Capítulo Segundo. Vocación al sacerdocio
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Yo nunca pensé en hacerme sacerdote, ni en dedicarme
a Dios. No se me había presentado ese problema, porque creía que no era
para mí. Más aún: me molestaba el pensamiento de poder llegar al
sacerdocio algún día, de tal manera que me sentía anticlerical. Amaba
mucho a los sacerdotes, porque la formación que recibí en mi casa era
profundamente religiosa; me habían enseñado a respetar, a venerar el
sacerdocio. Pero no para mí: para otros.
Así
lo manifestó Mons. Escrivá de Balaguer. Y, por otra parte, ninguno de los
que le trataron de niño pensó que sería sacerdote. Pero la vocación divina
fue abriéndose paso, poco a poco, sin nada aparentemente extraordinario.
Esto, que ha sucedido en la historia de tantas almas, resulta
especialmente providencial en el caso del que sería luego Fundador del
Opus Dei, y tendría que enseñar a santificar lo habitual, lo de cada día,
previniendo a los que le escuchaban contra la tentación de lo
extraordinario: para el cristiano corriente, la santidad no consiste
en hacer cosas raras, o difíciles, sino justamente en transformar la
prosa diaria en endecasílabo, en verso heroico.
La
tentación de lo extraordinario aparece en varios momentos las páginas del
Evangelio. El diablo ‑al final del a lo largo de ayuno en el desierto‑
quiere apartar a Cristo de su misión redentora evitándole los
padecimientos humanos ‑el hambre, la sed, el dolor‑, con los que
justamente llevaría a cabo la Redención de los hombres. Pero no es sólo
Satanás. Los parientes de Jesús quieren que vaya con notoriedad a Judea,
en la Fiesta de los Tabernáculos. Y sus propios discípulos le incitan a
hacer algo que llame la atención de las gentes. Cuando Juan y Santiago le
piden que baje fuego del cielo y devore a los habitantes de aquella ciudad
de Samaria, el Señor tiene una vez más que reprimir su tentación de
apoyarse en lo anormal: "No sabéis a qué espíritu pertenecéis". Y así
hasta el momento dramático del Calvario, cuando los príncipes de los
sacerdotes y los escribas se burlan de Él diciéndole que descienda de la
Cruz, y creerán en sus palabras. Cristo rechaza la tentación: redime al
género humano con el dolor y la muerte, no con éxitos espectaculares. Qué
sentido hubieran tenido, en otro caso, sus treinta años de vida oculta y
de trabajo en Nazareth.
Dios se sirve de sucesos corrientes para atraer las almas a su amor. En
ocasiones hace grandes milagros, que pasan inadvertidos
a la mirada humana. Pero el mayor milagro sigue siendo el camino habitual,
sencillo, de su providencia ordinaria. Por estos senderos se abrió paso la
vocación de Josemaría Escrivá de Balaguer. Muchas veces lo repetiría a los
socios de la Obra, también para prevenirles contra la tentación de lo
espectacular, de lo fulgurante:
‑Acuden a mi pensamiento tantas manifestaciones del Amor de Dios en
aquellos años de mi adolescencia, cuando barruntaba que el Señor quería
algo de mí, algo que no sabia lo que era Sucesos y detalles ordinarios,
aparentemente inocentes, de los que Él se valía para meter en mi alma esa
inquietud divina. Por eso he entendido muy bien aquel amor tan humano y
tan divina de Teresa del Niño Jesús, que se conmueve cuando por las
páginas de un libro asoma una estampa con la mano herida del Redentor.
También a mí me han sucedido cosas de ese estilo, que me removieron y me
llevaron a la comunión diaria, a la purificación, a la confesión y a la
penitencia.
Hacía considerar este modo divino de proceder, ante el caso de personas
que ofreciendo signos claros de que Dios les llamaba, tenían miedo, o les
faltaba generosidad. Una vez más lo plantearon en Buenos Aires en 1974.
Alguien amigos suyos, a los que sólo parecía faltar un chico...
‑No seré yo quien se lo dé... Porque la vocación al Opus Dei es divina. Y
porque, hijo mío, yo... me resistí lo que pude. Mea culpa, mea culpa. Me
resistí. Yo distingo dos llamadas de Dios: una al principio sin saber a
qué, y yo me resistía. Después..., después ya no me resistí, cuando supe
para qué.
Dios fue preparándole de una manera progresiva, en contra, incluso, de su
personal inclinación y de sus propios planes:
Recuerdo que, cuando cursaba el bachillerato, estudiábamos latín en el
colegio. A mí no me gustaba; de una manera necia ‑¡estoy ahora tan dolido
de eso!‑ decía:
el latín, para los curas y los frailes... ¿Veis que estaba bien lejos
de ser sacerdote?
El
1 de julio de 1974, en Santiago de Chile, el Fundador del Opus Dei
alentaba a un grupo numeroso de personas a luchar por Jesucristo y a
llevar a Dios muchas almas. Y, para que supieran vencer posibles
cobardías, o falsos respetos a la libertad ajena, concluía: A mí,
Jesucristo no me pidió permiso para meterse en mi vida. Si a mí me dicen,
en ciertos tiempos, que iba a ser cura... ¡Y aquí estoy!
Muchas veces reiteró esta idea: Nunca pensé en dedicarme a Dios. No se
me había presentado el problema, porque pensaba que eso no era para mí.
Pero el Señor iba preparando las cesas, me iba dando una gracia tras otra,
pasando por alto mis defectos, mis errores de niño y mis errores de
adolescente...
Un
día de fuerte helada, en pleno invierno de Logroño, Josemaría ‑aún
adolescente‑ vio las huellas de los pies descalzos de un Carmelita sobre
la nieve. Estas huellas removieron su corazón, que se encendió en deseos
de un amor grande. Ante el sacrificio, por amor de Dios, de aquel fraile,
Josemaría se preguntaba qué hacía él por su Dios.
Sintió Josemaría estos barruntos del Amor cuando tenía quince o
dieciséis años. A la vez, se daba perfectamente cuenta de que el Señor
quería algo de él, pero no sabía qué era. En aquellos días de invierno, en
los primeros meses de 1918, fui a charlar en varias ocasiones con el P.
José Miguel, uno de los frailes que vivían al lado del Convento de las
Carmelitas descalza, y atendían su iglesia.
Después, Josemaría pensó ser sacerdote. Por qué me hice sacerdote?,
se preguntaría años más tarde: Porque creí que así sería más fácil
cumplir una voluntad de Dios, que no conocía. Desde unos ocho años antes
de mi ordenación la barruntaba, pero no sabía qué era, y no lo supe hasta
1928. Por eso me hice sacerdote.
Fue
constante desde entonces su oración por aquello que aún ignoraba. En su
alma cuajaría con los años un clamor hecho de jaculatorias: Domine, ut sit!
Domina, ut sit! (Señor, Señora, ;fue sea!). Y exclamaría, como cantando,
aquellas palabras del Señor: Ignem veni mittere in terram, et quid volo
nisi ut accendatur? ("Fuego he venido a traer a la tierra, ¿y qué quiero
sino que se encienda?"). La respuesta se imponía inequívoca: Ecce ego,
quia vocasti me! ("Aquí estoy, porque me has llamado").
Josemaría habló con su padre. Don José Escrivá oyó, sorprendido, sus
confidencias. Como siempre había aceptado dócilmente la Voluntad de Dios,
respetó y amó el camino que el Señor trazaba para su hijo. Le debió costar
mucho, porque él tenía otra idea, pero favoreció la decisión: A él le
debo la vocación, observaría siempre el Fundador del Opus Dei.
La
Baronesa de Valdeolivos detalla una anécdota que sucedió en el verano de
1919. Don José Escrivá fue a Fonz para payar unos días con sus hermanos y
les enseñó fotografías de sus hijos: de Santiago, que acababa de nacer
‑"éste es el benjamín", señalaba‑, de Carmen y de Josemaría. Se le notaba
muy orgulloso de ellos. Y mostrando una foto de Josemaría, anunció
pensativo: ‑Este me ha dicho que quiere ser sacerdote, pero a la vez va a
estudiar para abogado. Nos costará un poco de sacrificio..
Por
su parte, el propio Fundador del Opus Dei contaría:
Un
buen día le dije a mi padre que quería ser sacerdote: fue la única vez que
le vi llorar. Él tenía otros planes posibles, pero no se rebeló. Me dijo:
‑Hijo mío, piénsalo bien. Los sacerdotes tienen que ser santos... Es muy
duro no tener casa, no tener hogar, no tener un amor en la tierra.
Piénsalo un poco más, pero yo no me opondré.
Y
me llevó a hablar con un sacerdote amigo suyo, el abad de la colegiata de
Logroño.
La
colegiata de Logroño ‑llamada vulgarmente "La Redonda"‑ es hoy concatedral
de la diócesis de Calahorra, Logroño y La Calzada. Entonces, el abad era
don Antolín Oñate Oñate ‑más tarde nombrado chantre de Calahorra, en
1943‑, una verdadera institución en Logroño.
También orientó a Josemaría, por encargo de su padre, don Albino Pajares,
sacerdote castrense que estuvo destinado en Logroño desde febrero de 1917
hasta mayo de 1920.
Don
Antolin y don Albino le animaron a que siguiera en su vocación y le
ayudaron, como profesores, para completar los cursos de Filosofía, para
profundizar en el latín y para el primer año de Teología, que hizo como
alumno externo en el Seminario de Logroño. El Fundador del Opus Dei estuvo
siempre muy agradecido a estos dos sacerdotes.
Sabemos, sin embargo, que no le interesaba la carrera eclesiástica; no le
atraía ser cura, en el sentido usual que el término tenía entonces para el
gran público: Aquello no era lo que Dios me pedía, y yo me daba cuenta:
no quería ser sacerdote para ser sacerdote, el cura, que dicen en España.
Yo tenía veneración al sacerdote, pero no quería para mí un sacerdocio
así.
Desde octubre de 1918 fue alumno externo del Seminario. Además, estudiaba
en casa con un profesor particular, Manuel Sanmartín. En el curso
1919‑1920 terminó primero en Teología. Obtuvo la calificación de
meritissimus en todas las asignaturas, menos en una, en la que fue
benemeritus.
Un
condiscípulo, don Manuel Calderón, declara que era buen estudiante, y
mostraba tener una gran cultura general: "pulcro, elegante, de finos
modales, parecía que venía de casa principal". Otro compañero, don Amadeo
Blanco, recuerda con precisión su chaqueta azul, con cuello alto y lazo;
sin embargo, lo que más le llamaba la atención era su sonrisa, su carácter
agradable, amable, risueño. Algo semejante apreció don Máximo Rubio: era
bien educado, cuidadoso en el vestir y cuidadoso en los modales al tratar
a los demás; buen estudiante, serio, aunque ‑a su juicio‑ con un carácter
más bien reservado: "hablaba lo justo y era muy observador y piadoso". Sin
embargo, don Pedro Baldomero Larios ‑hijo de un encuadernador muy amigo
del padre de Josemaría‑ lo veía "simpático, comunicativo, alegre y muy
agradable. A mí me impresionaba mucho, porque le consideraba como de gran
talento".
Don
Pedro Baldomero Larios era alumno externo del Seminario, de cursos
inferiores a don Máximo y a don José María Millán, ya fallecido, que, al
parecer, fue en aquellos años el más amigo del futuro Fundador del Opus
Dei. Su vida discurría entre la familia y las clases, y poco más. Se
reunían de vez en cuando en casa de los Larios, o de los Escrivá o en la
de los Rubio. En ocasiones paseaban hacia Lardero ‑entonces les parecía
camino lejano‑, o iban al río a coger cangrejos.
Larios ‑quizá por ser más joven‑ no aporta nada digno de especial mención
en cuanto a la vida de piedad: "solíamos ir diariamente ‑aunque éramos
externos‑ a Misa al Seminario. Después íbamos a desayunar a nuestras casas
y luego a clase". Es Máximo Rubio quien corrobora que Josemaría, durante
una temporada, acudió mucho y pasó ratos largos en el convento de los
Carmelitas. Máximo Rubio alude también a la inquietud apostólica de
Josemaría: en las conversaciones que tenían al salir de las clases, les
hacía pensar en la labor que se podría realizar con los alumnos del
Instituto, y les manifestaba su pena por la falta de espíritu cristiano
que se notaba en aquella juventud.
En
el Seminario había una catequesis, muy numerosa, que llevaban los
internos. No parece que los alumnos externos ayudasen mucho en el
catecismo, porque a don Amadeo Blanco ‑interno‑ se le quedó grabada la
presencia de Josemaría: todos los domingos, sin tener obligación, iba allí
‑la catequesis se hacía en la propia iglesia del Seminario‑, y se ponía a
disposición "para lo que le mandasen".
Josemaría estuvo poco tiempo como alumno externo del Seminario de Logroño.
Pronto, en septiembre de 1920, se trasladó a Zaragoza, para seguir los
estudios de Teología en la Universidad Pontificia de San Valero y San
Braulio.

Capítulo Segundo. Vocación al sacerdocio
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Pasó el tiempo, y sucedieron muchas cosas duras, tremendas, que no os digo
porque a mí no me causan pena, pero a vosotros sí que os entristecerían.
Eran hachazos de Dios Nuestro Señor, con el fin de preparar ‑de ese árbol‑
la viga que iba a servir, a pesar de su debilidad, para hacer su Obra. Yo,
casi sin darme cuenta, repetía:
Domine, ut videam!, Domine, ut sit! No sabía lo que era, pero seguía
adelante, adelante, sin corresponder plenamente a la bondad de Dios,
esperando lo que más tarde habría de recibir: una colección de gracias,
una detrás de otra, que no sabía cómo calificar y que llamaba operativas,
porque de tal manera dominaban mi voluntad que casi no tenía que hacer
esfuerzo. Adelante, sin cosas raras, trabajando sólo con mediana
intensidad... Fueron los años de Zaragoza.
Josemaría comenzó en esta ciudad una vida muy diferente de la que había
llevado hasta entonces, y que transcurriría entre el Seminario de San
Carlos y la Universidad Pontificia de San Palero y San Braulio.
La
Universidad Pontificia estaba en la plaza de la Seo, junto al Palacio
Arzobispal. Allí se podían obtener la Licenciatura y el Doctorado en
Filosofía, en Teología y en Derecho Canónico. Los seminaristas iban a
clase a esta Universidad Pontificia, mientras que el resto de la formación
sacerdotal ‑estudio, piedad, disciplina‑ la recibían en los Seminarios en
que se alojaban.
A
finales de septiembre de 1920, Josemaría se incorporó al Seminario de San
Francisco de Paula, que ocupaba un par de plantas en el edificio del
Seminario Sacerdotal de San Carlos, pero tenía oratorio y comedor
independientes. Los seminaristas vestían una túnica negra, sin mangas, y
llevaban beca roja con escudo metálico: un sol y la palabra charitas.
Desde San Carlos iban por el Coso a clase hasta la plaza de la Seo en dos
filas, acompañados por un inspector. Antes de desayunar, hacían en San
Carlos media hora dé meditación y asistían a la Santa Misa. Al acabar las
clases =ordinariamente tres‑ volvían al Seminario para la comida. Y por la
tarde, de nuevo a la Universidad. Cuando regresaban, tenían recreo,
estudio y rosario; cenaban y, antes de acostarse, rezaban unas preces y
recibían una breve plática, con los puntos para la meditación del día
siguiente. Los jueves por la tarde iban de paseo, en filas, por lugares
poco frecuentados, o por el campo. Los domingos podían salir los que
tenían parientes en Zaragoza.
Una
de las razones por las que Josemaría se trasladó desde Logroño fue la de
poder estudiar también la carrera de Derecho, en la Universidad de
Zaragoza. Como hemos visto poco antes, así lo comentaba su padre en Fonz
durante el verano de 1919. Mientras Josemaría esperaba ver con claridad lo
que Dios quería de él, pensaba que estaría en lo humano mejor dispuesto
para cumplir la voluntad divina si tenía también un título civil. Don
José, por su parte, le aconsejaba que hiciera la carrera de Derecho, a
pesar de los sacrificios económicos que suponía el traslado del hijo.
En
Zaragoza vivían varios parientes próximos y amigos íntimos de la familia.
Entre ellos estaba un tío suyo, don Carlos Albás, que era Canónigo
Arcediano en la Seo. Amigos de Josemaría de aquella época hacen notar, sin
embargo, que las relaciones entre don Carlos y la familia del sobrino no
fueron especialmente continuas, no por causa de los Escrivá. Al parecer,
el Arcediano de la Seo no apreciaba mucho a su cuñado, al que venía a
acusar de ser responsable de su revés económico: "Era una tremenda
injusticia ‑observa un testigo de aquella época, refiriéndose a la postura
intransigente del Canónigo hacia el padre de Josemaría‑ no darse cuenta de
la recta y honrada actuación que tuvo aquel hombre durante toda su vida,
hasta el extremo de liquidar su negocio, pensando más en su limpia
conciencia cristiana que en los intereses personales materiales". Lo
cierto es que don Carlos no fue a Logroño, en 1924, cuando murió don José,
ni asistió luego a la primera Misa de Josemaría, en 1925.
No
era fácil para Josemaría la vida en el Seminario. Debió ser dura su
incorporación a aquella casa de San Carlos, pues había estado hasta
entonces apartado de los cauces normales de la formación eclesiástica. El
ambiente del Instituto o del Colegio de San Antonio en Logroño era muy
distinto al que encontraba ahora entre los seminaristas de Zaragoza.
Un
compañero de estudios en aquel Seminario, hoy notario en una ciudad
española, ha descrito en términos precisos el clima que allí se respiraba.
No lo hubiera hecho, si no se le hubiera preguntado expresamente. Y al
volver sobre aquellos años, le duele pensar que se puedan interpretar mal
sus palabras. Sólo quiere ‑notario es‑ remitirse a los hechos, muy
justificables y razonables, con la conciencia clara que del Seminario
salían hombres muy santos.
Buena parte de los alumnos llegaban a San Carlos con las tradicionales
virtudes de los ambientes rurales aragoneses, pero también con algunos
defectos notorios en aquella época: cultura demasiado elemental, cierto
desprecio de las formas por una sinceridad mal entendida, descuido en el
aseo personal, etc. Las virtudes cristianas suplían mucho. De hecho, el
Fundador del Opus Dei, siempre que aludió a sus tiempos en el Seminario,
expresaba que de y deseos de servir a la Iglesia sus compañeros no
recordaba más que virtudes.
Desde el primer momento, algunos no entendieron el porte, el talante y los
modales de Josemaría. Cuando fue nombrado superior del Seminario, tuvo
como fámulo a José María Román Cuartero, que le veía siempre muy correcto,
y más refinado que los otros seminaristas: refiere, por ejemplo, que todos
los días se lavaba de pies a cabeza, cosa que no hacían los demás. Estos y
otros detalles hicieron pensar a este muchacho que Josemaría no llegaría a
ser sacerdote, porque le consideraba con posibilidades humanas para hacer
carreras mejores. Otro condiscípulo, don Francisco Artal Luesma, glosa ese
contraste de manera más positiva: su estancia en el Seminario era
manifestación clara de su correspondencia a la voluntad de Dios; su
limpieza exterior y su corrección en el vestir, muestra de amor a la
dignidad sacerdotal, reflejo de la finura de su alma y de su vida
interior.
Lógicamente no todos enjuiciaban así las cosas. Algunos las interpretaron
en términos bien contrarios. Pero las incomprensiones no le hicieron
mella, como certifica otro compañero, que le oyó alguna vez: No creo que
la suciedad sea virtud. Argumentaba "con gracia, sin acritud, con su
característico sentido del humor". Don Agustín Callejas Tello, párroco hoy
de Magallón, se detiene en consideraciones semejantes: Josemaría era
sumamente humano y tenía gran sentido del humor; sacaba punta de todo,
veía el lado divertido de las cosas; sabía muchos chistes y los contaba
con gracia: "Nos producía gran admiración a sus amigos la agudeza de los
comentarios que en epigramas, con una gran carga festiva o satírica, ponía
por escrito. Estos epigramas nos sorprendían mucho, porque suponían un
buen manejo de la lengua castellana, como consecuencia de su familiaridad
con los autores clásicos".
Por
otra parte, las motivaciones que habían llevado a Josemaría al Seminario
eran, en cierta medida, distintas a las habituales en muchos: no quería
hacer carrera y, por eso, el marco eclesiástico ‑tema frecuente de
conversaciones‑ no era su única preocupación. Además ‑especialmente desde
que fue nombrado superior‑ tenía facilidad para salir del Seminario,
aunque ‑como sintetiza un condiscípulo‑ "salía poco y, cuando lo hacía,
regresaba pronto, porque siempre le urgía hacer alguna cosa". Pero esto
dio pie a algún malentendido, a pesar de que Josemaría era atento con
todos y buscaba la amistad de todos. Don Agustín Callejas lo califica
"como un pionero y un adelantado, por la independencia y la libertad de
espíritu que manifestaba, que, en ocasiones, algunos, por deformación, no
entendían e injustamente interpretaban como altivez".
Incluso, un profesor se dejó llevar de esa impresión. Se conservan unas
notas escritas suyas, en que, con referencia al curso 1920‑21, define el
carácter de Josemaría como "inconstante y altivo, pero educado y atento".
Este profesor observa que su piedad es buena, pero regular su aplicación y
disciplina. Al curso siguiente, anota ya un bien en estos dos conceptos.
(De hecho, en el curso 1920‑21, Josemaría obtiene calificación de
meritissimus en cuatro asignaturas y benemeritus, en otra; en los cursos
siguientes, consigue meritissimus en todas las asignaturas). Pero no
cambia la calificación que le merece su carácter, aunque no concuerda con
los resultados objetivos: no encaja la inconstancia con el máximo de
puntuación en todas las asignaturas.
En
ese manuscrito figura también una anotación marginal, desgraciadamente sin
fecha. Refleja el momento que debió ser de máxima tensión. La nota dice
literalmente: "Tuvo una reyerta con don Julio Cortés, y se le impuso el
correspondiente castigo, tuya aceptación y cumplimiento fue una gloria
para él, por haber sido a mi juicio su adversario quien primero y más le
pegó, y profirió contra él ‑contra don Josemaría‑ palabras groseras e
impropias de un clérigo, y en mi presencia le insultó en la Catedral de la
Seo". Nada más he podido averiguar con certeza acerca de este incidente.
Sólo que mucho tiempo después, el 8 de octubre de 1952, de un modo que le
honra, don Julio Cortés escribe al Fundador del Opus Dei desde Jaén ‑donde
murió siendo capellán del Sanatorio antituberculoso "El Neveral"‑
pidiéndole perdón, "arrepentido y de la manera más sumisa e incondicional,
¡mea culpa...!"
Pudo ser el disgusto más importante, pero ni mucho menos el único. El alma
de Josemaría se iba forjando para afrontar las contradicciones, bastante
más graves, que sufriría a lo largo de su vida.
De
lo que nadie dudó nunca fue de su vida de piedad intensa, simpática,
alegre y atrayente, que no sólo era compatible, sino que fundamentaba su
constante sentido del humor y su visión positiva de las cosas. No daba,
sin embargo, importancia a lo que hacía, ni alardeaba de nada: con
naturalidad, hacía lo posible para pasar inadvertido. Un día, un compañero
encontró en su habitación un cilicio, y lo dijo a otros. Josemaría se puso
esta vez serio, y les hizo ver que no era de buen gusto, ni prudente,
convertir en habladurías la piedad de los demás.
Don
Agustín Callejas admiraba su actitud durante la meditación diaria en el
Seminario: recogimiento, concentración, oración intensa. Y la devoción con
que comulgaba, sin hacer nada raro, "con las manos juntas sobre el pecho,
el cuerpo erguido y el paso firme".
En
el curso 1922‑23, las relaciones con los compañeros adquirieron un tono
distinto, pues fue nombrado Superior del Seminario. Algunos se acuerdan de
que el Cardenal Soldevila ‑entonces Arzobispo de Zaragoza‑ le distinguía
mucho. Cuando se encontraba con ellos en el Seminario, en la Catedral o en
cualquier otro lugar, solía dirigirse a él delante de los demás y le
preguntaba cómo se encontraba, cómo le iban los estudios. Alguna vez le
indicaba: ‑Ven a verme cuando tengas un rato.
Don
José López Sierra, que fue Rector del Seminario en aquel período, afirmó
que el Cardenal había nombrado a Josemaría Superior de los seminaristas,
"en atención a su ejemplar conducta, no menos que a su aplicación". A
juicio del Rector, se distinguía entre los demás seminaristas "por su
esmerada educación, afable y sencillo trato, notoria modestia". Era
‑insiste-“respetuoso para con sus superiores, complaciente y bondadoso con
sus compañeros, muy estimado de los primeros y admirado de los segundos”.
Para ser Superior o Inspector ‑ambos términos se usan indistintamente en
documentos oficiales‑ del Seminario, era preciso ser clérigo, haber
recibido la tonsura. Por esta razón, el Cardenal Soldevila tonsuró a
Josemaría el 28 de septiembre de 1922, a él sólo, en una capilla del
Palacio Arzobispal de Zaragoza, hoy desaparecida.
Los
directores ‑ o inspectores ‑ se elegían entre los alumnos más aventajados
y piadosos. Su misión consistía en dirigir los estudios, cuidar la
observancia de la disciplina y de los reglamentos, acompañar a los alumnos
en sus salidas a clase o de paseo, etc. Aunque eran seminaristas, en el
Reglamento se les consideraba superiores, y se les debía obediencia y
respeto. Tenían también algunas distinciones externas: habitación
individual algo mayor que los demás y un fámulo a su servicio. (Los
fámulos eran seminaristas que tenían matrícula gratuita y se encargaban
del aseo de las habitaciones de los superiores y de servir la mesa de
todos: algo análogo a lo que se sigue haciendo en modernas Universidades
de gran prestigio, como las americanas de Harvard y de Princeton). En San
Carlos había dos inspectores: uno para humanistas y filósofos, y otro para
teólogos. Su cometido ‑especifica un antiguo seminarista‑ "resultaba
difícil, porque los chicos menores solían armar el jaleo propio de la
edad. Josemaría nunca se alteraba ni perdía la compostura; siempre se
comportaba con caridad, prudencia y educación".
José María Román Cuartero, el fámulo que asignaron a Josemaría al ser
nombrado Inspector, rememora aquellos tiempos en que, entre otros
servicios, le hacía la cama por las mañanas y atendía la mesa separada en
que, en el comedor general, se sentaban los superiores: siempre le
impresionó "su bondad y su paciencia en el trato". Cuando Josemaría le
veía enfadado, procuraba animarle con alguna frase cariñosa o gastándole
bromas. Y compartía con él la comida, pues la de los directores era
especial. "Me doy cuenta ahora de que hacía estas mortificaciones sin que
se notase, de manera natural".
El
Rector del Seminario, don José López Sierra, alabó siempre ‑hasta su
muerte‑ el afán apostólico de Josemaría como director de seminaristas:
quería ganarlos a todos para Cristo, que todos fueran uno en Cristo, y lo
conseguía con su recto proceder. No era partidario de castigos. Formaba a
los jóvenes seminaristas con una "sencillez y suavidad encantadora": "su
mera presencia, siempre atrayente y simpática, contenía a los más
indisciplinados; una sencilla sonrisa, acogedora, asomaba por sus labios
cuando observaba en sus seminaristas algún acto edificante; una mirada
discreta, penetrante, triste a veces, y muy compasiva, reprimía a los más
díscolos".
Así
fueron discurriendo los años de Seminario. Sabemos también que pasaba
muchas horas haciendo oración en la tribuna de la derecha (del lado de la
epístola) arriba, en la iglesia de San Carlos.
Los
períodos de vacaciones los pasaba en Logroño y seguramente, como cuando
era pequeño, iría por Fonz, donde vivía su tío, Mosén Teodoro. Algún
verano estuvo una temporada en Villel (Teruel), con la familia de don
Antonio Moreno, entonces vicepresidente del Seminario sacerdotal de San
Carlos. Lo reseña Carmen Noailles, viuda de otro Antonio Moreno, sobrino
del anterior, más o menos de la edad de Josemaría, que estudiaba Medicina
en la Universidad de Zaragoza. Su vida en ese pueblo era completamente
normal: charlaban, paseaban, iban a pescar o a coger cangrejos, salían
alguna vez de excursión. Carmen Noailles cita detalles diversos que
expresan la finura con que Josemaría practicaba la virtud de la pureza y
el pudor.
Nunca salió allí con chicas. Sus maneras elegantes, el aspecto esbelto de
su persona, su apariencia agradable en el trato, atraían a las chicas.
Cuando Antonio o algún otro amigo le hacían llegar comentarios en este
sentido, los cortaba, exclamando algo así como: ‑Si me conocieran bien,
por dentro, tal como soy... Y si alguien contaba chistes de mal gusto
o cosas poco limpias, con afecto, pero con vigor, les dejaba cortados con
contestaciones muy oportunas. "Nunca le vi hacer la más mínima concesión,
y no admitía bromas o comentarios ligeros al respecto".
Todos en aquella casa le apreciaban mucho, porque Josemaría se hacía
querer: "era muy comedido, discreto y prudente, pero afectuoso, y aparecía
constantemente su natural y maravilloso sentido del humor". Lo
consideraban como un hijo más de la familia.
Estos recuerdos de Carmen Noailles corresponden a los veranos de 1921 o de
1922. Quizá a ambos. Porque fue en el verano de 1923 cuando Josemaría
comenzó a estudiar Derecho, para examinarse en septiembre de las primeras
asignaturas. Era ya clérigo ‑por la simple tonsura‑ al matricularse en la
Facultad para el curso 1922‑23. En octubre de 1922 comenzó cuarta de
Teología. El 17 de diciembre recibió las órdenes menores del ostiariado y
lectorado, y el 21 ‑también en el Palacio Arzobispal‑ el exorcistado y el
acolitado, de manos del Cardenal Soldevila, que moriría el 4 de junio de
1923, asesinado por un grupo anarquista.
Entretanto, Josemaría seguía sin vislumbrar esa otra cosa que atisbaba del
amor de Dios. Estudiaba, rezaba, y se ponía en manos de la Virgen, en sus
visitas diarias a Nuestra Señora del Pilar: La sigo tratando con amor
filial ‑escribiría el 11 de octubre de 1970 en El Noticiero de
Zaragoza‑. Con la misma fe con que la invocaba por aquellos tiempos, en
torno a los años veinte, cuando el Señor me hacía barruntar lo que
esperaba de mí.
En
sus manos ponía la solución de lo que se gestaba en su alma, sintiéndose
‑como aseguraba en otra ocasión‑ medio ciego, siempre esperando el
porqué: ¿por qué me hago sacerdote? El Señor quiere algo, ¿qué es? Y en un
latín de baja latinidad, cogiendo las palabras del ciego de Jericó,
repetía: Domine, ut videam!
Ut
sit! Ut sit!
Que
sea eso que Tú quieres, y que yo ignoro.
Su
oración de años se materializó en una imagen de la Virgen, que alguien
encontró tiempo después:
Pasaron los años, muchos años, y una vez, estando ya en Roma, vino la
Secretaria Central, y me dijo: Padre, ha llegado aquí una imagen de la
Virgen del Pilar, que tenía usted en Zaragoza. Le respondí: no, no me
acuerdo. Y ella: sí, mírela; hay una cosa escrita por usted. Era una
imagen tan horrible, que no me pareció posible que hubiese sido mía. Me la
mostró y, debajo de la imagen, con un clavo, estaba escrito sobre el yeso:
Domina, ut sit!, con una admiración, como suelo poner siempre las
jaculatorias que escribo en latín. ;Señora, que sea! Y una fecha:
24‑9‑924.
En
junio de 1924 había terminado el quinto curso de Teología. El día 14 de
aquel mes recibió el subdiaconado en la Iglesia del Seminario de San
Carlos, de manos de don Miguel de los Santos Díaz Gómara, que le apreciaba
mucho. Don Miguel era Presidente del Seminario de San Carlos, y solía
escoger a Josemaría para que le acompañara a actos que tenía que presidir,
o a celebraciones litúrgicas con motivo de la administración de
Sacramentos.
Durante el verano de 1924 estudió mucho, y en septiembre se examinó en la
Facultad de Derecho de siete asignaturas. En junio anterior sólo se había
presentado a Historia de España, asignatura que conocía muy bien por sus
estudios de Bachillerato y por sus abundantes lecturas: siempre fue un
apasionado, un verdadero erudito de la Historia. Aunque durante el curso
estuvo centrado en su preparación sacerdotal ‑sólo en los meses de verano
se ocupaba de su carrera civil‑, se presentó a examen en junio, porque
tenía una excelente formación histórica, a pesar, de que el catedrático le
había hecho saber, por medio de amigos comunes, que no se presentara, pues
le suspendería, porque no había asistido nunca a su clase, lo que
consideraba el profesor como una afrenta personal. Josemaría se quedó
admirado, pero, como tenía un alto sentido de la justicia y, siendo alumno
libre, no tenía obligación de asistir a las clases y, además, conocía
maravillosamente la asignatura, se presentó. Y fue suspendido, sin dejarle
hacer el examen.
En
septiembre, el profesor reconoció noblemente la injusticia v, antes de los
exámenes, le aseguró ‑a través de esos amigos ‑comunes‑ que estaba
aprobado, con sólo ir al examen. También en esa convocatoria de septiembre
Josemaría obtuvo Matrícula de Honor en Derecho Romano y Derecho Canónico;
sobresaliente en Economía Política; notable en Derecho Natural y aprobado
en Historia del Derecho y Derecho Civil I.
El
curso académico siguiente, 1924‑25, fue prácticamente un año en blanco
para los estudios civiles. Aunque se matriculó en cuatro asignaturas y
aplicó a dos las matrículas de honor obtenidas en el curso precedente,
sólo pudo presentarse al examen de Derecho Civil II. En ésta consiguió
notable, pero no se examinó de más, ni en junio ni en septiembre.
No
es extraño que fuese así, pues en ese curso 1924‑25 pasaron muchas cosas
decisivas. El 27 de noviembre de' 1924, murió en Logroño don José Escrivá.
El 20 de diciembre Josemaría recibió el diaconado de manos de don Miguel
de los Santos Díaz Gómara, en la Iglesia del Seminario de San Carlos. El
28 de marzo de 1925, el propio don Miguel de los Santos, que había sido
obispo auxiliar del Cardenal Soldevila, le confirió la ordenación
sacerdotal. La primera Misa se celebró en el Pilar, en la Capilla de la
Virgen, el día 30. Asistieron pocas personas ‑unas doce‑ a esta Misa, que
el nuevo sacerdote ofreció en sufragio del alma de su padre. Era lunes de
la Semana de Pasión, y al día siguiente don Josemaría estaba ya en un
pueblecito ‑Perdiguera‑, cuyo párroco se encontraba enfermo. Lo sustituyó
hasta el 18 de mayo.
En
el curso 1925‑26, aunque se había matriculado como alumno no oficial,
frecuentó las clases de la Facultad de Derecho. En junio de 1926 se
presentó a Derecho Internacional Público (Matrícula de Honor), Derecho
Mercantil (notable), Derecho Político (notable) y Derecho Administrativo
(aprobado). En la convocatoria de septiembre aprobó Derecho Penal,
Hacienda Pública, y Procedimientos judiciales, y consiguió notable en
Derecho internacional privado. Le quedaba sólo, para terminar la carrera,
una asignatura, Práctica forense y redacción de instrumentos públicos.
Acogiéndose a la R.O. de 22 de diciembre de 1926, sobre exámenes
extraordinarios para alumnos a quienes no faltasen más de dos asignaturas
para acabar sus estudios, la aprobó en la convocatoria extraordinaria de
enero de 1927. Obtuvo así el título de Licenciado en Derecho, pues
entonces estaba vigente un R.D. de 10 de marzo de 1917, que había
suprimido las reválidas y ejercicios para la obtención de títulos. Bastaba
pagar los derechos ‑37,50 Ptas.‑, cosa que hizo el 15 de marzo de 1927, al
mismo tiempo que solicitaba el traslado de expediente a Madrid, para
cursar allí el doctorado.
David Mainar Pérez se acuerda bien de aquellos años, especialmente del
curso 1925‑26, en que don Josemaría, ya sacerdote, iba asiduamente a la
Facultad. No se le ha olvidado el banco del patio de la Universidad en que
pasaron tantos ratos entre clase y clase. Era "muy abierto en el trato con
los demás". Llegó a tener verdadera amistad incluso con alumnos que tenían
muchas dudas de fe. Sabía acomodarse con gracia a las conversaciones de
los estudiantes, que podían haber dado lugar a situaciones violentas para
un sacerdote por los temas o el lenguaje. Pero ‑continúa David Mainar‑
"tenía un algo especial para salir airoso ‑con su personal sentido del
humor‑ de momentos embarazosos, sin perder la dignidad y haciéndose
respetar delicadamente, sin violencia".
Otro compañero, Juan Antonio Iranzo Torres, alude también a que, al
principio, se le miraba con cierto reparo, pero la confianza y la llaneza
con que se mostraba, hizo que todos le tratasen enseguida como uno más.
Elogia su carácter llano y sencillo, nada engolado, ni que pudiese
pensarse vanidoso. Domingo Fumanal remacha esta idea: "Alguien ha dicho
que era vanidoso, y esto es absolutamente mentira: era todo lo contrario";
"era un hombre íntegro que, sonriendo, sabía mantener Sus principios". Y
agrega que ponía especial cuidado en el trato con mujeres.
Un
día mencionó a Domingo Fumanal su posible marcha a Madrid. Le pareció
lógico, porque "en Zaragoza no tenía campo, ni le ayudaban como merecía",
pensó Fumanal. Don Josemaría apuntó la posibilidad de colocarse como
preceptor, y Fumanal le dio algunos consejos, con lenguaje vivo de
estudiante, para que tratase a las mujeres de una manera distinta a como
venía haciéndolo: por la delicadeza con que el joven sacerdote vivía la
castidad, su amigo temía que no pudiera prosperar en ese tipo de trabajo.
Don
Josemaría se había planteado salir de Zaragoza, porque, con su corazón
dispuesto a secundar el querer divino, pensaba que eso que Dios le pedía
‑pero aún ignoraba‑ podría cumplirlo más fácilmente en una ciudad como
Madrid. No obstante, mientras esperaba nuevas luces de Dios, continuó su
trabajo sacerdotal en la diócesis de Zaragoza.
Al
día siguiente de su primera Misa en la capilla del Pilar, había salido
para Perdiguera, a 24 kilómetros de Zaragoza, en el extremo occidental de
la comarca de los Monegros, entre la sierra de Alcubierre y el valle
inferior del río Gállego. Durante e? tiempo que estuvo en ese pueblo,
vivió con una familia de campesinos, todos fallecidos ya: Saturnino
Arruga; su mujer, Prudencia Escanero, y un hijo. En los dos meses que pasó
allí, no cesaron las inquietudes de su alma:
Me
hospedé en casa de un campesino muy bueno. Tenía un hijo que todas las
mañanas salía con sus cabras, y me daba pena ver que pasaba todo el día
por ahí, con el rebaño. Quise darle un poco de catecismo, para que pudiera
hacer la Primera Comunión. Poco a poco, le fui enseñando algunas cosas.
Un
día se me ocurrió preguntarle, para ver cómo iba asimilando las lecciones:
‑Si fueras rico, muy rico, ¿qué te gustaría hacer?
‑¿Qué es ser rico?, me contestó.
‑Ser rico es tener mucho dinero, tener un banco...
‑Y... ¿qué es un banco?
Se
lo expliqué de un modo simple, y continué:
‑Ser rico es tener muchas fincas y, en lugar de cabras, unas vacas muy
grandes. Después, ir a reuniones, cambiarse de traje tres veces al día...
¿Qué harías si fueras rico?
Abrió mucho los ojos, y me dijo por fin:
‑Me comería ¡cada plato de sopas con vino!...
Todas las ambiciones son eso; no vale la pena nada. Es curioso, no se me
ha olvidado aquello. Me quedé muy serio, y pensé: Josemaría, está hablando
el Espíritu Santo.
Esto lo hizo la Sabiduría de Dios, para enseñarme que todo lo de la tierra
era eso: bien poca cosa.
En
Perdiguera trabajó ‑hasta el 18 de mayo de 1925‑ como un sacerdote
ejemplar, según estima el entonces monaguillo, hoy sacristán de la
parroquia, don Teodoro Murillo Escuer: tiempo de confesionario, Santa
Misa, rosario por la tarde, hora santa los jueves, catequesis y primeras
comuniones, preocupación especial por los enfermos. Los visitaba con
frecuencia y, si les pedían sacramentos, siempre los facilitaba: "Por
aquella época sólo se solía llevar la Sagrada Comunión a los enfermos
graves, y en procesión; él la llevaba a todos los enfermos que la pidiesen
y en privado".
Teodoro Murillo sintió de veras su marcha. En tan poco tiempo le había
tomado gran afecto, porque era "alegre, con un humor excelente, muy
educado, sencillo y cariñoso".
Don
Josemaría volvió a Zaragoza. Dedicó más horas que antes a terminar sus
estudios civiles. Su madre y sus hermanos vivían con él en una casa de la
calle de San Miguel ‑derribada años después‑, poco más allá del cruce con
la de Santa Catalina. Dio clases de Derecho Romano y Canónico en el
Instituto Amado, quizá para atenderlos económicamente.
Dirigía aquel centro, situado en la calle de Don Jaime 1, número 44, don
Santiago Amado Lóriga, capitán de Infantería, Licenciado en Ciencias. Era
una academia, como las que existían en las ciudades más importantes del
país, en la que se podían estudiar el Bachillerato y los cursos
preparatorios de algunas Facultades. También se preparaban allí alumnos
para el ingreso en las Escuelas de Ingenieros y en las Academias
Militares, o para las conocidas oposiciones a Abogados del Estado,
Judicatura, Notarías y Registros, o para otros muchos concursos a cuerpos
del Estado. En el Instituto Amado se formaban además estudiantes de
Derecho, Letras, Ciencias, Comercio y Magisterio.
Debió ser un centro de prestigio ‑no pura academia preparatoria de
oposiciones‑, pues en 1927 comenzó a publicar una, revista mensual, en la
que, junto a informaciones generales, se incluían ensayos especializados
sobre Derecho, temas militares, o Ingeniería y Ciencias. Entre sus
profesores figuraron personas que serían antes o después catedráticos de
Universidad, o figuras conocidas en la vida española. En el número 3 de la
revista, correspondiente a marzo de 1927, aparece, por ejemplo, una nota
de don Santiago Amado, director del Instituto, que explica la ausencia de
la colaboración de un profesor del centro, don Luis Sancho Seral, porque
acaba de ganar sus oposiciones a la cátedra de Derecho Civil en Zaragoza.
Se publica también en ese número un artículo de don Josemaría Escrivá,
sobre La forma del matrimonio en la actual legislación española: es el
primer texto impreso que se conoce del Fundador del Opus Dei.
En
Zaragoza celebraba Misa por lo general en la iglesia de San Pedro Nolasco,
de los PP. Jesuitas, que residían en las torres de San Ildefonso, pero
iban a San Pedro para el culto (todos los Padres y Hermanos de aquella
comunidad han fallecido). Acudía, con gente joven, a varias catequesis,
una en el barrio de Casablanca. En la Semana Santa de 1927 fue destinado
a Fombuena. En el archivo de la Notaría Mayor del Arzobispado de Zaragoza
consta su nombramiento como regente auxiliar del señor párroco de
Perdiguera (30 marzo de 1925), pero su nombre no vuelve a aparecer en ese
archivo, hasta el 17 de marzo de 1927, en que se le concede permiso por
dos años, para marchar a Madrid, con motivo de estudios.
Mientras esperaba confiadamente la definitiva luz de Dios, don Josemaría
fue ‑como será toda su vida‑ un sacerdote cien por cien, entregado a su
ministerio.

Capítulo Segundo. Vocación al sacerdocio
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"Era un sacerdote íntegramente sacerdote y con todas sus consecuencias.
Esta era la impresión imborrable que hacía en todos los que le tratamos en
aquella época", afirma el doctor don Juan Jiménez Vargas, hoy catedrático
de Medicina, que conoció al Fundador del Opus Dei en 1932. A lo largo de
estas páginas, tendremos ocasión de ver las más diversas consecuencias de
la identificación de Mons. Escrivá de Balaguer con su sacerdocio. Todas
obedecen a una única raíz: el amor al Santo Sacrificio de la Misa.
A
mis sesenta y cinco años
‑comentaba en 1967‑, he hecho un descubrimiento maravilloso. Me encanta
celebrar la Santa Misa, pero ayer me costó un trabajo tremendo. ¡Qué
esfuerzo! Vi que la Misa es verdaderamente Opus Dei, trabajo, como fue un
trabajo para Jesucristo su primera. Misa: la Cruz. Vi que el oficio del
sacerdote, la celebración de la Santa Misa, es un trabajo para
confeccionar la Eucaristía; que se experimenta dolor, y alegría, y
cansancio. Sentí en mi carne el agotamiento de un trabajo divino.
A
Cristo también le costó esfuerzo. Su Humanidad Santísima se resistía a
abrir los brazos en la Cruz, con gesto de Sacerdote eterno. A mí nunca me
ha costado tanto la celebración del Santo Sacrificio como ese día, cuando
sentí que también la Misa es Opus Dei. Me dio mucha alegría, pero me quedé
hecho migas.
"Toda su vida ‑ha escrito don Marcelo González, Cardenal Primado de
España‑ fue como la prolongación de una Misa interrumpida que glorificaba
al Padre, trataba de obtener el perdón para el pecado mediante la gracia
sacramental, y ponía el trabajo profesional y las preocupaciones
familiares como una hostia purificada junto al altar. Todo esto es lo que
percibí en las conversaciones que tuve con él, y también lo he captado con
sus escritos, y lo vengo comprobando en los sacerdotes del Opus Dei que he
conocido".
Sobre la Santa Misa, sobre la Sagrada Eucaristía, el Fundador del Opus Dei
ha dejado páginas bellísimas. Son reflejo de su corazón enamorado, que
entendía la Misa como un epitalamio, como un canto de bodas, manifestación
de amor.
Es
patente el influjo de esos textos, que han llevado a muchísimas almas, en
el mundo entero, a saborear la divina realidad de que la Santa Misa es
el centro y la raíz de la vida interior, como precisaba constantemente
Mons. Escrivá de Balaguer, desde que era un joven sacerdote, y recogería
textualmente el Concilio Vaticano II, muchos años después.
Las
palabras del Fundador del Opus Dei sobre la Santa Misa mueven y conmueven,
porque traslucen una realidad plena y enteramente vivida. "Creo que su
chifladura era la Santísima Eucaristía", estima don Joaquín Mestre
Palacio, Prior de Nuestra Señora de los Desamparados en Valencia, que
amplia así su testimonio: "Me viene a la memoria el cariño, la unción y la
piedad con que al señor Arzobispo (se trata de don Marcelino Olaechea) y a
mí nos enseñaba los oratorios de Bruno Buozzi (sede central del Opus Dei),
deteniéndose especialmente en el Sagrario. Nos lo mostraba con la misma
delicadeza y unción con que un misacantano, enamorado del sacerdocio,
podría mostrar el cáliz de su primera Misa".
Muchas personas han tenido ocasión de asistir a una Misa celebrada por
Mons. Escrivá de Balaguer. Sus comentarios son unánimes, acerca del modo
intenso, delicado, profundamente piadoso, con que celebraba.
El
actual obispo de Sigüenza‑Guadalajara, don Laureano Castán Lacoma, no ha
olvidado las Misas del sacerdote recién ordenado, don Josemaría, en Fonz,
un verano de 1926 ó 1927. Don Laureano, entonces seminarista, pasaba en
Fonz ‑su pueblo natal‑ las vacaciones. Coincidieron con ocasión de las
cortas visitas que don Josemaría, con su familia, hacia a su tío, mosén
Teodoro, beneficiado de la capellanía de la casa Moner. Don Laureano le
ayudó alguna vez a celebrar la Santa Misa en la capilla de los señores de
Otal ‑Barón de Valdeolivos‑, con quienes le unía ‑también a don Laureano
Castán Lacoma‑ una gran amistad. Y enaltece "la piedad y fervor con que
celebraba el Santo Sacrificio, al que yo me unía con piedad y devoción
grandes, que no le pasaron inadvertidas a Mons. Escrivá, como en fecha
reciente me comentaba por escrito don Álvaro del Portillo. Es fácil de
entender que ya entonces vivía lo que años más tarde escribiría: La
Misa es acción divina, trinitaria, no humana. El sacerdote que celebra
sirve al designio del Señor, prestando su cuerpo y su voz; pero no obra en
nombre propio, sino in persona et ir nomine Christi, en la persona
de Cristo, y en nombre de Cristo".
También Pedro Rocamora ayudó a Misa al Fundador del Opus Dei. Fue en
Madrid, en la capilla del Patronato de Enfermos, en la calle de Santa
Engracia (hoy García Morato). Asistía muchas mañanas, antes de ir a la
Universidad: "Cada palabra tenía un sentido profundo y un acento extraño.
Saboreaba los conceptos... Don Josemaría parecía desprendido de su
contorno humano y como atado por lazos invisibles a la divinidad".
Rocamora se sabía de memoria el texto latino de la Misa, y por eso podía
seguir bien la liturgia. Aunque han pasado tantos años ‑era entonces
1929‑, mantiene su emoción: "Aquellas mañanas en la capilla de la calle de
Santa Engracia, al acabar la Misa, los acólitos del Padre Escrivá a veces
no podíamos contener las lágrimas". Por si acaso, Rocamora dice de sí
mismo que es un hombre normal, no demasiado sensible ni exageradamente
emotivo.
Con
el tiempo, el Fundador del Opus Dei tendría que vivir su amor a la Sagrada
Eucaristía en circunstancias tan adversas como las que se produjeron en
los períodos de persecución religiosa en el Madrid republicano. Julián
Cortés Cavanillas publicó °.n un artículo de ABC que en la mañana del 11
de mayo de 1931, .mientras en Madrid ardían iglesias y conventos,
"acompañado por mí, llevó en su pecho al Santísimo, desde la capilla en
donde era capellán, de la calle de Manuel Cortina, hasta las casas
militares, próximas a la glorieta de Cuatro Caminos, donde depositó el
divino tesoro eucarístico, en casa de unos amigos aragoneses".
Por
esas fechas, como luego en Madrid y Barcelona entre julio de 1936 y
diciembre de 1937, su devoción eucarística tuvo que superar dificultades
tremendas: celebrar la Santa Misa clandestinamente, llevar escondida la
Comunión de un sitio a otro, eran riesgos que podían pagarse con la vida.
Muchos sacerdotes santos de Madrid ‑y de otras ciudades españolas‑ no
tuvieron miedo a la muerte. Mons. Escrivá de Balaguer comentaría que, en
aquellos meses, pensaba frecuentemente en la persecución de los primeros
cristianos. A escondidas, con un traje de paisano prestado, muy delgado,
en cuanto pudo moverse por Madrid, desplegó una intensa actividad
sacerdotal: confesaba, daba ayuda espiritual en conversaciones personales,
y en meditaciones a grupos reducidos ‑hasta unos ejercicios espirituales
llegó a predicar‑, celebraba la Santa Misa y llevaba la Comunión a unos y
otros.
En
parecidas circunstancias discurrió su trabajo sacerdotal los días que
permaneció en Barcelona, antes de iniciar el camino que, a través de los
Pirineos, le conduciría a Andorra. Fueron con él algunos socios de la Obra
y unos pocos amigos, dentro de una expedición general conducida por guías
conocedores del terreno, para abandonar la zona roja.
El
28 de noviembre celebró la Santa Misa en pleno monte. Acababan de llegar
al barranco de la Ribalera, después de caminar toda la noche. Sin aguardar
más, escogieron dentro de aquella especie de circo, protegido del viento,
las piedras que mejor pudieran servir como altar. Temía irreverencias,
pues durante la marcha nocturna, se habían oído algunas blasfemias, pero
anunció que iba a celebrar y que podía asistir quien quisiera.
Había allí más de veinte personas que no habían podido ir a Misa desde
julio de 1936. La expectación fue grande. Y se emocionaron aún más ante su
modo de celebrar la Misa. Un estudiante, Antonio Dalmases, venía con otro
grupo que se había incorporado a esta expedición. En su diario quedó
anotado: "Nunca he oído Misa como hoy. No sé si por las circunstancias, o
porque el sacerdote es un santo".
Unos días después, celebraba el Santo Sacrificio en Andorra, con todos los
ornamentos y vasos sagrados, después de casi diecisiete meses de
clandestinidad. Mosén Pujol Tubau no ha olvidado, al cabo de treinta y
siete años, que se encontró con un puñado de hombres. Se adelantó uno que
le saludó con los brazos abiertos: ‑;Gracias a Dios que vemos un cura!
Esa persona era don Josemaría, que se le presentó como sacerdote, y le
explicó que acababan de cruzar la frontera, y que querría celebrar la
Santa Misa para dar gracias a Dios. Así lo hizo al día siguiente ‑uno de
los primeros de diciembre‑ en el altar mayor de la iglesia de San Esteban.
Mosén Pujol recibió una impresión de profunda piedad, "por la devoción con
que ofició, así como por el rato que permanecieron después, él y los que
le acompañaban, dando gracias y haciendo oración ante el Sagrario".
Afirmaciones semejantes hacen muchas personas. Antonio Ivars Moreno era
estudiante cuando asistió un día de 1939 a Misa en un pequeño entresuelo
de la calle Samaniego, donde estaba el primer Centro del Opus Dei en
Valencia: "No perdí ni una palabra. Ni un gesto. Cuando celebraba, hacía
sentir a los que estábamos con él que había penetrado en las profundidades
del gran misterio de nuestra Redención. Aquella Misa era verdaderamente el
mismo Sacrificio incruento del Calvario. No había lugar a las
distracciones".
Un
conocido arquitecto valenciano, Vicente Valls Abad, ha dejado por escrito
en las páginas del diario Levante, la huella de sus tiempos
universitarios, en la Residencia de estudiantes de la calle Jenner, en
Madrid. Era el año 1942, y don Josemaría se encargaba personalmente de la
dirección espiritual de los residentes, y de la predicación de
meditaciones y retiros. Aunque él tenía cierta prevención, acudió a un
retiro espiritual. Le removió la predicación directa, concreta, práctica,
penetrante, que animaba a mejorar. Pero sobre todo le desarmó su modo de
dar la Bendición con el Santísimo Sacramento: "la unción y el respeto con
que lo trató, ese apretón final contra su pecho y ese movimiento
ininterrumpido de sus labios, diciéndole cosas al Señor hasta el final de
la ceremonia. He aquí ‑pensé‑ un sacerdote enamorado de Dios".
Con
corazón de enamorado celebraba la Misa el Fundador del Opus Dei. Y con
cariño la decía hasta en los detalles más menudos. Don Vicente Jabonero,
histopatólogo de Oviedo, se fijó en uno, durante la Misa de Mons. Escrivá
de Balaguer en el campus de la Universidad de Navarra en 1967. Le llamó la
atención que, al rezar el Confiteor, hiciera una pausa en el Ideo, precor.
El doctor Jabonero entendió que era lógico que fuese así, con la pausa
propia de la coma, y no seguido: como si en castellano se dijera "por
tanto, ruego a..." Y glosa: "la coma (pausa) era obligada. Entonces
comprendí, prácticamente, lo que en Camino había escrito respecto de la
oración vocal: Mira lo que dices y a quién lo dices...".
Don
Juan Antonio Paniagua, profesor de Historia de la Medicina, se acuerda del
reducido piso de Valladolid, al que llamaban "El Rincón". Se empleaba para
la labor apostólica con estudiantes universitarios, al principio de los
años cuarenta. Allí aprendió, de la mano del Fundador del Opus Dei, a
valorar la
importancia de los más pequeños gestos de amor a la Sagrada Eucaristía, a
evitar cualquier improvisación en lo relativo al culto divino. Pues Juan
Antonio Paniagua advirtió que estos detalles ante todo revelaban ‑velaban‑
un amor: un amor chiflado como el de aquel que describe Camino (438):
-
¡Loco! ‑Ya te vi ‑te creías solo en la capilla episcopal- poner en cada
cáliz y en cada patena, recién consagrados, un beso: para que se lo
encuentre Él, cuando por primera vez "baje" a esos vasos eucarísticos.
‑
¡Qué locura!, ¿verdad?,
cuenta Paniagua que apuntó el Fundador del Opus Dei a Javier Silió, el más
joven de los que entonces estaban allí.
‑Sí, Padre, ¡qué locura!, dijo él, y le respondió:
‑Pues sé tú también muy loco, hijo mío.
A
raíz de la muerte de Mons. Escrivá de Balaguer, el obispo de Aquisgrán,
Mons. Pohlschneider expuso: "Los sesenta mil socios del Opus Dei lloran la
muerte del Padre, que se les ha ido. Pero después de su muerte le
guardarán fidelidad interior, porque saben lo que le deben. Pueden decir,
con palabras de Lacordaire: “La felicidad más grande que un hombre puede
gozar en la tierra es haber encontrado en la vida a un verdadero hombre
según el corazón de Dios, a un auténtico sacerdote “.
Pero la autenticidad de su sacerdocio se desdibujaría si la separásemos de
su mentalidad laical. Desde un enfoque negativo, tiene mentalidad
laical aquel que no es clerical, es decir, aquel que no se sirve de las
estructuras eclesiásticas para buscar fines de orden profano, o para
recibir un trato distinto al de los ciudadanos normales en la vida civil.
Por eso, al Fundador del Opus Dei le repugnaban los privilegios, las
exenciones. Le encantaba, en cambio, trabajar dentro del marco de las
leyes civiles, cumpliendo sus obligaciones y ‑también‑ exigiendo sus
derechos: derechos de ciudadano, no privilegios sacerdotales.
Otro tipo de clericalismo malo es el que se puede producir por mimetismo,
o por complejo de inferioridad: presentar como si fueran un ideal para el
laico las actividades propias del sacerdote; requerir la presencia del
cura en los trabajos civiles como sistema para impregnarlos de sentido
cristiano. El cura aseglarado, y el laico sacristán ‑fuera del templo‑ son
desquiciamientos producidos por el clericalismo malo, que hacen perder el
sentido de la realidad, e invierten el sitio de cada uno. Por el
contrario, es parte de la mentalidad laical saber estar cada uno en su
sitio.
Mons. Escrivá de Balaguer se caracterizaba por "su decidido apoyo a la
secularidad", inseparable de "su sacerdocio tan plenamente, tan
consecuentemente, tan coherentemente vivido hasta en el último detalle"
(Mons. Francisco Hernández, en La Religión, Caracas, 26 de julio de 1975).
Porque el puesto del clérigo en el mundo es puesto de servicio, universal,
sin excepción alguna. El sacerdote ha de ser otro Cristo, que vino a
servir, no a ser servido. Y el gran servicio que ‑hoy como ayer‑ ha de
prestar el sacerdote a los hombres es hablarles de Dios, hacerles a Dios
presente en su vida. No me cabe la menor duda de que no hay nada más
laical en un sacerdote que hablar de Dios.
Al
Fundador del Opus Dei le preguntaron muchas veces sobre la mentalidad
laical. Un 19.de octubre de 1972 en Madrid enunciaría de nuevo: yo soy
anticlerical porque amo al sacerdote. Fue el suyo un
anticlericalismo bueno, porque buscaba la fidelidad del sacerdote a su
propia y exclusiva misión. Quería persuadirles de que los curas que no
hablan de Dios son todos clericales, en el sentido peyorativo de la
palabra.
Prácticamente todo en la vida del Fundador del Opus Dei iba orientado a
hacer que los seglares se santificasen en su trabajo profesional
ordinario: ese trabajo del que viven, del que sacan lo necesario para
sostener a la familia y cumplir con sus deberes sociales. Y el ministerio
sacerdotal lo enfocaba también como trabajo profesional ordinario,
como un trabajo de Dios.
Mons. Escrivá de Balaguer fue un sacerdote que no hablaba más que de Dios.
Era ostensible, clamorosamente patente. Y vivió también muy a fondo esa
mentalidad laical que tanto predicó, con todas las consecuencias prácticas
que de ella se derivan: para un sacerdote, no mangonear las almas, no
entrometerse en lo ajeno, respetar la libertad de las conciencias,
abominar de privilegios y exenciones...
Llevó esta actitud hasta el extremo de no querer vivir de la sotana. Hubo
momentos en que pasó graves apuros económicos. Entre otros muchos, cuando
se trasladó a Madrid en 1927. Entonces dio clases de Derecho romano y de
Derecho canónico en la Academia Cicuéndez, por la simple razón de que
necesitaba dinero para atender las necesidades económicas de su familia.
Después de la guerra de España aceptó un puesto como profesor en la
Escuela Oficial de Periodismo. Seguro que seguía necesitando dinero,
aunque allí no debía ganar mucho. Fue a aquella Escuela para atender el
ruego de un amigo, Giménez Arnau, entonces Director General de Prensa, y
porque explicar Ética y Deontología a futuros periodistas era un modo de
dar doctrina, de hablar de Dios. Ésta fue la razón fundamental de su
presencia en la Escuela Oficial de Periodismo.
En
la Hoja del Lunes de Madrid, escribió Pedro Gómez Aparicio, primer
secretario de aquella Escuela: "Supongo que aún perdura el recuerdo de don
Josemaría entre los que fueron sus alumnos. Su trato era sencillo,
respetuoso y afable; su carácter, abierto, optimista y generoso, siempre
dispuesto a un diálogo
cordial. Creo que hubiera sido un gran periodista de no absorberle sus
actividades apostólicas".
Aunque atendiese aquellos trabajos con sentido de responsabilidad, estaba
siempre claro que no era ésa su dedicación profesional. Sólo quería ser
sacerdote. Muchos le animaron a preparar oposiciones a cátedras, pero su
respuesta fue siempre negativa: contestaba que así podía haber un
catedrático más; pero que si era sacerdote cien por cien, si era
plenamente sacerdote, habría muchos sacerdotes y muchos profesionales, y
muchos obreros y muchos matrimonios santos entregados a Dios.
Desde esta perspectiva se comprende por qué insistía tanto en que los
sacerdotes vistiesen el traje talar u otro hábito correcto que, cumpliendo
las normas dadas por sus obispos, denotara enseguida la presencia del
ministro de Cristo. Entendía el sacerdocio como un ministerio, como un
servicio público, y juzgaba que los demás ‑católicos o no‑ tenían derecho
a poder reconocer al sacerdote por su atuendo, para requerir sus servicios
en cualquier lugar o circunstancia. Decía a los sacerdotes que se
mostrasen así por deber de caridad o de justicia, pero también como
consecuencia de su mentalidad laical.
Don
Josemaría lo vivió, incluso heroicamente, en tiempos difíciles, cuando en
Madrid era arriesgado andar por la calle con sotana. Después de las quemas
de iglesias y conventos de mayo de 1931, sacerdotes capaces de una
actuación decidida y valiente si llegaba el caso, iban ordinariamente de
paisano por las calles madrileñas. El Fundador del Opus .Dei, según
testimonia el Dr. Jiménez Vargas, desde que él le conoció en 1932, "nunca
admitió ir de paisano. Es más, llevaba manteo, que sin duda era más
llamativo ‑valga la palabra‑ que el abrigo".
Mons. Cantero, Arzobispo de Zaragoza, resumió éstos y otros rasgos del
alma sacerdotal, de la personalidad entera de Mons. Escrivá de Balaguer,
en la homilía que predicó en el funeral celebrado en aquella ciudad por su
eterno descanso: "el equilibrio y armonía para unir en su vida y en su
obra la prudencia y la audacia; el tesón de su tierra baturra y la
apertura sin recovecos al pensamiento de los demás; el respeto y el amor a
la libertad con la observancia de la disciplina y de la obediencia; el
sentido del humor con el aguante ante la cruz del sufrimiento físico y
moral; el talante de un optimismo eripedernido con la valoración de las
limitaciones y miserias humanas; la fidelidad a la ortodoxia con el hombre
y la sed de la creatividad al servicio de Dios, de su Iglesia y de los
hombres sus hermanos, porque amaba a Dios, a la Iglesia y a los hombres
con el mismo corazón.
Y
es que Mons. Escrivá de Balaguer fue, ante todo y sobre todo, un hombre de
Dios: un sacerdote. "

Capítulo Segundo. Vocación al sacerdocio
|

Que
busques a Cristo, que encuentres a Cristo, que ames a Cristo. Madrid,
29‑V‑33.
Don Ricardo Fernández Vallespín conserva un ejemplar de la Historia de la
Sagrada Pasión del P. Luis de la Palma, con esta dedicatoria del Fundador
del Opus Dei.
Desde su juventud, y hasta su muerte, podría decirse que Mons. Escrivá de
Balaguer no hizo otra cosa que poner almas delante de Cristo, de ese
Cristo que es herí et hodie, ipse et in saecula, "el mismo ayer y hoy y
por los siglos" (Heb. 13,8). Cristo, que es la única Víctima, el único
Modelo. Cristo, que no es un personaje histórico, sino que vive, y espera
a cada uno de los cristianos desde hace veinte siglos.
Probablemente un teólogo que analice con calma sus escritos se verá
obligado a reconocer que su doctrina, ante todo, es netamente cristológica.
Pero, sin entrar en profundidades teológicas ‑otros lo harán‑ es claro que
su sentido cristocéntrico va inseparablemente unido a su devoción mariana
y a su afecto incondicionado hacia el Papa, el Vicecristo, el dulce Cristo
en la tierra, como gustaba repetir con Santa Catalina de Siena.
Bastaba un rato de conversación ‑por breve que fuera para darse cuenta
enseguida de que todo en su vida giraba alrededor de Cristo, de María y
del Papa. Lo comprobó don Alfonso
Casas, chantre de la catedral de Túy, a quien el obispo de aquella
diócesis presentó al Fundador del Opus Dei en 1945: "No sé si fue entonces
(o posteriormente, a través de sus escritos) cuando pude apreciar su
profundísima devoción a la Santísima Virgen, a San José, y su incesante e
intenso amor al Papa".
"Tres grandes fuerzas ‑ha bosquejado en el diario ABC don Marcelo
González, Cardenal Primado de España‑ animaban su vida interior, presentes
cada día y cada hora en su espíritu, de valor supremo e insustituible para
vivir como hijo de la Iglesia en su doble dimensión mística (amor al
misterio de la Esposa de Cristo) y apostólica (dinamismo de una fe que
aspira a renovar el mundo). Eran la Eucaristía, particularmente el santo
sacrificio de la Misa (sentido de redención); amor a la Humanidad de
Cristo, niño, hombre, muerto y resucitado (sentido de encarnación de la fe
en el mundo), y amor vivísimo a la Santísima Virgen María, de la cual no
quería ver separado a San José (sentido de familia de los hijos de Dios
que tienen junto a sí motivos de gozo, al encontrarse con la belleza
espiritual y la ayuda materna de María)".
Efectivamente, su devoción a Santa María era inseparable de San José. Lo
llevaba hasta el extremo, si se quiere anecdótico, pero altamente
significativo, de unir en una sola palabra su nombre de pila, Josemaría.
Como relataba el canónigo don Mariano A. Taberna en el Diario de Ávila (28
de junio de 1975), a raíz de su muerte: "Escribo el nombre completo,
porque no toleraba nunca que se le llamara sólo don José. Por favor, no
me quite a la Virgen, decía inmediatamente".
Otro sacerdote, don Ramón Cermeño, repasa unos ejercicios espirituales en
el Seminario de Ávila, poco después de terminada la guerra de España:
insistía en la importancia de fomentar durante el día la presencia de
Dios, llamaba a la Virgen "la Señora" y "Santa María", y recomendaba
invocarla antes de comenzar el estudio con la jaculatoria Sancta María,
Mater Dei et Sedes sapientiae, ora pro me, "costumbre que en cuanto a mi
se refiere llegó a ser connatural". Y concluye: "Inculcó también tener
gran devoción al `Señor San José', cosa que se notaba él vivía".
El
Fundador del Opus Dei vivía lo que decía, hablaba de lo que vivía. A
propósito de aspectos diversos de la vida cristiana, todos los que le
conocieron lo anotan. No hay excepción tampoco, cuando se trata de San
José y de Santa María. Afirma el P. Sancho, O.P.: "Era muy devoto de la
Virgen, mucho, mucho. Conservo su libro sobre el Santo Rosario, que es
todo él una prueba viva de su devoción mariana; si no la hubiera tenido,
no hubiera escrito ese libro lleno de una gran ternura con nuestra Madre".
Diversas manifestaciones de cariño a la Virgen, llenas de delicadeza hacia
la que es Madre de Dios y Madre nuestra ‑así le gustaba reiterar‑, se han
incorporado a la vida diaria de los socios del Opus Dei, por él recogidas
del tesoro de las recias y seculares tradiciones cristianas: el Santo
Rosario, el Ángelus, el Acordaos, las tres Avemarías de la noche, el
escapulario del Carmen, las imágenes de Santa María que presiden tantos
lugares de trabajo y de oración.
Y
junto a la devoción a Santa María ‑inseparable‑, recurrió siempre a San
José, a quien muy pronto invocó como Padre y Señor. A él se
encomendó siempre, como maestro de vida interior. Sobre San José ha dejado
páginas espléndidas que glosan su vida de trabajo, su docilidad a los
planes divinos, su humilde sentido de responsabilidad, su amor y
delicadeza hacia María y Jesús. Del Santo Patriarca tenían que aprender
los socios de la Obra a tratar ‑a contemplar‑ a Jesucristo y a la Virgen.
En
los últimos años de su vida, la presencia de la trinidad de la tierra
‑Jesús, María y José‑ que desde que era sacerdote joven fue connatural
al Fundador del Opus Dei, se hace de día en día más intensa, más
entrañable. Y en esos años finales de su caminar terreno, proclama con
ímpetu su amor a San José, al que reserva un trato especial que lo penetra
todo. Cabe destacar dos ideas, que el Fundador del Opus Dei invocará con
ocasión y sin ella y que, sin duda, están en el centro de su última
predicación sobre el Santo Patriarca. Tienen enjundia teológica y, sobre
todo, un inextinguible despliegue de consecuencias prácticas. Bien
grabadas quedaron a un socio del Opus Dei brasileño, en mayo de 1974, que
iba con el Padre en el avión que le llevaba de Río de Janeiro a Sáo Paulo.
Durante aquel viaje, comenzó a hablar de San José y de su propósito, para
aquel mes de mayo, de meter a San José en todo. Esas dos ideas, que
enmarcaban todo un programa de vida contemplativa, y que esbozó brevemente
durante el vuelo, eran:
‑Después de Santa María, es la criatura más perfecta que ha salido de las
manos de Dios; yo estoy seguro.
‑Pensad que podría aplicarse a San José lo que dicen los
teólogos de Santa María: que Dios Nuestro
Señor podía llenarla con su gracia, y si pudo, lo hizo...
Con San José, su Esposa está presente en los momentos
decisivos de la vida de Mons. Escrivá de Balaguer y de la historia del
Opus Dei. Antes de su fundación, en la súplica confiada a la Virgen del
Pilar. El 2 de octubre de 1928, en las campanas de la iglesia madrileña de
Nuestra Señora de los Ángeles, que festejaban a su Patrona, y oyó mientras
hacía oración. En la primera aprobación que el Opus Dei recibió de la
Santa Sede, el 11 de octubre de 1943, día de la Maternidad de la Virgen.
El 2 de febrero de 1947, Fiesta de la Purificación de Nuestra Señora,
cuando Pío XII promulgó la Constitución Apostólica Provida Mater Ecc1esia,
mediante cuya aplicación el Opus Dei obtendría la aprobación solemne de la
Iglesia. El 15 de agosto de 1951, cuando en la Santa Casa de Loreto ‑en
momentos muy difíciles‑ hizo la Consagración de la Obra al Corazón
Dulcísimo de María. Hasta la hora del Ángelus del 26 de junio de 1975, en
que sintió el delicado beso de Santa María, camino de la presencia eterna
ante su Hijo.
El
recurso filial a Nuestra Señora fue constante: acudía a Ella para lo
grande, y para lo aparentemente más pequeño. Y tenía afecto a todas las
advocaciones de la Virgen.
Lorenzo Martín Nieto, arquitecto de Sevilla, coincidió con Mons. Escrivá
de Balaguer, por los años cuarenta, un día de Jueves Santo. El Fundador
del Opus Dei había llegado a Sevilla el día anterior. Se veía la necesidad
de encontrar un sitio donde pudieran vivir algunos socios de la Obra, y
desde allí desarrollar la labor en aquella ciudad:
Rezad para que pronto tengamos una casa, pues aquí estamos de prestado
‑les confió‑. Se lo he pedido a vuestra Patrona, la Virgen de los Reyes, y
le he dicho que, si nos prepara pronto una residencia de estudiantes en
esta tierra, su imagen presidirá el oratorio que allí se instale.
El
15 de noviembre de 1972 consagró el altar del oratorio del Colegio Mayor
Guadaira, instalado pocos años antes en un edificio de nueva planta. El
oratorio está presidido por una imagen de la Virgen de los Reyes, en una
talla distinta, mejor acabada, que la que estuvo en la primera sede de
Guadaira, desde los años cuarenta.
Aquel día, después de consagrar el altar, se quedó un buen rato con los
residentes, en el salón de actos. Y resaltando cómo Cristo perdonaba desde
la Cruz, vino a su mente la primera vez que había estado en Sevilla,
durante una Semana Santa. Se puso a hacer oración delante de un paso, de
una imagen de la Virgen:
Me
fui a la luna. Viendo aquella imagen de la Virgen tan preciosa, ni me daba
cuenta de que estaba en Sevilla, ni en la calle. Y alguien me tocó así, en
el hombro. Me volví y encontré un hombre del pueblo, que me dijo:
‑Padre cura, ésta no vale
na;
la nuestra es la que vale!
De
primera intención casi me pareció una blasfemia. Después pensé:
‑Tiene razón; cuando yo enseño retratos de mi madre, aunque me gustan
todos, también digo: éste, éste es el bueno.
¡Qué amor tenéis a la Virgen aquí, hijos míos! Que Ella os bendiga y os
guarde.
Que
os haga limpios, que os haga rectos, que os haga alegres ‑lo sois‑, que os
haga felices en la tierra; aunque tengáis algún pecadillo que otro...
Jesucristo os perdonará, porque cuando volvéis a Ella, volvéis a su Hijo.
Además, somos tan débiles todos... Ya rezaréis para que también yo vuelva
siempre a mi Madre, con el amor que le tenéis vosotros. He venido a
Sevilla, una vez más, para aprender a amar a la Virgen. No vengo a
enseñar: vengo siempre a aprender. Y quiero a la Virgen en todas vuestras
imágenes, que son tan maravillosas. Precisamente me decían ayer:
‑¿No irá usted a ver..., tal imagen de la Virgen?
Y
yo les contesté:
‑Mira, a mí me gustan todas las imágenes de Nuestra Señora. Tendría que ir
a verlas todas, y eso no es posible; así que no podré ver esa imagen que
me dices.
En
un rincón de Aragón estamos levantando un gran santuario a la Virgen. Amo
tanto a Nuestra Señora, que no haré ninguna propaganda de la Virgen de
Torreciudad, ninguna (...). Porque amo todos los retratos de mi Madre,
todas las imágenes de la Virgen.
En
los primeros años de su vida, ermitas y santuarios de toda España habían
conocido los piropos ‑el Santo Rosario‑ del Fundador del Opus Dei.
Luego serían del mundo entero: Lourdes, Fátima, Loreto, Einsiedeln,
Guadalupe (México), Nuestra Señora Aparecida (Brasil), Luján (Argentina),
Lo Vázquez (Chile). O cualquier imagen de Santa María escondida en los
rincones de una calle madrileña o romana, o en iglesias ‑católicas o no‑
de media Europa.
Pedro Casciaro, que había conocido a don Josemaría en los comienzos de
1935, quiso tenerlo como director espiritual. Bajo su guía fue aprendiendo
a hacer oración, a estar en la presencia de Dios en todo momento, también
por la calle. Para ayudarle de modo práctico, le preguntó un día cuál era
el camino habitual desde su casa ‑en la calle de Castelló‑ hasta la
Escuela de Arquitectura ‑tenía él clases en el edificio de Areneros que el
gobierno había incautado a la Compañía de Jesús‑ o la Facultad de
Ciencias, aún en San Bernardo. Y entonces le fue enumerando las imágenes
de la Virgen que podía encontrar en su camino:
En
la calle de Goya
‑más o menos fueron éstas sus palabras‑ hay una pastelería apenas
volver la esquina de Castelló, que tiene una hornacina con la Purísima
Concepción; al llegar a la estatua de Colón, en el cruce con el paseo de
la Castellana, tienes en uno de los relieves del pedestal de la estatua
una escena de los Reyes Católicos donde hay una imagen de la Virgen del
Pilar; subiendo por los Bulevares...
Pedro Casciaro quedó sorprendido al comprobar su poca capacidad de
observación, él ‑estudiante de Arquitectura‑ que tanto solía fijarse en
los detalles ornamentales. En realidad ‑apostilla‑, "sólo un alma
enamorada de la Virgen habría podido detectarlas. Desde entonces mis horas
de trabajo fueron adquiriendo un nuevo sentido de santificación, y mis
andanzas por las calles de Madrid, nuevas perspectivas contemplativas".
Y,
por fin, el Papa, el dulce Cristo en la tierra.
Encarnación Ortega ilustra con muchos detalles su llegada a Roma el 27 de
diciembre de 1946, con otras tres asociadas de la Obra, las primeras que
iban a quedarse en Italia. En el recorrido del aeropuerto romano al
pequeño piso, instalado en Piazza Cittá Leonina, quiso el Fundador que
pasaran por el Colosseo y que allí rezaran, despacio, un Credo, pidiendo a
los mártires ‑que en aquel lugar dieron su vida‑ fe y fortaleza para ser
buenos instrumentos en servicio de la Iglesia y del Romano Pontífice. A la
mañana siguiente, ante el sepulcro del primer Papa, renovaron su petición
con amor filial, y rezaron intensamente por el Romano Pontífice que en
aquel momento ocupaba la sede de Pedro.
No
fue una excepción. Más bien al contrario: el Fundador del Opus Dei siempre
enseñó a las almas a querer y a orar por el Santo Padre, viendo en él al
representante ‑al Vicecristo‑ de Dios en la tierra. Por eso quería
que toda persona del Opus Dei que llegase á Roma fuese inmediatamente a la
Basílica de San Pedro para renovar su fe y rendir homenaje al Pontífice
reinante.
Su
amor, su veneración por el Papa ‑quienquiera que fuese era patente. No
hacía falta, ni mucho menos, ser socio del Opus Dei para advertirlo. El 27
de agosto de 1972 ‑y es un ejemplo entre muchos‑ el Cardenal Frings
predicaba en Colonia con motivo de la primera Misa solemne de un nuevo
sacerdote del Opus Dei: "Para ser sacerdote en la Iglesia Católica hay que
estar firmemente convencido ‑convencido, diría yo, con una divina certeza‑
de que la Iglesia es dirigida en su cúspide por Pedro y por su sucesor, el
Papa. Mons. Escrivá lo ha captado desde hace tiempo. Y él ha ido por
delante de los suyos en su fiel lealtad al Papa, y ha permanecido siempre
en fidelidad inconmovible al Papa".
El
Consiliario del Opus Dei en España, don Florencio Sánchez Bella, pronunció
la homilía en el funeral por el alma de Mons. Escrivá de Balaguer que se
celebró en los primeros días de julio de 1975 en la madrileña Basílica de
San Miguel. En un momento dado, contempló su amor apasionado por la
Iglesia:
"Sus últimas palabras ‑lo habéis leído en la prensa‑ fueron de amor a la
Iglesia y al Papa.
"Permitidme una expansión de amigo. Quiero contaros una anécdota bien
reciente, del sábado pasado. Estábamos haciendo oración por la mañana,
temprano, en el oratorio del Consejo General del Opus Dei en Roma. Hacía
poemas horas que habíamos dado sepultura al cuerpo de Monseñor Escrivá de
Balaguer. Ambiente de paz, de serenidad, mientras el sacerdote, sentado en
una pequeña mesa, leía un libro de meditaciones compuesto hace bastantes
años. Hasta que llegó a una cita del Padre, allí recogida. Os la leeré:
Cuando vosotros seáis viejos, y yo haya rendido cuentas a Dios, vosotros
diréis (...) cómo el Padre amaba al Papa con toda su alma, con todas sus
fuerzas.
"Brotaron aquí sollozos que subrayaban cómo iba ya preparándonos nuestro
Padre en caminos de fe, de esperanza y de amor, unidos inseparablemente a
la Iglesia y al Papa'".
Este espíritu del Fundador del Opus Dei se compendiaba en un adjetivo:
"romano". El cardenal Poletti, Vicario de la diócesis de Roma, escribía a
don Álvaro del Portillo, entonces Secretario general del Opus Dei, el día
27 de junio de 1975:
"La
Diócesis de Roma debe mucho a tantos Fundadores de Institutos Religiosos,
Asociaciones, y actividades apostólicas que se han desarrollado en la
Urbe. Mons. Escrivá de Balaguer, personalidad que se suma a esta
admirable serie de hombres de Dios.
"Él
‑que vivía en Roma desde 1946‑ se preciaba de ser “muy romano” y ha
inculcado a sus hijos e hijas, repartidas por el mundo, este amor suyo a
Roma, la diócesis del Papa. (...) Como Vicario General del Santo Padre, al
recordar la figura del Fundador del Opus Dei, deseo expresar mi
agradecimiento por el celo suyo y el de sus hijos, que ha sido un fermento
de vida apostólica en los más variados ambientes de la vida romana”.
El
texto íntegro de esta carta apareció en el número de la Rívista Diocesana
di Roma correspondiente a julio‑agosto de 1975. En ese mismo número
Francesco Angelicchio publicaba un artículo con el expresivo título Un
sacerdote español “muy romano”. En él se preguntaba: “¿Por qué quiso Mons.
Escrivá de Balaguer ser “muy romano”? ¿Cuál ha sido la razón para que
quisiera con todas sus fuerzas, como repetía a sus hijos, “romanizar” la
obra que ha fundado? Sin duda, para tener él mismo y para dar a la nueva
fundación idéntico aire con el que Cristo quiso dar a su Iglesia y a su
Vicario estableciéndolo en Roma. Para el fundador del Opus Dei, romanidad
es sinónimo a la vez de unidad y de universalidad, es manifestación de
amor y obediencia al Papa, obispo de Roma, es expresión de docilidad y de
servicio a la sede apostólica, es deseo de impregnarse en el espíritu de
la primitiva cristiandad y de la Iglesia de los mártires que en Roma
aportaron la mayor contribución a la salvación y al incremento de la
fidelidad a la Esposa de Cristo y al Primado de Pedro".
El
Fundador del Opus Dei quería grabar en los socios de la Obra ‑en todos los
fieles‑ el amor hacia el Vicario de Cristo que rebosaba dentro de su
corazón de cristiano. Una vez más, decía y enseñaba lo que vivía. Su
primer viaje a Rama fue en 1946. Tras una difícil travesía por mar de
Barcelona a Génova ‑donde Mons. Escrivá de Balaguer celebró su primera
Misa en tierra italiana, en una iglesia medio destruida por los bombardeos
de la guerra‑, hizo el camino de Génova a Roma en coche, junto con don
Álvaro del Portillo y don Salvador Canals, que habían ido a recibirles a
Génova. También viajaba don José Orlandis, que narra así la llegada a la
Ciudad Eterna:
"Había todavía luz en el cielo, en el crepúsculo de uno de los días más
largos del año, cuando por la Vía Aurelia llegamos a las cercanías de la
Urbe. En cierto momento, y tras una revuelta del camino, apareció ante
nuestros ojos la cúpula de San Pedro. El Padre se emocionó visiblemente y
rezó en voz alta un Credo. Pocos minutos después, nos deteníamos en Piazza
delta Cittá Leonina, donde estaba el piso recién alquilado, que fue el
primer domicilio de Monseñor Escrivá de Balaguer en Roma. Una terraza de
esta casa se abría sobre la Plaza de San Pedro, y a la derecha se alzaba
la mole del Palacio Vaticano, con la ventana iluminada donde trabajaba el
Romano Pontífice. Nuestro Padre estaba lógicamente fatigado tras aquel
largo y duro viaje. Mas, a pesar de nuestros ruegos, no quiso retirarse a
descansar y pasó la noche entera en oración en esa terraza, teniendo
enfrente la casa del Vicario de Cristo en la tierra.
"Quiero, todavía, dejar constancia de un detalle que, sin duda, constituyó
para nuestro Fundador una heroica y silenciosa mortificación. La gran
ilusión de toda su vida había sido hacer su `romería' y videre Petrum. Se
dio la circunstancia de que la primera residencia a donde fue a vivir a su
llegada a Roma se hallaba a un paso de la Plaza de San Pedro. Pero nuestro
Padre debió de resolver entonces ofrecer a Dios lo que para él
representaba el más costoso sacrificio. Y dejó pasar un día, y otro, y
otro, hasta seis, sin cruzar la Plaza y postrarse ante la tumba de San
Pedro. Por fin ‑nosotros veníamos observando estas cosas con silencioso
respeto‑ el día 29, Fiesta del Apóstol, dijo:
Vamos a San Pedro.
Salimos a la calle, cruzamos la Plaza, entramos en la Basílica, y nuestro
Fundador pasó largo rato orando de rodillas ante el Altar de la Confesión.
Luego, regresamos al piso de Cittá Leonina".
Algo semejante relata Francesco Angelicchio, en el artículo citado poco
más arriba: "Le gustaba mucho ‑en algunas épocas durante muchos días
seguidos‑ acercarse hasta la Plaza de San Pedro para rezar el Credo y la
oración `pro Pontifice'. Al llegar a las palabras `creo en la Iglesia,
una, santa, católica, apostólica', hacía una pequeña variación, que rezaba
con gran intensidad: creo en mi Madre la Iglesia Romana, repitiendo
tres veces este acto de fe. A continuación, proseguía: `una, santa,
católica, apostólica'. Veíamos cómo las meditaba y procuraba grabarlas a
fuego en la cabeza y en el corazón incluso de las personas que le
acompañaban".
Mons. Escrivá de Balaguer rezó e hizo rezar, todos los días, en todos los
Centros de la Obra, y a todos los socios, por la persona y las intenciones
del Papa. Lo subrayó el Consiliario del Opus Dei en Italia, Mario Lantini,
en los funerales celebrados el 28 de junio de 1975 en la Basílica romana
de San Eugenio:
"Cristo. María. El Papa. ¿No acabamos de indicar, en tres palabras, los
amores que compendian toda la fe católica?
Mons. Escrivá de Balaguer, el Padre, había escrito estas palabras en 1934,
cuando tenía treinta y dos años y el Opus Dei no contaba más que seis.
Estas tres palabras componen un programa que ha guiado su vida entera, la
de todos los socios del Opus Dei y la de cientos de miles de personas de
todo el mundo".

Capítulo Segundo. Vocación al sacerdocio
|

Hasta el momento mismo de su muerte, el Fundador del Opus Dei manifestó su
amor ‑su auténtica pasión‑ por la santidad de todos los sacerdotes. En la
mañana del 26 de junio de 1975, dos horas antes de morir, el Fundador
decía en un Centro de la Sección de mujeres del Opus Dei en Castelgandolfo:
Vosotras, por ser cristianas, tenéis alma sacerdotal, os diré como siempre
que vengo aquí. Podéis y debéis ayudar con esa alma sacerdotal y, con la
gracia de Dios, al ministerio sacerdotal de nosotros, los sacerdotes.
Entre todos, haremos una labor eficaz.
Sacad motivo de todo para tratar a Dios y a su Madre Bendita, Nuestra
Madre, y a San José, nuestro Padre y Señor, y a nuestros Ángeles
Custodios, para ayudar a esta Iglesia Santa, nuestra Madre, que está tan
necesitada, que lo está pasando tan mal en el mundo en estos momentos.
Hemos de amar mucho a la Iglesia y al Papa. Pedid al Señor que sea eficaz
nuestro servicio a su Iglesia y al Santo Padre.
Se
trataba de un tema muy original que predicó sin interrupción a lo largo de
los años ‑nadie hasta él había precisado esa realidad teológica del
alma sacerdotal propia de todos los fieles, también de las mujeres‑, y
una vez más pedía ayuda.
Su
amor por los sacerdotes ‑y por los religiosos y las religiosas, aunque
siempre advertía que no era ésta su vocación- fue constante en su vida. Lo
destacaba el Arzobispo de Zaragoza. Mons. Cantero, en la homilía que
pronunció en un funeral por el alma del Fundador del Opus Dei, con una
anécdota expresiva: "Yo jamás olvidaré uno de mis encuentros personales
con mi querido y llorado amigo Josemaría Escrivá. Inesperadamente, al caer
la tarde del 14 de agosto de 1931, se presentó en mi casa en Madrid, con
un calor de bochorno, en cuyo cielo, aun después de tres meses, parecía
seguir flotando el humo de la quema de los conventos. Aquella visita y
conversación con Josemaría Escrivá cambió la perspectiva de mi vida y
ministerio pastoral".
Mons. Abilio del Campo, obispo de Calahorra, La Calzada y Logroño,
testificó también su amor incondicional e incondicionado al Romano
Pontífice, su veneración a la Jerarquía y a los sacerdotes, sus hermanos,
y su cariño a los religiosos. Y recalcó con especial fuerza su amor a los
sacerdotes diocesanos, para los que providencialmente abrió un lugar en el
Opus Dei, y a los que siempre inculcó obediencia rendida al Ordinario
propio. En su diócesis ha conocido a diversos sacerdotes realmente
ejemplares, socios de la Obra, que "siempre han sido para mí hijos
obedientes v celosos colaboradores en las tareas pastorales".
A
su vez, Mons. Méndez, Arzobispo de Pamplona, declaraba en una entrevista
periodística de urgencia, al tenerse noticia del fallecimiento del
Fundador del Opus Dei: "También advertí su dimensión sacerdotal. El tema
del sacerdocio afloraba con vivo amor. Todo lo relacionado con los
sacerdotes le interesaba de forma apasionada".
Y
vivió esta solicitud en todo momento, incluso, en circunstancias muy
duras. Así, en los bosques de Lérida, mientras esperaba en el invierno de
1937 el momento de iniciar el camino que por los Pirineos debía llevarle
hasta Andorra, había un sacerdote de Pons, escondido en el feudo de Vilaró,
que fue a ver al Fundador del Opus Dei, y charló con él en diversas
ocasiones. en otra cabaña, aproximadamente a una hora de distancia, hacía
un grupo de sacerdotes refugiados desde el primer día de la guerra. No
dejó de visitarlos, para reforzar su optimismo y su visión sobrenatural.
Experimentaba con gran claridad que de la santidad de todos los sacerdotes
depende la santidad de muchas almas. Lo observó un sacerdote de León, don
Manuel Martínez Martínez, oyéndole predicar los ejercicios espirituales
para los sacerdotes de aquella diócesis, poco después de terminar la
Guerra de España. Le había invitado el P. Ballester, obispo de León, que
un día de aquellos observó: ‑¿Ha visto usted cómo le escuchan? Y Mons.
Escrivá de Balaguer respondió al prelado que procuraba esmerarse con los
sacerdotes, porque ellos tendrían luego que moverla piedad de los fieles:
si se consigue ‑decía‑ que los sacerdotes sean hombres de más fe, más
virtuosos, se habrá conseguido todo».
Este amor a todas las almas explica que el Fundador (¡el Opus Dei
predicase, por aquellos años cuarenta, tantos ejercicios y retiros
espirituales a sacerdotes de toda España. No le sobraba el tiempo, porque
entonces su trabajo para impulsar la Obra era enorme y ‑hasta 1944‑ fue el
único sacerdote del Opus Del. Tenía que preparar a los socios de la Obra
para el apostolado, y hacía además una amplia labor con otros muchos
fieles, que buscaban en él dirección espiritual y aliento. Por si fuera
poco, le llamaban obispos de toda España para predicar a sacerdotes `° a
religiosos. Al acabar la guerra española tenía 37 años, y eran muchos los
prelados que le apreciaban. Por eso acudían a él. para que les ayudase a
formar a sus sacerdotes.
Don
Jesús Enjuto, que tenía 73 años en 1975, asistió en el verano de 1942 ‑o
1943, no sabe precisar de memoria‑ a los ejercicios espirituales que el
Fundador del Opus Dei dirigió en el Seminario diocesano de Segovia,
invitado por el Obispo, Monseñor Platero. Como, hasta fechas recientes,
todos los prelados organizaban ejercicios para el clero de sus diócesis,
no es arriesgado pensar que quizá algún sacerdote acudiera más por cumplir
con el obispo que por verdaderos deseos de aprovechar ese medio
tradicional para aumentar la vida interior. Precisamente en aquel verano,
a don Jesús Enjuto le dio por pensar la unanimidad de todos: "fueron unos
ejercicios espirituales como nunca se habían tenido", por la fuerza de su
predicación, llena de cariño, de amor, de espiritualidad, que "no empleaba
las disyuntivas tremendistas al uso, desalentadoras a veces y que
presentaban la santidad como algo inasequible". Al contrario, era "una
predicación estimulante, que a todos, sin excepción, nos movió, nos
entusiasmó". Se notaba que el predicador amaba a los religiosos, pero no
amaba menos a sus hermanos en el sacerdocio y los quería también santos,
tan santos como el religioso más observante (idea ésta ‑es preciso
subrayarlo hoy‑ no habitual en aquellos tiempos, en que la vida de
santidad, la perfección, se asociaba al claustro, a la entrega propia de
los religiosos).
Numerosísimos sacerdotes ponderan hoy ‑al cabo de más de treinta años‑ los
ejercicios o retiros a los que asistieron entonces. Algunos conservan
notas, como don Jaime Bertrán Crespell, que estuvo del 13 al 18 de octubre
de 1941 en el Seminario Conciliar de Lérida. Era coadjutor de la parroquia
de San Juan Bautista y profesor adjunto de Religión en el Instituto de
segunda enseñanza de aquella ciudad. La idea central que retiene de
aquellos días fue "enamorarme de Jesucristo". Y sus dos primeros
propósitos, "sentirse sacerdote cien por cien" y "aparecer tal en todas
partes", inspirados por el director de la tanda.
Una
de las cosas más expresivas la publicó don Juan Ordóñez Márquez, en el
diario ABC de Sevilla. Comenzaba su artículo: "No sabemos si ha muerto un
santo. La Iglesia juzgará en su día. Sólo sabemos que ha muerto un
sacerdote que hizo camino. Y ;qué sacerdote!". Hacía luego toda una
descripción del sacerdocio sin fronteras del Fundador del Opus Dei, que
culminaba ‑como supremo elogio‑ en la afirmación de que fue un "sacerdote,
en fin, capaz de contagiar de entusiasmo sacerdotal a los propios
sacerdotes en la Iglesia".
Para conseguir esa sintonía, ese entusiasmo, no parecía hacer nada
extraordinario. Era uno más, hermano de sus hermanos, que les quería con
locura, y por esto, nunca dejó de abrumarle el hecho de que debiera ser él
quien les predicara: en más de una ocasión, les decía que era como
vender miel al colmenero. Nada raro, nada extraordinario había en sus
ejercicios espirituales. Don Francisco Álvarez Rodrigo, párroco de San
Francisco de la Vega, en León, estuvo en una de esas tandas: ni sabía. ni
w imaginó entonces, ni pudo deducirlo, que quien dirigía los ejercicios
era e1 Fundador del Opus Dei. Veía en él simplemente al amigo del obispo,
el P. Ballester, que le había traído para predicar a los curas de su
diócesis. "Es más, según se expresaba y por los ejemplos que ponía, me
hice a la idea de que era de Ávila o de Segovia. Y como a mí creo que les
pasó a muchos".
A
esta misma tanda concurrió don Gumersindo Fernánduz García, que guarda las
notas tomadas entonces. Entre las muchas cosas que escuchó, sobre la
Virgen y San José, sobre la devoción a la Eucaristía y el amor a la Santa
Misa, etc. Destaca la importancia de la vida de oración y de la vida de
fe: "De la fe en Dios habló mucho, mucho. Es donde más he oído hablar de
vivir vicia de fe: durante estos ejercicios". A don Gumersindo le admiró
cómo dominaba las Sagradas Escrituras, la facilidad con que citaba pasajes
evangélicos, datos de las Epístolas, de memoria, al detalle, sin vacilar:
"vivía el Evangelio y nos lo hacía vivir".
Los
ejercicios le dejaron una honda huella que el tiempo no ha podido borrar,
pues todos los años repasa y medita los apuntes que tomó entonces: "El día
en que recibí la noticia de 1_: muerte del Padre estuve leyendo los
apuntes de la meditación sobre la muerte que había dado en aquellos
ejercicios".
Apenas hacía un año que, en Buenos Aires, el Fundador del Opus Dei evocaba
ante un nutrido grupo de sacerdotes argentinos. aquel trabajo suyo de los
años cuarenta:
Yo
comencé a dar muchos, muchos cursos de retiro espiritual ‑se hacían de
siete días en aquella época‑, por diversas diócesis de España. Era muy
joven, y me daba una vergüenza tremenda. Comenzaba siempre diciendo al
Señor: Tú verás lo que dice a tus curas, porque yo... ¡Avergonzadísimo! Y
después, si no venían, los llamaba uno por uno. Porque no tenían costumbre
de hablar con el predicador.
El
Fundador del Opus Dei recorrió prácticamente todas las diócesis de España.
Llevaba en el alma su pasión por sus hermanos en el sacerdocio, que no le
abandonó nunca. También después de haber trasladado su residencia a Roma
en 1946, siguió, en la medida de lo posible, predicando a los sacerdotes.
Allí le conoció, por ejemplo, Monseñor Infantes Florido, actual Obispo de
Canarias, que asistió en 1957 a un retiro espiritual para el clero secular
en Castelgandolfo. A Monseñor Infantes le impresionó la insistencia con
que les urgía a fomentar una seria y responsable santidad sacerdotal, en
fiel comunión con la Jerarquía (nihil sine Episcopo), y en cordial
fraternidad con todos los sacerdotes, que hiciese imposible el desaliento
o el aislamiento.
Prelados del mundo entero, desde el Cardenal Enrique y Tarancón,
Presidente de la Conferencia Episcopal Española, al Cardenal Parecattil,
Arzobispo de Ernakulam (Estado de Kerala, India), o al Cardenal Cooke,
Arzobispo de Nueva York, han exteriorizado públicamente su gratitud a
Mons. Escrivá de Balaguer por este desvelo que tanto bien hizo a los
sacerdotes de sus diócesis, prestando un servicio magnífico a la Iglesia.
Con cierta emoción, lo encomiaba Mons. José María Guix, obispo auxiliar de
Barcelona, al conferir el diaconado a cincuenta y cuatro socios del Opus
Dei, pocos días después del fallecimiento de su Fundador. Y les animaba a
quererle más, para que, desde el Cielo, les continuara ayudando a ser cada
vez mejores hijos de la Iglesia: "buenos sacerdotes, que amen ‑como él
amó‑ a la Santa Iglesia, al Romano Pontífice y a la Jerarquía".
Mons. Escrivá de Balaguer inculcó a los fieles la importancia de rezar por
todos los sacerdotes, el deber de no dejarlos solos, la obligación de
atenderlos también en sus necesidades materiales.
En
ocasiones, dirigiéndose a laicos, exclamaba a voz en grito, como en el
Teatro Coliseo de Buenos Aires, el 23 de junio de 1974:
Rezad por todos los sacerdotes ‑pecadores como yo‑, para que no hagamos
locuras y para que, en el altar y fuera del altar, nos portemos como
Jesucristo y Nuestra Madre la Iglesia quieren. No hay ningún sacerdote
malo, son buenos todos. Serían mejores si rezáramos más. ¡Vamos a pedir
más!
A
los sacerdotes diocesanos recalcó siempre con términos parecidos a los que
empleó un día de mayo de 1974 en Brasil: Yo tengo vuestra misma
vocación. Nunca he tenido otra. Por eso, no ofendo a los religiosos ‑a
quienes tanto quiero‑, si a vosotros os amo de una manera muy particular.
Es una obligación especial de fraternidad.
"Me
consta también cuánto amaba a los religiosos, concretamente la vida
contemplativa, como claramente lo manifestaba en sus cartas, e infundía en
sus hijos esta estima y aprecio por la oración de las almas
contemplativas", afirma sor María Rosa Pérez, monja Clarisa en un
Monasterio de Valencia.
En
estas páginas se han citado, y se citarán, testimonios diversos de
religiosos que profesaron profundo afecto a Mons. Escrivá de Balaguer, y
que reflejan la gran estima que él tenia del estado religioso, aun no
habiéndole en absoluto llamado Dios por ese camino. El Fundador del Opus
Dei tenía que promover y difundir el afán de santidad en medio de la
calle; se dirigía a los que viven y trabajan en circunstancias ordinarias.
Y el gran medio con que contaba era la oración. También la oración de las
religiosas y los religiosos, de quienes mendigaba esa limosna
de sus oraciones con notable perseverancia. "En sus cartas ‑confirma esta
monja clarisa de Valencia‑ me rogaba igualmente pidiera por él y por la
Obra".
Pero no se acordaba de ellos sólo para obtener las oraciones que
necesitaba, sino que, preocupado y vibrante por toda la Iglesia universal,
rezaba y hacia rezar por los religiosos. Conseguía vocaciones también para
la vida religiosa (como aquel cartujo de Porta‑Coeli, al que alude un
artículo de Aurelio Mota en el diario Las Provincias, de Valencia, el 2 de
julio de 1975). Y, cuando se lo pedían, trabajó directamente en favor de
ellos.
Un
agustino, Eduardo Zaragüeta, dejaba constancia de estas realidades en La
Voz de España de San Sebastián (8 de julio de 1975): "Los agustinos
sabemos de su carácter y de su sencillez cordial cuando dio ejercicios en
el monasterio de San Lorenzo el Real, de El Escorial. Escrivá amaba a San
Agustín y la rica tradición de la Orden que él fundara hace dieciséis
siglos, en circunstancias muy parecidas a las actuales".
Fray Joaquín Sanchis Alventosa, franciscano, que ocupó puestos de gobierno
relevantes en su Orden, y participó activamente en el Concilio Vaticano
11, no ha olvidado los primeros pasos del Opus Dei en Valencia, allá por
el año 1939. La casa de la calle de Samaniego, sede de una residencia de
estudiantes, estaba cerca de su convento de San Lorenzo, y el director de
la residencia les encargó que celebrasen allí diariamente una Misa y
oficiasen los sábados la Bendición con el Santísimo. Surgió así una
relación muy amistosa, de la que Fray Joaquín elogia "el cariño y las
deferencias que tenían con nosotros, religiosos franciscanos, aquellos
universitarios que empezaban a vivir una espiritualidad seglar. Esta
veneración era muestra del amor al estado religioso que Mons. Escrivá
infundía en esos hijos suyos, que buscaban la santificación en medio de
sus afanes profesionales".
Quedaba claro ‑como la Iglesia universal sancionaría andando los años‑ que
la vida en el Opus Dei es muy diversa de la vocación religiosa. Pero esta
nítida diferencia, lejos de ser motivo de separación, lleva a la
admiración y al cariño mutuos. Si a Fray Joaquín le encantaba que unos
jóvenes universitarios le tratasen con tanto cariño, emociona también la
grandeza de espíritu ‑magnanimidad cristiana‑ con que este fraile
franciscano se alegra al ver la misericordia de Dios en las actividades
del Opus Dei: "Muchos ex‑alumnos de nuestros colegios franciscanos me han
contado el papel decisivo que para ellos ha tenido el apostolado de la
Obra a su llegada a la Universidad. No pocos han recibido la vocación al
Opus Dei. Me viene ahora a la memoria el gozo que me produjo encontrar, en
Roma, a uno de mis queridos ex‑alumnos, que había recibido la ordenación
como sacerdote del Opus Dei".
El
Fundador del Opus Dei difundió por todo el mundo la llamada universal a la
santidad, también y sobre todo para los seglares. Pero, como reconoce el
P. Aniceto Fernández, que fue Maestro General de los Dominicos, esta
realidad nunca significó en él, ni en los socios de la Obra, "una
minusvaloración o censura de la vida religiosa, ni disminuir en nada la
excelencia de la vocación religiosa".
Otra manifestación práctica de su amor a los religiosos aparece en la
decisiva ayuda que prestó para la restauración de la Orden de los
Jerónimos, en el Parral (Segovia), desde 1940. José María Aguilar
Collados, monje jerónimo, capellán hoy del Monasterio de San Bartolomé en
Inca (Mallorca), testifica que debe su vocación de jerónimo a Mons.
Escrivá de Balaguer, y amplía con los nombres de algunos estudiantes, a
los que también el Fundador del Opus Dei confirmó en su camino de
religiosos.
En
el Monasterio del Parral le conoció y trató, al principio de los años
cuarenta, don Pío María, hoy monje camaldulense en el Yermo de Santa María
de la Herrera (San Felices, Logroño). Les dirigió algunos ejercicios
espirituales, en los que ponía todo su esfuerzo ‑humano y sobrenatural‑
por remover de verdad a cada uno, aunque les decía con frecuencia que él
no era monje... De hecho, además, indica don Pío María, nunca quiso
entrometerse en el gobierno de la Orden; en más de una ocasión le oyó:
‑Cada uno debe gobernar según su espíritu.
Desde el Yermo, en un rincón apartado de Logroño. don Pío María atestigua
en 1975, veintinueve años después de su último encuentro con Mons. Escrivá
de Balaguer: "Al saber ahora que el Opus Dei se ha desarrollado por los
cinco continentes, me he llenado de alegría, pero no ha sido para mi una
sorpresa".
Son
algunos retazos de la solicitud que el Fundador del Opus Dei tuvo por los
religiosos, del cariño mutuo que surgía entre ellos, a pesar de la
diversidad de vocaciones. Nunca dejó de rezar por todos y, siempre que
pudo, les visitó, para responder a su afecto, a sus oraciones y también a
las invitaciones que constantemente recibía para que estuviera un rato con
ellos.
De
esta manera, en 1972, durante los meses de octubre y noviembre, en que
hizo una amplia labor por toda la Península Ibérica, no dejó de ir a
algunos conventos de religiosas contemplativas. Estuvo en Navarra con las
monjas cistercienses del Monasterio de San José en Alloz. En Madrid visitó
una tarde a las agustinas recoletas de Santa Isabel, de cuyo Real
Patronato fue Rector muchos años antes. Estuvo en el Carmelo de Coimbra.
En Cádiz, con las monjas de una comunidad de carmelitas descalzas. Luego,
en Valencia, con las carmelitas de Puzol. Por último, en Barcelona, casi
al final de esos dos meses de actividad incesante, conversó con las monjas
clarisas del Monasterio de Pedralbes. Para todas tuvo palabras de aliento
sobrenatural y de agradecimiento.
‑Sois el tesoro de la Iglesia,
resumió muchas veces, también en Puzol, un convento de carmelitas rodeado
de naranjales, que visitó durante su estancia en Valencia:
‑La Iglesia se quedaría árida sin vosotras, y no podríamos decir: sacad
con alegría las aguas de las fuentes del Salvador. Es aquí donde sacáis
las aguas de Dios, para que nosotros podamos convertir la tierra seca en
un huerto lleno de naranjos. Sin vuestra ayuda no haríamos nada; por eso
vengo a daros las gracias. Estoy persuadido de que muchos sacerdotes que
sufren y lloran ahora en el mundo, al escuchar vuestros cánticos ‑también
los de la recreación‑ se llenarán de gozo. ¡Mil veces benditas seáis!
En
estas visitas, insistía en el amor con que las monjas debían ser fieles a
su llamada y les prometía rezar para que tuvieran muchas vocaciones:
‑No soy religioso, pero los amo con toda mi alma, y sufro cuando veo que
no tienen vocaciones. Pediré mucho para que esta comunidad tenga también
gente joven.
Muchos religiosos y religiosas han manifestado también su afecto y su
gratitud al Fundador del Opus Dei, cuando supieron de su fallecimiento. A
veces, como señala la Superiora General de las Siervas de los Pobres,
porque de sus escritos habían recibido impulso para luchar por la santidad
personal y para vivir generosamente su propia vocación. La Superiora
General de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados asegura: "Sus
escritos, conocidos por todas nosotras, nos han ayudado a aumentar nuestro
amor a la Iglesia y al Papa, y a profundizar en la doctrina de Jesucristo"
. La comunidad de carmelitas descalzas de la Encarnación (Ávila) destaca
especialmente la veneración que el Fundador del Opus Dei tuvo por los
sacerdotes, que a ellas, coma quería su Madre Santa Teresa, les produce
"gran alegría y estímulo". Y las monjas de San José ‑el primer monasterio
fundado por la Santa de Ávila‑ subrayan cariñosamente la frecuencia con
que Mons. Escrivá de Balaguer citaba en su predicación a Santa Teresa, así
como la estima que "tanto él como sus hijos espirituales han mostrado
siempre a la Orden Carmelita" .
Se
podrían multiplicar los testimonios que, de modo sencillo y espontáneo,
denotan la profunda unidad de corazones en almas a las que Dios lleva por
caminos tan distintos. Sor Teresa J. García de Samaniego, Superiora del
Monasterio de la Visitación de Santa María (Oviedo) certifica que, como
otras muchas monjas de clausura, rezan por el Opus Dei: “Monseñor
Josemaría Escrivá lo sabía y nos lo agradecía públicamente o a través de
,pus hijos sacerdotes, quienes nos piden que recemos por muchas de sus
labores apostólicas". Sor Teresa aduce expresamente un texto de
Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer:
El
Opus Dei ha contado siempre con la admiración y la simpatía de los
religiosos de tantas órdenes y congregaciones, de modo particular de los
religiosos y de las religiosas de clausura, que rezan por nosotros, nos
escriben con frecuencia y dan a conocer nuestra Obra de mil modos, porque
se dan cuenta «le nuestra vida de contemplativos en medio de los afanes de
la calle.
Y
sor Teresa concluye: "En nuestra vida comunitaria llevamos una larga
temporada meditando los escritos de Mons. Escrivá de Balaguer. Leemos
homilías suyas en el refectorio y en a recreación, y luego también lo
hacemos privadamente para que e nuestra oración mental se llene de
mociones divinas. Nos llevan a Dios, nos unen con Cristo Jesús, nos hacen
querer más a nuestro Creador y a rezar más por todas las criaturas de la
tierra. Al dejarnos llevar de la mano de este santo Fundador, en el que
Cristo vivía de un modo intenso, muchas de nosotras hemos notado como un
nuevo fervor para vivir nuestro espíritu".

Capítulo Segundo. Vocación al sacerdocio
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