Dei, cuando ella dijo que estaba casada desde hacía 23 años y que tenía
cinco hijos...
‑Oye, tú
no dices la verdad... ¡Veintitrés años! ¡Tan joven y tan guapa!
Le había
preguntado cómo mantener y aumentar en su matrimonio el entusiasmo de los
primeros tiempos.
‑Siéntate, hija mía, siéntate. Tú serás una... ¿Cómo se dice novia en portugués?
‑Namorada,
apuntaron a Mons. Escrivá de Balaguer.
‑...
una enamorada perenne, constante. Cada día debes ir a conquistar a tu marido, y
él a ti.
(...)
Lograrás esto, si miras a tu marido como lo que es: una gran parte de tu
corazón, ¡todo tu corazón!; si sabes que él es tuyo y tú eres de él; si
recuerdas que tienes la obligación de hacerlo feliz, de participar de sus dichas
y de sus penas, de su salud y de su enfermedad...
Y Mons.
Escrivá de Balaguer, como dirigiéndose a todas las esposas que estaban en el
abarrotado salón del Palacio de las Convenciones en el Parque Anhembi,
proseguía:
Sabéis
más que nadie en el mundo, porque el amor es sapientísimo. Cuando viene el
marido del trabajo, de su labor, de su tarea profesional, que no te encuentre a
ti rabiando. Arréglate, ponte guapa, y cuando pasen los años, arregla un
poquito más la fachada, como se hace con las casas. ¡El te lo agradece tanto!
Muchas veces, en los momentos de contradicción que habrá tenido en la labor, ha
pensado en Dios y ha pensado en ti, y ha dicho: voy a ir a casa y... ¡qué bien!;
allí encontraré un remanso de paz, de alegría, de cariño y de belleza; porque,
para él, no hay nada en el mundo más bello que tú. (...) El día que viene
cansado ‑y tú lo sabes, tú lo prevés‑, te acuerdas de aquel plato que le gusta:
esto se lo hago yo. Y no se lo dices, para no hacérselo pesar; lo sorprendes, y
él te mira con una mirada... ¡y ya está! ¡Ya está!
Cientos
de consejos ‑llenos de sentido común y de visión sobrenatural‑ dio el Fundador
del Opus Dei a los padres de familia. Muchos están recogidos en sus libros.
Otros hay que espigarlos pacientemente a lo largo de estas reuniones numerosas
y en las conversaciones personales con quienes fueron a verlo a Roma, o lo
habían tratado más de cerca en sus años de España. Realmente amó a las familias,
a todas: las familias numerosas, las que tienen menos hijos, o las que no tienen
ninguno, porque Dios no se los da, después de haber puesto ‑el marido
también, repetía incansablemente‑ todos los medios sobrenaturales y los
.humanos honestos. Sólo alguna vez se le escapaba lo que reo quería:
¡No soy
amigo de las familias que, por egoísmo, cortan leas alas del amor y lo hacen
estéril e infecundo...!
Les
aconsejaba educar cristianamente a sus hijos, ante todo, con el ejemplo.
Enseñarles a rezar, pero sin obligarles a grandes rezos: poquitos, pero todos
los días (las madres, sí, pero también los padres). Llevarlos cortos de
dinero, y que aprendan a usarlo, aunque ‑concretaba‑ es mejor que lo manejen
cuando se lo ganen. Respetar prudentemente su libertad. Hacerles ayudar a
los demás según la edad de cada uno, llenando el día de pequeños servicios.
Conseguir que la casa ‑en una palabra‑ fuese hogar luminoso y alegre.
(¡Cuántas veces bendecía en sus últimos años las guitarras de vuestros
hijos!).
Mons.
Escrivá de Balaguer hizo comprender a los matrimonios que el cariño se enrecia
con las penas y dificultades de la vida. Como declaró a la directora de la
revista Telva en febrero de 1968:
Pobre
concepto tiene del matrimonio ‑que es un sacramento, un ideal y una vocación‑,
el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan las penas y los
contratiempos, que la vida lleva siempre consigo. Es entonces cuando el cariño
se enrecia. Las torrenteras
de las penas y de las contrariedades no son capaces de anegar el verdadero amor:
une más el sacrificio generosamente compartido. Como dice la Escritura,
aquae multae ‑las muchas
dificultades, físicas y morales‑ non potuerunt
extinguere caritatem (Cant.,
VIII, 7), no podrán apagar el cariño.
Otro
periodista, Luis Ignacio Seco, publicó, después de la muerte de su hija de siete
años, un artículo en el que desahogaba su corazón: Marta había caído enferma de
leucemia en 1970 y Luis Ignacio Seco escribió a Mons. Escrivá de Balaguer para
pedirle que rezase mucho por ella. "Su respuesta llegó pronto: me hablaba de la
amabilísima voluntad de Dios y me prometía sus oraciones; y me hizo
comprender enseguida que lo que teníamos en casa era un tesoro oculto, una
maravilla puesta en nuestras manos para que viviésemos a fondo la vocación de
padres, de colaboradores directos y voluntarios de la Providencia, de cristianos
corrientes y molientes que tratan de materializar sin teatro el formidable amor
de Dios por todos sus hijos, los hombres".
Pero no
era necesario ser intelectual para darse cuenta de las exigencias del amor
humano santo, que el Fundador del Opus Dei difundía entre quienes le escuchaban.
Su mensaje encontraba eco en personas de toda condición social. Lo reflejaba
María, una asociada del Opus Dei, que vive en los alrededores de Pozoalbero
(Jerez de la Frontera), cuyo marido, un sencillo hombre de campo, estuvo con
Mons. Escrivá de Balaguer en Pozoalbero, en noviembre de 1972. Por aquellos
días, se confiaba a su mujer:
‑Ahora
tengo que dejar la ropa dobladita, porque está aquí Monzeñó...
Era su
modo práctico de mejorar, después de haber escuchado al Fundador del Opus Dei.
Y María se alegraba también al comprobar que su marido, "desde que vio al
Padre", hacía visibles esfuerzos para no enfadarse ni con esas pequeñas
cuestiones domésticas que surgen en todas las familias.
Mons.
Escrivá de Balaguer tuvo palabras de aliento para cuantos atravesaban
circunstancias difíciles. Les .ayudó, al menos, a sobrellevarlas, cuando no era
humanamente posible encontrar solución. Aquella entrevista con la directora de
la revista Telva ofrece una muestra muy completa ‑que siempre vale la pena
releer‑ de su actitud ante la variada gama de situaciones que pueden darse en
la vida matrimonial: el trabajo de la mujer casada, su proyección social, el
sentido vocacional del matrimonio, el número de hijos, la infecundidad
matrimonial, la separación de los cónyuges, las riñas y divisiones, el conflicto
generacional, la educación en la piedad, la orientación de los hijos, el
"matrimonio a prueba", la monotonía del hogar, el confort y la sobriedad, etc.
Quizá es exacto admitir que sólo falta una pregunta, la que le hicieron en San
Paulo, en mayo de 1974:
‑Existen
hoy en día, lamentablemente, muchas familias compuestas por personas
divorciadas. ¿Cuál sería la actitud de un católico frente a esas familias y los
hijos de esas familias?
‑En
primer lugar, comprensión, hijos míos. No sacamos nada con maltratar a la gente.
Si son almas que necesitan una ayuda, un buen consejo, una palabra afectuosa, no
les vamos a tratar mal. Son enfermos del espíritu, como esos otros que son
enfermos de la mente o del cuerpo.
Primera
actitud: no tratarlos mal.
Segunda.
Si ellos preguntan: ¿qué les parece mi situación?, una respuesta clara: pues...
¡lamentable! Lo siento mucho, pero es lamentable. ¿Por qué vamos a mentir? Pero
no te desesperes, que con la gracia del Señor se podrá ir arreglando. Como
suelen ser cosas sentimentales y median los hijos, es difícil. Muchas veces se
resuelven esas situaciones; y, al fin de la vida, siempre.
No los
tratéis mal nunca. ¿Está claro? Y a los hijos de esas personas, ayudadles en lo
que podáis. Que no se avergüencen, aunque esas pobres criaturas no puedan estar
muy satisfechas. Es un shock tremendo, pero ésa es una razón más para que les
tratemos bien, con afecto, con sentido sobrenatural, y para que les mostremos
que somos cristianos. De modo que sed humanos, en primer lugar; y, después,
cristianos. Primero, somos hombres; y después viene, con el Bautismo, la gracia
de ser hijos de Dios. En la vida, en vuestras relaciones con la gente, se tienen
que notar esas dos cualidades: las virtudes humanas y las virtudes
sobrenaturales. El trato afectuoso tuyo y cordial, porque eres una persona
delicada, y además, la medicina sobrenatural de tus buenos consejos de cristiano
y de tu buen ejemplo.

Capítulo Primero. Una familia Cristiana.
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