El Fundador del Opus Dei  

Biografía de San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei.

Índice

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Presentación

Capítulo I: Una familia cristiana

Capítulo II: Vocación al sacerdocio

Capítulo III: La fundación del Opus Dei.

Capítulo IV: Tiempo de amigos

Capítulo V: Corazón Universal

Capítulo VI: El resello de la filiación divina

Capítulo VII: Las horas de la esperanza

Capítulo VIII:  La libertad de los hijos de Dios

Capítulo IX: Padre de familia numerosa y pobre

Epílogo
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Capítulo Sexto. El resello de la filiación divina
 

 

Todo fue posible por la ilimitada y filial confianza del Fundador del Opus Dei en su Padre Dios. Sólo así se explica su fe en lo que para tantos era locura: también para él. Declara don Ricardo Fernández Vallespin que, a finales de 1933, el Fundador del Opus Dei les exponía lo que Dios quería que en el futuro fuese el Opus Dei: ¡una locura! Un sacerdote joven, sin medios materiales, les movía a poner el mundo entero a los pies de Cristo. "Y nosotros, que ya no éramos unos chiquillos ‑Isidoro Zorzano tenía la edad del Padre‑, no dudábamos ni un instante que todo aquello se realizaría, porque Dios lo quería".

Cuando por aquellos días pidió opinión a un sacerdote, amigo suyo, sobre el proyecto que tenía de abrir pronto, en la calle de Ferraz, una residencia de estudiantes, aquel buen sacerdote le objetó que era "como subirse a un aeroplano y tirarse sin paracaídas".

Las pretensiones de don Josemaría, a juicio de muchos, no eran razonables. Tantas veces debió oírlo que en 1934, en Consideraciones Espirituales, escribió:

Eso ‑tu ideal, tu vocación‑ es... una locura. ‑Y los otros ‑tus amigos, tus hermanos‑ unos locos...

¿No has oído ese grito alguna vez muy dentro de ti? ‑Contesta, con decisión, que agradeces a Dios el honor de pertenecer al "manicomio".

Cuarenta años después, un chico joven ‑sólo sé su nombre de pila, Gilberto‑ le preguntó en Sáo Paulo qué quiso expresar con esas palabras. Mons. Escrivá de Balaguer le iba contestando. Y de pronto se dirigió a Gilberto:

‑¿Tú no has visto locos?

Gilberto quedó sorprendido por la pregunta. Se limitó a hacer un gesto negativo con la cabeza.

‑¿No? ¿No has visto nunca a nadie que esté loco? ¡Mírame a mí!

Gilberto y todos los presentes rieron. Y Mons. Escrivá de Balaguer continuó:

‑Hace muchos años que decían de mí: ¡está loco! Tenían razón. Yo nunca he dicho que no estaba loco. ¡Estoy loquito perdido, pero de amor de Dios! Y te deseo la misma enfermedad.

Que el Fundador del Opus Dei entendió de esas locuras del corazón se confirma leyendo las múltiples referencias que hace en sus obras. En Camino presenta a aquel chiflado, que besaba los vasos eucarísticos recién consagrados:

¡Loco! ‑Ya te vi ‑te creías solo en la capilla episcopal en cada cáliz y en cada patena, recién consagrados, un beso: para que se lo encuentre Él, cuando por primera vez "baje" a esos vasos eucarísticos (Camino, 438).

Y describió el celo apostólico, el amor por todas las almas, como una chifladura divina, con tres síntomas bien claros: hambre de tratar al Maestro; preocupación constante por las almas; perseverancia, que nada hace desfallecer (Camino, 934). En otro pasaje, referido a la táctica para vencer en las batallas de la lucha interior y de la acción apostólica, se preguntaba: ¿Hay locura más grande que echar a voleo el trigo dorado en la tierra para que se pudra? ‑Sin esa generosa locura no habría cosecha (Camino, 834). Porque, al final, los dementes de verdad son los que no quieren saborear el amor de Dios hacia los hombres: ¿No gritaríais de buena gana a la juventud que bulle alrededor vuestro: ;locos!, dejad esas cosas mundanas que achican el corazón... y muchas veces lo envilecen..., dejad eso y venid con nosotros tras el Amor? (Camino, 790).

El Fundador del Opus Dei tuvo la cordura de acometer esa cadena de imposibles que el Señor le pedía, apoyándose en la realidad de su condición de hijo de Dios. Esto le daba una fe y una esperanza inquebrantables. Poco le importaba no ser nada, no valer nada, no tener nada, según decía de sí mismo, si Dios era su Padre. Poco le importaba carecer de lo necesario para poner en marcha una nueva actividad apostólica. Poco le importaban las dificultades ‑reales o imaginarias‑ del ambiente.

Ismael Sánchez Bella, primer rector de la Universidad de Navarra, resume los comienzos de ese centro aludiendo a "la desproporción entre los medios con que se contaba en 1951 y lo que Mons. Escrivá de Balaguer nos había confiado". Pero esa desproporción "se salvaba con su fe, propia de un hombre de Dios". Y Edwin Zobel lo corrobora: "Soy testigo de lo que ha sido capaz de hacer el Opus Dei en mi país y con mis paisanos. Jamás lo hubiera creído, ni imaginado. Recuerdo la fe tan impresionante del Padre cuando decía que esperaba con mucha ilusión el fruto apostólico que, con la gracia del Señor, tenía que cuajar en Suiza". Su fe "superaba todos los obstáculos".

Don Josemaría contaba sobre todo con el querer de Dios. Pero no al modo quietista. Su aceptación rendida de la voluntad divina le llevaba a poner en primer plano la necesidad de la oración, de la mortificación, del trabajo hecho cara a Diosa Y murió mendigando oraciones, como hizo siempre desde los años veinte, convencido de que era el resorte más importante para mover a las almas. A todos se lo pedía: a sus amigos, a los chicos que trataba, a sacerdotes y religiosos, a los enfermos que atendía.

Los testimonios son innumerables. Sor Cecilia Agut, monja clarisa, conoció al Fundador del Opus Dei en 1935, con motivo de un viaje que realizó a Valencia. Visitó el Monasterio y les rogó que ofrecieran oraciones para que el Señor le ayudara: "Me llamó la atención la fe profunda y la extraordinaria confianza en Dios que se traslucía en sus palabras. Fue tal la visión sobrenatural y la rectitud de intención con que nos habló, que desde entonces no hemos dejado de pedir al Señor por el Opus Dei y por su Fundador".

Don Casimiro Morcillo, cuando era arzobispo de Madrid, recordaba perfectamente, al cabo de casi cuarenta años, cómo el Fundador del Opus Dei le había pedido que encomendara al Señor una intención suya. Tal era la vibración que había puesto en sus palabras. Sucedió en 1929. No se conocían. Don Josemaría se cruzaba con él a las seis de la mañana en la calle de Eloy Gonzalo. Un día lo paró y le dijo:

‑¿Va usted a decir Misa? ¿Quiere rezar por una intención mía?

Don Casimiro quedó asombrado. Prometió rezar, y lo hizo. Después llegaron a ser muy amigos, y recordó siempre con cariño aquella primera conversación.

No fue un caso aislado. Aquel joven sacerdote hizo lo mismo con mucha gente que no conocía. Más de una vez, también por la calle, cuando veía la honradez cristiana en el rostro de tantas personas, les decía que rezaran por una intención suya que iba a ser para mucha gloria de Dios. Entonces estaba aún la Obra en su fase de gestación. Con el tiempo, sabrían que habían estado pidiendo por el Opus Dei.

José María González Barredo iba a Misa al Patronato de Enfermos (en la calle de Santa Engracia), y relata que un día el Fundador del Opus Dei, que estaba confesando allí, se le acercó para pedirle que rezase por una intención suya especial. El tono le impresionó y, aunque se fue de Madrid por una temporada larga, siguió encomendando a Dios todos los días, sin dejar ninguno, ese asunto que él no conocía, de un sacerdote a quien tampoco conocía.

Mons. Escrivá de Balaguer supo ser consecuente con lo que había anotado cuando tenía menos de treinta años y publicó después, en 1934, en una de sus Consideraciones Espirituales: Después de la oración del Sacerdote y de las vírgenes consagradas, la oración más grata a Dios es la de los niños y la de los enfermos. Por eso, buscó entre los enfermos y los niños más desamparados de Madrid fortaleza para seguir adelante.

Miles de personas, en fin, tienen grabada su imagen en sus correrías apostólicas por todo el mundo, alargando el brazo y extendiendo la mano...

Yo os pido así, como pide un pobrecito por la calle, que recéis por mí ‑como una limosna que me hacéis‑, para que el Padre sea bueno y sea fiel.

Frente a lo que pudiera parecer a primera vista, esta insistencia era justamente fruto de la filial confianza en Dios: un Dios cercano, un Dios ‑como enseñó siempre‑ que no está solamente allá arriba, donde brillan las estrellas, sino que está de continuo junto a nosotros ‑más aún, en nosotros‑, como un Padre que ama ardientemente a sus hijos. La oración era consecuencia de esa proximidad, manifestación de cariño de hijo, que gusta estar con su padre, para aprender de sus gestos y recibir de sus riquezas.

Así, hasta la muerte. El Consiliario del Opus Dei en España, en los funerales que se celebraron en Madrid, evocaba una conversación durante su última estancia en España, en mayo de 1975. Decía don Florencio Sánchez Bella: "Me hablaba de su muerte: me consta que, desde que era sacerdote muy joven, meditaba a diario sobre este tema, y pedía que se rezara por su alma. Era consciente de que ‑como a todos‑ el Señor podía llamarle en cualquier momento, y me pedía de nuevo, con cariño y con fuerza, que rezáramos mucho por él, en cuanto supiéramos de su fallecimiento. Mendigaba así, una vez más, la limosna de la oración, para que el Señor tuviera misericordia con él".

Ante la muerte, su actitud era la misma que ante la vida: oración filial y confiada, pero tenaz y perseverante, como tantas veces había indicado a los socios de la Obra:

¡No hay más remedio que perseverar! ¡Pedid, pedid, pedid! ¿No veis lo que hago yo? Trato de practicar este espíritu.

Cuando quiero una cosa, hago rezar a todos mis hijos; les digo que ofrezcan la comunión, el rosario, tantas mortificaciones y tantas jaculatorias, ;miles! Y Dios nuestro Señor, si perseveramos con perseverancia personal, nos dará todos los medios que necesitamos para ser más eficaces y extender su Reino en el mundo.

 

 
 
 
 
 

Todo es para bien, cuando se ama a Dios. Omnia in bonum! Es una síntesis rápida de lo que escribió San Pablo: "Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman" (Rom., VIII, 28). Y es una jaculatoria, un pensamiento dirigido a Dios, en el que Mons. Escrivá de Balaguer encontraba el sosiego y la confianza de los que se saben hijos de Dios, la serenidad que difundía por todas partes.

Al Monasterio de Agustinas Recoletas de Santa Isabel se ofreció como Capellán, en momentos azarosos de la vida española, después de la quema de conventos de 1931. Sor María del Buen Consejo, religiosa de aquella comunidad, siempre lo vio como "un sacerdote ejemplar, muy fervoroso, con grandísimo recogimiento, que hacía compatible con la naturalidad y la alegría". Tiene grabada "su manera de reírse, quitando importancia a las cosas, serenando el ambiente".

Era también la época en que acudía asiduamente al Hospital del Rey. Sor Isabel Martín formaba parte de la comunidad de Hijas de la Caridad que trabajaba en aquel hospital de infecciosos. No ha olvidado el gozo que emanaba de su persona: "estábamos deseando que llegara, en aquella etapa de inseguridad y de probable y próxima persecución". No era nada grato el ambiente en que se desarrollaba la labor de aquellas monjas. Ni siquiera podían tener oficialmente capellán. Para sor Isabel, "hacía falta ser muy valiente para ejercer el ministerio sacerdotal. Pero don Josemaría Escrivá no tenía respeto humano de nadie ni de nada. Era hombre con suficiente fe sobrenatural y suficiente valor humano".

Su alegría, en medio de las más tremendas dificultades, tendría especial relieve ‑por contraste‑ cuando llegó la guerra de España. Se ha aludido ya a esa etapa de su vida en algunas páginas, y podrán verse más detalles en el capítulo próximo. Baste ahora apuntar que, tampoco entonces, dejó de abandonarse en las manos de Dios.

Cuando estalló la guerra, en julio de 1936, don Ricardo Fernández Vallespín estaba en Valencia. Acababa de llegar, para decidir los detalles del alquiler de una casa, con destino a residencia de estudiantes. Las comunicaciones entre Madrid y Valencia quedaron cortadas. Supo, sin embargo, que el 20 de julio la lucha más violenta en Madrid había tenido lugar en el Cuartel de la Montaña, situado justamente enfrente de la residencia del Opus Dei, en la calle de Ferraz, 16: "La formación que habíamos recibido nos había preparado para enfrentarnos sin desánimo ante esta terrible situación. Estábamos convencidos de que la Obra saldría adelante de esta tormenta, pero éramos humanos y no podíamos menos de sufrir pensando en los peligros que corrían en Madrid el Padre y los demás". Hasta el mes de abril de 1937 no pudo ir a la capital de España. Por aquellos días, el Fundador de la Obra estaba refugiado en un piso, bajo la protección diplomática de Honduras. Cuando Fernández Vallespín fue a verle, acompañado por Isidoro Zorzano, le impresionaron dos cosas: una, su delgadez; otra, ver cómo, con el espíritu de siempre, le animaba por encima de todo a perseverar en el cumplimiento de las normas de piedad que había recomendado a los socios del Opus Dei. En medio de las dificultades, no perdía el norte, y seguía enderezando las almas hacia Dios.

Fue una actitud constante en su vida, que se compendia en la idea que hizo meditar en muchas ocasiones:

‑Nunca pasa nada, aunque se mueva el pavimento; sólo la infidelidad, romper la unión con Dios, es lo grave.

"He tenido la fortuna ‑asegura don Antonio Rodilla‑ de conversar con él muchas y detenidas veces: no recuerdo ni una sola en que la conversación no fuera un continuado acto de fe". Su alegre esperanza "estaba paradójicamente estimulada por la pena de sentirse pecador". Esa actitud le recordaba a don

Antonio la reacción de euforia que se produce en el que sale con vida de un accidente mortal. Cualquier pena le empujaba a la oración: en ella se afirmaba su paz y su gozo. El Fundador de la Obra era campeón en la fe.

No le faltaron penas en sus 73 años de vida. Aunque sólo muy de tarde en tarde se le escapaba alguna palabra sobre éstas. Como aquel 28 de marzo de 1950, fecha de sus bodas de plata sacerdotales en que manifestaba a unas asociadas de la Obra en Roma:

‑Ha sido un día plenamente feliz, cosa no corriente en las fechas destacadas de mi vida, en las que el Señor siempre ha querido mandarme alguna contrariedad.

Y como para quitar importancia a estas últimas palabras, agregaba con una sonrisa:

‑Hasta en el día de mi Primera Comunión, al peinarme el peluquero, me hizo una quemadura con la tenacilla. No era una cosa grave, pero para un niño de aquella edad, era bastante.

Monseñor Escrivá de Balaguer supo mucho de dolores Porque no esquivó el bulto. Y, aunque eran anchas sus espaldas, a veces le abrumaba el peso de su tarea en servicio a toda la Iglesia y a las almas. Hasta sentirse giboso... En junio de 1974, se refería a un cuadro que hay en la sede central de la Obra, en Roma, sobre la puerta que da a un oratorio dedicado a la Sagrada Familia.

Es de un pintor de cuarta o quinta fila ‑se llama Del Arco‑, del tiempo de Velázquez, más o menos: representa un Cristo coronado de espinas, que está giboso, ¡giboso!... ¡giboso!... Como yo me he visto giboso muchas veces, cansado, reventado, llegando al atardecer de esa manera, me consuela mucho pensar en la imagen de Cristo Jesús, tal como viene en ese cuadro. Él era la hermosura, la fortaleza, la sabiduría..., y allí ‑atado a la Columna‑ estaba así. De modo que si alguna vez pesa, y os sentís gibosos, acordaos de Jesús. Jesús, reventado. Jesús que tiene hambre. Jesús que tiene sed. Jesús que se cansa. Jesús que llora. Jesús que sabe ser amigo de sus amigos... Y, sobre todo, Jesús con María y José: es ya el colmo. ¡Id ahí, id ahí! ¡Aprended! Y entonces andaremos bien.

No es difícil imaginar la vibración de su voz pausada en esos momentos, como para grabar en las almas la imagen del Señor en cada uno de esos instantes de su vida terrena. Seguir los pasos de Jesús era ‑y será‑ la solución de todos los problemas y dificultades. El Fundador del Opus Dei podía hablar por experiencia propia, cuando añadía:

‑No os hagáis ilusiones. Sólo con medios humanos, iremos al fracaso en todo. En cambio, con medios sobrenaturales, saldremos adelante siempre. Porque dificultades habrá, tiene que haberlas. No estamos..., desgraciadamente, en la gloria: estamos en la tierra, y tenemos defectos.

Se expresaba con el realismo del que conoce la clave para encontrar gozo en el dolor: saberse hijo de Dios y vivir como tal. La alegría tiene sus raíces en forma de cruz, enseñó. Y durante muchos años, apuntaba al comienzo de su epacta ‑el calendario litúrgico que usan los sacerdotes para saber qué Misa deben o pueden celebrar, y qué partes del Oficio Divino han de leer jaculatoria expresiva: in laetitia, nulla dies sine cruce! (¡con alegría, ningún día sin Cruz!).

Había escrito en Camino, 217: Te quiero feliz en la tierra. ‑No lo serás si no pierdes ese miedo al dolor. Porque, mientras "caminamos", en el dolor está precisamente la felicidad. Fue feliz en medio de infinidad de dolores físicos y morales. No era fácil advertirlos, porque no le hacían perder el buen humor, porque vivía lo que enseñaba: que muchas veces, la mejor mortificación era una sonrisa. Y resulta especialmente difícil sonreír cuando el cuerpo está rendido. Muy probablemente, esa idea ascética ‑la sonrisa como la mejor de las mortificaciones la aprendió Mons. Escrivá de Balaguer de su padre, don José, al que nunca había visto triste, aunque fue tratado por el Señor como el Santo Job.

Que estén tristes los que no saben que son hijos de Dios. En la vida del cristiano no puede caber la tristeza, el miedo, la queja, porque sus tesoros son justamente: hambre, sed, calor, frío, dolor, deshonra, pobreza, soledad, traición, calumnia, cárcel... (cfr. Camino, 194). A su lado muchos aprendieron a no tener miedo a nada ni a nadie, ni a Dios ‑subrayaba‑ que es nuestro Padre y nos quiere más que todos los padres y las madres juntos de la tierra. Y, por eso, llevó fortaleza cristiana a cientos de enfermos, a los que ayudó a morir santamente, con la alegría del que sabe por la fe que morir es ir al encuentro del Padre divino. De sus años en el Hospital del. Rey, sor Isabel Martín describe "a enfermas jóvenes, tuberculosas, que recuperaban incluso la alegría humana aunque fuesen conscientes ¿le que iban a morir. Pero aceptaban la muerte sin tragedia, con naturalidad, con esperanza. Incluso cuidando su aspecto personal para tener la paz de no entristecer a los de alrededor y presentarse con gozo ante Dios.

El Fundador del Opus Dei mostró con su ejemplo que quienes se deciden a seguir las huellas de Jesucristo, no tienen miedo a la vida, ni miedo a la muerte. Y es que quien vive de veras cono hijo de Dios no puede temer la muerte. Recientemente, abriendo el corazón a unos socios de la Obra, en Roma, les decía:

Era muy joven cuando escribí ‑y lo repetiré ahora, con paladeo de miel‑ que Jesús no será mi Juez ni el vuestro: será Jesús, un Dios que perdona.

Le gustaba una canción italiana de los años cincuenta, porque le hacía pensar en su futuro paso al Cielo:

Aprite le finestre al nuovo sole, é primavera, é primavera. Aprite le finestre al nuovo sole, é primavera, é festa dell'Amor.

Muchos conocieron un deseo que manifestó más de una vez: que después de recibir la Extremaunción ‑si el Señor tiene misericordia de mí‑, me canten esa canción. Me llevará perfectamente dispuesto a ir al encuentro de Dios. Me ayuda a hacer oración.

En aquellos años cincuenta, ya en Roma, se agudizó la diabetes que padecía. En 1974 lo detallaba:

Hice que colocaran un timbre en mi habitación, al alcance de la mano. Dije: por lo menos, sueno; y, al oír el escándalo, os venís a darme la Extremaunción. Aquel timbre, una vez puesto en movimiento, tienen que ir lejos a pararlo.

Llegaba la noche, y pensaba: Señor, no sé si me levantaré mañana; te doy gracias por la vida que me concedas, y estoy contento de morir en tus brazos. Espero en tu misericordia. Por la mañana, al despertarme, el primer pensamiento era el mismo.

La situación era muy difícil. Los análisis daban cada semana idénticos y graves resultados, a pesar del riguroso régimen alimenticio y de la alta dosis de insulina que se le aplicaba. El 27 de abril de 1954, poco antes de la una de la tarde, estaba con don Álvaro del Portillo. Acababan de inyectarle insulina retardada: era la hora habitual y se sentía bien. De repente, a poco de recibir la inyección, sufrió un shock anafiláctico. Antes de perder el sentido, en segundos, exclamó, dirigiéndose a don Álvaro:

‑La absolución, la absolución.

Todo sucedió con tal rapidez, sin ningún síntoma previo que pudiera hacer sospechar un desenlace tan grave, que don Álvaro del Portillo no le entendió. ‑¿Qué solución?, le preguntó. Y Mons. Escrivá de Balaguer, como para urgirle, respondió con las primeras palabras de la fórmula: ‑Ego te absolvo... Segundos después, quedó inconsciente.

Don Álvaro del Portillo intentó luego reanimarlo. Pidió azúcar ‑pensando que podía ser un coma hipoglucémico‑, y trató de hacerle tragar un poco, sin conseguirlo, por la rigidez de la mandíbula. Entretanto se había producido tal cambio de color en el rostro de Mons. Escrivá de Balaguer que, aunque avisó inmediatamente podría hacer.

Dios quiso que volviese en sí al cabo de unos quince minutos, antes de llegar el médico. Esa misma tarde, cuando recuperó la vista ‑la había perdido durante varias horas‑, llamó a las tres asociadas de la Obra que habían sabido por don Álvaro del gravísimo percance y seguían alarmadas. Quería tranquilizarlas y, para alejar todas sus preocupaciones, se puso a hacer un trabajo en el que necesitaba su colaboración.

Aquellas personas no han olvidado esta lección de serenidad y de abandono en los brazos de Dios.

Es de interés hacer notar que, desde aquel día, Mons. Escrivá de Balaguer no sufrió más a causa de la diabetes, enfermedad que, sin embargo, está considerada clínicamente como irreversible.

 

 
 
 
 
 

Pero sería falso pensar que el Fundador del Opus Dei recurría a la filiación divina sólo en los momentos difíciles. Al contrario, ser ‑saberse‑ hijo de Dios era una realidad tan profunda, que penetraba toda su vida. Escribía en Consideraciones Espirituales: Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos. Y nunca dejó de insistir en la necesidad de pararse a pensar frecuentemente, cada día, en esta gran realidad. Porque saberse hijo de un Padre que es Dios, además de consolar, estimula a una conducta mejor. Lo refleja bien esta otra consideración espiritual de 1934:

Los hijos... ¡Cómo procuran comportarse dignamente cuando están delante de sus padres!

Y los hilos de Reyes, delante de su padre el Rey, ¡cómo procuran guardar la dignidad de la realeza!

Y tú... ano sabes que estás siempre delante del Gran Rey, tu Padre‑Dios?

Mons. Escrivá de Balaguer dirigía estas enseñanzas a todos, también a los socios del Opus Dei. El 24 de mayo de 1974, les decía en Sáo Paulo:

‑El Señor quiere que estemos en e1 mundo y que lo amemos, sin ser mundanos. El Señor desea que permanezcamos en este mundo ‑que ahora está tan revuelto, donde se oyen clamores de lujuria, de desobediencia, de rebeldías que no llevan a ninguna parte‑, para que enseñemos a la gente a vivir con alegría. La gente está triste. Hacen mucho ruido, cantan, bailan, gritan, pero sollozan. En el fondo del corazón, no tienen más que lágrimas: no son felices, son desgraciados. Y el Señor, a vosotros y a mí, nos quiere felices.

Para casi todos los presentes, era la primera vez en su vida que estaban junto al Fundador del Opus Dei, y quizá no imaginaban la capacidad de Mons. Escrivá de Balaguer para cifrar en dos palabras, como hizo entonces, la historia de una vocación bien vivida:

‑Seremos felices, si luchamos y vencemos. Cada uno de vosotros tiene una experiencia personal, como la tengo yo. Cada uno de vosotros sabe que, todos los días, hay una porción de batallas.

Y terminaba con una afirmación de optimismo:

‑Sé que todos estáis decididos a luchar. Sé que ninguno de vosotros es cobarde, que todos sois valientes, que no tenéis miedo...

Porque ‑no importa repetirlo‑ un hijo de Dios no puede tener miedo... Saber que Dios es Padre hace serena la entrega y confiada la lucha interior. Este sentido de la filiación divina, siendo característica general de la vida cristiana, tomó, sin embargo, una forma peculiar e intensa en la vida del Fundador y del Opus Dei en un momento bien preciso de 1931:

En momentos humanamente difíciles, en los que tenía sin embargo la seguridad de lo imposible ‑de lo que hoy contempláis hecho realidad‑, sentí la acción del Señor que hacia germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba  Pater! Estaba yo en la calle, en un tranvía: la calle no impide nuestro diálogo contemplativo; el bullicio del mundo es, para nosotros, lugar de oración.

 Sucedió así, en un día de mucho sol, en un tranvía que había tomado en Atocha. Era una luz nueva, que iluminaba desde otro ángulo aquello que ya había visto claro el 2 de octubre de 1928: el cristiano puede ‑debe‑ ser santo en medio y a través de las cosas ordinarias de la vida ‑la profesión, la familia, los amigos‑, sin necesidad de salir de su sitio.

A esto se refería el Fundador del Opus Dei cuando enseñaba a aquellos universitarios y a aquellos obreros que venían junto a mí por los años treinta, que tenían que saber materializar la vida espiritual. Quería apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces y ahora, de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas.

;Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser ‑en el alma y en el cuerpo‑ santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales.

No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca.

Don Ricardo Fernández Vallespín ha relatado un caso práctico de cómo materializaba el Fundador del Opus Dei la vida espiritual. Antes de pedir su admisión en la Obra, don Ricardo había hecho la promesa ‑aún sin cumplir‑ de ir a la ermita de Sonsoles (Ávila) desde Madrid. Don Josemaría le dijo que, aunque podría dispensarle de ella, la cumpliría, y él le acompañaría, pero haciendo la peregrinación de una manera distinta a como don Ricardo había pensado inicialmente.

Un día de la primavera de 1934 fueron de Madrid a .Ávila en tren. Les acompañaron José María González Barredo, y Manuel Sainz de los Terreros. Desde Ávila emprendieron el camino de Sonsoles rezando cinco misterios del Rosario; en la ermita rezaron otros cinco y, al regresar, los restantes. El camino era de tierra, polvoriento, aunque podían circular automóviles. Hay un momento en que se divisa la ermita, luego una pequeña colina la oculta, pero, siguiendo adelante, al acabar la cuesta, la ermita vuelve a aparecer. Pocos días más tarde el Fundador del Opus Dei, en una de las meditaciones que les dirigía, les hizo considerar que lo mismo ocurre en la vida interior. Hay temporadas en que no se ve la meta, y todo se hace "cuesta arriba" Pero si eran fieles y dóciles, encontrarían el premio al coronar la cuesta, volviendo a ver. Y así tendrían paz y felicidad.

A Natividad González don Josemaría le contó la historia de Juan el lechero, ocurrida en la iglesia del Patronato de Santa Isabel. Juan repartía sus cántaras por el barrio, con un carro de mano. Don Josemaría, desde el confesonario, oía, siempre a la misma hora, un ruido que resonaba en el silencio de la mañana. Hasta que un día salió a ver qué pasaba. Y encontró a Juan, con sus cántaras, en la puerta de la iglesia. Entraba un momento y decía: ‑Jesús, aquí está Juan, el lechero. El Fundador del Opus Dei se pasó el día diciendo esta jaculatoria: ‑Señor, aquí está este desgraciado, este sacerdote desgraciado, que no te sabe amar como Juan el lechero. Se había conmovido mucho. La actitud de aquel hombre del pueblo era una manera preciosa de hacer oración. Y aprendía de él, y empleaba la historia de Juan el lechero, para que las personas que trataba aprendieran, también, a acercarse a la oración con esa naturalidad y confianza.

Otra escena se le quedó grabada a don Avelino Gómez Ledo, cuando, años después de su época en la residencia de la calle de Larra, se encontró casualmente por la calle al Fundador del Opus Dei. Fue cerca de la Plaza de Cibeles, por donde está el Banco de España. Don Avelino no tuvo duda de que el Padre ‑envuelto en su manteo, como si las propias vueltas del manteo le ayudasen a recogerse‑ iba rezando por la calle, unido con Dios, por la acera de aquel paseo madrileño.

Don Josemaría enderezó a muchas almas por caminos de vida interior, perfectamente normales, sencillos, recios, auténticos, también humanos, sin rarezas ni complicaciones. Toda su vida, toda su predicación, todo el espíritu del Opus Dei rebosa ese tono amable ‑no por ello menos exigente‑, consecuencia del trato filial con Dios. Basten aquí, como leve muestra, estas consideraciones de Camino, que han ayudado a miles de hombres y mujeres a comenzar a hacer oración:

¿Que no sabes orar? ‑Ponte en la presencia de Dios, y en cuanto comiences a decir: "Señor, ¡que no sé hacer oración!...", está seguro de que has empezado a hacerla (Camino, 90).

Me has escrito: "orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?" ‑¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias..., ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio.  

En dos palabras: conocerle y conocerte: "¡tratarse!" (Camino, 91).

Cuando alguno le decía que se encontraba frío, que nada sentía, que ir a Misa, rezar, ofrecer a Dios el trabajo o hacer un rato de oración en ese estado, le parecía una comedia, Mons. Escrivá de Balaguer proponía ‑con palabras muy parecidas a las que siguen‑ la deliciosa e ingenua historia de aquel juglar de las Cantigas del Rey Alfonso, que, movido por el deseo de amar más a Dios, ingresó en un monasterio.

Día tras día, el titiritero rebuscaba en su escaso haber, para hallar alguna excelencia con que honrar a la Santísima Virgen, como hacían los otros frailes, con su estudio, con su voz, con su,, manos. No tenía letras, ni sabía hacer nada aquel fraile. Y un di,¡ sus pensamientos le hicieron sonreír. En el mundo, aunque pobremente, él se ganaba la vida con unas habilidades aprendidas desde niño: tiraba unos bolos al aire, daban volteretas, y loes recogía todos, sin caérsele ninguno. Y reían los niños y se entretenían los mayores. Al fraile ‑así pensaba‑ le parecía desproporcionado ganarse el cielo con lo que antes se ganaba la vida. Pero no quena ganar nada ahora: sólo honrar a la Señora... Por las noches, salía a hurtadillas de su celda, y se ponía delante del rostro maternal y comprensivo de la Virgen. Daba volteretas N sus dedos trenzaban mil juegos de manos. Hasta que un día le descubrió el Superior. Pero nada le dijo. Y el fraile titiritero continuó haciendo oración, a su manera.

No os escondo ‑puede leerse en una homilía pronunciada el 5 de abril de 1964‑ que, a lo largo de estos años, se me han acercado algunos, y compungidos de dolor me han dicho: Padre, no sé qué me pasa, me encuentro cansado y frío; mi piedad, antes tan segura y llana, me parece una comedia... Pues a los que atraviesan esa situación, y a todos vosotros, contesto: ¿una comedia? ¡Gran cosa! El Señor está jugando con nosotros como un padre con sus hijos.

(...) Quédate tranquilo: para ti ha llegado el instante de participar en una comedia humana con un espectador divino. Persevera, que el Padre, y el Hijo, y el Espíritu Santo, contemplan esa comedia tuya; realiza todo por amor a Dios, por agradarle, aunque a ti te cueste.

¡Qué bonito es ser juglar de Dios! ¡Qué hermoso recitar esa comedia por Amor, con sacrificio, sin ninguna satisfacción personal, por agradar a Nuestro Padre Dios, que juega con nosotros! Encárate con el Señor, y confíale: no tengo ningunas ganas de ocuparme de esto, pero lo ofreceré por Ti. Y ocúpate de verdad de esa labor, aunque pienses que es una comedia. ¡Bendita comedia! Te lo aseguro: no se trata de hipocresía, porque los hipócritas necesitan público para sus pantomimas. En cambio, los espectadores de esa comedia nuestra ‑déjame que te lo repita‑ son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, la Virgen Santísima, San José y todos los Ángeles y Santos del Cielo.

Juglar a lo divino, escribía de Mons. Escrivá de Balaguer el poeta José Ramón de Dolarea, en un periódico peruano de la ciudad de Piura (El Tiempo, 14 de julio de 1975). Porque ante miles de personas hizo de juglar de Dios, en los años setenta, como le vimos en Barcelona, el 25 de noviembre de 1972:

El gimnasio de la Escuela Deportiva Brafa había sido convertido en auditorio. Cerca de 4.000 personas estaban allí aquella tarde, todas jóvenes. Se sucedían las preguntas. Desde el fondo, uno se refirió al peligro de "volverse blandos, como el requesón", en vez de ser duros, para poder responder al Señor cuando pide cosas que exigen sacrificio. Y el Fundador del Opus Dei se apoyó en el ejercicio, en el deporte que se hace en Brafa. Y en las recientes Olimpiadas... Se encontraba en tierra italiana, a unos cuatro kilómetros de Suiza, y las veía a veces por televisión.

Empezó a describir ‑ a revivir‑ las aventuras y desventuras del saltador de pértiga: primero se medía, miraba; luego se concentraba, se relajaba; finalmente saltaba y volvía con la cabeza gacha. Y otro intento, y otro fracaso. Hasta que al fin podía. Los gestos de Mons. Escrivá de Balaguer imitaban, con mucha gracia, los movimientos y las expresiones que tantas veces habíamos visto en los atletas. La gente seguía, entre divertida y embebida, la "representación". Perdonadme si hago un poco... el juglar de Nuestro Señor. Porque, al final, ;podían! Pues, nosotros, con la gracia de Dios, que es la mejor pértiga, y la única pértiga que tiene el cristiano, nos saltamos lo que sea. Y nos endurecemos. Y hacemos las maravillas que hacen estas criaturas aquí.

No es fácil encontrar un modo más natural, amable, divertido y exigente de urgir a la lucha interior, con don de lenguas, a la gente joven. Ese cuadro del saltador de pértiga es buena muestra de la pedagogía deportiva de la lucha ascética tan característica del espíritu del Opus Dei, del ascetismo sonriente connatural a Mons. Escrivá de Balaguer, a todo auténtico hijo de Dios.

Proponía un modo de esforzarse por hacer la voluntad de Dios que, de hecho, venía a dar un giro copernicano en el planteamiento convencional de la lucha interior. Durante años ‑incluso, siglos‑ muchos escritores ascéticos y directores de almas habían de ordinario cargado las tintas en los aspectos negativos del cristianismo. Se insistía demasiado en el cumplimiento del deber a palo seco, por miedo a la sanción divina que todo pecado lleva consigo. Se olvidaba habitualmente, en la práctica, que el cristiano es hijo de Dios, y que un hijo debe a su padre piedad, reverencia, afecto, e incluso temor: pero temor filial ‑explicaba Mons. Escrivá de Balaguer‑, pena por el disgusto que se le da, nunca miedo, en el sentido literal y usual del término.

Se entiende que a los primeros que se acercaron al Fundador del Opus Dei, esa insistencia en la alegría de los hijos de Dios les diera paz interior, serenidad, para afrontar con luces radicalmente diversas, las peleas que ‑cara a Dios‑ tenían que batallar en medio del mundo, en su trabajo, en su casa, en plena calle. La filiación divina traía nuevo sentido a la oración, a la vida de piedad, al sacrificio, al servicio a los demás, a la fraternidad, al apostolado, a las penas y a las preocupaciones, a los triunfos y a las derrotas, al pasado y al futuro.

De un modo muy especial, centraba la posibilidad de santificarse en la vida ordinaria, sin salirse del mundo, sin tener tampoco miedo al mundo, porque Jesucristo había rogado a su Padre: "No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del mal" (lo., XVII, 15). El cristiano debía considerar el mundo como creación divina, algo salido de las manos de Dios Padre, que entregaba a sus hijos como heredad (cfr. Ps., II, 8). Era, por tanto, bueno, salvo que los hombres lo hiciésemos malo por el pecado, precisaba el Fundador del Opus Dei.

Desde esta perspectiva, es más fácil comprender que todos los enfoques apostólicos de Mons. Escrivá de Balaguer fuesen siempre positivos, nunca negativos. El realismo ‑la comprobación de la realidad del mal en el mundo‑ no le llevaba a pesimismos derrotistas. Porque, fiado en Dios, no tenía miedo a nada ni a nadie. Y quien no tiene miedo no ve enemigos. De ahí que repitiera siempre que el Opus Dei no es anti‑nada, ni anti‑nadie. Todo su apostolado podía resumirse en una frase bien gráfica: ahogar el mal en abundancia de bien.

Con los años, personas que sin ser de la Obra la miraban con afecto, la contemplarían como una posible solución contra esto o aquello: todo en función de los grupos o movimientos a que esas personas, con toda su buena fe, achacaban los males de la religión o de la Iglesia. Igual da que fuese la masonería o el comunismo, la Institución Libre de Enseñanza ‑en el caso de la Universidad española en el primer tercio del siglo XX‑, o el más frío laicismo de otros países. Pero no era ése el espíritu del Fundador del Opus Dei, que ya en 1934 había escrito, en la primera de sus Consideraciones Espirituales:

 Que tu vida no sea una vida estéril. ‑Sé útil. ‑Deja poso. ‑Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor.

Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. ‑Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que lleva! en el corazón.

Cuarenta años después, seguiría manteniendo esta idea central con palabras distintas:

No tengas miedo al mundo paganizado, porque el Señor nos busca justamente para que seamos levadura, sal y luz en medio de este mundo. No te preocupes, que el mundo no te hará daño, a no ser que a ti te dé la gana. Ningún enemigo de nuestra alma puede nada, si nosotros no queremos consentir. Y no consentiremos, con la gracia de Dios y la protección de Nuestra Madre del cielo.

Sed piadosos. Sed rezadores. Una vez, estaba yo preocupado por las circunstancias de una nación determinada, y decía: Dios mío, ¿qué pasará allí? Justamente porque el ambiente era muy malo. Y vino uno de los Directores y me dijo: Padre, esté tranquilo, porque somos muy rezadores. (...) Sed rezadores, y no tengáis miedo del mundo paganizado. Quitaremos el paganismo del mundo, con la oración.

Pero no hay que pensar sólo en los riesgos de un ambiente hostil. Muchas veces, lo que dificulta la vida cristiana no son los grandes enemigos de fuera, sino simplemente la premura de tiempo, el agobio que deriva del exceso de trabajo o del pluriempleo, el sentir como una incapacidad física para llegar a todas las cosas. Hay momentos en que uno puede dejarse llevar por el nerviosismo, y perder el punto de mira, el norte sobrenatural, que debe dirigir todo lo que se hace, también lo más humano.

Ese desasosiego roba la presencia de Dios y puede romper la perspectiva, de tal manera que se llegue a pensar que no tiene sentido dejar un trabajo muy urgente para dedicar en exclusiva unos minutos a la oración, a la vida de piedad... Se pierde entonces, no sólo la oportunidad de santificar el propio esfuerzo, sino que, en la práctica, y no es paradoja, disminuye la eficacia en el trabajo, el aprovechamiento del tiempo.

Por eso, el Fundador del Opus Dei, que tanto sabía de urgencias en su trabajo, no dejaba pasar una: si para los padres de familia su trabajo más importante tenía que ser la dedicación a sus propios hijos, enseñó a todos que para un hijo de Dios la vida de piedad, el trato con el Padre, era siempre el trabajo más urgente, el más importante, el único que no podía diferirse.

Quedaba muy claro en aquellas palabras que pronunció en una homilía bien conocida, la del 8 de octubre de 1967, en el campus de la Universidad de Navarra:

Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria...

 

 
 
 
 
 

No hagas caso. ‑Siempre los "prudentes" han llamado locuras a las obras de Dios.

‑¡Adelante, audacia! (Camino, 479).

 

Sin embargo, la audacia no es imprudencia, ni osadía (cfr. Camino, 401).

El Fundador del Opus Dei aprendió a abandonar en las manos divinas sus preocupaciones: Los niños no tienen nada suyo, todo es de sus padres..., y tu Padre sabe siempre muy bien cómo gobierna el patrimonio. Esta confianza en Dios no le llevaba a eludir su responsabilidad personal. Todo lo contrario: precisamente porque confiaba en Dios no podía despreciar ningún medio humano. Era lo más opuesto al carismático vacío de doctrina, al visionario irresponsable. Decía en broma que no era profeta, ni hijo de profeta. Pero repetía el electi mei non laborabunt frustra del Profeta Isaías (65, 23): el trabajo de los hijos de Dios siempre dará fruto.

La prudencia de Mons. Escrivá de Balaguer es contrapunto ineludible para entender en profundidad como vivió su filial relación con Dios, fuente de alegría, de paz, de serenidad, de audacia..., y a la vez base donde se apoyaban sus esfuerzos, sus agotadoras jornadas de trabajo.

En el capitulo tercero he aludido a la más importante manifestación de la prudencia sobrenatural del Fundador del Opus Dei: no querer ser fundador; poner los medios humanos, para comprobar que aquello que Dios le pedía no estaba ya organizado; actuar con la venia y con la bendición del Obispo de Madrid; buscar en el tiempo oportuno la aprobación de la Obra; desvivirse siempre ‑una vez clara la voluntad divina‑ para sacarla adelante.

Hay luego un conjunto inabarcable de aspectos heroicos y menores de la prudencia de Mons. Escrivá de Balaguer, perfectamente compendiados en el lema ‑Alma, calma‑ de su escudo familiar.

No era indeciso, pero sabía esperar. Le costaba mucho, por la viveza de su carácter. Alguna vez, casi recién llegado a Roma, le oyeron: ‑He aprendido a esperar: no es poca ciencia.

Maduraba las decisiones, sin improvisación ni ligereza. Así lo vivía, y así lo inculcó siempre a los que con los años ocuparon tareas de dirección dentro del Opus Dei. Usaba a menudo una frase gráfica, previniéndoles ante el peligro del apresuramiento: las cosas urgentes pueden esperar; las muy urgentes, ésas deben esperar... Era un modo práctico de distinguir lo importante de le, urgente: porque lo que no puede ni debe aguardar es le: verdaderamente importante, aunque no urja en apariencia.

No tenía así prisas en el trato con las personas. Las almas, como el buen vino, mejoran con el tiempo. Esperaba también cuando le apremiaba la indigencia de tantas almas, y, sin embargo, por las razones que fuera, apenas podía hacerse nada. No se veían las plantas cubiertas por la nieve. ‑Y comentó, gozoso, el labriego dueño del campo: "ahora crecen para adentro". ‑Pensé en ti: en tu forzosa inactividad... Dime: ¿creces también para adentro? (Camino, 294).

Su prudente dar tiempo al tiempo ‑calma‑ era compatible con el coraje y la impaciente rapidez ‑alma‑ con que se ponía en marcha, en cuanto tenía claro lo que Dios quería, cómo lo quería, y que lo quería ya. El Cardenal Tedeschini juzgaba que Mons. Escrivá de Balaguer era, entre las personas que había conocido, la que estaba más pendiente de los planes de Dios, para llevarlos a la práctica inmediatamente. Sabía esperar, pero cuando llegaba el momento de decidir o de hacer, no se concedía ningún plazo. Daba la impresión de no tener inercia.

            Las asociadas del Opus Dei pudieron comprobarlo en los comienzos de su labor. Aún eran pocas, y, llenas de afán apostólico, pero con poca experiencia todavía, estaban deseosas de multiplicar las actividades. ¡Calma! ¡Calma!, solía repetirles el Fundador. Pocos años después, cuando estuvieron preparadas, les animaría con una frase muy distinta: ¡De prisa! ¡Al paso de Dios!

Si su audacia no fue imprudencia, su prudencia nunca fue cobardía. En Camino pudo escribir, como de algo que le ha tocado sufrir en la propia carne: No me gusta tanto eufemismo: a. la cobardía la llamáis prudencia.

La Superiora de la Comunidad que atendía el Hospital del Rey, sor Engracia Echeverría, reitera que vivió con valentía, y con prudencia, aquellos difíciles años entre 1931 y 1936. El Fundador del Opus Dei afrontó los problemas que surgían por la oposición al clero con una actitud serena, pero enérgica: "Se veía, desde entonces, que valía para gobernar". A ella le impresionaba esa serenidad en un hombre que era joven, y a la vez "ya muy sensato, muy serio y muy valiente. Muy valiente, en aquellos momentos en que hacia falta coraje y prudencia para imponerse a tanta oposición".

También entre las monjas de Santa Isabel dejó un recuerdo de sacerdote delicado y prudente. En aquel antiguo Patronato Real habla dos Comunidades religiosas distintas: el Monasterio de Agustinas Recoletas, y el Colegio de la Asunción. Antes de ser nombrado Rector del Patronato ‑en 1934‑, don Josemaría era sólo capellán de las Agustinas. Pera de los actos litúrgicos que celebraban en la iglesia del Patronato, podían beneficiarse indistintamente las dos comunidades religiosas: "Su exquisita prudencia ‑en opinión de la Hermana Aránzazu Minteguiaga, religiosa de la Asunción en Pamplona‑, favoreció siempre las

relaciones, que fueron de gran armonía y de ayuda continua en unos momentos en los que acuciaba la persecución religiosa y la destrucción, dentro del país".

Se atenía a la realidad de las cosas. Su prudencia ‑unida también a su sentido de la justicia‑ le hacía saber escuchar. Y acertó a expresar este criterio con una frase gráfica, que recuerdan, incluso, personas que no son del Opus Dei: oír todas las campanas y, a ser posible, conocer al campanero.

Por otra parte, tampoco tenía inercia, por decirlo así, en sus juicios o decisiones: cuando los datos cambiaban, rectificaba con alegría. No era amigo de dictar normas preconcebidas. Prefería que surgieran de la vida, de la experiencia, de la costumbre. Pero no se aferraba a la experiencia. Si aparecían nuevos factores, que exigían ver las cosas de modo distinto, cambiaba fácilmente ‑humildemente‑ su enfoque.

Una manifestación muy importante de esa prudencia sobrenatural ha quedado ‑para siempre‑ en el modo específico que preside la dirección del Opus Dei: la colegialidad. El Fundador tenía clara autoridad. "Era un hombre ‑según el P. Garganta, O.P.‑ que sabía persuadir, sabía hacer reflexionar, pero cuando mandaba, mandaba. Es decir: un hombre excelso en su prudencia rectora, en su prudencia gubernativa". Precisamente por esto, abominaba de la tiranía y del gobierno personal. Muy pronto quedó establecida la colegialidad ‑no sin especial providencia de Dios, solía decir‑ en la dirección del Opus Dei en todos los niveles: central, regional, local. Nunca en ningún sitio manda uno solo: son varias personas quienes toman las decisiones. Muchas veces declaró, incluso en entrevistas periodísticas, que él, como Presidente, era un voto, un voto más, dentro del Consejo General del Opus Dei. Y así se ha practicado siempre: en los organismos centrales de la Asociación, y en la dirección del centro local más incipiente.

Mons. Escrivá de Balaguer tuvo los pies en la tierra, fue realista: porque tenía la sobrenatural certeza de que Dios estaba,: empeñado en que fuera realidad la locura que le había confiado La Obra era de Dios, y el Cielo la realizaría. Sus sueños no eras; irreales. Todo lo contrario: nada más real que el cumplimiento, de un mandato imperativo de Cristo. Nada más prudente que aquella locura.

 

 
 

 

 

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