
1975: Como un niño que balbucea
Al llegar
a la noche y hacer el examen, al echar las cuentas y sacar la suma, ¿sabéis cuál
es?:
Pauper servus et humilis!
De esta
forma hablaba de sí mismo el Fundador del Opus Dei, y quienes lo escuchaban no
podían menos de emocionarse al experimentar la verdadera y profunda humildad con
que lo decía. Se sentía ante el Señor como un siervo pobre e inútil, que quería
ser bueno y fiel. Cada noche, antes de retirarse al descanso, rezaba
postrado sobre el pavimento el Salmo 50, con aquel verso que tantas veces
repitió como jaculatoria: Cor eontritum et humiliatum, Deus, non despicies! (No
desprecies, Señor, el corazón contrito y humillado).
El
domingo 26 de mayo de 1974 celebró la Santa Misa en el oratorio de un Centro del
Opus Dei en Sao Paulo. Después, tomó la palabra, expresando su acción de gracias
en voz baja y pausada:
‑Es
bueno que cada uno de nosotros invoque a su Ángel Custodio, para que sea testigo
de este milagro continuo, de esta unión, de esta comunión, de esta
identificación de un pobre pecador ‑eso es cada uno de vosotros, y sobre todo
yo, que soy un miserable‑ con su Dios.
Sabiendo
que es Él, le saludamos poniendo la frente en el suelo, con adoración.
Serviam! Nosotros te queremos servir. Le pediremos perdón de nuestras
miserias, de nuestros pecados, y nos dolerán los pecados de todo el mundo.
Supra dorsum meum fabricaverunt peccatores: sentiremos sobre nuestro pecho
ese fardo de iniquidad, de toda la miseria que hay en el mundo, especialmente en
estos últimos años. Querremos no sólo pedirle perdón, sino remediar de alguna
manera todo esto: ¡desagraviar!
Tendremos
que confesar nuestra nada: Señor, ¡no puedo!, ¡no valgo!, ¡no sé!, ¡no tengo!,
¡no soy nada! Pero Tú lo eres todo. Yo soy tu hijo, y tu hermano. Y puedo tomar
tus méritos infinitos, los merecimientos de tu Madre y los del Patriarca San
José, mi Padre y Señor, las virtudes de los Santos, el oro de mis hijos, las
pequeñas luces que brillan en la noche de mi vida por la misericordia infinita
tuya y mi poca correspondencia. Todo esto te lo ofrezco, con mis miserias, con
mi poquedad, para que, sobre esas miserias, te pongas Tú y estés más alto.
Acudo a
San José. Hemos dicho que le trataríamos ‑se lo hemos prometido a la Virgen‑
cordialmente. Acudo a San José, que es mi Padre y Señor; con él, voy a su
Esposa, la Virgen Madre, que es también Madre mía. Con María y con José me
acerco hasta Jesús ‑lo tengo ahora en mi corazón‑ y le digo: creo, ¡creo!
Adauge nobis fidem, spem, caritatem!, auméntanos la fe, la esperanza y el
amor. Porque hemos de vivir de Amor, y sólo Tú puedes darnos esas virtudes.
Entonces,
sabiendo que nos escucha, que nos ama; sabiendo que somos Cristo ‑porque Él nos
asume de alguna manera‑, nos da alegría alabarlo así: gloria al Padre, gloria al
Hijo, gloria al Espíritu Santo. Desde esta tierra bendita, tan llena de cosas
buenas, tan llena de almas que le aman y de almas que no le conocen, para
quienes Cristo es todavía una figura desconocida o un mito. ¡Dios mío!, ¿es
posible? Han pasado veinte siglos, ¡veinte siglos!, y la Redención aún se está
haciendo.
Unos días
después, Mons. Escrivá de Balaguer conversaba con un grupo de socios de la Obra
de Brasil, de edad ya madura.
Y les
situaba, con fuerza, ante su responsabilidad como cofundadores del Opus
Dei:
‑Cuando
era joven, no me atrevía a decirlo; pero desde hace años, sí lo digo. Yo soy un
pobre pecador que ama a Jesucristo, un pobre pecador. Pero, mirad: he conocido y
tratado a un ejército de personas importantísimas... Pero Fundadores del Opus
Dei, hay uno sólo: muy pecador, pero uno. ¿Padre vuestro? Sí. Siempre habrá uno
que será mejor que yo: el que me suceda, y los que vengan detrás de él. Lo
habéis de amar y de querer mucho más que a mí. Primero, porque ésa es la
Voluntad de Dios; después, porque lo merecerá.
Pero el
Señor os pedirá cuenta por haber estado cerca de mí. No porque yo sea bueno,
sino porque Él ‑no encontró otra cosa peor‑ me buscó para que se vea que ha sido
Él quien ha hecho
la labor.
Vosotros y yo ‑os lo diré como suelo hablar, con comparaciones muy fáciles de
entender‑ escribimos con una pluma. El Señor escribe con la pata de una mesa, y
escribe
maravillosamente, para que se vea que es su mano, no la pata de la mesa. Y una
vez que hago presente que soy un pobre palo –ut iumentum factus sum, apud te,
como un borriquito delante de Dios, un borriquito que tira del carro‑, pues a
pesar de todo, insisto: el Señor os pedirá cuenta, porque habéis estado cerca
del Fundador. Por lo tanto, tenéis gracia fundacional y, mientras yo viva, sois
cofundadores. Tenéis que poner el hombro de verdad, con alegría, con entusiasmo.
Y sin entusiasmo, lo mismo.
Padre,
¿usted ha tenido mucho entusiasmo? En estos momentos parece que Dios me lo da:
os miro... ¡os quiero tanto, hijos míos! Sé que al Señor le agrada que os
quiera, porque hay tanta pureza en este cariño. Pero la mayor parte de estos
cuarenta y siete años he trabajado sin entusiasmo, porque había que hacerlo;
porque Dios lo ha querido, y yo debía ser instrumento suyo: malo, pero
instrumento. Tenía que dejar hacer a Dios y, por lo tanto, no podía abandonar la
tarea; no podía echarme a un lado y decir: ¡psss! Vosotros tampoco. Tenéis que
ser constantes, tenéis que preocuparos y dar la vida por vuestros hermanos.
Ut
iumentum... Le gustaban los borricos al Fundador del Opus Dei, porque así se
sentía delante de Dios: como un borriquillo.
Un
canónigo abulense, don Mariano Taberna, publicó en El Diario de Ávila su
recuerdo de un lejano paseo con Mons. Escrivá de Balaguer: "Sacó un cuadernillo
de apuntes y me enseñó el lema que tenía escrito: Ut iumentum factus sum apud
Te, Domine... ¿No te parece, me decía, que es un buen lema para un
fundador? Yo lo traduzco así: Señor, si alguna vez, como un jumento me empeño en
meter la cabeza por donde Tú no quieres, palo seco, Señor, hasta que
aprenda...".
Había
hecho lema de su vida ocultarse y desaparecer. Toda su confianza estaba
en Dios. Ni para hacer el Opus Dei se consideraba imprescindible. Más de una
vez, al menos desde 1936, a los socios de la Obra les preguntaba:
‑Si yo
me muero, ¿continuarás con la Obra?
Algunos
se acuerdan de que les hizo esa pregunta el 1 de octubre de 1940. Estaban unos
cuantos, que habían venido a Madrid, desde diversas provincias, para pasar junto
al Fundador la Fiesta de los Ángeles Custodios, en la que se cumplían los doce
primeros años del Opus Dei. Todos quedaron impresionados, pero tuvieron la
serenidad de decir que, en tal caso, seguirían adelante, fieles a la llamada que
habían recibido.
‑¡Pues
no faltaba más! ‑replicó con viveza‑ ¡Bonito negocio habríais hecho si,
en vez de seguir al Señor, hubierais venido a seguir a este pobre hombre!
La
humildad genuina, el abandono en manos de su Padre Dios, creció a lo largo de la
vida del Fundador del Opus Dei. La madurez, la santidad, la bondad ‑como dice
San Ambrosio está "en esforzarse por alcanzar la sencillez del niño".
Como un
niño que balbucea,
que tiene que recomenzar, se veía Mons. Escrivá de Balaguer en sus últimos años.
Fueron años de esperanza, de vivir con luces nuevas la realidad de la infinita
misericordia divina. De sentir su propia condición de hijo pródigo, siempre
volviendo hacia los brazos amorosos que le aguardaban en la casa paterna.
En su
predicación ‑en sus homilías; en sus escritos; en sus conversaciones, a veces,
ante miles de personas‑ aparecen atisbos de la inmensa riqueza de su vida
interior, de la profunda unión con Dios, que daba unidad a toda su vida. Al
acabar estas páginas, que apenas aciertan a esbozar unos pocos rasgos de esa
vida, es de todo punto imposible dibujar lo que fueron ‑por dentro‑ sus últimos
años.
El 28 de
marzo de 1975 cumplió sus bodas de oro con el sacerdocio. La víspera, día de
Jueves Santo, hacía por la mañana su meditación en el oratorio del Consejo
general de la Obra. Estaban con él los otros miembros del Consejo. Se había
sentado al fondo. Apenas iniciado ese rato de meditación, comenzó a orar en voz
alta. Fue una oración sencilla, improvisada. Sus frases aciertan a compendiar
‑en la presencia de Dios‑ la vida de Mons. Escrivá de Balaguer. Vale la pena
leer algunas de sus frases, al término de estos rápidos apuntes:
Adauge
nobis fidem!
¡Auméntanos la fe!, estaba diciendo yo al Señor. Quiere que le pida esto: que
nos aumente la fe. Mañana no os diré nada; y ahora no sé lo que os voy a
decir... Que me ayudéis a dar gracias a Nuestro Señor por ese cúmulo inmenso,
enorme, de favores, de providencias, de cariño..., ¡de palos!, que también son
cariño y providencia.
Señor,
¡auméntanos la fe! Como siempre, antes de ponernos a hablar con intimidad
Contigo, hemos acudido a Nuestra Madre del Cielo, a San José, a los Ángeles
Custodios.
A la
vuelta de cincuenta años, estoy como un niño que balbucea: estoy comenzando,
recomenzando, como en mi lucha interior de cada jornada. Y así, hasta el final
de los días que me queden: siempre recomenzando. El Señor lo quiere así, para
que no haya motivos de soberbia en ninguno de nosotros, ni de necia vanidad.
Hemos de vivir pendientes de Él, de sus labios: con el oído atento, con la
voluntad tensa, dispuesta a seguir las divinas inspiraciones.
Una
mirada atrás... Un panorama inmenso: tantos dolores, tantas alegrías. Y ahora,
todo alegrías, todo alegrías... Porque tenemos la experiencia de que el dolor es
el martilleo del Artista,
que
quiere hacer de cada uno, de esa masa informe que somos, un crucifijo, un
Cristo, el
alter
Christus que hemos de ser.
Señor,
gracias por todo. ;Muchas gracias! Te las he dado; habitualmente te las he dado.
Antes de repetir ahora ese grito litúrgico ‑gratias
tibi, Deus,
gratias tibi!‑,
te lo venía diciendo con el corazón. Y ahora son muchas bocas, muchos pechos,
los que te repiten al unísono lo mismo:
gratias tibi, Deus, gratias
tibi!, pues no tenemos motivos más que para dar
gracias.
No hemos
de apurarnos por nada; no hemos de preocuparnos por nada; no hemos de perder la
serenidad por ninguna cosa del mundo. (...) Señor: que les des serenidad a los
hijos míos; que no la pierdan ni cuando tengan un error de categoría. Si se dan
cuenta de que lo han cometido, eso ya es una gracia, una luz del Cielo.
Gratias
tibi, Deus, gratias tibi! Un cántico de acción de gracias tiene que ser la
vida de cada uno, porque ¿cómo se ha hecho el Opus Dei? Lo has hecho Tú, Señor,
con cuatro chisgarabís... Stulta mundi, infirma mundi, et ea quae non sunt.
Toda la doctrina de San Pablo se ha cumplido: has buscado medios
completamente ilógicos, nada aptos, y has extendido la labor por el mundo
entero. Te dan gracias en toda Europa, y en puntos de Asia y África, y en toda
América, y en Oceanía. En todos los sitios te dan gracias.
En ese
Tabernáculo tan hermoso que prepararon con tanto cariño los hijos míos, y que
pusimos aquí cuando no teníamos dinero ni para comer; en esta especie de alarde
de lujo, que me parece una miseria y realmente lo es, para guardarte a Ti, ahí
quise yo colocar dos o tres detalles. El más interesante es esa frase que hay
sobre la puerta:
consummati in unum! Porque es como si todos estuviéramos aquí, pegados a Ti,
sin abandonarte ni de día ni de noche, en un cántico de acción de gracias y
‑¿por qué no?‑ de petición de perdón. Pienso que te enfadas porque digo esto. Tú
nos has perdonado siempre; siempre estás dispuesto a perdonar los errores, las
equivocaciones, el fruto de la sensualidad o de la soberbia.
Consummati
in unum!
Para
reparar..., para agradar..., para dar gracias, que es una obligación capital. No
es una obligación de este momento, de hoy, del tiempo que se cumple mañana, no.
Es un deber constante, una manifestación de vida sobrenatural, un modo humano y
divino a la vez de corresponder al Amor tuyo, que es divino y humano.
(...)
Esta vida que, si es humana, para nosotros tiene que ser también divina, será
divina si te tratamos mucho. Te trataríamos aunque tuviésemos que hacer muchas
antesalas, aunque hubiera que pedir muchas audiencias. ;Pero no hay que pedir
ninguna! Eres tan todopoderoso, también en tu misericordia, que, siendo el Señor
de los señores y el Rey de los que dominan, te humillas hasta esperar como un
pobrecito que se arrima al quicio de nuestra puerta. No aguardamos nosotros; nos
esperas Tú constantemente.
Nos
esperas en el Cielo, en el Paraíso. Nos esperas en la Hostia Santa. Nos esperas
en la oración. Eres tan bueno que, cuando estás ahí escondido por Amor, oculto
en las especies sacramentales ‑yo así lo creo firmemente‑, al estar real,
verdadera y sustancialmente, con tu Cuerpo y tu Sangre, con tu Alma y tu
Divinidad, también está la Trinidad Beatísima: el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo. Además, por la inhabitación del Paráclito, Dios se encuentra en el centro
de nuestras almas, buscándonos. Se repite, de alguna manera, la escena de Belén,
cada día. Es posible que ‑no con la boca, pero con los hechos hayamos dicho:
non est locus in diversorio, no hay posada para Ti en mi corazón. ¡Ay, Señor,
perdóname!
Adoro al
Padre, al Hijo, al Espíritu Santo, Dios único. Yo no comprendo esa maravilla de
la Trinidad; pero Tú has puesto en mi alma ansias, hambres de creer. ¡Creo!:
quiero creer como el que más. ¡Espero!: quiero esperar como el que más. ;Amo!:
quiero amar como el que más.
Tú eres
quien eres: la Suma bondad. Yo soy quien soy: el último trapo sucio de este
mundo podrido. Y, sin embargo, me miras..., y me buscas..., y me amas. Señor:
que mis hijos te miren, y te busquen, y te amen. Señor: que yo te busque, que te
mire, que te ame.
Mirar es
poner los ojos del alma en Ti, con ansias de comprenderte, en la medida en que
‑con tu gracia‑ puede la razón humana llegar a conocerte. Me conformo con esa
pequeñez. Cuando veo que entiendo tan poco de tus grandezas, de tu bondad, de
tu sabiduría, de tu poder, de tu hermosura..., cuando veo que entiendo tan poco,
no me entristezco: me alegro
de que seas tan grande que no quepas en mi pobre corazón, en
mi miserable cabeza. ;Dios mío! ;Dios mío!... Si no sé decirte otra cosa, ya
basta: ¡Dios mío! Toda esa grandeza, todo ese poder, toda esa hermosura...,
¡mía! Y yo..., ¡suyo!
Trato
de llegar a la Trinidad del Cielo por esa otra trinidad de la tierra: Jesús,
Maria y José. Están como más asequibles. Jesús, que es
perfectus Deus y perfectus Homo. María, que es una
mujer, la más pura criatura, la más grande: más que Ella, sólo Dios. Y José, que
está inmediato a María: limpio, varonil, prudente, entero. ¡Oh, Dios mío! ;Qué
modelos! Sólo con mirar, entran ganas de morirse de pena: porque, Señor, me he
portado tan mal... No he sabido acomodarme a las circunstancias, divinizarme. Y
Tú me dabas los medios: y me los das, y me los seguirás dando..., porque a lo
divino hemos de vivir humanamente en la tierra.
Sancta
Maria, Spes nostra, Sedes sapientiae! Concédenos la sabiduría del Cielo, para
que nos comportemos de modo agradable a los ojos de tu Hijo, y del Padre, y del
Espíritu Santo, único Dios que vive y reina por los siglos sin fin.
San José,
que no te puedo separar de Jesús y de María; San José, por el que he tenido
siempre devoción, pero comprendo que debo amarte cada día más y proclamarlo a
los cuatro vientos, porque éste es el modo de manifestar el amor entre los
hombres, diciendo: ;te quiero! San José, Padre y Señor nuestro:
¡en
cuántos sitios te habrán repetido ya a estas horas, invocándote, esta misma
frase, estas mismas palabras! San José, nuestro Padre y Señor, intercede por
nosotros.
Hemos de
estar ‑y tengo conciencia de habéroslo recordado muchas veces‑ en el Cielo y en
la tierra, siempre. No entre el Cielo y la tierra, porque somos del mundo.
¡En
el mundo y en el Paraíso a la vez! Ésta sería como la fórmula para expresar cómo
hemos de componer nuestra vida, mientras permanezcamos in hoc saeculo. En el
Cielo y en la tierra, endiosados; pero sabiendo que somos del mundo y que somos
tierra, con la fragilidad propia de lo que es tierra: un cacharro de barro que
el Señor se ha dignado aprovechar para su servicio. Y cuando se ha roto, hemos
acudido a las lañas, como el hijo pródigo:
he pecado contra el cielo y contra Ti... Lo mismo cuando se trató de una cosa
de categoría, que cuando era algo menudo. A veces nos ha dolido mucho, mucho, un
fallo pequeño, un desamor, un no saber mirar al Amor de los amores, un no saber
sonreír. Porque, cuando se ama, no hay cosas pequeñas: todo tiene mucha
categoría, todo es grande, aun en una criatura miserable y pobre como yo, como
tú, hijo mío.
Ha
querido el Señor depositar en nosotros un tesoro riquísimo. ¿Que exagero? He
dicho poco. He dicho poco ahora, porque antes he dicho más. He recordado que en
nosotros habita Dios, Señor Nuestro, con toda su grandeza. En nuestros corazones
hay habitualmente un Cielo. Y no voy a seguir.
Cratias
tibi, Deus, gratias tibi: vera et una Trinitas, una et summa Deitas, sancta et
una Unitas!
Que la
Madre de Dios sea para nosotros Turris civitatis, la torre que vigila la ciudad:
la ciudad que es cada uno, con tantas cosas que van y vienen dentro de nosotros,
con tanto movimiento y a la vez con tanta quietud; con tanto desorden y con
tanto orden; con tanto ruido y con tanto silencio; con tanta guerra y con tanta
paz.
Sancta
Maria, Turris civitatis: ora pro nobis!
Sancte
Joseph, Pater et Domine: ora pro nobis!
Sancti
Angeli Custodes: orate pro nobis!
