Capítulo Cuarto. Tiempo de amigos
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La
historia de los comienzos del Opus Dei puede compendiarse como historia de
los amigos de su Fundador. Después del 2 de octubre de 1928, don Josemaría
siguió con una nueva luz haciendo su vida normal. Esa luz sobrenatural
nueva, que iluminaba su sacerdocio, le empujaba a buscar personas
dispuestas a sumarse a la locura que Dios le pedía.
Cuando llegó a Madrid, en 1927, la mayor parte de sus amigos quedaba en
Aragón y en la Rioja. Algunas familias, conocidas de la suya, estaban en
Madrid. Después del 2 de octubre de 1928 esas relaciones de amistad ‑junto
a las que surgían con ocasión de su propio trabajo sacerdotal, de sus
tareas de enseñanza en la Academia Cicuéndez y de las clases particulares
que se veía obligado a dar‑ serían el campo en que fructificaría la
semilla de la vocación al Opus Dei.
Así
sucedió, por ejemplo, con Luis Gordon, uno de los primeros socios del Opus
Dei. Luis era pariente de la Marquesa de Onteiro, madre de doña Luz
Rodríguez‑ Casanova, Fundadora de las Damas Apostólicas, en cuyo Patronato
de Enfermos don Josemaría era Capellán desde 1927. A través de esta
familia lo conoció, y en 1931 Luis Gordon era una de las personas en las
que el Fundador del Opus Dei podía confiar especialmente, por ser un
hombre maduro. Luis Gordon ‑ingeniero industrial, promotor de una maltería
en Ciempozuelos‑ aparece con los Romeo, y con otros amigos, en el grupo
que, a partir de 1931, acude todos los domingos por la tarde al Hospital
General de Madrid, para atender a los enfermos. Es el protagonista del
punto n.° 626 de Camino:
¿Verdad, Señor, que te daba consuelo grande aquella "sutileza" del hombrón‑niño
que, al sentir el desconcierto que produce obedecer en cosa molesta y de
suyo repugnante, te decía bajito: Jesús, que haga buena cara!?
La
anécdota sucedió en aquel hospital de la calle de Santa Isabel, donde iban
a prestar servicios diversos a los enfermos: cortarles las uñas,
peinarles, decirles palabras de cariño. A Luis Gordon y a esta misma
anécdota, se refería Mons. Escrivá de Balaguer un día de 1972, en España:
Recuerdo ‑de éste puedo hablar, porque ya está en el Cielo hace muchos
años‑ que una persona de una familia conocida, uno de los primeros de
aquella época, de los primerísimos años del Opus Dei, pues cogió un vaso
de noche ‑era de un tuberculoso y ¡estaba...!‑. Le dije: ¡hala, a
limpiarlo! Y después me dio un poco de pena, por aquella cara de asco que
había hecho. Fui detrás de él y había en el mismo piso ‑era en un hospital
general‑ un cuartito donde se limpiaban esas cosas, y le vi con una cara
maravillosa de cielo, limpiando con toda la mano.
Pero como había sucedido con otras almas de idéntica talla sobrenatural
‑María Ignacia García Escobar, don José María Somoano Berdasco‑, el
Fundador del Opus Dei no pudo contar con Luis Gordon para seguir haciendo
la Obra: falleció en noviembre de 1932.
Con
motivo de aquellas visitas al Hospital General, don Josemaría conoció a
otras personas. Algunas llegaron a ser de la Obra; otras, no. Pero todas
participaron de su celo apostólico Allí, por ejemplo, hizo amistad con el
escultor Jenaro Lázaro Cuando terminaban los domingos las visitas, Jenaro
se quedaba
hablando un rato con don Josemaría. Aquellas conversaciones le han dejado
una impresión imborrable: "Era un hombre de Dios, que arrastraba hacia Él
a las personas que trataba. He pensado muchas veces, más tarde, que el
Padre hacía un verdadero apostolado de amistad, ya que en cuanto uno le
trataba se hacía amigo de él para toda la vida".
José Manuel Doménech, que hoy vive en Lérida, charlaba también con don
Josemaría después de sus visitas al Hospital de Santa Isabel. Y destaca
"cómo empleaba su tiempo generosamente con nosotros ‑el grupo de
estudiantes que atendíamos a los enfermos‑ y también con esos mismos
enfermos".
Día
a día, infatigablemente, dedicando su mejor tiempo a la oración,
acompañado por la plegaria y el dolor de los enfermos de los hospitales de
Madrid, el Fundador del Opus Dei fue llevando adelante su misión: con los
amigos, con los amigos de los amigos.
Isidoro Zorzano había sido compañero suyo de estudios en el Instituto de
Logroño. Apenas habían vuelto a verse desde aquellos años, aunque
mantenían contacto epistolar. Pensó enseguida en él. Deseaba hablarle del
Opus Dei recién nacido. Y un 24 de agosto de 1930 se lo encontró en
Madrid. Isidoro, que trabajaba en Málaga como ingeniero de ferrocarriles,
había venido dispuesto a hablar con él de sus inquietudes espirituales.
Sentía unos deseos de entrega a Dios que no sabía cómo resolver, porque,
al mismo tiempo, veía muy clara su vocación profesional. Isidoro consideró
siempre ‑hasta su muerte en 1943‑ que ese reencuentro con el Fundador del
Opus Dei había sido providencial, cosa de Dios, que hizo se viesen
inesperadamente, en una calle de Madrid ‑la de Nicasio Gallego‑, que no
era camino habitual de don Josemaría. Hablaron, y ya desde aquel día supo
que podía dedicarse plenamente al servicio de Dios dentro de su vida
ordinaria, en su profesión de ingeniero.
Juan Jiménez Vargas conoció al Fundador de la Obra a principios de 1932,
en una visita puramente casual de pocos minutos: simplemente acompañaba a
un amigo suyo, Adolfo Gómez, que iba a confesarse. Don Juan experimentó
luego personalmente que don Josemaría no dejaba de pedir a los chicos que
se confesaban con él nombres de amigos que pudieran participar en su
apostolado.
Los
socios de la Obra de aquellos años, cuando hablan de su vocación, cuentan
de ordinario que un amigo les llevó al Padre. Don Ricardo Fernández
Vallespín era en 1933 estudiante de la Escuela Superior de Arquitectura de
Madrid y le faltaba poco más de un año para terminar la carrera. La
situación económica de su familia no era buena y, para ayudar, daba clases
particulares a José Romeo. Desde los tiempos de Zaragoza, el Fundador del
Opus Dei era amigo de esta familia. Y en esa casa conoció a Ricardo un día
que éste había ido a dar la clase particular. Él no se había planteado, en
absoluto, ningún problema de vocación; deseaba terminar cuanto antes la
carrera y ganarse la vida; al mismo tiempo le preocupaba la situación de
España y pensaba que algo habría que hacer. Lo cierto es que se sintió
atraído por "aquel sacerdote que en sus palabras, corrientes y sencillas,
traslucía un alma plenamente dada a Dios". Y concertó una entrevista con
él, que tuvo lugar quince días después, el 29 de mayo, en Martínez Campos,
n.° 4. Poco tiempo más tarde Ricardo pidió ser admitido en la Obra.
Mons. Escrivá de Balaguer sabía esperar, sabía no forzar las cosas. En
concreto, nunca abusó de la amistad, transformándola en mero instrumento
de apostolado. Ante todo, era amigo de sus amigos. Dios se sirvió de esa
sincera amistad para que llegaran los primeros socios a su Obra. Pero a
muchos de aquellos amigos ‑incluso, a personas a las que dirigía
espiritualmente‑ el Fundador no les habló del Opus Dei, o se limitó ú:
pedirles que rezaran por él y por su tarea apostólica.
Don
Manuel Aznar señalaba, en La Vanguardia Española de Barcelona, que jamás
"me pidió, ni siquiera me indicó, ni aun me sugirió con alguna alusión
lejana, que me incorporase a la Obra. Hablábamos de todo, menos de eso y
de política". Aznar comenzaba su artículo contando con detalle cómo le
había conocido. Es una trayectoria de amistades, tantas veces repetida en
el tiempo: "Mi amistad con el Fundador vino a través de la familia del
Portillo, emparentada con la de un amigo burgalés de mucha distinción
‑Luis García Lozano, ¡larga vida le dé Dios! y con la del inolvidable
doctor José María Pardo Urdapilleta. Los Portillo que yo conocí fueron
tres: un médico, un capitán de la Legión y un Ingeniero de Caminos,
Canales y Puertos. Este último se llama Álvaro. Es, desde hace muchos
años, sacerdote, doctor en Derecho Canónico, doctor en Filosofía y Letras,
agudo y penetrante en sabidurías eclesiásticas, Secretario general del
Opus Dei, colaborador esencial de Mons. Escrivá de Balaguer, desde el
primer día".
Don
Josemaría vivió ese respeto a la libertad más delicadamente, si cabe, en
la dirección espiritual. Dejaba que cada uno siguiera su camino. Hubo
chicos que se dirigieron con él durante años, a los que nunca planteó la
posibilidad de ser de la Obra. A otros los encauzó al sacerdocio o a la
vida religiosa. A muchos los formaba para el matrimonio, haciéndoles ver
su vocación matrimonial, y les hablaba de que, con el tiempo, podrían
formar parte del Opus Dei. Entretanto, los atendía, como era usual en él,
con absoluta disponibilidad, sin prisas, como si no tuviera otra cosa que
hacer.
Practicó, pues, con toda normalidad, eso tan específico del Opus Dei, que
describió en Camino como apostolado de amistad y confidencia. Un socio de
la Obra, persona igual a las demás, no hace cosas raras ni para encontrar
a Dios ni para llevar a otros hasta Dios. Se limita a trabajar, a cumplir
sus obligaciones profesionales, a ser amigo de sus amigos, a vivir
ejemplaridad posible en la vida de dedica ‑sin cambiar de sitio ni
actividades humanas y tareas civiles socio del Opus Dei. Es lo que hacía
la máxima familia; en una palabra, se de estado‑ a las mismas que
desempeñaría de no ser su Fundador antes del 2 de octubre de 1928 y lo que
siguió haciendo después, a la luz de su nueva vocación.

Capítulo Cuarto. Tiempo de amigos
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"Era muy alegre y comprensivo, y muy sencillo y sin recámaras, se hacía
amigo de todos, y todos le querían. Yo no supe de nadie que tuviera
enemistad con él personalmente", pondera el dominico P. Sancho.
Es
un testimonio unánime: Mons. Escrivá de Balaguer fue un gran amigo, y tuvo
muchos amigos. Hemos podido comprobarlo ‑hasta el asombro‑ a raíz de su
muerte. Bastaba la lectura de los periódicos. Pues en el mundo entero se
publicaron artículos, comentarios, recuerdos, que venían a exponer el
afecto ante el amigo desaparecido. Los nombres de muchos de sus firmantes
resultarán ya familiares al lector, porque han sido citados en páginas
precedentes. Simplemente querría subrayar aquí la diversidad, la
universalidad de esos amigos.
Junto a amigos de la infancia o condiscípulos, profesores y alumnos.
Periodistas y escritores, como Aznar o Cortés Cavanillas. Catedráticos y
universitarios, como Rodríguez Casado, Albareda o García Hoz. Artistas y
obreros, como Jenaro Lázaro o Gonzalo Larrocha, botones de la residencia
DYA en la calle de Ferraz, 50. Sacerdotes y religiosos, que, con los años,
prestarían servicios destacados a toda la Iglesia: don Vicente Blanco, don
Sebastián Cirac, don José María García Lahiguera, don Casimiro Morcillo,
don Pedro Cantero, don José María Bueno Monreal, don Marcelino Olaechea,
fray José López Ortiz...
Viktor E. Frankl, que a sus 70 años sigue siendo una de las primeras
figuras de la Psiquiatría moderna, conoció en Roma al Fundador del Opus
Dei. Mons. Escrivá de Balaguer lo recibió, a él y a su mujer, con ocasión
de viajes por razones científicas. Y concreta el profesor vienés, de
religión hebrea: "Si debo decir lo que de su persona me fascinó
particularmente fue ante todo la serenidad refrescante que de él emanaba e
iluminaba toda la conversación; después, el ritmo inaudito con que su
pensamiento fluye y, finalmente, su asombrosa capacidad de contacto
inmediato con sus interlocutores".
Lógicamente, los primeros testimonios sobre este rasgo de la personalidad
de Mons. Escrivá de Balaguer proceden de Barbastro y Logroño. Los hemos
visto en el capítulo primero. Un resumen acertado son las palabras de
Concepción Pueyo, que lo conoció en Barbastro, cuando ella tenía unos
veinticinco años y él, diez o doce: "Recuerdo bien que era un chico
normal, travieso. Pero muy alegre. Además, era una alegría contagiosa; nos
la contagiaba a todos los que estábamos a su lado, tanto familiares como
amigos".
La
primera impresión que José Manuel Doménech de Ibarra conserva muy viva, a
pesar del tiempo transcurrido ‑como acabamos de ver, le conoció en 1930‑,
es la de "un sacerdote joven, alegre, siempre de buen humor". José Manuel
Doménech destaca esa idea del aspecto juvenil, porque siempre había
pensado que eran de la misma edad y, más tarde, se enteró de que el
Fundador del Opus Dei tenia siete años más que él.
Diez años después lo conocería Alfredo López, y sus recuerdos ‑que firmó
en el diario Ya de Madrid‑ son muy semejantes: "Cuantos tuvimos la suerte
de acercarnos a este sacerdote de Dios nos sentimos invadidos por un
cariño inagotable, pródigo en detalles de ternura, delicadezas,
comprensión, buen humor, que dejaba en el alma una sensación de bienestar
espiritual y un estimulo de vida limpia de egoísmo y afanosa de servir a
los demás".
"Cuando yo saludé, por vez primera, al Fundador del Opus Dei ‑reseña un
periodista colombiano en El Tiempo de Bogotá, el 30 de junio de 1975‑, él
sonreía. Y cuando por última vez lo vi, hace unos meses en Caracas, su
rostro continuaba mostrando esa paz y esa alegría que fueron
características permanentes de su vida entera".
Vale la pena resaltar cómo idénticas reacciones se producían en personas
muy diversas: no sólo temperamentalmente, sino distintas también en cuanto
a su actitud religiosa. Sorprende que un fraile dominico, un suizo
converso, un monje del Yermo, un periodista italiano, o un estudiante
orgulloso de su anticlericalismo coincidan hasta usar casi las mismas
expresiones. El dominico es el P. Garganta, que conoció al Fundador del
Opus Dei por los años cuarenta en Valencia: "De las virtudes humanas del
Padre, lo primero que me impresionó fue su inimaginable capacidad de
cordialidad, de la que derivaba una capacidad de captación que para un
apóstol es maravillosa".
El
suizo converso es Edwin Zobel. Después de tratar, por razón de trabajo, a
algunos socios del Opus Dei, leyó Camino, y sintió un gran deseo de
conocer a la persona "capaz de infundir semejante espíritu de amor y de
renuncia en gentes tan valiosas". Por fin, en una visita a Roma, en 1960,
captó en seguida "su extraordinaria amabilidad y alegría, la capacidad de
transmitir su fuerza espiritual".
don
Pío María, camaldulense, da noticia de que por los años cuarenta alguna
vez comentaron en el Monasterio del Parral: "Ahí viene el sacerdote que
siempre está de buen humor"...
"Uno se sentía enormemente a gusto a su lado, por su riquísima humanidad,
que llamaba tanto la atención".
El
periodista italiano Cesare Cavalleri, director de la revista Studi
Cattolici de Milán, anuncia en el número de julio de 1975 de esa
publicación que otros trazarán el perfil teológico de Mons. Escrivá de
Balaguer, pero que él siente el deber de dar su testimonio directo,
personal: "E la mia testimonianza ésemplicemente questa: mons. Josemaría
Escrivá de Balaguer era un sacerdote infinitamente amabile. Era
impossibile avvicinarlo e non volergli tiene".
Finalmente, Antonio, el estudiante anticlerical. Por razone que aclara,
tuvo ocasión de charlar con el Fundador de la Obra en 1953: "Lo primero
que me llamó poderosamente la atención al hablar con Mons. Escrivá de
Balaguer fue su gran sencillez y cordialidad. De todas sus palabras
emanaba una gran seguridad que se iba transmitiendo a mi interior. En
seguida me encontré a gusto charlando con él. Y a medida que avanzaba la
conversación me iba invadiendo una maravillosa paz y una enorme serenidad,
que yo no había ni remotamente buscado, pues solamente quería hablar del
problema planteado a mi amigo. Antonio estaba a mitad de carrera de
Medicina, muy metido en la acción política estudiantil, y ‑según confiesa‑
era "visceralmente anticlerical, acaso por haber recibido una formación
religiosa deficiente". El caso es que un amigo suyo, también estudiante de
Medicina, se permitió imprudentemente corregir el tratamiento que seguía
su madre; poco después de aquella terapia fallecía, y esa muerte le hizo
sentir un gran complejo de culpabilidad, que le llevaba a pensar
obsesivamente en e¡ suicidio. Antonio habló de este problema a otro amigo
suyo, con el que coincidió en una marcha política. Éste le habló del
Padre: "Admití el verle ‑reconoce‑, aunque no tenía mucha fe en los
consejos de los sacerdotes". Y charló con él, aprovechando un viaje a
Madrid; desde su anticlericalismo, no se explica la. confianza
extraordinaria que encontró en él: "era totalmente: insólito. De tal modo
era así que le abrí mi alma de par en par contándole toda mi vida. Me
encontraba totalmente a gusto surgía una confidencia sincera de todos mis
problemas y luego lo de mi amigo".
Sembró paz y alegría en quienes le trataron porque vivía unido a Dios. Y
por eso, también, Mons. Escrivá de Balaguer se caracterizó siempre por su
acusado modo ‑amistoso y franco- hablar de lo divino y de lo humano, que
en él se hacía también divino, como atisbaba aquel periodista, Giuseppe
Corigliano, que aludió en Il Giorno de Milán a "su gran comprensión para
todas las situaciones humanas, su gran capacidad de amar y aquel garbo y
aquella simpatía que hacían agradabilísimo su trato. Al conocerle más, se
intuía que aquella gran capacidad para tratar tan íntimamente a todas las
personas era fruto de su gran intimidad con Dios. Antes que con las
palabras, enseñaba con los hechos que quien tiene una fe auténtica es más
humano, guarda más capacidad para comprender la vida y las cosas bellas y
justas de este mundo".
Su
generosa siembra de paz, de amistad, de alegría, dio frutos hasta en los
instantes dolorosos de su muerte. Lo encarecía Eugenio Montes, en una de
sus entrañables crónicas romanas de junio de 1975: "Calumniosamente, el
anticlericalismo volteriano ha pintado con negras, hoscas tintas la fe
cristiana. Pero la señal de la beatitud es precisamente la alegría. Se ha
dicho que a Santa Teresa le sonríen los hoyuelos del habla castellana. El
florentino San Felipe Neri, en plena contrarreforma, era un continuo
rebullicio de frases chispeantes. También Mons. Escrivá de Balaguer. Como
su rostro difunto ahuyenta toda imagen tétrica, así su conversación
transmitía a todos su alegría gozosa. Don Álvaro del Portillo me contó
haberle oído: Cuando muera, rezad mucho por mí, para que pueda saltarme
a la torera el purgatorio. Repito: a Santa Teresa y a San Felipe Neri,
esta frase les hubiese encantado".

Capítulo Cuarto. Tiempo de amigos
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La
amistad del Fundador del Opus Dei rebosó siempre humanidad, detalles
delicados y cordiales, capaces de superar la lejanía o la ausencia
prolongada. Lo señalaba Juan Antonio Iranzo, compañero suyo de estudios en
la Universidad de Zaragoza. Muchos años después, también en Zaragoza,
asistió a la Misa en la que dio la Primera Comunión al hijo de otro viejo
amigo, Juan Antonio Cremades. Al terminar "me vio, y dejó a los niños
diciendo: Tengo que estar con este compañero mío que hace muchos años
que no veo. Y estuvo conmigo en una salita unos veinte minutos. Cada
vez que yo le insinuaba que muchos le esperaban, me decía: Éstos me
tienen siempre, en cambio nosotros sólo nos vemos muy de vez en cuando".
Monseñor Avelino Gómez Ledo, que vivió en 1927 en la Residencia sacerdotal
de la calle Larra de Madrid, aporta uno de esos detalles típicos de buena
amistad: celebraba él su santo en la fiesta de San Andrés Avelino, poco
conocido en España, y ese día "Mons. Escrivá era el único en felicitarme
cariñosa y sobrenaturalmente".
Pero no era sólo cuestión de temperamento, o buena memoria. Monseñor
Escrivá de Balaguer fue así, entre tantas razones, porque sabía confiar
en los demás. Y ha transmitido este criterio a todos los que tienen
alguna misión de gobierno dentro de la Asociación: el Opus Dei funciona a
base de confianza. Es una realidad derivada de que su Fundador se fió
siempre de todos cuantos trató. No teorizaba cuando aconsejaba a los
padres de familia que no diesen jamás la impresión a sus hijos de que
desconfiaban de ellos, que era preferible dejarse engañar alguna vez, pues
la confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos mismos se
avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en cambio, si no tienen
libertad, si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar
siempre.
Podía dar estos consejos porque ya los había puesto en práctica. De hecho
se fiaba más de la palabra del amigo, o del socio del Opus Dei que del
testimonio unánime de cien notarios, como solía afirmar con frase
gráfica. Él, que aconsejó siempre a los padres de familia que procurasen
hacerse amigos de sus hijos, lo vivió hondamente como Fundador y como
padre que era, dentro de la numerosa familia del Opus Dei. Al contemplar
este rasgo de su amistad, es imposible no pensar con él en las palabras de
Jesús a los Apóstoles en la última Cena, vos autem dixi amicos ‑"os he
llamado amigos" (Ioann., XV, 15)‑, que compendian el sentido humano y
divino de la Redención.
Muchas veces le preguntaron cuál era la virtud humana que más le gustaba,
la más importante. Solía responder que la sinceridad. Al mismo tiempo, y
más en los últimos años, como un ritornello, enalteció la lealtad: porque,
¿cómo ser leal, fiel a Dios, si no se saborea la delicia de la lealtad
humana, de la .fidelidad a los demás?
Cuando de la amistad se trata, la lealtad es inseparable del
agradecimiento. Mons. Escrivá de Balaguer daba gracias a Dios por todo,
etiam pro ignotis, también por los beneficios desconocidos, los que el
Señor le hubiera hecho y no alcanzase a ver.
Y
daba gracias también a los hombres. Nada de extraño tiene que fuese
especialmente agradecido con los que le ayudaron en los comienzos del Opus
Dei o cuando arreciaban las dificultades.
Poco después de la guerra de España, dio los primeros pasos para comenzar
la labor del Opus Dei en Bilbao. Don Álvaro del Portillo y don Pedro
Casciaro hicieron algunos viajes, y encontraron un clima tenso. Flotaban
en el ambiente las secuelas de serios ataques personales contra el
Fundador del Opus Dei, que trataban de prevenir a la gente contra la Obra.
Muchas puertas se cerraron entonces. En cambio, la Viuda de Ibarra, Carito
Mac Mahon, actuando con su habitual señorío, le abrió su casa y confió en
él. Mons. Escrivá de Balaguer no lo olvidó nunca: cualquier ocasión era
buena para tener algún detalle especial con esa familia. La Marquesa de
Mac Mahon da fe en 1975 de que "era especialmente agradecido, porque
siempre recordaba con agradecimiento excesivo lo poco que yo y los míos
hicimos con él en aquellas épocas en que no era conocido, ni tampoco la
Obra".
El
P. Garganta, O.P., vio los comienzos del apostolado del Opus Dei en
Valencia, antes de conocer personalmente al Fundador. Su primera relación
la tuvo a través del Provincial de los Dominicos de Filipinas, Padre Tomás
Tascón, que estuvo un día en Valencia, y le dijo: ‑El Padre Escrivá me ha
pedido que le diga estas palabras: Padre Garganta, estoy muy agradecido
y muy contento con lo que hace por mis muchachos; un abrazo de hermano.
En el verano de 1975, el P. Garganta confirma: "El Padre era muy
agradecido por lo que yo podía hacer por él y por sus hijos; quizá me lo
agradeció más de la cuenta porque era generosísimo, y yo lo hacia con una
buena voluntad inconmensurable".
Su
gratitud no era sólo cortesía: una palabra que se dice y luego se olvida.
Al contrario, el Fundador del Opus Dei seguía agradeciendo, muchos años
después.
En
1943 se instaló la Residencia de estudiantes de la Moho loa. El Fundador
de la Obra conocía a la Madre General de las, Religiosas del Servicio
Doméstico, y acudió a ella para ver si le podía proporcionar alguna chica
que trabajase en la nueva Residencia. Le atendió la Madre Carmen Barraza,
en ausencia de la Madre General. Recientemente la Madre Barrasa
significaba que Mons. Escrivá de Balaguer no había olvidado aquel detalle,
y había asistido a la ceremonia de beatificación de su Fundadora (Roma,
1950), y que, además, había dispuesto que asistieran también las empleadas
del hogar, asociadas del Opus Dei, que había entonces en Roma. Por la
tarde de aquel día, se presente: en su Casa General para felicitarlas
personalmente, con una buena caja de bombones, como manifestación de la
estima que les tenía.
También atestigua la gratitud de Mons. Escrivá de Balaguer don José María
García Lahiguera, que en su época de Directo espiritual del Seminario
Mayor de Madrid le confesó semanalmente entre 1940 y 1944. "Siempre, de un
modo delicado y con obras, demostró su agradecimiento hacia mí, por
administrarle, durante aquellos años, el Sacramento de la Confesión".
Ejemplos de este estilo pueden multiplicarse. En el capítulo segundo, se
aludió a la Misa que celebró en Andorra, después de Misa impresiono mucho
a mosén Pujol Tubau que, como vimos, fue el sacerdote que le facilitó
todas las cosas para celebrar. Cuando mosén Pujol ordena sus recuerdos del
Fundador del Opus Dei, se refiere a cómo vivió la amistad, con lealtad y
agradecimiento, y ‑esto también le admira‑ cómo supo inculcarla a los
socios de la Obra: "Poco podía imaginar que de aquel breve encuentro en
Andorra, con aquella riada constante de refugiados, fuera a establecerse
un trato tan afectuoso y permanente como el que mantengo con los socios
del Opus Dei".
Desde aquellos días de diciembre de 1937 mosén Pujol y el Fundador de la
Obra siguieron en contacto con las tradicionales felicitaciones de Navidad
y las onomásticas. En abril de 1944, con motivo de la consagración en
Zaragoza de don Ramón Iglesias Navarri como Obispo de Seo de Urgel, mosén
Pujol
acudió a la capital aragonesa en su calidad de arcipreste de Andorra. En
la recepción previa a la ceremonia, pudo comprobar el buen recuerdo, el
leal agradecimiento que don Josemaría tenía, porque, al ser presentado al
futuro obispo, éste le dijo que le habían hablado muy bien de él, y que
había sido don Josemaría Escrivá: "A mí me sorprendió al momento, pensando
cómo podría acordarse don Josemaría de un sacerdote al que había tratado
tan poco, pero después he comprendido que tanta afabilidad era
consecuencia de un profundo sentido de la amistad".
Especial gratitud guardaba para sus maestros. Siempre tuvo para ellos
pruebas de afecto y reconocimiento. Más de una vez elogió en público a su
profesor de química en el Bachillerato. Lo ponía como ejemplo de hombre
ordenado, que, cuando hacía en clase un experimento, apenas acababa de
usar una probeta o un tubo de ensayo, limpiaba todo ‑también los estantes‑
y dejaba cada cosa en su sitio. El Fundador del Opus Dei comentaba que ese
ejemplo fue uno de los caminos que utilizó el Señor para enseñarle a poner
cuidado en hacer bien hasta las cosas más pequeñas.
Don
Miguel Sancho Izquierdo fue profesor suyo en la Facultad de Derecho de
Zaragoza. Con los años sería Rector de esta Universidad, muy vinculada
‑por tantas razones‑ a la de Navarra. De hecho, los dos primeros doctores
honoris causa de la Universidad de Navarra, de la que Mons. Escrivá de
Balaguer era Gran Canciller desde su erección jurídica, se confirieron a
dos rectores de Zaragoza, don Juan Cabrera y Felipe y don Miguel Sancho
Izquierdo. El acto académico de investidura se celebró el 28 de noviembre
de 1964, y en su discurso el Gran Canciller de la Universidad de Navarra
manifestó su particular honro de alegría ante el galardón que recibía su
maestro: me honro de haber sido su alumno en las aulas cesaraugustanas.
El
agradecimiento de Mons. Escrivá de Balaguer le sirvió también para vivir
la justicia con rasgos de acusada generosidad. Especialmente la sentía ‑y
la vivía‑ cuando se trataba de la retribución de quienes trabajaban junto
al Opus Dei en las labores apostólicas promovidas por la Obra. Siempre le
preocupó que esas personas estuvieran bien pagadas, haciendo todo el
esfuerzo necesario para conseguir medios económicos en tareas de suyo casi
siempre deficitarias.
Fue
auténtico Padre, y en más de una ocasión dijo que admiraba el buen
paternalismo, porque a su corazón cristiano le resultaba insuficiente el
frío cumplimiento de la justicia. Nunca aceptó, por ejemplo, que la
enseñanza fuese gratuita en las obras apostólicas promovidas por el Opus
Dei en el terreno docente: su idea era que los alumnos pagasen algo
‑aunque fuese lo que suelen gastar en el tranvía, dijo alguna vez de modo
muy expresivo‑, para que tuvieran conciencia de su derecho pudieran
reclamarlo si fuera el caso... Y, a la vez, quería que los profesores y
los empleados tuvieran bien reconocidos todos sus derechos, y organizado
el oportuno descanso, también para que pudieran trabajar con orden y
eficacia.
Como un caso entre cientos, narra Encarnación Ortega que en 1945 se marchó
de la Residencia de la Moho loa la cocinera, porque tenía bastante edad y
el trabajo de aquella residencia era excesivo para ella. Mons. Escrivá de
Balaguer indicó expresamente que se tuvieran con ella las máximas
atenciones, y se le diera una gratificación generosa. Su agradecido modo
de ser hizo que nunca se limitase a cumplir estrictamente ‑estrechamente-
deberes de la justicia.
Otra manifestación de su sentido de la amistad ‑detalle muy significativo
en nuestros días‑ es que siempre supo tener tiempo para los amigos, para
estar junto a ellos, especialmente en los momentos difíciles. Don Antonio
Rodilla, muchos años Vicario General de Valencia, Rector del Seminario
Archidiocesano y Director del Colegio Mayor San Juan de Ribera en Burjasot,
amigo del Fundador del Opus Dei desde los años treinta, traza en una carta
a un sacerdote de la Obra el amplio cuadro de amabilidades y delicadezas
que tuvo con él y con su familia: desde el consuelo en situaciones íntimas
muy dolorosas, hasta la presencia física en el entierro de su madre.
Algún día, con paciencia, se podrán calcular las muchas horas que empleó
invitando a comer a esos múltiples amigos suyos, con ‑la frase es de
Camino, 974‑ la vieja hospitalidad de los Patriarcas, con el calor
fraterno de Betania.
Y,
por último, las cartas. También hará falta mucha paciencia investigadora
para reconstruir la correspondencia del Fundador del Opus Dei. Escribió
miles de cartas, que eran prolongación desde la lejanía de una amistad
hondamente sentida.
No
dejó de escribir ni siquiera durante los años de la guerra de España, en
los que la censura postal hacía arriesgado el correo. La amistad ‑el
cariño‑ conoce mil recursos. Fue entonces cuando comenzó a firmar
Mariano, uno de los cuatro nombres que le impusieron en la pila
bautismal, y en el que se reflejaba también su devoción a la Virgen. Sus
cartas de aquellos años están llenas de nombres convenidos, de imágenes
tomadas de la vida familiar, que sorteaban los riesgos de la censura de
las dos zonas en que estuvo dividido el país entre 1936 y 1939. Muchos han
sido los que han testimoniado su alegría y agradecimiento cuando, en los
frentes de guerra, recibían periódicamente las noticias del Fundador del
Opus Dei, que les alentaba a seguir en la brecha de otras peleas: su lucha
interior, su afán apostólico, su preocupación por los demás, la
reconstrucción de sus vidas, para seguir haciendo una cristiana siembra de
paz cuando terminase el conflicto.

Capítulo Cuarto. Tiempo de amigos
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Uno
de los secretos de Mons. Escrivá de Balaguer fue su gran cordialidad. A su
lado era fácil sentirse comprendido, arropado, empujado hacia el amor de
Dios. Su corazón desbordaba cariño: hacia Dios, hacia los hombres, hacia
el mundo. Amar al mundo apasionadamente es el título de la homilía
que predicó en 1967 en el campus de la Universidad de Navarra. Un título a
la medida de su corazón. Pues en él cabían las penas y las alegrías, los
cuerpos y las almas, lo grande y lo aparentemente trivial.
Ha
asombrado a muchos la prodigiosa memoria del Fundador del Opus Dei. Ex
abundantia enim cordis os loquitur: dice la Escritura que de la abundancia
del corazón habla la boca (Mt., XII, 34). Mons. Escrivá de Balaguer,
porque sabía querer, advertía ‑y recordaba‑ cientos de pequeños detalles
que parecían no tener importancia.
La anécdota
sucedió un día de 1974 en Brasil. Hacía trece años que Rafael Llano no le
veía. El Fundador del Opus Dei respondió a su saludo con la melodía
italiana ‑Tímida é la bocca tua‑
que solía entonarle amablemente en Roma, mucho tiempo atrás, haciendo
alusión a las dimensiones no pequeñas de la boca de Rafael y de sus
hermanos, casi todos socios de la Obra. Por la tarde, le comentaría:
‑Recuerdo que una vez había mucha gente. Vi a uno y le dije: tú eres
fulanito. Y me contestó: sí; ¿en qué me conoce? ¡ En la boquita! ¿Te
acuerdas?
Rafael respondió que sí, que a toda la familia les gustaba ser reconocidos
por la boca, y por la canción. Al oírla por la mañana, se había echado a
llorar.
La
cordialidad del Fundador del Opus Dei era tan espontánea, que sorprendía
incluso a los que convivían con él. Como sucedió en México, un día de
1970:
En
una esquina del vestíbulo principal de ESDAI (Escuela Superior de
Administración de Instituciones), obra apostólica promovida por la Sección
de mujeres del Opus Dei en México, estaba Victoria, una asociada de la
Obra, con su madre anciana, que quería, aunque sólo fuera, ver pasar al
Padre. Cuando le dijeron a Mons. Escrivá de Balaguer que era la madre de
dos auxiliares del hogar y dos obreros, los cuatro, socios de la Obra, se
acercó para decirle que los acababa de ver en Montefalco. Sin dar tiempo a
reaccionar a los que estaban a su alrededor, la señora se arrodilló con un
gesto de agradecimiento y de respeto, y se empezó a inclinar para besarle
los pies. ¡Eso no, hija mía, eso no! Inmediatamente, Mons. Escrivá
de Balaguer se puso de rodillas. Somos iguales, hija mía, somos hijos
de Dios, con la diferencia de que yo no soy más que un pobre pecador, por
el que hay que rezar mucho. El gesto fue tan rápido, que nadie sabía
qué hacer. Victoria intentaba levantar a su madre. Don Álvaro del Portillo
esperaba poder ayudar a Mons. Escrivá de Balaguer a levantarse. Fue un
minuto. Fue largo. Nadie hablaba... Nadie se movía. Sólo se escuchaba la
voz afabilísima del Fundador del Opus Dei diciendo cosas a la anciana que,
cubierta la cabeza con su rebozo, lloraba. Cuando se retiró, esa campesina
decía con voz entrecortada por los sollozos: "Hoy ha sido el día más feliz
de mi vida".
Para don José Orlandis, Mons. Escrivá de Balaguer era "el más cordial, el
más afectuoso, el más entrañable de los hombres: era, verdaderamente, el
Padre. A nadie he conocido con mayor capacidad de amar, de amar a todos,
teniendo para todos los brazos bien abiertos. Parece imposible que un
mismo hombre pudiera ser a la vez tan de Dios y tan profundamente humano".
"El
secreto ‑explica Orlandis, repitiendo lo que había escuchado al propio
Fundador del Opus Dei‑ estaba, sencillamente, en que amaba a Dios y a los
hombres con el mismo corazón. Amaba al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo
y a Santa María, con el mismo corazón de carne con que había amado a su
madre y con que amaba a sus hijos".
En
1974, en Sáo Paulo, le preguntaron:
‑Cómo hacer para que todas las personas quepan dentro de nuestro corazón y
que nuestro temperamento no nos estorbe con su sensibilidad?
‑
¿Qué te crees? ¿Que el corazón humano es pequeñito y cabe una familia, y
no cabe más? Toda la familia nuestra ‑somos miles y miles de personas, de
distintas razas, de distintas lenguas, de distintos continentes...‑, todos
caben. Ya verás qué fácil es. Si no te apartas del trato de Jesús, María y
losé; si procuras tener vida interior; si eres hombre de oración; si
trabajas, porque si no, no hay vida interior..., entonces el corazón se
agranda.
Esa
pregunta me la hacía a mí mismo al principio (...). Señor, y cuando seamos
muchos, qué sucederás Porque ahora los quiero tanto: pero, cuando seamos
una multitud? Ahora somos muchos, muchos, muchos, y el corazón se ha hecho
grande, grande: a la medida del Corazón de Cristo, en el que cabe toda la
humanidad y mil mundos que hubiera...
Mons. Johannes Pohlschneider, obispo de Aquisgrán, escribió en el Deutsche
Tagespost que el día 27 de junio de 1975 recibió, por teléfono, la noticia
de la muerte totalmente inesperada del Fundador y Presidente General del
Opus Dei. Se quedó profundamente consternado, con la sensación como si, de
repente, una estrella luminosísima se hubiese apagado en el cielo de la
Iglesia: "Mucho más potentes aún que las fuerzas de su inteligencia eran
los impulsos que su corazón irradiaba a su alrededor. Espontáneamente me
viene a la cabeza lo que dice la Iglesia del gran apóstol de la juventud
don Bosco, en el Introito de la Misa en la fiesta de este Santo: Dedit
illi Deus sapientiam et prudentiam multam nimis, et latitudinem cordis
quasi arenam quae est in littore maris. Esa latitudo cordis, en la que
cabían todos y todo, pero muy especialmente el Amor de Dios y del prójimo,
era la característica esencial de este sacerdote. Amaba, quería a los
hombres en el sentido más verdadero de esta palabra, y se preocupaba y
cuidaba de ellos".
A
Mons. Escrivá de Balaguer le hacían sufrir la ignorancia, la miseria, el
hambre de pan o de cultura, la enfermedad, el desconsuelo, la soledad... Y
vivía a fondo aquellas escenas del Evangelio que hablan de la misericordia
de Jesús, ante el dolor y las necesidades de los hombres: Se compadece
‑puede leerse en una de sus homilías‑ de la viuda de Naím, llora por la
muerte de Lázaro, se preocupa de las multitudes que le siguen y que no
tienen qué comer, se compadece también sobre todo de los pecadores, de los
que caminan por el mundo sin conocer la luz ni la verdad.
De
ahí surgía un propósito claro: tratar filialmente a Santa María, porque,
cuando somos de verdad hijos de María comprendemos esa actitud del
Señor, de modo que se agranda nuestro corazón y tenemos entrañas de
misericordia. Nos duelen entonces los sufrimientos, las miserias, las
equivocaciones, la soledad, la angustia, el dolor de los otros hombres
nuestros hermanos. Y sentimos la urgencia de ayudarles en sus necesidades,
y de hablarles de Dios para que sepan tratarle como hijos y puedan conocer
las delicadezas maternales de María.
Su
desvelo llegaba tanto a las grandes crisis de la humanidad, que afectan a
las muchedumbres, como a los pequeños problemas que agobian a los que
conviven cerca. Vivió y enseñó desde los comienzos de la Obra lo que
reiteraba el 1 de octubre de 1967, en Tajamar: Se pasó el tiempo de dar
perras gordas y ropa vieja. ;Hay que dar el corazón y la vida!
Darse al que está al lado, olvidarse completamente de uno mismo: era
justamente una de las claves de su perenne alegría.
En
el trato con los demás, subrayaba siempre los aspectos positivos de
sucesos y personas. "No le he visto nunca pesimista, nunca, a pesar de
todo; a pesar de las muchísimas contrariedades, dificultades, y calumnias,
que hubo de soportar. Siempre, abrazado a la fe en Cristo Jesús, navegó
con serenidad y caridad", acredita don Joaquín Mestre Palacio, Prior de la
Basílica de Nuestra Señora de los Desamparados de Valencia.
Unos veinte días antes de morir, el 7 de junio de 1975, en una
conversación con más de un centenar de socios del Opus Dei, del enorme
corazón de Mons. Escrivá de Balaguer surgió, improvisado, un cántico a la
alegría de vivir:
Estáis comenzando la vida. Unos comienzan y otros acaban, pero todos somos
la misma Vida de Cristo: ;y hay tanto que hacer en el mundo! Vamos a
pedirle al Señor, siempre, que nos ayude a todos a ser fieles, a continuar
la labor, a vivir esa Vida, con mayúscula, que es la única que merece la
pena: la otra no vale la pena, la otra se va, como el agua entre las
manos, se escapa. En cambio, ¡esta otra Vida! (...)
¿Qué queréis que os diga? Ya os lo he dicho siempre: que habéis sido
llamados por Dios para que seáis santos, para que seamos santos, como
enseñaba San Pablo. Sed perfectos así como vuestro Padre celestial es
perfecto: esas son las palabras de Cristo.
Ser
santo es ser dichoso, también aquí en la tierra. Y me preguntaréis quizá:
Padre, y usted ¿ha sido dichoso siempre? Yo, sin mentir, recordaba hace
pocos días, no sé dónde fue, que no he tenido nunca una alegría completa;
siempre, cuando viene una alegría, de esas que satisfacen el corazón, el
Señor me ha hecho sentir la amargura de estar en la tierra, como un
chispazo del Amor... Y, sin embargo, no he sido nunca infeliz, no recuerdo
haber sido infeliz nunca. Me doy cuenta de que soy un gran pecador, un
pecador que ama con toda su alma a Jesucristo. Así, que infeliz, nunca;
alegría completa, nunca tampoco. ¡Ay que lío me he hecho!
Ayudadme a ser santo; pedid por mí para que sea bueno y fiel. Pero que no
se quede todo en palabras; poned también obras, que el ejemplo arrastra.
También ocurrió en Roma. Lo firmó Jesús Urteaga en Mundo Cristiano. El
Fundador del Opus Dei había advertido en la cara de un estudiante un gesto
de contrariedad. Le preguntó qué le pasaba. Y cuando le dijo que estaba
cansado, le contestó sonriendo:
‑Hijo mío, yo llevo cincuenta años haciendo las cosas a contrapelo.
Pero no era fácil notarlo, porque, como solía enseñar, muchas veces la
mejor mortificación es la sonrisa. Diez días antes de su muerte, el 15 de
junio de 1975, decía en otra conversación con un numeroso grupo de socios
de la Obra:
Yo
tengo la devoción de celebrar frecuentemente ‑cuando lo permite la
liturgia‑ la Misa de la Santísima Virgen; me paree que os lo he dicho
alguna vez. Y hay una vieja oración, en la que el sacerdote pide la salud
mentis et corporis, y después la alegría de vivir. ;Qué bonito! Creen
por ahí que la alegría de vivir es cosa pagana, porque lo que buscan es la
alegría de morir, de suicidarse neciamente, suicidarse con estiércol hasta
por encima de los ojos. Seguir a Cristo, buscar la santidad es tener la
alegría de vivir. Los santos no son tristes, ni melancólicos; tienen buen
humor.
En
esa alegría de vivir se fijó también el profesor Viktor 1 . Frankl, en sus
encuentros romanos con el Fundador del Opus:
Dei,
y la describe en términos precisos, técnicos: "Evidentemente Monseñor
Escrivá vivía totalmente en el instante, se abría a él completamente, y se
entregaba a él del todo. En una palabra. para él debía poseer el instante
todas las cualidades de lo decisivo (Kairos‑Qualitiiten)".
Su
buen humor era contagioso, porque respondía a una alegría verdadera, que
surgía de la paz de su alma en gracia que tenía también raíces de dolor:
el dolor normal que acompaña necesariamente la vida de todo hombre sobre
la tierra. Se había fijado en los campesinos de su tierra, que pinchan las
brevas, para que el fruto sea más dulce, y así aceptaba contento las
contrariedades de cada día, viendo en ellas los alfilerazos con los que el
Señor haría que su jornada fuera más fecunda y esperanzada.
El
27 de junio de 1975 El Noticiero de Zaragoza publicaba un artículo de José
María Zaldívar, que refleja el clima cordial que el Fundador del Opus Dei
creaba a su alrededor, como por ósmosis. Había ido en octubre de 1960 a
Zaragoza, para recibir la investidura como doctor honoris causa de su
Universidad. José María Zaldivar acudió al Paraninfo de la Facultad de
Medicina, donde se celebraba el acto, aunque llevaba unos días sin poder
acercarse a los micrófonos en su diaria emisión de la radio, porque la
inesperada muerte de su hermano le tenía en un hundimiento total. Había
ambiente de fiesta en aquel Paraninfo. Mons. Escrivá de Balaguer entró
"sencillo, abstraído de toda vanidad humana; sonriendo, familiar.
Comprendí al verle cruzar aquella vía académica, que él nos demostraba
‑autor de Camino‑ su propio camino y su peculiar forma de caminar. La
sencillez, la que engendra la paz en diafanidad de criterios; la
rigurosidad suave que se puede crucificar con sonrisas". Tanto se conmovió
José María Zaldívar que aquel mediodía volvió "a ser voz en la radio, a
base de olvidar mis penas, contando la alegría del altoaragonés".
La
anécdota llegó a oídos de Mons. Escrivá de Balaguer, que quiso saludarle.
Zaldívar acudió a la cita. En el periódico, quince años después, no recoge
el diálogo. Sólo habla de un abrazo, de una bendición y de un regalo: un
ejemplar de Camino, con una jaculatoria escrita por la mano del Fundador
del Opus Dei: Omrria ira bonum! ("Todo es para bien"). Y concluye José
María Zaidívar: "Me ha correspondido en la vida, como a todo mortal,
sufrir desde 1960 tantas casas que pocos sabrán... Pero ahí estaban las
lecciones.
Su
sobrenatural y humana alegría de vivir aparece en toda su fuerza cuando se
enfrenta con un dolor tremendo, con una enfermedad incurable, con el lento
consumirse de una vida. El Diario de Burgos publicó el 13 de agosto de
1975, el testimonio impresionante de un hombre que quería hacer pública su
"deuda con Monseñor Escrivá de Balaguer". Así tituló su artículo Manuel
Villanueva Vadillo: era un hombre joven cuando le diagnosticaron una
parálisis progresiva, que le ha llevado a una palabras de Josemaría
Escrivá de Balaguer, como silla de ruedas, sin ninguna esperanza de volver
a andar. Allí aprendió, guiado por el Fundador del Opus Dei, el
significado del dolor. Poco a poco fue descubriendo que el sufrimiento,
aceptado y ofrecido por amor a Dios, le hacía corredentor con Cristo. Y
comprendió el valor auténtico de aquellas palabras: los enfermos son el
tesoro del Opus Dei.
Manuel Villanueva rememora cómo el Fundador de la Obra, cuando era un
sacerdote joven fue a buscar los medios para hacer la Obra de Dios en los
hospitales: "Eran gente desamparada enferma; algunos con una enfermedad
entonces incurable, la tuberculosis. Su tesoro estaba allí: repartido
entre los enfermos que ofrecían el gozo de su dolor, y entre aquellos que,
de su mano, subieron a la presencia de Cristo. Yo formaba ‑y formo‑ parte
de ese tesoro".
Alguien escribió en la prensa, también a raíz de la muerte de Mons.
Escrivá de Balaguer, que, de tanto querer, se le había roto el corazón. Y
más de uno recordó aquello de morir inadvertido en una buena cama, como
un burgués..., pero de mal de Amor (Camino, 743). Sólo que el Fundador
de la Obra, en sus últimos años, más bien decía que de amor no se muere,
de amor se vive. Como aquel 7 de enero de 1975 en La Lloma, cerca de
Valencia. Hubo canciones; entre otras, aquella ‑Si vas para Chile‑ que le
cantaron un año antes en Buenos Aires, la víspera de su salida hacia
Santiago. Una canción suave, saturada de nostalgia, que habla de amor:
Si
vas para Chile te ruego viajero le digas a ella que de amor me muero...
‑Bueno, eso de que
se muere de amor...
‑comentó‑, De
amor se vive. Quered mucho, quered con todo el corazón, que no os moriréis
de amor. ¡Hala, a poner el corazón en el Señor, a quererlo de verdad! Amad
a su Madre, a San José, y vivid con ellos en Belén, en Nazaret, en
Egipto... Que os enamoréis de verdad, y que viváis de amor: que de amor no
se muere, no. Eso son cuentos: el amor da la vida; sin amor no se puede
vivir. Por eso os quiero
enamorados; porque, si lo estáis, no me da miedo nada. ¡Seréis fieles!
Y
el Fundador del Opus Dei concluyó:
¡Vivid de amor, hijos míos, aunque digáis, mintiendo, que morís de amor!

Capítulo Cuarto. Tiempo de amigos
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