Capítulo Noveno. Padre de familia numerosa y pobre
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Más
de sesenta mil personas le llamaban Padre: así tituló Il Giorno de Milán,
el 26 de julio de 1975, el artículo de Giuseppe Corigliano sobre Mons.
Escrivá de Balaguer, fallecido un mes antes en Roma. Se había producido un
fenómeno sorprendente en la vida de la Iglesia: a la muerte de un
Fundador, su Obra estaba extendida por los cinco continentes.
Ya
he aludido en el capítulo quinto a la visión universal que desde el primer
momento tuvo el Fundador del Opus Dei, y cómo desde 1935 abrigaba el
proyecto de comenzar el trabajo apostólico en París. La guerra de España,
y luego la mundial, retrasaron inevitablemente la extensión a otros
países. Al acabar el conflicto mundial, el Fundador tuvo que dedicar
especiales esfuerzos para llegar a un reconocimiento jurídico de la Obra.
La sede central de la Asociación, que estaba en Madrid, pasaría a Roma.
Desde allí, en muy pocos años, se inició el apostolado en numerosos
países.
No
trato aquí de dar cuenta rendida de la expansión del Opus Dei por el
mundo. Anotaré simplemente algunos momentos significativos. Lo que me
interesa subrayar es el espíritu con que Mons. Escrivá de Balaguer vivió
la difusión de su afán apostólico.
En
1940 se habían hecho los primeros viajes a Portugal, aunque hasta 1945 no
puede hablarse en sentido estricto de un trabajo estable de la Asociación
en aquel país. Algo semejante sucedió con Italia: en 1942 fueron a
estudiar a Roma don José Orlandis y don Salvador Canals, pero el gran
impulso se produjo en 1946, cuando fue nombrado Consiliario don Álvaro del
Portillo y, poco después, el Fundador del Opus Dei fijó en Roma su
residencia. Ese mismo año se inició la labor en Inglaterra, y en 1947, en
Francia y en Irlanda. Para 1949 estaba previsto iniciar la tarea
apostólica en un país de América, pero al final fueron dos: México y
Estados Unidos. En 1950 se llegó a Argentina y a Chile...
Por
estos años, parte del gobierno central del Opus Dei ‑Consejo general de la
Sección de varones; Asesoría central de la Sección femenina‑ radicaba ya
en Roma, donde poco a poco se habilitaron los edificios necesarios. De
momento, en éstos se alojó también el Colegio Romano de la Santa Cruz
(1948) y el Colegio Romano de Santa María (1953), que impulsaron, desde
Roma, las actividades de formación de los socios y asociadas del Opus Dei
cara a la expansión definitiva.
Necesariamente fue de España de donde salió la casi totalidad de personas
que iniciaron el trabajo de la Asociación en tantos países. En 1951
llegaron los primeros a Venezuela y Colombia. En 1953, a Perú, Alemania y
Guatemala. En 1954, al Ecuador. Poco antes, en 1952, Ismael Sánchez Bella
volvió de Argentina, para poner en marcha la futura Universidad de
Navarra.
Mons. Escrivá de Balaguer siguió desde Roma, con una ilimitada confianza
en Dios, los pasos del Opus Dei por todo el mundo. Desde 1946 había
viajado periódicamente a España y a Portugal, y visitó diversas ciudades
italianas y de otros países europeos, haciendo la prehistoria de la
tarea apostólica. En 1955 emprendió un nuevo largo viaje por Europa, para
alentar a los que trabajaban ya en algunos países, y poner las bases de la
futura labor en otros. Pasó por Alemania, Francia, Suiza, Holanda, Bélgica
y Austria. Fue en Austria donde incorporó a su vida interior una nueva
jaculatoria, Saneta María, Stella Orientis, filios tuos adiuva!, después
de celebrar la Misa en el altar de Hl. Marie Pótsch, en la catedral de
Viena, el 3 de diciembre de aquel año.
Después de la última aprobación pontificia de 1950, la Asociación tuvo un
Congreso general en la casa de retiros de Molinoviejo (cerca de Segovia,
España). En 1956 se celebró otro en Einsiedeln (Suiza). Y siguió la
expansión: ese mismo 1956, a Uruguay; en 1957, a Brasil y Austria; y
comenzaron las actividades apostólicas en Yauyos ‑Perú‑, cuya Prelatura
nullius encomendó la Santa Sede al Opus Dei. Poco después, se inició el
trabajo en África ‑Kenya, 1958‑ y en Asia ‑Japón, 1959‑. Luego en
Australia (1963) y Filipinas (1964).
Ante la realidad de está expansión vino muchas veces a la mente y al
corazón del Fundador del Opus Dei la parábola evangélica del grano de
mostaza, esa semilla menuda que se hace árbol, donde vienen a posarse las
aves del cielo:
Sólo yo sé cómo hemos comenzado. Sin nada humano. No había más que gracia
de Dios. Pero una vez más se ha cumplido la parábola; y hemos de llenarnos
de agradecimiento a Dios Nuestro Señor.
Había germinado la pequeña semilla que Dios sembrara el 2 de octubre de
1928. La planta recién nacida superó los obstáculos. En más de una
ocasión, humildemente, olvidándose de sí mismo, el Fundador diría que la
Obra se había hecho con la vida santa de los primeros socios: Con
aquella sonrisa continua, con la oración, con el trabajo, con el silencio.
Así se ha hecho el Opus Dei, que ha tenido su cruz y su resurrección, sin
ruido, pero maravillosa.
El
arbusto se convirtió en árbol grande, porque Dios fortaleció sus raíces y
extendió sus ramas. A Él iría el agradecimiento de Mons. Escrivá de
Balaguer, porque en el Opus Dei, como en una nueva Pentecostés, se oyen
diversas lenguas, manifestación del espíritu de Dios, de la catolicidad de
nuestro espíritu.
Pero... ¿y los medios?,
se preguntaba en 1934, en una de las Consideraciones Espirituales. La
respuesta surgía inequívoca: ‑Son los mismos de Pedro y de Pablo, de
Domingo y Francisco, de Ignacio y Javier: el Crucifijo y el Evangelio.
‑¿Acaso te parecen pequeños?
Para dilatar el Reino de Dios, lo único necesario es confiar plenamente en
la omnipotencia divina, vivir vida de fe, de esperanza y de amor. "No
llevéis nada para el viaje, ni bastón, ni alforjas, ni pan, ni dinero; ni
tengáis dos túnicas" (Lc., IX, 3). En una ocasión, Jesús envía así a los
discípulos, sin nada, para que adviertan gráficamente que no son suyos los
éxitos; que no se deben a sus cualidades personales las conversiones, ni
los milagros, ni la aceptación de la doctrina.
También el Opus Dei comenzó sin medios humanos, con el apoyo exclusivo de
los recursos sobrenaturales: porque en estos primeros tiempos
‑escribió su Fundador en 1941‑, de la misma manera que el Señor envió a
sus discípulos, envío yo a mis hijos a abrir nuevas obras de apostolado:
tan pobres como los primeros discípulos, con la bendición que el Señor les
da desde el cielo y la que yo les doy en la tierra.
Así
sería durante muchos años. Don José Luis Múzquiz y don Salvador Martínez
Ferigle, por ejemplo, marcharon a Estados Unidos en 1949, con la bendición
del Fundador, y con un cuadro de la Santísima Virgen que había estado en
una de las casas en que él vivió en Burgos: ‑No os puedo dar otra cosa,
hijos míos.
Cabe pensar que, para el Fundador del Opus Dei, más importante que ese no
tener medios materiales ‑estaba acostumbrado desde 1928‑, era prescindir
de la colaboración cercana de personas maduras en el espíritu de la Obra.
Al filo de 1950, los que podían haber sido directos colaboradores suyos,
marcharon a un país o a otro. Realmente Mons. Escrivá de Balaguer pudo
comentar con justicia que se quedaba más solo que la una. Valla la pena.
El Fundador del Opus Dei estaba convencido de que aquella siembra a voleo
en medio mundo sería para mucha gloria de Dios. Don Álvaro del Portillo,
su más estrecho colaborador desde 1939, ‑seguiría a su lado en Roma, donde
estaba desde 1946, como Procurador General y primer Consiliario Regional
de Italia.
Por
estos años, cuando abandonaron España socios del Opus Dei de verdadera
categoría humana y destacado curriculum profesional ‑no sería correcto
citar nombres‑, uno que ya ha fallecido comentó: "Los que quedamos somos
como desecho de tienta". Si Florentino Pérez‑Embid, autor de la
comparación, catedrático de Historia, escritor fecundo y brillante, bien
conocido en la vida pública española, se consideraba desecho, notable
debía ser la calidad humana ‑y espiritual‑ de aquellos que el Fundador
envió por el mundo.
Muchos eran jovencísimos, pero habían madurado al filo de contradicción
de los buenos a que he hecho referencia en el capítulo anterior. En
una carta a los socios del Opus Dei lo subrayaría Mons. Escrivá de
Balaguer:
En
mi tierra, pinchan la primera florada de higos, que se llenan así de
dulzura y sazonan antes. Dios Nuestro Señor, para hacernos más eficaces,
nos ha bendecido con la Cruz.
En
1971, insistía con otras palabras en la misma idea:
¿Sabéis por qué la Obra se ha desarrollado tanto? Porque han hecho con
ella como con un saco de trigo: le han dado golpes, le han maltratado,
pero la semilla es tan pequeña que no se ha roto; al contrario, se ha
esparcido a los cuatro vientos, ha caído en todas las encrucijadas humanas
donde hay corazones hambrientos de Verdad, bien dispuestos, y ahora
tenemos tantas vocaciones, y somos una familia numerosísima, y hay
millones de almas que admiran y aman a la Obra, porque ven en ella una
señal de la presencia de Dios entre los hombres, porque advierten esa
misericordia divina que no se agota.
Las
contrariedades habían hecho que sucediera lo que ocurre cuando se ponen
obstáculos a la labor de Dios. Las aves del cielo y los insectos, en medio
de los destrozos que ocasionan a las plantas con su voracidad, hacen una
cosa fecunda: llevan la semilla lejos, lejos, pegada en sus patas. A donde
quizá no hubiéramos llegado nosotros tan pronto, hizo el Señor que
llegáramos así, con el sufrimiento de la difamación: la semilla no se
pierde.
La
magnanimidad sobrenatural de Mons. Escrivá de Balaguer se acompasaba con
su modo de ser en lo humano. Pero su amplia visión de los objetivos
apostólicos no era fruto de su carácter, sino de la seguridad que tenía en
la asistencia de Dios.
La
Obra ha sido pobre desde sus comienzos, y lo será siempre, ya que el Señor
no dejará nunca de pedirnos más labores apostólicas, más iniciativas, más
gastos de dinero y de personas en su servicio. Nunca tendremos el dinero
suficiente para dilatar la tarea con la rapidez que el Señor nos da a
entender. ;Nos llaman de tantas partes, sin que por falta de medios
económicos podamos ir enseguida! (...) Pero aprovecho la ocasión, que me
proporciona lo que os acabo de decir, para dar gracias al Señor Dios
Nuestro, porque la Obra será siempre pobre: siempre necesitará más de lo
que tenga, si ha de cumplir sus fines apostólicos, por muy abundantes que
parezcan nuestros medios a los extraños.
No
le asustaron nunca las dificultades económicas. Ni en los comienzos,
cuando puso en marcha aquella primera Academia en la calle Luchana, ni
cuando ‑con los años‑ las obra apostólicas promovidas por el Opus Dei se
multiplicaron por toda el mundo. Porque sólo le movía la gloria de Dios,
no descansaba al disponer de un instrumento para el apostolado: enseguida
pensaba en otro, que pudiera servir adecuadamente para esparcir la semilla
del Evangelio. Lo manifestaba, medio en serio medie en broma, en diciembre
de 1973:
‑¿Os acordáis de que, un día de éstos, hablábamos de que en la Obra
siempre hay necesidades y realidades de pobreza? Os comentaba que siempre
habrá Centros en donde lo estén pasando humanamente mal. Anteayer he
recibido carta de un hijo mío que está en un país grande, donde es
profesor ordinario de una universidad. Lleno de alegría, me cuenta que ya
tienen casa en un sitio céntrico: es una casa de buen aspecto, pero sin un
mueble, sin una cama. Dice que hacen camping dentro del piso, van a comer
donde pueden, y están felices.
Le
daba especial alegría comprobar que esas personas, en medio de las
dificultades económicas, rezaban, trabajaban y hacían una intensa labor
apostólica. Y como lo mismo sucedía en muchos sitios, aclaraba: es
bueno que suceda.
Un
capítulo decisivo de esta aventura humana y divina del Opus Dei lo
constituye el Colegio Romano de la Santa Cruz. Merece la pena detenerse en
él, en cuanto es modelo de cómo actuó el Fundador de la Obra para
extenderla por la tierra.
El
Colegio Romano fue erigido el 29 de junio de 1948. Comenzó en un viejo
edificio del Parioli que había sido legación de Hungría ante la Santa
Sede. Conseguir aquella casa fue auténtica audacia, porque carecían de
recursos económicos. Piden el importe en francos suizos ‑comentó
Mons. Escrivá de Balaguer por aquellos días‑. Como no tenemos nada,
¡qué más le da al Señor facilitarnos francos suizos que liras italianas!
Y aparecieron las personas dispuestas a adquirir ese inmueble y a
financiar las obras necesarias para instalar allí, no sólo el Colegio
Romano ‑centro de formación para socios del Opus Dei de todo el mundo‑,
sino la sede central de la Obra.
Don
Álvaro del Portillo se ocupaba muy directamente de la marcha económica de
todo aquello, y llevaba a cabo toda esa labor a pesar de encontrarse
enfermo, con fiebres muy altas. Mons. Escrivá de Balaguer manifiesta con
gracia que el mejor remedio para devolverle la salud sería ponerle un buen
parche de muchos miles de dólares.
Fueron continuas las privaciones del Fundador del Opus Dei y de los que le
rodeaban. Iban andando a las Universidades y Ateneos, porque no había
dinero ni para el filobus o la circolare, y como no podían comprar ni el
tabaco italiano más corriente muchos dejaron de fumar... Algunos años
después, cuando dentro de la incomodidad persistente, habían pasado los
más graves apuros, Mons. Escrivá de Balaguer ponderaría:
‑Aceptad estas circunstancias extraordinarias como un sacrificio que
podéis ofrecer a Nuestro Señor, y sabed que otras veces hemos estado mucho
más incómodos de lo que podéis estar ahora vosotros. No tendréis de ningún
modo las dificultades con que hemos vivido durante años (...). Al
principio, hubo ocasiones en las que hacíamos una sola comida al día, y
eso cuando era posible.
Y
aquí, no había sitio para dormir: teníamos una sola cama, que era ocupada
por el que se encontraba enfermo; los demás nos acostábamos donde
podíamos, allá abajo, en aquella portería que ya ha desaparecido. Durante
bastantes años, he estado subiendo por los andamios, para dormir en una
habitación como se podía. Nunca hemos estado bien.
Una
anécdota refleja aquella estrechez económica. En 1951 se compró una
Lambretta, para realizar las diversas y numerosas gestiones relacionadas
con la marcha de las obras. Se usaba tanto, que muy pronto se hizo
necesario sustituirla. La madre de uno de los alumnos proporcionó el
dinero, pero hubo que utilizarlo para pagar a los proveedores. La vieja
Lambretta continuó corriendo por las calles de Roma cuatro años más.
A
pesar de los agobios y de que en todas partes se necesitaban personas para
llevar adelante los apostolados, estábamos siempre pensando
‑precisaba el Fundador de la Obra‑ en traer más gente al Colegio
Romano, todos los posibles, porque convenía: para la gloria de Dios, para
el servicio de la Iglesia, de las almas y de la Obra, para que ( ...)
aprendáis a amar a otras naciones, y a ver las cosas buenas y los defectos
que hay en otras tierras como los hay en la de cada uno. Convenía, además,
para recibir una formación recia, unitaria, en el buen espíritu de la
Obra.
Al
mismo tiempo, los alumnos del Colegio Romano estudiaban en los Ateneos y
Universidades pontificias para conseguir los títulos académicos que el
Fundador había establecido. La primera tesis doctoral fue la de don Álvaro
del Portillo. Con los años, serían centenares las tesis leídas por alumnos
del Colegio Romano de la Santa Cruz: en teología, en derecho canónico, en
filosofía.
Y
con el trabajo intelectual, el manual. Los muros de aquellos edificios
requerían una decoración adecuada. Entre las clases y la investigación,
los alumnos del Colegio Romano dedicaron muchas horas a los botes de
pintura, o a los sacos de cemento, alentados por Mons. Escrivá de
Balaguer, que ‑como evoca uno de ellos‑ "corrige pequeños detalles, ve lo
que nosotros muchas veces no vemos, nos habla y se nos van grabando sus
palabras, que llevan además el vivo colorido del cariño y la oportunidad".
Se
entiende que, en una ocasión, aludiendo a esos muros, el Fundador del Opus
Dei pudiera decir que parecen de piedra y son de amor. En medio de
contradicciones, penuria económica e incomodidades sin cuento, soportadas
con alegría, Mons. Escrivá de Balaguer vivía magnánimamente la falta de
medios materiales: quería dejar a los que vinieran detrás un instrumento
idóneo y duradero, en lo técnico y en lo estético. Las líneas
constructivas enraizaban en los valores tradicionales de la arquitectura
romana, para que tuvieran desde el primer momento sabor de madurez, y no
corrieran el peligro de pasar de moda o de caer en el ridículo a los pocos
años de su construcción. A la vez, el Fundador de la Obra y don Álvaro del
Portillo aprovechaban todas las ocasiones para, a precios ridículos, en
los puestos de chamarileros, hacerse con mil cosas que servirían para
dignificar la decoración de esas paredes: muebles, piedras viejas,
fragmentos romanos antiguos, capiteles, molduras, bustos, pequeñas
esculturas, cuadros, candeleros, lámparas, alfombras, arcones.
Mons. Escrivá de Balaguer recorría las obras con frecuencia, y los obreros
se acostumbraron pronto a la presencia de Monsignore subiendo y bajando
por los andamios y escaleras. En cuanto se terminaba una zona, entraban
enseguida los alumnos del Colegio Romano, que remataban los detalles más
minúsculos y limpiaban todo a fondo. Fue ese cuidado por terminar bien las
cosas hasta sus últimos detalles ‑especialmente vivido por las
asociadas del Opus Dei que se iban
ocupando de las tareas de administración doméstica‑, lo que hizo posible
que en aquellos edificios, en que llegarían a alojarse cientos de
personas, no se perdiese el carácter familiar, acogedor y alegre, propio
del espíritu del Opus Dei.
La
historia de la construcción del Colegio Romano encierra infinidad de
lecciones prácticas para los socios de la Obra.
Tampoco pasaban inadvertidas a quienes iban a
aquella casa, y se encontraban ‑como observó el Cardenal Baggio‑ con que
aquello no tenía nada en común con los edificios eclesiásticos de tipo
convencional. Era un edificio entonado con los demás del Parioli. Todo
estaba limpio y cuidado. Aquel estilo ‑"para mí insólito", reconoce el
Cardenal‑ formaba parte de la espiritualidad laical del Opus Dei. Era
novedad auténtica, que no dejaría de suscitar incomprensiones. Como en los
viejos tiempos, el Fundador del Opus Dei tendría que explicar, con ocasión
y sin ella, la radical diferencia que hay entre la falta de medios y la
suciedad...
Era
algo parecido a lo que le sucedió cuando quiso bendecir la última
piedra de aquella casa. Todos sabían que él no era amigo de las
primeras piedras, sino de las últimas, del trabajo acabado.
Cuando llegó el momento ‑el 9 de enero de 1960‑, fue a buscar en el Ritual
la oración apropiada, y no encontró preces previstas para esa ocasión:
Por lo tanto ‑decidió‑ vamos a hacer otra cosa. Comenzaré
haciendo la señal de la Cruz, rezaremos el Te Deum, después la
oración de acción de gracias, y luego la bendición signo crucis; y
hemos terminado.
Por
aquellos días de 1960 era ya una realidad gozosa el sueño que el Fundador
del Opus Dei acariciaba desde finales de los años cuarenta:
De
aquí, del Colegio Romano, saldrán centenares ‑millares‑ de sacerdotes y de
laicos que extenderán la labor en los sitios en que se está trabajando; la
comenzarán en otras muchas naciones que nos esperan; y pondrán en marcha
Centros de formación, para hombres de todos los continentes y de todas las
razas, en servicio de la Iglesia.
Sin
embargo, el destino principal de aquellos edificios era servir como sede
central de la Obra. Apenas terminados, el Fundador del Opus Dei pensó en
abordar una nueva aventura: construir el Colegio Romano definitivo, en
otro lugar de Roma. Dijo que sería la última locura de su vida:
En todo el mundo hemos comenzado a preparar instrumentos de trabajo sin
dinero. Yo lo había hecho antes muchas veces; pero desde hace años tenía
el propósito de no volver a obrar así. Sin embargo, pensando que el bien
de la Iglesia y el bien de la Obra, para servicio de la Iglesia y de las
almas, hace conveniente que muchos hijos míos pasen por Roma, hemos
comenzado a construir con pocas liras. No quería repetir esa lo cura, pero
ya la estamos haciendo.
Aquel planteamiento no había dejado de suscitar contradicciones. No
faltaron personas ‑también eclesiásticos‑ que no lo entendían. Algunos se
escandalizaban, como si fuese el Opus Dei la primera institución que en la
historia de la Iglesia hubiera usado medios humanos lícitos para sus fines
de apostolado:
Nadie puede
extrañarse ‑había escrito el Fundador en 1954‑ de que el Opus Dei necesite
medios materiales para su labor. Como realiza su tarea sobrenatural de
santificación entre hombres y para
hombres, ha de usar también ‑como las demás asociaciones sin excepción,
sean del tipo que sean: artísticas, deportivas, culturales, religiosas,
etc.‑ un mínimo de medios materiales.
En
1941 había previsto el problema, cuando decía: Naturalmente, cuanto más
se extienda la Obra, más necesidad habrá de medios terrenos, que siempre
trataremos de santificar. No hay en la tierra nadie que haga algo, y no
emplee los medios humanos, por noble que sea el fin.
También Jesucristo, para cumplir su misión divina, se sirvió de cosas tan
terrenas como los haberes de las pobres gentes que le seguían, unos
cuantos panes y peces, un poca de barro... Le dejaron un borrico para
entrar en Jerusalén. Y en una habitación también prestada celebró su
última Pascua en la tierra.
Esa
vida de Cristo es la que quiso imitar el Fundador del Opus Dei. Para sacar
adelante sus proyectos apostólicos contó con el trabajo profesional de los
socios de la Obra, pero también con la ayuda de muchas personas,
conscientes de que esas tareas merecían su apoyo, porque contribuían al
mejoramiento de los hombres.
En
1950, cuando se extendía la Asociación, y eran muchas las necesidades
económicas que el crecimiento llevaba consigo, expresó que el Opus Dei y
sus socios no necesitan dinero, porque trabajan, cada uno en su tarea
profesional, y se sostienen sobradamente; pero, para nuestras obras
corporativas, cuanto más nos ayuden, mejor serviremos a las almas.
Esta colaboración económica discurrió siempre por cauces civiles, lejos de
todo confesionalismo. Ya se ha dicho que las obras apostólicas del Opus
Dei son centros promovidos por ciudadanos corrientes, que ejercen en ellos
libremente su actividad profesional. No son, pues, labores católicas, ni
menos eclesiásticas, aunque allí se siga con fidelidad la doctrina de la
Iglesia. Se trata de tareas nacidas y dirigidas con mentalidad laical,
dentro de las leyes de cada país, sin privilegio alguno, tampoco en lo
económico. Resuelven sus problemas y responden de la gestión, en su caso,
ante los organismos jurídicos establecidos en cada nación.
A
veces, ante los propietarios de los edificios o instalaciones que los han
cedido o alquilado y reciben su correspondiente retribución.
Este carácter laical ‑ni confesional, ni eclesiástico‑ de la," iniciativas
apostólicas del Opus Dei explica también la colaboración de los
cooperadores no católicos a que se ha hecho referencia en el capítulo
octavo. La experiencia de años muestra que, además, obtienen un inmenso
beneficio espiritual, como encarecía el Fundador de la Obra:
Solicitando de estas personas su ayuda económica y sus horas de trabajo
profesional, en servicio de las empresas apostólicas que sostenemos ‑que
siempre tienen, además, una eficacia humana‑, las colocamos en el corazón
de nuestras labores, y les brindamos la posibilidad de ser brazo de Dios
para realizar su Obra entre los hombres.
Un
día de 1973, en Roma, un norteamericano contaba a Mons. Escrivá de
Balaguer que habían regalado un piso en San Francisco, para organizar allí
clases de formación cristiana. El Fundador del Opus Dei afirmó:
Nosotros no podríamos hacer nada sin la ayuda de tanta gente estupenda.
Hay algunos, con un sentido sobrenatural tan maravilloso para ayudar en
las cosas de Dios, que, cuando cooperan generosamente, ponen una sola
condición: que no se sepa que han dado ni un céntimo. A veces son personas
que no conozco.
En
muchas ocasiones, citó emocionado el pasaje evangélico de la limosna de la
viuda pobre, al pensar en las ayudas que el Opus Dei recibía de personas
de escasos recursos:
Quizá ese esfuerzo constante es más desinteresado y liberal que el de
todos los demás: seguramente no dan dé lo que les sobra, porque nada les
sobra. Estoy cierto de que ante estas dádivas volverán a brillar, con
cariño divino, los ojos del Señor.
En
otra ocasión dibujaba los modos tan diversos de ayudar a las actividades
apostólicas promovidas por la Asociación:
Me
los ha enseñado a mí vuestra conducta generosa: desde aquella aristócrata,
de la sangre y del espíritu, que supo ceder su propio palacio en épocas
bien duras de calumnia y de persecución, hasta los labriegos humildísimos,
padres de una criadita, que venden su borriquillo y envían el dinero con
alegría; desde aquel buen amigo americano del Sur, que tiene una de
nuestras obras apostólicas, de acuerdo con su familia, como un socio más
en los negocios ‑un socio que no está a las pérdidas‑, hasta los niños
(...) que envían el dinero que recibieron como obsequio el día de su
primera comunión; desde el que manda muebles, para poner una casa, hasta
el que paga todos los gastos del pobre coche indispensable para la labor.
Pero nada es bastante cuando se trata de sostener lo iniciado y ampliar el
horizonte apostólico para llegar a más almas. Por eso, el sentido de
responsabilidad lleva a los socios del Opus Dei a trabajar muchas horas
cada día, sintiendo ‑como han aprendido de su Fundador‑ la urgencia de
las necesidades, también económicas, de esta familia sobrenatural que
formamos. Nadie se considera descargado de este deber, inseparable de
la propia vocación:
El
carácter plenamente secular de nuestra dedicación a Dios en el mundo hace
que la labor profesional sea también el medio ordinario de conseguir los
necesarios recursos, para el sostenimiento de cada uno de nosotros y de
las labores apostólicas de la Obra.
Mons. Escrivá de Balaguer confió en los medios sobrenaturales: todo
depende de Dios. Pero, al mismo tiempo, no perdonó ningún recurso humano
licito ‑especialmente, el trabajo‑, porque, aclaraba, no podemos tentar
a Dios, exigiéndole que haga milagros, cuando se puede y se debe emplear
el trabajo profesional, noble y limpio, para obtener los medios económicos
necesarios.
Con
la oración, con el trabajo, y con la ayuda de muchas personas pudo
emprenderse en los cinco continentes ese gran mosaico de iniciativas
apostólicas. El afán de acercar más personas a Dios es justamente garantía
del desprendimiento de los bienes materiales: Siempre seremos pobres.
Nunca tendremos los suficientes medios económicos para atender a todas las
obras, porque aunque trabajemos mucho, los apostolados aumentan siempre,
gracias a Dios, en proporción mayor: y esto sucederá siempre.
El
Fundador comparó la Obra con una familia numerosa y pobre. Cada uno de sus
socios debía sentir en su propia carne los agobios económicos de esa
familia grande, que nunca acaba de salir de dificultades, y no por eso
deja de hacer lo que tiene que hacer, en beneficio de las almas. Para
resolver los problemas de dinero, comenzó a invocar a San Nicolás de Bari
en los años treinta, cuando desempeñaba su ministerio sacerdotal en el
Patronato de Santa Isabel:
Iba a celebrar la Misa, y tenía unos apuros económicos tremendos; dije:
como San Nicolás es el santo de las dificultades económicas, y el santo de
casar las incasables... ¡si me sacas de esto, te nombro Intercesor! Pero
antes de subir al altar, me arrepentí y añadí: y si no me sacas, te nombro
igual.
Lo
relataba el Domingo de Ramos de 1968, y alguien se animó entonces a
preguntar si aquel problema se había resuelto. Mons. Escrivá de Balaguer
continuó:
‑¡Dónde estaríamos tú y yo, si no! ¡Debajo de una tienda de campaña y de
unos trozos de hojalata! Pero yo no pido milagrerías; primero pido que
trabajemos, que nos sostengamos con el trabajo y, cuando no llegamos,
pedimos a Dios para que lleguemos. No soy carismático; hay que poner los
medios humanos y a la vez los sobrenaturales, que siempre van juntos.
Así
salió adelante la Academia DYA, y luego las primeras residencias
universitarias, y al cabo de los años, esos cientos de obras apostólicas
promovidas por el Opus Dei, que tratan de prestar un servicio cristiano a
la sociedad, de ser instrumentos para corredimir con Cristo.

Capítulo Noveno. Padre de familia numerosa y pobre
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El
Fundador Dei Opus Dei vio siempre en la falta de medios materiales una
muestra de predilección divina. En una ocasión dirigía en voz alta la
meditación de un grupo de socios de la Obra, y les hacía considerar el
pasaje evangélico del joven rico:
Vende cuanto tienes, dalo a los pobres... Hijos míos, el
desprendimiento ‑¿veis?‑ es capital. Vosotros y yo no hemos hecho como
aquel pobre muchacho: his ille auditis contristatus est, quia dives
erat valde (Mc., X, 22); él, oyendo esto, se entristeció, porque era
muy rico. Todos hemos dejado lo que teníamos, y a gusto, para seguir
libremente al Señor. Lo mismo da que fuera mucho o que fuera poco, porque
lo hemos dejado todo con igual intensidad: lo que teníamos y lo que puede
llegar a tener una juventud maravillosa como la vuestra. Y con alegría,
hijos; no queremos nada propio. Decídselo cada uno al Señor: Dios mío, por
tu amor te doy todo, nada quiero mío, todo es tuyo.
Se
refería luego, en aquella meditación, a la respuesta de Jesucristo a los
discípulos de Juan el Bautista: "Id y contad a Juan lo que habéis visto y
oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los
sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia el Evangelio a los pobres"
(Mt., XI, 4‑S):
Hijos míos, habéis escuchado lo que nos dice el Señor; sus palabras a mí
me remueven por dentro: luego amaremos e1 desasimiento, lo amaremos con
predilección; porque cuando el espíritu de pobreza se resquebraja, es que
va mal toda la vida interior.
El
desprendimiento del Fundador del Opus Dei fue real, efectivo, hasta las
últimas consecuencias. Eso sí, siempre con naturalidad, ocultándolo,
porque ‑como enseñaba‑ la nuestra es una pobreza que no tiene voz para
gritar "soy pobre"; se paladea con alegría. Da e1 Señor un gozo en aquel
no tener, en
aquel no alargar el brazo más
que la manga. Se trata de vivir pobres y de sonreír, de que pase
inadvertida nuestra condición, tanto en la salud como en la enfermedad.
Pero era tan real la falta de medios, que no dejó de ser advertida, a
pesar de todo, por quienes le trataron más de cerca: siempre envuelta en
un modo externo amable, propio de quien realiza su labor apostólica entre
sus iguales los hombres, y entiende que el desprendimiento de lo material
no es ni miseria, ni suciedad, ni pobretonería.
Así
lo aprendió, en buena medida, como vimos, en el hogar de sus padres. Aún
no había nacido el Opus Dei, pero Dios iba sembrando en el que había de
ser su Fundador rasgos de su espíritu, entre ellos, la mentalidad laical
como modo específico de enfocar la práctica de todas las virtudes
cristianas.
El
Fundador del Opus Dei pasó toda su vida careciendo hasta de lo más
necesario y desprendido de todo, con naturalidad y ‑no es paradoja‑ sin
ostentaciones. Vicente Hernando Bocos fue un día a visitarle a la
residencia de la calle Larra en Madrid, porque don Josemaría estaba con un
fuerte resfriado. Su habitación era elemental, y tenía "una mesa pobre con
unos libros de rezos". Sin embargo, "el porte de don Josemaría en el
vestir era elegante, limpio, correcto, de grata presencia". Se acompasaba
con el modo de ser: "Me dio la impresión de ser un sacerdote que gozaba de
la vida, siempre de muy buen humor y muy sencillo. Recuerdo que ya
entonces se levantó alguna calumnia contra él, que nosotros cortamos
enérgicamente".
En aquella época, en que tantas horas dedicó al
Patronato de Enfermos, el Fundador del Opus Dei sufrió mucho al comprobar,
un día tras otro, las condiciones miserables en que vivía ‑y moría‑ la
gente humilde de Madrid. No por eso perdió de vista que el sentido
cristiano del desprendimiento va más allá de la pura carencia de medios.
Lo resaltaría en 1972, al responder a una pregunta que le hicieron en el
Instituto de Estudios Superiores de la Empresa, de Barcelona:
‑El hecho de manejar dinero, o de tenerlo, no quiere decir que se esté
apegado a la riqueza. Te voy a poner un ejemplo. Conocí a un pobrecito que
iba a un comedor de caridad, y no tenía siquiera la tarjeta que daban a
los necesitados; acudía a recibir un poquito de lo que sobraba. Era un
tiempo duro para el corazón de un cristiano: ver aquella gente con
verdadera hambre. Para comer, todos llevaban sus cacharros. Él traía su
puchero roto. Pero sacaba su cuchara de peltre, de la hondura de un
bolsillo, y la miraba con satisfacción. Los otros no tenían cuchara. Se ve
que pensaba: esto es mío, esto es mío.
Y con su cuchara comía los
garbanzos y el caldo que le daban. Después la volvía a mirar
apasionadamente, como un avaro contempla las piedras preciosas. Le daba
dos chupetones, y la guardaba de nuevo. ¡Era rico!
Pues también he tenido cerca de mí a una persona, a la que he querido
mucho, y que indudablemente está en el cielo. Era Grande de España. Aun
después de muerta, no diré más que su nombre propio, y porque es muy
corriente: se llamaba María. En su casa tenía muebles estupendos, un gran
servicio y mucha plata..., todo lo que es normal en una casa bien puesta y
de abolengo. Y aquella pobrina gastaba en su persona menos que la última
de sus sirvientas. Lo daba todo; soy testigo de su generosidad.
Sin
la generosidad de muchas almas, no hubiera salido adelante el Opus Dei.
Por supuesto, nunca su Fundador confundió la confianza en Dios con un
providencialismo irresponsable. En los difíciles años de la Academia DYA,
cuando proyectaba abrir la Residencia de estudiantes, no dejaba de hacer
calcular minuciosamente todos los posibles gastos y los ingresos. Isidoro
Zorzano quizá ayudaría algo en estas previsiones económicas, durante sus
viajes de Málaga a Madrid. Pero era don Josemaría ‑rodeado como estaba de
pobres y de enfermos‑ quien tenía que ir consiguiendo ayudas entre las
personas que conocía en Madrid. Desde luego, no estaba dispuesto a
retrasar la labor apostólica por no disponer de dinero: ya saldría.
Las
dificultades económicas no le arredraban. Apenas podía con el piso de
Luchana, y se decidió a poner en marcha la Residencia de Ferraz, que
comenzó después del verano de 1934. Con el dinero de la venta del
patrimonio familiar ‑en Fonz, Huesca‑, se pudo amueblar lo imprescindible,
y comprar el menaje de cocina. La ropa de cama se consiguió a crédito en
los Almacenes Simeón, de Madrid. El director de la Residencia recuerda que
durante aquel primer curso 1934‑35 el dinero no llegaba, al fin de mes,
para pagar los alquileres, ni las cuentas de la carnicería o de los
ultramarinos. Afortunadamente, el propietario de la casa, don Javier
Bordiu, tuvo siempre paciencia. Era el propio don Josemaría quien iba a
verle cada mes.
En
aquel curso, lleno de apuros, la labor apostólica creció mucho. El
Fundador del Opus Dei utilizaba para formar a los jóvenes estudiantes que
iban por Ferraz las visitas a los pobres. Se hacían colectas entre
los chicos, después de asistir a las clases de formación cristiana. Con
ese dinero se organizaban luego, en pequeños grupos, visitas a gente
desamparada, a la que se llevaba algún dinero, alguna golosina, el regalo
de la compañía y el consuelo de un buen rato de conversación. Era un modo
de contribuir a la maduración espiritual de aquellos estudiantes, algunos
de los cuales ignoraban por completo la miseria en que vivían entonces en
Madrid tantas personas.
Esas visitas a necesitados y enfermos forman parte inseparable del
apostolado del Opus Dei en todo el mundo. Tienen un sentido profundamente
humano y de caridad: llevan un poco de alegría y de cariño a personas que
muchas veces apenas han oído nunca una palabra amable, ni han recibido la
mirada de unos ojos amigos, ni el gesto fraternal de una asistencia
cristiana.
Se
ha desfigurado tanto
‑lamentaba el Fundador del Opus Dei en 1942‑ y se ha hecho tanta sátira
de ciertas manifestaciones exteriores de la caridad benéfica, que a
algunos les parecen arcaísmos determinadas obras propias del espíritu
cristiano. Por eso quiero que entendáis bien ‑y que hagáis entender‑ el
hondo significado sobrenatural y humano de estos medios, tal como los
hemos vivido desde e1 principio.
Con estas visitas
no se trataba, ni se trata, de resolver un problema social; sino de
acercar a la gente joven al prójimo necesitado, para que vieran a
Jesucristo en el pobre, en el enfermo, en el desvalido, en el que padece
la soledad, en el que sufre, en el niño. Así aprenderían que hay
que hacer una gran batalla contra la mis aria, contra la ignorancia,
contra la enfermedad, contra el sufrimiento. El Fundador del Opus Dei
veía claro que este contacto con
la miseria o con la humana debilidad es una ocasión de la que suele
valerse el Señor, para encender en un alma quién sabe qué deseos de
generosidad y divinas aventuras. A la vez, sensibiliza a los más jóvenes,
para que tengan siempre entrañas de justicia y de caridad.
Al
mismo tiempo, se rebelaba contra las deformaciones: No es justo que
manifestaciones del auténtico espíritu cristiano queden arrinconadas,
porque algunos las han convertido en gesto ostentoso y frívolo, o en
sedante para sus remordimientos de conciencia.
En
fin, habría que hacer esa labor, incluso en los países más avanzados, pues
siempre existirán estratos de población que sufren el abandono de los
demás:
Me
atrevo a decir
‑añadía con fuerza, también en 1942- que, cuando las circunstancias
sociales parecen haber despejado de un ambiente la miseria, la pobreza o
el dolor, precisamente entonces se hace más urgente esta agudeza de la
caridad cristiana, que sabe adivinar dónde hay necesidad de consuelo, en
medio del aparente bienestar general.
En
la actualidad, los Estados se preocupan, mediante instituciones de
beneficencia, o de previsión, de aliviar las necesidades más primarias y
de promover el progreso social. Sin embargo ‑prevenía Mons. Escrivá de
Balaguer‑, la generalización de los remedios sociales contra las plagas
del sufrimiento o de la indigencia ‑que hacen posible hoy alcanzar
resultados humanitarios, que en otros tiempos ni se soñaban‑, no podrá
suplantar nunca, porque esos remedios sociales están en otro plano, la
ternura eficaz ‑humana y sobrenatural‑ de este contacto inmediato,
personal, con el prójimo: con aquel pobre de un barrio cercano, con aquel
otro enfermo que vive su dolor en un hospital inmenso; o con aquella otra
persona ‑rica, quizá‑, que necesita un rato de afectuosa conversación, una
amistad cristiana para su soledad, un amparo espiritual que remedie sus
dudas y sus escepticismos.
Pero volvamos a 1934 y a la Residencia de Ferraz. La casa iba consiguiendo
cierta prestancia, a base de suplir la falta de dinero con buen gusto,
ingenio y muchas horas de trabajos manuales. Pronto fue realmente un hogar
acogedor, como quería el Fundador de la Obra: Los hogares del Opus Dei
son acogedores y limpios, nunca lujosos, aunque procuramos que tengan
aquel mínimo de bienestar que se necesita para servir a Dios, para
practicar las virtudes cristianas, para estar en condiciones de trabajar y
para que se desarrolle, con dignidad y sin estridencias, la personalidad
humana. Nuestras casas tienen la sencillez del hogar de Nazaret, que fue
testigo de la vida oculta de Jesús, y el calor ‑humano y divino‑ del hogar
de Betania, que el Señor santificó, buscando allí la amistad verdadera, la
intimidad y la comprensión.
Cuando Pedro Casciaro fue por vez primera a Ferraz, 50, recibió ya en el
vestíbulo una impresión grata: "No era un frío y destartalado `local',
sino el vestíbulo de una casa de familia de clase media, más bien modesta,
pero de buen gusto y, sobre todo, muy limpia".
El
cuarto de trabajo de don Josemaría, de escasos metros cuadrados, no tenía
más luz que la de una ventana abierta a un estrecho patio interior, y sólo
dos muebles: una "cama turca" ‑que utilizaba muy de vez en cuando, pues
dormía en la vivienda del Rector de Santa Isabel‑ y un armario donde se
guardaban los ornamentos litúrgicos. Además, su desprendimiento personal
le llevaba a usar los zapatos ‑bien lustrados para que no parecieran
viejos‑ que desechaban los residentes. De su sotana decía en broma que
tenía más bordados que un mantón de Manila. Sin embargo, llamaba la
atención, porque la llevaba bien planchada, sin arrugas, limpia.
Luego vino la guerra de España. No es preciso insistir en que ‑como para
tantos otros ciudadanos del país‑ aquel tiempo estuvo lleno de
privaciones, de hambre auténtica.
La
Hermana Ascensión Quiroga, Terciaria Capuchina, había conocido a don
Josemaría en Madrid, durante la guerra. Consiguió escapar, y en 1938, con
otras monjas, formaba parte de la comunidad que, por iniciativa de Mons.
Lauzurica, obispo de Vitoria, atendía a los sacerdotes. El obispo rogó al
Fundador del
Opus Dei que dirigiera unos ejercicios espirituales a aquella comunidad.
Las pláticas les impresionaron: "los mejores ejercicios espirituales que
he hecho en toda mi vida ‑ya larga‑ fueron aquellos que nos dirigió don
Josemaría, en agosto de 1938".
A
la vez testimonia que vivía con el más absoluto desprendimiento de los
bienes materiales: "Solo tenía una sotana, y en cierta ocasión, nos la dio
para que se la cosiéramos; estaba hecha jirones; intentamos arreglársela
lo mejor posible y con prisa, porque él se quedó en su habitación
esperando a que terminásemos. La ropa interior la tenia tan rota que no
había modo de meter la aguja en un trozo de tela que no estuviese
`pasado', hasta tal punto que la Madre Juana decidió comprarle dos mudas".
"Todas estas privaciones ‑añade‑ las llevaba con alegría; debía tener muy
buen humor, aunque con nosotras, por la gravedad con que se comportaba, no
lo manifestase, pero oíamos cómo se reían Monseñor Lauzurica y él cuando
estaban juntos". Más adelante cuenta que a aquellos ejercicios asistió una
hermana mayor suya, Juana Quiroga, también Hermana en Religión: "Ella
tiene especialmente grabada la actitud de don Josemaría, que nunca se
preocupaba de sí mismo; de él no. Nada más de su santidad y de la santidad
de los demás". La Hermana Ascensión se ocupaba, junto con la Hermana
Elvira, de arreglar la habitación de don Josemaría, y manifiesta que nunca
ha visto tanto orden, tanto cuidado en las cosas: "No se puede decir que
fuese ordenado; era or‑de‑na‑di‑si‑mo".
"Estoy segura ‑continúa‑ de que muchas noches no dormía o ‑al menos a
nuestro parecer‑ no dormía en la cama. En efecto: las sábanas estaban sin
arrugas y, aunque él dejaba la cama destapada, como si la hubiera usado,
nosotras nos dábamos cuenta de que, si había dormido, no había sido en la
cama. Creemos que se servía del duro suelo para descansar. Por otra parte,
muchas noches le encontrábamos de rodillas, al pie del Sagrario, haciendo
oración, hora tras hora. La Hermana Elvira recuerda que tomaba un simple
dedo de café con leche diariamente como desayuno". Y la Hermana Regina
afirma que el Fundador del Opus Dei "nunca tenía nada. Viajaba con un
tintero lleno de agua bendita y con la cuchilla de afeitar".
El
mismo espíritu, compatible con la dignidad externa, aparecerá también
cuando se ponga en marcha la Residencia de la calle de Jenner, en 1939.
Marciano Fernández López, que vivió allí, lo expresa con estas palabras:
"El porte humano del Padre, del mismo modo que la instalación y ambiente
de la Residencia ‑que era su reflejo‑, eran sin lujos, pero con gran
decoro, limpieza, mucho gusto en las cosas materiales, que producían una
impresión muy grata".
El
espacio estaba realmente bien aprovechado. Muchos conocieron la habitación
junto al vestíbulo, que servía de ampliación del oratorio, de botiquín, y
de Secretaría de la residencia. Además, tenía una cama, en la que dormía
Isidoro Zorzano.
En
enero de 1975, Mons. Escrivá de Balaguer pasó unos días en La Lloma, muy
cerca de Valencia. Allí, rodeado de algunos socios de la Obra, recordó la
primera casa que tuvo en Valencia:
Eran dos habitaciones y un pasillo. Una de las habitaciones estaba llena
hasta los topes con la primera edición de
Camino.
¡Quién
iba a decir que se venderían, con los años, millares de ejemplares en más
de treinta idiomas!
De
todas formas, allí no se podía vivir; no había sitio.
Les
habló de la única vez en su vida que se había puesto enfermo durante la
Misa. A don Antonio Rodilla le habían regalado un cáliz y unos ornamentos,
y quiso que los usara por vez primera. Al empezar el Evangelio, no pudo
seguir. Asistía a esa Misa, comenzada en el altar de la Trinidad de la
catedral de Valencia, Álvaro del Portillo, que, ayudado por otros,
consiguió hacerle llegar hasta la sacristía:
Luego me llevaron a casa. Dormíamos sobre unos hierros y unas maderas,
como en los cuarteles de antes, y no había más ropa que unas cortinas de
balcón, todas estropeadas. De modo que también aquí hemos vivido en la
pobreza, y la hemos compartido en todo el mundo. En el Opus Dei nunca
falta alguno que padezca verdadera miseria... No importa; está en el Opus
Dei, y es feliz.
En
la tertulia estaba don Álvaro del Portillo y se dirigió a él con una
sonrisa:
‑Álvaro, estamos en la tierra del
arrós.
¡Qué arroz nos hacíamos tú y yo, y alguno más! No comíamos otra cosa: en
una chimenea poníamos unas jícaras de arroz y unas jícaras de agua. Y nos
salía muy bien, ¿verdad?
‑Muy bien, sobre todo teniendo hambre, que es el mejor condimento.
‑Y
no decíamos nada a nadie...
Aún
se conserva el grueso capote, de tela áspera y color pardo, que llevó a
aquel piso de la calle de Samaniego José Manuel Casas Torres. Lo había
utilizado durante los años de campaña. El capote pasó después a la nueva
Residencia, también en la calle de Samaniego, número 16. Era un caserón
muy frío durante el invierno. En sus viajes a Valencia, el Fundador del
Opus Dei solía utilizarlo para defenderse del frío, mientras daba un
círculo, o atendía la labor. Lo mismo hicieron luego, cuando tenían que
permanecer muchas horas sentados frente a la mesa de trabajo de dirección,
don Amadeo de Fuenmayor, don Justo Martí, don Pedro Casciaro o don
Federico Suárez.
Un
criterio que siempre ha enseñado Mons. Escrivá de Balaguer es elegir lo
peor para uno mismo. Así lo practicó, por ejemplo, cuando se trasladó a
Diego de León, 14, al comienzo de los años cuarenta.
El
edificio era un viejo palacete de estilo francés, en el que se vivía con
gran estrechez. Desde fuera podía dar una impresión contraria, sobre todo,
si se miraba con mentalidad de vida religiosa, pues su aspecto nada tenía
que ver con un convento. Además, con no poco esfuerzo, pudieron instalarse
poco a poco, y dignamente, las habitaciones de las dos primeras plantas
del chalet. Era ésta la zona de representación. El Fundador del Opus Dei
recibía a las visitas en un despacho de la primera planta, decorado con
prestancia: zócalo empanelado de madera, tresillo de cuero, mesa recia de
líneas clásicas, cortinas amplias. Pero en el resto de la casa se sufría
mucha penuria material, y la peor habitación era la suya. Había elegido un
dormitorio, muy frío en el invierno, sofocante en el verano. Estaba en la
tercera planta.
Al
final, se impuso el cariño de los socios de la Obra, y aprovechando que
estaba fuera de Madrid ‑dirigiendo un curso de retiro espiritual‑
trasladaron sus cosas a un cuarto mejor, en la segunda planta, que habían
dejado libre.
Esta habitación era más amplia. Prácticamente se conserva ahora como
entonces. Sigue ahí la pobre cama de metal en que dormía. Alguna vez le
propusieron buscar otra mejor, y un poco más grande, pero siempre dijo que
no. La usó por última vez en mayo de 1975, un mes antes de su muerte. A un
lado hay un viejo escritorio, que llamaba siempre la pianola, porque
tiene, en efecto, todo el aire de las antiguas pianolas familiares. Entre
otros motivos de decoración aparece un borriquillo, una fotografía hecha
en la ordenación de los tres primeros sacerdotes de la Obra, un globo
terráqueo, y un cuadro de San Pedro, de un pintor anónimo. El pintor había
querido ilustrar la figura del Apóstol con un gallo, pero le había salido
un pajarraco raro. Desde Roma, en febrero de 1948, Mons. Escrivá de
Balaguer encargaría en la posdata de una carta: ¡Cómo me gustaría
encontrar convertido en gallo la perdiz de San Pedro que hay en mi cuarto!
Al Apóstol tampoco le vendría mal un retoque...
Don
Manuel Martínez Martínez le visitó un día en Diego de León, acompañando al
P. Ballester, entonces Obispo de León: "Yo me quedé admirado de la
austeridad con que vivían aquellos hombres; uno me parece que era
secretario de ayuntamiento, otro era ingeniero; en fin, que eran personas
de cierta categoría y por eso aquello me admiró más. Cuando salí me decía
a mí mismo: ni un capuchino vive con la austeridad con que viven éstos".
Cuando se iban, el Fundador de la Obra le pidió que no dijera nada de lo
que había visto. "No quería ‑dedujo don Manuel Martínez‑ que se supiera la
vida de austeridad que aquí llevaban, y por consiguiente que nadie pudiera
comentarlo".
Don
Vicente Pazos, hoy Consiliario del Opus Dei en Perú, vio, con motivo del
traslado de la habitación, que su ropa y sus cosas de uso diario eran lo
mínimo imprescindible. No le gustaba al Fundador del Opus Dei que estos
detalles trascendieran. Pero sabía enseñar a los socios de la Obra todas
las consecuencias prácticas que el desprendimiento de los bienes
materiales debía tener en sus vidas: en circunstancias ordinarias, o en
momentos extraordinarios, como, por ejemplo, en aquellos primeros años de
Roma, en que muchos ‑les decía‑ han pasado hambre conmigo: no un día,
ni dos, sino temporadas largas. No encendíamos la calefacción porque no
teníamos ni un céntimo.
Carecían hasta de camas para dormir: Yo, muchas veces, me echaba junto
a la puerta de la calle. Era uno de los sitios más distinguidos, pero
entraba un frío y una humedad por las rendijas que había en las paredes...
Quienes han vivido allí le oyeron muchas veces subrayar el valor positivo
de esta falta de medios: La tengo metida en lo más hondo de mi alma.
Redunda en la vida de entrega y en la eficacia o ineficacia de nuestro
apostolado. ¡Bendita pobreza! ¡Amadla!
Exigía a los socios del Opus Dei una disposición interior llena de visión
sobrenatural, para vivir en este mundo con sentido realista, pero como
peregrinos, que van de camino hacia la morada eterna, y, por tanto, han de
llenarse de un afán grande por vivir totalmente desprendidos de las cosas
que usan; trabajando con rectitud de intención, sin un desordenado afán de
lucro; amando, como venidas de las manos de Dios, las incomodidades,
estrecheces y privaciones con que pueden encontrarse; preocupándose de
contribuir personalmente, con su trabajo, a remediar la indigencia
material y espiritual de tantas almas, abandonando en el Señor sus
preocupaciones.
El
desprendimiento del Fundador del Opus Dei llegaba a detalles aparentemente
nimios, pero que denotaban una gran delicadeza. En un momento dado de su
vida, durante los años treinta, notó que se apegaba a las estampas ‑ni una
cosa de tan escaso valor quería tener como propia‑ que ponía en el
breviario para señalar las páginas; años después contaría su reacción:
Me
desprendí de las estampas y puse en su lugar unos trozos de cuartillas. Y
al ver aquellos papeles en blanco, comencé a escribir:
Ure igne Sancti Spiritus!... Los he usado durante muchos años, y cada
vez que los leía, era como decirle al Santo Espíritu: ¡Enciéndeme! ¡Hazme
una brasa!
En
la vitrina de una de las habitaciones de la sede central de la Asociación,
entre viejos regalos decorativos y recuerdos de familia, aparece una
vulgar taza de loza, desportillada, con un roto grande y triangular en su
borde. Fue Mons. Escrivá de Balaguer quien quiso que estuviera en aquella
vitrina. La vio por primera vez en París, después de celebrar la Santa
Misa, en uno de los Centros del Opus Dei, una mañana de 1955. Un grupo de
socios de la Obra llevaban adelante los primeros años de labor. No
tuvieron problemas para preparar el desayuno, pues el Padre tomaba siempre
un poco de café sin azúcar, unas cuantas cucharadas de leche y un trozo de
pan. Las dificultades aparecieron con la vajilla, que no llegaba para
todos, aunque estaban en aquella casa muy pocos. Tuvieron que poner en
servicio una taza desportillada, rota, que trataron de encubrir
disponiendo hábilmente las servilletas. Fue a sentarse justamente en el
lugar que correspondía a aquella taza. Y le dio alegría beber su café con
leche en esa taza. Le hizo feliz la riqueza de estos socios de la Obra
‑profesores, médicos, ingenieros‑, y después de comer se puso un delantal
de plástico, y les ayudó a lavar los cubiertos y vajilla, como en los
tiempos de la Residencia de Ferraz:
A
lo largo de estos veintiséis años
‑había dicho en la primavera de aquel 1955‑ en muchas ocasiones me he
encontrado sin nada, en la carencia más absoluta y en la cerrazón más
completa en el horizonte para encontrar nada, nada. Nos faltaba hasta lo
más necesario. Pero ¡qué alegría!, porque buscando el reino de Dios y su
justicia, sabíamos que lo demás se nos daría por añadidura. Poniendo los
medios para que no falte, ¡que estén alegres mis hijos si alguna vez les
falta algo!
Sin
embargo, para el cristiano normal, el espíritu de pobreza no es sólo
desprendimiento. Tiene también que saber usar los bienes humanos con
rectitud, en servicio de los demás. No se limita a evitar crearse
necesidades ni a llevar con alegría la falta de lo necesario: ha de
practicar también la solidaridad con los hombres. Aprovechar al máximo su
tiempo, empleándolo en beneficio de todos, es manifestación de
desprendimiento: el tiempo es un don de Dios, que tampoco le pertenece,
que con frecuencia le falta, y debe por tanto hacer que rinda de veras,
sin angustias ni ritmos vertiginosos, sin estériles precipitaciones, con
auténtica eficacia humana y sobrenatural.
Este espíritu lleva también a cuidar las cosas que se usan, para que duren
en servicio de Dios y de las almas. El Fundador del Opus Dei señalaba
muchos detalles concretos, que materializaban ese espíritu: arreglar lo
que se estropea; poner un tope detrás de una puerta o ventana, para que no
roce la pared; encender las luces necesarias, ni una más; colgar un cuadro
con dos escarpias, para que esté bien fijo y no estropee la pintura...
Yo
sufro
‑confiaba en una ocasión a un grupo de socios de la Obra‑ cuando veo
que pasan muchos delante de un cuadro torcido, y que ninguno es capaz de
ponerlo horizontal; y sufro cuando veo que salen todos de una habitación,
y al marcharse no saben dejar cada cosa en su sitio. Las cosas están para
usarlas; y si así se gastan o se rompen, bien. Pero que no sea por no
cuidarlas. Hay que cuidarlas con un cariño viril. Se trata de hacer las
cosas como una persona que tiene amor.
Este modo ‑humano y divino‑ de vivir el desprendimiento de los bienes
materiales, hasta en los más mínimos detalles, tenía un modelo inequívoco:
el padre, la madre de familia numerosa y pobre. Muchos socios de la Obra
le han oído que cuando tú, en cualquier circunstancia, vaciles y no
tengas con quién consultar, no olvides el criterio claro que os he dado:
nosotros somos padres de familia numerosa y pobre. Verás como aciertas.
Así
concebido, el amor a la sobriedad se fundamenta y deriva de la vibración
interior. No es regla, ni economía, ni espíritu cicatero. Por eso no cabe
separarla ‑como estamos viendo en la vida de Mons. Escrivá de Balaguer‑ de
la magnanimidad para afrontar sin recursos humanos las empresas
apostólicas que Dios pide. La atención a lo pequeño no es
empequeñecimiento de miras. Todo lo contrario: manifiesta grandeza de
corazón que, en su mucho querer, se fija en lo que al desamorado pasa
inadvertido.
Además, a la razón de amor se une un motivo de mentalidad laical. Una
persona corriente ‑eso son los socios y asociadas del Opus Dei‑, que vive
como los demás y usa los mismos medios que los demás, tiene que excederse,
y mucho, para hacer rendir su trabajo, en servicio de todos. Igual en lo
grande ‑contribuir, con los frutos de su trabajo, a remediar la
indigencia, poniendo en marcha iniciativas de relieve‑, que en lo menudo
‑saber aprovechar unos restos de comida, o escribir en papel ya impreso
por la otra cara‑. En este sentido, advertía con humor Mons. Escrivá de
Balaguer que, cuando muriera, los socios de la Obra comprobarían que sus
papeles únicamente no estaban escritos por el canto. Sin embargo, no
enviaba una carta que no estuviera perfectamente presentada, sin un error,
sin una errata.
Enseñaba así con el ejemplo a practicar de veras el desprendimiento, tal
como Dios lo quería para el Opus Dei. En 1968 declaró a la directora de la
revista Telva:
Quien no ame y viva la virtud de la pobreza no tiene el espíritu de
Cristo. Y esto es válido para todos: tanto para el anacoreta que se retira
al desierto, como para e1 cristiano corriente que vive en medio de la
sociedad humana, usando de los recursos de este mundo o careciendo de
muchos de ellos.
Pero ‑añadía más adelante‑ pobreza no es miseria, y mucho menos
suciedad; además, la pobreza no se define por la simple renuncia,
especialmente cuando se trata de cristianos que viven en medio del
mundo y tienen que dar testimonio explícito de amor al mundo, de
solidaridad con los hombres. Se impone, pues, aprender a vivir la
pobreza, para que no quede reducida a un ideal sobre el que se puede
escribir mucho, pero que nadie realiza seriamente. En concreto:
Todo cristiano
corriente tiene que hacer compatible, en su vida, dos aspectos que pueden
a primera vista parecer contradictorios. Pobreza real, que se note y se
toque ‑hecha de cosas concretas‑, que sea una profesión de fe en Dios, una
manifestación de que el corazón no se satisface con las cosas creadas,
sino que aspira al Creador, que desea llenarse de amor de Dios, y dar
luego a todos de ese mismo amor. Y, al mismo tiempo, ser uno más entre sus
hermanos los hombres, de cuya vida participa, con quienes se alegra, con
los que colabora, amando el mundo y todas las cosas buenas que había en el
mundo, utilizando todas las cosas
creadas para resolver los problemas de la vida humana, y para establecer
el ambiente espiritual y material que facilita el desarrollo de las
personas y de las comunidades.
El
Fundador del Opus Dei seguía explicando que no quería dar reglas fijas
‑sólo unas orientaciones‑, porque lograr la síntesis entre esos dos
aspectos es ‑en buena parte‑ cuestión personal, cuestión de vida interior,
para juzgar en cada momento, para encontrar en cada caso lo que Dios nos
pide.
Esas líneas generales están recogidas en los nn. 110 y 111 del conocido
libro Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, y contienen enfoques
en verdad sugerentes, que evocan ‑una vez más‑ lo que ha sido previamente
vivido, y apuntan interesantes consecuencias prácticas, algunas
especialmente significativas en estos tiempos en que tantos se dejan
arrastrar por la fiebre del consumo.
El
Fundador del Opus Dei quería que los socios de la Obra vistieran con
corrección, incluso con elegancia, cada uno dentro de su condición y de
sus circunstancias personales, bien arreglados, los zapatos limpios, la
ropa sin arrugas:
Recuerdo haber conocido a determinada persona, que le gustaba vestir bien:
gastaba una enormidad en trajes; pero cuando llegaba a su casa, tiraba las
prendas por cualquier lado, y explicaba así la razón: no soy yo para la
ropa, sino que la ropa es para mí (...) Las cosas se deben gastar, sí,
pero sabiendo que no hemos de maltratarlas, que es preciso hacerlas durar,
porque no son nuestras: son un medio para nuestra santidad y para el
apostolado.
Procuró siempre tener y usar la ropa que era necesaria. Hubo una época en
que llevó solideo para compensar la edad que no tenía: ¡Dame, Señor,
ochenta años de gravedad!, pidió con frecuencia. Después, para
subrayar la secularidad propia del espíritu del Opus Dei, se puso algunas
veces la sotana ribeteada de rojo y los demás distintivos propios de su
condición de Prelado Doméstico. Años más tarde confesó que eso le
resultaba mucho más duro que varios cilicios.
La
sotana que vestía habitualmente en 1963 tenía entonces 18 años. Era
francamente vieja, pero limpísima, digna. Con todos los botones: él mismo
se los cosía, en cuanto amenazaban desprenderse. Toda una lección práctica
para los socios de la Obra.
Se
encontraba muy feliz dentro de su recosida sotana, pero, cuando era
necesario ‑muy pocas veces‑, usaba los distintivos propios de su condición
de Prelado, o los arreos ‑así decía‑ de Gran Canciller de una
Universidad.
Con
idéntico espíritu, en el que el desprendimiento de los bienes humanos o de
los símbolos de honor nunca puede ser excusa para incumplir el propio
deber, ejercitó en 1968 el derecho a rehabilitar, con la mira puesta en su
familia, el Marquesado de Peralta, concedido en 1718 a un antepasado
directo suyo, don Tomás de Peralta, Secretario de Estado de Guerra y
Justicia en el reino de Nápoles.
Esta heroica decisión, que más de uno ha valorado muy superficialmente,
encierra también lecciones de honda riqueza humana y cristiana, que algún
día será necesario exponer en toda su extensión. Me parece que, para el
propósito de estas páginas, basta apuntar que Mons. Escrivá de Balaguer
era muy consciente de las críticas que su petición iba a suscitar, pero
tenía certeza moral de que era el único miembro de la familia que podía
promover el expediente jurídico de rehabilitación, para que efectivamente
ese título nobiliario volviera a formar parte del patrimonio familiar.
Como siempre, el Fundador del Opus Dei hizo lo que en conciencia debía,
después de haber pedido consejo a algunos de los Cardenales que en la
Curia Romana gozaban de mayor fama de prudencia, y a la Secretaría de
Estado del Santo Padre. Se trató, como digo, de un acto verdaderamente
heroico, porque no se le ocultaban las habladurías y las susurraciones a
las que se prestaba, y de las que prescindió por completo. Cuatro años
después, cedió a su único hermano vivo, Santiago, ese título, que él nunca
llegó a usar.
Al
"limpio resplandor de un corazón pobre, no instalado, desprendido, abierto
a todos, saturado de confianza en Dios en medio de las mayores pruebas",
se refirió el Cardenal Primado de Toledo en el artículo que publicó en el
ABC de Madrid: "Ésta es la pobreza evangélica auténtica, aunque el que así
la vive se
dedique a movilizar todos los recursos imaginables para servir a Dios y a
los hombres. Acaso esté aquí el secreto que explica algo de su vida".
Mons. Escrivá de Balaguer vivió y murió en el más estricto desprendimiento
de los bienes materiales. Poco tiempo antes de que Dios le llamase,
contaba un día a los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz que esa
mañana había dicho a los miembros del Consejo General de la Asociación:
Hoy
me he dado cuenta de que continúo siendo pobre de solemnidad. No sólo
porque llevo esta sotana vieja, pues podría ponerme otra mejor que tengo,
sino porque no puedo hacer lo que hace una persona de mi edad, en
cualquier país más o menos civilizado. Hay obreros de mi edad, ya
retirados, que disfrutan tranquilamente de su pensión; y si una noche no
duermen ‑que es lo que me ha pasado hoy a mí: por eso he tenido ocasión de
rezar más‑, se quedan en la cama un poquito más por la mañana. En cambio,
yo estoy aquí, con vosotros, y mucho mejor que en la cama. Pero me he dado
cuenta, de que efectivamente, soy todavía ‑a la vuelta de medio siglo de
sacerdocio‑ pobre de solemnidad.

Capítulo Noveno. Padre de familia numerosa y pobre
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El
31 de marzo de 1935 el Fundador del Opus Dei dejó al Santísimo en el
primer sagrario que tuvo la Obra, el de la Residencia de estudiantes de
Ferraz, 50. Nada más alquilar aquella casa, había elegido para oratorio la
mejor habitación: una estancia relativamente grande, que tenía la entrada
próxima al vestíbulo principal, y que daba a un patio, también grande y
tranquilo. Al principio sólo contaban con una mesa y un banco largo, que
les habían regalado. Se mandó el banco a un carpintero, para que lo
arreglara un poco y sacara de él dos pequeños. Sobre la mesa se puso un
crucifijo y dos candeleros. Tenían también algún reclinatorio.
Poco a poco, a lo largo del curso 1934‑35, se fue completando todo lo
necesario. Se encargó un altar con frontal liso, para adosarle una
armadura de madera forrada con tela del color litúrgico del día. Con un
damasco blanco se confeccionaron los primeros ornamentos. La casulla era
de forma gótica, amplia; entonces solían usarse casullas de guitarra, pero
don Josemaría había solicitado autorización ‑que le fue concedida‑ para
usar casullas góticas. El fondo se decoró con una tela oscura de color
verde oliva, de la misma anchura que el altar. Llegaba hasta el techo y
continuaba ‑a modo de dosel‑ sobre el altar, según lo establecido cuando
sobre un oratorio hay habitaciones destinadas a vivienda. Allí quería
poner una imagen de la Virgen: la iba a hacer Jenaro Lázaro, que era
escultor. Entretanto, se colocó un cuadro de los discípulos de Emaús, en
el momento en que reconocen a Jesús, al partir el Pan.
Mientras se terminaba la instalación, don Josemaría gestionó
personalmente, ante el Obispado de Madrid, el permiso para poder tener
reservado el Santísimo. El párroco de San Marcos certificó que todo estaba
conforme al Derecho canónico. El primer Sagrario, de madera dorada, fue
prestado por unas religiosas, que no lo usaban en su convento.
Al
Fundador del Opus Dei le ilusionaba tener al Señor en aquella primera
residencia. Había fijado la fecha del 19 de marzo, fiesta de San José,
para inaugurar el oratorio, pero no pudo ser, porque aún faltaban cosas:
candeleros, vinajeras, atril, campanilla, bandeja para la comunión...
Providencialmente, por aquellos días, el portero de la finca subió con un
paquete, que contenía todo lo que faltaba. El director de la Residencia,
don Ricardo Fernández Vallespín, quiso saber quién había dejado aquel
regalo, pero no había dicho su nombre al portero. Al fin, el 31 de marzo,
don Josemaría celebró la Santa Misa en Ferraz.
La
historia se repetiría cientos de veces, en medio mundo. Aunque no hubiese
dinero, lo mejor tenía que ser siempre para el oratorio. Una casa podía
ser habitada de cualquier forma, durmiendo en el suelo si era necesario ‑y
muchas veces lo era‑, pero primero había que instalar, y bien, el
oratorio. En él no se tenía ningún acto litúrgico hasta que estuviera
perfectamente terminado, con todo lo indispensable. El Fundador del Opus
Dei no admitía excepciones. Siempre fue exigente en lo relacionado con el
culto de Dios, evoca con cariño sor Isabel Martín, encargada de la capilla
del Hospital del Rey, en los años treinta. Y a don Antonio Rodilla le
recordaba a San Juan de Ribera, "que cifró el colmo del amor divino a los
hombres en el Sacramento del Altar, y ardía en deseos irrealizables ‑sus
lágrimas testigos‑ de contestar al Tibi post haec, fili mi, ultra quid
faciam de Jesús en la Eucaristía, con otro ultra quid faciam de su
generosidad para con el Santísimo Sacramento".
Don
Saturnino Escudero, Beneficiado de la Catedral de León, le conoció hacia
1940 ó 1941 por motivos de trabajo, pues el Fundador del Opus Dei le
encargó para un oratorio una tira bordada de oro, sobre terciopelo verde,
con la inscripción Ubi caritas et amor, Deus ibi est. A don Saturnino le
gustó mucho el lema: "iba muy bien para lo que él quería, y sobre todo
para aquellos momentos de la postguerra en los que había todavía mucha
desunión, mucho odio y rencores". En las conversaciones que tuvieron se le
quedó bien grabado que don Josemaría "buscaba dignificar el arte sagrado.
No le gustaban nada las decoraciones de cartón‑piedra tan frecuentes
entonces, ni las figuras de `pacotilla'; prefería la sobriedad y sencillez
con la autenticidad y dignidad. No había que regatear en las cosas del
culto: había que dar a Dios lo mejor que se pudiera. Le gustaban los
oratorios sobrios y buenos, que ayudaran a los fieles a acercarse a Dios".
Por
aquellos días le trató también don Abundio García Román, y se le grabó su
insistencia en hablar de la Santa Misa, como centro y raíz de la vida
interior: "Esto no era frecuente en aquellos años cuarenta en España.
Y menos aún el cuidado y esmero en la Sagrada Liturgia". A don Abundio le
impresionaba su pausa al celebrar, y que todos los asistentes
participasen, dialogando la Misa: "Esto es digno de ser resaltado ahora,
pues me parece que ha sido un precursor de las orientaciones que el
Concilio Vaticano II ha formulado sobre la participación de los fieles en
el Culto divino".
Miles de personas han podido comprobar en todo el mundo la fuerza
espiritual que emanaba de ese modo de vivir la liturgia, que quedó
resumido ‑brevísimamente‑ en estas consideraciones de Camino:
No
me pongáis al culto imágenes “de serie": prefiero un Santo Cristo de
hierro tosco a esos Crucifijos de pasta repintada que parecen hechos de
azúcar
(Camino, 542).
Me
viste celebrar la Santa Misa sobre un altar desnudo ‑mesa y ara‑, sin
retablo. El Crucifijo, grande. Los candeleros recios, con hachones de
cera, que se escalonan: más altos, junto a la cruz. Frontal del color del
día. Casulla amplia. Severo de líneas, ancha la copa y rico el cáliz.
Ausente la luz eléctrica, que no echamos en falta.
‑Y
te costó trabajo salir del oratorio: se estaba bien allí. ¿Ves cómo lleva
a Dios, cómo acerca a Dios el rigor de la liturgia?
(Camino, 543).
Pocas páginas antes se lee:
Aquella mujer que en casa de Simón el leproso, en Betania, unge con rico
perfume la cabeza del Maestro, nos recuerda el deber de ser espléndidos en
el culto de Dios.
‑Todo el lujo, la majestad y la belleza me parecen poco.
‑Y
contra los que atacan la riqueza de vasos sagrados, ornamentos y retablos,
se oye la alabanza de Jesús: "opus enim bonum operata est in me" ‑una
buena obra ha hecho conmigo
(Camino, 527).
Así
lo vivió en sus cincuenta años de sacerdocio. En diversos momentos, he
aludido a la Residencia de la calle de Jenner, de Madrid. El dinero era
escaso, y los tiempos, difíciles, recién terminada la guerra en España, y
en los comienzos de la mundial. Casi todos los muebles de la Residencia
fueron trastos viejos arreglados cuidadosamente por los socios de la Obra
y sus amigos. El poco dinero que había se invirtió en el oratorio, para
que tuviese la debida dignidad. La mesa del altar, de madera, llevaba
sobre el frontal una delgada y larga chapa de ébano. El Sagrario ‑también
de madera‑ se revistió por dentro de tisú de oro. Los seis candeleros con
pie de cruz, se hicieron con tubo corriente de hierro, igual que la
lámpara del techo. Sólo el crucifijo se compró nuevo. Las paredes se
cubrieron con arpillera plisada. Cerca del techo. la tela quedaba
sostenida por un friso, con unas palabras (le los Hechos de los Apóstoles.
También se hicieron allí. Primero, se dibujaron, y luego fueron vaciadas a
mano, con gubias, y pintadas de rojo. Sobre el fondo claro de la tela y la
madera color castaño, el conjunto era alegre y bonito, en su extrema
sencillez. En Villaviciosa de Odón, cerca de Madrid, se conservan estas
humildes tablas, trabajadas con cariño, como testimonio de la falta de
medios alegre y digna de aquellos años y de siempre.
Igual sucedió con el oratorio de Diego de León, 14. El Fundador del Opus
Dei eligió la mejor habitación de la casa para destinarla al Señor. La fe
y el buen gusto superaron la escasez de recursos para instalarlo.
Facilitaba el recogimiento junto al Señor. Es un oratorio ‑tan ligado a
momentos decisivos en la historia del Opus Dei‑ que se conserva hoy
prácticamente como entonces, aunque con los años se ha enriquecido poco a
poco, siguiendo indicaciones precisas del propio Fundador del Opus Dei,
para hacer lo que él hubiera hecho en 1941 de haber tenido medios.
Con
la riqueza en los objetos del culto quería manifestar su cariño de
enamorado. Los que se aman se regalan siempre objetos de valor ‑no sólo es
cuestión de precio‑, para expresar así la medida de su amor: Los
enamorados no se regalan trozos de hierro ni sacos de cemento, sino cosas
preciosas: lo mejor que tienen: cuando ellos cambien, cambiaremos de
parecer nosotros.
Esa
riqueza en el culto muestra también espíritu de adoración a Dios, Señor
soberano de la vida, al que se ofrece el sacrificio de Abel: lo mejor. Así
lo enseñaba el Fundador del Opus Dei:
Leed la Sagrada Escritura, el Antiguo Testamento, y comprobaréis cómo Dios
Nuestro Señor describe punto por punto la ornamentación del tabernáculo,
la elaboración de los utensilios sagrados, y el modo de vestir de los
sacerdotes, especialmente del Sumo Sacerdote. ¡Hasta la ropa interior!
Todo tenía que ser de oro u otros metales preciosos, y de telas finas,
cuidadosamente trabajadas.
(...) Y el Templo de Salomón no era más que la figura; no estaba
Jesucristo real y verdaderamente presente, como se encuentra en nuestros
altares y en nuestros Sagrarios. El sacerdocio de la antigua Ley no era
más que una sombra del verdadero sacerdocio instituido por Cristo. Y, sin
embargo, dice el Espíritu Santo:
nolite tangere Christos meos! No maltratéis a mis Cristos, no profanéis
las cosas santas. ;Es la voz del Señor que se defiende! Porque su
sacerdocio transforma a quien lo recibe en otro Cristo: alter Christus,
ipse Christus, y convierte en sagrado todo lo que se utiliza en la
renovación del Santo Sacrificio de la Misa.
En
junio de 1946 se puso el primer Sagrario del Opus Dei en Roma, en una
pequeña casa de la Piazza de Cittá Leonina. Como siempre, el oratorio fue
a la habitación más espaciosa del piso. El Sagrario, de madera, era un
tabernáculo pobre, y Mons. Escrivá de Balaguer quiso que se adornara lo
mejor posible. Poco tiempo después se consiguió la: que sería sede central
del Opus Dei, y allí se construyeron oratorios y sagrarios más dignos.
Lo
haría notar en 1957, al bendecir el oratorio del Consejo general de la
Asociación y consagrar su altar, en una época en que el Opus Dei estaba
en un completo desarrollo, extendiéndose por todo el mundo, con una
maravillosa pobreza. En aquel oratorio se había puesto especial
esmero, porque se tenían presentes a todos los socios de la Obra
‑solteros, casados, viudos, sacerdotes‑, que se han dado al Señor con
todo su corazón, con toda su mente y con todas sus fuerzas, cumpliendo
bien el mandato divino. Y añadía el Fundador: A Jesús le hemos
preparado este tabernáculo, que es el más rico que hemos podido hacer.
Este modo de hacer suscitó siempre asombro. Una vez, en 1973, un joyero
romano se negaba a dividir un broche de brillantes montados sobre platino:
‑Lo
que me piden es un crimen. ¿Se dan cuenta de lo que quieren hacer? Esta
joya tiene más de un siglo...
Pero cuando aquel joyero supo el destino de los brillantes, se puso a
trabajar. Y no quiso cobrar nada.
Anécdotas semejantes han sucedido en muchos sitios distintos. Porque las
piedras y los materiales preciosos que se utilizan para la confección de
vasos y ornamentos suelen proceder de la generosidad de personas que
entienden de delicadezas con el Señor, hasta desprenderse de una joya de
familia para honrar a
Jesús, reparando así la insensibilidad e irreverencia con que muchos
tratan los objetos del culto:
Da
pena, hijos míos, ver cómo se tira por la ventana un tesoro de siglos. No
por lo que tenga de valor humano, sino por lo que pierde el culto de Dios:
en esplendor, en cariño, en sacrificio. Hay que enseñar a la gente que no
se puede coger un vaso sagrado y dedicarlo a usos profanos, como no es
decente transformar un confesonario en una cabina de teléfonos o en una
jaula de pájaros. ¿En qué cabeza cabe transformar un sagrario en un bar o
en una papelera: Es diabólicamente absurdo; hasta desde el punto de vista
artístico denota muy mal gusto. Cada objeto litúrgico está hecho con un
fin determinado, y hay que procurar que todos sigan cumpliendo su misión.
Y, si es posible, enriqueciéndolos, llenándolos de amor.
No
se cansó de repetir estas ideas. A veces, delante de miles de personas,
como una mañana de domingo, en junio de 1974, en el Teatro Coliseo de
Buenos Aires. Apenas había comenzado la conversación, cuando un hombre de
aquella tierra, con la sonrisa en los labios, y un gesto de picardía, tomó
la palabra:
‑En
ocasión de ordenarse sacerdote un íntimo amigo mío, le regalé un cáliz de
oro. Algunos amigos, católicos, me dijeron que ese regalo no tenía sentido
social, o que carecía yo de sentido social. Por otra parte ‑y no se ría‑
en casa tenemos una perra muy buena, que nos cuesta bastante plata
mantener. Ningún amigo mío me ha dicho que me falta sentido social por
eso. Yo quisiera que usted me diga qué opina del cáliz y de la perra.
La
gente que abarrotaba el teatro rió la pregunta. Y se quedó seria, y volvió
a reír con la respuesta:
Yo, que celebro habitualmente con un cáliz de latón, querría usar todos
los días un cáliz de oro, y me parecería poco. Dios te bendiga, porque has
dado ese poquito de cariño tuyo al Señor. ¡Has hecho muy bien! Te basta
leer lo que el Señor disponía en el Viejo Testamento, y cómo todo tenía
que ser de oro. ¡Todo de oro! Ahora, cualquier cosa les parece demasiado
para Nuestro Señor y demasiado poco para ellos. Algunos se han hecho
egocéntricos, miserables, no piensan más que en sí mismos. Y para
Nuestro Dios, quieren el sacrificio de Caín. Otra vez se repite la
historia. El buen hijo sacrifica lo mejor, el oro, lo que pueda, lo que le
cuesta. Los demás querrían darle el barro, la miseria.
Y
en cuanto al perrito, acuérdate de San Francisco de Asís. Y consuélate, y
sigue haciéndole mimos a tu perra. ¿Por qué vamos a tratar mal a los
animales? Si tú tienes corazón para un animal, yo sé que lo tienes más
grande para un semejante tuyo. Que cualquier persona necesitada encuentre
tu corazón abierto y tu mano dadivosa. Dios te bendiga.
No
era la primera vez que Mons. Escrivá de Balaguer se refería a este cáliz
de latón. Yo celebro todos los días ‑había comentado en otra
ocasión‑, desde hace muchísimos años, con un cáliz que me costó
trescientas pesetas. Le pasa un poco lo que a mí; la gente lo ve y dice:
es de oro... Pero es pura apariencia. Cuando se desarma, con una
sinceridad total, se lee en letras bien grandes: latón.
Todo el encanto de ese cáliz se debe a las manos que le dieron forma, y lo
recubrieron de un finísimo baño de oro. Sin embargo, el orfebre tuvo la
honradez de dejar constancia del metal corriente con que estaba hecho, en
un lugar escondido, pero asequible. Acabó tan bien su obra, que a primera
vista nadie ‑ni siquiera una persona entendida‑ pondría en duda la riqueza
del vaso sagrado. Era preciso desarmarlo y verlo por dentro, para
descubrirlo. Sólo la copa era de plata, según las disposiciones
litúrgicas. Toda una lección de sinceridad, de naturalidad, de amor por lo
auténtico y genuino, que al Fundador del Opus Dei movía también a la
humildad: Cuando en la Santa Misa alzo el cáliz, después de la
Consagración, veo en él una imagen de mi pobre vida: de las luchas, de las
victorias y de las derrotas. Las victorias son suyas, de Cristo; y las
derrotas son mías.
Con
esa confianza en Dios, las miserias no pueden ser nunca ocasión de
desasosiego o de tristeza. En las manos de Dios Padre, se aproxima uno a
la lección de ese cáliz, que no desea engañar a nadie pareciendo de
oro, porque a gritos dice: ;latón! Y surge el propósito:
Sed muy sinceros, hijos míos. No escondáis vuestras miserias en la
dirección espiritual. Sólo así serán como joyas vuestras vidas, y se
convertirá de verdad vuestro corazón en trono de Dios, que triunfará en
vuestra flaqueza.
El
corazón enamorado del Fundador del Opus Dei necesitaba mostrar su amor
igual que los que se quieren en la tierra. No tenía ‑tantas veces lo dijo‑
un corazón distinto para Dios. Por eso, a título de ejemplo, cuando en
Roma no había dinero ni para lo más necesario, no le faltaba, a la Virgen
de la habitación donde trabajaba muchas horas al día, una rosa natural,
manifestación externa de su cariño interior. La riqueza en las cosas del
culto ‑se ve claro en las anécdotas aquí recogidas‑ era culminación de un
querer auténtico y delicado, al que todo parecía poco para la Persona
amada: ¡Qué poco es una vida para ofrecerla a Dios!... (Camino,
420).
Así
lo enseñó siempre. Destinar lo mejor al culto es manifestación concreta de
desprendimiento real de los bienes terrenos, de aceptación rendida del
dominio divino sobre las cosas creadas, de espíritu de adoración y de
piedad. Y le emocionaba, y agradecía, el esfuerzo que en todo el mundo
personas del Opus Dei ponían para vivir esa finura de amor:
El
Señor está muy contento, porque le tratáis con amor, cuidando con esmero y
delicadeza las cosas del culto, donde procuramos destinar lo mejor que
puede reunir esta bendita pobreza nuestra. Y Jesús tiene que estar
contento también con ese trato personal íntimo, de cada uno de vosotros.
¡Que Dios os bendiga!

Capítulo Noveno. Padre de familia numerosa y pobre
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