El Fundador del Opus Dei  

Biografía de San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei.

Índice

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Presentación

Capítulo I: Una familia cristiana

Capítulo II: Vocación al sacerdocio

Capítulo III: La fundación del Opus Dei.

Capítulo IV: Tiempo de amigos

Capítulo V: Corazón Universal

Capítulo VI: El resello de la filiación divina

Capítulo VII: Las horas de la esperanza

Capítulo VIII:  La libertad de los hijos de Dios

Capítulo IX: Padre de familia numerosa y pobre

Epílogo
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Capítulo Noveno. Padre de familia numerosa y pobre
 

 

Más de sesenta mil personas le llamaban Padre: así tituló Il Giorno de Milán, el 26 de julio de 1975, el artículo de Giuseppe Corigliano sobre Mons. Escrivá de Balaguer, fallecido un mes antes en Roma. Se había producido un fenómeno sorprendente en la vida de la Iglesia: a la muerte de un Fundador, su Obra estaba extendida por los cinco continentes.

Ya he aludido en el capítulo quinto a la visión universal que desde el primer momento tuvo el Fundador del Opus Dei, y cómo desde 1935 abrigaba el proyecto de comenzar el trabajo apostólico en París. La guerra de España, y luego la mundial, retrasaron inevitablemente la extensión a otros países. Al acabar el conflicto mundial, el Fundador tuvo que dedicar especiales esfuerzos para llegar a un reconocimiento jurídico de la Obra. La sede central de la Asociación, que estaba en Madrid, pasaría a Roma. Desde allí, en muy pocos años, se inició el apostolado en numerosos países.

No trato aquí de dar cuenta rendida de la expansión del Opus Dei por el mundo. Anotaré simplemente algunos momentos significativos. Lo que me interesa subrayar es el espíritu con que Mons. Escrivá de Balaguer vivió la difusión de su afán apostólico.

En 1940 se habían hecho los primeros viajes a Portugal, aunque hasta 1945 no puede hablarse en sentido estricto de un trabajo estable de la Asociación en aquel país. Algo semejante sucedió con Italia: en 1942 fueron a estudiar a Roma don José Orlandis y don Salvador Canals, pero el gran impulso se produjo en 1946, cuando fue nombrado Consiliario don Álvaro del Portillo y, poco después, el Fundador del Opus Dei fijó en Roma su residencia. Ese mismo año se inició la labor en Inglaterra, y en 1947, en Francia y en Irlanda. Para 1949 estaba previsto iniciar la tarea apostólica en un país de América, pero al final fueron dos: México y Estados Unidos. En 1950 se llegó a Argentina y a Chile...

Por estos años, parte del gobierno central del Opus Dei ‑Consejo general de la Sección de varones; Asesoría central de la Sección femenina‑ radicaba ya en Roma, donde poco a poco se habilitaron los edificios necesarios. De momento, en éstos se alojó también el Colegio Romano de la Santa Cruz (1948) y el Colegio Romano de Santa María (1953), que impulsaron, desde Roma, las actividades de formación de los socios y asociadas del Opus Dei cara a la expansión definitiva.

Necesariamente fue de España de donde salió la casi totalidad de personas que iniciaron el trabajo de la Asociación en tantos países. En 1951 llegaron los primeros a Venezuela y Colombia. En 1953, a Perú, Alemania y Guatemala. En 1954, al Ecuador. Poco antes, en 1952, Ismael Sánchez Bella volvió de Argentina, para poner en marcha la futura Universidad de Navarra.

Mons. Escrivá de Balaguer siguió desde Roma, con una ilimitada confianza en Dios, los pasos del Opus Dei por todo el mundo. Desde 1946 había viajado periódicamente a España y a Portugal, y visitó diversas ciudades italianas y de otros países europeos, haciendo la prehistoria de la tarea apostólica. En 1955 emprendió un nuevo largo viaje por Europa, para alentar a los que trabajaban ya en algunos países, y poner las bases de la futura labor en otros. Pasó por Alemania, Francia, Suiza, Holanda, Bélgica y Austria. Fue en Austria donde incorporó a su vida interior una nueva jaculatoria, Saneta María, Stella Orientis, filios tuos adiuva!, después de celebrar la Misa en el altar de Hl. Marie Pótsch, en la catedral de Viena, el 3 de diciembre de aquel año.

Después de la última aprobación pontificia de 1950, la Asociación tuvo un Congreso general en la casa de retiros de Molinoviejo (cerca de Segovia, España). En 1956 se celebró otro en Einsiedeln (Suiza). Y siguió la expansión: ese mismo 1956, a Uruguay; en 1957, a Brasil y Austria; y comenzaron las actividades apostólicas en Yauyos ‑Perú‑, cuya Prelatura nullius encomendó la Santa Sede al Opus Dei. Poco después, se inició el trabajo en África ‑Kenya, 1958‑ y en Asia ‑Japón, 1959‑. Luego en Australia (1963) y Filipinas (1964).

Ante la realidad de está expansión vino muchas veces a la mente y al corazón del Fundador del Opus Dei la parábola evangélica del grano de mostaza, esa semilla menuda que se hace árbol, donde vienen a posarse las aves del cielo:

Sólo yo sé cómo hemos comenzado. Sin nada humano. No había más que gracia de Dios. Pero una vez más se ha cumplido la parábola; y hemos de llenarnos de agradecimiento a Dios Nuestro Señor.

Había germinado la pequeña semilla que Dios sembrara el 2 de octubre de 1928. La planta recién nacida superó los obstáculos. En más de una ocasión, humildemente, olvidándose de sí mismo, el Fundador diría que la Obra se había hecho con la vida santa de los primeros socios: Con aquella sonrisa continua, con la oración, con el trabajo, con el silencio. Así se ha hecho el Opus Dei, que ha tenido su cruz y su resurrección, sin ruido, pero maravillosa.

El arbusto se convirtió en árbol grande, porque Dios fortaleció sus raíces y extendió sus ramas. A Él iría el agradecimiento de Mons. Escrivá de Balaguer, porque en el Opus Dei, como en una nueva Pentecostés, se oyen diversas lenguas, manifestación del espíritu de Dios, de la catolicidad de nuestro espíritu.

Pero... ¿y los medios?, se preguntaba en 1934, en una de las Consideraciones Espirituales. La respuesta surgía inequívoca: ‑Son los mismos de Pedro y de Pablo, de Domingo y Francisco, de Ignacio y Javier: el Crucifijo y el Evangelio. ‑¿Acaso te parecen pequeños?

Para dilatar el Reino de Dios, lo único necesario es confiar plenamente en la omnipotencia divina, vivir vida de fe, de esperanza y de amor. "No llevéis nada para el viaje, ni bastón, ni alforjas, ni pan, ni dinero; ni tengáis dos túnicas" (Lc., IX, 3). En una ocasión, Jesús envía así a los discípulos, sin nada, para que adviertan gráficamente que no son suyos los éxitos; que no se deben a sus cualidades personales las conversiones, ni los milagros, ni la aceptación de la doctrina.

También el Opus Dei comenzó sin medios humanos, con el apoyo exclusivo de los recursos sobrenaturales: porque en estos primeros tiempos ‑escribió su Fundador en 1941‑, de la misma manera que el Señor envió a sus discípulos, envío yo a mis hijos a abrir nuevas obras de apostolado: tan pobres como los primeros discípulos, con la bendición que el Señor les da desde el cielo y la que yo les doy en la tierra.

Así sería durante muchos años. Don José Luis Múzquiz y don Salvador Martínez Ferigle, por ejemplo, marcharon a Estados Unidos en 1949, con la bendición del Fundador, y con un cuadro de la Santísima Virgen que había estado en una de las casas en que él vivió en Burgos: ‑No os puedo dar otra cosa, hijos míos.

Cabe pensar que, para el Fundador del Opus Dei, más importante que ese no tener medios materiales ‑estaba acostumbrado desde 1928‑, era prescindir de la colaboración cercana de personas maduras en el espíritu de la Obra. Al filo de 1950, los que podían haber sido directos colaboradores suyos, marcharon a un país o a otro. Realmente Mons. Escrivá de Balaguer pudo comentar con justicia que se quedaba más solo que la una. Valla la pena. El Fundador del Opus Dei estaba convencido de que aquella siembra a voleo en medio mundo sería para mucha gloria de Dios. Don Álvaro del Portillo, su más estrecho colaborador desde 1939, ‑seguiría a su lado en Roma, donde estaba desde 1946, como Procurador General y primer Consiliario Regional de Italia.

Por estos años, cuando abandonaron España socios del Opus Dei de verdadera categoría humana y destacado curriculum profesional ‑no sería correcto citar nombres‑, uno que ya ha fallecido comentó: "Los que quedamos somos como desecho de tienta". Si Florentino Pérez‑Embid, autor de la comparación, catedrático de Historia, escritor fecundo y brillante, bien conocido en la vida pública española, se consideraba desecho, notable debía ser la calidad humana ‑y espiritual‑ de aquellos que el Fundador envió por el mundo.

Muchos eran jovencísimos, pero habían madurado al filo de contradicción de los buenos a que he hecho referencia en el capítulo anterior. En una carta a los socios del Opus Dei lo subrayaría Mons. Escrivá de Balaguer:

En mi tierra, pinchan la primera florada de higos, que se llenan así de dulzura y sazonan antes. Dios Nuestro Señor, para hacernos más eficaces, nos ha bendecido con la Cruz.

En 1971, insistía con otras palabras en la misma idea:

¿Sabéis por qué la Obra se ha desarrollado tanto? Porque han hecho con ella como con un saco de trigo: le han dado golpes, le han maltratado, pero la semilla es tan pequeña que no se ha roto; al contrario, se ha esparcido a los cuatro vientos, ha caído en todas las encrucijadas humanas donde hay corazones hambrientos de Verdad, bien dispuestos, y ahora tenemos tantas vocaciones, y somos una familia numerosísima, y hay millones de almas que admiran y aman a la Obra, porque ven en ella una señal de la presencia de Dios entre los hombres, porque advierten esa misericordia divina que no se agota.

Las contrariedades habían hecho que sucediera lo que ocurre cuando se ponen obstáculos a la labor de Dios. Las aves del cielo y los insectos, en medio de los destrozos que ocasionan a las plantas con su voracidad, hacen una cosa fecunda: llevan la semilla lejos, lejos, pegada en sus patas. A donde quizá no hubiéramos llegado nosotros tan pronto, hizo el Señor que llegáramos así, con el sufrimiento de la difamación: la semilla no se pierde.

La magnanimidad sobrenatural de Mons. Escrivá de Balaguer se acompasaba con su modo de ser en lo humano. Pero su amplia visión de los objetivos apostólicos no era fruto de su carácter, sino de la seguridad que tenía en la asistencia de Dios.

La Obra ha sido pobre desde sus comienzos, y lo será siempre, ya que el Señor no dejará nunca de pedirnos más labores apostólicas, más iniciativas, más gastos de dinero y de personas en su servicio. Nunca tendremos el dinero suficiente para dilatar la tarea con la rapidez que el Señor nos da a entender. ;Nos llaman de tantas partes, sin que por falta de medios económicos podamos ir enseguida! (...) Pero aprovecho la ocasión, que me proporciona lo que os acabo de decir, para dar gracias al Señor Dios Nuestro, porque la Obra será siempre pobre: siempre necesitará más de lo que tenga, si ha de cumplir sus fines apostólicos, por muy abundantes que parezcan nuestros medios a los extraños.

No le asustaron nunca las dificultades económicas. Ni en los comienzos, cuando puso en marcha aquella primera Academia en la calle Luchana, ni cuando ‑con los años‑ las obra apostólicas promovidas por el Opus Dei se multiplicaron por toda el mundo. Porque sólo le movía la gloria de Dios, no descansaba al disponer de un instrumento para el apostolado: enseguida pensaba en otro, que pudiera servir adecuadamente para esparcir la semilla del Evangelio. Lo manifestaba, medio en serio medie en broma, en diciembre de 1973:

‑¿Os acordáis de que, un día de éstos, hablábamos de que en la Obra siempre hay necesidades y realidades de pobreza? Os comentaba que siempre habrá Centros en donde lo estén pasando humanamente mal. Anteayer he recibido carta de un hijo mío que está en un país grande, donde es profesor ordinario de una universidad. Lleno de alegría, me cuenta que ya tienen casa en un sitio céntrico: es una casa de buen aspecto, pero sin un mueble, sin una cama. Dice que hacen camping dentro del piso, van a comer donde pueden, y están felices.

Le daba especial alegría comprobar que esas personas, en medio de las dificultades económicas, rezaban, trabajaban y hacían una intensa labor apostólica. Y como lo mismo sucedía en muchos sitios, aclaraba: es bueno que suceda.

Un capítulo decisivo de esta aventura humana y divina del Opus Dei lo constituye el Colegio Romano de la Santa Cruz. Merece la pena detenerse en él, en cuanto es modelo de cómo actuó el Fundador de la Obra para extenderla por la tierra.

El Colegio Romano fue erigido el 29 de junio de 1948. Comenzó en un viejo edificio del Parioli que había sido legación de Hungría ante la Santa Sede. Conseguir aquella casa fue auténtica audacia, porque carecían de recursos económicos. Piden el importe en francos suizos ‑comentó Mons. Escrivá de Balaguer por aquellos días‑. Como no tenemos nada, ¡qué más le da al Señor facilitarnos francos suizos que liras italianas! Y aparecieron las personas dispuestas a adquirir ese inmueble y a financiar las obras necesarias para instalar allí, no sólo el Colegio Romano ‑centro de formación para socios del Opus Dei de todo el mundo‑, sino la sede central de la Obra.

Don Álvaro del Portillo se ocupaba muy directamente de la marcha económica de todo aquello, y llevaba a cabo toda esa labor a pesar de encontrarse enfermo, con fiebres muy altas. Mons. Escrivá de Balaguer manifiesta con gracia que el mejor remedio para devolverle la salud sería ponerle un buen parche de muchos miles de dólares.

Fueron continuas las privaciones del Fundador del Opus Dei y de los que le rodeaban. Iban andando a las Universidades y Ateneos, porque no había dinero ni para el filobus o la circolare, y como no podían comprar ni el tabaco italiano más corriente muchos dejaron de fumar... Algunos años después, cuando dentro de la incomodidad persistente, habían pasado los más graves apuros, Mons. Escrivá de Balaguer ponderaría:

‑Aceptad estas circunstancias extraordinarias como un sacrificio que podéis ofrecer a Nuestro Señor, y sabed que otras veces hemos estado mucho más incómodos de lo que podéis estar ahora vosotros. No tendréis de ningún modo las dificultades con que hemos vivido durante años (...). Al principio, hubo ocasiones en las que hacíamos una sola comida al día, y eso cuando era posible.

Y aquí, no había sitio para dormir: teníamos una sola cama, que era ocupada por el que se encontraba enfermo; los demás nos acostábamos donde podíamos, allá abajo, en aquella portería que ya ha desaparecido. Durante bastantes años, he estado subiendo por los andamios, para dormir en una habitación como se podía. Nunca hemos estado bien.

Una anécdota refleja aquella estrechez económica. En 1951 se compró una Lambretta, para realizar las diversas y numerosas gestiones relacionadas con la marcha de las obras. Se usaba tanto, que muy pronto se hizo necesario sustituirla. La madre de uno de los alumnos proporcionó el dinero, pero hubo que utilizarlo para pagar a los proveedores. La vieja Lambretta continuó corriendo por las calles de Roma cuatro años más.

A pesar de los agobios y de que en todas partes se necesitaban personas para llevar adelante los apostolados, estábamos siempre pensando ‑precisaba el Fundador de la Obra‑ en traer más gente al Colegio Romano, todos los posibles, porque convenía: para la gloria de Dios, para el servicio de la Iglesia, de las almas y de la Obra, para que ( ...) aprendáis a amar a otras naciones, y a ver las cosas buenas y los defectos que hay en otras tierras como los hay en la de cada uno. Convenía, además, para recibir una formación recia, unitaria, en el buen espíritu de la Obra.

Al mismo tiempo, los alumnos del Colegio Romano estudiaban en los Ateneos y Universidades pontificias para conseguir los títulos académicos que el Fundador había establecido. La primera tesis doctoral fue la de don Álvaro del Portillo. Con los años, serían centenares las tesis leídas por alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz: en teología, en derecho canónico, en filosofía.

Y con el trabajo intelectual, el manual. Los muros de aquellos edificios requerían una decoración adecuada. Entre las clases y la investigación, los alumnos del Colegio Romano dedicaron muchas horas a los botes de pintura, o a los sacos de cemento, alentados por Mons. Escrivá de Balaguer, que ‑como evoca uno de ellos‑ "corrige pequeños detalles, ve lo que nosotros muchas veces no vemos, nos habla y se nos van grabando sus palabras, que llevan además el vivo colorido del cariño y la oportunidad".

Se entiende que, en una ocasión, aludiendo a esos muros, el Fundador del Opus Dei pudiera decir que parecen de piedra y son de amor. En medio de contradicciones, penuria económica e incomodidades sin cuento, soportadas con alegría, Mons. Escrivá de Balaguer vivía magnánimamente la falta de medios materiales: quería dejar a los que vinieran detrás un instrumento idóneo y duradero, en lo técnico y en lo estético. Las líneas constructivas enraizaban en los valores tradicionales de la arquitectura romana, para que tuvieran desde el primer momento sabor de madurez, y no corrieran el peligro de pasar de moda o de caer en el ridículo a los pocos años de su construcción. A la vez, el Fundador de la Obra y don Álvaro del Portillo aprovechaban todas las ocasiones para, a precios ridículos, en los puestos de chamarileros, hacerse con mil cosas que servirían para dignificar la decoración de esas paredes: muebles, piedras viejas, fragmentos romanos antiguos, capiteles, molduras, bustos, pequeñas esculturas, cuadros, candeleros, lámparas, alfombras, arcones.

Mons. Escrivá de Balaguer recorría las obras con frecuencia, y los obreros se acostumbraron pronto a la presencia de Monsignore subiendo y bajando por los andamios y escaleras. En cuanto se terminaba una zona, entraban enseguida los alumnos del Colegio Romano, que remataban los detalles más minúsculos y limpiaban todo a fondo. Fue ese cuidado por terminar bien las cosas hasta sus últimos detalles ‑especialmente vivido por las asociadas del Opus Dei que se iban ocupando de las tareas de administración doméstica‑, lo que hizo posible que en aquellos edificios, en que llegarían a alojarse cientos de personas, no se perdiese el carácter familiar, acogedor y alegre, propio del espíritu del Opus Dei.

La historia de la construcción del Colegio Romano encierra infinidad de lecciones prácticas para los socios de la Obra.

Tampoco pasaban inadvertidas a quienes iban a aquella casa, y se encontraban ‑como observó el Cardenal Baggio‑ con que aquello no tenía nada en común con los edificios eclesiásticos de tipo convencional. Era un edificio entonado con los demás del Parioli. Todo estaba limpio y cuidado. Aquel estilo ‑"para mí insólito", reconoce el Cardenal‑ formaba parte de la espiritualidad laical del Opus Dei. Era novedad auténtica, que no dejaría de suscitar incomprensiones. Como en los viejos tiempos, el Fundador del Opus Dei tendría que explicar, con ocasión y sin ella, la radical diferencia que hay entre la falta de medios y la suciedad...

Era algo parecido a lo que le sucedió cuando quiso bendecir la última piedra de aquella casa. Todos sabían que él no era amigo de las primeras piedras, sino de las últimas, del trabajo acabado.

Cuando llegó el momento ‑el 9 de enero de 1960‑, fue a buscar en el Ritual la oración apropiada, y no encontró preces previstas para esa ocasión: Por lo tanto ‑decidió‑ vamos a hacer otra cosa. Comenzaré haciendo la señal de la Cruz, rezaremos el Te Deum, después la oración de acción de gracias, y luego la bendición signo crucis; y hemos terminado.

Por aquellos días de 1960 era ya una realidad gozosa el sueño que el Fundador del Opus Dei acariciaba desde finales de los años cuarenta:

De aquí, del Colegio Romano, saldrán centenares ‑millares‑ de sacerdotes y de laicos que extenderán la labor en los sitios en que se está trabajando; la comenzarán en otras muchas naciones que nos esperan; y pondrán en marcha Centros de formación, para hombres de todos los continentes y de todas las razas, en servicio de la Iglesia.

Sin embargo, el destino principal de aquellos edificios era servir como sede central de la Obra. Apenas terminados, el Fundador del Opus Dei pensó en abordar una nueva aventura: construir el Colegio Romano definitivo, en otro lugar de Roma. Dijo que sería la última locura de su vida:

En todo el mundo hemos comenzado a preparar instrumentos de trabajo sin dinero. Yo lo había hecho antes muchas veces; pero desde hace años tenía el propósito de no volver a obrar así. Sin embargo, pensando que el bien de la Iglesia y el bien de la Obra, para servicio de la Iglesia y de las almas, hace conveniente que muchos hijos míos pasen por Roma, hemos comenzado a construir con pocas liras. No quería repetir esa lo cura, pero ya la estamos haciendo.

Aquel planteamiento no había dejado de suscitar contradicciones. No faltaron personas ‑también eclesiásticos‑ que no lo entendían. Algunos se escandalizaban, como si fuese el Opus Dei la primera institución que en la historia de la Iglesia hubiera usado medios humanos lícitos para sus fines de apostolado:

Nadie puede extrañarse ‑había escrito el Fundador en 1954‑ de que el Opus Dei necesite medios materiales para su labor. Como realiza su tarea sobrenatural de santificación entre hombres y para hombres, ha de usar también ‑como las demás asociaciones sin excepción, sean del tipo que sean: artísticas, deportivas, culturales, religiosas, etc.‑ un mínimo de medios materiales.

En 1941 había previsto el problema, cuando decía: Naturalmente, cuanto más se extienda la Obra, más necesidad habrá de medios terrenos, que siempre trataremos de santificar. No hay en la tierra nadie que haga algo, y no emplee los medios humanos, por noble que sea el fin.

También Jesucristo, para cumplir su misión divina, se sirvió de cosas tan terrenas como los haberes de las pobres gentes que le seguían, unos cuantos panes y peces, un poca de barro... Le dejaron un borrico para entrar en Jerusalén. Y en una habitación también prestada celebró su última Pascua en la tierra.

Esa vida de Cristo es la que quiso imitar el Fundador del Opus Dei. Para sacar adelante sus proyectos apostólicos contó con el trabajo profesional de los socios de la Obra, pero también con la ayuda de muchas personas, conscientes de que esas tareas merecían su apoyo, porque contribuían al mejoramiento de los hombres.

En 1950, cuando se extendía la Asociación, y eran muchas las necesidades económicas que el crecimiento llevaba consigo, expresó que el Opus Dei y sus socios no necesitan dinero, porque trabajan, cada uno en su tarea profesional, y se sostienen sobradamente; pero, para nuestras obras corporativas, cuanto más nos ayuden, mejor serviremos a las almas.

Esta colaboración económica discurrió siempre por cauces civiles, lejos de todo confesionalismo. Ya se ha dicho que las obras apostólicas del Opus Dei son centros promovidos por ciudadanos corrientes, que ejercen en ellos libremente su actividad profesional. No son, pues, labores católicas, ni menos eclesiásticas, aunque allí se siga con fidelidad la doctrina de la Iglesia. Se trata de tareas nacidas y dirigidas con mentalidad laical, dentro de las leyes de cada país, sin privilegio alguno, tampoco en lo económico. Resuelven sus problemas y responden de la gestión, en su caso, ante los organismos jurídicos establecidos en cada nación.

A veces, ante los propietarios de los edificios o instalaciones que los han cedido o alquilado y reciben su correspondiente retribución.

Este carácter laical ‑ni confesional, ni eclesiástico‑ de la," iniciativas apostólicas del Opus Dei explica también la colaboración de los cooperadores no católicos a que se ha hecho referencia en el capítulo octavo. La experiencia de años muestra que, además, obtienen un inmenso beneficio espiritual, como encarecía el Fundador de la Obra: Solicitando de estas personas su ayuda económica y sus horas de trabajo profesional, en servicio de las empresas apostólicas que sostenemos ‑que siempre tienen, además, una eficacia humana‑, las colocamos en el corazón de nuestras labores, y les brindamos la posibilidad de ser brazo de Dios para realizar su Obra entre los hombres.

Un día de 1973, en Roma, un norteamericano contaba a Mons. Escrivá de Balaguer que habían regalado un piso en San Francisco, para organizar allí clases de formación cristiana. El Fundador del Opus Dei afirmó:

Nosotros no podríamos hacer nada sin la ayuda de tanta gente estupenda. Hay algunos, con un sentido sobrenatural tan maravilloso para ayudar en las cosas de Dios, que, cuando cooperan generosamente, ponen una sola condición: que no se sepa que han dado ni un céntimo. A veces son personas que no conozco.

En muchas ocasiones, citó emocionado el pasaje evangélico de la limosna de la viuda pobre, al pensar en las ayudas que el Opus Dei recibía de personas de escasos recursos:

Quizá ese esfuerzo constante es más desinteresado y liberal que el de todos los demás: seguramente no dan dé lo que les sobra, porque nada les sobra. Estoy cierto de que ante estas dádivas volverán a brillar, con cariño divino, los ojos del Señor.

En otra ocasión dibujaba los modos tan diversos de ayudar a las actividades apostólicas promovidas por la Asociación:

Me los ha enseñado a mí vuestra conducta generosa: desde aquella aristócrata, de la sangre y del espíritu, que supo ceder su propio palacio en épocas bien duras de calumnia y de persecución, hasta los labriegos humildísimos, padres de una criadita, que venden su borriquillo y envían el dinero con alegría; desde aquel buen amigo americano del Sur, que tiene una de nuestras obras apostólicas, de acuerdo con su familia, como un socio más en los negocios ‑un socio que no está a las pérdidas‑, hasta los niños (...) que envían el dinero que recibieron como obsequio el día de su primera comunión; desde el que manda muebles, para poner una casa, hasta el que paga todos los gastos del pobre coche indispensable para la labor.

Pero nada es bastante cuando se trata de sostener lo iniciado y ampliar el horizonte apostólico para llegar a más almas. Por eso, el sentido de responsabilidad lleva a los socios del Opus Dei a trabajar muchas horas cada día, sintiendo ‑como han aprendido de su Fundador‑ la urgencia de las necesidades, también económicas, de esta familia sobrenatural que formamos. Nadie se considera descargado de este deber, inseparable de la propia vocación:

El carácter plenamente secular de nuestra dedicación a Dios en el mundo hace que la labor profesional sea también el medio ordinario de conseguir los necesarios recursos, para el sostenimiento de cada uno de nosotros y de las labores apostólicas de la Obra.

Mons. Escrivá de Balaguer confió en los medios sobrenaturales: todo depende de Dios. Pero, al mismo tiempo, no perdonó ningún recurso humano licito ‑especialmente, el trabajo‑, porque, aclaraba, no podemos tentar a Dios, exigiéndole que haga milagros, cuando se puede y se debe emplear el trabajo profesional, noble y limpio, para obtener los medios económicos necesarios.

Con la oración, con el trabajo, y con la ayuda de muchas personas pudo emprenderse en los cinco continentes ese gran mosaico de iniciativas apostólicas. El afán de acercar más personas a Dios es justamente garantía del desprendimiento de los bienes materiales: Siempre seremos pobres. Nunca tendremos los suficientes medios económicos para atender a todas las obras, porque aunque trabajemos mucho, los apostolados aumentan siempre, gracias a Dios, en proporción mayor: y esto sucederá siempre.

El Fundador comparó la Obra con una familia numerosa y pobre. Cada uno de sus socios debía sentir en su propia carne los agobios económicos de esa familia grande, que nunca acaba de salir de dificultades, y no por eso deja de hacer lo que tiene que hacer, en beneficio de las almas. Para resolver los problemas de dinero, comenzó a invocar a San Nicolás de Bari en los años treinta, cuando desempeñaba su ministerio sacerdotal en el Patronato de Santa Isabel:

Iba a celebrar la Misa, y tenía unos apuros económicos tremendos; dije: como San Nicolás es el santo de las dificultades económicas, y el santo de casar las incasables... ¡si me sacas de esto, te nombro Intercesor! Pero antes de subir al altar, me arrepentí y añadí: y si no me sacas, te nombro igual.

Lo relataba el Domingo de Ramos de 1968, y alguien se animó entonces a preguntar si aquel problema se había resuelto. Mons. Escrivá de Balaguer continuó:

‑¡Dónde estaríamos tú y yo, si no! ¡Debajo de una tienda de campaña y de unos trozos de hojalata! Pero yo no pido milagrerías; primero pido que trabajemos, que nos sostengamos con el trabajo y, cuando no llegamos, pedimos a Dios para que lleguemos. No soy carismático; hay que poner los medios humanos y a la vez los sobrenaturales, que siempre van juntos.

Así salió adelante la Academia DYA, y luego las primeras residencias universitarias, y al cabo de los años, esos cientos de obras apostólicas promovidas por el Opus Dei, que tratan de prestar un servicio cristiano a la sociedad, de ser instrumentos para corredimir con Cristo.

 

 
 
Capítulo Noveno. Padre de familia numerosa y pobre
 
 
 
 

El Fundador Dei Opus Dei vio siempre en la falta de medios materiales una muestra de predilección divina. En una ocasión dirigía en voz alta la meditación de un grupo de socios de la Obra, y les hacía considerar el pasaje evangélico del joven rico:

Vende cuanto tienes, dalo a los pobres... Hijos míos, el desprendimiento ‑¿veis?‑ es capital. Vosotros y yo no hemos hecho como aquel pobre muchacho: his ille auditis contristatus est, quia dives erat valde (Mc., X, 22); él, oyendo esto, se entristeció, porque era muy rico. Todos hemos dejado lo que teníamos, y a gusto, para seguir libremente al Señor. Lo mismo da que fuera mucho o que fuera poco, porque lo hemos dejado todo con igual intensidad: lo que teníamos y lo que puede llegar a tener una juventud maravillosa como la vuestra. Y con alegría, hijos; no queremos nada propio. Decídselo cada uno al Señor: Dios mío, por tu amor te doy todo, nada quiero mío, todo es tuyo.

Se refería luego, en aquella meditación, a la respuesta de Jesucristo a los discípulos de Juan el Bautista: "Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia el Evangelio a los pobres" (Mt., XI, 4‑S):

Hijos míos, habéis escuchado lo que nos dice el Señor; sus palabras a mí me remueven por dentro: luego amaremos e1 desasimiento, lo amaremos con predilección; porque cuando el espíritu de pobreza se resquebraja, es que va mal toda la vida interior.

El desprendimiento del Fundador del Opus Dei fue real, efectivo, hasta las últimas consecuencias. Eso sí, siempre con naturalidad, ocultándolo, porque ‑como enseñaba‑ la nuestra es una pobreza que no tiene voz para gritar "soy pobre"; se paladea con alegría. Da e1 Señor un gozo en aquel no tener, en

aquel no alargar el brazo más que la manga. Se trata de vivir pobres y de sonreír, de que pase inadvertida nuestra condición, tanto en la salud como en la enfermedad.

Pero era tan real la falta de medios, que no dejó de ser advertida, a pesar de todo, por quienes le trataron más de cerca: siempre envuelta en un modo externo amable, propio de quien realiza su labor apostólica entre sus iguales los hombres, y entiende que el desprendimiento de lo material no es ni miseria, ni suciedad, ni pobretonería.

Así lo aprendió, en buena medida, como vimos, en el hogar de sus padres. Aún no había nacido el Opus Dei, pero Dios iba sembrando en el que había de ser su Fundador rasgos de su espíritu, entre ellos, la mentalidad laical como modo específico de enfocar la práctica de todas las virtudes cristianas.

El Fundador del Opus Dei pasó toda su vida careciendo hasta de lo más necesario y desprendido de todo, con naturalidad y ‑no es paradoja‑ sin ostentaciones. Vicente Hernando Bocos fue un día a visitarle a la residencia de la calle Larra en Madrid, porque don Josemaría estaba con un fuerte resfriado. Su habitación era elemental, y tenía "una mesa pobre con unos libros de rezos". Sin embargo, "el porte de don Josemaría en el vestir era elegante, limpio, correcto, de grata presencia". Se acompasaba con el modo de ser: "Me dio la impresión de ser un sacerdote que gozaba de la vida, siempre de muy buen humor y muy sencillo. Recuerdo que ya entonces se levantó alguna calumnia contra él, que nosotros cortamos enérgicamente".

En aquella época, en que tantas horas dedicó al Patronato de Enfermos, el Fundador del Opus Dei sufrió mucho al comprobar, un día tras otro, las condiciones miserables en que vivía ‑y moría‑ la gente humilde de Madrid. No por eso perdió de vista que el sentido cristiano del desprendimiento va más allá de la pura carencia de medios. Lo resaltaría en 1972, al responder a una pregunta que le hicieron en el Instituto de Estudios Superiores de la Empresa, de Barcelona:

‑El hecho de manejar dinero, o de tenerlo, no quiere decir que se esté apegado a la riqueza. Te voy a poner un ejemplo. Conocí a un pobrecito que iba a un comedor de caridad, y no tenía siquiera la tarjeta que daban a los necesitados; acudía a recibir un poquito de lo que sobraba. Era un tiempo duro para el corazón de un cristiano: ver aquella gente con verdadera hambre. Para comer, todos llevaban sus cacharros. Él traía su puchero roto. Pero sacaba su cuchara de peltre, de la hondura de un bolsillo, y la miraba con satisfacción. Los otros no tenían cuchara. Se ve que pensaba: esto es mío, esto es mío. Y con su cuchara comía los garbanzos y el caldo que le daban. Después la volvía a mirar apasionadamente, como un avaro contempla las piedras preciosas. Le daba dos chupetones, y la guardaba de nuevo. ¡Era rico!

Pues también he tenido cerca de mí a una persona, a la que he querido mucho, y que indudablemente está en el cielo. Era Grande de España. Aun después de muerta, no diré más que su nombre propio, y porque es muy corriente: se llamaba María. En su casa tenía muebles estupendos, un gran servicio y mucha plata..., todo lo que es normal en una casa bien puesta y de abolengo. Y aquella pobrina gastaba en su persona menos que la última de sus sirvientas. Lo daba todo; soy testigo de su generosidad.

Sin la generosidad de muchas almas, no hubiera salido adelante el Opus Dei. Por supuesto, nunca su Fundador confundió la confianza en Dios con un providencialismo irresponsable. En los difíciles años de la Academia DYA, cuando proyectaba abrir la Residencia de estudiantes, no dejaba de hacer calcular minuciosamente todos los posibles gastos y los ingresos. Isidoro Zorzano quizá ayudaría algo en estas previsiones económicas, durante sus viajes de Málaga a Madrid. Pero era don Josemaría ‑rodeado como estaba de pobres y de enfermos‑ quien tenía que ir consiguiendo ayudas entre las personas que conocía en Madrid. Desde luego, no estaba dispuesto a retrasar la labor apostólica por no disponer de dinero: ya saldría.

Las dificultades económicas no le arredraban. Apenas podía con el piso de Luchana, y se decidió a poner en marcha la Residencia de Ferraz, que comenzó después del verano de 1934. Con el dinero de la venta del patrimonio familiar ‑en Fonz, Huesca‑, se pudo amueblar lo imprescindible, y comprar el menaje de cocina. La ropa de cama se consiguió a crédito en los Almacenes Simeón, de Madrid. El director de la Residencia recuerda que durante aquel primer curso 1934‑35 el dinero no llegaba, al fin de mes, para pagar los alquileres, ni las cuentas de la carnicería o de los ultramarinos. Afortunadamente, el propietario de la casa, don Javier Bordiu, tuvo siempre paciencia. Era el propio don Josemaría quien iba a verle cada mes.

En aquel curso, lleno de apuros, la labor apostólica creció mucho. El Fundador del Opus Dei utilizaba para formar a los jóvenes estudiantes que iban por Ferraz las visitas a los pobres. Se hacían colectas entre los chicos, después de asistir a las clases de formación cristiana. Con ese dinero se organizaban luego, en pequeños grupos, visitas a gente desamparada, a la que se llevaba algún dinero, alguna golosina, el regalo de la compañía y el consuelo de un buen rato de conversación. Era un modo de contribuir a la maduración espiritual de aquellos estudiantes, algunos de los cuales ignoraban por completo la miseria en que vivían entonces en Madrid tantas personas.

Esas visitas a necesitados y enfermos forman parte inseparable del apostolado del Opus Dei en todo el mundo. Tienen un sentido profundamente humano y de caridad: llevan un poco de alegría y de cariño a personas que muchas veces apenas han oído nunca una palabra amable, ni han recibido la mirada de unos ojos amigos, ni el gesto fraternal de una asistencia cristiana.

Se ha desfigurado tanto ‑lamentaba el Fundador del Opus Dei en 1942‑ y se ha hecho tanta sátira de ciertas manifestaciones exteriores de la caridad benéfica, que a algunos les parecen arcaísmos determinadas obras propias del espíritu cristiano. Por eso quiero que entendáis bien ‑y que hagáis entender‑ el hondo significado sobrenatural y humano de estos medios, tal como los hemos vivido desde e1 principio.

Con estas visitas no se trataba, ni se trata, de resolver un problema social; sino de acercar a la gente joven al prójimo necesitado, para que vieran a Jesucristo en el pobre, en el enfermo, en el desvalido, en el que padece la soledad, en el que sufre, en el niño. Así aprenderían que hay que hacer una gran batalla contra la mis aria, contra la ignorancia, contra la enfermedad, contra el sufrimiento. El Fundador del Opus Dei veía claro que este contacto con la miseria o con la humana debilidad es una ocasión de la que suele valerse el Señor, para encender en un alma quién sabe qué deseos de generosidad y divinas aventuras. A la vez, sensibiliza a los más jóvenes, para que tengan siempre entrañas de justicia y de caridad.

Al mismo tiempo, se rebelaba contra las deformaciones: No es justo que manifestaciones del auténtico espíritu cristiano queden arrinconadas, porque algunos las han convertido en gesto ostentoso y frívolo, o en sedante para sus remordimientos de conciencia.

En fin, habría que hacer esa labor, incluso en los países más avanzados, pues siempre existirán estratos de población que sufren el abandono de los demás:

Me atrevo a decir ‑añadía con fuerza, también en 1942- que, cuando las circunstancias sociales parecen haber despejado de un ambiente la miseria, la pobreza o el dolor, precisamente entonces se hace más urgente esta agudeza de la caridad cristiana, que sabe adivinar dónde hay necesidad de consuelo, en medio del aparente bienestar general.

En la actualidad, los Estados se preocupan, mediante instituciones de beneficencia, o de previsión, de aliviar las necesidades más primarias y de promover el progreso social. Sin embargo ‑prevenía Mons. Escrivá de Balaguer‑, la generalización de los remedios sociales contra las plagas del sufrimiento o de la indigencia ‑que hacen posible hoy alcanzar resultados humanitarios, que en otros tiempos ni se soñaban‑, no podrá suplantar nunca, porque esos remedios sociales están en otro plano, la ternura eficaz ‑humana y sobrenatural‑ de este contacto inmediato, personal, con el prójimo: con aquel pobre de un barrio cercano, con aquel otro enfermo que vive su dolor en un hospital inmenso; o con aquella otra persona ‑rica, quizá‑, que necesita un rato de afectuosa conversación, una amistad cristiana para su soledad, un amparo espiritual que remedie sus dudas y sus escepticismos.

Pero volvamos a 1934 y a la Residencia de Ferraz. La casa iba consiguiendo cierta prestancia, a base de suplir la falta de dinero con buen gusto, ingenio y muchas horas de trabajos manuales. Pronto fue realmente un hogar acogedor, como quería el Fundador de la Obra: Los hogares del Opus Dei son acogedores y limpios, nunca lujosos, aunque procuramos que tengan aquel mínimo de bienestar que se necesita para servir a Dios, para practicar las virtudes cristianas, para estar en condiciones de trabajar y para que se desarrolle, con dignidad y sin estridencias, la personalidad humana. Nuestras casas tienen la sencillez del hogar de Nazaret, que fue testigo de la vida oculta de Jesús, y el calor ‑humano y divino‑ del hogar de Betania, que el Señor santificó, buscando allí la amistad verdadera, la intimidad y la comprensión.

Cuando Pedro Casciaro fue por vez primera a Ferraz, 50, recibió ya en el vestíbulo una impresión grata: "No era un frío y destartalado `local', sino el vestíbulo de una casa de familia de clase media, más bien modesta, pero de buen gusto y, sobre todo, muy limpia".

El cuarto de trabajo de don Josemaría, de escasos metros cuadrados, no tenía más luz que la de una ventana abierta a un estrecho patio interior, y sólo dos muebles: una "cama turca" ‑que utilizaba muy de vez en cuando, pues dormía en la vivienda del Rector de Santa Isabel‑ y un armario donde se guardaban los ornamentos litúrgicos. Además, su desprendimiento personal le llevaba a usar los zapatos ‑bien lustrados para que no parecieran viejos‑ que desechaban los residentes. De su sotana decía en broma que tenía más bordados que un mantón de Manila. Sin embargo, llamaba la atención, porque la llevaba bien planchada, sin arrugas, limpia.

Luego vino la guerra de España. No es preciso insistir en que ‑como para tantos otros ciudadanos del país‑ aquel tiempo estuvo lleno de privaciones, de hambre auténtica.

La Hermana Ascensión Quiroga, Terciaria Capuchina, había conocido a don Josemaría en Madrid, durante la guerra. Consiguió escapar, y en 1938, con otras monjas, formaba parte de la comunidad que, por iniciativa de Mons. Lauzurica, obispo de Vitoria, atendía a los sacerdotes. El obispo rogó al Fundador del

Opus Dei que dirigiera unos ejercicios espirituales a aquella comunidad. Las pláticas les impresionaron: "los mejores ejercicios espirituales que he hecho en toda mi vida ‑ya larga‑ fueron aquellos que nos dirigió don Josemaría, en agosto de 1938".

A la vez testimonia que vivía con el más absoluto desprendimiento de los bienes materiales: "Solo tenía una sotana, y en cierta ocasión, nos la dio para que se la cosiéramos; estaba hecha jirones; intentamos arreglársela lo mejor posible y con prisa, porque él se quedó en su habitación esperando a que terminásemos. La ropa interior la tenia tan rota que no había modo de meter la aguja en un trozo de tela que no estuviese `pasado', hasta tal punto que la Madre Juana decidió comprarle dos mudas".

"Todas estas privaciones ‑añade‑ las llevaba con alegría; debía tener muy buen humor, aunque con nosotras, por la gravedad con que se comportaba, no lo manifestase, pero oíamos cómo se reían Monseñor Lauzurica y él cuando estaban juntos". Más adelante cuenta que a aquellos ejercicios asistió una hermana mayor suya, Juana Quiroga, también Hermana en Religión: "Ella tiene especialmente grabada la actitud de don Josemaría, que nunca se preocupaba de sí mismo; de él no. Nada más de su santidad y de la santidad de los demás". La Hermana Ascensión se ocupaba, junto con la Hermana Elvira, de arreglar la habitación de don Josemaría, y manifiesta que nunca ha visto tanto orden, tanto cuidado en las cosas: "No se puede decir que fuese ordenado; era or‑de‑na‑di‑si‑mo".

"Estoy segura ‑continúa‑ de que muchas noches no dormía o ‑al menos a nuestro parecer‑ no dormía en la cama. En efecto: las sábanas estaban sin arrugas y, aunque él dejaba la cama destapada, como si la hubiera usado, nosotras nos dábamos cuenta de que, si había dormido, no había sido en la cama. Creemos que se servía del duro suelo para descansar. Por otra parte, muchas noches le encontrábamos de rodillas, al pie del Sagrario, haciendo oración, hora tras hora. La Hermana Elvira recuerda que tomaba un simple dedo de café con leche diariamente como desayuno". Y la Hermana Regina afirma que el Fundador del Opus Dei "nunca tenía nada. Viajaba con un tintero lleno de agua bendita y con la cuchilla de afeitar".

El mismo espíritu, compatible con la dignidad externa, aparecerá también cuando se ponga en marcha la Residencia de la calle de Jenner, en 1939. Marciano Fernández López, que vivió allí, lo expresa con estas palabras: "El porte humano del Padre, del mismo modo que la instalación y ambiente de la Residencia ‑que era su reflejo‑, eran sin lujos, pero con gran decoro, limpieza, mucho gusto en las cosas materiales, que producían una impresión muy grata".

El espacio estaba realmente bien aprovechado. Muchos conocieron la habitación junto al vestíbulo, que servía de ampliación del oratorio, de botiquín, y de Secretaría de la residencia. Además, tenía una cama, en la que dormía Isidoro Zorzano.

En enero de 1975, Mons. Escrivá de Balaguer pasó unos días en La Lloma, muy cerca de Valencia. Allí, rodeado de algunos socios de la Obra, recordó la primera casa que tuvo en Valencia:

Eran dos habitaciones y un pasillo. Una de las habitaciones estaba llena hasta los topes con la primera edición de Camino.

¡Quién iba a decir que se venderían, con los años, millares de ejemplares en más de treinta idiomas!

De todas formas, allí no se podía vivir; no había sitio.

Les habló de la única vez en su vida que se había puesto enfermo durante la Misa. A don Antonio Rodilla le habían regalado un cáliz y unos ornamentos, y quiso que los usara por vez primera. Al empezar el Evangelio, no pudo seguir. Asistía a esa Misa, comenzada en el altar de la Trinidad de la catedral de Valencia, Álvaro del Portillo, que, ayudado por otros, consiguió hacerle llegar hasta la sacristía:

Luego me llevaron a casa. Dormíamos sobre unos hierros y unas maderas, como en los cuarteles de antes, y no había más ropa que unas cortinas de balcón, todas estropeadas. De modo que también aquí hemos vivido en la pobreza, y la hemos compartido en todo el mundo. En el Opus Dei nunca falta alguno que padezca verdadera miseria... No importa; está en el Opus Dei, y es feliz.

En la tertulia estaba don Álvaro del Portillo y se dirigió a él con una sonrisa:

‑Álvaro, estamos en la tierra del arrós. ¡Qué arroz nos hacíamos tú y yo, y alguno más! No comíamos otra cosa: en una chimenea poníamos unas jícaras de arroz y unas jícaras de agua. Y nos salía muy bien, ¿verdad?

‑Muy bien, sobre todo teniendo hambre, que es el mejor condimento.

‑Y no decíamos nada a nadie...

Aún se conserva el grueso capote, de tela áspera y color pardo, que llevó a aquel piso de la calle de Samaniego José Manuel Casas Torres. Lo había utilizado durante los años de campaña. El capote pasó después a la nueva Residencia, también en la calle de Samaniego, número 16. Era un caserón muy frío durante el invierno. En sus viajes a Valencia, el Fundador del Opus Dei solía utilizarlo para defenderse del frío, mientras daba un círculo, o atendía la labor. Lo mismo hicieron luego, cuando tenían que permanecer muchas horas sentados frente a la mesa de trabajo de dirección, don Amadeo de Fuenmayor, don Justo Martí, don Pedro Casciaro o don Federico Suárez.

Un criterio que siempre ha enseñado Mons. Escrivá de Balaguer es elegir lo peor para uno mismo. Así lo practicó, por ejemplo, cuando se trasladó a Diego de León, 14, al comienzo de los años cuarenta.

El edificio era un viejo palacete de estilo francés, en el que se vivía con gran estrechez. Desde fuera podía dar una impresión contraria, sobre todo, si se miraba con mentalidad de vida religiosa, pues su aspecto nada tenía que ver con un convento. Además, con no poco esfuerzo, pudieron instalarse poco a poco, y dignamente, las habitaciones de las dos primeras plantas del chalet. Era ésta la zona de representación. El Fundador del Opus Dei recibía a las visitas en un despacho de la primera planta, decorado con prestancia: zócalo empanelado de madera, tresillo de cuero, mesa recia de líneas clásicas, cortinas amplias. Pero en el resto de la casa se sufría mucha penuria material, y la peor habitación era la suya. Había elegido un dormitorio, muy frío en el invierno, sofocante en el verano. Estaba en la tercera planta.

Al final, se impuso el cariño de los socios de la Obra, y aprovechando que estaba fuera de Madrid ‑dirigiendo un curso de retiro espiritual‑ trasladaron sus cosas a un cuarto mejor, en la segunda planta, que habían dejado libre.

Esta habitación era más amplia. Prácticamente se conserva ahora como entonces. Sigue ahí la pobre cama de metal en que dormía. Alguna vez le propusieron buscar otra mejor, y un poco más grande, pero siempre dijo que no. La usó por última vez en mayo de 1975, un mes antes de su muerte. A un lado hay un viejo escritorio, que llamaba siempre la pianola, porque tiene, en efecto, todo el aire de las antiguas pianolas familiares. Entre otros motivos de decoración aparece un borriquillo, una fotografía hecha en la ordenación de los tres primeros sacerdotes de la Obra, un globo terráqueo, y un cuadro de San Pedro, de un pintor anónimo. El pintor había querido ilustrar la figura del Apóstol con un gallo, pero le había salido un pajarraco raro. Desde Roma, en febrero de 1948, Mons. Escrivá de Balaguer encargaría en la posdata de una carta: ¡Cómo me gustaría encontrar convertido en gallo la perdiz de San Pedro que hay en mi cuarto! Al Apóstol tampoco le vendría mal un retoque...

Don Manuel Martínez Martínez le visitó un día en Diego de León, acompañando al P. Ballester, entonces Obispo de León: "Yo me quedé admirado de la austeridad con que vivían aquellos hombres; uno me parece que era secretario de ayuntamiento, otro era ingeniero; en fin, que eran personas de cierta categoría y por eso aquello me admiró más. Cuando salí me decía a mí mismo: ni un capuchino vive con la austeridad con que viven éstos". Cuando se iban, el Fundador de la Obra le pidió que no dijera nada de lo que había visto. "No quería ‑dedujo don Manuel Martínez‑ que se supiera la vida de austeridad que aquí llevaban, y por consiguiente que nadie pudiera comentarlo".

Don Vicente Pazos, hoy Consiliario del Opus Dei en Perú, vio, con motivo del traslado de la habitación, que su ropa y sus cosas de uso diario eran lo mínimo imprescindible. No le gustaba al Fundador del Opus Dei que estos detalles trascendieran. Pero sabía enseñar a los socios de la Obra todas las consecuencias prácticas que el desprendimiento de los bienes materiales debía tener en sus vidas: en circunstancias ordinarias, o en momentos extraordinarios, como, por ejemplo, en aquellos primeros años de

Roma, en que muchos ‑les decía‑ han pasado hambre conmigo: no un día, ni dos, sino temporadas largas. No encendíamos la calefacción porque no teníamos ni un céntimo.

Carecían hasta de camas para dormir: Yo, muchas veces, me echaba junto a la puerta de la calle. Era uno de los sitios más distinguidos, pero entraba un frío y una humedad por las rendijas que había en las paredes...

Quienes han vivido allí le oyeron muchas veces subrayar el valor positivo de esta falta de medios: La tengo metida en lo más hondo de mi alma. Redunda en la vida de entrega y en la eficacia o ineficacia de nuestro apostolado. ¡Bendita pobreza! ¡Amadla!

Exigía a los socios del Opus Dei una disposición interior llena de visión sobrenatural, para vivir en este mundo con sentido realista, pero como peregrinos, que van de camino hacia la morada eterna, y, por tanto, han de llenarse de un afán grande por vivir totalmente desprendidos de las cosas que usan; trabajando con rectitud de intención, sin un desordenado afán de lucro; amando, como venidas de las manos de Dios, las incomodidades, estrecheces y privaciones con que pueden encontrarse; preocupándose de contribuir personalmente, con su trabajo, a remediar la indigencia material y espiritual de tantas almas, abandonando en el Señor sus preocupaciones.

El desprendimiento del Fundador del Opus Dei llegaba a detalles aparentemente nimios, pero que denotaban una gran delicadeza. En un momento dado de su vida, durante los años treinta, notó que se apegaba a las estampas ‑ni una cosa de tan escaso valor quería tener como propia‑ que ponía en el breviario para señalar las páginas; años después contaría su reacción:

Me desprendí de las estampas y puse en su lugar unos trozos de cuartillas. Y al ver aquellos papeles en blanco, comencé a escribir: Ure igne Sancti Spiritus!... Los he usado durante muchos años, y cada vez que los leía, era como decirle al Santo Espíritu: ¡Enciéndeme! ¡Hazme una brasa!

En la vitrina de una de las habitaciones de la sede central de la Asociación, entre viejos regalos decorativos y recuerdos de familia, aparece una vulgar taza de loza, desportillada, con un roto grande y triangular en su borde. Fue Mons. Escrivá de Balaguer quien quiso que estuviera en aquella vitrina. La vio por primera vez en París, después de celebrar la Santa Misa, en uno de los Centros del Opus Dei, una mañana de 1955. Un grupo de socios de la Obra llevaban adelante los primeros años de labor. No tuvieron problemas para preparar el desayuno, pues el Padre tomaba siempre un poco de café sin azúcar, unas cuantas cucharadas de leche y un trozo de pan. Las dificultades aparecieron con la vajilla, que no llegaba para todos, aunque estaban en aquella casa muy pocos. Tuvieron que poner en servicio una taza desportillada, rota, que trataron de encubrir disponiendo hábilmente las servilletas. Fue a sentarse justamente en el lugar que correspondía a aquella taza. Y le dio alegría beber su café con leche en esa taza. Le hizo feliz la riqueza de estos socios de la Obra ‑profesores, médicos, ingenieros‑, y después de comer se puso un delantal de plástico, y les ayudó a lavar los cubiertos y vajilla, como en los tiempos de la Residencia de Ferraz:

A lo largo de estos veintiséis años ‑había dicho en la primavera de aquel 1955‑ en muchas ocasiones me he encontrado sin nada, en la carencia más absoluta y en la cerrazón más completa en el horizonte para encontrar nada, nada. Nos faltaba hasta lo más necesario. Pero ¡qué alegría!, porque buscando el reino de Dios y su justicia, sabíamos que lo demás se nos daría por añadidura. Poniendo los medios para que no falte, ¡que estén alegres mis hijos si alguna vez les falta algo!

Sin embargo, para el cristiano normal, el espíritu de pobreza no es sólo desprendimiento. Tiene también que saber usar los bienes humanos con rectitud, en servicio de los demás. No se limita a evitar crearse necesidades ni a llevar con alegría la falta de lo necesario: ha de practicar también la solidaridad con los hombres. Aprovechar al máximo su tiempo, empleándolo en beneficio de todos, es manifestación de desprendimiento: el tiempo es un don de Dios, que tampoco le pertenece, que con frecuencia le falta, y debe por tanto hacer que rinda de veras, sin angustias ni ritmos vertiginosos, sin estériles precipitaciones, con auténtica eficacia humana y sobrenatural.

Este espíritu lleva también a cuidar las cosas que se usan, para que duren en servicio de Dios y de las almas. El Fundador del Opus Dei señalaba muchos detalles concretos, que materializaban ese espíritu: arreglar lo que se estropea; poner un tope detrás de una puerta o ventana, para que no roce la pared; encender las luces necesarias, ni una más; colgar un cuadro con dos escarpias, para que esté bien fijo y no estropee la pintura...

Yo sufro ‑confiaba en una ocasión a un grupo de socios de la Obra‑ cuando veo que pasan muchos delante de un cuadro torcido, y que ninguno es capaz de ponerlo horizontal; y sufro cuando veo que salen todos de una habitación, y al marcharse no saben dejar cada cosa en su sitio. Las cosas están para usarlas; y si así se gastan o se rompen, bien. Pero que no sea por no cuidarlas. Hay que cuidarlas con un cariño viril. Se trata de hacer las cosas como una persona que tiene amor.

Este modo ‑humano y divino‑ de vivir el desprendimiento de los bienes materiales, hasta en los más mínimos detalles, tenía un modelo inequívoco: el padre, la madre de familia numerosa y pobre. Muchos socios de la Obra le han oído que cuando tú, en cualquier circunstancia, vaciles y no tengas con quién consultar, no olvides el criterio claro que os he dado: nosotros somos padres de familia numerosa y pobre. Verás como aciertas.

Así concebido, el amor a la sobriedad se fundamenta y deriva de la vibración interior. No es regla, ni economía, ni espíritu cicatero. Por eso no cabe separarla ‑como estamos viendo en la vida de Mons. Escrivá de Balaguer‑ de la magnanimidad para afrontar sin recursos humanos las empresas apostólicas que Dios pide. La atención a lo pequeño no es empequeñecimiento de miras. Todo lo contrario: manifiesta grandeza de corazón que, en su mucho querer, se fija en lo que al desamorado pasa inadvertido.

Además, a la razón de amor se une un motivo de mentalidad laical. Una persona corriente ‑eso son los socios y asociadas del Opus Dei‑, que vive como los demás y usa los mismos medios que los demás, tiene que excederse, y mucho, para hacer rendir su trabajo, en servicio de todos. Igual en lo grande ‑contribuir, con los frutos de su trabajo, a remediar la indigencia, poniendo en marcha iniciativas de relieve‑, que en lo menudo ‑saber aprovechar unos restos de comida, o escribir en papel ya impreso por la otra cara‑. En este sentido, advertía con humor Mons. Escrivá de Balaguer que, cuando muriera, los socios de la Obra comprobarían que sus papeles únicamente no estaban escritos por el canto. Sin embargo, no enviaba una carta que no estuviera perfectamente presentada, sin un error, sin una errata.

Enseñaba así con el ejemplo a practicar de veras el desprendimiento, tal como Dios lo quería para el Opus Dei. En 1968 declaró a la directora de la revista Telva:

Quien no ame y viva la virtud de la pobreza no tiene el espíritu de Cristo. Y esto es válido para todos: tanto para el anacoreta que se retira al desierto, como para e1 cristiano corriente que vive en medio de la sociedad humana, usando de los recursos de este mundo o careciendo de muchos de ellos.

Pero ‑añadía más adelante‑ pobreza no es miseria, y mucho menos suciedad; además, la pobreza no se define por la simple renuncia, especialmente cuando se trata de cristianos que viven en medio del mundo y tienen que dar testimonio explícito de amor al mundo, de solidaridad con los hombres. Se impone, pues, aprender a vivir la pobreza, para que no quede reducida a un ideal sobre el que se puede escribir mucho, pero que nadie realiza seriamente. En concreto:

Todo cristiano corriente tiene que hacer compatible, en su vida, dos aspectos que pueden a primera vista parecer contradictorios. Pobreza real, que se note y se toque ‑hecha de cosas concretas‑, que sea una profesión de fe en Dios, una manifestación de que el corazón no se satisface con las cosas creadas, sino que aspira al Creador, que desea llenarse de amor de Dios, y dar luego a todos de ese mismo amor. Y, al mismo tiempo, ser uno más entre sus hermanos los hombres, de cuya vida participa, con quienes se alegra, con los que colabora, amando el mundo y todas las cosas buenas que había en el mundo, utilizando todas las cosas creadas para resolver los problemas de la vida humana, y para establecer el ambiente espiritual y material que facilita el desarrollo de las personas y de las comunidades.

El Fundador del Opus Dei seguía explicando que no quería dar reglas fijas ‑sólo unas orientaciones‑, porque lograr la síntesis entre esos dos aspectos es ‑en buena parte‑ cuestión personal, cuestión de vida interior, para juzgar en cada momento, para encontrar en cada caso lo que Dios nos pide.

Esas líneas generales están recogidas en los nn. 110 y 111 del conocido libro Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, y contienen enfoques en verdad sugerentes, que evocan ‑una vez más‑ lo que ha sido previamente vivido, y apuntan interesantes consecuencias prácticas, algunas especialmente significativas en estos tiempos en que tantos se dejan arrastrar por la fiebre del consumo.

El Fundador del Opus Dei quería que los socios de la Obra vistieran con corrección, incluso con elegancia, cada uno dentro de su condición y de sus circunstancias personales, bien arreglados, los zapatos limpios, la ropa sin arrugas:

Recuerdo haber conocido a determinada persona, que le gustaba vestir bien: gastaba una enormidad en trajes; pero cuando llegaba a su casa, tiraba las prendas por cualquier lado, y explicaba así la razón: no soy yo para la ropa, sino que la ropa es para mí (...) Las cosas se deben gastar, sí, pero sabiendo que no hemos de maltratarlas, que es preciso hacerlas durar, porque no son nuestras: son un medio para nuestra santidad y para el apostolado.

Procuró siempre tener y usar la ropa que era necesaria. Hubo una época en que llevó solideo para compensar la edad que no tenía: ¡Dame, Señor, ochenta años de gravedad!, pidió con frecuencia. Después, para subrayar la secularidad propia del espíritu del Opus Dei, se puso algunas veces la sotana ribeteada de rojo y los demás distintivos propios de su condición de Prelado Doméstico. Años más tarde confesó que eso le resultaba mucho más duro que varios cilicios.

La sotana que vestía habitualmente en 1963 tenía entonces 18 años. Era francamente vieja, pero limpísima, digna. Con todos los botones: él mismo se los cosía, en cuanto amenazaban desprenderse. Toda una lección práctica para los socios de la Obra.

Se encontraba muy feliz dentro de su recosida sotana, pero, cuando era necesario ‑muy pocas veces‑, usaba los distintivos propios de su condición de Prelado, o los arreos ‑así decía‑ de Gran Canciller de una Universidad.

Con idéntico espíritu, en el que el desprendimiento de los bienes humanos o de los símbolos de honor nunca puede ser excusa para incumplir el propio deber, ejercitó en 1968 el derecho a rehabilitar, con la mira puesta en su familia, el Marquesado de Peralta, concedido en 1718 a un antepasado directo suyo, don Tomás de Peralta, Secretario de Estado de Guerra y Justicia en el reino de Nápoles.

Esta heroica decisión, que más de uno ha valorado muy superficialmente, encierra también lecciones de honda riqueza humana y cristiana, que algún día será necesario exponer en toda su extensión. Me parece que, para el propósito de estas páginas, basta apuntar que Mons. Escrivá de Balaguer era muy consciente de las críticas que su petición iba a suscitar, pero tenía certeza moral de que era el único miembro de la familia que podía promover el expediente jurídico de rehabilitación, para que efectivamente ese título nobiliario volviera a formar parte del patrimonio familiar.

Como siempre, el Fundador del Opus Dei hizo lo que en conciencia debía, después de haber pedido consejo a algunos de los Cardenales que en la Curia Romana gozaban de mayor fama de prudencia, y a la Secretaría de Estado del Santo Padre. Se trató, como digo, de un acto verdaderamente heroico, porque no se le ocultaban las habladurías y las susurraciones a las que se prestaba, y de las que prescindió por completo. Cuatro años después, cedió a su único hermano vivo, Santiago, ese título, que él nunca llegó a usar.

Al "limpio resplandor de un corazón pobre, no instalado, desprendido, abierto a todos, saturado de confianza en Dios en medio de las mayores pruebas", se refirió el Cardenal Primado de Toledo en el artículo que publicó en el ABC de Madrid: "Ésta es la pobreza evangélica auténtica, aunque el que así la vive se

dedique a movilizar todos los recursos imaginables para servir a Dios y a los hombres. Acaso esté aquí el secreto que explica algo de su vida".

Mons. Escrivá de Balaguer vivió y murió en el más estricto desprendimiento de los bienes materiales. Poco tiempo antes de que Dios le llamase, contaba un día a los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz que esa mañana había dicho a los miembros del Consejo General de la Asociación:

Hoy me he dado cuenta de que continúo siendo pobre de solemnidad. No sólo porque llevo esta sotana vieja, pues podría ponerme otra mejor que tengo, sino porque no puedo hacer lo que hace una persona de mi edad, en cualquier país más o menos civilizado. Hay obreros de mi edad, ya retirados, que disfrutan tranquilamente de su pensión; y si una noche no duermen ‑que es lo que me ha pasado hoy a mí: por eso he tenido ocasión de rezar más‑, se quedan en la cama un poquito más por la mañana. En cambio, yo estoy aquí, con vosotros, y mucho mejor que en la cama. Pero me he dado cuenta, de que efectivamente, soy todavía ‑a la vuelta de medio siglo de sacerdocio‑ pobre de solemnidad.

 

 
 
Capítulo Noveno. Padre de familia numerosa y pobre
 
 
 
 

El 31 de marzo de 1935 el Fundador del Opus Dei dejó al Santísimo en el primer sagrario que tuvo la Obra, el de la Residencia de estudiantes de Ferraz, 50. Nada más alquilar aquella casa, había elegido para oratorio la mejor habitación: una estancia relativamente grande, que tenía la entrada próxima al vestíbulo principal, y que daba a un patio, también grande y tranquilo. Al principio sólo contaban con una mesa y un banco largo, que les habían regalado. Se mandó el banco a un carpintero, para que lo arreglara un poco y sacara de él dos pequeños. Sobre la mesa se puso un crucifijo y dos candeleros. Tenían también algún reclinatorio.

Poco a poco, a lo largo del curso 1934‑35, se fue completando todo lo necesario. Se encargó un altar con frontal liso, para adosarle una armadura de madera forrada con tela del color litúrgico del día. Con un damasco blanco se confeccionaron los primeros ornamentos. La casulla era de forma gótica, amplia; entonces solían usarse casullas de guitarra, pero don Josemaría había solicitado autorización ‑que le fue concedida‑ para usar casullas góticas. El fondo se decoró con una tela oscura de color verde oliva, de la misma anchura que el altar. Llegaba hasta el techo y continuaba ‑a modo de dosel‑ sobre el altar, según lo establecido cuando sobre un oratorio hay habitaciones destinadas a vivienda. Allí quería poner una imagen de la Virgen: la iba a hacer Jenaro Lázaro, que era escultor. Entretanto, se colocó un cuadro de los discípulos de Emaús, en el momento en que reconocen a Jesús, al partir el Pan.

Mientras se terminaba la instalación, don Josemaría gestionó personalmente, ante el Obispado de Madrid, el permiso para poder tener reservado el Santísimo. El párroco de San Marcos certificó que todo estaba conforme al Derecho canónico. El primer Sagrario, de madera dorada, fue prestado por unas religiosas, que no lo usaban en su convento.

Al Fundador del Opus Dei le ilusionaba tener al Señor en aquella primera residencia. Había fijado la fecha del 19 de marzo, fiesta de San José, para inaugurar el oratorio, pero no pudo ser, porque aún faltaban cosas: candeleros, vinajeras, atril, campanilla, bandeja para la comunión... Providencialmente, por aquellos días, el portero de la finca subió con un paquete, que contenía todo lo que faltaba. El director de la Residencia, don Ricardo Fernández Vallespín, quiso saber quién había dejado aquel regalo, pero no había dicho su nombre al portero. Al fin, el 31 de marzo, don Josemaría celebró la Santa Misa en Ferraz.

La historia se repetiría cientos de veces, en medio mundo. Aunque no hubiese dinero, lo mejor tenía que ser siempre para el oratorio. Una casa podía ser habitada de cualquier forma, durmiendo en el suelo si era necesario ‑y muchas veces lo era‑, pero primero había que instalar, y bien, el oratorio. En él no se tenía ningún acto litúrgico hasta que estuviera perfectamente terminado, con todo lo indispensable. El Fundador del Opus Dei no admitía excepciones. Siempre fue exigente en lo relacionado con el culto de Dios, evoca con cariño sor Isabel Martín, encargada de la capilla del Hospital del Rey, en los años treinta. Y a don Antonio Rodilla le recordaba a San Juan de Ribera, "que cifró el colmo del amor divino a los hombres en el Sacramento del Altar, y ardía en deseos irrealizables ‑sus lágrimas testigos‑ de contestar al Tibi post haec, fili mi, ultra quid faciam de Jesús en la Eucaristía, con otro ultra quid faciam de su generosidad para con el Santísimo Sacramento".

Don Saturnino Escudero, Beneficiado de la Catedral de León, le conoció hacia 1940 ó 1941 por motivos de trabajo, pues el Fundador del Opus Dei le encargó para un oratorio una tira bordada de oro, sobre terciopelo verde, con la inscripción Ubi caritas et amor, Deus ibi est. A don Saturnino le gustó mucho el lema: "iba muy bien para lo que él quería, y sobre todo para aquellos momentos de la postguerra en los que había todavía mucha desunión, mucho odio y rencores". En las conversaciones que tuvieron se le quedó bien grabado que don Josemaría "buscaba dignificar el arte sagrado. No le gustaban nada las decoraciones de cartón‑piedra tan frecuentes entonces, ni las figuras de `pacotilla'; prefería la sobriedad y sencillez con la autenticidad y dignidad. No había que regatear en las cosas del culto: había que dar a Dios lo mejor que se pudiera. Le gustaban los oratorios sobrios y buenos, que ayudaran a los fieles a acercarse a Dios".

Por aquellos días le trató también don Abundio García Román, y se le grabó su insistencia en hablar de la Santa Misa, como centro y raíz de la vida interior: "Esto no era frecuente en aquellos años cuarenta en España. Y menos aún el cuidado y esmero en la Sagrada Liturgia". A don Abundio le impresionaba su pausa al celebrar, y que todos los asistentes participasen, dialogando la Misa: "Esto es digno de ser resaltado ahora, pues me parece que ha sido un precursor de las orientaciones que el Concilio Vaticano II ha formulado sobre la participación de los fieles en el Culto divino".

Miles de personas han podido comprobar en todo el mundo la fuerza espiritual que emanaba de ese modo de vivir la liturgia, que quedó resumido ‑brevísimamente‑ en estas consideraciones de Camino:

No me pongáis al culto imágenes “de serie": prefiero un Santo Cristo de hierro tosco a esos Crucifijos de pasta repintada que parecen hechos de azúcar (Camino, 542).

Me viste celebrar la Santa Misa sobre un altar desnudo ‑mesa y ara‑, sin retablo. El Crucifijo, grande. Los candeleros recios, con hachones de cera, que se escalonan: más altos, junto a la cruz. Frontal del color del día. Casulla amplia. Severo de líneas, ancha la copa y rico el cáliz. Ausente la luz eléctrica, que no echamos en falta.

‑Y te costó trabajo salir del oratorio: se estaba bien allí. ¿Ves cómo lleva a Dios, cómo acerca a Dios el rigor de la liturgia? (Camino, 543).

Pocas páginas antes se lee:

Aquella mujer que en casa de Simón el leproso, en Betania, unge con rico perfume la cabeza del Maestro, nos recuerda el deber de ser espléndidos en el culto de Dios.

‑Todo el lujo, la majestad y la belleza me parecen poco.

‑Y contra los que atacan la riqueza de vasos sagrados, ornamentos y retablos, se oye la alabanza de Jesús: "opus enim bonum operata est in me" ‑una buena obra ha hecho conmigo (Camino, 527).

Así lo vivió en sus cincuenta años de sacerdocio. En diversos momentos, he aludido a la Residencia de la calle de Jenner, de Madrid. El dinero era escaso, y los tiempos, difíciles, recién terminada la guerra en España, y en los comienzos de la mundial. Casi todos los muebles de la Residencia fueron trastos viejos arreglados cuidadosamente por los socios de la Obra y sus amigos. El poco dinero que había se invirtió en el oratorio, para que tuviese la debida dignidad. La mesa del altar, de madera, llevaba sobre el frontal una delgada y larga chapa de ébano. El Sagrario ‑también de madera‑ se revistió por dentro de tisú de oro. Los seis candeleros con pie de cruz, se hicieron con tubo corriente de hierro, igual que la lámpara del techo. Sólo el crucifijo se compró nuevo. Las paredes se cubrieron con arpillera plisada. Cerca del techo. la tela quedaba sostenida por un friso, con unas palabras (le los Hechos de los Apóstoles. También se hicieron allí. Primero, se dibujaron, y luego fueron vaciadas a mano, con gubias, y pintadas de rojo. Sobre el fondo claro de la tela y la madera color castaño, el conjunto era alegre y bonito, en su extrema sencillez. En Villaviciosa de Odón, cerca de Madrid, se conservan estas humildes tablas, trabajadas con cariño, como testimonio de la falta de medios alegre y digna de aquellos años y de siempre.

Igual sucedió con el oratorio de Diego de León, 14. El Fundador del Opus Dei eligió la mejor habitación de la casa para destinarla al Señor. La fe y el buen gusto superaron la escasez de recursos para instalarlo. Facilitaba el recogimiento junto al Señor. Es un oratorio ‑tan ligado a momentos decisivos en la historia del Opus Dei‑ que se conserva hoy prácticamente como entonces, aunque con los años se ha enriquecido poco a poco, siguiendo indicaciones precisas del propio Fundador del Opus Dei, para hacer lo que él hubiera hecho en 1941 de haber tenido medios.

Con la riqueza en los objetos del culto quería manifestar su cariño de enamorado. Los que se aman se regalan siempre objetos de valor ‑no sólo es cuestión de precio‑, para expresar así la medida de su amor: Los enamorados no se regalan trozos de hierro ni sacos de cemento, sino cosas preciosas: lo mejor que tienen: cuando ellos cambien, cambiaremos de parecer nosotros.

Esa riqueza en el culto muestra también espíritu de adoración a Dios, Señor soberano de la vida, al que se ofrece el sacrificio de Abel: lo mejor. Así lo enseñaba el Fundador del Opus Dei:

Leed la Sagrada Escritura, el Antiguo Testamento, y comprobaréis cómo Dios Nuestro Señor describe punto por punto la ornamentación del tabernáculo, la elaboración de los utensilios sagrados, y el modo de vestir de los sacerdotes, especialmente del Sumo Sacerdote. ¡Hasta la ropa interior! Todo tenía que ser de oro u otros metales preciosos, y de telas finas, cuidadosamente trabajadas.

(...) Y el Templo de Salomón no era más que la figura; no estaba Jesucristo real y verdaderamente presente, como se encuentra en nuestros altares y en nuestros Sagrarios. El sacerdocio de la antigua Ley no era más que una sombra del verdadero sacerdocio instituido por Cristo. Y, sin embargo, dice el Espíritu Santo: nolite tangere Christos meos! No maltratéis a mis Cristos, no profanéis las cosas santas. ;Es la voz del Señor que se defiende! Porque su sacerdocio transforma a quien lo recibe en otro Cristo: alter Christus, ipse Christus, y convierte en sagrado todo lo que se utiliza en la renovación del Santo Sacrificio de la Misa.

En junio de 1946 se puso el primer Sagrario del Opus Dei en Roma, en una pequeña casa de la Piazza de Cittá Leonina. Como siempre, el oratorio fue a la habitación más espaciosa del piso. El Sagrario, de madera, era un tabernáculo pobre, y Mons. Escrivá de Balaguer quiso que se adornara lo mejor posible. Poco tiempo después se consiguió la: que sería sede central del Opus Dei, y allí se construyeron oratorios y sagrarios más dignos.

Lo haría notar en 1957, al bendecir el oratorio del Consejo general de la Asociación y consagrar su altar, en una época en que el Opus Dei estaba en un completo desarrollo, extendiéndose por todo el mundo, con una maravillosa pobreza. En aquel oratorio se había puesto especial esmero, porque se tenían presentes a todos los socios de la Obra ‑solteros, casados, viudos, sacerdotes‑, que se han dado al Señor con todo su corazón, con toda su mente y con todas sus fuerzas, cumpliendo bien el mandato divino. Y añadía el Fundador: A Jesús le hemos preparado este tabernáculo, que es el más rico que hemos podido hacer.

Este modo de hacer suscitó siempre asombro. Una vez, en 1973, un joyero romano se negaba a dividir un broche de brillantes montados sobre platino:

‑Lo que me piden es un crimen. ¿Se dan cuenta de lo que quieren hacer? Esta joya tiene más de un siglo...

Pero cuando aquel joyero supo el destino de los brillantes, se puso a trabajar. Y no quiso cobrar nada.

Anécdotas semejantes han sucedido en muchos sitios distintos. Porque las piedras y los materiales preciosos que se utilizan para la confección de vasos y ornamentos suelen proceder de la generosidad de personas que entienden de delicadezas con el Señor, hasta desprenderse de una joya de familia para honrar a

Jesús, reparando así la insensibilidad e irreverencia con que muchos tratan los objetos del culto:

Da pena, hijos míos, ver cómo se tira por la ventana un tesoro de siglos. No por lo que tenga de valor humano, sino por lo que pierde el culto de Dios: en esplendor, en cariño, en sacrificio. Hay que enseñar a la gente que no se puede coger un vaso sagrado y dedicarlo a usos profanos, como no es decente transformar un confesonario en una cabina de teléfonos o en una jaula de pájaros. ¿En qué cabeza cabe transformar un sagrario en un bar o en una papelera: Es diabólicamente absurdo; hasta desde el punto de vista artístico denota muy mal gusto. Cada objeto litúrgico está hecho con un fin determinado, y hay que procurar que todos sigan cumpliendo su misión. Y, si es posible, enriqueciéndolos, llenándolos de amor.

No se cansó de repetir estas ideas. A veces, delante de miles de personas, como una mañana de domingo, en junio de 1974, en el Teatro Coliseo de Buenos Aires. Apenas había comenzado la conversación, cuando un hombre de aquella tierra, con la sonrisa en los labios, y un gesto de picardía, tomó la palabra:

‑En ocasión de ordenarse sacerdote un íntimo amigo mío, le regalé un cáliz de oro. Algunos amigos, católicos, me dijeron que ese regalo no tenía sentido social, o que carecía yo de sentido social. Por otra parte ‑y no se ría‑ en casa tenemos una perra muy buena, que nos cuesta bastante plata mantener. Ningún amigo mío me ha dicho que me falta sentido social por eso. Yo quisiera que usted me diga qué opina del cáliz y de la perra.

La gente que abarrotaba el teatro rió la pregunta. Y se quedó seria, y volvió a reír con la respuesta:

Yo, que celebro habitualmente con un cáliz de latón, querría usar todos los días un cáliz de oro, y me parecería poco. Dios te bendiga, porque has dado ese poquito de cariño tuyo al Señor. ¡Has hecho muy bien! Te basta leer lo que el Señor disponía en el Viejo Testamento, y cómo todo tenía que ser de oro. ¡Todo de oro! Ahora, cualquier cosa les parece demasiado para Nuestro Señor y demasiado poco para ellos. Algunos se han hecho egocéntricos, miserables, no piensan más que en sí mismos. Y para

Nuestro Dios, quieren el sacrificio de Caín. Otra vez se repite la historia. El buen hijo sacrifica lo mejor, el oro, lo que pueda, lo que le cuesta. Los demás querrían darle el barro, la miseria.

Y en cuanto al perrito, acuérdate de San Francisco de Asís. Y consuélate, y sigue haciéndole mimos a tu perra. ¿Por qué vamos a tratar mal a los animales? Si tú tienes corazón para un animal, yo sé que lo tienes más grande para un semejante tuyo. Que cualquier persona necesitada encuentre tu corazón abierto y tu mano dadivosa. Dios te bendiga.

No era la primera vez que Mons. Escrivá de Balaguer se refería a este cáliz de latón. Yo celebro todos los días ‑había comentado en otra ocasión‑, desde hace muchísimos años, con un cáliz que me costó trescientas pesetas. Le pasa un poco lo que a mí; la gente lo ve y dice: es de oro... Pero es pura apariencia. Cuando se desarma, con una sinceridad total, se lee en letras bien grandes: latón.

Todo el encanto de ese cáliz se debe a las manos que le dieron forma, y lo recubrieron de un finísimo baño de oro. Sin embargo, el orfebre tuvo la honradez de dejar constancia del metal corriente con que estaba hecho, en un lugar escondido, pero asequible. Acabó tan bien su obra, que a primera vista nadie ‑ni siquiera una persona entendida‑ pondría en duda la riqueza del vaso sagrado. Era preciso desarmarlo y verlo por dentro, para descubrirlo. Sólo la copa era de plata, según las disposiciones litúrgicas. Toda una lección de sinceridad, de naturalidad, de amor por lo auténtico y genuino, que al Fundador del Opus Dei movía también a la humildad: Cuando en la Santa Misa alzo el cáliz, después de la Consagración, veo en él una imagen de mi pobre vida: de las luchas, de las victorias y de las derrotas. Las victorias son suyas, de Cristo; y las derrotas son mías.

Con esa confianza en Dios, las miserias no pueden ser nunca ocasión de desasosiego o de tristeza. En las manos de Dios Padre, se aproxima uno a la lección de ese cáliz, que no desea engañar a nadie pareciendo de oro, porque a gritos dice: ;latón! Y surge el propósito:

Sed muy sinceros, hijos míos. No escondáis vuestras miserias en la dirección espiritual. Sólo así serán como joyas vuestras vidas, y se convertirá de verdad vuestro corazón en trono de Dios, que triunfará en vuestra flaqueza.

El corazón enamorado del Fundador del Opus Dei necesitaba mostrar su amor igual que los que se quieren en la tierra. No tenía ‑tantas veces lo dijo‑ un corazón distinto para Dios. Por eso, a título de ejemplo, cuando en Roma no había dinero ni para lo más necesario, no le faltaba, a la Virgen de la habitación donde trabajaba muchas horas al día, una rosa natural, manifestación externa de su cariño interior. La riqueza en las cosas del culto ‑se ve claro en las anécdotas aquí recogidas‑ era culminación de un querer auténtico y delicado, al que todo parecía poco para la Persona amada: ¡Qué poco es una vida para ofrecerla a Dios!... (Camino, 420).

Así lo enseñó siempre. Destinar lo mejor al culto es manifestación concreta de desprendimiento real de los bienes terrenos, de aceptación rendida del dominio divino sobre las cosas creadas, de espíritu de adoración y de piedad. Y le emocionaba, y agradecía, el esfuerzo que en todo el mundo personas del Opus Dei ponían para vivir esa finura de amor:

El Señor está muy contento, porque le tratáis con amor, cuidando con esmero y delicadeza las cosas del culto, donde procuramos destinar lo mejor que puede reunir esta bendita pobreza nuestra. Y Jesús tiene que estar contento también con ese trato personal íntimo, de cada uno de vosotros. ¡Que Dios os bendiga!

 

 
 
Capítulo Noveno. Padre de familia numerosa y pobre
 

 

 

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