Capítulo Octavo. La libertad de los hijos de Dios
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Era
media tarde cuando el Fundador del Opus Dei llegó a Diego de León, 14. Dos
o tres estudiantes estaban sentados en el banco del amplio zaguán, al pie
de las escaleras que dan acceso a la zona de representación de esa casa.
Les saludó, les preguntó qué estaban estudiando, se quedó un rato con
ellos. Entretanto, fueron llegando otros, que volvían de sus clases.
Trataron de retenerlo contándole algunas anécdotas de su labor apostólica,
y uno empezó a hablar de un compañero que había participado tiempo atrás
en una manifestación en la que se oyeron también algunos gritos contra el
Opus Dei... Inmediatamente, antes de que el chico pudiera seguir, el
Fundador de la Obra le interrumpió con unas palabras parecidas a las
siguientes: Pues hacía muy bien. Estaba en su derecho: si pensaba así,
debía hacerlo.
Luis Calle entró en ese momento, a tiempo de oír que luego ese estudiante
había conocido a fondo la Asociación, y pidió ser admitido... Advirtió de
quién se hablaba, y se adelantó: ‑Era yo, Padre. Mons. Escrivá de Balaguer
sonrió. Le abrazó con fuerza y, mirándole con mucho cariño, le habló de
perseverancia, mientras le hacía la señal de la cruz en la frente.
La
anécdota es expresiva, a mi juicio, del profundísimo amor que el Fundador
del Opus Dei tuvo siempre por la libertad. Era una de las razones que le
llevaban a disculpar y comprender, incluso, a quienes no le comprendían o
llegaban a insultar a la Obra. Nunca se defendía, si se trataba de su
persona. No obstante, si se referían al Opus Dei, sabía dejar la verdad
bien manifiesta, perdonando a las personas sin ceder a sus ofensas, como
un buen hijo no tolera que maltraten a sus padres.
Este talante explica que mirara con afecto a los románticos del siglo XIX.
En la Pascua de 1974 hablaba de ellos a unos, estudiantes universitarios
de todo el mundo en estos términos:
Tenían toda una ilusión romántica, se sacrificaban y luchaban por alcanzar
esa democracia con la que soñaban, y una libertad personal con
responsabilidad personal.
Así
hay que amar la libertad: con responsabilidad personal. (...) Pienso que
soy
‑les decía bromeando‑ el último romántico, porque amo la libertad
personal de todos ‑la de los no católicos también‑ (...) Amo la libertad
de los demás, la vuestra, la del que pasa ahora mismo por la calle, porque
si no la amara, no podría defender la mía. Pero ésa no es la razón
principal. La razón principal es otra: que Cristo murió en la Cruz para
darnos la libertad, para que nos quedáramos in libertatem gloriae
filiorum Dei.
La
primera anécdota la presencié en el zaguán de Diego de León el 12 de abril
de 1972. Pero bien podía haber ocurrido treinta años antes, pues fue allí,
en esa casa de Diego de León, donde el Fundador del Opus Dei, que conocía
el duro sabor de las contradicciones desde 1929, sufrió, a partir de 1940,
graves y duras calumnias, que Dios le ayudó a sobrellevar con alegría, con
sentido sobrenatural, y con una alta dosis también de respeto por la
libertad ajena.
En
los primeros años fundacionales, había sentido ya la amargura de la
incomprensión. Lo dejó escrito, con visión de futuro, en 1932:
Comprensión, pues, aunque a veces haya quienes no quieran comprender: el
amor a todas las almas os ha de llevar a querer a todos los hombres, a
disculpar, a perdonar. Debe ser un amor que cubra todas las deficiencias
de las miserias humanas; debe ser una caridad maravillosa:
veritatem facientes in
caritate (Ephes., IV, 15), siguiendo la verdad
del Evangelio con caridad.
Tened en cuenta que la caridad, más que en dar, está en comprender. No os
escondo que yo estoy aprendiendo, en mi propia carne, lo que cuesta el que
a uno no le comprendan. Me he esforzado siempre en hacerme comprender,
pero hay quienes están empeñados en no entenderme. También por esto quiero
comprender a todos; y vosotros siempre debéis esforzaros en comprender a
los demás.
Con
espíritu de comprensión y con afán de verdad, he intentado escribir las
páginas que siguen. Por eso, aunque contienen forzosamente referencias a
equivocaciones y errores tremendos que cometieron personas de carne y
hueso, sus nombres no se citan, ante todo, por fidelidad a la persona que
las sufrió en su propia alma. El Fundador del Opus Dei, no sólo comprendió
y perdonó desde el primer momento, sino que, a la vez, prohibió a los
socios de la Obra que hablasen, ni siquiera entre ellos, de esos sucesos,
para no dar nunca ni la menor ocasión a posibles faltas de caridad. Les
indicó, además, que si personas ajenas a la Asociación planteaban el tema
en sus conversaciones, ellos debían limitarse a exponer la verdad con
sencillez, a aludir a que perdonaban, a olvidar, y a seguir trabajando sin
dar más importancia a dimes y diretes, por insidiosos que fueran.
No
era éste un consejo de circunstancias. El Fundador del Opus Dei había
inculcado desde siempre ese enfoque recio de la caridad. Antes de que
tuviese que sufrir en su carne mezquinas trapisondas y gravísimas
calumnias, su rica vida interior le había ido preparando para pasar por
encima, llevándolas con dolor, en silencio, sin una queja. Las
disposiciones de su alma habían quedado reflejadas, tiempo atrás, al
redactar algunos puntos de Camino, publicado en 1939:
Se
han desatado las lenguas y has sufrido desaires que te han herido más
porque no los esperabas.
Tu reacción
sobrenatural debe ser perdonar ‑y aun pedir
perdón‑ y aprovechar la
experiencia para despegarte de las criaturas
(Camino, 689).
Cuando venga el sufrimiento, el desprecio..., la Cruz, has de considerar:
¿qué es esto para lo que yo merezco?
(Camino, 690).
Conocí personalmente al Fundador del Opus Dei el 8 de, septiembre de 1960,
en el Colegio Mayor Aralar de Pamplona. Estábamos un centenar de
estudiantes. Uno le preguntó que cuándo se escribiría la historia de la
Obra, y podríamos conocer todo lo que había pasado antes de la aprobación
definitiva por la Santa Sede. Respondió con una metáfora que habla de
rosas Y espinas. Me quedó grabada la idea: a veces, las espinas hieren a;
que corta una rosa; pero prescinde del pinchazo, ante el aroma la belleza
de la flor.
Muchos años después he recordado esta imagen, al leer textos de Mons.
Escrivá de Balaguer sobre el buen espíritu de los socios de la Obra, que
no dejan albergar en el corazón más que sentimientos de amor, de
comprensión, de perdón sobrenatural. No obstante, a pesar de conocer
esa realidad, el Fundador insistiría en no hablar de esos momentos de la
historia del Opus Dei, porque ciertas anécdotas podrían provocar, sobre
todo en los más jóvenes, una reacción poco mesurada ‑limpia, pero llena
de ímpetu juvenil‑, que injustamente pudiera interpretarse como agresiva o
poco cristiana.
Realmente Dios quiso servirse de personas, convencidas de que luchaban por
una buena causa, para hacer que el Fundador del Opus Dei participase más
aún de la Cruz de Cristo ‑quien sufrió antes que nadie la persecución y la
calumnia de los buenos‑: a pesar de todo, el Señor escribiría derecho con
renglones torcidos.
El
16 de junio de 1974, en Buenos Aires, una madre de familia habló al
Fundador del Opus Dei de la vocación de sus hijos, que algunos no
entendían. Mons. Escrivá de Balaguer respondió con una pregunta: qué sería
de un cuadro si todo estuviera lleno de luz, y no hubiera sombras...
¡No habría cuadro! De modo que es conveniente que algunos no entiendan.
Además, cuando llegan a entender les da mucha vergüenza, y se hacen
santos.
Tenía experiencia personal desde 1929. Las incomprensiones se localizaban
una a una, porque la Obra entonces apenas era conocida. Pero todas tenían
idéntica raíz: un puro no entender el mensaje nuclear del Opus Dei, que
lleva la santidad al centro de la vida ordinaria. A muchos pareció locura,
como vimos. Otros, simplemente, se aferraban a los esquemas conocidos, que
son siempre válidos para los que tengan esa vocación. Si un muchacho
mostraba deseos de mayor compromiso en su vida cristiana, no tenía otro
camino que ingresar en un seminario o en un noviciado. No concebían que
también pudiera seguir en el mundo, pugnando por la santidad, sin cambiar
sus circunstancias familiares y profesionales.
Fue
después de 1939 cuando arreciaron las dificultades, especialmente en
Madrid y en Barcelona. El Fundador del Opus Dei, al principio, no quería
creer que estuviera ante una auténtica y tenaz campaña, pero las pruebas
adquirieron tal peso que no tuvo más remedio que rendirse ante la
evidencia.
Llegaron a intranquilizar la conciencia de los padres de los socios de la
Obra. Unas veces era en el confesonario. Otras yendo expresamente a
visitar a las familias. Como anécdota significativa de la novedad del
mensaje del Fundador del Opus Dei, don Amadeo de Fuenmayor relató lo que
sigue a un periodista, el día que falleció Mons. Escrivá de Balaguer: "Tal
vez porque hoy se cumple el primer aniversario de la muerte de mi madre,
me viene ahora al recuerdo algo que ella me refirió en el año 1941... Me
contó que una persona le acababa de visitar para advertirle que su hijo
estaba en peligro de condenación; y al preguntarle yo si le había
explicado el motivo de ese tan terrible parecer, dijo que a los socios del
Opus Dei nos tenían alucinados, porque nos hacían creer que se puede ser
santo en medio del mundo".
Aquella persona, que no conocía de nada a la madre de Amadeo de Fuenmayor,
fue a verla en Barcelona, con ocasión de un viaje que ella hizo desde
Valencia, donde vivía. Le dijo además que podía y debía disuadir a su hijo
Amadeo del camino que había emprendido, sin que fuera obstáculo la
circunstancia ‑que él probablemente alegaría‑ de que ya era mayor de edad.
Y le previno contra don Antonio Rodilla, Vicario general de la diócesis de
Valencia, porque "era de los suyos". El panorama quedaba así cerrado, pues
ella no podía acudir al Arzobispo ‑don Prudencio Melo y Alcalde‑ por ser
el prelado persona de edad avanzada.
"No
he de decir ‑concluye don Amadeo de Fuenmayor‑ el tremendo disgusto que
sufrió mi pobre madre, que tuvo que guardar cama durante varios días.
Después todo se aclaró para ella, por intervención de don Antonio Rodilla,
al que acudió en consulta, trocando su disgusto en alegría grande, porque
su hijo había encontrado un camino de santidad en el mundo".
Muchos padres y madres lloraron. Les anunciaban efectivamente que sus
hijos estaban en una cosa herética, y que se iban a perder. Todo, porque
no comprendían el alcance de la predicación del Fundador del Opus Dei
acerca de la llamada universal a la santidad. Muchos años después, al
comenzar el curso 1970‑71, lo recordaría el Cardenal Bueno Monreal,
Arzobispo de Sevilla, a los estudiantes del Colegio Mayor Universitario
Guadaira. Les definió el Opus Dei como un fenómeno espiritual nuevo en la
vida de la Iglesia: "Esta misma novedad ‑se lee en una crónica de la
prensa Sevillana de aquellos días‑ fue lo que provocó, hace años, la
incomprensión de algunas personas, que no comprendieron su carácter laical
eminentemente apostólico y sobrenatural".
El
propio don Antonio Rodilla manifiesta ahora: "Fue perseguido, acusado
falsamente y calumniado en público. Yo mismo tuve que deshacer embustes
entre Prelados y Consiliarios nacionales de A.C.
"Había ferocidad y pertinacia en la persecución. No oí calumnias ni
acusaciones contra su vida privada, pero sí respecto de sus actuaciones
apostólicas, cuyos fines se consideraban aviesos, y acerca de su
ortodoxia.
"En
el noviciado de una benemérita Congregación de religiosas se le presentó
como el anticristo, y se dijo y repitió por muchos, en muchos ámbitos
religiosos, que se trataba de una nueva herejía.
"(...) Se amañaba una anécdota mezclando datos verdaderos y evidentes con
otros inventados e irritantes. Producida la irritación, necesitaba ésta
cebarse hasta la ceguera y corría como un incendio forestal no sólo entre
resentidos, siempre hambrientos de morder, sino entre los más sensibles
contra las injusticias, y malos con buenos se unían contra el inocente
calumniado: don Josemaría y su Obra eran una organización secreta,
clandestina y herética".
Una
de estas habladurías se centró sobre la Residencia de estudiantes en la
calle de Jenner. Corrió la voz por Madrid de que su oratorio estaba lleno
de signos cabalísticos. Simplemente sucedía que en la parte central de un
friso sobre el altar, estaba grabado aquel verso de un himno litúrgico:
Congregavit ríos in unum Christi amor. En los laterales del friso se había
puesto una frase de los Hechos de los Apóstoles: Erant autem perseverantes
in doctrina Apostolorum, in communicatione fractionis panis, et
orationibus (Act., 11, 42). Las palabras iban separadas por símbolos
eucarísticos y litúrgicos: los panes, la espiga, la vid, el lumen, la
paloma, la cruz... Éstos eran los signos cabalísticos y jeroglíficos.
Otra historia que dio que hablar fue la del oratorio elíptico en la casa
de la calle Diego de León. El P. Severino Álvarez, dominico, Decano de la
Facultad de Derecho Canónico del Angelicum de Roma, contaba en 1950 que
tiempo atrás se había recibido en el Santo Oficio una denuncia contra el
Opus Dei, en la que entre otras cosas, se indicaba que el oratorio de un
centro que tenía en Madrid era elíptico. El Maestro General de los
Dominicos, aprovechando que el P. Severino venía a España, le encargó que
viera personalmente qué tenía de malo el oratorio en cuestión. El P.
Severino se presentó en Diego de León y lo examinó con todo detalle.
Comentaba, medio indignado, medio riéndose, qué podía tener de malo aquel
oratorio, instalado en un salón de planta en cierto modo parecida a una
elipse, la habitación más digna y más capaz de la antigua casa de la
familia López Puigcerver.
Todos los testigos coinciden en que la reacción del Fundador del Opus Dei
fue siempre sobrenatural. Ofrecía su Misa por los que le calumniaban, y
animaba a los socios de la Obra a que hicieran por ellos mortificaciones
duras, incluso, corporales. Ni una palabra de falta de caridad ‑expone don
José Luis Múzquiz‑ se escapó de sus labios: era verdaderamente heroico,
pues sufría mucho, porque a su labor apostólica intensísima se unía este
peso de la contradicción de los buenos.
En
1941, la contradicción se hizo especialmente aguda en Barcelona. Un buen
grupo de chicos iba por el Palau, un pequeño piso en la calle Balmes,
cerca de la de Aragón, alquilado por Alfonso Balcells, quien, aunque no
había pedido la admisión en el Opus único con la carrera terminada.
A
pesar de que por aquellos días no debían pasar de media docena los que en
Barcelona habían pedido la admisión en el Opus Dei ‑todos aún
estudiantes‑, se armó mucho ruido contra la Obra. En una ocasión, don
Pascual Galindo, sacerdote amigo del Fundador, fue a la Ciudad Condal y
estuvo en el Palau. Al día siguiente celebró Misa en un colegio de monjas
situado en la esquina de la Diagonal y la Rambla de Cataluña. Le
acompañaron algunos del Palau, que asistieron a Misa y comulgaron. La
Superiora y alguna otra monja allí presente quedaron muy edificadas por la
piedad de esos jóvenes estudiantes, y les invitaron a desayunar con don
Pascual Galindo. En pleno desayuno don Pascual dijo a la Superiora: "Estos
son los herejes por cuya conversión me pidió usted que ofreciera la Misa".
La pobre monja ‑recuerda uno de ellos‑ a poco se desmaya: le habían hecho
creer que éramos una legión numerosísima de verdaderos herejes y se
encontró con que éramos unos pocos estudiantes corrientes y molientes que
asistíamos a Misa con devoción y comulgábamos".
En
la Universidad eran tachados de herejes en público. Se les calificaba como
gente rara. Pero su comportamiento era en todo normal, sin una palabra de
queja o de amargura. Seguían el ejemplo y el consejo del Fundador:
callaban, trabajaban, sonreían, perdonaban. Y veían todo aquello como algo
providencial, que Dios haría fructificar para bien. Rafael Termes,
entonces director del Falau, dio una gran alegría al Fundador, al
escribirle desde Barcelona que podía estar tranquilo con ellos, pues ni
una palabra de falta de caridad se había escapado de sus labios.
Aunque en el Palau no había oratorio, se había puesto una cruz de palo,
como esa cruz de madera negra, sin brillo y sin imagen del Crucificado,
descrita en 1934 en Consideraciones Espirituales:
Dei,
quiso facilitar la gestión, porque era el
Cuando veas una pobre Cruz de palo, sola,
despreciable y sin valor... y sin crucifijo, no olvides que esa Cruz es tu
Cruz: la de cada día, la escondida, sin brillo y sin consuelo..., que está
esperando el Crucifijo que le falta: y ese Crucifijo has de ser tú.
Se
difundió por Barcelona que se crucificaban en esa pobre cruz, que había
unos estudiantes que hacían ritos sangrientos en la calle Balmes.
A
don Josemaría le dolió una vez más esta absurda afirmación. Pero su
prudencia le llevó a hacer sustituir esa cruz por otra muy pequeña: Así
no podrán decir -bromeó- que nos crucificamos, porque no cabemos.
Fray José López Ortiz corrobora que el Fundador del Opus Dei, ante esos y
otros ataques y enredos, lo pasó mal, pero "no sufría por su persona, sino
por el Señor, por la Iglesia, por la Obra y por las almas. A él
personalmente no le importaba ni su honra ‑con tanta calumnia encima‑, ni
su prestigio, ni su fama, ni nada: era ejemplarmente humilde".
La
situación llegó a extremos de tal gravedad que no podía ir por Barcelona,
pues corría el riesgo de ser detenido. A pesar de todo, hizo algún viaje
desde Madrid, en avión, regresando en el día, para no tener que alojarse
en ningún hotel. Su billete iba a nombre de Josemaría E. de Balaguer, a
fin de no poner en marcha a la policía, pues se le conocía más como P.
Escrivá. Le había dado este consejo el Nuncio, Mons. Cicognani.
Era
entonces Gobernador civil de Barcelona Correa Veglison. Años después, el
doctor Balcells le habló de aquel viaje: "Me alegro ‑dijo Correa‑ de no
haber sabido que fue entonces Monseñor Escrivá a Barcelona: tales eran las
cosas que decían de él que hubiera enviado la policía al aeropuerto a
detenerlo".
En
aquella época, la Abadía de Montserrat era uno de los centros más
importantes de espiritualidad en toda España. Afortunadamente, don Aurelio
M. Escamé, Abad‑Coadjutor de Montserrat, se dirigió al Obispo de Madrid
pidiéndole información sobre el Opus Dei. La respuesta de don Leopoldo
Eijo y Garay al Abad Escarré lleva fecha del 24 de mayo de 1941: "Ya sé el
revuelo que en Barcelona se ha levantado contra el Opus Dei. Bien se ve la
pupa que le hace el enemigo malo. Lo triste es que personas muy dadas a
Dios sean el instrumento para el mal; claro es que putantes obsequium se
praestare Deo ". Don Leopoldo añade que sabe todo sobre la Obra, porque
"desde que se fundó en 1928 está tan en manos de la Iglesia que el
Ordinario diocesano, es decir, o mi Vicario General o yo, sabemos, y
cuando es menester dirigimos, todos sus pasos; de suerte que desde sus
primeros vagidos hasta sus actuales ayes resuenan en nuestros oídos, y...
en nuestro corazón. Porque, créame, Rmo. P. Abad, el Opus es
verdaderamente Dei, desde su primera idea y en todos sus pasos y
trabajos".
En
su carta, el Obispo de Madrid se detiene en la descripción de las virtudes
sacerdotales ‑incluida la extrema docilidad a su prelado‑ del Fundador del
Opus Dei, y sale al paso de la específica calumnia relativa al secreto de
la Obra: "La asociación secreta, que dicen los denigradores, no ha nacido
sino con la bendición de la autoridad diocesana, y no da paso de alguna
importancia sin pedirla, amén de la aprobación". La discreta reserva
‑nunca secreto‑ que el Dr. Escrivá inculca es "el antídoto contra el
faroleo, la defensa de una humildad que él quiere que sea colectiva, no
sólo individual". "No merece más que alabanzas el Opus Dei ‑concluye don
Leopoldo‑; pero los que lo amamos no queremos que se lo alabe, ni se lo
pregone", porque su único afán es "trabajar calladamente, con humildad,
con alegría interna, con entusiasmo apostólico que no se desvirtúe,
precisamente porque no se desborda en ostentaciones".
Esta carta tuvo gran importancia, pues varias familias encontraron apoyo y
consuelo en Montserrat, y pudieron tranquilizar sus conciencias. El Rector
del Seminario de Barcelona, Vicente Lores, que envió el 11 de julio de
1941 un extenso escrito sobre el Opus Dei a Mons. Díaz Gómara, Obispo
Administrador apostólico de Barcelona, acompañaba su informe con una copia
de esa, para él, "carta definitiva": "Su lectura desvanece todo género de
duda en los más exigentes".
Entretanto, en Madrid iba alcanzando su punto de máxima gravedad la
calumnia que tachaba a los socios de la Obra de masones. A pesar de lo
absurdo de esta calumnia, llegaron a denunciar al Fundador ante el
Tribunal de Represión de la Masonería.
Acusaban al Opus Dei de ser "una rama judaica de los masones", o "una
secta judaica en relación con los masones". El general Saliquet,
Presidente del Tribunal, puso punto final a la historia. Cuando le
hablaron de los socios del Opus Dei como ciudadanos y cristianos
corrientes que no se diferenciaban en nada de sus colegas, como gente
limpia, honrada y trabajadora, de vida casta..., preguntó: ‑¿Pero viven la
castidad? Le dijeron que sí, y él contestó: ‑Entonces no hay que
preocuparse: si viven la castidad, no son masones, pues no conozco masones
que sean castos. Y dio carpetazo al expediente.
No
obstante, todo aquello había hecho sufrir también al Fundador del Opus Dei.
El P. Sancho, O.P., refleja que un día, al terminar su clase en Diego de
León, 14, subió al cuarto de trabajo de don Josemaría, junto al oratorio,
y lo encontró muy apenado. Mons. Escrivá de Balaguer le explicó que habían
hecho unas denuncias de que somos masones, y le hizo notar que el posible
motivo de la calumnia no podía ser más que la naturalidad con que vivían
los socios del Opus Dei, fieles corrientes, ciudadanos como los demás, que
no pregonaban su dedicación interior a Dios en la Obra, entonces en
gestación jurídica dentro de la Iglesia.
El
P. Sancho le consoló como pudo. Se daba cuenta de las graves consecuencias
que una acusación de ese estilo podía tener en aquel momento de la vida
española. "Ese día ‑anota también‑ en que el Padre estaba tan dolido
después de toda aquella noche de sufrimiento y oración, destacaba su
espíritu sobrenatural. Él siempre lo llevaba todo a Dios, siempre; y
ofrecía al Señor sus sufrimientos con serena alegría".
Y
don Antonio Rodilla añade: "No habría sido cabal prueba si él no hubiese
sentido el dolor y la vergüenza de arañazos y mordiscos y bofetones y
salivas. Los sintió y es posible que le arrancaran lágrimas y dieran
zozobras, pero no perdió un instante el amoroso abrazo a su cruz ni el
amor a sus perseguidores".
En
medio de estas duras pruebas, no le faltó el aliento y el consuelo de la
fidelidad de los socios de la Obra. Pero también muchas otras personas
supieron estar junto a él, con visión sobrenatural y lealtad humana. Como
certifica el P. Sancho, "gracias a Dios que todos los obispos, todos, se
pusieron de su parte; especialmente le quería y le bendecía con
predilección el Obispo de Madrid, don Leopoldo Eijo y Garay".
Es
justo subrayar ‑con el P. Sancho‑ la firme y clara actitud que adoptó en
todo momento don Leopoldo Eijo y Garay.
Siempre difundió ideas semejantes a las que en mayo de 1941 comunicaba al
Abad Escarré.
Monseñor Castán, entonces obispo auxiliar de Tarragona, supo por don
Leopoldo que un día fue una comisión a hablar con él para acusar y
denunciar al Opus Dei, sugiriéndole que interviniera contra la Asociación
y contra su Fundador. Don Leopoldo les dejó hablar y luego apostilló
tajantemente que había actuado directamente y con pleno conocimiento de
causa en su aprobación. Mons. Castán recuerda con certeza unas palabras
textuales que el obispo de Madrid pronunció en esa ocasión: "Esa criatura
ha nacido en estas manos".
El
P. Carlos Calaf, operario diocesano, relata otra anécdota semejante, que
localiza en 1940. El propio don Leopoldo se la contó. El día de la
Procesión del Corpus iba a su derecha, llevando una barra del Palio, un
joven que había dicho alguna cosa menos conveniente contra el Opus Dei; y,
"aun llevando el Santísimo en la mano ‑me decía el Patriarca‑, me dirigí a
él y le dije: mira. por lo que más vale en el mundo y lo que más estimo,
que es Jesús Sacramentado, no ataques, no digas nada en desdoro de esa
Obra, que la quiero como a la niña de mis ojos".
Hace mucho tiempo, muchísimo
‑evocaría el propio Fundador del Opus Dei‑, cuando vivía en Lagasca,
una noche, estando ya acostado y empezando a conciliar el sueño ‑cuando
dormía, dormía muy bien; no he perdido el sueño jamás por las calumnias,
persecuciones y trapisondas de aquellos tiempos‑, sonó el teléfono. Me
puse y oí: Josemaría...Era don Leopoldo, entonces obispo de Madrid.
Tenía una voz muy cálida. Ya muchas otras veces me había llamado a esas
horas, porque él se acostaba tarde, de madrugada, y celebraba la Misa a
las once de la mañana.
Qué
hay?, le respondí. Y me dijo:
ecce Satanas expetivit vos ut cribraret sicut triticum (Le., XXII, 31).
Os removerá, os zarandeará, como se zarandea al trigo para cribarlo. Luego
añadió: yo rezo tanto por vosotros... Et tu... confirma filios tuos!
Tú, confirma a tus hijos. Y colgó. ¿Bonito, verdad?
Para más de uno, la actitud del Patriarca no acababa de tener explicación.
Lo consideraban un obispo de corte tradicional,
proclive a la estima de un "clero serrano,
escalafonado, rural", que "amparaba decisivamente una experiencia como la
del Opus Dei, de signo contrario". Así lo esboza el P. Federico Sopeña en
su libro Defensa de una generación. El P. Sopeña cita también una anécdota
que debió tener amplia difusión por los años cuarenta: el Patriarca, antes
de dar la comunión a un conocido seglar, le dijo con decisión: "quien
critica al Opus Dei, critica al Patriarca".
El
25 de junio de 1944 don Leopoldo Eijo y Garay confirió el sacramento del
Orden a los tres primeros sacerdotes del Opus Dei. Ese día fue a almorzar
a Diego de León, 14, y después estuvo charlando con un buen grupo de
socios de la Obra que habían venido de otras ciudades a la ordenación. Les
confió que, en algún momento, había temido que reaccionaran con violencia
o con faltas de caridad, pero se quedó muy tranquilo un día, cuando don
Álvaro del Portillo le dijo, mirando el crucifijo:
‑;No! Les perdonamos y además les agradecemos todo. Por qué se ha de
enfadar el enfermo con el bisturí, y más si el bisturí es de platino?
Don
Álvaro del Portillo había aprendido del Fundador a perdonar, a contemplar
en todo aquello la mano de Dios, que quería purificarle a él y al Opus Dei.
"¡Cuánto debe a sus perseguidores!", exclama don Antonio Rodilla: le
empujaban a la oración, a la humildad, a la mortificación, a la más
heroica caridad, a la formación sobrenatural de los socios del Opus Dei.
Les
enseñó ‑con su ejemplo y su palabra‑ a perdonar desde el primer momento a
los obcecados detractores. Cuando alguien le daba noticia de una nueva
falsedad ‑y eso ocurría a menudo varias veces al día‑ lo primero que hacía
era invitarle a rezar un Padrenuestro o un Avemaría por quien le había
calumniado. Para referirse a ellos, y a su conducta, empleaba siempre una
expresión significativa, que compendiaba su reacción sobrenatural: era la
contradicción de los buenos, que obraban putantes obsequium se
praestare Deo, creyendo que prestaban un servicio a Dios.
"Jamás le vi una reacción de rencor ‑confirma por su parte el dominico P.
Sancho‑. No era él hombre para eso, sino para comprender, perdonar y
olvidar. Reaccionaba siempre sobrenaturalmente y con mucha mansedumbre".
Fray José López Ortiz marca la misma idea: "Sufría mucho, porque él tenía
un espíritu muy grande y abierto, un corazón magnánimo".
Muchos años después, en Buenos Aires, Mons. Escrivá de Balaguer aludiría
de pasada a aquellos momentos tremendos de los años cuarenta:
Poned siempre el signo más, que es la Cruz, la adición. De esa manera
atraeréis, no repeleréis. ¿Y si os insultan? Más que a mí, me parece que
no: ...;como un trapo! Llegó un momento en el que tuve que ir una noche al
Sagrario, allí, en Diego de León, a decir: Señor ‑y me costaba, me costaba
porque soy muy soberbio, y me caían unos lagrimones...‑, si Tú no
necesitas mi honra, yo ¿para qué la quiero?
El
Fundador del Opus Dei, que tenía también en lo humano una gran
sensibilidad, no pudo dejar de sentir el peso de tanta basura amontonada
sobre él. Perdonó y ayudó a perdonar a todos, desde el primer momento.
Pero los que estaban cerca de él, no olvidan que, por los años 1940 y
1941, había a veces días tan duros que, al atardecer, no podía
literalmente sostenerse en pie, porque el cuerpo se le rendía. Se le veía
agotado, por el trabajo constante ‑tenía fuerzas para impulsar la labor
del Opus Dei por toda España, como si no pasara nada: era el motor del
apostolado, empujando a los socios de la Obra, y haciendo continuos viajes
a muchas ciudades del país‑, y porque le daban mucha pena las posibles
ofensas que se hacían a Dios, y la confusión que se sembraba en tantas
almas. De sí mismo se olvidaba, y por eso estaba feliz y alegre, con su
buen humor habitual, y su sonrisa de siempre.
El
27 de junio de 1975, en La Vanguardia Española de Barcelona, Alfonso
Balcells Gorina, testigo de excepción de las dificultades en aquella
ciudad, redactó a vuelapluma: "Cuando al principio de los años cuarenta
hubo en Barcelona incomprensiones y calumnias, nos enseñó el amor a la
libertad y el respeto a la libertad de todos, y quiso que en el Colegio
Mayor Monterols la inscripción Veritas liberabit vos presidiera su
oratorio. Años antes de nuestra guerra, en la primera residencia de
estudiantes, en Madrid, como luego en tantas otras, hizo poner en lugar
visible el Mandatum novum: `amaos los unos a los otros...' para que
quedara bien grabado en la mente de todos que el espíritu de aquella casa
y del Opus Dei parte de una pedagogía de amor".
El
Fundador del Opus Dei, maltratado, nunca dejó de sentirse feliz en medio
del dolor. Sobrellevó todo con gran comprensión y cariño, sin una palabra
de queja, saboreando en su oración el lesus autem tacebat, el silencio del
Hijo de Dios ante Herodes.
A
don Miguel Sancho Izquierdo, su maestro de Derecho natural en la
Universidad de Zaragoza, le impresionó siempre esta actitud silenciosa de
Mons. Escrivá de Balaguer: mientras nunca defendió su propia honra
‑observa‑, siempre salió en defensa de la Iglesia y del Vicario de Cristo
cuando alguien conculcaba su buen nombre.
Fueron años duros
‑escribía para los socios del Opus Dei en 1961 su Fundador‑ porque esas
calumnias las hacían llegar hasta lo más alto de la Iglesia, sembrando
desconfianzas y recelos hacia la Obra. Yo (...) callaba y rezaba. Pero es
lógico que ahora ‑cuando ya han desaparecido bastantes de esas personas
que tanto daño pretendían hacer, quizá pensando obsequium se praestare
Deo (lo., XVI, 2), que hacían un servicio a Dios; y otras, abriendo los
ojos, han cambiado de criterio‑ os diga, por lo menos, que existieron esas
contradicciones.
Sin
embargo, ni aun entonces quiso que los socios y asociadas que no las
habían vivido, conocieran esas páginas de la historia del Opus Dei, para
que, ni remotamente, pudiera nacer en sus corazones un resentimiento o
un desamor, hacia quienes voluntaria o involuntariamente hayan sido causa
de alguno de los sufrimientos, que hemos tenido que padecer.
Hasta el fin de sus días sobre la tierra dio
ejemplo de corazón grande, capaz de perdonar sin reservas:
En
la Santa Misa me acuerdo de pedir no sólo por mis hijos, por mis padres y
mis hermanos, por los padres y los hermanos de mis hijos, sino también por
los que están en la tierra y desean molestarnos, y por los que nos han
calumniado y ya han ido a rendir cuentas al Señor. Digo: Señor, yo los
perdono para que Tú los perdones y para que perdones nuestros pecados. Te
ofrezco sufragios por sus almas: los mismos que te ofrezco por mis hijos,
y por mis padres, y por los padres de mis hijos. ;Todos igual!
El
Señor está contento, y también yo me quedo muy tranquilo. Lo mismo os
aconsejo a vosotros: no queráis mal a nadie, nunca. Criar mala sangre sólo
lleva a desgracias, ¿y cómo vamos a ser desgraciados, si somos hijos de
Dios? Hay que saber perdonar.
Después, si alguno os dice que es heroísmo, os reís. Es una cosa
estupenda. ¿Acaso no nos perdona Dios cuando le ofendemos? ¿Cómo no vamos
a perdonar nosotros?
A
pesar de esta generosa actitud ‑no exenta de cristiana elegancia, de buen
sentido del humor‑, al Fundador del Opus Dei le dolió en carne viva la
grave contradicción, que apenas; queda aquí apuntada.
Quizá lo comprenderán mejor quienes vieron, por la pequeña pantalla, las
imágenes filmadas el 23 de junio de 1974 en c Teatro Coliseo de Buenos
Aires. Una viuda le habló de su hijo único, sacerdote, y Mons. Escrivá de
Balaguer seguía sus palabras con una sonrisa amplia, acogedora. Su
expresión alegre se fue transformando en gesto serio, preocupado, cuando
esa madre ‑en su rostro se notaban las huellas de un profunda dolor‑ le
contó entre sollozos que la vocación de su hijo se desviaba del buen
camino.
Ese
corazón grande y apasionado, que tan fácilmente se identifica con el
sufrimiento ajeno, padeció lo indecible en los años cuarenta, porque las
tremendas injusticias que sufrió ofendían a Dios, confundían a muchas
personas y empecataban el alma de quienes las cometían. El Fundador del
Opus Dei, que sabía querer, calló, perdonó y rezó, quitando importancia a
su heroísmo: si alguno os dice que es heroísmo, os reís...
Surgía también aquí un rasgo característico de su personalidad ‑distraer
la atención de su persona, para centrarla en Dios‑, que reflejaba la
objetividad propia de la humildad cristiana que vivía. Evidentemente,
ofrecer iguales sufragios por los que nos han querido que por los que nos
han hecho daño resulta insólito, desproporcionado, heroico. Pero, a quien
se comporta así, porque de veras trata de vivir el Evangelio, le parece
poca cosa, apenas nada, pues su alma fiel no deja de comparar ese esfuerzo
con el Sacrificio divino de Cristo en el Calvario.
Jesucristo muere en la Cruz para redimir a la humanidad entera. Su amor,
que nos gana la libertad de la gloria de los hijos de Dios, exige
inequívocamente que perdonemos siempre y en todo, aunque humanamente se
nos haga duro, difícil de entender y de vivir. Pero el cristiano lo puede
todo con la gracia divina. Los brazos abiertos de Jesús en el Madero ‑con
gesto de sacerdote eterno, en expresión querida al Fundador del Opus Dei,
que tan de cerca sintió la Cruz durante la contradicción de los
buenos‑, le ayudaron a sobrellevar con garbo su tremendo peso,
objetivamente duro, agotador, difícil de comprender, incluso al cabo de
los años.

Capítulo Octavo. La libertad de los hijos de Dios
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"Una de las cosas que más me ha emocionado al conversar con Monseñor
Escrivá de Balaguer, aparte de su calor humano, de su entusiasmo y su
sentido sobrenatural, es su amor a la libertad", afirmó en La Libre
Belgique, Mons. Onclin, pocos días después del fallecimiento del Fundador
del Opus Dei. El Decano de la Facultad de Derecho canónico de Lovaina
glosaba su espíritu de libertad, "palabra que nunca pronunciaba sin añadir
otra: responsabilidad". Y añadía una idea central, tantas veces reiterada
por Mons. Escrivá de Balaguer: sin libertad, no se puede amar a Dios.
En
la historia de España, Aragón ha sido siempre tierra de libertades. Antes
de la Carta Magna inglesa, ya conocía la tradición del habeas corpus. Su
Justicia Mayor escribió páginas gloriosas y trágicas en la historia
española. Pero no parece telúrico el sentido de la libertad que tuvo Mons.
Escrivá de Balaguer ni el amor que le profesó y que comenzó a vivir en el
hogar de sus padres. Sus raíces son más profundas, más cristianas.
Proceden de su honda meditación sobre la Cruz, quizá de la mano de San
Pablo: la criatura ha sido libertada "de la servidumbre de la corrupción,
para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios" (Rom.,
VIII, 21). Dios es nuestro Padre, que es Espíritu, y "donde está el
Espíritu del Señor está la libertad" (2 Cor., III, 17). Sin libertad, no
puede amarse a Dios, precisamente porque los cristianos han sido "llamados
a la libertad" (Gal., V, 13).
Un
periodista colombiano, Javier Abad Gómez, manifestó t_ I 30 de junio de
1975 en El Tiempo, de Bogotá: "Me impresionó, sobre todo, su amor a la
libertad. No conoció jamás el fanatismo. Con un respeto enorme a la
conciencia personal de cada uno, hallaron cabida en su corazón magnánimo
no sólo los que pensaban como él, sino también los que opinaban y actuaban
de: manera muy diferente a la suya. Lo recordarán ahora hombres de letras
y obreros, intelectuales y campesinos, de las más diversa religiones y de
las más contradictorias opciones ideológicas"
No
era efímero el fundamento de su amor por la libertad Sentía dentro de sí,
con toda su fuerza, el profundo y única; carácter liberador de la Cruz
redentora. Lo sintetizaba en una frase muy clara, muy gráfica, y muy
verdadera: cada alma vale toda la sangre de Cristo. El 22 de
octubre de 1972, en el salón de actos de Tajamar (Madrid), una mujer le
presentaba el problema de la angustia de algunos padres cuando tienen que
enfrentarse con hijos que les reclaman de un modo violento e insolente
libertad e independencia de la vida de familia. Mons. Escrivá de Balaguer
le dio un criterio general, pero le recomendó consultar el caso concreto:
Para darte un consejo apropiado necesitaría más datos. Yo querría hacer un
traje a la medida. Amo mucho a las almas. Cada alma vale toda la sangre de
Cristo.
Empti enim estis pretio magno, dice San Pablo (I Cor., VI, 20). Estáis
comprados ‑cada uno de nosotros‑ a un gran precio, el precio de toda la
sangre de Jesucristo. Por eso, yo no te puedo dar un específico: quiero
hacer una receta especial, para cada uno de tus hijos; ni siquiera para
todos juntos. Consulta el caso, y verás que, rezando, las madres podéis
tanto en la presencia de Dios. Rezando, sacarás a los hilos adelante y
pasará esta pequeña tormenta.
Como antes en España y en Portugal, desde que se trasladó a Roma en 1946
continuó haciendo un apostolado personal intensísimo. Aunque su lema era
ocultarse y desaparecer, empezó enseguida a recibir en la Ciudad
Eterna a gentes que acudían, desde todas las partes del mundo, a pedirle
un consejo, a contarle sus penas o sus alegrías. Para todos tenía el
bálsamo de su caridad, la luz de la doctrina y el empuje de su palabra
sacerdotal.
En
1948 comenzaron sus correteos apostólicos por casi toda Europa y
fueron surgiendo nuevos apostolados, que planeaba e impulsaba, a veces
personalmente. Además, al mismo tiempo que el Opus Dei se desarrollaba por
otros continentes bajo su mirada vigilante, desde el fin de los años
cuarenta empezó a recibir en Roma a grupos, cada vez más nutridos,
integrados por hombres o mujeres que llegaban de las más diversas
naciones.
En
los últimos años de su vida, Mons. Escrivá de Balaguer sintió la necesidad
de hacer una catequesis con grupos más numerosos. Para llevarla a cabo,
antes había cruzado Europa; ahora seguirá con esta labor, recorriendo,
además, muchas naciones de América. Gentes de muy distintas profesiones,
ambientes, razas y lenguas, le escucharon. Fue necesario habilitar lugares
amplios ‑gimnasios, explanadas, hasta teatros- acoger a todos. Cuando las
reuniones eran más numerosas, no se perdía por eso el ambiente acogedor:
había espontaneidad en preguntas y respuestas, tono de familia, casi de
confidencia, un respeto extremado a la intimidad de cada persona. Lo
resumió una conocida figura de la vida intelectual y universitaria
española, Enrique Gutiérrez Ríos, en el ABC de Madrid: "Aunque hablara a
una gran concurrencia, siempre la persona estaba en primer plano ‑cada
persona, concreta, única, insustituible‑. Decía que, en lo espiritual,
cada criatura requiere una asistencia concreta, personal; que ¡no pueden
tratarse las almas en masa!".
Al
Fundador del Opus Dei le dolía cualquier intento de masificar al ser
humano. Saboreaba las palabras de la Escritura: Redemi te, et voeavi te
nomine tuo; meus es tu. El Señor nos ha elegido a cada uno llamándonos por
nuestro nombre. Meus es tu: eres mía. La respuesta tiene que ser también
personal: Ecce ego quia vocasti me, aquí estoy respondiendo a tu llamada.
Por eso rechazaba la tendencia al anonimato, especialmente en las
relaciones del hombre con Dios. Como recogió en L'Osservatore Romano
Giuseppe Molteni, todo su apostolado era un poner al cristiano cara a cara
con Cristo: ¡Siempre, Cristo, que pasa! Cristo, que sigue
pasando por las calles y por las plazas del mundo, a través de sus
discípulos, los cristianos. La predicación de Mons. Escrivá de
Balaguer podría resumirse en esa permanente invitación al encuentro
personal con Dios: en los sacramentos, en la oración, en la vida ordinaria
‑que debía ser vida de fe, vida de oración‑, en la lectura amorosa del
Evangelio, sintiéndose un personaje más, que participa por entero de cada
escena, lejos de todo anonimato.
Más
de una vez propuso el ejemplo del valiente que, metido entre la
muchedumbre, es capaz de tirar una piedra contra l a vidriera maravillosa
de una catedral ‑una joya espléndida, que pertenece a todos, solía
añadir‑, y no reconoce: ‑¡He sido yo! Se refugia en el anonimato, es un
cobarde... El ejemplo se aplicaba a la cobardía del alma que no se atreve
a ir sola a encontrar a Dios a lo largo de la jornada, sin hacer cosas
raras, sin menear los labios, sin ruido de palabras, buscando a Dios,
Padre, Hijo y Espíritu Santo, en el centro de nuestra alma, en medio de
nuestro corazón, porque allí está si no le echamos (Tajamar, 1 de
octubre de 1967).
Múltiples consecuencias prácticas tuvo esta viva conciencia de la dignidad
y la libertad de la persona humana.
Para ayudar a una sola alma estaba dispuesto a los mayores sacrificios: a
levantarse de la cama ‑con 39° de fiebre‑ para ir a confesar; a recorrer
cientos de kilómetros, como al final de lo, años treinta, para ir desde
Burgos a Andalucía, en los trenes de entonces, sin dinero para acabar el
recorrido, ni para comer; a predicar, aunque sólo hubiera una persona.
(Así se ha hecho siempre en el Opus Dei. Pero el Fundador fue por delante.
Por ejemplo, en julio de 1935 empezó una clase semanal de formación para
una sola persona: Álvaro del Portillo. Luego fueron dos, cuando, a finales
de ese mes, se incorporó a la clase José María Hernández de Garnica. De
este modo práctico quedaba patente el valor de cada alma).
Este afán apostólico iba unido inseparablemente al fomente: de la
libertad. Precisamente porque abominaba del anonimato, promovía la lucha
personal, los caminos personales de cada uno hacia Dios. No era amigo de
encorsetamientos, ni de recetas generales. No cuadriculaba la vida
interior. Dejaba que el Espíritu Santo hiciera su labor dentro de cada
alma. Insistía, con ocasión y sin ella, en que el único modelo es Cristo,
perfecto Dios, perfecto Hombre. Evitaba cuidadosamente cualquier otro
mimetismo, sobre todo si era a él a quien querían imitar. Ni siquiera los
socios del Opus Dei tenían que imitarle. Lo subrayaba una vez más el día
de San José de 1975. El texto ha sido ya citado, pero vale la pena
releerlo, con este prisma de libertad. El Fundador del Opus Dei recordaba
las dificultades de los comienzos:
¿Qué buscaba yo?
Cor Mariae Dulcissimum, ¡ter para tutum! Buscaba el poder de la Madre
de Dios, como un hijo pequeño, yendo por caminos de infancia. Acudí a San
José, mi Padre y mi Señor. Me interesaba verlo poderoso, poderosísimo,
jefe de aquel gran clan divino, y a quien Dios mismo obedecía: erat
subditus illis! Acudí a la intercesión de los santos con simplicidad,
en un latín morrocotudo pero piadoso: Sanete Nicoláe, ¡curam domus age!;
y a la devoción a los Santos Ángeles Custodios, porque fue un 2 de octubre
cuando sonaban aquellas campanas de Santa María de los Ángeles, una
parroquia madrileña junto a Cuatro Caminos... Acudí a los Santos Ángeles
con confianza, con puerilidad, sin darme cuenta de que Dios me metía
‑vosotros no tenéis por qué imitarme, ¡viva la libertad!‑ por caminos de
infancia espiritual.
Difundió entre los hombres de nuestro tiempo virtudes y devociones
cristianas de siempre: Cristo, María y José ‑la trinidad de la tierra
llamaba a la Sagrada Familia, como medio para llegar antes a la Santísima
Trinidad‑, el Papa... Santa Misa, oración, mortificación, trabajo...
Confesión y Eucaristía... Le emocionaba rezar con las oraciones de los
primeros cristianos, las mismas que utilizarán también los cristianos en
los próximos siglos. Pero no imponía nunca nada: tenía una extremada
delicadeza para distinguir entre lo establecido por la Iglesia, y lo
recomendado o simplemente alabado por Ella. Cuando daba un consejo
‑siempre personal‑, ponía buen cuidado para que quedase claro que era eso,
un consejo, que podía seguirse o no, pero de ningún modo obligaba en
conciencia. La claridad jurídica y el rigor teológico se daban la mano en
defensa de la libertad de las conciencias.
Le
encantaba la naturalidad, la espontaneidad del alma en su trato con Dios.
Quería que los hombres se dirigieran a Él con el mismo corazón, con las
mismas palabras, con que se habla a las personas queridas de la tierra.
Alguien le preguntó en mayo de 1974 cómo ofrecer las cosas a Dios cuando
uno se siente cansado. Y le contestó:
‑Pues díselo al Señor, así, con naturalidad, como se lo dirías a tu madre,
como me lo dices a mí personalmente...
Dentro de una familia nadie tiene por qué sentirse tímido:
‑Pues si no tendrías vergüenza de decírselo a tu madre de la tierra,
díselo a la Madre del Cielo: ¡Madre mía!, que me está costando mucho
levantar el corazón a tu Hijo, para ofrecerle las obras del día... ;Eso es
oración! Díselo como te dé la gana. Puedes rezar las oraciones vocales
acostumbradas, que tenemos todos los cristianos, que son maravillosas.
Pero además tú haces oración: eres alma contemplativa, como las del Opus
Dei; y hablas sin ruido de palabras, mientras estás en la calle, en la
comida, sonriendo a una persona, estudiando... Pues esto que me has
preguntado a mí, cuéntaselo a la Madre de Dios; y ya estás haciendo el
ofrecimiento.
Unas semanas después, volvería sobre la necesidad de dejar que el corazón
se muestre con libertad en la vida interior de cada alma. Le preguntaron:
‑¿Qué podemos hacer, Padre, cuando ‑a veces‑ el corazón se pone un poco
duro y no se enciende con las cosas de Dios?
‑Es la situación normal de una persona; tanto que, muchas veces, no somos
comprensivos con las gentes que son demasiado sensibles. Nos parecen
histéricas, y muchos no lo son. Cuando yo era sacerdote joven, me
fastidiaba ver esas viejas suspirando en un rincón de la iglesia, y ‑lo
digo para vergüenza mía‑pensaba: estos devocionarios hay que quemarlos,
están llenos de lágrimas... Ahora, de aquellos no quemaría ninguno;
quemaría todas estas cosas que no tienen un suspiro, que no tienen un
afecto. ¿Está claro Pues, hijo mío, yo estoy trabajando desde hace
cuarenta y siete años en el Opus Dei; y bastantes años antes sentí los
barruntos del amor de Dios. Él quería algo, y yo no sabía qué era. No voy
a descender a detalles que muchos aquí conocen perfectamente. Pero
habitualmente voy a contrapelo. Ahora estoy muy a gusto con vosotros.
Agradezco al Señor que me da esta alegría, que no es sensiblera; es amor,
es cariño. Hijo mío, el corazón lo tengo más duro que una piedra. Pero los
corazones de los hombres, cuando son duros, son de bronce, y el bronce en
el fuego se derrite en lágrimas. Algún día llorarás, no te preocupes;
llorarás, y aquel día serás más hombre aún: no creas que los hombres no
lloramos.
El
espíritu de libertad es uno de los motivos, con la humildad, de la alegría
que daba a Mons. Escrivá de Balaguer el sacrificio escondido y
silencioso, hecho cara a Dios, no cara a los hombres. Los demás no
tienen por qué advertir la mortificación personal, ni en cosas grandes ni
en cosas aparentemente pequeñas.
Don
Jesús Urteaga relata una anécdota mínima ‑pero significativa‑ de cómo el
Fundador del Opus Dei quería que se sirviera a Dios con libertad. Debía
ser el año 1957. Urteaga estaba en el Colegio Romano de la Santa Cruz. Por
aquella época fumaba demasiado. Un día el Padre se lo advirtió:
‑¡Jesús!, fumas mucho. Pero, al mismo tiempo que se lo decía, le daba
un paquete de tabaco, de la marca que Jesús Urteaga solía fumar...
También tiene que ver con el tabaco otra anécdota. La refirió don Álvaro
del Portillo, recién elegido Presidente General del Opus Dei: "Cuando los
tres primeros sacerdotes de la Obra recibimos la ordenación, ninguno de
nosotros fumaba; tampoco el Padre, pues al entrar en el seminario regaló
todas sus pipas y el tabaco al portero. Entonces el Padre me dijo: yo no
fumo; vosotros tres, tampoco; Álvaro, tienes que fumar tú porque, si no,
los demás podrían pensar que no está bien el tabaco; y deseo que no se
sientan coaccionados en esto, y fumen si les da la gana".
Este sentido de la libertad destaca notablemente cuando se trata de la
vocación, de la entrega de los socios y asociadas del Opus Dei. Don José
María Casciaro, actual Decano de la Facultad de Teología en la Universidad
de Navarra, refleja con detalle y precisión el clima en que nació su
decisión de dedicarse a Dios en el Opus Dei. Es paradigma de una conducta
habitual en tantos casos semejantes.
José María Casciaro estudiaba sexto curso de Bachillerato en Barcelona.
Volvió a casa (Torrevieja, Alicante), para pasar las Navidades de 1939.
Allí apareció también su hermano Pedro, que ya era de la Obra, y le habló
de su posible vocación, para que se lo fuera pensando con calma, en la
presencia de Dios. Quedaron en charlar más adelante, cuando Pedro fuese a
Barcelona. José María estaba decidido, y así se lo dijo en abril de 1940 a
su hermano. Pero tuvo que seguir esperando, porque el Fundador del Opus
Dei debía ir a Barcelona y "había indicado que, como mi hermano Pedro me
llevaba bastante edad (ocho años y medio), era conveniente que yo obrara
con toda libertad para dar aquel paso, evitando cualquier posible
influencia del hermano mayor".
El
12 de mayo, por la tarde, en el hotel Urbis, José María Casciaro fue a ver
‑por fin‑ al Fundador del Opus Dei. A lo largo de la entrevista, le
repitió varias veces ‑en un tono que a José María pareció tajante, severo,
serio‑ si no estaría influido por su hermano, en vez de obrar libremente y
después de haber considerado su decisión en la presencia de Dios. Como sus
respuestas eran siempre afirmativas, don Josemaría acabó diciéndole que,
desde aquel momento, podía considerarse de la Obra. "Posteriormente
‑sostiene al recordar esta conversación‑ cuando en varias ocasiones le he
oído decir que en la Obra tenemos una puerta estrecha para entrar y otra
ancha para salir, me he acordado de aquel episodio del 12 de mayo de 1940,
comprendiendo la exacta y profunda verdad de aquella afirmación".
Este amor a la libertad es muy conforme con el carácter sobrenatural del
Opus Dei, y también con las características externas de la entrega de los
socios: ciudadanos normales, exactamente igual a los demás, que viven en
su casa y con su familia, trabajan en medio del mundo, entran y salen y
van de aquí para allá, moviéndose siempre de un modo natural y espontáneo:
o viven su vocación en libertad, por amor de Dios, o no la viven.
Cualquier tipo de control externo, la desnaturalizaría. Como sucede en el
amor humano, sólo cabe el libre condicionamiento del cariño.
Todos los que piden la admisión en el Opus Dei lo hacen libres de
coacción. Además tienen que trabajar, para mantenerse económicamente y
ayudar al sostenimiento de los apostolados. Esta realidad, que evita el
señoritismo, es también garantía de libertad: si alguno quiere
abandonar la Asociación, puede hacerlo con facilidad; si persevera, es por
razones sobrenaturales, no humanas.
No
obstante, sería un error confundir libertad con indiferencia. El Fundador
del Opus Dei quería que todos perseverasen en su vocación, y ponía los
medios: formarlos, rezar por ellos, tratarlos con más cariño si
atravesaban momentos difíciles. Más de una vez, supo hacerse el
encontradizo con el que flojeaba, como el Señor ante el desaliento de
los discípulos de Emaús. Cuando fue necesario, abandonó todo, para salir
en busca de la oveja perdida...
Antonio Ivars recapitula la doble faceta ‑comprensión y exigencia‑ que
hunde sus raíces en idéntico espíritu de amor: "Pienso que, de algún modo,
reflejaba como nadie la persona de Cristo: cariñoso y dulce con los niños,
los pecadores públicos, y exigente y hasta aparentemente airado con los
fariseos e incluso con sus propios apóstoles. La ternura maternal de don
Josemaría se compaginaba armónicamente con su reciedumbre. Podía
comprender las mayores miserias, acoger con el mayor cariño al más grande
pecador, y reprender seriamente a uno de sus hijos por la omisión del más
pequeño detalle".
Por
último, para completar este rápido panorama, es preciso referirse a su
actitud hacia los no católicos.
No
hacía una frase cuando declaraba que estaba dispuesto a dar cien veces su
vida para defender la libertad de una conciencia. De hecho, tuvo que
luchar mucho, con un filial forcejeo, para que la Santa Sede
aprobase algo inédito en la historia de las asociaciones de la Iglesia:
que pudieran ser
Cooperadores del Opus Dei personas sin fe católica.
En
1966 contó a un periodista, Jacques Guillémé‑Brúlon, de Le Figaro, lo que
una vez había comentado al Santo Padre Juan XXIII, movido por el encanto
afable y paterno de su trato: "Padre Santo, en nuestra Obra siempre han
encontrado todos los hombres, católicos o no, un lugar amable: no he
aprendido el ecumenismo de Vuestra Santidad". El se rió emocionado, porque
sabía que, ya desde 1950, la Santa Sede había autorizado al Opus Dei a
recibir como asociados Cooperadores a los no católicos y aun a los no
cristianos.
Poco antes, el periodista le había preguntado sobre la "posición de la
Obra" ante la Declaración del Concilio Vaticano II acerca de la libertad
religiosa. La respuesta surgió bien clara:
En
cuanto a la libertad religiosa, el Opus Dei, desde que se fundó, no ha
hecho nunca discriminaciones: trabaja y convive con todos, porque ve en
cada persona un alma a la que hay que respetar y amar. No son sólo
palabras; nuestra Obra es la primera organización católica que, con la
autorización de la Santa Sede, admite como Cooperadores a los no
católicos, cristianos o no. He defendido siempre la libertad de las
conciencias. No comprendo la violencia: no me parece apta ni para
convencer ni para vencer; el error se supera con la oración, con la gracia
de Dios, con el estudio; nunca con la fuerza, siempre con la caridad.
Comprenderá que siendo ése el espíritu que desde el primer momento hemos
vivido, sólo alegría pueden producirme las enseñanzas que sobre este tema
ha promulgado el Concilio.
Mons. Escrivá de Balaguer trató con lealtad a las almas. Defendió la
libertad de sus conciencias, pero sin ocultarles la propia y plena
adhesión a la fe católica (que incluye, claro, aquella defensa de la
libertad). Vale la pena resumir el diálogo que mantuvo con él en 1974 un
matrimonio brasileño, delante de muchas personas:
‑Somos una familia ecuménica: mi esposa es metodista...
‑¡Dios la bendiga! ¿Está aquí?
Estaba sentada en la última fila, delante de su marido.
‑Dile que la quiero mucho.
‑Estamos muy unidos en la educación religiosa de nuestros
¡Muy bien!
‑Dos ya hicieron la Primera Comunión...
‑
¡Bien!
‑Comienzan a hacer un poquito de lectura espiritual antes de dormir, y el
mayor va a Misa todos los días con su padre.
‑
¡Bien!
‑Me
gustaría que dijese algunas palabras a mi esposa.
‑¡Hija
mía!, te digo lo siguiente: que tienes un marido estupendo, y que
te quiero mucho en el Señor. Quiero a todas las almas. Pero a una madre
que da libertad a los hijos, que además se ocupa de que se eduquen en esta
fe maravillosa, que ve con alegría que se acerquen al Santo Sacramento de
la Eucaristía, a una madre así, yo ya la admiro. ¡Te admiro! ¡Te quiero
mucho! Reza por mí. Y basta, de momento. Pero mañana, en la Misa, me voy a
acordar mucho de ti. Allí no soy yo. Tú no tienes por qué creerlo, por
ahora; pediré al Señor que te conceda mi fe, porque ‑no te enfades‑ la
tuya no es la verdadera. Yo daría mi vida cien veces por defender la
libertad de tu conciencia; de modo que seríamos muy amigos, si yo viviera
aquí. Pero, claro, yo creo plenamente que tengo la verdadera fe; si no, no
vestiría esta funda de paraguas (se refería a su sotana).
‑
¡Reza por mi! Nadie como tu marido, para defender la fe tuya. Y nadie
como tu marido y como yo, para pedirle al Señor que te envíe muchas luces
y mucha claridad de ideas. Y gracias, porque eres muy generosa y muy
buena.
A
lo largo de los años, se han multiplicado anécdotas parecidas. En los
comienzos del trabajo apostólico del Opus Dei en Ginebra, conocieron al
hijo de un pastor calvinista, que se fue entusiasmando con la Obra,
especialmente con Camino, que difundió entre sus amigos en diferentes
idiomas: francés, inglés, alemán, italiano. Tiempo después, escribiría a
un socio del Opus Dei que había tratado en Suiza, felicitándole por la
Navidad. Le hablaba entusiasmado de su visita a Mons. Escrivá de Balaguer
en Roma. Lo había recibido ‑como siempre, como a todos-, con afecto, y no
había dejado de decirle que son los católicos los que están en la
verdad... No necesitaba disimular su fe ‑todo lo contrario‑ para conseguir
que los no católicos respondieran con cariño y gratitud a su cariño y
lealtad.
Cerca de Caracas, al aire libre, en la casa de retiros de Altoclaro, unas
cinco mil personas seguían su enseñanza el 14 de febrero de 1975. Se
levantó un hombre joven, de barba poblada y amplia, que realzaba su
jovialidad.
‑Padre, yo soy hebreo...
El
Fundador del Opus Dei le interrumpió:
Yo
amo mucho a los hebreos porque amo mucho a Jesucristo ‑¡con locura!‑, que
es hebreo. No digo era, sino es:
Iesus Christus, heri et hodie, ipse et in saecula. Jesucristo sigue
viviendo, y es hebreo como tú. El segundo amor de mi vida es una hebrea,
María Santísima, Madre de Jesucristo. De modo que te miro con cariño.
Sigue...
Aquel hombre de sonrisa abierta de par en par, se ganó una ovación cerrada
cuando dijo:
‑Yo
creo que la pregunta está respondida.

Capítulo Octavo. La libertad de los hijos de Dios
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Raffaello Cortesini, Director de la Cátedra de Cirugía Experimental de la
Universidad de Roma, condensó su recuerdo de Mons. Escrivá de Balaguer en
Il Popolo en un titular significativo: Un uomo che amava la libertó.
El
Fundador del Opus Dei amó la libertad en la lucha interior. No entendía
que nadie pudiera entregarse y servir a Dios a la fuerza. Estaba dispuesto
a dar cien vidas que tuviera para defender la libertad de las conciencias.
Respetó ‑comprendió, perdonó, quiso‑ a los que no le comprendían o le
calumniaban... ¿Cómo no iba a defender también la libertad en los asuntos
estrictamente humanos: el trabajo, la acción social, la educación, la
política?
Hemos visto en un epígrafe anterior la inconsistencia de los chismes que
se difundieron en los años cuarenta. Igualmente falsos fueron los que
comenzaron en los años cincuenta, relativos a una supuesta posición
política de la Asociación. En 1957 se dio a la prensa la primera nota
oficial de la Secretaría del Opus Dei, precisando que nada tenía que ver
la Obra con la libre actuación de sus socios en la vida pública. Aunque
los hechos hablaban por sí solos, más de uno se negó a aceptar su
evidencia. Quizá no pudieron, por el clericalismo equivocado con que se
habían acostumbrado a juzgar de lo divino y lo humano. No les cabía en la
cabeza que era perfectamente compatible vivir por entero cara a Dios y, al
mismo tiempo, vivir por entero cara a los hombres, asumiendo las
responsabilidades ciudadanas; que la vida sobrenatural era aguijón,
acicate, para la solidaridad con los hombres, pero sin confesionarios:
pues no suele haber soluciones católicas unívocas en los problemas
humanos. Sólo que, como titulaba otro periodista italiano, Cesare
Cavalleri, en Il Corriere della Sera (Milán), Il clericalismo é duro a
moriré.
En
los años cincuenta y sesenta, el ambiente era relativamente propicio para
una adecuada distinción entre religión y política. El espíritu del Opus
Dei ‑si es lícito hablar así‑ iba a favor de la corriente. Lo asombroso
‑quiero subrayarlo‑ fue la fidelidad del Fundador a ese espíritu en los
años treinta y cuarenta, cuando hablar de libertad y de pluralismo entre
los católicos ordinariamente resultaba contra corriente.
Evidentemente se dan en la vida de los pueblos circunstancias
excepcionales en las que la Jerarquía católica puede ‑debe hablar en
términos muy concretos, y entonces cada católico ha de secundar
responsablemente la voz de sus obispos. Pero es un derecho ‑una
obligación‑ que compete a la Jerarquía episcopal, y a nadie más.
Al
comienzo de los años treinta hubo en España una fuerte presión para unir a
los católicos en la vida publica, y poder defender los derechos de la
Iglesia. Muchos llegaron a creer que seguir aquella línea era una
auténtica obligación de conciencia, aunque el episcopado no se pronunció
colectivamente (sólo lo haría ya iniciada la contienda civil).
En
aquel contexto, la actitud del Fundador del Opus Dei en defensa de la
legítima libertad de los cristianos, acentuando el necesario y único
denominador común, no resultaba eficaz a corto plazo. El planteamiento
‑según sintetiza ahora José Antonio Palacios sus vivencias de 1932‑ no era
"nada atractivo, en principio, para gente como nosotros, de pocos años,
que considerábamos la situación de España como un gran problema religioso,
y con una amenaza de persecución religiosa creciente, pero que no veíamos
otra solución que la política, y por ese estábamos metidos de lleno en un
activismo orientado a la solución violenta de todo".
Pero don Josemaría no tenía prisa, ni tampoco miedo al futuro. Le eran
bien ajenas las tácticas para conseguir fine humanos, por elevadas que
fueran las intenciones. Prefería confiar en la divina eficacia del mensaje
de Cristo, que incluye el amor a la libertad personal de los cristianos:
¿por qué imponer dogmas en cosas opinables? Defendía el riesgo de la
libertad. También por esto, y no sólo por celo sacerdotal, acudió a la
cárcel, para visitar a algunos jóvenes amigos suyos, detenidos tras el
fracaso de la sublevación del 10 de agosto de 1932. Es el propio José
Antonio Palacios quien evoca sus visitas a la Cárcel Modelo, que estaba al
final de la calle Princesa, donde más tarde se levantó el edificio del
actual Ministerio del Aire: "Jamás tuvo la menor vacilación para atender a
la gente, por mucho riesgo que hubiese; hacía visitas a la cárcel con
bastante frecuencia, aunque hacer visitas a los detenidos fuera
significarse y más tratándose de un sacerdote".
En
estas visitas, charlaba sacerdotalmente con cada uno de sus amigos; a
veces, lo hacía en grupo. Ante las rejas del locutorio de presos políticos
‑una galería muy larga‑ llevaba la conversación a temas espirituales:
devoción a la Virgen, filiación divina, amor a la Iglesia y al Papa,
frecuencia de sacramentos. Les animaba a aprovechar el tiempo en la
cárcel, a dar un enfoque sobrenatural a su estudio y a su trabajo.
De
aquellos doce meses que pasó en la cárcel, José Antonio Palacios narra una
anécdota simpática y expresiva. Fueron detenidos los anarcosindicalistas
que participaron en la rebelión de Casas Viejas, y los ingresaron también
en la Cárcel Modelo de Madrid. Cuando hacía buen tiempo, los presos eran
conducidos a los diversos patios de la prisión para hacer un poco de
ejercicio. Algunos jugaban al fútbol. Palacios se llevó una gran sorpresa
al advertir que los anarcosindicalistas bajaban al mismo patio al que
solían llevarlos a ellos. Aprovechó una visita de don Josemaría a la
cárcel, para pedirle consejo sobre cómo convivir con aquellos hombres, tan
opuestos a la religión. El Fundador del Opus Dei le hizo ver que tenían
una ocasión espléndida de tratarlos con cariño, y de intentar hacerles ver
sus errores en materia religiosa. Tened en cuenta ‑venía a decirles‑ que
ellos, probablemente, no tuvieron padres cristianos como vosotros, ni
vivieron en un ambiente como el vuestro. ¿Qué hubiera sido de vosotros y
de mí en sus mismas circunstancias?
Don
Josemaría les alentó a que mostraran su fe, conviviendo y jugando con
ellos como si fueran sus mejores amigos, y les hizo ahondar en la doctrina
de Cristo: tenían que querer a esos hombres como a ellos mismos. Luego les
dio un consejo práctico: jugar mezclados unos con otros, formando en el
mismo equipo con los anarcosindicalistas.
Decidieron seguir el consejo, y a los pocos días se unían a ellos para el
primer partido de fútbol. José Antonio Palacios se acuerda aún ‑él jugaba
de portero‑ de sus dos defensas anarcosindicalistas: "Jamás jugué al
fútbol con más elegancia y menos violencia. ¡Tradicionalistas y
anarcosindicalistas! ¡Vaya mezcla!".
Aunque no sé si formaba parte de este grupo, el 10 de agosto fue detenido
José Manuel Doménech de Ibarra, que testimonia la solicitud de don
Josemaría por la vida interior, al margen de toda preocupación política.
El 11 ó 12 de agosto, un oficial del cuerpo de prisiones le entregó un
sobre a través del pequeño postigo que tenía la puerta de su celda. En el
sobre venía un "Oficio parvo de Nuestra Señora", con la siguiente
dedicatoria: Beata Mater et intacta Virgo, gloriosa Regina Mundi,
intercede pro hispanis ad Dominum.
A
José M. Domenech, con todo afecto.
Madrid, agosto, 932.
Al
Fundador del Opus Dei le habría costado numerosas gestiones hacerle llegar
ese sobre, porque no era fácil conseguir entregar nada a los presos
incomunicados, y menos que fuera un oficial de prisiones el que lo
llevara. "Me causó profunda impresión ‑escribe José Manuel Doménech‑ el
cariño del Padre y su preocupación por mi vida interior; él sabía que yo
conocía w rezaba el Oficio parvo y quería que en aquellos momentos de
zozobras e inquietud no abandonase mis prácticas de piedad. Naturalmente,
quedé muy agradecido y recé con devoción esa, oraciones en aquellos días".
La anécdota es más expresiva aún si se tiene en cuenta que, entre las
devociones que recomendaba el Fundador del Opus Dei, no se incluía el rezo
del Oficio parto.
También fue detenido en agosto de 1932 Vicente Hernando Bocos. En aquel
tiempo de dura lucha política, él era partidario ‑según reconoce‑ de usar
la violencia. No se dejó convencer por don Josemaría, que le animaba a
defender sus sentimientos con tenacidad y constancia, pero sin herir a
nadie. Él prefería más el "estacazo y tentetieso". Los consejos del Padre
eran sacerdotales, no políticos: "Nunca don Josemaría ‑afirma expresamente
Vicente Hernando‑ discriminó a nadie por motivo de sus opiniones
políticas, sociales, etc., respetaba la libertad personal en todas las
cuestiones".
Estas anécdotas muestran que, para el Fundador del Opus Dei, el respeto a
la libertad política no era indiferencia, despreocupación. Sentía en su
carne los problemas ‑como cualquier ciudadano consciente‑, pero pensaba
que no era misión suya resolverlos. En esto, como en todo, exponía
claramente la enseñanza de la Iglesia y señalaba con precisión las
doctrinas erróneas. Ayudaba así a las almas de los que se enfrentaban
‑acertando o no‑ con cuestiones ante todo civiles, y formaba bien sus
conciencias para que santificasen el trabajo ‑cada uno el suyo‑, tratando
de hacer más humana y más justa la sociedad.
Estas palabras, pronunciadas en 1967 en el campus de la Universidad de
Navarra, acertaban a resumir con brevedad su predicación desde 1928:
Un
hombre sabedor de que el mundo ‑y no sólo el templo es el lugar de su
encuentro con Cristo, ama ese mundo, procura adquirir una buena
preparación intelectual y profesional, va formando ‑con plena libertad‑
sus propios criterios sobre los problemas del medio en que se desenvuelve;
y toma, en consecuencia, sus propias decisiones que, por ser decisiones de
un cristiano, proceden además de una reflexión personal, que intenta
humildemente captar la voluntad de Dios en esos detalles pequeños y
grandes de la vida.
En
1934 tuvo don José Luis Múzquiz la primera noticia del Opus Dei, a través
de u» conocido suyo de Madrid, llamado Laureano, que ayudaba a don
Josemaría en el Asilo de Porta Coeli. Laureano le preparó una entrevista,
que tuvo lugar en la residencia de Ferraz, 50, a finales de 1934 o en
enero de 1935. Múzquiz fue con "cierta curiosidad por saber qué era
aquella fundación de que me había hablado Laureano, y qué pensaría aquel
sacerdote de la situación, partidos y prohombres políticos que más se
movían entonces en España". Porque ‑anota‑ en aquella época turbulenta
antes de la guerra era normal que los sacerdotes opinaran de política.
Ante su sorpresa, don Josemaría le habló, desde el primer momento, en un
tono sobrenatural, sacerdotal, apostólico. No obstante, José Luis Múzquiz
le preguntó su opinión sobre un líder político conocido, al que él tenía
en aquel momento simpatía. El Fundador del Opus Dei le contestó
inmediatamente que allí nunca le preguntarían de política; que iban por la
residencia personas de todas las tendencias. Ayer ‑añadió a modo de
ejemplo‑ estuvieron el presidente y el secretario de la asociación de
estudiantes nacionalistas vascos. A continuación, como para reforzar
más su criterio, agregó sonriente: En cambio te harán otras preguntas
"molestas": te preguntarán si haces oración, si aprovechas el tiempo, si
tienes contentos a tus padres, si estudias, pues para un estudiante
estudiar es obligación grave.
En
todo es semejante el recuerdo que conserva don Ricardo Fernández Vallespín
de su primera entrevista personal con don Josemaría, el 29 de mayo de
1933: "Me habló de las cosas del alma, no de los problemas políticos; me
aconsejó, me animó a ser mejor". Algún tiempo después, Fernández Vallespín
pidió la admisión en la Obra: "Nos metía, con infinita paciencia, en los
caminos de la vida espiritual, nunca nos hablaba de política, nos decía
que teníamos que ser santos en medio del mundo (...)".
La
vida pública española se iba complicando por momentos. Como ha dicho un
conocido historiador, durante la II República se socializó la política por
vez primera en la historia de España. En todo el país se hablaba y se
hacía política, casi más que cualquier otra cosa. Pero don Josemaría, a
contracorriente, siguió fiel a su vocación sacerdotal: sólo hablaba de
Dios. Esta actitud debía contrastar tanto, que se convertía en dato
diferencial. Hasta el punto de que el Fundador del Opus Dei podía ser
distinguido como un sacerdote que no era "trabucaire" (que no se mezclaba
en política). Como vimos, así fue presentado al doctor Canales Maeso en el
Hospital de la Princesa, a comienzos de 1933.
En
junio de 1975, en el diario Las Provincias (Valencia) relató Aurelio Mota
que, a mediados del curso lectivo 1935‑36 unos universitarios tomando los
valencianos, preocupados por el giro que iban acontecimientos en España,
decidieron viajar a Madrid para consultar con don Josemaría. Querían
aconsejarse con él, dado su profundo conocimiento del ambiente estudiantil
y la prudencia y discreción que le caracterizaban.
Aunque los problemas que le plantearon eran una mezcla de carácter
político y religioso, supo ‑resalta Aurelio Mota "deslindar campos y
aclarar que su misión era puramente espiritual, y que como sacerdote, no
entraba ni salía en asuntos políticos". Desde luego, no dejó de señalar
los puntos contrarios a la doctrina de la Iglesia que defendían algunos
grupos, pero eso era justamente hablar de religión, no de política. Les
repitió que "a él le interesaban las almas, y que para las otras
instancias ya estaban los laicos".
Aun
a riesgo de ser reiterativo, vale la pena insistir: esta actitud no era
indiferencia, sino deseo profundamente sentido de evitar a toda costa el
clericalismo malo. Por esta razón, el Fundador del Opus Dei se
limitaba a formar la conciencia de los cristianos, de modo que ahondasen
en sus propias responsabilidades ‑ante Dios, ante los hombres‑ y actuasen
en consecuencia, no como longa manus de la Jerarquía eclesiástica o de
algún sacerdote.
Todo esto quedaría muy claro ‑una vez más‑ al responder a las preguntas
que, tanto tiempo después, harían a Mons. Escrivá de Balaguer en Buenos
Aires:
‑¿Qué puedo hacer para darles a entender a nuestros amigos que lo más
importante es tratara Dios, conocer a Dios, y que no se preocupen tanto
por otras cosas..., por política...?
‑Bueno; es que no les puedes decir que no se preocupen de política. Porque
justamente, por amor de Dios, algunas personas se ocupan de política: ¡yo
no! Yo no trato de ese tema, pero comprendo que haya ahí gente llena de
rectitud: unos van por la derecha, otros por la izquierda, otros por allá,
y ninguno desacierta, todos tienen buena voluntad. Yo no les indicaré que
dejen la política. Eso sí: les puedo y les debo aconsejar que no actúen
con ataques personales; que defiendan su programa, sin ofender a nadie en
la persona: ni de las figuras actuales, ni de las inmediatamente pasadas;
si no, en un país nunca habrá nadie decente que quiera sacrificarse por
llevar la nación adelante; porque piensan: después, si esto se hunde, a mí
me maltratan, y, conmigo, a mis hijos, a mi familia, a todos; y comienza
una persecución detrás de otra. Es de locos.
De
modo que sí: que los buenos se preocupen de política, si les da la gana.
Ya sé que no voy por tu lado, porque tú has citado eso como ejemplo: pero
me has proporcionado la ocasión de recordar que no haya odios. Nos hemos
de ocupar de las cosas de la tierra. Tú y yo hemos de tocar todo lo que no
sea intrínsecamente malo, pero con todo lo que es bueno o indiferente, sin
inconveniente alguno, hay que hacer lo del Rey Midas: convertirlo en oro.
¿Está claro?
Aquel mismo día, otra persona, que trabajaba en un canal de televisión,
quiso disipar sus dudas sobre cómo utilizar con sentido apostólico los
medios de difusión masiva.
‑Hijo mío, muchos de vosotros sois especialistas en eso. De modo que no me
preguntes cosas profesionales. Sabéis mucho más que yo. Yo os puedo hablar
de vuestro celo apostólico, de vuestro empeño en llevar a otras almas el
Amor que tenéis a Cristo. Pero sobre el modo específico..., si vosotros
sois maestros, por qué me voy a meter yo? No me gusta. Los curas no
debemos hablar de cosas profesionales, de las que probablemente no
entendemos nada, y, en todo caso, no estamos para eso.
Yo
te puedo aconsejar que tengas más preocupación, más hambre de almas; y te
insistiré para que alargues la oración, para que hagas muchos actos de
Amor, de desagravio; para que profesionalmente seas muy bueno. ¿Pero de tu
trabajo?: eso es cosa tuya. ¿Qué dirías si me pusiera ahora, aquí, a
tratar de sociología o de política...? Me tendrías que mirar con pena.
Pensarías: el Padre se ha vuelto loco, no nos habla de Dios.
Don
Álvaro del Portillo se le acercó ‑eran casi las doce‑, y antes de rezar el
Ángelus, Mons. Escrivá de Balaguer añadió:
‑Me pide don Álvaro que repita que eso es lo único que que
puedo deciros, porque vosotros ‑cada uno‑ formaréis libremente vuestro
pensamiento en las cosas temporales, que no tiene por qué ser igual al de
los otros. Muchos pareceres diversos pueden ser soluciones buenas, y
nobles, y sacrificadas, y merecen respeto todas. No hay dogmas en la vida
terrena: sólo en la religión.
Ése
fue el criterio claro, inequívoco, que proclamó siempre con independencia
de los acontecimientos que le tocó vivir a lo largo de los años: enseñó al
final de sus días, lo mismo que en 1930 ó en 1940.
Como es sabido, en la España de 1939 se consolidó un cambio de clima de la
autoridad civil hacia la Iglesia católica, que se reflejó en numerosos
discursos y manifestaciones públicas. Pero el Fundador del Opus Dei, que
estuvo serenamente en su sitie años atrás, cuando corrían otros aires,
permaneció también ahora en su sitio.
A uno de los
asistentes a la meditación que dirigió en la residencia de la calle de
Jenner el último domingo de octubre de 1939, Fiesta de Cristo Rey, se le
grabó su modo sacerdotal de referirse a los afanes nobles, patrióticos, de
la gente, para llevarles enseguida a la consideración de que hay un Reino
mucho más grande: el Reino de Jesucristo, que no tiene fin... Se metía muy
dentro la pregunta, dirigida a cada uno de los presentes: Para que
Cristo reine en el mundo, primero ha de
reinar en tu corazón: ¿reina de verdad?
¿Es tu corazón para Jesucristo?
Pero no era sólo la predicación. Todo en aquella residencia de estudiantes
rebosaba libertad. Vicente Mortes llegó a Madrid, en los primeros días de
septiembre de 1940, para buscar alojamiento, pues iba a empezar la carrera
de ingeniero de Caminos. En Valencia, don Eladio España, Rector del
Colegio del Corpus Christi, que llevaba la dirección espiritual de mucha
gente joven, le había hablado de la Residencia de Jenner. Allí se dirigió
Vicente Mortes con su padre. Saludaron al sacerdote de aspecto fuerte y
cordial que les recibió, se sentaron y tomó la palabra el padre de
Vicente: era hijo único; por primera vez se separaba de sus padres; había
sido un buen alumno en los Escolapios de Valencia; tenía miedo de que se
"perdiera" en la gran ciudad; quería, por tanto, dejarle en un sitio donde
no corriera peligro, donde se controlaran sus salidas y entradas, donde
estuviera vigilado, en una palabra...
Don
Josemaría le interrumpió, y le explicó que en la Residencia no se vigilaba
a nadie; se procuraba ayudar a todos para que fueran buenos cristianos y
buenos ciudadanos, hombres libres que supieran formarse un criterio y
cargar con la responsabilidad de sus propias acciones...
El
padre de Vicente quedó al principio desolado. Siguieron charlando, y fue
comprendiendo que aquel sacerdote tenía razón, que la vigilancia no servía
para personal de la responsabilidad.
No
obstante, el límpido mensaje del Fundador del Opus Dei no era entendido a
veces, en un primer momento, por personas, incluso buenísimas, que no
calibraban su novedad, su originalidad, y trataban de encerrarla en
esquemas viejos. Este fue el caso, por ejemplo, de don Manuel García
Morente. Víctor García Hoz había ido a ver a don Josemaría a Diego de
León, y le dijeron que debía esperar un poco, porque tenía otra visita.
Era don Manuel García Morente, catedrático de Filosofía de la Universidad
de Madrid, que había vivido apartado de la religión, pero se convirtió y
llegó a ser sacerdote. Don Manuel García Morente quería enterarse de lo
que era el Opus Dei y estuvo conversando con su Fundador. Como resumen de
la idea que se había hecho, Morente le vino a decir: "Entonces el Opus Dei
es como la Institución Libre de Enseñanza, pero con sentido católico". Don
Josemaría, al recibir a Víctor García Hoz, le comentó incidentalmente, con
cierta pena, que a una persona tan buena y tan inteligente como don Manuel
todo lo que se le ocurría acerca de la Obra era reducirla a una
Institución pedagógico‑política...
García Morente llegó a entender, y a querer bien a la Obra, después de
sucesivas conversaciones. En cambio, personas no tan buenas, ni tan
inteligentes, y que quizá no se molestaron en hablar con nadie del Opus
Dei, repetirían andando los años que la Obra era una especie de anti‑Institución
Libre de Enseñanza. No se daban cuenta de que ese enfoque resultaba
radicalmente opuesto al espíritu positivo del Opus Dei: la Obra no era
anti‑nada, ni anti‑nadie. Además, omitían un dato fundamental: el delicado
y eficaz respeto del Fundador a la libertad de actuación de los socios en
las cuestiones políticas, sociales o culturales.
Ninguna persona sensible a los problemas universitarios desconoció la
pujanza adquirida por la Institución en los años veinte y treinta. El
Fundador del Opus Dei, que trataba con muchos estudiantes por aquellos
años, conocía la realidad y habló del tema alguna vez hacia 1932 ó 1933,
según aprecia el doctor Jiménez Vargas, para dar idea de los graves
problemas que aquejaban a la Universidad española, pero dejando siempre
muy claro que resolver esos problemas era responsabilidad de las personas
que, con libertad, trabajasen en la enseñanza universitaria. Quedaba tan
diáfano su planteamiento, que "ninguna persona de buena fe que le hubiese
oído algo de esto podría nunca haber pensado que la Obra había surgido
contra la Institución Libre de Enseñanza".
En
muchos terrenos, en los años treinta y cuarenta, cuando los socios de la
Obra eran jóvenes, el delicado respeto del Fundador del Opus Dei a su
libertad profesional tenía por fuerza que resultar heroico, pues con
frecuencia surgían temas en que su información era grande; por ejemplo, en
cuestiones universitarias, jurídicas, artísticas o históricas. Sin
embargo, prefirió siempre el riesgo de la libertad.
Este espíritu alcanzaba, incluso, el modo de dirigir las obras apostólicas
promovidas por el Opus Dei. Estas labores ‑como es sabido‑ responden a una
finalidad sobrenatural. Pero se proyectan y gobiernan con mentalidad
laical, es decir, por personas para quienes esta tarea es su propio
trabajo profesional. Por eso no son confesionales, ni están cortadas por
un mismo patrón: dependen de las necesidades sociales de una región, de
las circunstancias propias de un territorio, o de las posibilidades que
ofrezca en cada caso la correspondiente legislación civil.
De
palabra y por escrito el Fundador del Opus Dei dio muchos criterios para
estos apostolados. Se referían a sus líneas de fuerza ‑ideas centrales de
carácter apostólico‑, y a aspectos de organización o de oportunidad
práctica, pues sentía el afán de transmitir toda su experiencia, hasta en
los menores detalles, para que la utilizaran con responsabilidad personal.
Los grandes criterios de dirección del Opus Dei ‑descentralización,
colegialidad, autonomía‑ hicieron que las decisiones se tomaran, caso por
caso, lo más cerca posible de cada problema. Así nacieron esas obras
apostólicas en el mundo, fruto de un mismo afán cristiano, pero realizadas
en formas diversísimas y por personas muy distintas.
En
los inicios de la labor del Opus Dei en los Estados Unidos, poco después
de 1950, se puso en marcha un proyecto en la ciudad de Boston, para
impulsar el trabajo apostólico en los medios universitarios de aquella
ciudad, tan importante en los Estados Unidos (son famosos el M.I.T. y la
Universidad de Harvard). La iniciativa suscitó el interés de muchas
personas que no eran del Opus Dei, pero que estaban dispuestas a
colaborar. Se organizó un Patronato, un comité que organizase esas ayudas
y promoviera otras. De él formaron parte personas de las tendencias
políticas más diferentes, como Volpe, republicano, gobernador del Estado
de Massachusetts; Fitzgerald, uno de los líderes del partido demócrata en
Boston; o Richardson, republicano, vicegobernador del Estado, no católico.
Idéntica comprensión del verdadero alcance del Opus Dei se dio en Londres,
cuando la residencia Netherhall House se disponía a duplicar sus
instalaciones, para extender más aún su labor con estudiantes del Tercer
Mundo. El Patronato formado para allegar fondos estaba presidido por un no
católico, Bernard Audley, e incluía a gentes de varias tendencias, algunas
encontradas. Un día, varios miembros del Patronato se reunieron en una de
las salas privadas del Parlamento en Westminster. En pleno estudio sobre
los modos de ayudar a Netherhall House, sonaron los timbres que llamaban a
una votación de trámite. Entre los reunidos había cuatro diputados, dos
laboristas y dos conservadores, que formaban parte del Patronato de
Netherhall. Uno hizo ademán de levantarse, pero otro sugirió: "Sigamos con
Netherhall House, pues estamos dos a dos, y nuestra ausencia no variará el
resultado de la votación". Y siguieron con la Residencia.
Con
mayor motivo, el Fundador del Opus Dei respetaba y alentaba la libertad
cuando se trataba de iniciativas apostólicas personales de socios de la
Obra. Joaquín Herreros Robles, presidente del comité de las Escuelas
Familiares Agrarias en España, charlaba con Mons. Escrivá de Balaguer una
mañana de
noviembre de 1972 en Pozoalbero (Jerez), y en un momento dado de la
conversación, le comentó, más o menos: ‑Hijo mío, haréis con vuestro
trabajo personal, y con vuestra personal responsabilidad, una profunda
labor de formación cristiana en el campo, que será a la vez una importante
labor de carácter profesional, y social, y también político. ;Pero nunca
de partido único!
Joaquín Herreros quiso explicarles que las E. F. A. no tendrían el menor
asomo de afinidad o de adhesión a partidos políticos: eran otra cosa. Pero
antes de empezar a hablar, el Fundador del Opus Dei, con resolución, le
dijo:
‑No, hijo mío, si piensas de distinta manera, no me lo digas.
Joaquín Herreros se quedó tranquilo y conforme: "Adiviné que el Padre
comprendía de sobra todo lo que yo hubiera querido decir, y que si no me
dejó hacerlo fue, tan sólo, para mostrarme cómo respetaba mi libertad".
El
Fundador del Opus Dei vivió el amor a la libertad hasta extremos heroicos.
Cuando era fácil y cuando era difícil. Especialmente arduo debió resultar
‑apenas queda aquí esbozado‑ en la época turbulenta que precedió a la
guerra de España, y en los primeros años de la postguerra. En ambos
períodos se difundió por muchos países un ambiente que vinculaba
determinadas posiciones políticas a un mensaje religioso. Quien no
compartía ciertas soluciones quedaba en la desairada actitud de parecer
que no amaba el Evangelio, que no era fiel hijo de la Iglesia (esta
tendencia ha rebrotado con fuerza ‑planteada a veces en términos ásperos,
broncos‑ en la década de los setenta, y ha originado de nuevo
incomprensiones hacia el espíritu del Opus Dei: algunos no acaban de
entender que la defensa de la libertad no es ni indiferencia ante los
problemas humanos, ni desunión entre los católicos, sino fidelidad al
mismo tiempo a la autonomía del orden temporal y al mensaje de Cristo).
La
afirmación del pluralismo entre los católicos fue en los primeros años del
Opus Dei novedad ininteligible para muchos, porque habían sido formados en
una línea justamente contraria. Luego el Concilio Vaticano II se
pronunciaría inequívocamente sobre la doctrina tradicional de la Iglesia,
que parecía olvidada ‑"a nadie le es lícito reclamar para sí en exclusiva
a favor de su opinión la autoridad de la Iglesia", 'puede leerse en la
Const. Gaudium et Spes‑, pero aún hoy lo que es ya patrimonio doctrinal
común no acaba de impregnar del todo las conductas prácticas.
Era
comprensible la sorpresa de Mons. Escrivá de Balaguer, su indignación,
cuando alguien de la Curia Vaticana le felicitó en 1957 por el
nombramiento de un socio del Opus Dei, Alberto Ullastres, como ministro
del Gobierno español: Qué me importa a mí que sea ministro o
barrendero? Lo que me importa es que se santifique con su trabajo.
En
1964, le preguntaron en el teatro Gayarre de Pamplona:
‑¿Qué posición tienen los socios del Opus Dei en la vida pública de los
pueblos?
Mons. Escrivá de Balaguer explicó una vez más la libertad que se vive en
la Obra, siempre dentro de la doctrina católica.
Pero inició su respuesta con un rápido y rotundo la que les dé la gana.
En el abarrotado teatro resonó una ovación cerrada.

Capítulo Octavo. La libertad de los hijos de Dios
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