Capítulo Sexto. El resello de la filiación divina
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Todo fue posible por la ilimitada y filial confianza del Fundador del Opus
Dei en su Padre Dios. Sólo así se explica su fe en lo que para tantos era
locura: también para él. Declara don Ricardo Fernández Vallespin que, a
finales de 1933, el Fundador del Opus Dei les exponía lo que Dios quería
que en el futuro fuese el Opus Dei: ¡una locura! Un sacerdote joven, sin
medios materiales, les movía a poner el mundo entero a los pies de Cristo.
"Y nosotros, que ya no éramos unos chiquillos ‑Isidoro Zorzano tenía la
edad del Padre‑, no dudábamos ni un instante que todo aquello se
realizaría, porque Dios lo quería".
Cuando por aquellos días pidió opinión a un sacerdote, amigo suyo, sobre
el proyecto que tenía de abrir pronto, en la calle de Ferraz, una
residencia de estudiantes, aquel buen sacerdote le objetó que era "como
subirse a un aeroplano y tirarse sin paracaídas".
Las
pretensiones de don Josemaría, a juicio de muchos, no eran razonables.
Tantas veces debió oírlo que en 1934, en Consideraciones Espirituales,
escribió:
Eso ‑tu ideal, tu vocación‑ es... una locura. ‑Y los otros ‑tus amigos,
tus hermanos‑ unos locos...
¿No has oído ese grito alguna vez muy dentro de ti? ‑Contesta, con
decisión, que agradeces a Dios el honor de pertenecer al "manicomio".
Cuarenta años después, un chico joven ‑sólo sé su nombre de pila,
Gilberto‑ le preguntó en Sáo Paulo qué quiso expresar con esas palabras.
Mons. Escrivá de Balaguer le iba contestando. Y de pronto se dirigió a
Gilberto:
‑¿Tú no has visto locos?
Gilberto quedó sorprendido por la pregunta. Se limitó a hacer un gesto
negativo con la cabeza.
‑¿No? ¿No has visto nunca a nadie que esté loco? ¡Mírame a mí!
Gilberto y todos los presentes rieron. Y Mons. Escrivá de Balaguer
continuó:
‑Hace muchos años que decían de mí: ¡está loco! Tenían razón. Yo nunca he
dicho que no estaba loco. ¡Estoy
loquito perdido, pero de amor de Dios! Y te deseo la misma
enfermedad.
Que
el Fundador del Opus Dei entendió de esas locuras del corazón se confirma
leyendo las múltiples referencias que hace en sus obras. En Camino
presenta a aquel chiflado, que besaba los vasos eucarísticos recién
consagrados:
¡Loco! ‑Ya te vi ‑te creías solo en la capilla episcopal en cada cáliz y
en cada patena, recién consagrados, un beso: para que se lo encuentre Él,
cuando por primera vez "baje" a esos vasos eucarísticos
(Camino, 438).
Y
describió el celo apostólico, el amor por todas las almas, como una
chifladura divina, con tres síntomas bien claros: hambre de tratar
al Maestro; preocupación constante por las almas; perseverancia, que nada
hace desfallecer (Camino, 934). En otro pasaje, referido a la táctica
para vencer en las batallas de la lucha interior y de la acción
apostólica, se preguntaba: ¿Hay locura más grande que echar a voleo el
trigo dorado en la tierra para que se pudra? ‑Sin esa generosa locura no
habría cosecha (Camino, 834). Porque, al final, los dementes de verdad
son los que no quieren saborear el amor de Dios hacia los hombres: ¿No
gritaríais de buena gana a la juventud que bulle alrededor vuestro:
;locos!, dejad esas cosas mundanas que achican el corazón... y muchas
veces lo envilecen..., dejad eso y venid con nosotros tras el Amor?
(Camino, 790).
El
Fundador del Opus Dei tuvo la cordura de acometer esa cadena de
imposibles que el Señor le pedía, apoyándose en la realidad de su
condición de hijo de Dios. Esto le daba una fe y una esperanza
inquebrantables. Poco le importaba no ser nada, no valer nada, no tener
nada, según decía de sí mismo, si Dios era su Padre. Poco le importaba
carecer de lo necesario para poner en marcha una nueva actividad
apostólica. Poco le importaban las dificultades ‑reales o imaginarias‑ del
ambiente.
Ismael Sánchez Bella, primer rector de la Universidad de Navarra, resume
los comienzos de ese centro aludiendo a "la desproporción entre los medios
con que se contaba en 1951 y lo que Mons. Escrivá de Balaguer nos había
confiado". Pero esa desproporción "se salvaba con su fe, propia de un
hombre de Dios". Y Edwin Zobel lo corrobora: "Soy testigo de lo que ha
sido capaz de hacer el Opus Dei en mi país y con mis paisanos. Jamás lo
hubiera creído, ni imaginado. Recuerdo la fe tan impresionante del Padre
cuando decía que esperaba con mucha ilusión el fruto apostólico que, con
la gracia del Señor, tenía que cuajar en Suiza". Su fe "superaba todos los
obstáculos".
Don
Josemaría contaba sobre todo con el querer de Dios. Pero no al modo
quietista. Su aceptación rendida de la voluntad divina le llevaba a poner
en primer plano la necesidad de la oración, de la mortificación, del
trabajo hecho cara a Diosa Y murió mendigando oraciones, como hizo siempre
desde los años veinte, convencido de que era el resorte más importante
para mover a las almas. A todos se lo pedía: a sus amigos, a los chicos
que trataba, a sacerdotes y religiosos, a los enfermos que atendía.
Los
testimonios son innumerables. Sor Cecilia Agut, monja clarisa, conoció al
Fundador del Opus Dei en 1935, con motivo de un viaje que realizó a
Valencia. Visitó el Monasterio y les rogó que ofrecieran oraciones para
que el Señor le ayudara: "Me llamó la atención la fe profunda y la
extraordinaria confianza en Dios que se traslucía en sus palabras. Fue tal
la visión sobrenatural y la rectitud de intención con que nos habló, que
desde entonces no hemos dejado de pedir al Señor por el Opus Dei y por su
Fundador".
Don
Casimiro Morcillo, cuando era arzobispo de Madrid, recordaba
perfectamente, al cabo de casi cuarenta años, cómo el Fundador del Opus
Dei le había pedido que encomendara al Señor una intención suya. Tal era
la vibración que había puesto en sus palabras. Sucedió en 1929. No se
conocían. Don Josemaría se cruzaba con él a las seis de la mañana en la
calle de Eloy Gonzalo. Un día lo paró y le dijo:
‑¿Va usted a decir Misa? ¿Quiere rezar por una intención mía?
Don
Casimiro quedó asombrado. Prometió rezar, y lo hizo. Después llegaron a
ser muy amigos, y recordó siempre con cariño aquella primera conversación.
No
fue un caso aislado. Aquel joven sacerdote hizo lo mismo con mucha gente
que no conocía. Más de una vez, también por la calle, cuando veía la
honradez cristiana en el rostro de tantas personas, les decía que rezaran
por una intención suya que iba a ser para mucha gloria de Dios. Entonces
estaba aún la Obra en su fase de gestación. Con el tiempo, sabrían que
habían estado pidiendo por el Opus Dei.
José María González Barredo iba a Misa al Patronato de Enfermos (en la
calle de Santa Engracia), y relata que un día el Fundador del Opus Dei,
que estaba confesando allí, se le acercó para pedirle que rezase por una
intención suya especial. El tono le impresionó y, aunque se fue de Madrid
por una temporada larga, siguió encomendando a Dios todos los días, sin
dejar ninguno, ese asunto que él no conocía, de un sacerdote a quien
tampoco conocía.
Mons. Escrivá de Balaguer supo ser consecuente con lo que había anotado
cuando tenía menos de treinta años y publicó después, en 1934, en una de
sus Consideraciones Espirituales: Después de la oración del Sacerdote y
de las vírgenes consagradas, la oración más grata a Dios es la de los
niños y la de los enfermos. Por eso, buscó entre los enfermos y los
niños más desamparados de Madrid fortaleza para seguir adelante.
Miles de personas, en fin, tienen grabada su imagen en sus correrías
apostólicas por todo el mundo, alargando el brazo y extendiendo la
mano...
Yo
os pido así, como pide un pobrecito por la calle, que recéis por mí ‑como
una limosna que me hacéis‑, para que el Padre sea bueno y sea fiel.
Frente a lo que pudiera parecer a primera vista, esta insistencia era
justamente fruto de la filial confianza en Dios: un Dios cercano, un Dios
‑como enseñó siempre‑ que no está solamente allá arriba, donde brillan las
estrellas, sino que está de continuo junto a nosotros ‑más aún, en
nosotros‑, como un Padre que ama ardientemente a sus hijos. La oración era
consecuencia de esa proximidad, manifestación de cariño de hijo, que gusta
estar con su padre, para aprender de sus gestos y recibir de sus riquezas.
Así, hasta la muerte. El Consiliario del Opus Dei en España, en los
funerales que se celebraron en Madrid, evocaba una conversación durante su
última estancia en España, en mayo de 1975. Decía don Florencio Sánchez
Bella: "Me hablaba de su muerte: me consta que, desde que era sacerdote
muy joven, meditaba a diario sobre este tema, y pedía que se rezara por su
alma. Era consciente de que ‑como a todos‑ el Señor podía llamarle en
cualquier momento, y me pedía de nuevo, con cariño y con fuerza, que
rezáramos mucho por él, en cuanto supiéramos de su fallecimiento.
Mendigaba así, una vez más, la limosna de la oración, para que el Señor
tuviera misericordia con él".
Ante la muerte, su actitud era la misma que ante la vida: oración filial y
confiada, pero tenaz y perseverante, como tantas veces había indicado a
los socios de la Obra:
¡No hay más remedio que perseverar! ¡Pedid, pedid, pedid! ¿No veis lo que
hago yo? Trato de practicar este espíritu.
Cuando quiero una cosa, hago rezar a todos mis hijos; les digo que
ofrezcan la comunión, el rosario, tantas mortificaciones y tantas
jaculatorias, ;miles! Y Dios nuestro Señor, si perseveramos con
perseverancia personal, nos dará todos los medios que necesitamos para ser
más eficaces y extender su Reino en el mundo.

Capítulo Sexto. El resello de la filiación divina
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Todo es para bien, cuando se ama a Dios.
Omnia
in bonum!
Es
una síntesis rápida de lo que escribió San Pablo: "Dios hace concurrir
todas las cosas para el bien de los que le aman" (Rom., VIII, 28). Y es
una jaculatoria, un pensamiento dirigido a Dios, en el que Mons. Escrivá
de Balaguer encontraba el sosiego y la confianza de los que se saben hijos
de Dios, la serenidad que difundía por todas partes.
Al
Monasterio de Agustinas Recoletas de Santa Isabel se ofreció como
Capellán, en momentos azarosos de la vida española, después de la quema de
conventos de 1931. Sor María del Buen Consejo, religiosa de aquella
comunidad, siempre lo vio como "un sacerdote ejemplar, muy fervoroso, con
grandísimo recogimiento, que hacía compatible con la naturalidad y la
alegría". Tiene grabada "su manera de reírse, quitando importancia a las
cosas, serenando el ambiente".
Era
también la época en que acudía asiduamente al Hospital del Rey. Sor Isabel
Martín formaba parte de la comunidad de Hijas de la Caridad que trabajaba
en aquel hospital de infecciosos. No ha olvidado el gozo que emanaba de su
persona: "estábamos deseando que llegara, en aquella etapa de inseguridad
y de probable y próxima persecución". No era nada grato el ambiente en que
se desarrollaba la labor de aquellas monjas. Ni siquiera podían tener
oficialmente capellán. Para sor Isabel, "hacía falta ser muy valiente para
ejercer el ministerio sacerdotal. Pero don Josemaría Escrivá no tenía
respeto humano de nadie ni de nada. Era hombre con suficiente fe
sobrenatural y suficiente valor humano".
Su
alegría, en medio de las más tremendas dificultades, tendría especial
relieve ‑por contraste‑ cuando llegó la guerra de España. Se ha aludido ya
a esa etapa de su vida en algunas páginas, y podrán verse más detalles en
el capítulo próximo. Baste ahora apuntar que, tampoco entonces, dejó de
abandonarse en las manos de Dios.
Cuando estalló la guerra, en julio de 1936, don Ricardo Fernández
Vallespín estaba en Valencia. Acababa de llegar, para decidir los detalles
del alquiler de una casa, con destino a residencia de estudiantes. Las
comunicaciones entre Madrid y Valencia quedaron cortadas. Supo, sin
embargo, que el 20 de julio la lucha más violenta en Madrid había tenido
lugar en el Cuartel de la Montaña, situado justamente enfrente de la
residencia del Opus Dei, en la calle de Ferraz, 16: "La formación que
habíamos recibido nos había preparado para enfrentarnos sin desánimo ante
esta terrible situación. Estábamos convencidos de que la Obra saldría
adelante de esta tormenta, pero éramos humanos y no podíamos menos de
sufrir pensando en los peligros que corrían en Madrid el Padre y los
demás". Hasta el mes de abril de 1937 no pudo ir a la capital de España.
Por aquellos días, el Fundador de la Obra estaba refugiado en un piso,
bajo la protección diplomática de Honduras. Cuando Fernández Vallespín fue
a verle, acompañado por Isidoro Zorzano, le impresionaron dos cosas: una,
su delgadez; otra, ver cómo, con el espíritu de siempre, le animaba por
encima de todo a perseverar en el cumplimiento de las normas de piedad que
había recomendado a los socios del Opus Dei. En medio de las dificultades,
no perdía el norte, y seguía enderezando las almas hacia Dios.
Fue
una actitud constante en su vida, que se compendia en la idea que hizo
meditar en muchas ocasiones:
‑Nunca pasa nada, aunque se mueva el pavimento; sólo la infidelidad,
romper la unión con Dios, es lo grave.
"He
tenido la fortuna ‑asegura don Antonio Rodilla‑ de conversar con él muchas
y detenidas veces: no recuerdo ni una sola en que la conversación no fuera
un continuado acto de fe". Su alegre esperanza "estaba paradójicamente
estimulada por la pena de sentirse pecador". Esa actitud le recordaba a
don
Antonio la reacción de euforia que se produce en el que sale con vida de
un accidente mortal. Cualquier pena le empujaba a la oración: en ella se
afirmaba su paz y su gozo. El Fundador de la Obra era campeón en la fe.
No
le faltaron penas en sus 73 años de vida. Aunque sólo muy de tarde en
tarde se le escapaba alguna palabra sobre éstas. Como aquel 28 de marzo de
1950, fecha de sus bodas de plata sacerdotales en que manifestaba a unas
asociadas de la Obra en Roma:
‑Ha sido un día plenamente feliz, cosa no corriente en las fechas
destacadas de mi vida, en las que el Señor siempre ha querido mandarme
alguna contrariedad.
Y
como para quitar importancia a estas últimas palabras, agregaba con una
sonrisa:
‑Hasta en el día de mi Primera Comunión, al peinarme el peluquero, me hizo
una quemadura con la tenacilla. No era una cosa grave, pero para un niño
de aquella edad, era bastante.
Monseñor Escrivá de Balaguer supo mucho de dolores Porque no esquivó el
bulto. Y, aunque eran anchas sus espaldas, a veces le abrumaba el peso de
su tarea en servicio a toda la Iglesia y a las almas. Hasta sentirse
giboso... En junio de 1974, se refería a un cuadro que hay en la sede
central de la Obra, en Roma, sobre la puerta que da a un oratorio dedicado
a la Sagrada Familia.
Es
de un pintor de cuarta o quinta fila ‑se llama Del Arco‑, del tiempo de
Velázquez, más o menos: representa un Cristo coronado de espinas, que está
giboso, ¡giboso!... ¡giboso!... Como yo me he visto giboso muchas veces,
cansado, reventado, llegando al atardecer de esa manera, me consuela mucho
pensar en la imagen de Cristo Jesús, tal como viene en ese cuadro. Él era
la hermosura, la fortaleza, la sabiduría..., y allí ‑atado a la Columna‑
estaba así. De modo que si alguna vez pesa, y os sentís gibosos, acordaos
de Jesús. Jesús, reventado. Jesús que tiene hambre. Jesús que tiene sed.
Jesús que se cansa. Jesús que llora. Jesús que sabe ser amigo de sus
amigos... Y, sobre todo, Jesús con María y José: es ya el colmo. ¡Id ahí,
id ahí! ¡Aprended! Y entonces andaremos bien.
No
es difícil imaginar la vibración de su voz pausada en esos momentos, como
para grabar en las almas la imagen del Señor en cada uno de esos instantes
de su vida terrena. Seguir los pasos de Jesús era ‑y será‑ la solución de
todos los problemas y dificultades. El Fundador del Opus Dei podía hablar
por experiencia propia, cuando añadía:
‑No os hagáis ilusiones. Sólo con medios humanos, iremos al fracaso en
todo. En cambio, con medios sobrenaturales, saldremos adelante siempre.
Porque dificultades habrá, tiene que haberlas. No estamos...,
desgraciadamente, en la gloria: estamos en la tierra, y tenemos defectos.
Se
expresaba con el realismo del que conoce la clave para encontrar gozo en
el dolor: saberse hijo de Dios y vivir como tal. La alegría tiene sus
raíces en forma de cruz, enseñó. Y durante muchos años, apuntaba al
comienzo de su epacta ‑el calendario litúrgico que usan los sacerdotes
para saber qué Misa deben o pueden celebrar, y qué partes del Oficio
Divino han de leer jaculatoria expresiva: in laetitia, nulla dies sine
cruce! (¡con alegría, ningún día sin Cruz!).
Había escrito en Camino, 217: Te quiero feliz en la tierra. ‑No lo
serás si no pierdes ese miedo al dolor. Porque, mientras "caminamos", en
el dolor está precisamente la felicidad. Fue feliz en medio de
infinidad de dolores físicos y morales. No era fácil advertirlos, porque
no le hacían perder el buen humor, porque vivía lo que enseñaba: que
muchas veces, la mejor mortificación era una sonrisa. Y resulta
especialmente difícil sonreír cuando el cuerpo está rendido. Muy
probablemente, esa idea ascética ‑la sonrisa como la mejor de las
mortificaciones la aprendió Mons. Escrivá de Balaguer de su padre, don
José, al que nunca había visto triste, aunque fue tratado por el Señor
como el Santo Job.
Que
estén tristes los que no saben que son hijos de Dios.
En la vida del cristiano no puede caber la tristeza, el miedo, la queja,
porque sus tesoros son justamente: hambre, sed, calor, frío,
dolor, deshonra, pobreza, soledad, traición, calumnia, cárcel... (cfr.
Camino, 194). A su lado muchos aprendieron a no tener miedo a nada ni a
nadie, ni a Dios ‑subrayaba‑ que es nuestro Padre y nos quiere más que
todos los padres y las madres juntos de la tierra. Y, por eso, llevó
fortaleza cristiana a cientos de enfermos, a los que ayudó a morir
santamente, con la alegría del que sabe por la fe que morir es ir al
encuentro del Padre divino. De sus años en el Hospital del. Rey, sor
Isabel Martín describe "a enfermas jóvenes, tuberculosas, que recuperaban
incluso la alegría humana aunque fuesen conscientes ¿le que iban a morir.
Pero aceptaban la muerte sin tragedia, con naturalidad, con esperanza.
Incluso cuidando su aspecto personal para tener la paz de no entristecer a
los de alrededor y presentarse con gozo ante Dios.
El
Fundador del Opus Dei mostró con su ejemplo que quienes se deciden a
seguir las huellas de Jesucristo, no tienen miedo a la vida, ni miedo a
la muerte. Y es que quien vive de veras cono hijo de Dios no puede
temer la muerte. Recientemente, abriendo el corazón a unos socios de la
Obra, en Roma, les decía:
Era muy joven cuando escribí ‑y lo repetiré ahora, con paladeo de miel‑
que Jesús no será mi Juez ni el vuestro: será Jesús, un Dios que perdona.
Le
gustaba una canción italiana de los años cincuenta, porque le hacía pensar
en su futuro paso al Cielo:
Aprite le finestre al nuovo sole, é primavera, é primavera. Aprite le
finestre al nuovo sole, é primavera, é festa dell'Amor.
Muchos conocieron un deseo que manifestó más de una vez: que después de
recibir la Extremaunción ‑si el Señor tiene misericordia de mí‑, me canten
esa canción. Me llevará perfectamente dispuesto a ir al encuentro de Dios.
Me ayuda a hacer oración.
En
aquellos años cincuenta, ya en Roma, se agudizó la diabetes que padecía.
En 1974 lo detallaba:
Hice que colocaran un timbre en mi habitación, al alcance de la mano.
Dije: por lo menos, sueno; y, al oír el escándalo, os venís a darme la
Extremaunción. Aquel timbre, una vez puesto en movimiento, tienen que ir
lejos a pararlo.
Llegaba la noche, y pensaba: Señor, no sé si me levantaré mañana; te doy
gracias por la vida que me concedas, y estoy contento de morir en tus
brazos. Espero en tu misericordia. Por la mañana, al despertarme, el
primer pensamiento era el mismo.
La
situación era muy difícil. Los análisis daban cada semana idénticos y
graves resultados, a pesar del riguroso régimen alimenticio y de la alta
dosis de insulina que se le aplicaba. El 27 de abril de 1954, poco antes
de la una de la tarde, estaba con don Álvaro del Portillo. Acababan de
inyectarle insulina retardada: era la hora habitual y se sentía bien. De
repente, a poco de recibir la inyección, sufrió un shock anafiláctico.
Antes de perder el sentido, en segundos, exclamó, dirigiéndose a don
Álvaro:
‑La absolución, la absolución.
Todo sucedió con tal rapidez, sin ningún síntoma previo que pudiera hacer
sospechar un desenlace tan grave, que don Álvaro del Portillo no le
entendió. ‑¿Qué solución?, le preguntó. Y Mons. Escrivá de Balaguer, como
para urgirle, respondió con las primeras palabras de la fórmula: ‑Ego te
absolvo... Segundos después, quedó inconsciente.
Don
Álvaro del Portillo intentó luego reanimarlo. Pidió azúcar ‑pensando que
podía ser un coma hipoglucémico‑, y trató de hacerle tragar un poco, sin
conseguirlo, por la rigidez de la mandíbula. Entretanto se había producido
tal cambio de color en el rostro de Mons. Escrivá de Balaguer que, aunque
avisó inmediatamente podría hacer.
Dios quiso que volviese en sí al cabo de unos quince minutos, antes de
llegar el médico. Esa misma tarde, cuando recuperó la vista ‑la había
perdido durante varias horas‑, llamó a las tres asociadas de la Obra que
habían sabido por don Álvaro del gravísimo percance y seguían alarmadas.
Quería tranquilizarlas y, para alejar todas sus preocupaciones, se puso a
hacer un trabajo en el que necesitaba su colaboración.
Aquellas personas no han olvidado esta lección de serenidad y de abandono
en los brazos de Dios.
Es
de interés hacer notar que, desde aquel día, Mons. Escrivá de Balaguer no
sufrió más a causa de la diabetes, enfermedad que, sin embargo, está
considerada clínicamente como irreversible.

Capítulo Sexto. El resello de la filiación divina
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Pero sería falso pensar que el Fundador del Opus Dei recurría a la
filiación divina sólo en los momentos difíciles. Al contrario, ser
‑saberse‑ hijo de Dios era una realidad tan profunda, que penetraba toda
su vida. Escribía en Consideraciones Espirituales: Preciso es que nos
empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor
que está junto a nosotros y en los cielos. Y nunca dejó de insistir en
la necesidad de pararse a pensar frecuentemente, cada día, en esta gran
realidad. Porque saberse hijo de un Padre que es Dios, además de consolar,
estimula a una conducta mejor. Lo refleja bien esta otra consideración
espiritual de 1934:
Los
hijos... ¡Cómo procuran comportarse dignamente cuando están delante de sus
padres!
Y
los hilos de Reyes, delante de su padre el Rey, ¡cómo procuran guardar la
dignidad de la realeza!
Y
tú... ano sabes que estás siempre delante del Gran Rey, tu Padre‑Dios?
Mons. Escrivá de Balaguer dirigía estas enseñanzas a todos, también a los
socios del Opus Dei. El 24 de mayo de 1974, les decía en Sáo Paulo:
‑El Señor quiere que estemos en e1 mundo y que lo amemos, sin ser
mundanos. El Señor desea que permanezcamos en este mundo ‑que ahora está
tan revuelto, donde se oyen clamores de lujuria, de desobediencia, de
rebeldías que no llevan a ninguna parte‑, para que enseñemos a la gente a
vivir con alegría. La gente está triste. Hacen mucho ruido, cantan,
bailan, gritan, pero sollozan. En el fondo del corazón, no tienen más que
lágrimas: no son felices, son desgraciados. Y el Señor, a vosotros y a mí,
nos quiere felices.
Para casi todos los presentes, era la primera vez en su vida que estaban
junto al Fundador del Opus Dei, y quizá no imaginaban la capacidad de
Mons. Escrivá de Balaguer para cifrar en dos palabras, como hizo entonces,
la historia de una vocación bien vivida:
‑Seremos felices, si luchamos y vencemos. Cada uno de vosotros tiene una
experiencia personal, como la tengo yo. Cada uno de vosotros sabe que,
todos los días, hay una porción de batallas.
Y
terminaba con una afirmación de optimismo:
‑Sé que todos estáis decididos a luchar. Sé que ninguno de vosotros es
cobarde, que todos sois valientes, que no tenéis miedo...
Porque ‑no importa repetirlo‑ un hijo de Dios no puede tener miedo...
Saber que Dios es Padre hace serena la entrega y confiada la lucha
interior. Este sentido de la filiación divina, siendo característica
general de la vida cristiana, tomó, sin embargo, una forma peculiar e
intensa en la vida del Fundador y del Opus Dei en un momento bien preciso
de 1931:
En
momentos humanamente difíciles, en los que tenía sin embargo la seguridad
de lo imposible ‑de lo que hoy contempláis hecho realidad‑, sentí la
acción del Señor que hacia germinar en mi corazón y en mis labios, con la
fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba Pater!
Estaba yo en la calle, en un tranvía: la calle no impide nuestro diálogo
contemplativo; el bullicio del mundo es, para nosotros, lugar de oración.
Sucedió así, en un día de mucho sol, en un tranvía que había tomado en
Atocha. Era una luz nueva, que iluminaba desde otro ángulo aquello que ya
había visto claro el 2 de octubre de 1928: el cristiano puede ‑debe‑ ser
santo en medio y a través de las cosas ordinarias de la vida ‑la
profesión, la familia, los amigos‑, sin necesidad de salir de su sitio.
A
esto se refería el Fundador del Opus Dei cuando enseñaba a aquellos
universitarios y a aquellos obreros que venían junto a mí por los años
treinta, que tenían que saber materializar la vida espiritual.
Quería apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces y ahora, de
llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con
Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar,
profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas.
;Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser
como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos que hay una única vida,
hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser ‑en el alma y en
el cuerpo‑ santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en
las cosas más visibles y materiales.
No
hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria
al Señor, o no lo encontraremos nunca.
Don
Ricardo Fernández Vallespín ha relatado un caso práctico de cómo
materializaba el Fundador del Opus Dei la vida espiritual. Antes de pedir
su admisión en la Obra, don Ricardo había hecho la promesa ‑aún sin
cumplir‑ de ir a la ermita de Sonsoles (Ávila) desde Madrid. Don Josemaría
le dijo que, aunque podría dispensarle de ella, la cumpliría, y él le
acompañaría, pero haciendo la peregrinación de una manera distinta a como
don Ricardo había pensado inicialmente.
Un
día de la primavera de 1934 fueron de Madrid a .Ávila en tren. Les
acompañaron José María González Barredo, y Manuel Sainz de los Terreros.
Desde Ávila emprendieron el camino de Sonsoles rezando cinco misterios del
Rosario; en la ermita rezaron otros cinco y, al regresar, los restantes.
El camino era de tierra, polvoriento, aunque podían circular automóviles.
Hay un momento en que se divisa la ermita, luego una pequeña colina la
oculta, pero, siguiendo adelante, al acabar la cuesta, la ermita vuelve a
aparecer. Pocos días más tarde el Fundador del Opus Dei, en una de las
meditaciones que les dirigía, les hizo considerar que lo mismo ocurre en
la vida interior. Hay temporadas en que no se ve la meta, y todo se hace
"cuesta arriba" Pero si eran fieles y dóciles, encontrarían el premio al
coronar la cuesta, volviendo a ver. Y así tendrían paz y felicidad.
A
Natividad González don Josemaría le contó la historia de Juan el lechero,
ocurrida en la iglesia del Patronato de Santa Isabel. Juan repartía sus
cántaras por el barrio, con un carro de mano. Don Josemaría, desde el
confesonario, oía, siempre a la misma hora, un ruido que resonaba en el
silencio de la mañana. Hasta que un día salió a ver qué pasaba. Y encontró
a Juan, con sus cántaras, en la puerta de la iglesia. Entraba un momento y
decía: ‑Jesús, aquí está Juan, el lechero. El Fundador del Opus Dei se
pasó el día diciendo esta jaculatoria: ‑Señor, aquí está este
desgraciado, este sacerdote desgraciado, que no te sabe amar como Juan
el lechero. Se había conmovido mucho. La actitud de aquel hombre del
pueblo era una manera preciosa de hacer oración. Y aprendía de él, y
empleaba la historia de Juan el lechero, para que las personas que trataba
aprendieran, también, a acercarse a la oración con esa naturalidad y
confianza.
Otra escena se le quedó grabada a don Avelino Gómez Ledo, cuando, años
después de su época en la residencia de la calle de Larra, se encontró
casualmente por la calle al Fundador del Opus Dei. Fue cerca de la Plaza
de Cibeles, por donde está el Banco de España. Don Avelino no tuvo duda de
que el Padre ‑envuelto en su manteo, como si las propias vueltas del
manteo le ayudasen a recogerse‑ iba rezando por la calle, unido con Dios,
por la acera de aquel paseo madrileño.
Don
Josemaría enderezó a muchas almas por caminos de vida interior,
perfectamente normales, sencillos, recios, auténticos, también humanos,
sin rarezas ni complicaciones. Toda su vida, toda su predicación, todo el
espíritu del Opus Dei rebosa ese tono amable ‑no por ello menos exigente‑,
consecuencia del trato filial con Dios. Basten aquí, como leve muestra,
estas consideraciones de Camino, que han ayudado a miles de hombres y
mujeres a comenzar a hacer oración:
¿Que no sabes orar? ‑Ponte en la presencia de Dios, y en cuanto comiences
a decir: "Señor, ¡que no sé hacer oración!...", está seguro de que has
empezado a hacerla
(Camino, 90).
Me
has escrito: "orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?" ‑¿De qué? De Él, de
ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles,
preocupaciones diarias..., ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y
peticiones: y Amor y desagravio.
En
dos palabras: conocerle y conocerte: "¡tratarse!"
(Camino, 91).
Cuando alguno le decía que se encontraba frío, que nada sentía, que ir a
Misa, rezar, ofrecer a Dios el trabajo o hacer un rato de oración en ese
estado, le parecía una comedia, Mons. Escrivá de Balaguer proponía ‑con
palabras muy parecidas a las que siguen‑ la deliciosa e ingenua historia
de aquel juglar de las Cantigas del Rey Alfonso, que, movido por el deseo
de amar más a Dios, ingresó en un monasterio.
Día
tras día, el titiritero rebuscaba en su escaso haber, para hallar alguna
excelencia con que honrar a la Santísima Virgen, como hacían los otros
frailes, con su estudio, con su voz, con su,, manos. No tenía letras, ni
sabía hacer nada aquel fraile. Y un di,¡ sus pensamientos le hicieron
sonreír. En el mundo, aunque pobremente, él se ganaba la vida con unas
habilidades aprendidas desde niño: tiraba unos bolos al aire, daban
volteretas, y loes recogía todos, sin caérsele ninguno. Y reían los niños
y se entretenían los mayores. Al fraile ‑así pensaba‑ le parecía
desproporcionado ganarse el cielo con lo que antes se ganaba la vida. Pero
no quena ganar nada ahora: sólo honrar a la Señora... Por las noches,
salía a hurtadillas de su celda, y se ponía delante del rostro maternal y
comprensivo de la Virgen. Daba volteretas N sus dedos trenzaban mil juegos
de manos. Hasta que un día le descubrió el Superior. Pero nada le dijo. Y
el fraile titiritero continuó haciendo oración, a su manera.
No os escondo
‑puede leerse en una homilía pronunciada el 5 de abril de 1964‑ que, a
lo largo de estos años, se me han acercado algunos, y compungidos de dolor
me han dicho: Padre, no sé qué me pasa, me encuentro cansado y frío; mi
piedad, antes tan segura y llana, me parece una comedia... Pues a los que
atraviesan esa situación, y a todos vosotros, contesto: ¿una comedia?
¡Gran cosa! El Señor está jugando con nosotros como un padre con sus
hijos.
(...) Quédate tranquilo: para ti ha llegado el instante de participar en
una comedia humana con un espectador divino. Persevera, que el Padre, y el
Hijo, y el Espíritu Santo, contemplan esa comedia tuya; realiza todo por
amor a Dios, por agradarle, aunque a ti te cueste.
¡Qué bonito es ser juglar de Dios! ¡Qué hermoso recitar esa comedia por
Amor, con sacrificio, sin ninguna satisfacción personal, por agradar a
Nuestro Padre Dios, que juega con nosotros! Encárate con el Señor, y
confíale: no tengo ningunas ganas de ocuparme de esto, pero lo ofreceré
por Ti. Y ocúpate de verdad de esa labor, aunque pienses que es una
comedia. ¡Bendita comedia! Te lo aseguro: no se trata de hipocresía,
porque los hipócritas necesitan público para sus pantomimas. En cambio,
los espectadores de esa comedia nuestra ‑déjame que te lo repita‑ son el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, la Virgen Santísima, San José y todos
los Ángeles y Santos del Cielo.
Juglar a lo divino, escribía de Mons. Escrivá de Balaguer el poeta José
Ramón de Dolarea, en un periódico peruano de la ciudad de Piura (El
Tiempo, 14 de julio de 1975). Porque ante miles de personas hizo de
juglar de Dios, en los años setenta, como le vimos en Barcelona, el 25
de noviembre de 1972:
El
gimnasio de la Escuela Deportiva Brafa había sido convertido en auditorio.
Cerca de 4.000 personas estaban allí aquella tarde, todas jóvenes. Se
sucedían las preguntas. Desde el fondo, uno se refirió al peligro de
"volverse blandos, como el requesón", en vez de ser duros, para poder
responder al Señor cuando pide cosas que exigen sacrificio. Y el Fundador
del Opus Dei se apoyó en el ejercicio, en el deporte que se hace en Brafa.
Y en las recientes Olimpiadas... Se encontraba en tierra italiana, a unos
cuatro kilómetros de Suiza, y las veía a veces por televisión.
Empezó a describir ‑ a revivir‑ las aventuras y desventuras del saltador
de pértiga: primero se medía, miraba; luego se concentraba, se relajaba;
finalmente saltaba y volvía con la cabeza gacha. Y otro intento, y otro
fracaso. Hasta que al fin podía. Los gestos de Mons. Escrivá de Balaguer
imitaban, con mucha gracia, los movimientos y las expresiones que tantas
veces habíamos visto en los atletas. La gente seguía, entre divertida y
embebida, la "representación". Perdonadme si hago un poco... el juglar
de Nuestro Señor. Porque, al final, ;podían! Pues, nosotros, con la
gracia de Dios, que es la mejor pértiga, y la única pértiga que tiene el
cristiano, nos saltamos lo que sea. Y nos endurecemos. Y hacemos las
maravillas que hacen estas criaturas aquí.
No
es fácil encontrar un modo más natural, amable, divertido y exigente de
urgir a la lucha interior, con don de lenguas, a la gente joven.
Ese cuadro del saltador de pértiga es buena muestra de la pedagogía
deportiva de la lucha ascética tan característica del espíritu del Opus
Dei, del ascetismo sonriente connatural a Mons. Escrivá de
Balaguer, a todo auténtico hijo de Dios.
Proponía un modo de esforzarse por hacer la voluntad de Dios que, de
hecho, venía a dar un giro copernicano en el planteamiento convencional de
la lucha interior. Durante años ‑incluso, siglos‑ muchos escritores
ascéticos y directores de almas habían de ordinario cargado las tintas en
los aspectos negativos del cristianismo. Se insistía demasiado en el
cumplimiento del deber a palo seco, por miedo a la sanción divina que todo
pecado lleva consigo. Se olvidaba habitualmente, en la práctica, que el
cristiano es hijo de Dios, y que un hijo debe a su padre piedad,
reverencia, afecto, e incluso temor: pero temor filial ‑explicaba Mons.
Escrivá de Balaguer‑, pena por el disgusto que se le da, nunca miedo, en
el sentido literal y usual del término.
Se
entiende que a los primeros que se acercaron al Fundador del Opus Dei, esa
insistencia en la alegría de los hijos de Dios les diera paz
interior, serenidad, para afrontar con luces radicalmente diversas, las
peleas que ‑cara a Dios‑ tenían que batallar en medio del mundo, en su
trabajo, en su casa, en plena calle. La filiación divina traía nuevo
sentido a la oración, a la vida de piedad, al sacrificio, al servicio a
los demás, a la fraternidad, al apostolado, a las penas y a las
preocupaciones, a los triunfos y a las derrotas, al pasado y al futuro.
De
un modo muy especial, centraba la posibilidad de santificarse en la vida
ordinaria, sin salirse del mundo, sin tener tampoco miedo al mundo, porque
Jesucristo había rogado a su Padre: "No pido que los saques del mundo,
sino que los guardes del mal" (lo., XVII, 15). El cristiano debía
considerar el mundo como creación divina, algo salido de las manos de Dios
Padre, que entregaba a sus hijos como heredad (cfr. Ps., II, 8). Era, por
tanto, bueno, salvo que los hombres lo hiciésemos malo por el pecado,
precisaba el Fundador del Opus Dei.
Desde esta perspectiva, es más fácil comprender que todos los enfoques
apostólicos de Mons. Escrivá de Balaguer fuesen siempre positivos, nunca
negativos. El realismo ‑la comprobación de la realidad del mal en el
mundo‑ no le llevaba a pesimismos derrotistas. Porque, fiado en Dios, no
tenía miedo a nada ni a nadie. Y quien no tiene miedo no ve enemigos. De
ahí que repitiera siempre que el Opus Dei no es anti‑nada, ni
anti‑nadie. Todo su apostolado podía resumirse en una frase bien
gráfica: ahogar el mal en abundancia de bien.
Con
los años, personas que sin ser de la Obra la miraban con afecto, la
contemplarían como una posible solución contra esto o aquello: todo en
función de los grupos o movimientos a que esas personas, con toda su buena
fe, achacaban los males de la religión o de la Iglesia. Igual da que fuese
la masonería o el comunismo, la Institución Libre de Enseñanza ‑en el caso
de la Universidad española en el primer tercio del siglo XX‑, o el más
frío laicismo de otros países. Pero no era ése el espíritu del Fundador
del Opus Dei, que ya en 1934 había escrito, en la primera de sus
Consideraciones Espirituales:
Que tu vida no sea una vida estéril. ‑Sé útil. ‑Deja poso. ‑Ilumina, con
la luminaria de tu fe y de tu amor.
Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los
sembradores impuros del odio. ‑Y enciende todos los caminos de la tierra
con el fuego de Cristo que lleva! en el corazón.
Cuarenta años después, seguiría manteniendo esta idea central con palabras
distintas:
No
tengas miedo al mundo paganizado, porque el Señor nos busca justamente
para que seamos levadura, sal y luz en medio de este mundo. No te
preocupes, que el mundo no te hará daño, a no ser que a ti te dé la gana.
Ningún enemigo de nuestra alma puede nada, si nosotros no queremos
consentir. Y no consentiremos, con la gracia de Dios y la protección de
Nuestra Madre del cielo.
Sed
piadosos. Sed rezadores. Una vez, estaba yo preocupado por las
circunstancias de una nación determinada, y decía: Dios mío, ¿qué pasará
allí? Justamente porque el ambiente era muy malo. Y vino uno de los
Directores y me dijo: Padre, esté tranquilo, porque somos muy rezadores.
(...) Sed rezadores, y no tengáis miedo del mundo paganizado. Quitaremos
el paganismo del mundo, con la oración.
Pero no hay que pensar sólo en los riesgos de un ambiente hostil. Muchas
veces, lo que dificulta la vida cristiana no son los grandes enemigos de
fuera, sino simplemente la premura de tiempo, el agobio que deriva del
exceso de trabajo o del pluriempleo, el sentir como una incapacidad física
para llegar a todas las cosas. Hay momentos en que uno puede dejarse
llevar por el nerviosismo, y perder el punto de mira, el norte
sobrenatural, que debe dirigir todo lo que se hace, también lo más humano.
Ese
desasosiego roba la presencia de Dios y puede romper la perspectiva, de
tal manera que se llegue a pensar que no tiene sentido dejar un trabajo
muy urgente para dedicar en exclusiva unos minutos a la oración, a la vida
de piedad... Se pierde entonces, no sólo la oportunidad de santificar el
propio esfuerzo, sino que, en la práctica, y no es paradoja, disminuye la
eficacia en el trabajo, el aprovechamiento del tiempo.
Por
eso, el Fundador del Opus Dei, que tanto sabía de urgencias en su trabajo,
no dejaba pasar una: si para los padres de familia su trabajo más
importante tenía que ser la dedicación a sus propios hijos, enseñó a todos
que para un hijo de Dios la vida de piedad, el trato con el Padre, era
siempre el trabajo más urgente, el más importante, el único que no podía
diferirse.
Quedaba muy claro en aquellas palabras que pronunció en una homilía bien
conocida, la del 8 de octubre de 1967, en el campus de la Universidad de
Navarra:
Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más
intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia
de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la
vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada
día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la
tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones,
cuando vivís santamente la vida ordinaria...

Capítulo Sexto. El resello de la filiación divina
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No
hagas caso. ‑Siempre los "prudentes" han llamado locuras a las obras de
Dios.
‑¡Adelante, audacia!
(Camino, 479).
Sin
embargo, la audacia no es imprudencia, ni osadía (cfr. Camino, 401).
El
Fundador del Opus Dei aprendió a abandonar en las manos divinas sus
preocupaciones: Los niños no tienen nada suyo, todo es de sus
padres..., y tu Padre sabe siempre muy bien cómo gobierna el patrimonio.
Esta confianza en Dios no le llevaba a eludir su responsabilidad personal.
Todo lo contrario: precisamente porque confiaba en Dios no podía
despreciar ningún medio humano. Era lo más opuesto al carismático vacío de
doctrina, al visionario irresponsable. Decía en broma que no era
profeta, ni hijo de profeta. Pero repetía el electi mei non laborabunt
frustra del Profeta Isaías (65, 23): el trabajo de los hijos de Dios
siempre dará fruto.
La
prudencia de Mons. Escrivá de Balaguer es contrapunto ineludible para
entender en profundidad como vivió su filial relación con Dios, fuente de
alegría, de paz, de serenidad, de audacia..., y a la vez base donde se
apoyaban sus esfuerzos, sus agotadoras jornadas de trabajo.
En
el capitulo tercero he aludido a la más importante manifestación de la
prudencia sobrenatural del Fundador del Opus Dei: no querer ser fundador;
poner los medios humanos, para comprobar que aquello que Dios le pedía no
estaba ya organizado; actuar con la venia y con la bendición del Obispo de
Madrid; buscar en el tiempo oportuno la aprobación de la Obra; desvivirse
siempre ‑una vez clara la voluntad divina‑ para sacarla adelante.
Hay
luego un conjunto inabarcable de aspectos heroicos y menores de la
prudencia de Mons. Escrivá de Balaguer, perfectamente compendiados en el
lema ‑Alma, calma‑ de su escudo familiar.
No
era indeciso, pero sabía esperar. Le costaba mucho, por la viveza de su
carácter. Alguna vez, casi recién llegado a Roma, le oyeron: ‑He
aprendido a esperar: no es poca ciencia.
Maduraba las decisiones, sin improvisación ni ligereza. Así lo vivía, y
así lo inculcó siempre a los que con los años ocuparon tareas de dirección
dentro del Opus Dei. Usaba a menudo una frase gráfica, previniéndoles ante
el peligro del apresuramiento: las cosas urgentes pueden esperar; las
muy urgentes, ésas deben esperar... Era un modo práctico de distinguir
lo importante de le, urgente: porque lo que no puede ni debe aguardar es
le: verdaderamente importante, aunque no urja en apariencia.
No
tenía así prisas en el trato con las personas. Las almas, como el buen
vino, mejoran con el tiempo. Esperaba también cuando le apremiaba la
indigencia de tantas almas, y, sin embargo, por las razones que fuera,
apenas podía hacerse nada. No se veían las plantas cubiertas por la
nieve. ‑Y comentó, gozoso, el labriego dueño del campo: "ahora crecen para
adentro". ‑Pensé en ti: en tu forzosa inactividad... Dime: ¿creces también
para adentro? (Camino, 294).
Su
prudente dar tiempo al tiempo ‑calma‑ era compatible con el coraje
y la impaciente rapidez ‑alma‑ con que se ponía en marcha, en
cuanto tenía claro lo que Dios quería, cómo lo quería, y que lo quería ya.
El Cardenal Tedeschini juzgaba que Mons. Escrivá de Balaguer era, entre
las personas que había conocido, la que estaba más pendiente de los planes
de Dios, para llevarlos a la práctica inmediatamente. Sabía esperar, pero
cuando llegaba el momento de decidir o de hacer, no se concedía ningún
plazo. Daba la impresión de no tener inercia.
Las asociadas del Opus Dei pudieron comprobarlo en los
comienzos de su labor. Aún eran pocas, y, llenas de afán apostólico, pero
con poca experiencia todavía, estaban deseosas de multiplicar las
actividades. ¡Calma! ¡Calma!, solía repetirles el Fundador. Pocos
años después, cuando estuvieron preparadas, les animaría con una frase muy
distinta: ¡De prisa! ¡Al paso de Dios!
Si
su audacia no fue imprudencia, su prudencia nunca fue cobardía. En Camino
pudo escribir, como de algo que le ha tocado sufrir en la propia carne:
No me gusta tanto eufemismo: a. la cobardía la llamáis prudencia.
La
Superiora de la Comunidad que atendía el Hospital del Rey, sor Engracia
Echeverría, reitera que vivió con valentía, y con prudencia, aquellos
difíciles años entre 1931 y 1936. El Fundador del Opus Dei afrontó los
problemas que surgían por la oposición al clero con una actitud serena,
pero enérgica: "Se veía, desde entonces, que valía para gobernar". A ella
le impresionaba esa serenidad en un hombre que era joven, y a la vez "ya
muy sensato, muy serio y muy valiente. Muy valiente, en aquellos momentos
en que hacia falta coraje y prudencia para imponerse a tanta oposición".
También entre las monjas de Santa Isabel dejó un recuerdo de sacerdote
delicado y prudente. En aquel antiguo Patronato Real habla dos Comunidades
religiosas distintas: el Monasterio de Agustinas Recoletas, y el Colegio
de la Asunción. Antes de ser nombrado Rector del Patronato ‑en 1934‑, don
Josemaría era sólo capellán de las Agustinas. Pera de los actos litúrgicos
que celebraban en la iglesia del Patronato, podían beneficiarse
indistintamente las dos comunidades religiosas: "Su exquisita prudencia
‑en opinión de la Hermana Aránzazu Minteguiaga, religiosa de la Asunción
en Pamplona‑, favoreció siempre las
relaciones, que fueron de gran armonía y de ayuda continua en unos
momentos en los que acuciaba la persecución religiosa y la destrucción,
dentro del país".
Se
atenía a la realidad de las cosas. Su prudencia ‑unida también a su
sentido de la justicia‑ le hacía saber escuchar. Y acertó a
expresar este criterio con una frase gráfica, que recuerdan, incluso,
personas que no son del Opus Dei: oír todas las campanas y, a ser
posible, conocer al campanero.
Por
otra parte, tampoco tenía inercia, por decirlo así, en sus juicios o
decisiones: cuando los datos cambiaban, rectificaba con alegría. No era
amigo de dictar normas preconcebidas. Prefería que surgieran de la vida,
de la experiencia, de la costumbre. Pero no se aferraba a la experiencia.
Si aparecían nuevos factores, que exigían ver las cosas de modo distinto,
cambiaba fácilmente ‑humildemente‑ su enfoque.
Una
manifestación muy importante de esa prudencia sobrenatural ha quedado
‑para siempre‑ en el modo específico que preside la dirección del Opus Dei:
la colegialidad. El Fundador tenía clara autoridad. "Era un hombre
‑según el P. Garganta, O.P.‑ que sabía persuadir, sabía hacer reflexionar,
pero cuando mandaba, mandaba. Es decir: un hombre excelso en su prudencia
rectora, en su prudencia gubernativa". Precisamente por esto, abominaba de
la tiranía y del gobierno personal. Muy pronto quedó establecida la
colegialidad ‑no sin especial providencia de Dios, solía decir‑ en la
dirección del Opus Dei en todos los niveles: central, regional, local.
Nunca en ningún sitio manda uno solo: son varias personas quienes toman
las decisiones. Muchas veces declaró, incluso en entrevistas
periodísticas, que él, como Presidente, era un voto, un voto más, dentro
del Consejo General del Opus Dei. Y así se ha practicado siempre: en los
organismos centrales de la Asociación, y en la dirección del centro local
más incipiente.
Mons. Escrivá de Balaguer tuvo los pies en la tierra, fue realista: porque
tenía la sobrenatural certeza de que Dios estaba,: empeñado en que fuera
realidad la locura que le había confiado La Obra era de Dios, y el Cielo
la realizaría. Sus sueños no eras; irreales. Todo lo contrario: nada más
real que el cumplimiento, de un mandato imperativo de Cristo. Nada más
prudente que aquella locura.

Capítulo Sexto. El resello de la filiación divina
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