El Fundador del Opus Dei  

Biografía de San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei.

Índice

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Presentación

Capítulo I: Una familia cristiana

Capítulo II: Vocación al sacerdocio

Capítulo III: La fundación del Opus Dei.

Capítulo IV: Tiempo de amigos

Capítulo V: Corazón Universal

Capítulo VI: El resello de la filiación divina

Capítulo VII: Las horas de la esperanza

Capítulo VIII:  La libertad de los hijos de Dios

Capítulo IX: Padre de familia numerosa y pobre

Epílogo
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Capítulo Segundo. Vocación al sacerdocio
 

Yo nunca pensé en hacerme sacerdote, ni en dedicarme a Dios. No se me había presentado ese problema, porque creía que no era para mí. Más aún: me molestaba el pensamiento de poder llegar al sacerdocio algún día, de tal manera que me sentía anticlerical. Amaba mucho a los sacerdotes, porque la formación que recibí en mi casa era profundamente religiosa; me habían enseñado a respetar, a venerar el sacerdocio. Pero no para mí: para otros.

Así lo manifestó Mons. Escrivá de Balaguer. Y, por otra parte, ninguno de los que le trataron de niño pensó que sería sacerdote. Pero la vocación divina fue abriéndose paso, poco a poco, sin nada aparentemente extraordinario. Esto, que ha sucedido en la historia de tantas almas, resulta especialmente providencial en el caso del que sería luego Fundador del Opus Dei, y tendría que enseñar a santificar lo habitual, lo de cada día, previniendo a los que le escuchaban contra la tentación de lo extraordinario: para el cristiano corriente, la santidad no consiste en hacer cosas raras, o difíciles, sino justamente en transformar la prosa diaria en endecasílabo, en verso heroico.

La tentación de lo extraordinario aparece en varios momentos las páginas del Evangelio. El diablo ‑al final del a lo largo de ayuno en el desierto‑ quiere apartar a Cristo de su misión redentora evitándole los padecimientos humanos ‑el hambre, la sed, el dolor‑, con los que justamente llevaría a cabo la Redención de los hombres. Pero no es sólo Satanás. Los parientes de Jesús quieren que vaya con notoriedad a Judea, en la Fiesta de los Tabernáculos. Y sus propios discípulos le incitan a hacer algo que llame la atención de las gentes. Cuando Juan y Santiago le piden que baje fuego del cielo y devore a los habitantes de aquella ciudad de Samaria, el Señor tiene una vez más que reprimir su tentación de apoyarse en lo anormal: "No sabéis a qué espíritu pertenecéis". Y así hasta el momento dramático del Calvario, cuando los príncipes de los sacerdotes y los escribas se burlan de Él diciéndole que descienda de la Cruz, y creerán en sus palabras. Cristo rechaza la tentación: redime al género humano con el dolor y la muerte, no con éxitos espectaculares. Qué sentido hubieran tenido, en otro caso, sus treinta años de vida oculta y de trabajo en Nazareth.

Dios se sirve de sucesos corrientes para atraer las almas a su amor. En ocasiones hace grandes milagros, que pasan inadvertidos a la mirada humana. Pero el mayor milagro sigue siendo el camino habitual, sencillo, de su providencia ordinaria. Por estos senderos se abrió paso la vocación de Josemaría Escrivá de Balaguer. Muchas veces lo repetiría a los socios de la Obra, también para prevenirles contra la tentación de lo espectacular, de lo fulgurante:

‑Acuden a mi pensamiento tantas manifestaciones del Amor de Dios en aquellos años de mi adolescencia, cuando barruntaba que el Señor quería algo de mí, algo que no sabia lo que era Sucesos y detalles ordinarios, aparentemente inocentes, de los que Él se valía para meter en mi alma esa inquietud divina. Por eso he entendido muy bien aquel amor tan humano y tan divina de Teresa del Niño Jesús, que se conmueve cuando por las páginas de un libro asoma una estampa con la mano herida del Redentor. También a mí me han sucedido cosas de ese estilo, que me removieron y me llevaron a la comunión diaria, a la purificación, a la confesión y a la penitencia.

Hacía considerar este modo divino de proceder, ante el caso de personas que ofreciendo signos claros de que Dios les llamaba, tenían miedo, o les faltaba generosidad. Una vez más lo plantearon en Buenos Aires en 1974. Alguien amigos suyos, a los que sólo parecía faltar un chico...

‑No seré yo quien se lo dé... Porque la vocación al Opus Dei es divina. Y porque, hijo mío, yo... me resistí lo que pude. Mea culpa, mea culpa. Me resistí. Yo distingo dos llamadas de Dios: una al principio sin saber a qué, y yo me resistía. Después..., después ya no me resistí, cuando supe para qué.

Dios fue preparándole de una manera progresiva, en contra, incluso, de su personal inclinación y de sus propios planes:

Recuerdo que, cuando cursaba el bachillerato, estudiábamos latín en el colegio. A mí no me gustaba; de una manera necia ‑¡estoy ahora tan dolido de eso!‑ decía: el latín, para los curas y los frailes... ¿Veis que estaba bien lejos de ser sacerdote?

El 1 de julio de 1974, en Santiago de Chile, el Fundador del Opus Dei alentaba a un grupo numeroso de personas a luchar por Jesucristo y a llevar a Dios muchas almas. Y, para que supieran vencer posibles cobardías, o falsos respetos a la libertad ajena, concluía: A mí, Jesucristo no me pidió permiso para meterse en mi vida. Si a mí me dicen, en ciertos tiempos, que iba a ser cura... ¡Y aquí estoy!

Muchas veces reiteró esta idea: Nunca pensé en dedicarme a Dios. No se me había presentado el problema, porque pensaba que eso no era para mí. Pero el Señor iba preparando las cesas, me iba dando una gracia tras otra, pasando por alto mis defectos, mis errores de niño y mis errores de adolescente...

Un día de fuerte helada, en pleno invierno de Logroño, Josemaría ‑aún adolescente‑ vio las huellas de los pies descalzos de un Carmelita sobre la nieve. Estas huellas removieron su corazón, que se encendió en deseos de un amor grande. Ante el sacrificio, por amor de Dios, de aquel fraile, Josemaría se preguntaba qué hacía él por su Dios.

Sintió Josemaría estos barruntos del Amor cuando tenía quince o dieciséis años. A la vez, se daba perfectamente cuenta de que el Señor quería algo de él, pero no sabía qué era. En aquellos días de invierno, en los primeros meses de 1918, fui a charlar en varias ocasiones con el P. José Miguel, uno de los frailes que vivían al lado del Convento de las Carmelitas descalza, y atendían su iglesia.

Después, Josemaría pensó ser sacerdote. Por qué me hice sacerdote?, se preguntaría años más tarde: Porque creí que así sería más fácil cumplir una voluntad de Dios, que no conocía. Desde unos ocho años antes de mi ordenación la barruntaba, pero no sabía qué era, y no lo supe hasta 1928. Por eso me hice sacerdote.

Fue constante desde entonces su oración por aquello que aún ignoraba. En su alma cuajaría con los años un clamor hecho de jaculatorias: Domine, ut sit! Domina, ut sit! (Señor, Señora, ;fue sea!). Y exclamaría, como cantando, aquellas palabras del Señor: Ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur? ("Fuego he venido a traer a la tierra, ¿y qué quiero sino que se encienda?"). La respuesta se imponía inequívoca: Ecce ego, quia vocasti me! ("Aquí estoy, porque me has llamado").

Josemaría habló con su padre. Don José Escrivá oyó, sorprendido, sus confidencias. Como siempre había aceptado dócilmente la Voluntad de Dios, respetó y amó el camino que el Señor trazaba para su hijo. Le debió costar mucho, porque él tenía otra idea, pero favoreció la decisión: A él le debo la vocación, observaría siempre el Fundador del Opus Dei.

La Baronesa de Valdeolivos detalla una anécdota que sucedió en el verano de 1919. Don José Escrivá fue a Fonz para payar unos días con sus hermanos y les enseñó fotografías de sus hijos: de Santiago, que acababa de nacer ‑"éste es el benjamín", señalaba‑, de Carmen y de Josemaría. Se le notaba muy orgulloso de ellos. Y mostrando una foto de Josemaría, anunció pensativo: ‑Este me ha dicho que quiere ser sacerdote, pero a la vez va a estudiar para abogado. Nos costará un poco de sacrificio..

Por su parte, el propio Fundador del Opus Dei contaría:

Un buen día le dije a mi padre que quería ser sacerdote: fue la única vez que le vi llorar. Él tenía otros planes posibles, pero no se rebeló. Me dijo:

‑Hijo mío, piénsalo bien. Los sacerdotes tienen que ser santos... Es muy duro no tener casa, no tener hogar, no tener un amor en la tierra. Piénsalo un poco más, pero yo no me opondré.

Y me llevó a hablar con un sacerdote amigo suyo, el abad de la colegiata de Logroño.

La colegiata de Logroño ‑llamada vulgarmente "La Redonda"‑ es hoy concatedral de la diócesis de Calahorra, Logroño y La Calzada. Entonces, el abad era don Antolín Oñate Oñate ‑más tarde nombrado chantre de Calahorra, en 1943‑, una verdadera institución en Logroño.

También orientó a Josemaría, por encargo de su padre, don Albino Pajares, sacerdote castrense que estuvo destinado en Logroño desde febrero de 1917 hasta mayo de 1920.

Don Antolin y don Albino le animaron a que siguiera en su vocación y le ayudaron, como profesores, para completar los cursos de Filosofía, para profundizar en el latín y para el primer año de Teología, que hizo como alumno externo en el Seminario de Logroño. El Fundador del Opus Dei estuvo siempre muy agradecido a estos dos sacerdotes.

Sabemos, sin embargo, que no le interesaba la carrera eclesiástica; no le atraía ser cura, en el sentido usual que el término tenía entonces para el gran público: Aquello no era lo que Dios me pedía, y yo me daba cuenta: no quería ser sacerdote para ser sacerdote, el cura, que dicen en España. Yo tenía veneración al sacerdote, pero no quería para mí un sacerdocio así.

Desde octubre de 1918 fue alumno externo del Seminario. Además, estudiaba en casa con un profesor particular, Manuel Sanmartín. En el curso 1919‑1920 terminó primero en Teología. Obtuvo la calificación de meritissimus en todas las asignaturas, menos en una, en la que fue benemeritus.

Un condiscípulo, don Manuel Calderón, declara que era buen estudiante, y mostraba tener una gran cultura general: "pulcro, elegante, de finos modales, parecía que venía de casa principal". Otro compañero, don Amadeo Blanco, recuerda con precisión su chaqueta azul, con cuello alto y lazo; sin embargo, lo que más le llamaba la atención era su sonrisa, su carácter agradable, amable, risueño. Algo semejante apreció don Máximo Rubio: era bien educado, cuidadoso en el vestir y cuidadoso en los modales al tratar a los demás; buen estudiante, serio, aunque ‑a su juicio‑ con un carácter más bien reservado: "hablaba lo justo y era muy observador y piadoso". Sin embargo, don Pedro Baldomero Larios ‑hijo de un encuadernador muy amigo del padre de Josemaría‑ lo veía "simpático, comunicativo, alegre y muy agradable. A mí me impresionaba mucho, porque le consideraba como de gran talento".

Don Pedro Baldomero Larios era alumno externo del Seminario, de cursos inferiores a don Máximo y a don José María Millán, ya fallecido, que, al parecer, fue en aquellos años el más amigo del futuro Fundador del Opus Dei. Su vida discurría entre la familia y las clases, y poco más. Se reunían de vez en cuando en casa de los Larios, o de los Escrivá o en la de los Rubio. En ocasiones paseaban hacia Lardero ‑entonces les parecía camino lejano‑, o iban al río a coger cangrejos.

Larios ‑quizá por ser más joven‑ no aporta nada digno de especial mención en cuanto a la vida de piedad: "solíamos ir diariamente ‑aunque éramos externos‑ a Misa al Seminario. Después íbamos a desayunar a nuestras casas y luego a clase". Es Máximo Rubio quien corrobora que Josemaría, durante una temporada, acudió mucho y pasó ratos largos en el convento de los Carmelitas. Máximo Rubio alude también a la inquietud apostólica de Josemaría: en las conversaciones que tenían al salir de las clases, les hacía pensar en la labor que se podría realizar con los alumnos del Instituto, y les manifestaba su pena por la falta de espíritu cristiano que se notaba en aquella juventud.

En el Seminario había una catequesis, muy numerosa, que llevaban los internos. No parece que los alumnos externos ayudasen mucho en el catecismo, porque a don Amadeo Blanco ‑interno‑ se le quedó grabada la presencia de Josemaría: todos los domingos, sin tener obligación, iba allí ‑la catequesis se hacía en la propia iglesia del Seminario‑, y se ponía a disposición "para lo que le mandasen".

Josemaría estuvo poco tiempo como alumno externo del Seminario de Logroño. Pronto, en septiembre de 1920, se trasladó a Zaragoza, para seguir los estudios de Teología en la Universidad Pontificia de San Valero y San Braulio.

 

 
 
 

Pasó el tiempo, y sucedieron muchas cosas duras, tremendas, que no os digo porque a mí no me causan pena, pero a vosotros sí que os entristecerían. Eran hachazos de Dios Nuestro Señor, con el fin de preparar ‑de ese árbol‑ la viga que iba a servir, a pesar de su debilidad, para hacer su Obra. Yo, casi sin darme cuenta, repetía: Domine, ut videam!, Domine, ut sit! No sabía lo que era, pero seguía adelante, adelante, sin corresponder plenamente a la bondad de Dios, esperando lo que más tarde habría de recibir: una colección de gracias, una detrás de otra, que no sabía cómo calificar y que llamaba operativas, porque de tal manera dominaban mi voluntad que casi no tenía que hacer esfuerzo. Adelante, sin cosas raras, trabajando sólo con mediana intensidad... Fueron los años de Zaragoza.

Josemaría comenzó en esta ciudad una vida muy diferente de la que había llevado hasta entonces, y que transcurriría entre el Seminario de San Carlos y la Universidad Pontificia de San Palero y San Braulio.

La Universidad Pontificia estaba en la plaza de la Seo, junto al Palacio Arzobispal. Allí se podían obtener la Licenciatura y el Doctorado en Filosofía, en Teología y en Derecho Canónico. Los seminaristas iban a clase a esta Universidad Pontificia, mientras que el resto de la formación sacerdotal ‑estudio, piedad, disciplina‑ la recibían en los Seminarios en que se alojaban.

A finales de septiembre de 1920, Josemaría se incorporó al Seminario de San Francisco de Paula, que ocupaba un par de plantas en el edificio del Seminario Sacerdotal de San Carlos, pero tenía oratorio y comedor independientes. Los seminaristas vestían una túnica negra, sin mangas, y llevaban beca roja con escudo metálico: un sol y la palabra charitas. Desde San Carlos iban por el Coso a clase hasta la plaza de la Seo en dos filas, acompañados por un inspector. Antes de desayunar, hacían en San Carlos media hora dé meditación y asistían a la Santa Misa. Al acabar las clases =ordinariamente tres‑ volvían al Seminario para la comida. Y por la tarde, de nuevo a la Universidad. Cuando regresaban, tenían recreo, estudio y rosario; cenaban y, antes de acostarse, rezaban unas preces y recibían una breve plática, con los puntos para la meditación del día siguiente. Los jueves por la tarde iban de paseo, en filas, por lugares poco frecuentados, o por el campo. Los domingos podían salir los que tenían parientes en Zaragoza.

Una de las razones por las que Josemaría se trasladó desde Logroño fue la de poder estudiar también la carrera de Derecho, en la Universidad de Zaragoza. Como hemos visto poco antes, así lo comentaba su padre en Fonz durante el verano de 1919. Mientras Josemaría esperaba ver con claridad lo que Dios quería de él, pensaba que estaría en lo humano mejor dispuesto para cumplir la voluntad divina si tenía también un título civil. Don José, por su parte, le aconsejaba que hiciera la carrera de Derecho, a pesar de los sacrificios económicos que suponía el traslado del hijo.

En Zaragoza vivían varios parientes próximos y amigos íntimos de la familia. Entre ellos estaba un tío suyo, don Carlos Albás, que era Canónigo Arcediano en la Seo. Amigos de Josemaría de aquella época hacen notar, sin embargo, que las relaciones entre don Carlos y la familia del sobrino no fueron especialmente continuas, no por causa de los Escrivá. Al parecer, el Arcediano de la Seo no apreciaba mucho a su cuñado, al que venía a acusar de ser responsable de su revés económico: "Era una tremenda injusticia ‑observa un testigo de aquella época, refiriéndose a la postura intransigente del Canónigo hacia el padre de Josemaría‑ no darse cuenta de la recta y honrada actuación que tuvo aquel hombre durante toda su vida, hasta el extremo de liquidar su negocio, pensando más en su limpia conciencia cristiana que en los intereses personales materiales". Lo cierto es que don Carlos no fue a Logroño, en 1924, cuando murió don José, ni asistió luego a la primera Misa de Josemaría, en 1925.

No era fácil para Josemaría la vida en el Seminario. Debió ser dura su incorporación a aquella casa de San Carlos, pues había estado hasta entonces apartado de los cauces normales de la formación eclesiástica. El ambiente del Instituto o del Colegio de San Antonio en Logroño era muy distinto al que encontraba ahora entre los seminaristas de Zaragoza.

Un compañero de estudios en aquel Seminario, hoy notario en una ciudad española, ha descrito en términos precisos el clima que allí se respiraba. No lo hubiera hecho, si no se le hubiera preguntado expresamente. Y al volver sobre aquellos años, le duele pensar que se puedan interpretar mal sus palabras. Sólo quiere ‑notario es‑ remitirse a los hechos, muy justificables y razonables, con la conciencia clara que del Seminario salían hombres muy santos.

Buena parte de los alumnos llegaban a San Carlos con las tradicionales virtudes de los ambientes rurales aragoneses, pero también con algunos defectos notorios en aquella época: cultura demasiado elemental, cierto desprecio de las formas por una sinceridad mal entendida, descuido en el aseo personal, etc. Las virtudes cristianas suplían mucho. De hecho, el Fundador del Opus Dei, siempre que aludió a sus tiempos en el Seminario, expresaba que de y deseos de servir a la Iglesia sus compañeros no recordaba más que virtudes.

Desde el primer momento, algunos no entendieron el porte, el talante y los modales de Josemaría. Cuando fue nombrado superior del Seminario, tuvo como fámulo a José María Román Cuartero, que le veía siempre muy correcto, y más refinado que los otros seminaristas: refiere, por ejemplo, que todos los días se lavaba de pies a cabeza, cosa que no hacían los demás. Estos y otros detalles hicieron pensar a este muchacho que Josemaría no llegaría a ser sacerdote, porque le consideraba con posibilidades humanas para hacer carreras mejores. Otro condiscípulo, don Francisco Artal Luesma, glosa ese contraste de manera más positiva: su estancia en el Seminario era manifestación clara de su correspondencia a la voluntad de Dios; su limpieza exterior y su corrección en el vestir, muestra de amor a la dignidad sacerdotal, reflejo de la finura de su alma y de su vida interior.

Lógicamente no todos enjuiciaban así las cosas. Algunos las interpretaron en términos bien contrarios. Pero las incomprensiones no le hicieron mella, como certifica otro compañero, que le oyó alguna vez: No creo que la suciedad sea virtud. Argumentaba "con gracia, sin acritud, con su característico sentido del humor". Don Agustín Callejas Tello, párroco hoy de Magallón, se detiene en consideraciones semejantes: Josemaría era sumamente humano y tenía gran sentido del humor; sacaba punta de todo, veía el lado divertido de las cosas; sabía muchos chistes y los contaba con gracia: "Nos producía gran admiración a sus amigos la agudeza de los comentarios que en epigramas, con una gran carga festiva o satírica, ponía por escrito. Estos epigramas nos sorprendían mucho, porque suponían un buen manejo de la lengua castellana, como consecuencia de su familiaridad con los autores clásicos".

Por otra parte, las motivaciones que habían llevado a Josemaría al Seminario eran, en cierta medida, distintas a las habituales en muchos: no quería hacer carrera y, por eso, el marco eclesiástico ‑tema frecuente de conversaciones‑ no era su única preocupación. Además ‑especialmente desde que fue nombrado superior‑ tenía facilidad para salir del Seminario, aunque ‑como sintetiza un condiscípulo‑ "salía poco y, cuando lo hacía, regresaba pronto, porque siempre le urgía hacer alguna cosa". Pero esto dio pie a algún malentendido, a pesar de que Josemaría era atento con todos y buscaba la amistad de todos. Don Agustín Callejas lo califica "como un pionero y un adelantado, por la independencia y la libertad de espíritu que manifestaba, que, en ocasiones, algunos, por deformación, no entendían e injustamente interpretaban como altivez".

Incluso, un profesor se dejó llevar de esa impresión. Se conservan unas notas escritas suyas, en que, con referencia al curso 1920‑21, define el carácter de Josemaría como "inconstante y altivo, pero educado y atento". Este profesor observa que su piedad es buena, pero regular su aplicación y disciplina. Al curso siguiente, anota ya un bien en estos dos conceptos. (De hecho, en el curso 1920‑21, Josemaría obtiene calificación de meritissimus en cuatro asignaturas y benemeritus, en otra; en los cursos siguientes, consigue meritissimus en todas las asignaturas). Pero no cambia la calificación que le merece su carácter, aunque no concuerda con los resultados objetivos: no encaja la inconstancia con el máximo de puntuación en todas las asignaturas.

En ese manuscrito figura también una anotación marginal, desgraciadamente sin fecha. Refleja el momento que debió ser de máxima tensión. La nota dice literalmente: "Tuvo una reyerta con don Julio Cortés, y se le impuso el correspondiente castigo, tuya aceptación y cumplimiento fue una gloria para él, por haber sido a mi juicio su adversario quien primero y más le pegó, y profirió contra él ‑contra don Josemaría‑ palabras groseras e impropias de un clérigo, y en mi presencia le insultó en la Catedral de la Seo". Nada más he podido averiguar con certeza acerca de este incidente. Sólo que mucho tiempo después, el 8 de octubre de 1952, de un modo que le honra, don Julio Cortés escribe al Fundador del Opus Dei desde Jaén ‑donde murió siendo capellán del Sanatorio antituberculoso "El Neveral"‑ pidiéndole perdón, "arrepentido y de la manera más sumisa e incondicional, ¡mea culpa...!"

Pudo ser el disgusto más importante, pero ni mucho menos el único. El alma de Josemaría se iba forjando para afrontar las contradicciones, bastante más graves, que sufriría a lo largo de su vida.

De lo que nadie dudó nunca fue de su vida de piedad intensa, simpática, alegre y atrayente, que no sólo era compatible, sino que fundamentaba su constante sentido del humor y su visión positiva de las cosas. No daba, sin embargo, importancia a lo que hacía, ni alardeaba de nada: con naturalidad, hacía lo posible para pasar inadvertido. Un día, un compañero encontró en su habitación un cilicio, y lo dijo a otros. Josemaría se puso esta vez serio, y les hizo ver que no era de buen gusto, ni prudente, convertir en habladurías la piedad de los demás.

Don Agustín Callejas admiraba su actitud durante la meditación diaria en el Seminario: recogimiento, concentración, oración intensa. Y la devoción con que comulgaba, sin hacer nada raro, "con las manos juntas sobre el pecho, el cuerpo erguido y el paso firme".

En el curso 1922‑23, las relaciones con los compañeros adquirieron un tono distinto, pues fue nombrado Superior del Seminario. Algunos se acuerdan de que el Cardenal Soldevila ‑entonces Arzobispo de Zaragoza‑ le distinguía mucho. Cuando se encontraba con ellos en el Seminario, en la Catedral o en cualquier otro lugar, solía dirigirse a él delante de los demás y le preguntaba cómo se encontraba, cómo le iban los estudios. Alguna vez le indicaba: ‑Ven a verme cuando tengas un rato.

Don José López Sierra, que fue Rector del Seminario en aquel período, afirmó que el Cardenal había nombrado a Josemaría Superior de los seminaristas, "en atención a su ejemplar conducta, no menos que a su aplicación". A juicio del Rector, se distinguía entre los demás seminaristas "por su esmerada educación, afable y sencillo trato, notoria modestia". Era ‑insiste-“respetuoso para con sus superiores, complaciente y bondadoso con sus compañeros, muy estimado de los primeros y admirado de los segundos”.

Para ser Superior o Inspector ‑ambos términos se usan indistintamente en documentos oficiales‑ del Seminario, era preciso ser clérigo, haber recibido la tonsura. Por esta razón, el Cardenal Soldevila tonsuró a Josemaría el 28 de septiembre de 1922, a él sólo, en una capilla del Palacio Arzobispal de Zaragoza, hoy desaparecida.

Los directores ‑ o inspectores ‑ se elegían entre los alumnos más aventajados y piadosos. Su misión consistía en dirigir los estudios, cuidar la observancia de la disciplina y de los reglamentos, acompañar a los alumnos en sus salidas a clase o de paseo, etc. Aunque eran seminaristas, en el Reglamento se les consideraba superiores, y se les debía obediencia y respeto. Tenían también algunas distinciones externas: habitación individual algo mayor que los demás y un fámulo a su servicio. (Los fámulos eran seminaristas que tenían matrícula gratuita y se encargaban del aseo de las habitaciones de los superiores y de servir la mesa de todos: algo análogo a lo que se sigue haciendo en modernas Universidades de gran prestigio, como las americanas de Harvard y de Princeton). En San Carlos había dos inspectores: uno para humanistas y filósofos, y otro para teólogos. Su cometido ‑especifica un antiguo seminarista‑ "resultaba difícil, porque los chicos menores solían armar el jaleo propio de la edad. Josemaría nunca se alteraba ni perdía la compostura; siempre se comportaba con caridad, prudencia y educación".

José María Román Cuartero, el fámulo que asignaron a Josemaría al ser nombrado Inspector, rememora aquellos tiempos en que, entre otros servicios, le hacía la cama por las mañanas y atendía la mesa separada en que, en el comedor general, se sentaban los superiores: siempre le impresionó "su bondad y su paciencia en el trato". Cuando Josemaría le veía enfadado, procuraba animarle con alguna frase cariñosa o gastándole bromas. Y compartía con él la comida, pues la de los directores era especial. "Me doy cuenta ahora de que hacía estas mortificaciones sin que se notase, de manera natural".

El Rector del Seminario, don José López Sierra, alabó siempre ‑hasta su muerte‑ el afán apostólico de Josemaría como director de seminaristas: quería ganarlos a todos para Cristo, que todos fueran uno en Cristo, y lo conseguía con su recto proceder. No era partidario de castigos. Formaba a los jóvenes seminaristas con una "sencillez y suavidad encantadora": "su mera presencia, siempre atrayente y simpática, contenía a los más indisciplinados; una sencilla sonrisa, acogedora, asomaba por sus labios cuando observaba en sus seminaristas algún acto edificante; una mirada discreta, penetrante, triste a veces, y muy compasiva, reprimía a los más díscolos".

Así fueron discurriendo los años de Seminario. Sabemos también que pasaba muchas horas haciendo oración en la tribuna de la derecha (del lado de la epístola) arriba, en la iglesia de San Carlos.

Los períodos de vacaciones los pasaba en Logroño y seguramente, como cuando era pequeño, iría por Fonz, donde vivía su tío, Mosén Teodoro. Algún verano estuvo una temporada en Villel (Teruel), con la familia de don Antonio Moreno, entonces vicepresidente del Seminario sacerdotal de San Carlos. Lo reseña Carmen Noailles, viuda de otro Antonio Moreno, sobrino del anterior, más o menos de la edad de Josemaría, que estudiaba Medicina en la Universidad de Zaragoza. Su vida en ese pueblo era completamente normal: charlaban, paseaban, iban a pescar o a coger cangrejos, salían alguna vez de excursión. Carmen Noailles cita detalles diversos que expresan la finura con que Josemaría practicaba la virtud de la pureza y el pudor.

Nunca salió allí con chicas. Sus maneras elegantes, el aspecto esbelto de su persona, su apariencia agradable en el trato, atraían a las chicas. Cuando Antonio o algún otro amigo le hacían llegar comentarios en este sentido, los cortaba, exclamando algo así como: ‑Si me conocieran bien, por dentro, tal como soy... Y si alguien contaba chistes de mal gusto o cosas poco limpias, con afecto, pero con vigor, les dejaba cortados con contestaciones muy oportunas. "Nunca le vi hacer la más mínima concesión, y no admitía bromas o comentarios ligeros al respecto".

Todos en aquella casa le apreciaban mucho, porque Josemaría se hacía querer: "era muy comedido, discreto y prudente, pero afectuoso, y aparecía constantemente su natural y maravilloso sentido del humor". Lo consideraban como un hijo más de la familia.

Estos recuerdos de Carmen Noailles corresponden a los veranos de 1921 o de 1922. Quizá a ambos. Porque fue en el verano de 1923 cuando Josemaría comenzó a estudiar Derecho, para examinarse en septiembre de las primeras asignaturas. Era ya clérigo ‑por la simple tonsura‑ al matricularse en la Facultad para el curso 1922‑23. En octubre de 1922 comenzó cuarta de Teología. El 17 de diciembre recibió las órdenes menores del ostiariado y lectorado, y el 21 ‑también en el Palacio Arzobispal‑ el exorcistado y el acolitado, de manos del Cardenal Soldevila, que moriría el 4 de junio de 1923, asesinado por un grupo anarquista.

Entretanto, Josemaría seguía sin vislumbrar esa otra cosa que atisbaba del amor de Dios. Estudiaba, rezaba, y se ponía en manos de la Virgen, en sus visitas diarias a Nuestra Señora del Pilar: La sigo tratando con amor filial ‑escribiría el 11 de octubre de 1970 en El Noticiero de Zaragoza‑. Con la misma fe con que la invocaba por aquellos tiempos, en torno a los años veinte, cuando el Señor me hacía barruntar lo que esperaba de mí.

En sus manos ponía la solución de lo que se gestaba en su alma, sintiéndose ‑como aseguraba en otra ocasión‑ medio ciego, siempre esperando el porqué: ¿por qué me hago sacerdote? El Señor quiere algo, ¿qué es? Y en un latín de baja latinidad, cogiendo las palabras del ciego de Jericó, repetía: Domine, ut videam! Ut sit! Ut sit! Que sea eso que Tú quieres, y que yo ignoro.

Su oración de años se materializó en una imagen de la Virgen, que alguien encontró tiempo después:

Pasaron los años, muchos años, y una vez, estando ya en Roma, vino la Secretaria Central, y me dijo: Padre, ha llegado aquí una imagen de la Virgen del Pilar, que tenía usted en Zaragoza. Le respondí: no, no me acuerdo. Y ella: sí, mírela; hay una cosa escrita por usted. Era una imagen tan horrible, que no me pareció posible que hubiese sido mía. Me la mostró y, debajo de la imagen, con un clavo, estaba escrito sobre el yeso: Domina, ut sit!, con una admiración, como suelo poner siempre las jaculatorias que escribo en latín. ;Señora, que sea! Y una fecha: 24‑9‑924.

En junio de 1924 había terminado el quinto curso de Teología. El día 14 de aquel mes recibió el subdiaconado en la Iglesia del Seminario de San Carlos, de manos de don Miguel de los Santos Díaz Gómara, que le apreciaba mucho. Don Miguel era Presidente del Seminario de San Carlos, y solía escoger a Josemaría para que le acompañara a actos que tenía que presidir, o a celebraciones litúrgicas con motivo de la administración de Sacramentos.

Durante el verano de 1924 estudió mucho, y en septiembre se examinó en la Facultad de Derecho de siete asignaturas. En junio anterior sólo se había presentado a Historia de España, asignatura que conocía muy bien por sus estudios de Bachillerato y por sus abundantes lecturas: siempre fue un apasionado, un verdadero erudito de la Historia. Aunque durante el curso estuvo centrado en su preparación sacerdotal ‑sólo en los meses de verano se ocupaba de su carrera civil‑, se presentó a examen en junio, porque tenía una excelente formación histórica, a pesar, de que el catedrático le había hecho saber, por medio de amigos comunes, que no se presentara, pues le suspendería, porque no había asistido nunca a su clase, lo que consideraba el profesor como una afrenta personal. Josemaría se quedó admirado, pero, como tenía un alto sentido de la justicia y, siendo alumno libre, no tenía obligación de asistir a las clases y, además, conocía maravillosamente la asignatura, se presentó. Y fue suspendido, sin dejarle hacer el examen.

En septiembre, el profesor reconoció noblemente la injusticia v, antes de los exámenes, le aseguró ‑a través de esos amigos ‑comunes‑ que estaba aprobado, con sólo ir al examen. También en esa convocatoria de septiembre Josemaría obtuvo Matrícula de Honor en Derecho Romano y Derecho Canónico; sobresaliente en Economía Política; notable en Derecho Natural y aprobado en Historia del Derecho y Derecho Civil I.

El curso académico siguiente, 1924‑25, fue prácticamente un año en blanco para los estudios civiles. Aunque se matriculó en cuatro asignaturas y aplicó a dos las matrículas de honor obtenidas en el curso precedente, sólo pudo presentarse al examen de Derecho Civil II. En ésta consiguió notable, pero no se examinó de más, ni en junio ni en septiembre.

No es extraño que fuese así, pues en ese curso 1924‑25 pasaron muchas cosas decisivas. El 27 de noviembre de' 1924, murió en Logroño don José Escrivá. El 20 de diciembre Josemaría recibió el diaconado de manos de don Miguel de los Santos Díaz Gómara, en la Iglesia del Seminario de San Carlos. El 28 de marzo de 1925, el propio don Miguel de los Santos, que había sido obispo auxiliar del Cardenal Soldevila, le confirió la ordenación sacerdotal. La primera Misa se celebró en el Pilar, en la Capilla de la Virgen, el día 30. Asistieron pocas personas ‑unas doce‑ a esta Misa, que el nuevo sacerdote ofreció en sufragio del alma de su padre. Era lunes de la Semana de Pasión, y al día siguiente don Josemaría estaba ya en un pueblecito ‑Perdiguera‑, cuyo párroco se encontraba enfermo. Lo sustituyó hasta el 18 de mayo.

En el curso 1925‑26, aunque se había matriculado como alumno no oficial, frecuentó las clases de la Facultad de Derecho. En junio de 1926 se presentó a Derecho Internacional Público (Matrícula de Honor), Derecho Mercantil (notable), Derecho Político (notable) y Derecho Administrativo (aprobado). En la convocatoria de septiembre aprobó Derecho Penal, Hacienda Pública, y Procedimientos judiciales, y consiguió notable en Derecho internacional privado. Le quedaba sólo, para terminar la carrera, una asignatura, Práctica forense y redacción de instrumentos públicos. Acogiéndose a la R.O. de 22 de diciembre de 1926, sobre exámenes extraordinarios para alumnos a quienes no faltasen más de dos asignaturas para acabar sus estudios, la aprobó en la convocatoria extraordinaria de enero de 1927. Obtuvo así el título de Licenciado en Derecho, pues entonces estaba vigente un R.D. de 10 de marzo de 1917, que había suprimido las reválidas y ejercicios para la obtención de títulos. Bastaba pagar los derechos ‑37,50 Ptas.‑, cosa que hizo el 15 de marzo de 1927, al mismo tiempo que solicitaba el traslado de expediente a Madrid, para cursar allí el doctorado.

David Mainar Pérez se acuerda bien de aquellos años, especialmente del curso 1925‑26, en que don Josemaría, ya sacerdote, iba asiduamente a la Facultad. No se le ha olvidado el banco del patio de la Universidad en que pasaron tantos ratos entre clase y clase. Era "muy abierto en el trato con los demás". Llegó a tener verdadera amistad incluso con alumnos que tenían muchas dudas de fe. Sabía acomodarse con gracia a las conversaciones de los estudiantes, que podían haber dado lugar a situaciones violentas para un sacerdote por los temas o el lenguaje. Pero ‑continúa David Mainar‑ "tenía un algo especial para salir airoso ‑con su personal sentido del humor‑ de momentos embarazosos, sin perder la dignidad y haciéndose respetar delicadamente, sin violencia".

Otro compañero, Juan Antonio Iranzo Torres, alude también a que, al principio, se le miraba con cierto reparo, pero la confianza y la llaneza con que se mostraba, hizo que todos le tratasen enseguida como uno más. Elogia su carácter llano y sencillo, nada engolado, ni que pudiese pensarse vanidoso. Domingo Fumanal remacha esta idea: "Alguien ha dicho que era vanidoso, y esto es absolutamente mentira: era todo lo contrario"; "era un hombre íntegro que, sonriendo, sabía mantener Sus principios". Y agrega que ponía especial cuidado en el trato con mujeres.

Un día mencionó a Domingo Fumanal su posible marcha a Madrid. Le pareció lógico, porque "en Zaragoza no tenía campo, ni le ayudaban como merecía", pensó Fumanal. Don Josemaría apuntó la posibilidad de colocarse como preceptor, y Fumanal le dio algunos consejos, con lenguaje vivo de estudiante, para que tratase a las mujeres de una manera distinta a como venía haciéndolo: por la delicadeza con que el joven sacerdote vivía la castidad, su amigo temía que no pudiera prosperar en ese tipo de trabajo.

Don Josemaría se había planteado salir de Zaragoza, porque, con su corazón dispuesto a secundar el querer divino, pensaba que eso que Dios le pedía ‑pero aún ignoraba‑ podría cumplirlo más fácilmente en una ciudad como Madrid. No obstante, mientras esperaba nuevas luces de Dios, continuó su trabajo sacerdotal en la diócesis de Zaragoza.

Al día siguiente de su primera Misa en la capilla del Pilar, había salido para Perdiguera, a 24 kilómetros de Zaragoza, en el extremo occidental de la comarca de los Monegros, entre la sierra de Alcubierre y el valle inferior del río Gállego. Durante e? tiempo que estuvo en ese pueblo, vivió con una familia de campesinos, todos fallecidos ya: Saturnino Arruga; su mujer, Prudencia Escanero, y un hijo. En los dos meses que pasó allí, no cesaron las inquietudes de su alma:

Me hospedé en casa de un campesino muy bueno. Tenía un hijo que todas las mañanas salía con sus cabras, y me daba pena ver que pasaba todo el día por ahí, con el rebaño. Quise darle un poco de catecismo, para que pudiera hacer la Primera Comunión. Poco a poco, le fui enseñando algunas cosas.

Un día se me ocurrió preguntarle, para ver cómo iba asimilando las lecciones:

‑Si fueras rico, muy rico, ¿qué te gustaría hacer?

‑¿Qué es ser rico?, me contestó.

‑Ser rico es tener mucho dinero, tener un banco...

‑Y... ¿qué es un banco?

Se lo expliqué de un modo simple, y continué:

‑Ser rico es tener muchas fincas y, en lugar de cabras, unas vacas muy grandes. Después, ir a reuniones, cambiarse de traje tres veces al día... ¿Qué harías si fueras rico?

Abrió mucho los ojos, y me dijo por fin:

‑Me comería ¡cada plato de sopas con vino!...

Todas las ambiciones son eso; no vale la pena nada. Es curioso, no se me ha olvidado aquello. Me quedé muy serio, y pensé: Josemaría, está hablando el Espíritu Santo.

Esto lo hizo la Sabiduría de Dios, para enseñarme que todo lo de la tierra era eso: bien poca cosa.

En Perdiguera trabajó ‑hasta el 18 de mayo de 1925‑ como un sacerdote ejemplar, según estima el entonces monaguillo, hoy sacristán de la parroquia, don Teodoro Murillo Escuer: tiempo de confesionario, Santa Misa, rosario por la tarde, hora santa los jueves, catequesis y primeras comuniones, preocupación especial por los enfermos. Los visitaba con frecuencia y, si les pedían sacramentos, siempre los facilitaba: "Por aquella época sólo se solía llevar la Sagrada Comunión a los enfermos graves, y en procesión; él la llevaba a todos los enfermos que la pidiesen y en privado".

Teodoro Murillo sintió de veras su marcha. En tan poco tiempo le había tomado gran afecto, porque era "alegre, con un humor excelente, muy educado, sencillo y cariñoso".

Don Josemaría volvió a Zaragoza. Dedicó más horas que antes a terminar sus estudios civiles. Su madre y sus hermanos vivían con él en una casa de la calle de San Miguel ‑derribada años después‑, poco más allá del cruce con la de Santa Catalina. Dio clases de Derecho Romano y Canónico en el Instituto Amado, quizá para atenderlos económicamente.

Dirigía aquel centro, situado en la calle de Don Jaime 1, número 44, don Santiago Amado Lóriga, capitán de Infantería, Licenciado en Ciencias. Era una academia, como las que existían en las ciudades más importantes del país, en la que se podían estudiar el Bachillerato y los cursos preparatorios de algunas Facultades. También se preparaban allí alumnos para el ingreso en las Escuelas de Ingenieros y en las Academias Militares, o para las conocidas oposiciones a Abogados del Estado, Judicatura, Notarías y Registros, o para otros muchos concursos a cuerpos del Estado. En el Instituto Amado se formaban además estudiantes de Derecho, Letras, Ciencias, Comercio y Magisterio.

Debió ser un centro de prestigio ‑no pura academia preparatoria de oposiciones‑, pues en 1927 comenzó a publicar una, revista mensual, en la que, junto a informaciones generales, se incluían ensayos especializados sobre Derecho, temas militares, o Ingeniería y Ciencias. Entre sus profesores figuraron personas que serían antes o después catedráticos de Universidad, o figuras conocidas en la vida española. En el número 3 de la revista, correspondiente a marzo de 1927, aparece, por ejemplo, una nota de don Santiago Amado, director del Instituto, que explica la ausencia de la colaboración de un profesor del centro, don Luis Sancho Seral, porque acaba de ganar sus oposiciones a la cátedra de Derecho Civil en Zaragoza. Se publica también en ese número un artículo de don Josemaría Escrivá, sobre La forma del matrimonio en la actual legislación española: es el primer texto impreso que se conoce del Fundador del Opus Dei.

En Zaragoza celebraba Misa por lo general en la iglesia de San Pedro Nolasco, de los PP. Jesuitas, que residían en las torres de San Ildefonso, pero iban a San Pedro para el culto (todos los Padres y Hermanos de aquella comunidad han fallecido). Acudía, con gente joven, a varias catequesis, una en el barrio de Casablanca. En la Semana Santa de 1927 fue destinado a  Fombuena. En el archivo de la Notaría Mayor del Arzobispado de Zaragoza consta su nombramiento como regente auxiliar del señor párroco de Perdiguera (30 marzo de 1925), pero su nombre no vuelve a aparecer en ese archivo, hasta el 17 de marzo de 1927, en que se le concede permiso por dos años, para marchar a Madrid, con motivo de estudios.

Mientras esperaba confiadamente la definitiva luz de Dios, don Josemaría fue ‑como será toda su vida‑ un sacerdote cien por cien, entregado a su ministerio.

 
 
 
 
 

"Era un sacerdote íntegramente sacerdote y con todas sus consecuencias. Esta era la impresión imborrable que hacía en todos los que le tratamos en aquella época", afirma el doctor don Juan Jiménez Vargas, hoy catedrático de Medicina, que conoció al Fundador del Opus Dei en 1932. A lo largo de estas páginas, tendremos ocasión de ver las más diversas consecuencias de la identificación de Mons. Escrivá de Balaguer con su sacerdocio. Todas obedecen a una única raíz: el amor al Santo Sacrificio de la Misa.

A mis sesenta y cinco años ‑comentaba en 1967‑, he hecho un descubrimiento maravilloso. Me encanta celebrar la Santa Misa, pero ayer me costó un trabajo tremendo. ¡Qué esfuerzo! Vi que la Misa es verdaderamente Opus Dei, trabajo, como fue un trabajo para Jesucristo su primera. Misa: la Cruz. Vi que el oficio del sacerdote, la celebración de la Santa Misa, es un trabajo para confeccionar la Eucaristía; que se experimenta dolor, y alegría, y cansancio. Sentí en mi carne el agotamiento de un trabajo divino.

A Cristo también le costó esfuerzo. Su Humanidad Santísima se resistía a abrir los brazos en la Cruz, con gesto de Sacerdote eterno. A mí nunca me ha costado tanto la celebración del Santo Sacrificio como ese día, cuando sentí que también la Misa es Opus Dei. Me dio mucha alegría, pero me quedé hecho migas.

"Toda su vida ‑ha escrito don Marcelo González, Cardenal Primado de España‑ fue como la prolongación de una Misa interrumpida que glorificaba al Padre, trataba de obtener el perdón para el pecado mediante la gracia sacramental, y ponía el trabajo profesional y las preocupaciones familiares como una hostia purificada junto al altar. Todo esto es lo que percibí en las conversaciones que tuve con él, y también lo he captado con sus escritos, y lo vengo comprobando en los sacerdotes del Opus Dei que he conocido".

Sobre la Santa Misa, sobre la Sagrada Eucaristía, el Fundador del Opus Dei ha dejado páginas bellísimas. Son reflejo de su corazón enamorado, que entendía la Misa como un epitalamio, como un canto de bodas, manifestación de amor.

Es patente el influjo de esos textos, que han llevado a muchísimas almas, en el mundo entero, a saborear la divina realidad de que la Santa Misa es el centro y la raíz de la vida interior, como precisaba constantemente Mons. Escrivá de Balaguer, desde que era un joven sacerdote, y recogería textualmente el Concilio Vaticano II, muchos años después.

Las palabras del Fundador del Opus Dei sobre la Santa Misa mueven y conmueven, porque traslucen una realidad plena y enteramente vivida. "Creo que su chifladura era la Santísima Eucaristía", estima don Joaquín Mestre Palacio, Prior de Nuestra Señora de los Desamparados en Valencia, que amplia así su testimonio: "Me viene a la memoria el cariño, la unción y la piedad con que al señor Arzobispo (se trata de don Marcelino Olaechea) y a mí nos enseñaba los oratorios de Bruno Buozzi (sede central del Opus Dei), deteniéndose especialmente en el Sagrario. Nos lo mostraba con la misma delicadeza y unción con que un misacantano, enamorado del sacerdocio, podría mostrar el cáliz de su primera Misa".

Muchas personas han tenido ocasión de asistir a una Misa celebrada por Mons. Escrivá de Balaguer. Sus comentarios son unánimes, acerca del modo intenso, delicado, profundamente piadoso, con que celebraba.

El actual obispo de Sigüenza‑Guadalajara, don Laureano Castán Lacoma, no ha olvidado las Misas del sacerdote recién ordenado, don Josemaría, en Fonz, un verano de 1926 ó 1927. Don Laureano, entonces seminarista, pasaba en Fonz ‑su pueblo natal‑ las vacaciones. Coincidieron con ocasión de las cortas visitas que don Josemaría, con su familia, hacia a su tío, mosén Teodoro, beneficiado de la capellanía de la casa Moner. Don Laureano le ayudó alguna vez a celebrar la Santa Misa en la capilla de los señores de Otal ‑Barón de Valdeolivos‑, con quienes le unía ‑también a don Laureano Castán Lacoma‑ una gran amistad. Y enaltece "la piedad y fervor con que celebraba el Santo Sacrificio, al que yo me unía con piedad y devoción grandes, que no le pasaron inadvertidas a Mons. Escrivá, como en fecha reciente me comentaba por escrito don Álvaro del Portillo. Es fácil de entender que ya entonces vivía lo que años más tarde escribiría: La Misa es acción divina, trinitaria, no humana. El sacerdote que celebra sirve al designio del Señor, prestando su cuerpo y su voz; pero no obra en nombre propio, sino in persona et ir nomine Christi, en la persona de Cristo, y en nombre de Cristo".

También Pedro Rocamora ayudó a Misa al Fundador del Opus Dei. Fue en Madrid, en la capilla del Patronato de Enfermos, en la calle de Santa Engracia (hoy García Morato). Asistía muchas mañanas, antes de ir a la Universidad: "Cada palabra tenía un sentido profundo y un acento extraño. Saboreaba los conceptos... Don Josemaría parecía desprendido de su contorno humano y como atado por lazos invisibles a la divinidad". Rocamora se sabía de memoria el texto latino de la Misa, y por eso podía seguir bien la liturgia. Aunque han pasado tantos años ‑era entonces 1929‑, mantiene su emoción: "Aquellas mañanas en la capilla de la calle de Santa Engracia, al acabar la Misa, los acólitos del Padre Escrivá a veces no podíamos contener las lágrimas". Por si acaso, Rocamora dice de sí mismo que es un hombre normal, no demasiado sensible ni exageradamente emotivo.

Con el tiempo, el Fundador del Opus Dei tendría que vivir su amor a la Sagrada Eucaristía en circunstancias tan adversas como las que se produjeron en los períodos de persecución religiosa en el Madrid republicano. Julián Cortés Cavanillas publicó °.n un artículo de ABC que en la mañana del 11 de mayo de 1931, .mientras en Madrid ardían iglesias y conventos, "acompañado por mí, llevó en su pecho al Santísimo, desde la capilla en donde era capellán, de la calle de Manuel Cortina, hasta las casas militares, próximas a la glorieta de Cuatro Caminos, donde depositó el divino tesoro eucarístico, en casa de unos amigos aragoneses".

Por esas fechas, como luego en Madrid y Barcelona entre julio de 1936 y diciembre de 1937, su devoción eucarística tuvo que superar dificultades tremendas: celebrar la Santa Misa clandestinamente, llevar escondida la Comunión de un sitio a otro, eran riesgos que podían pagarse con la vida. Muchos sacerdotes santos de Madrid ‑y de otras ciudades españolas‑ no tuvieron miedo a la muerte. Mons. Escrivá de Balaguer comentaría que, en aquellos meses, pensaba frecuentemente en la persecución de los primeros cristianos. A escondidas, con un traje de paisano prestado, muy delgado, en cuanto pudo moverse por Madrid, desplegó una intensa actividad sacerdotal: confesaba, daba ayuda espiritual en conversaciones personales, y en meditaciones a grupos reducidos ‑hasta unos ejercicios espirituales llegó a predicar‑, celebraba la Santa Misa y llevaba la Comunión a unos y otros.

En parecidas circunstancias discurrió su trabajo sacerdotal los días que permaneció en Barcelona, antes de iniciar el camino que, a través de los Pirineos, le conduciría a Andorra. Fueron con él algunos socios de la Obra y unos pocos amigos, dentro de una expedición general conducida por guías conocedores del terreno, para abandonar la zona roja.

El 28 de noviembre celebró la Santa Misa en pleno monte. Acababan de llegar al barranco de la Ribalera, después de caminar toda la noche. Sin aguardar más, escogieron dentro de aquella especie de circo, protegido del viento, las piedras que mejor pudieran servir como altar. Temía irreverencias, pues durante la marcha nocturna, se habían oído algunas blasfemias, pero anunció que iba a celebrar y que podía asistir quien quisiera.

Había allí más de veinte personas que no habían podido ir a Misa desde julio de 1936. La expectación fue grande. Y se emocionaron aún más ante su modo de celebrar la Misa. Un estudiante, Antonio Dalmases, venía con otro grupo que se había incorporado a esta expedición. En su diario quedó anotado: "Nunca he oído Misa como hoy. No sé si por las circunstancias, o porque el sacerdote es un santo".

Unos días después, celebraba el Santo Sacrificio en Andorra, con todos los ornamentos y vasos sagrados, después de casi diecisiete meses de clandestinidad. Mosén Pujol Tubau no ha olvidado, al cabo de treinta y siete años, que se encontró con un puñado de hombres. Se adelantó uno que le saludó con los brazos abiertos: ‑;Gracias a Dios que vemos un cura! Esa persona era don Josemaría, que se le presentó como sacerdote, y le explicó que acababan de cruzar la frontera, y que querría celebrar la Santa Misa para dar gracias a Dios. Así lo hizo al día siguiente ‑uno de los primeros de diciembre‑ en el altar mayor de la iglesia de San Esteban. Mosén Pujol recibió una impresión de profunda piedad, "por la devoción con que ofició, así como por el rato que permanecieron después, él y los que le acompañaban, dando gracias y haciendo oración ante el Sagrario".

Afirmaciones semejantes hacen muchas personas. Antonio Ivars Moreno era estudiante cuando asistió un día de 1939 a Misa en un pequeño entresuelo de la calle Samaniego, donde estaba el primer Centro del Opus Dei en Valencia: "No perdí ni una palabra. Ni un gesto. Cuando celebraba, hacía sentir a los que estábamos con él que había penetrado en las profundidades del gran misterio de nuestra Redención. Aquella Misa era verdaderamente el mismo Sacrificio incruento del Calvario. No había lugar a las distracciones".

Un conocido arquitecto valenciano, Vicente Valls Abad, ha dejado por escrito en las páginas del diario Levante, la huella de sus tiempos universitarios, en la Residencia de estudiantes de la calle Jenner, en Madrid. Era el año 1942, y don Josemaría se encargaba personalmente de la dirección espiritual de los residentes, y de la predicación de meditaciones y retiros. Aunque él tenía cierta prevención, acudió a un retiro espiritual. Le removió la predicación directa, concreta, práctica, penetrante, que animaba a mejorar. Pero sobre todo le desarmó su modo de dar la Bendición con el Santísimo Sacramento: "la unción y el respeto con que lo trató, ese apretón final contra su pecho y ese movimiento ininterrumpido de sus labios, diciéndole cosas al Señor hasta el final de la ceremonia. He aquí ‑pensé‑ un sacerdote enamorado de Dios".

Con corazón de enamorado celebraba la Misa el Fundador del Opus Dei. Y con cariño la decía hasta en los detalles más menudos. Don Vicente Jabonero, histopatólogo de Oviedo, se fijó en uno, durante la Misa de Mons. Escrivá de Balaguer en el campus de la Universidad de Navarra en 1967. Le llamó la atención que, al rezar el Confiteor, hiciera una pausa en el Ideo, precor. El doctor Jabonero entendió que era lógico que fuese así, con la pausa propia de la coma, y no seguido: como si en castellano se dijera "por tanto, ruego a..." Y glosa: "la coma (pausa) era obligada. Entonces comprendí, prácticamente, lo que en Camino había escrito respecto de la oración vocal: Mira lo que dices y a quién lo dices...".

Don Juan Antonio Paniagua, profesor de Historia de la Medicina, se acuerda del reducido piso de Valladolid, al que llamaban "El Rincón". Se empleaba para la labor apostólica con estudiantes universitarios, al principio de los años cuarenta. Allí aprendió, de la mano del Fundador del Opus Dei, a valorar la

importancia de los más pequeños gestos de amor a la Sagrada Eucaristía, a evitar cualquier improvisación en lo relativo al culto divino. Pues Juan Antonio Paniagua advirtió que estos detalles ante todo revelaban ‑velaban‑ un amor: un amor chiflado como el de aquel que describe Camino (438):

- ¡Loco! ‑Ya te vi ‑te creías solo en la capilla episcopal- poner en cada cáliz y en cada patena, recién consagrados, un beso: para que se lo encuentre Él, cuando por primera vez "baje" a esos vasos eucarísticos.

‑ ¡Qué locura!, ¿verdad?, cuenta Paniagua que apuntó el Fundador del Opus Dei a Javier Silió, el más joven de los que entonces estaban allí.

‑Sí, Padre, ¡qué locura!, dijo él, y le respondió:

‑Pues sé tú también muy loco, hijo mío.

A raíz de la muerte de Mons. Escrivá de Balaguer, el obispo de Aquisgrán, Mons. Pohlschneider expuso: "Los sesenta mil socios del Opus Dei lloran la muerte del Padre, que se les ha ido. Pero después de su muerte le guardarán fidelidad interior, porque saben lo que le deben. Pueden decir, con palabras de Lacordaire: “La felicidad más grande que un hombre puede gozar en la tierra es haber encontrado en la vida a un verdadero hombre según el corazón de Dios, a un auténtico sacerdote “.

Pero la autenticidad de su sacerdocio se desdibujaría si la separásemos de su mentalidad laical. Desde un enfoque negativo, tiene mentalidad laical aquel que no es clerical, es decir, aquel que no se sirve de las estructuras eclesiásticas para buscar fines de orden profano, o para recibir un trato distinto al de los ciudadanos normales en la vida civil. Por eso, al Fundador del Opus Dei le repugnaban los privilegios, las exenciones. Le encantaba, en cambio, trabajar dentro del marco de las leyes civiles, cumpliendo sus obligaciones y ‑también‑ exigiendo sus derechos: derechos de ciudadano, no privilegios sacerdotales.

Otro tipo de clericalismo malo es el que se puede producir por mimetismo, o por complejo de inferioridad: presentar como si fueran un ideal para el laico las actividades propias del sacerdote; requerir la presencia del cura en los trabajos civiles como sistema para impregnarlos de sentido cristiano. El cura aseglarado, y el laico sacristán ‑fuera del templo‑ son desquiciamientos producidos por el clericalismo malo, que hacen perder el sentido de la realidad, e invierten el sitio de cada uno. Por el contrario, es parte de la mentalidad laical saber estar cada uno en su sitio.

Mons. Escrivá de Balaguer se caracterizaba por "su decidido apoyo a la secularidad", inseparable de "su sacerdocio tan plenamente, tan consecuentemente, tan coherentemente vivido hasta en el último detalle" (Mons. Francisco Hernández, en La Religión, Caracas, 26 de julio de 1975).

Porque el puesto del clérigo en el mundo es puesto de servicio, universal, sin excepción alguna. El sacerdote ha de ser otro Cristo, que vino a servir, no a ser servido. Y el gran servicio que ‑hoy como ayer‑ ha de prestar el sacerdote a los hombres es hablarles de Dios, hacerles a Dios presente en su vida. No me cabe la menor duda de que no hay nada más laical en un sacerdote que hablar de Dios.

Al Fundador del Opus Dei le preguntaron muchas veces sobre la mentalidad laical. Un 19.de octubre de 1972 en Madrid enunciaría de nuevo: yo soy anticlerical porque amo al sacerdote. Fue el suyo un anticlericalismo bueno, porque buscaba la fidelidad del sacerdote a su propia y exclusiva misión. Quería persuadirles de que los curas que no hablan de Dios son todos clericales, en el sentido peyorativo de la palabra.

Prácticamente todo en la vida del Fundador del Opus Dei iba orientado a hacer que los seglares se santificasen en su trabajo profesional ordinario: ese trabajo del que viven, del que sacan lo necesario para sostener a la familia y cumplir con sus deberes sociales. Y el ministerio sacerdotal lo enfocaba también como trabajo profesional ordinario, como un trabajo de Dios.

Mons. Escrivá de Balaguer fue un sacerdote que no hablaba más que de Dios. Era ostensible, clamorosamente patente. Y vivió también muy a fondo esa mentalidad laical que tanto predicó, con todas las consecuencias prácticas que de ella se derivan: para un sacerdote, no mangonear las almas, no entrometerse en lo ajeno, respetar la libertad de las conciencias, abominar de privilegios y exenciones...

Llevó esta actitud hasta el extremo de no querer vivir de la sotana. Hubo momentos en que pasó graves apuros económicos. Entre otros muchos, cuando se trasladó a Madrid en 1927. Entonces dio clases de Derecho romano y de Derecho canónico en la Academia Cicuéndez, por la simple razón de que necesitaba dinero para atender las necesidades económicas de su familia.

Después de la guerra de España aceptó un puesto como profesor en la Escuela Oficial de Periodismo. Seguro que seguía necesitando dinero, aunque allí no debía ganar mucho. Fue a aquella Escuela para atender el ruego de un amigo, Giménez Arnau, entonces Director General de Prensa, y porque explicar Ética y Deontología a futuros periodistas era un modo de dar doctrina, de hablar de Dios. Ésta fue la razón fundamental de su presencia en la Escuela Oficial de Periodismo.

En la Hoja del Lunes de Madrid, escribió Pedro Gómez Aparicio, primer secretario de aquella Escuela: "Supongo que aún perdura el recuerdo de don Josemaría entre los que fueron sus alumnos. Su trato era sencillo, respetuoso y afable; su carácter, abierto, optimista y generoso, siempre dispuesto a un diálogo

cordial. Creo que hubiera sido un gran periodista de no absorberle sus actividades apostólicas".

Aunque atendiese aquellos trabajos con sentido de responsabilidad, estaba siempre claro que no era ésa su dedicación profesional. Sólo quería ser sacerdote. Muchos le animaron a preparar oposiciones a cátedras, pero su respuesta fue siempre negativa: contestaba que así podía haber un catedrático más; pero que si era sacerdote cien por cien, si era plenamente sacerdote, habría muchos sacerdotes y muchos profesionales, y muchos obreros y muchos matrimonios santos entregados a Dios.

Desde esta perspectiva se comprende por qué insistía tanto en que los sacerdotes vistiesen el traje talar u otro hábito correcto que, cumpliendo las normas dadas por sus obispos, denotara enseguida la presencia del ministro de Cristo. Entendía el sacerdocio como un ministerio, como un servicio público, y juzgaba que los demás ‑católicos o no‑ tenían derecho a poder reconocer al sacerdote por su atuendo, para requerir sus servicios en cualquier lugar o circunstancia. Decía a los sacerdotes que se mostrasen así por deber de caridad o de justicia, pero también como consecuencia de su mentalidad laical.

Don Josemaría lo vivió, incluso heroicamente, en tiempos difíciles, cuando en Madrid era arriesgado andar por la calle con sotana. Después de las quemas de iglesias y conventos de mayo de 1931, sacerdotes capaces de una actuación decidida y valiente si llegaba el caso, iban ordinariamente de paisano por las calles madrileñas. El Fundador del Opus .Dei, según testimonia el Dr. Jiménez Vargas, desde que él le conoció en 1932, "nunca admitió ir de paisano. Es más, llevaba manteo, que sin duda era más llamativo ‑valga la palabra‑ que el abrigo".

Mons. Cantero, Arzobispo de Zaragoza, resumió éstos y otros rasgos del alma sacerdotal, de la personalidad entera de Mons. Escrivá de Balaguer, en la homilía que predicó en el funeral celebrado en aquella ciudad por su eterno descanso: "el equilibrio y armonía para unir en su vida y en su obra la prudencia y la audacia; el tesón de su tierra baturra y la apertura sin recovecos al pensamiento de los demás; el respeto y el amor a la libertad con la observancia de la disciplina y de la obediencia; el sentido del humor con el aguante ante la cruz del sufrimiento físico y moral; el talante de un optimismo eripedernido con la valoración de las limitaciones y miserias humanas; la fidelidad a la ortodoxia con el hombre y la sed de la creatividad al servicio de Dios, de su Iglesia y de los hombres sus hermanos, porque amaba a Dios, a la Iglesia y a los hombres con el mismo corazón.

Y es que Mons. Escrivá de Balaguer fue, ante todo y sobre todo, un hombre de Dios: un sacerdote.  "

 

 
 
 
 

Que busques a Cristo, que encuentres a Cristo, que ames a Cristo. Madrid, 29‑V‑33. Don Ricardo Fernández Vallespín conserva un ejemplar de la Historia de la Sagrada Pasión del P. Luis de la Palma, con esta dedicatoria del Fundador del Opus Dei.

Desde su juventud, y hasta su muerte, podría decirse que Mons. Escrivá de Balaguer no hizo otra cosa que poner almas delante de Cristo, de ese Cristo que es herí et hodie, ipse et in saecula, "el mismo ayer y hoy y por los siglos" (Heb. 13,8). Cristo, que es la única Víctima, el único Modelo. Cristo, que no es un personaje histórico, sino que vive, y espera a cada uno de los cristianos desde hace veinte siglos.

Probablemente un teólogo que analice con calma sus escritos se verá obligado a reconocer que su doctrina, ante todo, es netamente cristológica. Pero, sin entrar en profundidades teológicas ‑otros lo harán‑ es claro que su sentido cristocéntrico va inseparablemente unido a su devoción mariana y a su afecto incondicionado hacia el Papa, el Vicecristo, el dulce Cristo en la tierra, como gustaba repetir con Santa Catalina de Siena.

Bastaba un rato de conversación ‑por breve que fuera para darse cuenta enseguida de que todo en su vida giraba alrededor de Cristo, de María y del Papa. Lo comprobó don Alfonso

Casas, chantre de la catedral de Túy, a quien el obispo de aquella diócesis presentó al Fundador del Opus Dei en 1945: "No sé si fue entonces (o posteriormente, a través de sus escritos) cuando pude apreciar su profundísima devoción a la Santísima Virgen, a San José, y su incesante e intenso amor al Papa".

"Tres grandes fuerzas ‑ha bosquejado en el diario ABC don Marcelo González, Cardenal Primado de España‑ animaban su vida interior, presentes cada día y cada hora en su espíritu, de valor supremo e insustituible para vivir como hijo de la Iglesia en su doble dimensión mística (amor al misterio de la Esposa de Cristo) y apostólica (dinamismo de una fe que aspira a renovar el mundo). Eran la Eucaristía, particularmente el santo sacrificio de la Misa (sentido de redención); amor a la Humanidad de Cristo, niño, hombre, muerto y resucitado (sentido de encarnación de la fe en el mundo), y amor vivísimo a la Santísima Virgen María, de la cual no quería ver separado a San José (sentido de familia de los hijos de Dios que tienen junto a sí motivos de gozo, al encontrarse con la belleza espiritual y la ayuda materna de María)".

Efectivamente, su devoción a Santa María era inseparable de San José. Lo llevaba hasta el extremo, si se quiere anecdótico, pero altamente significativo, de unir en una sola palabra su nombre de pila, Josemaría. Como relataba el canónigo don Mariano A. Taberna en el Diario de Ávila (28 de junio de 1975), a raíz de su muerte: "Escribo el nombre completo, porque no toleraba nunca que se le llamara sólo don José. Por favor, no me quite a la Virgen, decía inmediatamente".

Otro sacerdote, don Ramón Cermeño, repasa unos ejercicios espirituales en el Seminario de Ávila, poco después de terminada la guerra de España: insistía en la importancia de fomentar durante el día la presencia de Dios, llamaba a la Virgen "la Señora" y "Santa María", y recomendaba invocarla antes de comenzar el estudio con la jaculatoria Sancta María, Mater Dei et Sedes sapientiae, ora pro me, "costumbre que en cuanto a mi se refiere llegó a ser connatural". Y concluye: "Inculcó también tener gran devoción al `Señor San José', cosa que se notaba él vivía".

El Fundador del Opus Dei vivía lo que decía, hablaba de lo que vivía. A propósito de aspectos diversos de la vida cristiana, todos los que le conocieron lo anotan. No hay excepción tampoco, cuando se trata de San José y de Santa María. Afirma el P. Sancho, O.P.: "Era muy devoto de la Virgen, mucho, mucho. Conservo su libro sobre el Santo Rosario, que es todo él una prueba viva de su devoción mariana; si no la hubiera tenido, no hubiera escrito ese libro lleno de una gran ternura con nuestra Madre".

Diversas manifestaciones de cariño a la Virgen, llenas de delicadeza hacia la que es Madre de Dios y Madre nuestra ‑así le gustaba reiterar‑, se han incorporado a la vida diaria de los socios del Opus Dei, por él recogidas del tesoro de las recias y seculares tradiciones cristianas: el Santo Rosario, el Ángelus, el Acordaos, las tres Avemarías de la noche, el escapulario del Carmen, las imágenes de Santa María que presiden tantos lugares de trabajo y de oración.

Y junto a la devoción a Santa María ‑inseparable‑, recurrió siempre a San José, a quien muy pronto invocó como Padre y Señor. A él se encomendó siempre, como maestro de vida interior. Sobre San José ha dejado páginas espléndidas que glosan su vida de trabajo, su docilidad a los planes divinos, su humilde sentido de responsabilidad, su amor y delicadeza hacia María y Jesús. Del Santo Patriarca tenían que aprender los socios de la Obra a tratar ‑a contemplar‑ a Jesucristo y a la Virgen.

En los últimos años de su vida, la presencia de la trinidad de la tierra ‑Jesús, María y José‑ que desde que era sacerdote joven fue connatural al Fundador del Opus Dei, se hace de día en día más intensa, más entrañable. Y en esos años finales de su caminar terreno, proclama con ímpetu su amor a San José, al que reserva un trato especial que lo penetra todo. Cabe destacar dos ideas, que el Fundador del Opus Dei invocará con ocasión y sin ella y que, sin duda, están en el centro de su última predicación sobre el Santo Patriarca. Tienen enjundia teológica y, sobre todo, un inextinguible despliegue de consecuencias prácticas. Bien grabadas quedaron a un socio del Opus Dei brasileño, en mayo de 1974, que iba con el Padre en el avión que le llevaba de Río de Janeiro a Sáo Paulo. Durante aquel viaje, comenzó a hablar de San José y de su propósito, para aquel mes de mayo, de meter a San José en todo. Esas dos ideas, que enmarcaban todo un programa de vida contemplativa, y que esbozó brevemente durante el vuelo, eran:

‑Después de Santa María, es la criatura más perfecta que ha salido de las manos de Dios; yo estoy seguro.

‑Pensad que podría aplicarse a San José lo que dicen los teólogos de Santa María: que Dios Nuestro Señor podía llenarla con su gracia, y si pudo, lo hizo...

            Con San José, su Esposa está presente en los momentos decisivos de la vida de Mons. Escrivá de Balaguer y de la historia del Opus Dei. Antes de su fundación, en la súplica confiada a la Virgen del Pilar. El 2 de octubre de 1928, en las campanas de la iglesia madrileña de Nuestra Señora de los Ángeles, que festejaban a su Patrona, y oyó mientras hacía oración. En la primera aprobación que el Opus Dei recibió de la Santa Sede, el 11 de octubre de 1943, día de la Maternidad de la Virgen. El 2 de febrero de 1947, Fiesta de la Purificación de Nuestra Señora, cuando Pío XII promulgó la Constitución Apostólica Provida Mater Ecc1esia, mediante cuya aplicación el Opus Dei obtendría la aprobación solemne de la Iglesia. El 15 de agosto de 1951, cuando en la Santa Casa de Loreto ‑en momentos muy difíciles‑ hizo la Consagración de la Obra al Corazón Dulcísimo de María. Hasta la hora del Ángelus del 26 de junio de 1975, en que sintió el delicado beso de Santa María, camino de la presencia eterna ante su Hijo.

El recurso filial a Nuestra Señora fue constante: acudía a Ella para lo grande, y para lo aparentemente más pequeño. Y tenía afecto a todas las advocaciones de la Virgen.

Lorenzo Martín Nieto, arquitecto de Sevilla, coincidió con Mons. Escrivá de Balaguer, por los años cuarenta, un día de Jueves Santo. El Fundador del Opus Dei había llegado a Sevilla el día anterior. Se veía la necesidad de encontrar un sitio donde pudieran vivir algunos socios de la Obra, y desde allí desarrollar la labor en aquella ciudad:

Rezad para que pronto tengamos una casa, pues aquí estamos de prestado ‑les confió‑. Se lo he pedido a vuestra Patrona, la Virgen de los Reyes, y le he dicho que, si nos prepara pronto una residencia de estudiantes en esta tierra, su imagen presidirá el oratorio que allí se instale.

El 15 de noviembre de 1972 consagró el altar del oratorio del Colegio Mayor Guadaira, instalado pocos años antes en un edificio de nueva planta. El oratorio está presidido por una imagen de la Virgen de los Reyes, en una talla distinta, mejor acabada, que la que estuvo en la primera sede de Guadaira, desde los años cuarenta.

Aquel día, después de consagrar el altar, se quedó un buen rato con los residentes, en el salón de actos. Y resaltando cómo Cristo perdonaba desde la Cruz, vino a su mente la primera vez que había estado en Sevilla, durante una Semana Santa. Se puso a hacer oración delante de un paso, de una imagen de la Virgen:

Me fui a la luna. Viendo aquella imagen de la Virgen tan preciosa, ni me daba cuenta de que estaba en Sevilla, ni en la calle. Y alguien me tocó así, en el hombro. Me volví y encontré un hombre del pueblo, que me dijo:

‑Padre cura, ésta no vale na; la nuestra es la que vale!

De primera intención casi me pareció una blasfemia. Después pensé:

‑Tiene razón; cuando yo enseño retratos de mi madre, aunque me gustan todos, también digo: éste, éste es el bueno.

¡Qué amor tenéis a la Virgen aquí, hijos míos! Que Ella os bendiga y os guarde.

Que os haga limpios, que os haga rectos, que os haga alegres ‑lo sois‑, que os haga felices en la tierra; aunque tengáis algún pecadillo que otro... Jesucristo os perdonará, porque cuando volvéis a Ella, volvéis a su Hijo.

Además, somos tan débiles todos... Ya rezaréis para que también yo vuelva siempre a mi Madre, con el amor que le tenéis vosotros. He venido a Sevilla, una vez más, para aprender a amar a la Virgen. No vengo a enseñar: vengo siempre a aprender. Y quiero a la Virgen en todas vuestras imágenes, que son tan maravillosas. Precisamente me decían ayer:

‑¿No irá usted a ver..., tal imagen de la Virgen?

Y yo les contesté:

‑Mira, a mí me gustan todas las imágenes de Nuestra Señora. Tendría que ir a verlas todas, y eso no es posible; así que no podré ver esa imagen que me dices.

En un rincón de Aragón estamos levantando un gran santuario a la Virgen. Amo tanto a Nuestra Señora, que no haré ninguna propaganda de la Virgen de Torreciudad, ninguna (...). Porque amo todos los retratos de mi Madre, todas las imágenes de la Virgen.

En los primeros años de su vida, ermitas y santuarios de toda España habían conocido los piropos ‑el Santo Rosario‑ del Fundador del Opus Dei. Luego serían del mundo entero: Lourdes, Fátima, Loreto, Einsiedeln, Guadalupe (México), Nuestra Señora Aparecida (Brasil), Luján (Argentina), Lo Vázquez (Chile). O cualquier imagen de Santa María escondida en los rincones de una calle madrileña o romana, o en iglesias ‑católicas o no‑ de media Europa.

Pedro Casciaro, que había conocido a don Josemaría en los comienzos de 1935, quiso tenerlo como director espiritual. Bajo su guía fue aprendiendo a hacer oración, a estar en la presencia de Dios en todo momento, también por la calle. Para ayudarle de modo práctico, le preguntó un día cuál era el camino habitual desde su casa ‑en la calle de Castelló‑ hasta la Escuela de Arquitectura ‑tenía él clases en el edificio de Areneros que el gobierno había incautado a la Compañía de Jesús‑ o la Facultad de Ciencias, aún en San Bernardo. Y entonces le fue enumerando las imágenes de la Virgen que podía encontrar en su camino:

En la calle de Goya ‑más o menos fueron éstas sus palabras‑ hay una pastelería apenas volver la esquina de Castelló, que tiene una hornacina con la Purísima Concepción; al llegar a la estatua de Colón, en el cruce con el paseo de la Castellana, tienes en uno de los relieves del pedestal de la estatua una escena de los Reyes Católicos donde hay una imagen de la Virgen del Pilar; subiendo por los Bulevares...

Pedro Casciaro quedó sorprendido al comprobar su poca capacidad de observación, él ‑estudiante de Arquitectura‑ que tanto solía fijarse en los detalles ornamentales. En realidad ‑apostilla‑, "sólo un alma enamorada de la Virgen habría podido detectarlas. Desde entonces mis horas de trabajo fueron adquiriendo un nuevo sentido de santificación, y mis andanzas por las calles de Madrid, nuevas perspectivas contemplativas".

Y, por fin, el Papa, el dulce Cristo en la tierra.

Encarnación Ortega ilustra con muchos detalles su llegada a Roma el 27 de diciembre de 1946, con otras tres asociadas de la Obra, las primeras que iban a quedarse en Italia. En el recorrido del aeropuerto romano al pequeño piso, instalado en Piazza Cittá Leonina, quiso el Fundador que pasaran por el Colosseo y que allí rezaran, despacio, un Credo, pidiendo a los mártires ‑que en aquel lugar dieron su vida‑ fe y fortaleza para ser buenos instrumentos en servicio de la Iglesia y del Romano Pontífice. A la mañana siguiente, ante el sepulcro del primer Papa, renovaron su petición con amor filial, y rezaron intensamente por el Romano Pontífice que en aquel momento ocupaba la sede de Pedro.

No fue una excepción. Más bien al contrario: el Fundador del Opus Dei siempre enseñó a las almas a querer y a orar por el Santo Padre, viendo en él al representante ‑al Vicecristo‑ de Dios en la tierra. Por eso quería que toda persona del Opus Dei que llegase á Roma fuese inmediatamente a la Basílica de San Pedro para renovar su fe y rendir homenaje al Pontífice reinante.

Su amor, su veneración por el Papa ‑quienquiera que fuese era patente. No hacía falta, ni mucho menos, ser socio del Opus Dei para advertirlo. El 27 de agosto de 1972 ‑y es un ejemplo entre muchos‑ el Cardenal Frings predicaba en Colonia con motivo de la primera Misa solemne de un nuevo sacerdote del Opus Dei: "Para ser sacerdote en la Iglesia Católica hay que estar firmemente convencido ‑convencido, diría yo, con una divina certeza‑ de que la Iglesia es dirigida en su cúspide por Pedro y por su sucesor, el Papa. Mons. Escrivá lo ha captado desde hace tiempo. Y él ha ido por delante de los suyos en su fiel lealtad al Papa, y ha permanecido siempre en fidelidad inconmovible al Papa".

El Consiliario del Opus Dei en España, don Florencio Sánchez Bella, pronunció la homilía en el funeral por el alma de Mons. Escrivá de Balaguer que se celebró en los primeros días de julio de 1975 en la madrileña Basílica de San Miguel. En un momento dado, contempló su amor apasionado por la Iglesia:

"Sus últimas palabras ‑lo habéis leído en la prensa‑ fueron de amor a la Iglesia y al Papa.

"Permitidme una expansión de amigo. Quiero contaros una anécdota bien reciente, del sábado pasado. Estábamos haciendo oración por la mañana, temprano, en el oratorio del Consejo General del Opus Dei en Roma. Hacía poemas horas que habíamos dado sepultura al cuerpo de Monseñor Escrivá de Balaguer. Ambiente de paz, de serenidad, mientras el sacerdote, sentado en una pequeña mesa, leía un libro de meditaciones compuesto hace bastantes años. Hasta que llegó a una cita del Padre, allí recogida. Os la leeré: Cuando vosotros seáis viejos, y yo haya rendido cuentas a Dios, vosotros diréis (...) cómo el Padre amaba al Papa con toda su alma, con todas sus fuerzas.

"Brotaron aquí sollozos que subrayaban cómo iba ya preparándonos nuestro Padre en caminos de fe, de esperanza y de amor, unidos inseparablemente a la Iglesia y al Papa'".

Este espíritu del Fundador del Opus Dei se compendiaba en un adjetivo: "romano". El cardenal Poletti, Vicario de la diócesis de Roma, escribía a don Álvaro del Portillo, entonces Secretario general del Opus Dei, el día 27 de junio de 1975:

"La Diócesis de Roma debe mucho a tantos Fundadores de Institutos Religiosos, Asociaciones, y actividades apostólicas que se han desarrollado en la Urbe. Mons. Escrivá de Balaguer, personalidad  que se suma a esta admirable serie de hombres de Dios.

"Él ‑que vivía en Roma desde 1946‑ se preciaba de ser “muy romano” y ha inculcado a sus hijos e hijas, repartidas por el mundo, este amor suyo a Roma, la diócesis del Papa. (...) Como Vicario General del Santo Padre, al recordar la figura del Fundador del Opus Dei, deseo expresar mi agradecimiento por el celo suyo y el de sus hijos, que ha sido un fermento de vida apostólica en los más variados ambientes de la vida romana”.

El texto íntegro de esta carta apareció en el número de la Rívista Diocesana di Roma correspondiente a julio‑agosto de 1975. En ese mismo número Francesco Angelicchio publicaba un artículo con el expresivo título Un sacerdote español “muy romano”. En él se preguntaba: “¿Por qué quiso Mons. Escrivá de Balaguer ser “muy romano”? ¿Cuál ha sido la razón para que quisiera con todas sus fuerzas, como repetía a sus hijos, “romanizar” la obra que ha fundado? Sin duda, para tener él mismo y para dar a la nueva fundación idéntico aire con el que Cristo quiso dar a su Iglesia y a su Vicario estableciéndolo en Roma. Para el fundador del Opus Dei, romanidad es sinónimo a la vez de unidad y de universalidad, es manifestación de amor y obediencia al Papa, obispo de Roma, es expresión de docilidad y de servicio a la sede apostólica, es deseo de impregnarse en el espíritu de la primitiva cristiandad y de la Iglesia de los mártires que en Roma aportaron la mayor contribución a la salvación y al incremento de la fidelidad a la Esposa de Cristo y al Primado de Pedro".

El Fundador del Opus Dei quería grabar en los socios de la Obra ‑en todos los fieles‑ el amor hacia el Vicario de Cristo que rebosaba dentro de su corazón de cristiano. Una vez más, decía y enseñaba lo que vivía. Su primer viaje a Rama fue en 1946. Tras una difícil travesía por mar de Barcelona a Génova ‑donde Mons. Escrivá de Balaguer celebró su primera Misa en tierra italiana, en una iglesia medio destruida por los bombardeos de la guerra‑, hizo el camino de Génova a Roma en coche, junto con don Álvaro del Portillo y don Salvador Canals, que habían ido a recibirles a Génova. También viajaba don José Orlandis, que narra así la llegada a la Ciudad Eterna:

"Había todavía luz en el cielo, en el crepúsculo de uno de los días más largos del año, cuando por la Vía Aurelia llegamos a las cercanías de la Urbe. En cierto momento, y tras una revuelta del camino, apareció ante nuestros ojos la cúpula de San Pedro. El Padre se emocionó visiblemente y rezó en voz alta un Credo. Pocos minutos después, nos deteníamos en Piazza delta Cittá Leonina, donde estaba el piso recién alquilado, que fue el primer domicilio de Monseñor Escrivá de Balaguer en Roma. Una terraza de esta casa se abría sobre la Plaza de San Pedro, y a la derecha se alzaba la mole del Palacio Vaticano, con la ventana iluminada donde trabajaba el Romano Pontífice. Nuestro Padre estaba lógicamente fatigado tras aquel largo y duro viaje. Mas, a pesar de nuestros ruegos, no quiso retirarse a descansar y pasó la noche entera en oración en esa terraza, teniendo enfrente la casa del Vicario de Cristo en la tierra.

"Quiero, todavía, dejar constancia de un detalle que, sin duda, constituyó para nuestro Fundador una heroica y silenciosa mortificación. La gran ilusión de toda su vida había sido hacer su `romería' y videre Petrum. Se dio la circunstancia de que la primera residencia a donde fue a vivir a su llegada a Roma se hallaba a un paso de la Plaza de San Pedro. Pero nuestro Padre debió de resolver entonces ofrecer a Dios lo que para él representaba el más costoso sacrificio. Y dejó pasar un día, y otro, y otro, hasta seis, sin cruzar la Plaza y postrarse ante la tumba de San Pedro. Por fin ‑nosotros veníamos observando estas cosas con silencioso respeto‑ el día 29, Fiesta del Apóstol, dijo:

Vamos a San Pedro. Salimos a la calle, cruzamos la Plaza, entramos en la Basílica, y nuestro Fundador pasó largo rato orando de rodillas ante el Altar de la Confesión. Luego, regresamos al piso de Cittá Leonina".

Algo semejante relata Francesco Angelicchio, en el artículo citado poco más arriba: "Le gustaba mucho ‑en algunas épocas durante muchos días seguidos‑ acercarse hasta la Plaza de San Pedro para rezar el Credo y la oración `pro Pontifice'. Al llegar a las palabras `creo en la Iglesia, una, santa, católica, apostólica', hacía una pequeña variación, que rezaba con gran intensidad: creo en mi Madre la Iglesia Romana, repitiendo tres veces este acto de fe. A continuación, proseguía: `una, santa, católica, apostólica'. Veíamos cómo las meditaba y procuraba grabarlas a fuego en la cabeza y en el corazón incluso de las personas que le acompañaban".

Mons. Escrivá de Balaguer rezó e hizo rezar, todos los días, en todos los Centros de la Obra, y a todos los socios, por la persona y las intenciones del Papa. Lo subrayó el Consiliario del Opus Dei en Italia, Mario Lantini, en los funerales celebrados el 28 de junio de 1975 en la Basílica romana de San Eugenio:

"Cristo. María. El Papa. ¿No acabamos de indicar, en tres palabras, los amores que compendian toda la fe católica? Mons. Escrivá de Balaguer, el Padre, había escrito estas palabras en 1934, cuando tenía treinta y dos años y el Opus Dei no contaba más que seis. Estas tres palabras componen un programa que ha guiado su vida entera, la de todos los socios del Opus Dei y la de cientos de miles de personas de todo el mundo".

 
 
 
 
 
 

Hasta el momento mismo de su muerte, el Fundador del Opus Dei manifestó su amor ‑su auténtica pasión‑ por la santidad de todos los sacerdotes. En la mañana del 26 de junio de 1975, dos horas antes de morir, el Fundador decía en un Centro de la Sección de mujeres del Opus Dei en Castelgandolfo:

Vosotras, por ser cristianas, tenéis alma sacerdotal, os diré como siempre que vengo aquí. Podéis y debéis ayudar con esa alma sacerdotal y, con la gracia de Dios, al ministerio sacerdotal de nosotros, los sacerdotes. Entre todos, haremos una labor eficaz.

Sacad motivo de todo para tratar a Dios y a su Madre Bendita, Nuestra Madre, y a San José, nuestro Padre y Señor, y a nuestros Ángeles Custodios, para ayudar a esta Iglesia Santa, nuestra Madre, que está tan necesitada, que lo está pasando tan mal en el mundo en estos momentos. Hemos de amar mucho a la Iglesia y al Papa. Pedid al Señor que sea eficaz nuestro servicio a su Iglesia y al Santo Padre.

Se trataba de un tema muy original que predicó sin interrupción a lo largo de los años ‑nadie hasta él había precisado esa realidad teológica del alma sacerdotal propia de todos los fieles, también de las mujeres‑, y una vez más pedía ayuda.

Su amor por los sacerdotes ‑y por los religiosos y las religiosas, aunque siempre advertía que no era ésta su vocación- fue constante en su vida. Lo destacaba el Arzobispo de Zaragoza. Mons. Cantero, en la homilía que pronunció en un funeral por el alma del Fundador del Opus Dei, con una anécdota expresiva: "Yo jamás olvidaré uno de mis encuentros personales con mi querido y llorado amigo Josemaría Escrivá. Inesperadamente, al caer la tarde del 14 de agosto de 1931, se presentó en mi casa en Madrid, con un calor de bochorno, en cuyo cielo, aun después de tres meses, parecía seguir flotando el humo de la quema de los conventos. Aquella visita y conversación con Josemaría Escrivá cambió la perspectiva de mi vida y ministerio pastoral".

Mons. Abilio del Campo, obispo de Calahorra, La Calzada y Logroño, testificó también su amor incondicional e incondicionado al Romano Pontífice, su veneración a la Jerarquía y a los sacerdotes, sus hermanos, y su cariño a los religiosos. Y recalcó con especial fuerza su amor a los sacerdotes diocesanos, para los que providencialmente abrió un lugar en el Opus Dei, y a los que siempre inculcó obediencia rendida al Ordinario propio. En su diócesis ha conocido a diversos sacerdotes realmente ejemplares, socios de la Obra, que "siempre han sido para mí hijos obedientes v celosos colaboradores en las tareas pastorales".

A su vez, Mons. Méndez, Arzobispo de Pamplona, declaraba en una entrevista periodística de urgencia, al tenerse noticia del fallecimiento del Fundador del Opus Dei: "También advertí su dimensión sacerdotal. El tema del sacerdocio afloraba con vivo amor. Todo lo relacionado con los sacerdotes le interesaba de forma apasionada".

Y vivió esta solicitud en todo momento, incluso, en circunstancias muy duras. Así, en los bosques de Lérida, mientras esperaba en el invierno de 1937 el momento de iniciar el camino que por los Pirineos debía llevarle hasta Andorra, había un sacerdote de Pons, escondido en el feudo de Vilaró, que fue a ver al Fundador del Opus Dei, y charló con él en diversas ocasiones. en otra cabaña, aproximadamente a una hora de distancia, hacía un grupo de sacerdotes refugiados desde el primer día de la guerra. No dejó de visitarlos, para reforzar su optimismo y su visión sobrenatural.

Experimentaba con gran claridad que de la santidad de todos los sacerdotes depende la santidad de muchas almas. Lo observó un sacerdote de León, don Manuel Martínez Martínez, oyéndole predicar los ejercicios espirituales para los sacerdotes de aquella diócesis, poco después de terminar la Guerra de España. Le había invitado el P. Ballester, obispo de León, que un día de aquellos observó: ‑¿Ha visto usted cómo le escuchan? Y Mons. Escrivá de Balaguer respondió al prelado que procuraba esmerarse con los sacerdotes, porque ellos tendrían luego que moverla piedad de los fieles: si se consigue ‑decía‑ que los sacerdotes sean hombres de más fe, más virtuosos, se habrá conseguido todo».

Este amor a todas las almas explica que el Fundador (¡el Opus Dei predicase, por aquellos años cuarenta, tantos ejercicios y retiros espirituales a sacerdotes de toda España. No le sobraba el tiempo, porque entonces su trabajo para impulsar la Obra era enorme y ‑hasta 1944‑ fue el único sacerdote del Opus Del. Tenía que preparar a los socios de la Obra para el apostolado, y hacía además una amplia labor con otros muchos fieles, que buscaban en él dirección espiritual y aliento. Por si fuera poco, le llamaban obispos de toda España para predicar a sacerdotes `° a religiosos. Al acabar la guerra española tenía 37 años, y eran muchos los prelados que le apreciaban. Por eso acudían a él. para que les ayudase a formar a sus sacerdotes.

Don Jesús Enjuto, que tenía 73 años en 1975, asistió en el verano de 1942 ‑o 1943, no sabe precisar de memoria‑ a los ejercicios espirituales que el Fundador del Opus Dei dirigió en el Seminario diocesano de Segovia, invitado por el Obispo, Monseñor Platero. Como, hasta fechas recientes, todos los prelados organizaban ejercicios para el clero de sus diócesis, no es arriesgado pensar que quizá algún sacerdote acudiera más por cumplir con el obispo que por verdaderos deseos de aprovechar ese medio tradicional para aumentar la vida interior. Precisamente en aquel verano, a don Jesús Enjuto le dio por pensar la unanimidad de todos: "fueron unos ejercicios espirituales como nunca se habían tenido", por la fuerza de su predicación, llena de cariño, de amor, de espiritualidad, que "no empleaba las disyuntivas tremendistas al uso, desalentadoras a veces y que presentaban la santidad como algo inasequible". Al contrario, era "una predicación estimulante, que a todos, sin excepción, nos movió, nos entusiasmó". Se notaba que el predicador amaba a los religiosos, pero no amaba menos a sus hermanos en el sacerdocio y los quería también santos, tan santos como el religioso más observante (idea ésta ‑es preciso subrayarlo hoy‑ no habitual en aquellos tiempos, en que la vida de santidad, la perfección, se asociaba al claustro, a la entrega propia de los religiosos).

Numerosísimos sacerdotes ponderan hoy ‑al cabo de más de treinta años‑ los ejercicios o retiros a los que asistieron entonces. Algunos conservan notas, como don Jaime Bertrán Crespell, que estuvo del 13 al 18 de octubre de 1941 en el Seminario Conciliar de Lérida. Era coadjutor de la parroquia de San Juan Bautista y profesor adjunto de Religión en el Instituto de segunda enseñanza de aquella ciudad. La idea central que retiene de aquellos días fue "enamorarme de Jesucristo". Y sus dos primeros propósitos, "sentirse sacerdote cien por cien" y "aparecer tal en todas partes", inspirados por el director de la tanda.

Una de las cosas más expresivas la publicó don Juan Ordóñez Márquez, en el diario ABC de Sevilla. Comenzaba su artículo: "No sabemos si ha muerto un santo. La Iglesia juzgará en su día. Sólo sabemos que ha muerto un sacerdote que hizo camino. Y ;qué sacerdote!". Hacía luego toda una descripción del sacerdocio sin fronteras del Fundador del Opus Dei, que culminaba ‑como supremo elogio‑ en la afirmación de que fue un "sacerdote, en fin, capaz de contagiar de entusiasmo sacerdotal a los propios sacerdotes en la Iglesia".

Para conseguir esa sintonía, ese entusiasmo, no parecía hacer nada extraordinario. Era uno más, hermano de sus hermanos, que les quería con locura, y por esto, nunca dejó de abrumarle el hecho de que debiera ser él quien les predicara: en más de una ocasión, les decía que era como vender miel al colmenero. Nada raro, nada extraordinario había en sus ejercicios espirituales. Don Francisco Álvarez Rodrigo, párroco de San Francisco de la Vega, en León, estuvo en una de esas tandas: ni sabía. ni w imaginó entonces, ni pudo deducirlo, que quien dirigía los ejercicios era e1 Fundador del Opus Dei. Veía en él simplemente al amigo del obispo, el P. Ballester, que le había traído para predicar a los curas de su diócesis. "Es más, según se expresaba y por los ejemplos que ponía, me hice a la idea de que era de Ávila o de Segovia. Y como a mí creo que les pasó a muchos".

A esta misma tanda concurrió don Gumersindo Fernánduz García, que guarda las notas tomadas entonces. Entre las muchas cosas que escuchó, sobre la Virgen y San José, sobre la devoción a la Eucaristía y el amor a la Santa Misa, etc. Destaca la importancia de la vida de oración y de la vida de fe: "De la fe en Dios habló mucho, mucho. Es donde más he oído hablar de vivir vicia de fe: durante estos ejercicios". A don Gumersindo le admiró cómo dominaba las Sagradas Escrituras, la facilidad con que citaba pasajes evangélicos, datos de las Epístolas, de memoria, al detalle, sin vacilar: "vivía el Evangelio y nos lo hacía vivir".

Los ejercicios le dejaron una honda huella que el tiempo no ha podido borrar, pues todos los años repasa y medita los apuntes que tomó entonces: "El día en que recibí la noticia de 1_: muerte del Padre estuve leyendo los apuntes de la meditación sobre la muerte que había dado en aquellos ejercicios".

Apenas hacía un año que, en Buenos Aires, el Fundador del Opus Dei evocaba ante un nutrido grupo de sacerdotes argentinos. aquel trabajo suyo de los años cuarenta:

Yo comencé a dar muchos, muchos cursos de retiro espiritual ‑se hacían de siete días en aquella época‑, por diversas diócesis de España. Era muy joven, y me daba una vergüenza tremenda. Comenzaba siempre diciendo al Señor: Tú verás lo que dice a tus curas, porque yo... ¡Avergonzadísimo! Y después, si no venían, los llamaba uno por uno. Porque no tenían costumbre de hablar con el predicador.

El Fundador del Opus Dei recorrió prácticamente todas las diócesis de España. Llevaba en el alma su pasión por sus hermanos en el sacerdocio, que no le abandonó nunca. También después de haber trasladado su residencia a Roma en 1946, siguió, en la medida de lo posible, predicando a los sacerdotes. Allí le conoció, por ejemplo, Monseñor Infantes Florido, actual Obispo de Canarias, que asistió en 1957 a un retiro espiritual para el clero secular en Castelgandolfo. A Monseñor Infantes le impresionó la insistencia con que les urgía a fomentar una seria y responsable santidad sacerdotal, en fiel comunión con la Jerarquía (nihil sine Episcopo), y en cordial fraternidad con todos los sacerdotes, que hiciese imposible el desaliento o el aislamiento.

Prelados del mundo entero, desde el Cardenal Enrique y Tarancón, Presidente de la Conferencia Episcopal Española, al Cardenal Parecattil, Arzobispo de Ernakulam (Estado de Kerala, India), o al Cardenal Cooke, Arzobispo de Nueva York, han exteriorizado públicamente su gratitud a Mons. Escrivá de Balaguer por este desvelo que tanto bien hizo a los sacerdotes de sus diócesis, prestando un servicio magnífico a la Iglesia. Con cierta emoción, lo encomiaba Mons. José María Guix, obispo auxiliar de Barcelona, al conferir el diaconado a cincuenta y cuatro socios del Opus Dei, pocos días después del fallecimiento de su Fundador. Y les animaba a quererle más, para que, desde el Cielo, les continuara ayudando a ser cada vez mejores hijos de la Iglesia: "buenos sacerdotes, que amen ‑como él amó‑ a la Santa Iglesia, al Romano Pontífice y a la Jerarquía".

Mons. Escrivá de Balaguer inculcó a los fieles la importancia de rezar por todos los sacerdotes, el deber de no dejarlos solos, la obligación de atenderlos también en sus necesidades materiales.

En ocasiones, dirigiéndose a laicos, exclamaba a voz en grito, como en el Teatro Coliseo de Buenos Aires, el 23 de junio de 1974:

Rezad por todos los sacerdotes ‑pecadores como yo‑, para que no hagamos locuras y para que, en el altar y fuera del altar, nos portemos como Jesucristo y Nuestra Madre la Iglesia quieren. No hay ningún sacerdote malo, son buenos todos. Serían mejores si rezáramos más. ¡Vamos a pedir más!

A los sacerdotes diocesanos recalcó siempre con términos parecidos a los que empleó un día de mayo de 1974 en Brasil: Yo tengo vuestra misma vocación. Nunca he tenido otra. Por eso, no ofendo a los religiosos ‑a quienes tanto quiero‑, si a vosotros os amo de una manera muy particular. Es una obligación especial de fraternidad.

"Me consta también cuánto amaba a los religiosos, concretamente la vida contemplativa, como claramente lo manifestaba en sus cartas, e infundía en sus hijos esta estima y aprecio por la oración de las almas contemplativas", afirma sor María Rosa Pérez, monja Clarisa en un Monasterio de Valencia.

En estas páginas se han citado, y se citarán, testimonios diversos de religiosos que profesaron profundo afecto a Mons. Escrivá de Balaguer, y que reflejan la gran estima que él tenia del estado religioso, aun no habiéndole en absoluto llamado Dios por ese camino. El Fundador del Opus Dei tenía que promover y difundir el afán de santidad en medio de la calle; se dirigía a los que viven y trabajan en circunstancias ordinarias. Y el gran medio con que contaba era la oración. También la oración de las religiosas y los religiosos, de quienes mendigaba esa limosna de sus oraciones con notable perseverancia. "En sus cartas ‑confirma esta monja clarisa de Valencia‑ me rogaba igualmente pidiera por él y por la Obra".

Pero no se acordaba de ellos sólo para obtener las oraciones que necesitaba, sino que, preocupado y vibrante por toda la Iglesia universal, rezaba y hacia rezar por los religiosos. Conseguía vocaciones también para la vida religiosa (como aquel cartujo de Porta‑Coeli, al que alude un artículo de Aurelio Mota en el diario Las Provincias, de Valencia, el 2 de julio de 1975). Y, cuando se lo pedían, trabajó directamente en favor de ellos.

Un agustino, Eduardo Zaragüeta, dejaba constancia de estas realidades en La Voz de España de San Sebastián (8 de julio de 1975): "Los agustinos sabemos de su carácter y de su sencillez cordial cuando dio ejercicios en el monasterio de San Lorenzo el Real, de El Escorial. Escrivá amaba a San Agustín y la rica tradición de la Orden que él fundara hace dieciséis siglos, en circunstancias muy parecidas a las actuales".

Fray Joaquín Sanchis Alventosa, franciscano, que ocupó puestos de gobierno relevantes en su Orden, y participó activamente en el Concilio Vaticano 11, no ha olvidado los primeros pasos del Opus Dei en Valencia, allá por el año 1939. La casa de la calle de Samaniego, sede de una residencia de estudiantes, estaba cerca de su convento de San Lorenzo, y el director de la residencia les encargó que celebrasen allí diariamente una Misa y oficiasen los sábados la Bendición con el Santísimo. Surgió así una relación muy amistosa, de la que Fray Joaquín elogia "el cariño y las deferencias que tenían con nosotros, religiosos franciscanos, aquellos universitarios que empezaban a vivir una espiritualidad seglar. Esta veneración era muestra del amor al estado religioso que Mons. Escrivá infundía en esos hijos suyos, que buscaban la santificación en medio de sus afanes profesionales".

Quedaba claro ‑como la Iglesia universal sancionaría andando los años‑ que la vida en el Opus Dei es muy diversa de la vocación religiosa. Pero esta nítida diferencia, lejos de ser motivo de separación, lleva a la admiración y al cariño mutuos. Si a Fray Joaquín le encantaba que unos jóvenes universitarios le tratasen con tanto cariño, emociona también la grandeza de espíritu ‑magnanimidad cristiana‑ con que este fraile franciscano se alegra al ver la misericordia de Dios en las actividades del Opus Dei: "Muchos ex‑alumnos de nuestros colegios franciscanos me han contado el papel decisivo que para ellos ha tenido el apostolado de la Obra a su llegada a la Universidad. No pocos han recibido la vocación al Opus Dei. Me viene ahora a la memoria el gozo que me produjo encontrar, en Roma, a uno de mis queridos ex‑alumnos, que había recibido la ordenación como sacerdote del Opus Dei".

El Fundador del Opus Dei difundió por todo el mundo la llamada universal a la santidad, también y sobre todo para los seglares. Pero, como reconoce el P. Aniceto Fernández, que fue Maestro General de los Dominicos, esta realidad nunca significó en él, ni en los socios de la Obra, "una minusvaloración o censura de la vida religiosa, ni disminuir en nada la excelencia de la vocación religiosa".

Otra manifestación práctica de su amor a los religiosos aparece en la decisiva ayuda que prestó para la restauración de la Orden de los Jerónimos, en el Parral (Segovia), desde 1940. José María Aguilar Collados, monje jerónimo, capellán hoy del Monasterio de San Bartolomé en Inca (Mallorca), testifica que debe su vocación de jerónimo a Mons. Escrivá de Balaguer, y amplía con los nombres de algunos estudiantes, a los que también el Fundador del Opus Dei confirmó en su camino de religiosos.

En el Monasterio del Parral le conoció y trató, al principio de los años cuarenta, don Pío María, hoy monje camaldulense en el Yermo de Santa María de la Herrera (San Felices, Logroño). Les dirigió algunos ejercicios espirituales, en los que ponía todo su esfuerzo ‑humano y sobrenatural‑ por remover de verdad a cada uno, aunque les decía con frecuencia que él no era monje... De hecho, además, indica don Pío María, nunca quiso entrometerse en el gobierno de la Orden; en más de una ocasión le oyó: ‑Cada uno debe gobernar según su espíritu.

Desde el Yermo, en un rincón apartado de Logroño. don Pío María atestigua en 1975, veintinueve años después de su último encuentro con Mons. Escrivá de Balaguer: "Al saber ahora que el Opus Dei se ha desarrollado por los cinco continentes, me he llenado de alegría, pero no ha sido para mi una sorpresa".

Son algunos retazos de la solicitud que el Fundador del Opus Dei tuvo por los religiosos, del cariño mutuo que surgía entre ellos, a pesar de la diversidad de vocaciones. Nunca dejó de rezar por todos y, siempre que pudo, les visitó, para responder a su afecto, a sus oraciones y también a las invitaciones que constantemente recibía para que estuviera un rato con ellos.

De esta manera, en 1972, durante los meses de octubre y noviembre, en que hizo una amplia labor por toda la Península Ibérica, no dejó de ir a algunos conventos de religiosas contemplativas. Estuvo en Navarra con las monjas cistercienses del Monasterio de San José en Alloz. En Madrid visitó una tarde a las agustinas recoletas de Santa Isabel, de cuyo Real Patronato fue Rector muchos años antes. Estuvo en el Carmelo de Coimbra. En Cádiz, con las monjas de una comunidad de carmelitas descalzas. Luego, en Valencia, con las carmelitas de Puzol. Por último, en Barcelona, casi al final de esos dos meses de actividad incesante, conversó con las monjas clarisas del Monasterio de Pedralbes. Para todas tuvo palabras de aliento sobrenatural y de agradecimiento.

‑Sois el tesoro de la Iglesia, resumió muchas veces, también en Puzol, un convento de carmelitas rodeado de naranjales, que visitó durante su estancia en Valencia:

‑La Iglesia se quedaría árida sin vosotras, y no podríamos decir: sacad con alegría las aguas de las fuentes del Salvador. Es aquí donde sacáis las aguas de Dios, para que nosotros podamos convertir la tierra seca en un huerto lleno de naranjos. Sin vuestra ayuda no haríamos nada; por eso vengo a daros las gracias. Estoy persuadido de que muchos sacerdotes que sufren y lloran ahora en el mundo, al escuchar vuestros cánticos ‑también los de la recreación‑ se llenarán de gozo. ¡Mil veces benditas seáis!

En estas visitas, insistía en el amor con que las monjas debían ser fieles a su llamada y les prometía rezar para que tuvieran muchas vocaciones:

‑No soy religioso, pero los amo con toda mi alma, y sufro cuando veo que no tienen vocaciones. Pediré mucho para que esta comunidad tenga también gente joven.

Muchos religiosos y religiosas han manifestado también su afecto y su gratitud al Fundador del Opus Dei, cuando supieron de su fallecimiento. A veces, como señala la Superiora General de las Siervas de los Pobres, porque de sus escritos habían recibido impulso para luchar por la santidad personal y para vivir generosamente su propia vocación. La Superiora General de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados asegura: "Sus escritos, conocidos por todas nosotras, nos han ayudado a aumentar nuestro amor a la Iglesia y al Papa, y a profundizar en la doctrina de Jesucristo" . La comunidad de carmelitas descalzas de la Encarnación (Ávila) destaca especialmente la veneración que el Fundador del Opus Dei tuvo por los sacerdotes, que a ellas, coma quería su Madre Santa Teresa, les produce "gran alegría y estímulo". Y las monjas de San José ‑el primer monasterio fundado por la Santa de Ávila‑ subrayan cariñosamente la frecuencia con que Mons. Escrivá de Balaguer citaba en su predicación a Santa Teresa, así como la estima que "tanto él como sus hijos espirituales han mostrado siempre a la Orden Carmelita" .

Se podrían multiplicar los testimonios que, de modo sencillo y espontáneo, denotan la profunda unidad de corazones en almas a las que Dios lleva por caminos tan distintos. Sor Teresa J. García de Samaniego, Superiora del Monasterio de la Visitación de Santa María (Oviedo) certifica que, como otras muchas monjas de clausura, rezan por el Opus Dei: “Monseñor Josemaría Escrivá lo sabía y nos lo agradecía públicamente o a través de ,pus hijos sacerdotes, quienes nos piden que recemos por muchas de sus labores apostólicas". Sor Teresa aduce expresamente un texto de Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer:

El Opus Dei ha contado siempre con la admiración y la simpatía de los religiosos de tantas órdenes y congregaciones, de modo particular de los religiosos y de las religiosas de clausura, que rezan por nosotros, nos escriben con frecuencia y dan a conocer nuestra Obra de mil modos, porque se dan cuenta «le nuestra vida de contemplativos en medio de los afanes de la calle.

Y sor Teresa concluye: "En nuestra vida comunitaria llevamos una larga temporada meditando los escritos de Mons. Escrivá de Balaguer. Leemos homilías suyas en el refectorio y en a recreación, y luego también lo hacemos privadamente para que e nuestra oración mental se llene de mociones divinas. Nos llevan a Dios, nos unen con Cristo Jesús, nos hacen querer más a nuestro Creador y a rezar más por todas las criaturas de la tierra. Al dejarnos llevar de la mano de este santo Fundador, en el que Cristo vivía de un modo intenso, muchas de nosotras hemos notado como un nuevo fervor para vivir nuestro espíritu".

 

 

 

 

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