El Fundador del Opus Dei  

Biografía de San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei.

Índice

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Presentación

Capítulo I: Una familia cristiana

Capítulo II: Vocación al sacerdocio

Capítulo III: La fundación del Opus Dei.

Capítulo IV: Tiempo de amigos

Capítulo V: Corazón Universal

Capítulo VI: El resello de la filiación divina

Capítulo VII: Las horas de la esperanza

Capítulo VIII:  La libertad de los hijos de Dios

Capítulo IX: Padre de familia numerosa y pobre

Epílogo
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Capítulo Séptimo. Las horas de la esperanza
 

 

Frente de Madrid, junio de 1938. Desde un observatorio militar en Carabanchel Alto, con el anteojo de antenas de una batería, el Fundador del Opus Dei contempla destruida la casa de la calle Ferraz, 16, cuya puesta en marcha le costó tanto esfuerzo y tantas dificultades.

 Significaba volver a empezar de la nada, pues la guerra había destrozado el trabajo material de varios años. Y una vez más, se aferra a la esperanza. En Vitoria ‑hacia 1938‑, Monseñor Beitia fue testigo presencial de la "alegría" del Fundador del Opus Dei, ante la ruina de su esfuerzo: Si es para su gloria, el Señor lo volverá a construir.

Fueron aquellos, de modo muy especial, tiempos de esperanza.

Desde el triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, se agravó la ya confusa situación de la vida pública española, y se recrudeció la persecución religiosa. Volvieron a producirse, en muchos puntos de España, quemas y saqueas de iglesias. Concentraciones de masas, atentados y represalias, falta de seguridad pública, propiciaban un ambiente que presagiaba la futura guerra civil.

Don Josemaría veía la gravedad del momento. Eran continuos sus actos de desagravio ante las manifestaciones contra la religión. Pero no perdía la serenidad ni se dejaba llevar por los pesimismos alarmistas. Consiguió que el ambiente enrarecido del país apenas perturbase el trabajo apostólico, la labor en la Residencia de Ferraz, la regularidad de las diversas actividades de formación espiritual.

El Fundador del Opus Dei se sabía hijo de Dios, hijo de Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, como la invocó a lo largo de los años. Éste era, como acabamos de ver, el fundamento de toda su vida:

Tenía una imagen de la Virgen, que me robaron los comunistas durante la guerra de España, y que llamaba la Virgen de los besos. No salía o entraba nunca, en la primera Residencia que tuvimos, sin ir a la habitación del Director, donde estaba aquella imagen, para besarla. Pienso que no lo hice nunca maquinalmente: era un beso humano, de un hijo que tenía miedo... Pero he dicho tantas veces que no tengo miedo a nadie ni a nada, que no vamos a decir miedo. Era un beso de hijo que tenía preocupación por su excesiva juventud, y que iba a buscar en Nuestra Señora toda la ternura de su cariño. Toda la fortaleza que necesitaba iba a buscarla en Dios a través de la Virgen.

Antiguos residentes de Ferraz, 50, no han olvidado su fortaleza contagiosa, que les inmunizaba contra el ambiente derrotista y les hacía seguir adelante en las labores apostólicas como si nada fuera a ocurrir.

El Fundador del Opus Dei vivió aquellos momentos con gran intensidad. No dejaba de presentar a todos los socios de la Obra la obligación que les incumbía de estar bien informados, bien metidos en la realidad ‑como correspondía a su deber de ciudadanos normales‑, evitando cuidadosamente que el ambiente de serenidad pudiera ser malentendido y llevase a cualquier tipo de "aislamiento" o "evasión". Aprovechó también aquella situación para formar bien a los que le rodeaban: les enseñó a confiar, por encima de todo, en la voluntad de Dios; les hizo ver que, por graves que fueran los asuntos, no podían dejarse llevar por un activismo desenfrenado que les hiciera olvidar la primacía de los medios sobrenaturales, de la vida de oración; les alertó contra los riesgos de la soberbia, del amor propio, en la actuación política; y, como sin darle importancia, les concretó modos prácticos de vivir la prudencia.

En los primeros meses de 1936, en medio de la creciente efervescencia social y política, seguía empeñado en encontrar una casa más grande, pues la residencia de Ferraz, 50, era ya insuficiente para el volumen de la labor, y en buscar a la vez los medios económicos necesarios. Trabajaba en presente, y pensaba en alguna casa grande unifamiliar: precisamente por la situación política, casas de este tipo se ponían a la venta, a bajo precio, por la casi nula demanda que había. Con la colaboración de los chicos que vivían o iban por la Residencia, se buscó por todo Madrid, aunque prefería el barrio de Argüelles, probablemente por su proximidad al caserón de San Bernardo, y a los nuevos edificios universitarios más allá de la Moncloa.

Al fin se encontró una casa en la misma calle de Ferraz, en el número 16. Era propiedad del Conde del Real, que por entonces vivía en Francia. En seguida se llegó a un acuerdo con el administrador, y todo quedó listo para tomar posesión del inmueble el primero de julio de aquel 1936.

A la vez, pensaba en la nueva residencia de estudiantes de Valencia. Francisco Botella, natural de Alcoy, iría al terminar el año académico, con el encargo de buscar una casa que pudiera servir el curso siguiente. En cuanto viese algo adecuado, debía avisar a Madrid, para que Ricardo Fernández Vallespín fuese a Valencia, con el fin de firmar el contrato si la elección era acertada. El plan era que Fernández Vallespín fuese el director de ese centro, ayudado por el propio Francisco Botella, que continuaría allí la Licenciatura en Ciencias Exactas. Por su parte, Isidoro Zorzano se haría cargo en Madrid de la dirección de DYA ‑éste seguía siendo el nombre de la residencia y academia de Ferraz‑, después de pedir la excedencia en su puesto de Ingeniero Jefe de los talleres de los Ferrocarriles andaluces en Málaga. Efectivamente, también a finales de junio o principios de julio, Isidoro Zorzano viajó a Madrid, para quedarse definitivamente en la capital de España.

La situación política estaba al rojo vivo. Muchas familias precipitaban las vacaciones, pues el golpe de Estado se veía ya como inevitable por ambas partes. Abundaban los rumores, que corrían como la pólvora. El ambiente era muy tenso.

El 13 de julio ‑fecha crítica‑ fue asesinado Calvo Sotelo, jefe de la oposición conservadora de la Cámara legislativa. La inquietud se generalizó. Se vivía con la sensación de que "era cuestión de horas". Pero el Fundador del Opus Dei continuaba impertérrito, poniendo en práctica los planes de expansión de la Obra, como si no ocurriera nada. "Para las gentes era una locura", afirma el entonces director de Ferraz.

Vivía con esperanza, el hoy y ahora. Aceleró el traslado a Ferraz, 16, entre otras razones, para dejar de pagar cuanto antes el alquiler de Ferraz, 50. Se llevaron todos los muebles. La casa necesitaba un mínimo de obras de reparación y acondicionamiento. Como no había dinero, trabajaron todos como podían. adecentando poco a poco la futura Residencia.

Este nuevo Centro estaba situado enfrente del Cuartel de la Montaña, punto neurálgico de la sublevación en Madrid. Desde sus balcones, durante el domingo 19 de julio, pudieron ver cómo los sublevados se iban concentrando en el Cuartel. Por la tarde, a primera hora, las calles de acceso estaban cortadas por guardias y milicianos, que pedían la documentación a todos los que pasaban. Sobre las ocho de la noche, salieron de la Residencia los estudiantes que vivían con sus padres. Don Josemaría les encareció, paternalmente, que le llamaran por teléfono para saber que habían conseguido llegar y estaban bien. Durante la noche comenzó el ataque. Las balas se incrustaban en las paredes y en los techos de la Residencia. Por la mañana, en el momento en que los milicianos, ebrios de victoria, entraban ya en el Cuartel de la Montaña, don Josemaría abandonó Ferraz con los pocos que habían pasado allí la noche. Le hicieron vestir un mono de los que utilizaban aquellos días para los arreglos de la casa. Aunque le iba mal de medidas, no había otra ropa de seglar. Cruzando entre las masas enfervorizadas, que iban a celebrar el triunfo, consiguieron llegar a la casa de su madre, en la calle del Doctor Cárceles (hoy, Rey Francisco).

El Cuartel de la Montaña había caído. La situación se hizo confusa, y en Madrid empezó a dominar el terror. Se sabía que habían fusilado a mucha gente, pues el 21 de julio los cadáveres llenaban el depósito judicial y los iban amontonando a la entrada. Estaba claro que todas las precauciones serían pocas.

Don Josemaría tuvo que quedarse en casa de su madre, sin poder salir, por ser conocida de todos, en la zona, su condición sacerdotal. Como para cualquier otro sacerdote de Madrid, en aquel momento, la única alternativa era esconderse, o exponerse a ser asesinado por cualquier patrulla callejera, aunque también escondido corría el riesgo de los frecuentes registros.

La guerra civil llegaba justamente cuando ya disponía de una base de personas bien formadas con las que emprender una expansión inmediata: ampliar la residencia de Madrid, poner en marcha la de Valencia, comenzar en Francia. Todo se venía abajo. Además, el Fundador sufría ‑como Padre‑ en aquellos momentos, pues, al estar interrumpidas las comunicaciones, no tenía la menor noticia de muchos de los socios del Opus Dei, ausentes de Madrid. Y, por si fuera poco, no podía celebrar la Santa Misa, ni hacer oración junto al Sagrario.

Empezó una larga pesadilla, de escondite en escondite, erizada de dificultades y peligros. Don Josemaría no pensaba en sí mismo, sino en las almas, en la Iglesia y en la Obra, en cada uno de sus socios, en su madre y sus hermanos. Se palpaba a su lado una fe inconmovible en el carácter sobrenatural de la Obra, una fortaleza esperanzada para enfrentarse con cualquier tipo de problemas. Sus continuas reacciones sobrenaturales ‑la repetición incesante de una breve jaculatoria, fiat!, de abandono en manos de Dios‑ quedaron grabadas en quienes le rodearon aquellos meses. Se convencieron pronto de que, cualquiera que fuese el curso de los acontecimientos, todo sería para bien, omnia in bonum!

Un punto de Camino reflejará, en buena medida, estas disposiciones interiores de don Josemaría, aunque no tengo certeza de que lo escribiera en aquellos primeros días de la guerra civil:

¡La guerra! ‑La guerra tiene una finalidad sobrenatural ‑me dices‑ desconocida para el mundo: la guerra ha sido para nosotros...

‑La guerra es el obstáculo máximo del camino fácil. ‑Pero tendremos, al final, que amarla, como el religioso debe amar sus disciplinas (Camino, 311).

Su optimismo acusaba siempre una nota de grave objetividad. Cuando muchos pensaban que la guerra duraría poco o que su fin era inminente, hacia ver a los que le acompañaban que aquello no estaba claro, que debían prever una espera mucho más larga de la que se figuraban. Con el tiempo, algunos verían en este tipo de afirmaciones, que no se correspondían con los datos comunes a todos, una cierta inspiración que escapa a lo natural. Y comenta Juan Jiménez Vargas: "Sin poner en duda los aciertos que tantas veces a lo largo de su vida indicaban una auténtica inspiración divina, en este caso concreto, como en otras ocasiones ‑por ejemplo, cuando pasamos el Pirineo‑, me parece que lo que hay que destacar en el fondo de todo esto es auténtica virtud personal. Era una prudencia ante los acontecimientos que, en medio de sus preocupaciones abrumadoras, le hacía estar más en la realidad que nadie, y con más objetividad a la hora de actuar".

Todos tenían la convicción de que al Fundador no le pasaría nada, puesto que tenía que hacer el Opus Dei. Sin embargo, no dejaron de poner ningún medio necesario para su seguridad personal.

Estuvo en casa de su madre hasta que alguien comunicó la sospecha de que en aquella casa había personas escondidas en varios pisos. Se marchó y efectivamente poco después hubo registros. Sucedió esto en torno al 9 de agosto de 1936.

Fueron días y meses de tremenda confusión. Abundaron los desmanes y los abusos. Se cometieron muchos crímenes, y entre las víctimas hubo un alto porcentaje de sacerdotes y religiosos. En su detenida y documentada Historia de la persecución religiosa en España, Antonio Montero, hoy obispo auxiliar de Sevilla, aporta las siguientes y escalofriantes cifras: a lo largo de toda la guerra murieron 4.184 sacerdotes seculares (el 13 por 100), 2.365 religiosos (el 23 por 100), y 283 religiosas.

Se explica que, cuando en los primeros momentos a algunas personas les llegó la falsa noticia del fallecimiento del Fundador del Opus Dei, la aceptasen. Más aún, si ‑como sucedió en algún caso‑ la información venía con toda clase de detalles.

Estuvo en casa de un amigo, en la calle de Sagasta, 29, hasta finales de agosto. Septiembre lo pasó en un piso de la calle de Serrano, que era de unos argentinos amigos de don Álvaro del Portillo. El 1 de octubre tuvo que abandonar ese refugio, y pasó luego varios días durmiendo donde y como podía. Poco después, consiguió escondite haciéndose pasar por enfermo mental, en un sanatorio psiquiátrico de la Ciudad Lineal ‑en Arturo Soria, 492‑, que dirigía el doctor Suils, conocido de don Josemaría de los tiempos de Logroño. Su estancia en el manicomio ‑controlado oficialmente por la UGT‑ fue especialmente dura, también porque se agravó el reumatismo que padecía: llegó a pasar cerca de dos semanas sin poder moverse. La inmovilidad de las articulaciones fue tan importante que hasta le tenían que dar de comer.

Por aquella época se había estabilizado el frente de Madrid, y todo daba a entender que la guerra se prolongaría..Se imponía buscar un refugio más normal, y con más garantías. Después de diversas gestiones con embajadas, surgió la posibilidad de entrar en la legación de Honduras (en sentido estricto, era únicamente la casa del cónsul, pero tenía reconocimiento y protección oficial). Allí llegó en marzo de 1937.

Había sufrido tanto ‑también de hambre‑ que estaba increíblemente delgado, irreconocible. Durante su estancia en esta legación de Honduras, entre marzo y agosto de aquel año, fue a verlo un día su madre. Lo esperaba en el vestíbulo, junto a la puerta del piso. Cuando salió, vestido de paisano, demacrado y pálido, doña Dolores no pudo reconocerlo hasta que oyó su voz: ‑¡Qué alegría verte, mamá!

Aquí el panorama de don Josemaría cambió: por fin, pudo celebrar la Santa Misa y, además, lo acompañaban varios socios de la Obra. Meses después, comenzó a hacer salidas a la calle, mediante un documento del cónsul de Honduras que lo acreditaba como empleado de la legación. Luego, el primer día de septiembre, se fue a vivir a un ático de la calle Ayala, n.° 73, y siguió desplegando una intensa actividad apostólica por Madrid: charlaba con gente, celebraba Misa, llevaba la comunión, daba meditaciones.

En estas circunstancias lo conoció, por ejemplo, Tomás Alvira, como relataba en un artículo publicado en septiembre de 1975: "Recuerdo con todo detalle la primera vez que hablé con Monseñor Escrivá de Balaguer: fue en Madrid, al atardecer. un día de julio del año 1937". Le impresionó "la recia personalidad de aquel sacerdote joven; la visión sobrenatural que encerraba todo cuanto decía; su optimismo y alegría, no fáciles de tener en aquellos momentos tan graves, y que sólo eran comprensibles al verlos nacer de una fe profunda".

A Tomás Alvira le sorprendió mucho la invitación que un día recibió para hacer ejercicios espirituales con otras pocas personas más. La sorpresa estaba justificada, porque entonces en Madrid los sacerdotes eran perseguidos, y no había ninguna iglesia abierta. Por eso, aquellos ejercicios, que duraron tres días, tuvieron lugar en casas distintas. Cada uno llegaba por separado, tenían una meditación, y se iban, también por separado, para no estar mucho tiempo reunidos. Por la calle, seguían meditando, rezaban el rosario, etc. Después tenían la siguiente meditación en otra casa. Una de ellas fue la de José María Albareda, en la calle de Menéndez y Pelayo; otra, la del propio Tomás Alvira, en General Pardiñas, 28, 1.° C.

A finales del verano de 1937 habían disminuido algo los asesinatos en Madrid, pero las condiciones de vida para un sacerdote seguían siendo imposibles. Aunque en aquellas circunstancias era muy necesaria la presencia del Fundador en la ciudad, se vio la conveniencia de que abandonase Madrid y pasara a la otra zona de España. Le costó mucho tomar esta decisión. No se hacía a la idea de salir de la ciudad, dejando a su madre y a sus hermanos, y a la mayoría de los socios del Opus Dei en Madrid. Pero venció las dudas, y se decidió, por la insistencia de todos, incluso de su propia madre. Una vez resuelto el problema de la documentación, partió hacia Valencia en octubre.

Allí estaban Francisco Botella y Pedro Casciaro, que tenían ya noticias de que podía llegar en cualquier momento. Pedro Casciaro solía ir al atardecer a casa de los Botella. Un día, al entrar en una salita, vio a Juan Jiménez Vargas con otra persona que no reconoció. Era "un señor muy delgado, correctamente vestido de gris oscuro que, apenas me vio, me abrazó diciéndome: Perico, ¡qué alegría de volver a verte!". Había cambios tan notables en la fisonomía del Fundador después de esos quince meses, que Pedro Casciaro sólo lo reconoció por la voz: lo mismo que le había ocurrido con su propia madre, doña Dolores, como ya hemos visto. "Había adelgazado más de cuarenta kilos ‑escribe Pedro Casciaro‑; siempre lo había visto hasta ese momento con sotana, con el pelo muy corto y con tonsura muy amplia ‑que solía cubrir con un solideo de paño negro‑, y con gafas de delgados aros completamente redondos. Ahora tenía las mejillas hundidas, destacándose más su amplia frente; los ojos eran más penetrantes; el pelo, relativamente largo, lo peinaba con raya a un lado; las gafas eran ovales y de montura más gruesa; me fijé especialmente en un detalle insignificante en sí, pero ‑quién sabe por qué‑ muy significativo para mí: el nudo de la corbata estaba muy bien hecho. Lo único que no había cambiado nada en él era el tono de la voz".

Desde Valencia, siguió viaje a Barcelona, en un tren nocturno. Ya en la Ciudad Condal, comenzó una tensa espera, pues era más difícil de lo que les había parecido desde Madrid conectar con las personas que se dedicaban a sacar clandestinamente gente de España. Volvían a asaltarle dudas sobre la conveniencia de este paso. Pero acababa convencido de que era voluntad de Dios.

Por fin, el 19 de noviembre salió de Barcelona en el autobús de la Seo de Urgel. Después de días difíciles, el 2 de diciembre de 1937 conseguían cruzar la frontera de Andorra y llegaban a Sant Juliá. Terminaba la pesadilla que empezó en octubre de 1937. El Fundador del Opus Dei lo había pasado muy mal: además de la atenazante preocupación por los que quedaban en Madrid y en los frentes, la fatiga física rozaba el agotamiento desde la primera noche en que habían comenzado a andar. No obstante, los que fueron con él coinciden en que conservó siempre la paz y la alegría. Don Juan Jiménez Vargas asegura que, hasta entonces, no había llegado a comprender bien lo que es la alegría del que se sabe hijo de Dios. Poco después, don Juan hizo una breve nota, resumen de su experiencia de aquellos meses, que dio origen al punto 659 de Camino:

La alegría que debes tener no es esa que podríamos llamar fisiológica, de animal sano, sino otra sobrenatural, que procede de abandonar todo y abandonarte en los brazos amorosos de nuestro Padre‑Dios.

Con esta alegría, el Fundador del Opus Dei se puso de nuevo en marcha. Pasó por Lourdes antes de volver a España. Cruzó la frontera por Irún, y en Pamplona don Marcelino Olaechea, su buen amigo, lo alojó en el Palacio episcopal. Poco después se trasladó a Burgos, donde vivía el Obispo de Madrid, y desde donde le sería más fácil recuperar el contacto con diversas personas a las que venía tratando ya antes de la guerra y que estaban ahora desperdigadas por el país.

Pero las dificultades no cesaron. La mayor parte de los que le habían acompañado en el cruce de los Pirineos tuvieron que incorporarse a filas. Afortunadamente a Burgos acudían muchos otros, cuando conseguían permiso en sus destinos militares. Desde la capital castellana don Josemaría hizo un inmenso apostolado epistolar. Cuando era necesario, se trasladaba hasta donde hiciera falta, para atender a quien pasaba dificultades, para dirigir un curso de retiro, para visitar a algún obispo, para resolver los problemas que surgían. Tomás Alvira, uno de los que le acompañaron por los Pirineos, conserva una carta suya fechada en Burgos, el 4 de febrero de 1938:

Jesús te guarde.

Querido Tomás: ¡Qué ganas tengo de darte un abrazo! Mientras, te pido que nos ayudes, con tus oraciones y tus trabajos.

Yo voy corriendo de un lado a otro: acabo de venir de Vitoria y Bilbao. Y antes: Palencia, Valladolid, Salamanca y Ávila. Ahora estoy curando un catarro que pesqué en el Norte. Después, voy a León y a Astorga.

Tomasico: ¿cuándo harás una escapada, para que nos veamos?

Muchos escribían a Burgos, preguntando dónde estaría el Padre en una fecha determinada, en la que tendrían permiso. No siempre se les podía contestar con precisión. A veces había que decir: "en el vagón del ferrocarril, o en algún coche desvencijado frente", del Opus Dei le interesaban, por encima de todo, las personas: recuperar el contacto con los que participaban en las actividades apostólicas antes de la guerra, mantener su vida interior y su afán apostólico, hacer nuevos amigos. Su intenso apostolado epistolar cuajó también en una por esas carreteras, o.., en el En Burgos, al Fundador especie de carta colectiva, mediante la cual se daban a todos, noticias de todos. Esto no resultaba nuevo, porque ya mucho antes ‑al menos desde el verano de 1934‑ don Josemaría había hecho enviar este tipo de cartas de familia, llenas de vibración sobrenatural, y también de sentido del humor. Se conservan algunas de aquellas cuartillas mecanografiadas y reproducidas con un modestísimo velógrafo. En ellas se resumían brevemente las cartas que, durante el verano, iban llegando de unos y otros a la Academia DYA, para contar a los demás dónde estaban, qué hacían en el verano ‑deporte, arte, estudios, idiomas, actividades de ayuda a médicos rurales, preocupaciones apostólicas‑, y al mismo tiempo, se les animaba a perseverar en la piedad y a mantener caldeado el afán de transmitir a otros sus ideales cristianos, con vistas al curso siguiente, para seguir "adelante..., con ¡Dios y audacia!".

El mismo tono ‑aunque salpicado de anécdotas relacionadas con la guerra‑ tuvieron las Noticias de Burgos. Acusaban recibo con agradecimiento de las cartas que llegaban de los frentes y de los buques de la Armada, "con idéntica vibración, con preocupaciones comunes y con el mismo sobrenatural y alegre optimismo". Daban noticia de los que habían pasado por allí, para estar un rato con el Fundador de la Obra.

En esas cartas bromas divertidas. Era tenaz la insistencia en que siguieran  estudiando ‑sobre todo idiomas‑ a pesar de las dificultades: "hace más el que quiere que el que puede”. Desde Burgos animaban a que les pidieran gramáticas, diccionarios, textos para hacer traducciones. Y les hablaban de la biblioteca que iban formando, con libros que les llegaban, incluso, desde fuera de España. Habían escrito, en ese sentido, a autoridades académicas de diversos países. En una carta de 1938 se lee: "¿Sabéis que pedimos libros ‑y en varias lenguas‑ para leerlos? Parece una perogrullada, pero es que... no siempre sucede así".

Todos los meses salía la breve y rudimentaria edición, a veces con un "perdonad el laconismo de estas cuartillas: escasea el papel". A veces también, con la noticia de la muerte de alguno en los campos de batalla: "¡un protector más!". O con informaciones de quienes seguían en la otra España: "es ejemplar la fe y la continuidad con que trabajan".

Las lacónicas misivas estaban sazonadas con múltiples referencias sobrenaturales, llenas de naturalidad. En una aparece esta frase, toda una síntesis del espíritu de esos días: "Libro, idiomas, estudio: instrumentos de vuestro trabajo. Pero no olvidéis que el carácter sobrenatural de nuestra empresa necesita ORACIÓN, SACRIFICIOS, FRECUENCIA DE SACRAMENTOS".

La ilusión apostólica llevó al Fundador del Opus Dei a pedir a todos que le ayudasen a localizar a los que no aparecían. Quería tener sus domicilios ‑seguros o probables‑ cuando terminase la guerra. Les animaba continuamente a hacer apostolado: entre tanto muchacho generoso, que tú conoces, ¿crees que no habrá uno, siquiera capaz de entendernos?

Al lado de don Josemaría, que no pensaba sólo en España, los horizontes se dilataban. Uno de los redactores de las noticias escribió: "La España futura es poco: al escribir estas cuartillas de familia, siente uno que el planeta se achica".

Sin embargo, no abandonaba lo inmediato: la vuelta <: Madrid. El Fundador de la Obra iba preparando todo lo que podía, también en el orden material. Junto a los libros, fue reuniendo lo indispensable para el nuevo oratorio: un sagrario: candeleros... Encargó albas y ornamentos a la familia de Vicente Rodríguez Casado, que estaba en Burgos. A otros, que diseñasen y tratasen de hacer un cáliz... Esta preocupación quedó recogida también en una carta: "Con aquel espíritu anónimo de los primitivos talleres de arte, vamos construyendo los vasos sagrados, los ornamentos y los otros objetos litúrgicos para nuestro Oratorio. Os aseguramos que serán gratos a Dios por ese espíritu con que se van haciendo, y a vosotros, por la reciedumbre del material que se emplea, por el vigor y delicadeza de la forma, por la armonía del conjunto". Muchos de estos objetos litúrgicos se guardaron en el palacio episcopal de Ávila. Su obispo se había ofrecido a tenerlos bajo su custodia hasta que llegara el momento de volver a Madrid.

Don Josemaría estaba en el "Hotel Sabadell", en la calle de la Merced, número 32 (a finales de 1938 ó comienzos de 1939, se trasladaría a una casa todavía más modesta de la calle de la Concepción, número 9, 3° izquierda). Seguía viajando siempre que era necesario. A veces, simplemente, para visitar a un herido.

Así se le presentó la ocasión de ir al frente de Madrid, porque el 7 de junio de 1938, a don Ricardo Fernández Vallespín, en un servicio de destrucción de bombas de mano defectuosas, le estalló una muy cerca. Desde el hospital de campaña hizo que telegrafiaran, comunicándoselo. En cuanto pudo, acudió a verlo y pasó una noche en el puesto de mando de la batería, en Carabanchel Alto. Otro oficial lo llevó al observatorio que tenían instalado en la antigua Escuela de Automovilismo de Carabanchel. Allí contempló con el anteojo de antenas de la batería la casa de Ferraz, 16, semidestruida. Al ver esas ruinas, se echó a reír. Un oficial le preguntó el motivo. Con su fe indómita en la Providencia divina, contestó: porque estoy viendo lo poco que queda de mi casa. Dios arreglaría todo, pensaba, aunque no lo dijo. Naturalmente, el oficial se quedó desconcertado, sin entender nada.

El trágico paréntesis de la guerra, que para el Opus Dei se había abierto con esas ruinas, no tardaría en cerrarse. Y los meses de Burgos quedarían atrás, como etapa de cimentación, en la que se recuperaron contactos y se empezó a preparar el futuro: fue un tiempo de esperanza, de oración y de intensas mortificaciones del Fundador del Opus Dei.

Don Josemaría llegó a Madrid al mismo tiempo que la primera columna de aprovisionamiento. Tal era su impaciencia. Don Ricardo Fernández Vallespín le acompañó en la primera visita que hizo a los restos de Ferraz: "Al llegar a nuestra casa la vimos destruida, más de lo que pensábamos". El edificio había sufrido daños durante el asalto al Cuartel de la Montaña. Luego fue incautado por las milicias populares. Por fin, al aproximarse el frente de Madrid, los bombardeos acabaron por destruirlo.

De momento, volvió a alojarse, como antes de la guerra, en la vivienda del Rector del Patronato de Santa Isabel. Desde allí continuó su trabajo apostólico, y empezó de nuevo a buscar un sitio apropiado para instalar la residencia de estudiantes. Quería que comenzase a funcionar en octubre de 1939. Así fue, en unos pisos alquilados en la calle Jenner, cerca del Paseo de la Castellana, de capacidad semejante a la antigua residencia de Ferraz, 50.

El Fundador del Opus Dei recomenzó, también esta vez, sin medios materiales, fiado en la idea clara de que Dios estaba empeñado en que su Obra se realizase. Ángel Galíndez, residente de Ferraz, y luego de Jenner, confesaría en 1975 en El Correo Español de Bilbao: "Muchas veces, a lo largo de estos casi cuarenta años, he reflexionado sobre la figura Dei Padre, rica de contenido insondable, audaz y apostólica... Sí, he pensado muchas veces en la fe inmensa y en la audacia incontenible y en el afán apostólico del Padre, que hicieron posible que aquella pequeña casa donde viví se transformara en la gigantesca Obra actual".

Todo fue posible por su inquebrantable esperanza. Lo resaltó don Manuel Aznar, en La Vanguardia Española, de Barcelona: "No sé qué don carismático poseía que le permitía promover esperanza, ensanchar horizontes, vencer pesimismos, comunicar la seguridad de un futuro resplandeciente, calmar desasosiegos, iluminar dudas, sentirse, ante todo y sobre todo, sacerdote de Dios, y en calidad de tal, predicar y pedir una viva permanencia en la fe, una ardorosa caridad, pero también una luminosa esperanza. Supongo que era un gran meditativo de San Pablo. Sin duda por su condición de hombre esperanzador".

El propio Fundador del Opus Dei detallaría en 1940:

La Obra está saliendo adelante a base de oración: de mi oración ‑y de mis miserias‑ que a los ojos de Dios fuerza lo que exige el cumplimiento de su Voluntad; y de la oración de tantas almas ‑sacerdotes y seglares, jóvenes y viejos, sanos y enfermos‑, a quienes yo recurro, seguro de que el Señor les escucha, para que recen por una determinada intención que, al principio, sólo sabía yo. Y, con la oración, la mortificación y el trabajo de los que vienen junto a mí: éstas han sido nuestras únicas y grandes armas para la lucha.

Así va ‑así irá‑ la Obra haciéndose, creciendo, en todos los

ambientes: en los hospitales y en la universidad; en las catequesis de los barrios más necesitados; en los hogares y en los lugares de reunión de los hombres; entre los pobres, los ricos y las gentes de la más diversa condición, para hacer llegar a todos el mensaje que Dios nos ha confiado.

Una misión que la Obra se ha lanzado a cumplir derechamente, con generosidad, sinceramente, sin subterfugios ni mecenazgos humanos, sin recurrir ‑valga el ejemplo‑ al continuo salto en busca del sol que más calienta o de la flor más rica y vistosa: el sol está en nuestro interior y la labor se realiza ‑como ha de ser‑ en la calle, y se dirige a todos.

En estos años del comienzo, me lleno de profunda gratitud hacia Dios. Y al mismo tiempo pienso, hijos míos, en lo mucho que nos queda por recorrer hasta sembrar en todas las naciones, por toda la tierra, en todos los órdenes de la actividad humana, esta semilla católica y universal que ha venido a esparcir el Opus Dei.

Por eso, sigo apoyándome en la oración, en la mortificación, en el trabajo profesional y en la alegría de todos, mientras renuevo constantemente mi confianza en el Señor: universi, qui sustinent te, non confundentur (Ps., XXIV, 3); ninguno de los que ponen en Dios su esperanza será confundido.

 

 
 
 
 
 

Tienes razón. ‑Desde la cumbre ‑me escribes‑ en todo lo que se divisa ‑y es un radio de muchos kilómetros‑, no se percibe ni una llanura: tras de cada montaña, otra. Si en algún sitio parece suavizarse el paisaje, al levantarse la niebla, aparece una sierra que estaba oculta.

Así es, así tiene que ser el horizonte de tu apostolado: es preciso atravesar el mundo. Pero no hay caminos hechos para vosotros... Los haréis, a través de las montañas, al golpe de vuestras pisadas (Camino, 928).

Probablemente, al redactar estas líneas, el autor de Camino pensaba en el dilatado panorama apostólico que, con los años, harían los socios de la Obra en el mundo entero. Dificultades no faltarían. La guerra de España había terminado. Pero llegaba el momento de abrir un camino para el Opus Dei en el campo del Derecho canónico.

La Obra no se parecía a ninguna de las organizaciones que entonces existían en la Iglesia. Sus socios no querían, ni podían, ser religiosos, que buscan la santidad apartándose del mundo, en el retiro del yermo o en el servicio activo a las almas –colegios, hospitales‑. La vocación plenamente apostólica que Dios quería para el Opus Dei le alejaba también de las simples cofradías c pías uniones, establecidas en el Código de Derecho canónico.

El único modelo era bien preciso en sus contornos teológicos, pero aún no había sido definido nunca en textos jurídicos: los primeros cristianos. Como declararía el Fundador del Opus Dei en 1967 a Peter Forbath, corresponsal del Time de Nueva York, la manera más fácil de entender el Opus Dei es pensar en la vida de los primeros cristianos. Ellos vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que estaban llamados por el hecho, sencillo y sublime, del Bautismo. No se distinguían exteriormente de los demás ciudadanos. Los socios del Opus Dei son personas comunes; desarrollan un trabajo corriente; viven en medio del mundo como lo que son: ciudadanos cristianos que quieren responder cumplidamente a las exigencias de su fe.

No había cauce jurídico para una Asociación que proponía el modo de vivir de los primeros cristianos. Además, el Fundador ‑buen jurista‑ entendía que la norma debía surgir de la vida, y no al contrario. Se abrirían los caminos al golpe de las pisadas. El fenómeno ascético y apostólico tenía que preceder a la configuración jurídica.

No obstante, don Josemaría, fiel hijo de la Iglesia, sabedor de que no hay labor fecunda al margen de la Jerarquía eclesiástica, actuó en todo momento ‑como diría en infinidad de ocasiones- con la venia y con la afectuosa bendición del queridísimo Señor Obispo de Madrid, donde nació el Opus Dei el 2 de octubre de 1928. Más tarde, siempre también, con el beneplácito y el aliento de la Santa Sede y, en cada caso, de los Revmos. Ordinarios de los lugares donde trabajamos.

También lo acredita el P. Vicente Ballester Domingo, salesiano, secretario particular en 1937 del Obispo de Pamplona, don Marcelino Olaechea, que hospedó a don Josemaría, como sabemos, en su palacio episcopal. Por allí pasaban muchos obispos y él les daba a conocer el Opus Dei. Don Vicente Ballester atestigua que "siempre buscó el beneplácito de la Jerarquía aunque entonces no fuera fácil comprender lo que era el Opus Dei".

 Toda la urgencia que sentía por la salvación de las almas, desaparecía ante el problema del camino jurídico de la Obra: no tenía prisa; confiaba en el querer de Dios. Al mismo tiempo, era muy escueto al hablar del Opus Dei, precisamente porque no tenía aún entidad jurídica alguna dentro de la Iglesia. El Padre Sancho, O.P., recuerda una explicación de esa necesaria prudencia: la Obra está todavía en gestación, es como una criatura non nata. Luego, cuando llegó el decretum laudis de la Santa Sede, el Fundador de la Obra le diría que desde ese momento, gracias a Dios, podían hablar ampliamente del Opus Dei, porque ya era una cosa pública, y la Iglesia la había alabado maternalmente.

"Veo en este hecho ‑comenta el P. Sancho‑ una manifestación del hondo amor sumiso de Josemaría a las decisiones de la autoridad suprema de la Iglesia".

Sin embargo, esta delicadeza de conciencia fue motivo de recelos y calumnias, en los años inmediatos de la postguerra. "No se sabía si era un santo o un hereje", rememora el Dr. Eladio de la Concha, hoy pediatra en Gijón: "Todo era cuestión de confiar.

Cuando arreciaron los ataques de algunos contra el Opus Dei y su Fundador, el Obispo de Madrid se empeñó en dar una aprobación por escrito, para ver si así se calmaban las calumnias. La medida no podía tener carácter definitivo. No resolvía de ningún modo el problema jurídico de la Asociación, pero podía contribuir a amortiguar la campaña. Y el 19 de marzo de 1941 don Leopoldo Eijo y Garay aprobó el Opus Dei como Pía Unión. Su Fundador recibió la noticia en Diego de León, 14 ‑como recordaba, allí mismo, unos treinta años después‑, y se dirigió al oratorio con su madre y con alguno de los socios de la Obra que estaba en la casa, porque no había nadie más: todos estaban trabajando, lo nuestro es trabajar. Fui a ver a mi madre y le dije:

mira, me acaba de llamar el Obispo y, contra mi voluntad, porque no quería ninguna aprobación, me dice que está hecho el decreto. Vamos a dar gracias. Nos arrodillamos sobre la tarima del altar, y dimos gracias al Señor.

Y siguió esperando. Las calumnias no cesaron. El incremento del trabajo apostólico ‑que se extendía por nuevas ciudades: Valencia, Barcelona, Zaragoza, Valladolid, Sevilla...‑, hacía conveniente encontrar alguna solución jurídica de más entidad que la de simple Pía Unión. Por otra parte, un grupo de socios del Opus Dei había comenzado los estudios, con vistas a recibir la ordenación sacerdotal: era imprescindible también resolver las cuestiones que su ordenación planteaba en el terreno del Derecho canónico.

Años después, en la fiesta de la Maternidad de Nuestra Señora, diría a un grupo de socios: He considerado otras veces, hijos míos, y os he hecho considerar, que cada paso en el camino jurídico de la Obra lo hemos dado bajo la protección de la Madre de Dios. Al celebrar ahora su Maternidad divina, recuerdo ‑no puedo menos de recordarlo‑ que la primera vez que la Santa Sede puso sus manos sobre la Obra fue en esta festividad, hace tantos años.

Y se refería a lo que le había dicho don Álvaro del Portillo, que estaba a su lado: Padre, estará contento, porque mañana es la Virgen del Pilar. Y yo le contesté: fiesta por fiesta, todas las de la Virgen me conmueven, me parecen estupendas; pero, puestos a escoger, prefiero la de hoy, la Maternidad. No sabía entonces que la Madre de Dios había intercedido por esta Obra de Dios, y se había dado la primera aprobación.

De otra parte, se hacía necesaria por muchas razones una aprobación de carácter pontificio. Don Álvaro del Portillo fue enviado a Roma en febrero de 1946, para que presentara en el Vaticano la documentación sobre la Obra, preparada por el Fundador. Algún tiempo después le envió una carta: venía a decirle que su presencia personal en Roma era necesaria, para tratar de sacar adelante lo que, humanamente, parecía imposible.

Por aquel tiempo se había agravado la diabetes que padecía el Fundador del Opus Dei. Le tenían que poner varias inyecciones al día. El clima del verano en Roma no podía sentarle nada bien para su dolencia. El médico no sólo desaconsejó el viaje, sino que declaró que ‑caso de realizarse‑ no asumía la responsabilidad de lo que pudiera ocurrir. Pero el Fundador de la Obra no dudó ni un momento: veía claro que el Señor quería que fuese a Roma, a pesar del sacrificio que suponía. Reunió a los que formaban entonces parte del Consejo General de la Asociación, para informarles de lo que había decidido. Los miembros del Consejo, visto el asunto en la presencia de Dios, se adhirieron unánimemente a los planes del Fundador.

Rememorando este momento decisivo de su biografía personal, y de la historia del Opus Dei, escribió en 1961:

La Obra aparecía, al mundo y a la Iglesia, como una novedad. La solución jurídica que buscaba, como imposible. Pero (...) no podía esperar a que las cosas fueran posibles. Ustedes han llegado ‑dijo un alto personaje de la Curia Romana‑ con un siglo de anticipación. Y, no obstante, había que intentar lo imposible. Me urgían millares de almas que se entregaban a Dios en su Obra, con esa plenitud de nuestra dedicación, para hacer apostolado en medio del mundo.

Lo acompañó en el viaje a Roma don José Orlandis, que conocía el italiano: "Ir desde Madrid a Roma ‑explica‑, en aquellos tiempos de la inmediata postguerra, era casi una aventura y, en todo caso, un viaje largo y penoso, por tierra y mar, en el que se invertían cerca de cinco días. No había aún servicios aéreos, y estando cerrada por razones políticas la frontera pirenaica con Francia, el único enlace entre España e Italia lo constituía un barco correo, que navegaba semanalmente de Barcelona a Génova".

El miércoles 19 de junio de 1946, a primera hora de la tarde, salieron en coche de Madrid, con destino a Zaragoza y Barcelona. Mons. Escrivá de Balaguer encomendaba especialmente a la Santísima Virgen el trascendental negocio que le llevaba a Roma. El jueves, 20, por la mañana fue a la Basílica de

Nuestra Señora del Pilar y, según su costumbre, se acercó mezclado con el pueblo y sin que nadie le reconociese a besar el Pilar de la Virgen. Luego, al llegar cerca de Igualada, quiso subir a Montserrat y saludar allí a la Virgen Morena, Patrona de Cataluña. Al día siguiente, se puso de modo especial en manos de la Madre de Dios que, bajo la advocación de la Virgen de la Merced, es la Patrona de la ciudad de Barcelona, en cuyo puerto tenía que embarcar rumbo a Italia. Acudió por la mañana a la Basílica de la Merced y allí rezó confiadamente a la Señora, pidiéndole su ayuda, sus mercedes, en aquel trance importantísimo para la aprobación del Opus Dei por la Suprema Autoridad de la Iglesia.

Años más tarde, en 1961, Mons. Escrivá de Balaguer se refería a que había hecho el viaje a Roma con el alma puesta en mi Madre la Virgen Santísima y con una fe encendida en Dios Nuestro Señor, a quien confiadamente invocaba, diciéndole: ecce nos reliquimus omnia, et secuti sumus te: quid ergo erit nobis? (Mt., XIX, 27). ¿Qué será de nosotros, Padre mío?: habíamos dejado todo: la honra ‑con tanta calumnia encima-, la vida entera, haciendo cada uno en un sitio lo que el Señor pedía. Dios nos escucho, y escribió en estos años romanos, otra página maravillosa de la historia de la Obra.

Aquella mañana del 21 de junio de 1946, había celebrado la Santa Misa en el oratorio del Centro del Opus Dei de Barcelona donde había pasado la noche: un piso en la calle Muntaner, 444. Antes de la Misa, dirigió la meditación de los socios de la Obra que estaban presentes. Sus palabras, llenas de fe, se les quedaron grabadas para siempre. Tomó pie para su meditación en voz alta de aquel pasaje del Evangelio de San Mateo, donde Pedro dice a Jesús que han dejado todo para seguirle. Al calor de esas palabras de la Escritura surgía un profundo sentimiento de fe, que le impulsaba a encararse abiertamente con el Señor, y a decir, lleno de audacia filial:

¿¡Señor, Tú has podido permitir que yo de buena fe engañe a tantas almas!? ¡Si todo lo he hecho por tu gloria y sabiendo que es tu Voluntad! ¿Es posible que la Santa Sede diga que llegamos con un siglo de anticipación...? Ecce nos reliquimus omnia, et secuti sumus te (Mt., XIX, 27).

Concluyó la meditación con un acto de entrega, plenísima y confiada, en la Providencia amorosa de Dios, para quien son posibles todas las cosas, también aquellas que los hombres llaman imposibles.

Esa misma tarde embarcó en el buque que debía conducirle a Italia, el J. J. Sister, un pequeño vapor de la Compañía Transmediterránea, de unas 1.500 toneladas de desplazamiento y cincuenta años de vejez. Un furioso temporal, impropio del Mediterráneo y más aún en el mes de junio, zarandeó durante cerca de veinte interminables horas el barco. El Fundador del Opus Dei, enfermo como estaba, sufrió lo indecible en este su primer viaje por mar.

El sábado 22, cerca de la medianoche, con varias horas de retraso a causa del temporal, el J. J. Síster amarraba al puerto de Génova, donde esperaban don Álvaro del Portillo y don Salvador Canals. Al día siguiente, domingo 23, después de celebrar su primera Misa en tierra italiana, hizo en coche el camino de Génova a Roma.

¿Qué es lo que yo quería? ‑escribió el Fundador del Opus Dei en 1961‑: Un lugar para la Obra en el derecho de la Iglesia, de acuerdo con la naturaleza de nuestra vacación y con las exigencias de la expansión de nuestros apostolados; una sanción plena del Magisterio a nuestro camino sobrenatural, donde quedaran, claros y nítidos, los rasgos de nuestra fisonomía espiritual. El crecimiento de la Obra, la multitud de vocaciones de personas de toda clase y condición, todo esto que era bendición de Dios, me urgía a tratar de obtener ‑de la Santa Sede‑ la plena aprobación jurídica del camino que el Señor había abierto.

Antes, en ese mismo escrito, se había referido al motivo de su primer viaje a Roma:

Nosotros no veníamos a ser un grupo que se repliega sobre sí mismo, para buscar la santidad personal y, desde el abrigo corporativo de una institución, santificar a los demás. El Señor nos quería donde estábamos ‑nel bel mezzo delta strada, me gusta decir en italiano‑, en el estado, condición, trabajo profesional que cada uno tiene en el mundo.

Y ahí nos daba la misión de santificar a los demás, de llevarlos a Cristo por el testimonio, por la doctrina, por la amistad y el ejemplo de una vida limpia. Esta misión apostólica nos urgía a buscar la santidad: ahí, donde estábamos, en nuestro trabajo profesional, en el ocio de cada uno que, elevado por la gracia al orden sobrenatural y ejercido con perfección humana, se convertía en camino específico de santificación. El estado religioso, hijos míos, no lo podía aceptar para nosotros, porque diere ‑por su ascética, por sus medios, y por sus fines específicos‑ de la ascética, medios y fines que Dios, en su providencial designio, quería para su Obra.

El Fundador del Opus Dei dejó sus preocupaciones en el Señor, y Él le sostuvo (cfr. Ps., LIV, 23). Apoyado en su vocación divina como toda certeza, fue capaz de abrir camino, guiado por la mano de Dios. Porque el Señor escucha a los que a Él acuden confiados, sin más armas que el abandono en sus brazos poderosos, sin más apoyo que la confianza en su Santísima Madre. Lo reconocía en 1950:

A pesar de mis muchas miserias ‑quizá precisamente por ellas, para que se viera que la Obra era de Él‑ el Señor se ha dignado inspirar el Opus Dei a este pobre pecador, y prácticamente desde 1917 hasta 1928, y hasta ahora, me da la impresión de que ha hecho conmigo lo que dice la Palabra divina: et delectabar per singulos dies ludens coram eo; omni tempore ludens in orbe terrarum: et deliciae meae esse cum filiis hominum (Prov., VIII, 30 y 31): la Sabiduría de Dios jugaba como con un niño, delante del Señor cada día, en la redondez de la tierra: porque las delicias de Dios son estar con los hijos de los hombres.

La Sabiduría infinita me ha ido conduciendo, como si jugara conmigo, desde la oscuridad de los primeros barruntos, hasta la claridad con que veo cada detalle de la Obra, y bien puedo decir: Deus docuisti me a iuventute mea; et usque nunc pronuntiabo mirabilia tua (Ps., LXX, 17), el Señor me ha ido adoctrinando desde el principio de la Obra, y no puedo menos de cantar sus maravillas.

El Señor, con su insondable Sabiduría, guió los pasos del Fundador del Opus Dei. Le llenó de fe y de confianza para intentar lo imposible, y mostrar así una vez más que ecce non est abbreviata manus Domini: ¡El brazo de empequeñecido! (Camino, 586).

Mons. Escrivá de Balaguer volvió a Madrid el 31 de agosto, con un documento de la Santa Sede llamado de aprobación de fines, que no se daba desde hacía un siglo. Pasó el verano en Madrid y en Molinoviejo (Segovia), y el 21 de octubre fue otra vez a Barcelona, para dar gracias a la Virgen de la Merced: iba, de nuevo, camino de Roma. Algo más tarde, el 24 de febrero de 1947, la Obra recibía de la Santa Sede el Decretum laudis, y el 16 de junio de 1950, la aprobación definitiva.

Cuando en 1968, Enrico Zuppi y Antonio Fugardi, director y redactor, respectivamente, de L'Osservatore della Domenica, preguntaron a Mons. Escrivá de Balaguer si estaba satisfecho de los cuarenta años de actividad del Opus Dei, y si las experiencias de los últimos años, los cambios sociales, o el Concilio Vaticano 11, le habían sugerido algunos cambios de estructura, el Fundador del Opus Dei pudo contestar:

¿Satisfecho? No puedo por menos de estarlo, cuando veo que, a pesar de mis miserias personales, el Señor ha hecho en torno a esta Obra de Dios tantas cosas maravillosas. Para un hombre que vive de fe, su vida será siempre la historia de las misericordias de Dios. En algunos momentos de esa historia quizá sea difícil de leer, porque todo puede parecer inútil, y hasta un fracaso; otras veces, el Señor deja ver copiosos los frutos, y entonces es natural que el corazón se vuelque en acción de gracias.

Una de mis mayores alegrías ha sido precisamente ver cómo el Concilio Vaticano 11 ha proclamado con gran claridad la vocación divina del laicado. Sin jactancia alguna, debo decir que, por lo que se refiere a nuestro espíritu, el Concilio no ha supuesto una invitación a cambiar, sino que, al contrario, ha confirmado lo que ‑por la gracia de Dios‑ veníamos viviendo y enseñando desde hace tantos años. La principal característica del Opus Dei no son unas técnicas o métodos de apostolado, ni unas estructuras determinadas, sino un espíritu que lleva precisamente a santificar el trabajo ordinario.

Errores y miserias personales, repito, los tenemos todos. Y todos debemos examinarnos seriamente en la presencia de Dios, y confrontar nuestra propia vida con lo que el Señor nos exige. Pero sin olvidar lo más importante: si scires donum Dei!... (loan., IV, 10), ¡Si reconocieras el don de Dios!, dijo Jesús a la samaritana. Y San Pablo añade: Llevamos ese tesoro en vasos de barro, para que se reconozca que la excelencia del poder es de Dios y no nuestra (2 Cor., IV, 7).

La humildad, el examen cristiano, comienza por reconocer el don de Dios. Es algo bien distinto del encogimiento ante el curso que toman los acontecimientos, de la sensación de inferioridad o de desaliento ante la historia. En la vida personal, y a veces también en la vida de las asociaciones o de las instituciones, puede haber cosas que cambiar, incluso muchas; pero la actitud con la que el cristiano debe afrontar esos problemas ha de ser ante todo la de pasmarse ante la magnitud de las obras de Dios, comparadas con la pequeñez humana.

 

 
 
 
 
 

Poco tiempo antes de celebrar sus bodas de oro sacerdotales ‑28 de marzo de 1975‑, Mons. Escrivá de Balaguer se dirigía a un grupo de socios del Opus Dei en estos términos:

Cuando yo me hice sacerdote, la Iglesia de Dios parecía fuerte como una roca, sin una grieta. Se presentaba con un aspecto externo que ponía enseguida de manifiesto la unidad: era un bloque de una fortaleza maravillosa. Ahora, si la miramos con ojos humanos, parece un edificio en ruinas, un montón de arena que se deshace, que patean, que extienden, que destruyen... El Papa ha dicho alguna vez que se autodestruye. !Palabras duras, tremendas! Pero esto no puede suceder, porque Jesús ha prometido que el Espíritu Santo la asistirá siempre, hasta el final de los siglos.

¿Qué vamos a hacer nosotros? Rezar, rezar. Estoy seguro de que mis hijas y mis hijos, muchos miles de personas en todo el mundo, rezarán especialmente por las intenciones de mi Misa cuando celebre mis bodas de oro sacerdotales. Serán las de siempre: la Iglesia, el Papa, la Obra. Siempre doy estas tres pinceladas, aunque cada día haya unos coloridos diversos, unas vibraciones distintas, unas luces cuya intensidad va de aquí para allá. Pero el común denominador de mi petición al Señor es siempre el mismo: la Iglesia, el Papa y el Opus Dei.

Monseñor Escrivá de Balaguer esperó siempre en la Iglesia, a pesar de los pesares. Una vez confiaba a un Cardenal que, con mucha frecuencia, al recitar el Credo y afirmar su fe en la divinidad de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, añadía: a pesar de los pesares. Cuando el Cardenal le preguntó a qué quería referirse, le respondió: a sus pecados y a los míos.

Estaba firmemente persuadido de que es el Espíritu Santo quien gobierna la Iglesia. De ahí surgía su optimismo contagioso cuando la Barca de Pedro se veía zarandeada por dificultades aparentemente insuperables.

Vivió siempre una fidelidad plena al Magisterio, a todo el Magisterio de la Iglesia, y al carácter continuo y unitario de sus enseñanzas. Por eso, no era amigo del uso arbitrario ‑a veces, abusivo‑ del término postconciliar, olvidando ‑comentó alguna vez‑ que estamos en época postconciliar desde unos treinta años después de la muerte de Nuestro Señor Jesucristo: desde el Concilio de Jerusalén, donde con aquella autoridad tremenda, con aquel atrevimiento humano y divino, los apóstoles dijeron: visum est Spiritui Sancto et nobis, nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros...

Siguió muy de cerca la marcha del Concilio Vaticano 11. Ante todo, con la oración por los frutos de la Asamblea ecuménica. Mucho antes de que empezara la primera sesión, pidió a todos los socios del Opus Dei que encomendasen al Espíritu Santo los trabajos conciliares, ofreciendo cada uno a Dios lo que quisiera, pero que rezasen mucho y a diario.

Todos supieron pronto del cariño, del amor a la Iglesia con que siguió desde el primer momento los trabajos de los obispos, de la Curia, de los peritos conciliares. Y entre sus primeras preocupaciones destacó pronto una, por encima de todas: su gran amor al Romano Pontífice.

Cuando en 1967 el director de la revista Palabra le dirigió un extenso cuestionario, quiso iniciarlo inquiriendo el sentido que daba al término aggiornamento, muy usado en aquellos años para referirse a la Iglesia. La respuesta de Mons. Escrivá de Balaguer resume toda su actitud de fondo, toda su esperanza, ante la misión de la Iglesia:

Fidelidad. Para mí aggiornamento significa sobre todo eso: fidelidad. Un marido, un soldado, un administrador es siempre tanto mejor marido, tanto mejor soldado, tanto mejor administrador, cuanto más fielmente sabe hacer frente en cada momento, ante cada nueva circunstancia de su vida, a los firmes compromisos de amor y de justicia que adquirió un día. Esa fidelidad delicada, operativa y constante ‑que es difícil, como difícil es toda aplicación de principios a la mudable realidad de lo contingente‑ es por eso la mejor defensa de la persona contra la vejez de espíritu, la aridez de corazón y la anquilosis mental.

Lo mismo sucede en la vida de las instituciones, singularísimamente en la vida de la Iglesia, que obedece no a un precario proyecto del hombre, sino a un designio de Dios. La Redención, la salvación del mundo, es obra de la amorosa y filial fidelidad de Jesucristo ‑y de nosotros con Él‑ a la voluntad del Padre celestial que le envió. Por eso, el aggiornamento de la Iglesia ‑ahora, como en cualquier otra época‑ es fundamentalmente eso: una reafirmación gozosa de la fidelidad del Pueblo de Dios a la misión recibida, al Evangelio.

Es claro que esa fidelidad ‑viva y actual ante cada circunstancia de la vida de los hombres‑ puede requerir, y de hecho ha requerido muchas veces en la historia dos veces milenaria de la Iglesia, y recientemente en el Concilio Vaticano II, oportunos desarrollos doctrinales en la exposición de las riquezas del Depositum Fidei, lo mismo que convenientes cambios y reformas que perfeccionen ‑en su elemento humano, perfectible‑ las estructuras organizativas y los métodos misioneros y apostólicos. Pero sería por lo menos superficial pensar que el aggiornamento consista primariamente en cambiar, o que todo cambio aggiorna. Basta pensar que no faltan quienes, al margen y en contra de la doctrina conciliar, también desearían cambios que harían retroceder en muchos siglos de historia ‑por lo menos a la época feudal‑ el camino progresivo del Pueblo de Dios.

Esperanza y prudencia fueron dos virtudes que Mons. Escrivá de Balaguer puso especialmente en ejercicio a partir de los años sesenta, para vivir su lealtad a la Iglesia. Al término de la entrevista citada, subrayaba el optimismo cristiano, la gozosa certeza de que el Espíritu Santo hará fructificar cumplidamente la doctrina con la que ha enriquecido a la Esposa de Cristo; pues ese enriquecimiento doctrinal ponía a la Iglesia toda ‑al entero Pueblo sacerdotal de Dios‑ de frente a una nueva etapa, sumamente esperanzadora, de renovada fidelidad al propósito divino de salvación que se le ha confiado.

Pero el optimismo esperanzado era inseparable de la prudencia, puesto que el momento no dejaba de ser delicado: muchas conclusiones teológicas tenían inmediatas y directas aplicaciones de orden pastoral, ascético y disciplinar, que tocan muy en lo íntimo la vida interna y externa de la comunidad cristiana ‑liturgia, estructuras organizativas de la Jerarquía, formas apostólicas, Magisterio, diálogo con el mundo, ecumenismo, etcétera‑ y, por tanto, también la vida cristiana y la conciencia misma de los fieles.

De ahí la necesidad de la prudencia por parte de quienes investigan o gobiernan, porque especialmente ahora podría hacer un daño inmenso la falta de serenidad y ponderación en el estudio de los problemas.

No es éste el lugar para describir la difícil situación que ha padecido la Iglesia en estos últimos tiempos. Aquí interesa más señalar cómo Mons. Escrivá de Balaguer no perdió nunca la alegría, la serenidad, la fe esperanzada en que Dios iría arreglando todas las cosas. Tampoco la prudencia, cuando como buen pastor de la extensa familia del Opus Dei, tenía que tomar disposiciones para cuidar de la salud espiritual de sus socios. Era consciente de la complejidad del problema, lo cual hacía con frecuencia más difícil discernir lo que es positivo y bueno ‑reales contribuciones al desarrollo de la ciencia teológica, deseos de auténtica vida cristiana y afanes apostólicos‑, de lo que constituye un grave atentado a la fe y a las costumbres.

Con auténtica y sabia vigilancia pastoral, ejercida a veces en términos realmente heroicos, impulsó en estos años la formación de los socios y asociadas del Opus Dei, en la doctrina común de la Iglesia ‑in libertate gloriae filiorum Dei‑, sin tener escuelas propias en las cuestiones que el Magisterio eclesiástico deja a la libre disputa de los hombres: fortes in fide, con rectitud de intención, con apertura y vigilancia, evitando extremismos o conformismos de cualquier tipo. Y sin miedo al ambiente y a las modas pasajeras: porque nuestro amor a la Iglesia, a la Obra y a las almas nos llevará a hacer una labor de criba que aprovecha lo bueno y deja lo demás, y a ir a veces, por lealtad a Jesucristo y a su doctrina, contra corriente.

Desde estos sólidos puntos de apoyo, la labor pastoral de Mons. Escrivá de Balaguer destacó por esas dos notas ya señaladas: optimismo y prudencia. Supo estar en su sitio, y condujo la Asociación con una seguridad vibrante, que encendía a las almas, difundía fortaleza, y aseguraba el buen camino, cuajado de frutos sobrenaturales.

En conversaciones privadas, o con miles de personas, su enseñanza infatigable confortaba los espíritus, removía los corazones, confirmaba la fe y ampliaba el horizonte apostólico. Como escribe el Profesor Kummer, de la Universidad de Viena, que estuvo con el Fundador del Opus Dei en febrero de 196$, "de todas sus palabras se desprendía un profundo amor a la Iglesia y al Papa, que fue lo que dio a la conversación su verdadero tono. Me impresionó mucho que, a pesar de la seriedad de sus palabras, éstas desprendían un optimismo contagioso: una postura que, dado su conocimiento de la situación, no podía salir más que de su profunda unión con Dios. Al despedirme me sentía confirmado en la fe y movido a una mayor dedicación apostólica".

Un conocido sacerdote, don Juan Ordóñez Márquez, publicó en un periódico de Sevilla, al día siguiente del fallecimiento de Mons. Escrivá de Balaguer que había sido "posiblemente. El hombre a quien el Vaticano II poco o nada nuevo tuvo que decir, porque desde bien atrás ya venía andando sus caminos".

Algo semejante apuntaría unas semanas después el Cardenal Primado de España, don Marcelo González Martín: "Mucho antes del Concilio Vaticano II trabajó él, como nadie, en la promoción del laicado, en la auténtica y profunda promoción, no en las ridículas y tristes experiencias que tanto han abundado y siguen haciendo acto de presencia en los años del postconcilio; y en el campo del ecumenismo, y en el diálogo con el mundo moderno, y en el reconocimiento efectivo de la sana autonomía de las realidades temporales.

"Precisamente por eso, ahora, cuando tantos se mueven alocadamente, sin rumbo, porque su frivolidad les priva de la luz, él supo mantenerse tan firme y enhiesto en la roca de la fidelidad sin convertirse jamás en un futurólogo insustancial que, creyendo atisbar el porvenir, consiente en que el presente se le desmorone entre las manos. Porque supo ser un auténtico progresista, fue también ‑como no puede ser menos‑ un conservador denodado y valiente, de la raza de los mártires y los confesores de la fe, o simplemente del linaje espiritual de los que, a imitación de María, saben conservar en su corazón de pobres del Reino lo que debe ser conservado siempre para ser fieles".

Y es que el Fundador del Opus Dei no se dejó llevar de superficialidades. Rechazó siempre la conveniencia ‑incluso, la posibilidad‑ de catalogaciones o simplificaciones del tipo "integrismo contra progresismo". Al director de la revista Palabra le puntualizaba en 1967:

Esa división ‑que a veces se lleva hasta extremos de verdadero paroxismo, o se intenta perpetuar como si los teólogos y los fieles en general estuvieran destinados a una continua orientación bipolar‑ me parece que obedece en el fondo al convencimiento de que el progreso doctrinal y vital del Pueblo de Dios sea resultado de una perpetua tensión dialéctica. Yo, en cambio, prefiero creer ‑con toda mi alma‑ en la acción del Espíritu Santo, que sopla donde quiere, y a quien quiere.

Tiempo después, al comienzo de 1974, el Fundador del Opus Dei estuvo con el Cardenal König,

Presidente del Secretariado pontificio para los no creyentes, que, en un artículo aparecido el 9 de noviembre de 1975 en el Corriere della Sera (Milán), se refirió a la conversación que mantuvieron entonces. El Cardenal König destacaba la "gran autoridad espiritual" de Mons. Escrivá de Balaguer, "su serenidad, su espíritu abierto que desarmaba, sus dotes de organizador, cualidades que iban unidas a una comprensión cariñosa de las preocupaciones y alegrías de las demás personas y a un celo ardiente por las cosas de Dios".

Y en Il Veltro, Rivista della Civiltá italiana, aseguraba por las mismas fechas el Cardenal Pignedoli, Presidente del Secretariado para los no cristianos: "Sufría en su alma los sufrimientos de la Iglesia y se alegraba con sus gozos. Le dolía profundamente la actual desorientación de muchas almas, rezaba y trabajaba con renovado celo, y pedía oraciones. Tendía la mano `como un pobrecito de Dios, implorando la limosna de la oración'. Recordaba incesantemente que este tiempo de tormenta, en el que el demonio, una vez más, zarandea como el trigo a la Iglesia de Dios (cfr. Lc. XXII, 31), es tiempo de plegarias y de reparación, porque cuanto más se extiende la insidia y la infidelidad tanto más necesario es buscar la intimidad con Dios en la oración y en la penitencia.

"Pero su fe no le permitía estar triste y menos aún desalentado. Ofrecía sus sufrimientos y toda su vida por la Iglesia y por el Papa y seguía trabajando contento ‑sembrador de paz y de alegría‑, lleno de optimismo, infundiendo a su alrededor seguridad y consuelo".

Una vita per la Chiesa, tituló la revista milanesa Studi Cattolici al informar sobre la muerte de Mons. Escrivá de Balaguer. El titular quería compendiar el amor a la Iglesia que dio sentido a la vida del Fundador Dei Opus Dei; amor que fue siempre in crescendo hasta el final de sus días. Como escribía el 29 de junio de 1975 don Álvaro del Portillo, refiriéndose a la mañana del día 26: "Nos resistíamos a convencernos de que había fallecido. Para nosotros, ciertamente, se ha tratado de una muerte repentina; para el Padre, sin duda, ha sido algo que venía madurándose ‑me atrevo a decir‑ más en su alma que en su cuerpo, porque cada día era mayor la frecuencia del ofrecimiento de su vida por la Iglesia". Y don Álvaro del Portillo, actual Presidente General del Opus Dei, continuaba: "Desde hace tiempo, el Padre, con una progresiva intensidad, ofrecía al Señor su vida y mil vidas que tuviera ‑añadía habitualmente‑ por la Iglesia Santa y por el Papa, sea quien sea. Este ofrecimiento era intención diaria de su Misa, era fervor continuo de su alma, era dolor de su corazón, era el desvelo de su vida".

Quienes vivieron cerca de Mons. Escrivá de Balaguer estos últimos años saben de sus noches en vela, abrumado por noticias tristes de la vida de la Iglesia, que no le dejaban tranquilo, al pensar en las almas que podían perder la vida eterna. Fueron años ‑días y noches‑ de oración continua, de trabajo constante, de permanente y amoroso desagravio. Fue una época larga en que prescindió de su persona ‑de su honra, de su fama‑ para servir sólo y de veras a la Iglesia, pensando en las almas y en la gloria de Dios. Fueron tiempos en que sostuvo a los socios del Opus Dei como auténtico buen pastor. Puso en su oración, en su mortificación y en su trabajo apostólico un empeño que, aunque pueda parecer imposible, aumentaba de día en día, tanto en el aparente sosiego de Roma, como en sus meses de predicación por medio mundo. En estas horas de tempestad apuntaló la esperanza sobrenatural en la Iglesia:

El mar está un poco revuelto... ¡Ya se aplacará, no os preocupéis! También yendo Jesús en la barca, la barca parece que se hunde. ¡La barca de Pedro no se hunde!

"Así ‑evocaría don Álvaro del Portillo‑ hasta la última jornada, hasta las últimas horas que pasó en la tierra". El 26 de junio de 1975, menos de dos horas antes de morir, el Fundador del Opus Dei urgía a las almas ‑en este caso, a las alumnas del Istituto Internazionale di Pedagogía de Castelgandolfo‑ a que crecieran en vida interior, para tratar a Dios y a su Madre bendita, Nuestra Madre, y a San José, nuestro Padre y Señor, y a nuestros Ángeles Custodios, para ayudar a esta Iglesia Santa, nuestra Madre, que está tan necesitada, que lo está pasando tan mal en el mundo, en estos momentos. Hemos de amar mucho a la Iglesia, y al Papa, cualquiera que sea. Pedid al Señor que sea eficaz nuestro servicio para su Iglesia y para el Santo Padre.

 

 
 

 

 

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