Capítulo Quinto. Corazón universal
|

Buenos Aires, 16 de junio de 1974. En el Palacio de Congresos General San
Martín, Mons. Escrivá de Balaguer conversa con miles de personas. Ha
pasado casi una hora, cuando toma el micrófono una mujer mayor. Es abuela
de varios socios de la Obra. Tiene ochenta y cuatro años. A pesar de su
inconfundible acento argentino, después de saludar al Padre, le dice que
es de Madrid.
‑¿Madrileña?
¿De Chamberí, o de dónde? ¿En qué calle naciste?
‑En
la calle de los Abades.
‑La
conozco, ya lo creo. Cerca de Progreso. Y la calle de Dos Hermanas está al
lado... Sigue, sigue...
He
condensado este diálogo que oí, con cientos de madrileños, en una
proyección de la película filmada aquel día en Sudamérica. Prácticamente
ninguno sabía dónde estaba la calle de los Abades, ni la de Dos Hermanas.
Efectivamente, se encuentran al lado de Progreso. Mons. Escrivá de
Balaguer se presentó muchas veces ‑en broma‑ como madrileño: porque en
Madrid había nacido el Opus Dei. Muchos de los rincones de esta ciudad
saben de su oración o de su caminar. Era capaz de distinguir unos azulejos
con la imagen de la Virgen en lo alto de un edificio de la calle de Atocha
y saludarla siempre que pasaba. Pensaba con nostalgia en el "paseo de
coches" de la Castellana. ¡Cuántas vueltas no habría dado por allí
hablando con aquellos primeros chicos que se acercaban a su apostolado!
Quizá fue en uno de esos paseos, al inicio de los años treinta, cuando
descubrió la imagen de la Virgen del Pilar que hay en el monumento a
Colón. El monumento a Cristóbal Colón está en el Paseo de la Castellana, a
la altura de la Biblioteca Nacional. Las flores en las arcadas neogóticas,
los maceros, festones y símbolos recargados casi esconden, en un lateral
de la base, la pequeña estatua de Santa María, con el Niño en sus brazos,
que no pasó oculta al corazón observador y enamorado del Fundador del Opus
Dei. Es una imagen en piedra que no advirtieron los que incendiaron y
saquearon iglesias, y destruyeron y profanaron imágenes sagradas. Lo
cierto es que, cuando llegó la guerra de España, él ‑con algún socio del
Opus Dei que se encontraba aún en Madrid‑ fue a rezar y pedir, ante esa
Virgen, la gracia el amor que hicieran crecer segura la Obra.
Más
sabía de Madrid que muchos madrileños. Y esto era otra muestra de que,
mientras se encendía en designios de universalidad, vivía con los pies en
la tierra, y amaba el concreto mundo en que Dios le había colocado: la
casa donde nació, su familia, el paisaje del Somontano, las calles de
Zaragoza o los rincones de Madrid. No era un desarraigado, y con su
inconfundible acento aragonés ‑que no quiso ni necesitó disimular‑,
difundió su mensaje universal por los caminos de la tierra.
En
esta forma de ser del Fundador del Opus Dei encontramos alguna de las
razones de su capacidad para llegar a hombres o mujeres de todas las razas
y de las más diversas culturas. Porque no hay nada más universalmente
humano que una personalidad entera y rica, cordial y sincera.
Al
mismo tiempo, su espíritu se nutría de ese venero más profundo, que es la
catolicidad ‑la universalidad‑ de la Iglesia.
Una
y otra venían a confluir en lo que Dios quería que fuese el Opus Dei: un
camino de espiritualidad, centrado en la santificación del trabajo
ordinario. Y, realmente, como señalaba en La Voz de Asturias (Oviedo) un
profesor de Derecho canónico, José María González del Valle, glosando
textos de Mons. Escrivá de Balaguer: "El trabajo ordinario es una realidad
universal, no es una costumbre española, ni una moda nacida en el siglo en
que vivimos. No es aventurado prever que dentro de muchos siglos, los
hombres continuarán trabajando. Ni parece que quepa restringir esa
realidad a determinados sectores del planeta. De ahí, que ese camino
trascienda los límites de espacio y tiempo. No es sólo que de hecho el
fenómeno espiritual del Opus Dei se haya extendido por las diversas
regiones de la tierra, sino que ese fenómeno espiritual es en sí mismo
‑por su naturaleza universal; tanto hoy, cuando el Opus Dei cuenta con
miles de socios, como en el año 1928, fecha de su fundación".
Los
que se acercaron a don Josemaría, en los comienzos de la Obra, tuvieron
claro desde el primer momento que el Opus Dei no había nacido para
remediar las necesidades de un país o de una época determinada, sino que
Dios quería una Obra para todos y para cualquier tiempo.
Entre muchas otras personas, se acuerda Natividad González, que le conoció
en Madrid a finales de 1933 o comienzos de 1934, cuando comenzó a
frecuentar ‑vivía en la calle de Atocha, número 121‑ la iglesia de Santa
Isabel, donde celebraba Misa don Josemaría. Natividad observó que todos
los días tenía algunas personas esperando para confesar. Una mañana se
acercó a una de ellas y le preguntó si aquel sacerdote era buen
confesor... Aquella chica ‑que le inspiraba confianza‑ le dijo que sí, que
era un Padre estupendo, que le gustaría. Y comenzó a confesarse con él.
El
Fundador del Opus Dei le animó a seguir haciendo el apostolado que ya
hacía entonces: dar catecismo en parroquias de suburbios, visitar a pobres
y enfermos. Al cabo de algún tiempo le habló del espíritu de la Obra: "era
un apostolado ‑se le grabó en la memoria a Natividad‑ amplísimo, que
abarcaba a todas las gentes de todas las condiciones, que tenía tantas
facetas cuantas podían ser las actividades de los hombres, porque
cualquier actividad podía convertirse en labor de apostolado".
En
aquellas primeras conversaciones personales, más de uno pensó que era un
visionario, que estaba loco. Y casi nadie hubiera tachado estos juicios de
insensatos, pues entonces el Fundador del Opus Dei nada podía mostrar,
salvo sus sueños.
Soñaba en el mundo entero, en hombres y mujeres de mil razas y colores.
Como aquel día, entre el 20 y el 25 de enero de 1933, cuando dio una clase
de formación a un grupo de gente joven. Asistieron sólo tres personas,
estudiantes de Medicina los tres: Vicente Hernando Bocas, José María
Valentín‑Gamazo y Juan Jiménez Vargas. Tuvo lugar en el madrileño asilo de
Porta Coeli, que estaba en la calle García de Paredes, paralela a la del
General Martínez Campos, cerca de la Glorieta de Iglesia.
El
edificio albergaba entonces una casa de golfillos ‑golfos en el sentido
castellano y madrileño de la palabra, precisaría en alguna ocasión
Mons. Escrivá de Balaguer‑, a los que unas monjas santas trataban de
corregir, y de enseñar a trabajar. El Fundador del Opus Dei acudía por
allí a enseñarles el catecismo y a confesarlos. Hacía toda su labor
completamente gratis. De manera que, cuando lo pidió, las monjas le
dejaron un aula de las que ellas tenían, y le permitieron también utilizar
su capilla. Después de rezar y de hacer rezar, de ofrecer y hacer ofrecer
muchos sacrificios, empezó una nueva actividad. Aquel día sólo acudieron
tres, de los muchos que solían ir a confesarse por la casa de su madre, en
Martínez Campos.
Presidía la clase una estampa de la Virgen, que había recogido en la
calle. Desde 1931, no era raro ver trozos de catecismos rotos y pisoteados
en los barrios extremos de la ciudad. Desencadenada ya la persecución
religiosa en España, había sido prohibida la enseñanza de la doctrina
cristiana en las escuelas. Al pie de un árbol, en el barrio de Los Pinos
‑Tetuán de las Victorias‑, descubrió un día una pequeña imagen de la
Santísima Virgen: una hojita de catecismo de papel malo, con un grabado
que representaba a Nuestra Señora. Don Josemaría, con afán de desagravio,
hizo enmarcar el pequeño grabado en un trozo de tisú rico, de unos 30 cm.
Ésa fue la imagen que presidió aquella clase, y que luego estaría en la
biblioteca de la Academia DYA, en la calle de Luchana. El cuadro pasó a la
residencia de Ferraz, y de allí desapareció durante la guerra de España.
Al
acabar la clase, fueron a la capilla, para asistir a la Exposición mayor y
Bendición con el Santísimo, que iba a oficiar don Josemaría. A Juan
Jiménez Vargas le impresionó "la manera de rezar, de abrir el Sagrario, de
arrodillarse y, sobre todo, la manera de tener la Custodia en sus manos y
de dar la bendición".
Más
de una vez el Fundador del Opus Dei recordó ese primer acto eucarístico
que tuvo en su labor con la gente joven. Por ejemplo, durante su viaje por
Venezuela y Guatemala en 1975:
Me
vinieron sólo tres. ;Qué descalabro!: verdad? ¡Pues no! Me puse muy
optimista, muy contento, y me fui al oratorio de las mojas; expuse a
Nuestro Señor en la Custodia y di la bendición a aquellos tres. Me pareció
que el Señor Jesús, Nuestro Dios, bendecía a trescientos, trescientos mil,
treinta millones, tres mil millones..., blancos, negros, amarillos, de
todos los colores, de todas las combinaciones que el amor humano puede
hacer. Y me he quedado corto., porque es una realidad a la vuelta de medio
siglo. Yo me he quedado corto, porque el Señor ha sido mucho más generoso.
Se
comprende su emoción, al poco de llegar a Argentina en 1974, al comprobar,
viéndola, la realidad que ya conocía por su labor de gobierno del Opus Dei:
Todavía no me lo creo. ¿Es cierto que estoy en Buenos Aires? y Yo rodeado
de criaturas que están enamoradas de Cristo, que están dispuestas a todo?
Su
emoción era visible, ante aquella multitud de socios de la Obra:
Yo
estoy esta mañana, toda la mañana, contra spem in spem. Porque, hace unos
cuarenta y siete años, había un sacerdote ‑que medio conozco, tan pecador
como yo‑ sin ningún medio humano, sin nada: no tenía más que veintiséis
años, la gracia de Dios y buen humor. Humanamente hablando no es un gran
tesoro, verdad?, pero de cara al Señor... Y ahora estáis vosotros aquí; y
hay hermanos vuestros en todo el mundo: de todos los colores, de todas las
razas, de todas las lenguas.

Capítulo Quinto. Corazón universal
|

"El
Opus Dei nació en los hospitales y barrios pobres de Madrid, y yo soy
testigo, aunque en mínima parte", acredita José Manuel Doménech de Ibarra.
Y Benilde García Escobar, hermana de aquella antigua asociada del Opus Dei,
María Ignacia, y de Braulia, a las que se alude en el capítulo tercero,
agrega: "Es una gran verdad. Allí lo conoció mi hermana y formó parte del
Opus Dei; allí también lo conocimos Braulia y yo y nunca dejaremos de
agradecérselo al Señor".
Benilde detalla el celo del Fundador del Opus Dei en el Hospital del Rey,
donde estaba internada su hermana. No iba sólo a verla a ella, sino que
atendía a todas aquellas personas, aquejadas de tuberculosis, que en aquel
tiempo se consideraba terrible porque en la mayoría de los casos no se
curaba: "Me llamaba la atención la alegría y la serenidad de aquellas
mujeres, madres de familia, pobres, separadas de sus hijos por el contagio
de la enfermedad y que, apenas veían entrar a don Josemaría se llenaban de
una felicidad profunda. Lo decían sencillamente así: Ya ha llegado don
Josemaría. Quedaba dicho todo".
Ha
quedado ya reseñada la actividad que el Fundador del Opus Dei desplegó,
desde el Patronato de Enfermos, por los suburbios de Madrid, y luego, en
el Hospital del Rey, en el Hospital General de la calle de Santa Isabel, y
en el de la Princesa, en San Bernardo.
Lo
inimaginable era que justamente en ésos lugares tan míseros buscase
riquezas: el tesoro de la oración y de la mortificación de los enfermos.
El día de San José de 1975, confiaba a socios de la Obra en Roma:
Pasó el tiempo. Fui a buscar fortaleza en los barrios más pobres de
Madrid. Horas y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una
parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían
nada de nada; entre niños con los mocos en la boca, sucios, pero niños,
que quiere decir almas agradables a Dios. ;Qué indignación siente mi alma
de sacerdote, cuando dicen ahora que los niños no deben confesarse
mientras son pequeños! ;No es verdad! Tienen que hacer su confesión
personal, auricular y secreta, como los demás. ;Y qué bien, qué alegría!
Fueron muchas horas en aquella labor, pero siento que no hayan sido más. Y
en los hospitales, y en las casas donde había enfermos, si se pueden
llamar casas a aquellos tugurios... Eran gente desamparada y enferma;
algunos, con una enfermedad que entonces era incurable, la tuberculosis.
Mis
de cien personas le escuchaban en silencio. Hablaba en voz baja, como
quien abre su corazón en la presencia divina:
De
modo que fui a buscar los medios para hacer la Obra de Dios, en todos esos
sitios. Mientras tanto, trabajaba y formaba a los primeros que tenía
alrededor. Había una representación de casi todo: había universitarios,
obreros, pequeños empresarios, artistas...
Fueron unos años intensos, en los que el Opus Dei crecía para adentro sin
darnos cuenta. Pero he querido deciros ‑algún día os lo contarán con más
detalle, con documentos y papeles‑ que la fortaleza humana de la Obra han
sido los enfermos de los hospitales de Madrid: los más miserables; los que
vivían en sus casas, perdida hasta la última esperanza humana; los más
ignorantes de aquellas barriadas extremas.
El
2 de julio de 1974, en el Colegio Tabancura de Santiago de Chile alguien
le pidió que explicase por qué decía que el tesoro del Opus Dei son los
enfermos... Y despacio, como saboreando los recuerdos, Mons. Escrivá
de Balaguer habló de un sacerdote que tenía 25 años, la gracia de Dios,
buen humor y nada más. No poseía virtudes, ni dinero. Y debía hacer el
Opus Dei... ¿Y sabes cómo pudo?, preguntaba:
Por los hospitales. Aquel Hospital General de Madrid cargado de enfermos,
paupérrimos, con aquellos tumbados por la crujía, porque no había camas.
Aquel Hospital del Rey, donde no había más que tuberculosos, y entonces la
tuberculosis no se curaba... ¡Y ésas fueron las armas para vencer! ¡Y ése
fue el tesoro para pagar! ;Y ésa fue la fuerza para ir adelante! (...) Y
el Señor nos llevó por todo el mundo, y estamos en Europa, en Asia, en
África, en América y en Oceanía, gracias a los enfermos, que son un
tesoro...
Pocos meses después, el 19 de febrero de 1975, en Ciudad
Vieja (Guatemala), volverían a su mente esos años en los que contó con
toda la artillería de muchos hospitales de Madrid:
Yo
les pedía que ofrecieran esos dolores, sus horas de cama, su soledad
‑algunos estaban muy solos‑: que ofrecieran al Señor todo aquello por la
labor que hacíamos con la gente joven.
Les
enseñaba así a descubrir la alegría del sufrimiento, porque participaban
de la Cruz de Jesucristo y servían para algo grande y divino. El Fundador
del Opus Dei encontraba en ellos auténtico motivo de fortaleza, seguridad
de que el Señor sacaría la Obra adelante a pesar de los hombres, a
pesar de mí mismo, que soy un pobre hombre.
Desde entonces, junto a la catequesis en los barrios pobres, las visitas a
enfermos y desamparados serían medios habituales para impulsar el
apostolado que el Opus Dei hace entre gente joven de todo el mundo.
También en Lisboa, en noviembre de 1972, se refería al sentido cristiano
del dolor:
Te
encontrarás también con el dolor físico, y feliz en ese sufrimiento. Me
has hablado de
Camino. No me lo sé de memoria, pero hay una frase que dice:
bendito sea el dolor, amado sea el dolor, santificado sea el dolor,
glorificado sea el dolor. ¿Té acuerdas? Eso lo escribí en un hospital,
a la cabecera de una moribunda a quien acababa de administrar la
Extremaunción. ¡Me daba una envidia loca! Aquella mujer había tenido una
gran posición económica y social en la vida, y estaba allí, en un camastro
de un hospital, moribunda y sola, sin más compañía que la que podía
hacerle yo en aquel momento, hasta que murió. Y ella repetía, paladeando,
¡feliz!: bendito sea el dolor ‑tenía todos los dolores morales y
todos los dolores físicos‑, amado sea el dolor, santificado sea el
dolor, ¡glorificado sea el dolor! El sufrimiento es una prueba de que
se sabe amar, de que hay corazón.
Braulia, la hermana pequeña de María Ignacia García Escobar, contempla al
Fundador de la Obra en 1931 "rodeado siempre de chicos jóvenes, que le
acompañaban a explicar el catecismo en los suburbios, en los rastrojos y
en barrios de chabolas. Hacía falta una inmensa fe para hacer aquello
entonces. Y una gran valentía. Todavía recuerdo las caras de odio y el
inmenso recelo que demostraban hacia los sacerdotes y sus acompañantes los
hombres de aquellos barrios".
Jenaro Lázaro se enteró en 1930 que además de la labor en los hospitales,
el Padre atendía varias catequesis. No localiza bien los nombres exactos
de los barrios, pero sí que iba mucho por Vallecas. El 1 de octubre de
1967, Mons. Escrivá de Balaguer volvió de nuevo a Vallecas. Muchas cosas
habían cambiado. En el salón de actos de Tajamar, obra apostólica
promovida por el Opus Dei, su Fundador rememoró que, cuando tenía
veinticinco años, venía mucho por todos estos descampados, a enjugar
lágrimas, a ayudar a los que necesitaban ayuda, a tratar con cariño a los
niños, a los viejos, a los enfermos; y recibía mucha correspondencia de
afecto..., y alguna que otra pedrada.
Y
continuaba refiriéndose a Tajamar: Hoy para mí esto es un sueño, un
sueño bendito, que vivo en tantos barrios extremos de ciudades grandes,
donde tratamos a la gente con cariño, mirando a los ojos, de frente,
porque todos somos iguales (...) Soy un pecador que ama a Jesucristo con
todas las fuerzas de su alma; me siento muy feliz, aunque no me faltan las
penas, porque en este mundo el dolor nos acompañará siempre. Quiero que
améis a Jesucristo, que lo conozcáis, que seáis felices, como yo: no es
difícil conseguir ese trato. Delante de Dios, como hombres, como
criaturas, somos todos iguales.
(...) He hablado de mis veinticinco años. Yo tenía barruntos de lo que
quería el Señor. Hasta los veintiséis no lo supe. Quería esta locura, esta
locura de cariño, de unión, de amor.
Un
sueño de juventud se había hecho realidad. El corazón sacerdotal de Mons.
Escrivá de Balaguer sentía la preocupación por todas las almas, porque
ante Dios, somos todos iguales: pobres criaturas, necesitadas de la
misericordia divina. En aquellos años sufrió mucho por el desamparo en que
se vivía ‑y se moría‑ en los suburbios madrileños, por su ambiente sórdido
‑infrahumano‑ que también contribuía a alejar a muchos de Dios. Conoció
situaciones tremendas, sólo comparables a las de los hospitales a los que
don Josemaría hacía que le acompañasen los chicos que trataba. Porque,
como afirma otro de los que iban por el Hospital de Santa Isabel, después
de pasar una tarde de domingo cortando el pelo o las uñas a los enfermos,
lavándoles la cara o vaciando las escupideras, "casi siempre vomitábamos
al salir".
Repulsivo es el adjetivo que Juan Jiménez Vargas aplica al modo en que
muchas personas vivían ‑algunas por desidia‑ en la zona de la catequesis
de Tetuán. Él era de familia media, estudiante de Medicina, y de
temperamento nada asustadizo, más bien todo lo contrario. Poco después de
aquella clase de formación cristiana en el asilo de Porta Coeli, según
relata, comenzaron una catequesis en el barrio de Tetuán, que era entonces
de los peores de Madrid. Allí comprobó que el Fundador del Opus Dei tenía
mucha experiencia en el trato con los niños, sabía hacerles comprender la
doctrina y les facilitaba la confesión.
Desarrollaba una intensa actividad apostólica con personas de toda suerte
y condición. A los estudiantes les animaba, de modo especial, a hacer
apostolado con sus compañeros de Facultad, pero sin olvidar que en el Opus
Dei cabían todos, también los obreros. Al doctor Jiménez Vargas no se le
borra el nombre de un empleado de banca, Dorado, que entendía bien la
Obra. Murió en los primeros días de la guerra.
Braulia García Escobar guarda también en su memoria la a en la calle
Martínez Campos, como un trasiego de chicos jóvenes de muy distinta
posición: "Había muchos estudiantes y también había muchos obreros".
A
Vicente Hernando Bocos le parece que donde conoció a don Josemaría fue en
la "Casa del estudiante" entre 1929 y 1930. Luego, el servicio militar, su
intensa actividad política, la cárcel ‑desde 1932‑ y finalmente el
destierro en 1935, truncaron sus relaciones. Al principio, vivía en una
Residencia para sacerdotes en la calle de Larra, número 3, y "tenía en
marcha su apostolado con un grupo de obreros, oficinistas, gente de clase
media, y también nos trataba a los universitarios".
En
1940 ‑según publicó en la Hoja del Lunes de Madrid don Pedro Gómez
Aparicio, historiando los primeros años de la Escuela Oficial de
Periodismo‑ Mons. Escrivá de Balaguer un joven sacerdote aragonés ya
rodeado de una cierta popularidad en los ambientes estudiantiles y obreros
madrileños, que frecuentaba con predilección".
Este apostolado universal del Fundador del Opus Dei se compendia en su
frase constante a lo largo de los años: de cien almas, nos interesan
las cien. Su corazón sacerdotal no sabía de discriminaciones. Era
preciso llegar a todos, porque ‑como diría mil veces, exponiendo la
doctrina del Apóstol ‑cada alma vale toda la sangre de Jesucristo.
En
sus años de Madrid, soñaba también con llegar a los ambientes rurales. En
1935 había redactado unas notas sobre el trabajo apostólico que los socios
del Opus Dei realizarían en el campo. A Joaquín Herreros Robles,
Presidente del Comité de gestión nacional de las Escuelas Familiares
Agrarias en España, se le grabó en el alma, años después, la pena del
Fundador del Opus Dei por las precarias condiciones de vida que las
familias rurales sufrían en multitud de sitios, de tantos países.
La
idea de promoción profesional y humana, y de formación cristiana en el
campo, que Mons. Escrivá de Balaguer acariciaba desde sus años mozos,
cristalizaría con el tiempo en muchas actividades: unas, obras apostólicas
promovidas por el Opus Dei, como la de Montefalco, en Morelos (México);
otras, iniciativas personales de socios de la Obra, fruto de su afán de
servir a los hombres y de su ilusión apostólica. Las Escuelas Familiares
Agrarias fueron una respuesta personal de Joaquín Herreros y otros socios
del Opus Dei atendiendo un deseo expreso del Fundador. En 1976 existen en
España 36 Escuelas, impulsadas por multitud de personas, entusiastas y
generosas, identificadas con la finalidad de las EFA: dar formación
cristiana y hacer una promoción profesional, cultural y humana, en los
ambientes rurales.
Joaquín Herreros visitó al Fundador del Opus Dei en Roma, en febrero de
1966, y le contó sus ilusiones, sus experiencias, sus proyectos. "Nos
animó muy conmovido a llevarlas pronto adelante, pidiéndonos que, antes de
nada, rezáramos mucho por toda aquella hermosa tarea que se adivinaba, y
por la que él –añadía con un tono de inmenso cariño‑ hacía ya bastantes
años que rezaba con mucha confianza en el Señor".
Siete años después, estando en Pozoalbero (Jerez), trataron de que
visitase alguna de las varias Escuelas que funcionan por el Sur de España.
No le pareció oportuno, porque ‑como solía aclarar‑ sólo tenía un
puchero, y no quería hacer distinciones con nadie. Quiero que
vengan todos aquí, a Pozoalbero ‑les explicó‑ porque tienen
formación suficiente para enterarse de todo, como los demás. "Me
emocionó profundamente ‑comenta el Presidente de las EFA‑, la inmensa
delicadeza y sensibilidad del Padre, al entender que una visita suya
especial a las EFA, en aquella ocasión en que había ya organizadas
tertulias para personas de toda clase y condición en Pozoalbero, pudiera
interpretarse como una manera ‑por sencilla que fuese en apariencia‑ de
hacerles una vez más de menos a los agricultores".
Labor con campesinos, también hecha mirando a los ojos, de frente,
porque todos somos iguales. Aquellos días de 1972, en Pozoalbero, no
hacia una frase Mons. Escrivá de Balaguer cuando decía a Anastasio y a
Pedro, que trabajaban en el jardín.
‑Qué estupendas tenéis todas estas plantas, todas estas flores...
Vosotros, ¿qué pensáis: que vale más vuestro trabajo o el de un ministro?
Ellos se quedaron callados. Enseguida continuó:
‑Depende del amor de Dios que pongáis: si ponéis más Amor que un ministro,
vale más vuestro trabajo.
Dos
años antes, durante su estancia en Montefalco (Estado de Morelos, México),
había hablado mucho, según recuerda un campesino de aquella tierra,
Santiago Vázquez Álvarez, de la igualdad de los hijos de Dios, de la
necesidad de casas más humanas e higiénicas, de estudio y formación
profesional, de subir a los de abajo sin bajar a los de arriba. Las gentes
de Morelos saben de peleas por una vida mejor. En la hacienda de Montefalco
quedan aún ruinas del tiempo de la revolución. En todo el Valle de Amilpas,
viven hombres que conocieron y lucharon junto a Emiliano Zapata, y siguen
en la pobreza. A Santiago Vázquez le pasmó el cariño del Fundador del Opus
Dei, su preocupación por el bienestar espiritual y material de las gentes
de aquella tierra. Y piensa que, desde el cielo, "nos ayudará mejor,
intercediendo ante Dios Nuestro Señor, para que nosotros sigamos haciendo
realidad lo que él soñó".

Capítulo Quinto. Corazón universal
|

Pedro Rocamora conoció a Mons. Escrivá de Balaguer hacia 1928, y, aunque
Rocamora nunca sería del Opus Dei, tuvo desde el primer momento veneración
profunda y sincero afecto por aquel sacerdote joven, don Josemaría, que le
trató con confianza de verdadero amigo, y poco después de que hubiera
nacido la Obra, le habló de sus ideas "fundacionales". Le parecían
demasiado ambiciosas: "Las formulaba con una sencillez y un convencimiento
de éxito que asombraba". A pesar de la admiración que sentía hacia don
Josemaría, "no podía ocultar un cierto escepticismo ante aquellos
proyectos que me parecían demasiado grandes, hermosos desde luego y casi
imposibles de conseguir".
Incluso quienes tenían fe ‑además de amistad‑ en el Fundador del Opus Dei,
sentían vértigo cuando les hablaba del futuro. Porque sus sueños no podían
apoyarse absolutamente en nada humano. Esta impresión de vértigo ‑la fe y
la confianza en Dios de don Josemaría‑ es la que guardan en su memoria,
como vimos, las asociadas de la Obra cuando les describía las labores que
la Sección de mujeres haría en el futuro. Quedaba siempre claro que lo más
importante era el apostolado personal de las asociadas, imposible de
registrar o medir. Pero de ese afán apostólico surgirían también
iniciativas diversísimas: granjas para campesinas, centros de capacitación
profesional para la mujer, residencias de estudiantes universitarias,
actividades en el campo de la moda... Ante el asombro de aquellas pocas
mujeres, el Fundador del Opus Dei les hacía ver que lo único necesario era
confiar en Dios: el Señor quería que todo eso se hiciese, y, por tanto,
Dios sería quien llevaría adelante su Obra.
No
es superfluo subrayar que en la mente y en el corazón de don Josemaría
estaban; en aquellos primeros momentos, muchas actividades que tardarían
años en ser realidad. Esos proyectos incluían, como acabamos de ver, las
obras apostólicas que el Opus Dei promovería, labores de contenido
profesional y civil, radicalmente orientadas a un servicio cristiano a la
sociedad, es decir, tareas de carácter exclusivamente apostólico.
Los
socios de la Obra no han olvidado los horizontes que el Fundador abría, en
aquellos años treinta, cuando todo estaba comenzando. Así, don Juan
Jiménez Vargas recibió en 1933 una explicación clarísima de lo que serían
en concreto estas obras apostólicas del Opus Dei, en el ámbito de la
enseñanza. Habría que hacer, entre otras cosas, centros docentes no
oficiales, impregnados de sentido cristiano desde el principio al fin,
pero sin llamarse nunca "católicos". Serían siempre pocos, fruto de la
iniciativa de algunos socios de la Obra, una parte de los dedicados
profesionalmente a la enseñanza, porque muchos, en el ejercicio de su
libertad, preferirían seguir trabajando en centros oficiales. En cualquier
caso, estos profesionales no serían muchos en comparación con todos los
que en cada momento formasen parte del Opus Dei. El profesor Jiménez
Vargas asegura que "cuando me hablaron del planteamiento de la Universidad
de Navarra, casi veinte años después, no me sorprendió nada porque era
idea conocida". Y añade: "estas ideas son las mismas que yo le oí el año
1933".
En
aquel tiempo, don Josemaría supo conjugar la universalidad que Dios quería
para su Obra en el futuro, con el sobrio atenerse a la realidad del
momento. Así inició, con los pocos medios de que disponía, la que fue
primera iniciativa apostólica del Opus Dei, con todas las características
que después tendrían estas actividades en el mundo entero: la Academia
DYA, que comenzó a funcionar en 1933 en un entresuelo de la calle de
Luchana, número 33, esquina a la de Juan de Austria.
Hasta entonces, como es fácil deducir de las páginas precedentes, el
Fundador del Opus Dei había hecho su labor apostólica donde buenamente
podía. El periodista Julián Cortés Cavanillas recuerda sus paseos con don
Josemaría por Recoletos, y las veces que con él tomó chocolate con
picatostes o churros en El Sotanillo, un lugar tranquilo, muy cerca de la
Puerta de Alcalá, subiendo desde Correos. Aún existía en los años
cincuenta, con aire casi de reliquia histórica, y conservaba incluso el
letrero de la fachada ‑"chocolatería"‑, aunque poco tenía que ver ya con
lo que allí se bebía. Su distribución interior seguía siendo la misma que
cuando, en 1931, sentados alrededor de una mesa, aquellos estudiantes
escuchaban a don Josemaría. Desde la calle de Alcalá, unos pocos escalones
llevaban a una especie de largo corredor, dividido por dos tabiques en
departamentos casi independientes con mesas y sillas. Sorprendentemente,
incluso en los años cincuenta, y a pesar del tráfico rodado de la calle,
ofrecía su ambiente recoleto, propicio a la madrileña tertulia. Allí, con
toda normalidad, impuesta también por la carencia de medios materiales, el
Fundador del Opus Dei fue preparando la labor que pronto se ampliaría en
la calle de Luchana.
La
Academia DYA era un centro cultural y de enseñanza. Se daban clases de
temas profesionales y se organizaban ciclos de conferencias, también de
cuestiones doctrinales, como los cursos sobre apologética, que dirigía un
sacerdote, don Vicente Blanco. En la Academia se tenían además clases de
formación espiritual y apostólica para los socios de la Obra y para los
chicos que, sin serlo, participan de la labor, y acudían a charlar con don
Josemaría de sus problemas personales.
Aunque la casa era relativamente pequeña, fueron grandes los apuros
económicos para sacarla adelante. Las iniciales de aquella Academia DYA
correspondían a estudios que allí se daban: Derecho y Arquitectura. "Pero
en el fondo ‑dice Pedro Rocamora‑ eran las siglas de aquellos lemas de los
que don Josemaría me había hablado en el año 28: Dios y Audacia. A
los frívolos o para los malintencionados, el lema pudiera parecer
escandaloso, pero lo que don Josemaría pretendía es que con la confianza
puesta en Dios, haciéndose cada joven aliado y amigo del Señor, se lanzase
a hacer el bien por el mundo con audacia apostólica. Subrayo esto, porque
la malignidad contemporánea ha tratado de dar una dimensión de intereses
humanos a esa audacia. Nada más distinto del pensamiento del Padre.
Audacia para ser apóstol, audacia para sacrificarse, audacia para hacer el
bien, audacia para ayudar al que sufre, al que padece y al que lo
necesita, para dar un consejo aunque sea inoportuno, para arrancar a un
amigo de las garras del pecado. Para eso era la audacia que don Josemaría
predicaba".
En
uno de sus últimos viajes a Madrid, el Fundador del Opus Dei cruzó un día
por la calle de Luchana. Lo evocaba en Roma, el día de San José de 1975,
tres meses antes de su repentino fallecimiento:
Hemos pasado por delante del edificio, hace poco tiempo, y el corazón me
latía fuerte... ;Cuántos sufrimientos! ;Cuánta contradicción! ;Cuánta
charlatanería! ;Cuántas mentirotas!...
Y
aludiendo a la generosidad con que su familia le ayudó a instalar aquella
casa, recordaba también el expresivo comentario de su hermano Santiago,
entonces apenas adolescente:
Cada día, cuando me marchaba de casa de mi madre, venía mi hermano
Santiago, metía las manos en mis bolsillos, y me preguntaba: ¿qué te
llevas a tu
nido?
Esta audacia provenía de la seguridad en su vocación divina. Contaba con
Dios, por intercesión de San José ‑pronto también de San Nicolás de Bari‑,
para resolver los problemas económicos, pues la Academia se defendía muy
mal. Un sacerdote amigo suyo, don Saturnino de Dios Carrasco, pidió
también dinero para DYA a personas conocidas, entre ellas, la familia Ruiz
Ballesteros, con la que él estaba de capellán y preceptor: "Don Josemaría
pretendía abarcar todos los ámbitos de la sociedad con su apostolado; no
temía a la Universidad de aquellos años, sino que procuraba contrarrestar
la labor negativa de algunas cátedras de la Universidad, proporcionando
una buena formación doctrinal a los muchachos que frecuentaban la Academia
DYA con clases de religión y otros medios de formación cristiana".
Uno
de estos medios eran los retiros espirituales, que dirigía en la iglesia
de los PP. Redentoristas, de la vecina calle de Manuel Silvela. Se
conserva la carta que, el 26 de abril de 1934, el Fundador del Opus Dei
dirigió a don Francisco Morán, Vicario de la diócesis de Madrid. Entre
otras cosas, le habla del próximo retiro, que será el primer domingo de
mayo, y le dice que con la ayuda de Dios, espero que sea fecundo,
porque han respondido muy bien los jóvenes universitarios, acudiendo a los
retiros anteriores.
Estoy convencido de que el Señor bendice a estos jóvenes que llevan la
Academia, en la que tantas facilidades encontramos para nuestro apostolado
sacerdotal entre intelectuales, cumpliendo, por otra parte, la clara
Voluntad de Dios sobre mí, que es "ocultarme y desaparecer".
Yo
le pido, Sr. Vicario, que encomiende a esta muchachada en la Santa Misa:
se lo merecen (...).
En
esa misma carta, da cuenta también al Vicario de Madrid de la inminente
aparición de sus Consideraciones Espirituales: por razones de economía,
con la aprobación del Sr. Obispo de Cuenca, se está tirando un folletico
‑luego se tirarán otros‑ en' la "Imprenta Moderna", antes "Imprenta del
Seminario", de esa capital (de Cuenca). Son notas que empleo, para
ayudarme en la dirección y formación de los jóvenes, y que hasta ahora
iban a velógrafo.
Y
añade: Le anticipo que no tienen ni pretensiones, ni importancia, y que
se imprimen anónimamente: desde luego, sólo son útiles para determinadas
almas, que quieran de veras: 1) tener vida interior, y 2) sobresalir en su
profesión, porque esto es obligación grave.
No
contaba con dinero el Fundador del Opus De¡, pero estaban muy claros,
desde el primer momento, los fines y los medios, sobrenaturales, para
hacer la Obra en la tierra. Como recapitulaba en Roma en marzo de 1975:
Y
luego, Dios nos llevó por los caminos de nuestra vida interior, por los
específicos. ¿Qué buscaba yo?
Cor Mariae Dulcissimum, ¡Iter para tutum! Buscaba el poder de la Madre
de Dios, como un hijo pequeño, yendo por caminos de infancia. Acudí a San
José, mi Padre y mi Señor. Me interesaba verlo poderoso, poderosísimo,
jefe de aquel gran clan divino, y a quien Dios mismo obedecía:
erat subditus illis! Acudí a la intercesión de los santos con
simplicidad, en un latín morrocotudo pero piadoso: Sancte Nicoláe,
curam domus age!; y a la devoción de los Santos Ángeles Custodios,
porque fue un 2 de octubre cuando sonaban aquellas campanas de Santa María
de los Ángeles, una parroquia madrileña, junto a Cuatro Caminos... Acudí a
los Santos Ángeles con confianza, con puerilidad, sin darme cuenta de que
Dios me metía ‑vosotros no tenéis por qué imitarme, ;viva la libertad!‑
por caminos de infancia espiritual.
¿Qué puede hacer una criatura que debe cumplir una misión, si no tiene
medios, ni edad, ni ciencia, ni virtudes, ni nada? Ir a su madre y a su
padre, acudir a los que pueden algo, pedir ayuda a los amigos... Eso hice
yo en la vida espiritual. Eso sí, a golpe de disciplina, llevando el
compás.
Y
el Fundador del Opus Dei concluía:
Os
estoy contando un poquito de lo que ha sido mi oración de esta mañana: es
para llenarme de vergüenza y de agradecimiento, y de más amor. Todo lo
hecho hasta ahora es mucho, pero es Coco: en Europa, en Asia, en África,
en América y en Oceanía. Todo es obra de Jesús, Señor nuestro. Todo lo ha
hecho nuestro Padre del Cielo.

Capítulo Quinto. Corazón universal
|

La
tarea de hacer el Opus Dei abrumaba a su Fundador: se sentía
instrumento inepto y sordo, sin ningún medio humano Pero, con
incalculable generosidad, supo dar todo de su parte para cumplir la misión
que Dios le exigía. Y es importante comprobar también que las fatigas de
su llamada específica en absoluto le hicieron perder la perspectiva de la
Iglesia universal Mons. Escrivá de Balaguer queda para la historia come:
figura muy alejada del "apóstol especializado". Pues sintió como suyos los
afanes de todos cuantos trabajaban por la Iglesia. Llevó muchas almas a la
vida de oración, en la calle o en el convento; trabajó por los sacerdotes
y los religiosos; amó con obras a la Jerarquía; toda su vida fue una
entrega al servicio de la Iglesia entera.
Bien grabado quedó en el alma de una de aquellas chicas que sé confesaban
con él en la iglesia de Santa Isabel, Natividad González: muchas veces le
habló de amar a la Iglesia y al Papa con obras, de obedecer todos sus
mandatos. Le explicaba que la Obra era y sería siempre muy romana, que
tenía y tendría siempre a gala amar a la Iglesia santa, una, católica,
apostólica y romana.
Asunción Muñoz, Dama Apostólica que contempló muy de cerca el quehacer del
Fundador del Opus Dei entre 1927 y 1931, testimonia que "comprendió muy
bien nuestro espíritu aun cuando luego él fundara el Opus Dei con un modo
de buscar la santidad muy diverso. Habiéndole conocido, esto se explica
con facilidad ya que él acataba todo lo bueno, todo lo grande, todo lo
santo... Tenía un espíritu muy universal. Quería todo cuanto fuera para la
Gloria de Dios. Y por eso nos conoció muy bien y nos ayudó muchísimo y nos
tuvo un gran afecto".
En
1933 prosiguió, de manera más organizada, como sabemos, su trabajo
apostólico con la gente joven: círculos, meditaciones y retiros, actos de
devoción eucarística, etc. Desde el primer momento, cuando explicaba esas
actividades a los que se incorporaban, les decía siempre que no se trataba
de formar ninguna asociación: ya hay muchas y muy buenas, salía
repetir. Se limitaba a ofrecer unos medios de formación, unas clases de
doctrina cristiana que, de hecho y de derecho, eran compatibles con
pertenecer o seguir perteneciendo a cualquier asociación de las que
entonces existían. Esta actitud no era táctica, sino pura consecuencia de
su espíritu abierto, universal, católico, que se alegraba ‑se alegraría
toda su vida‑ con las manifestaciones de celo de los demás.
El
P. Sancho, O. P., regresó de Manila en 1935. Le interesaba en aquella
fecha de modo especial el apostolado con los jóvenes. Conoció entonces a
las Teresianas, y a la señorita Segovia, que le habló un dio de don
Josemaría. El P. Sancho reconoce el afecto con que el Fundador del Opus
Dei ayudó a esta Institución, y cómo bendecía a Dios ante cualquier
apostolado del que tuviera noticia: "No fue jamás exclusivista, tenía un
espíritu muy amplio, un celo infatigable por todas las almas".
Después de la guerra de España, el propio P. Sancho tuvo ocasión de volver
a comprobar de cerca ese espíritu. Por entonces surgieron distintos grupos
apostólicos. Algunos, promovidos por sacerdotes seculares; otros, por
religiosos, que comenzaron a trabajar con seglares. Al P. Sancho no se le
ha olvidado la alegría de Mons. Escrivá de Balaguer ante esas iniciativas:
"Siempre decía: mientras más personas haya que sirvan a Dios, mejor".
Al
Fundador del Opus Dei le correspondía ser, como tantas veces se ha
apreciado, "pionero de la espiritualidad laical". Pero era tal la fuerza
de su palabra y de sus escritos, la riqueza de doctrina que el Espíritu
Santo le imprimía que, en la práctica, ha hecho un bien enorme, no sólo a
miles de personas de la calle, que descubrían a Dios en medio de sus
afanes más ordinarios, sino también a religiosas y religiosos, consagrados
de por vida a Dios lejos del mundo, por caminos que no pueden ser más
diversos que los del Opus Dei.
La
fidelidad a Cristo conoce, en la historia como en el presente, una notable
variedad de situaciones personales e institucionales, que muestran el
carácter católico, universal, de la Iglesia, sin que haya necesariamente
entre esas instituciones relación de continuidad. Por encima de las
diferencias, hay siempre un denominador común radical: el mensaje del
Evangelio. Mons. Escrivá de Balaguer subrayó siempre ‑como elemento
decisivo‑ que, para ser santos en medio del mundo, los laicos debían
aprender a llevar vida contemplativa, a tener presencia de Dios en las
circunstancias normales propias de los fieles corrientes.
El
espíritu contemplativo es el hilo conductor que, en buena medida, explica
que el Fundador del Opus Dei entendiera muy bien la vocación ‑con
manifestaciones tan distintas‑ de otras personas. Un hermano profeso de la
Cartuja de Aula‑Dei (Zaragoza), Hugo María Quesada, atestigua cómo desde
mayo de 1942 acudió todas las semanas a la dirección espiritual de don
Josemaría hasta su ingreso en la Cartuja de Miraflores. Le fue ayudando a
tener presencia de Dios, a ver la oración como un diálogo, sencillo y
familiar, con Dios, a ser mortificado en lo ordinario y en lo
extraordinario... Le ayudó, en suma, a madurar su vocación, para que su
entrada en la Cartuja no fuera fruto de un entusiasmo pasajero. Y por fin,
vete, le dijo, que el Espíritu Santo te lleva por esos caminos. El hermano
Hugo María recuerda con agradecimiento aquel consejo, y conserva un
ejemplar de Camino dedicado, que "continúa haciéndome bien en mi vida en
la Cartuja".
Desde su Monasterio de Valencia, sor María Rosa Pérez, monja clarisa,
afirma que los escritos de Mons. Escrivá de Balaguer, "llenos de un
profundo contenido espiritual, han sido una valiosa ayuda en las distintas
épocas de mi vida, tanto en mi vida seglar como actualmente en mi vida
consagrada. Todos ellos reflejan la grandeza de su alma, su profunda fe y
extraordinaria confianza en Dios".
En
la carta que el 21 de agosto de 1975 escribe sor María Jesús Rodríguez
Cuervo, Abadesa del Monasterio Cisterciense de Santa María de los Ángeles
(Oviedo), reconoce que las obras Dei Fundador del Opus Dei le ayudan a
vivir su vocación contemplativa y a ser fiel al espíritu de la Regla de
San Benito.
Y
la Superiora del Monasterio de la Visitación de Santa María, también de
Oviedo, sor Teresa J. García de Samaniego, se expresa en términos
parecidos. Leen y meditan los escritos del Fundador del Opus Dei. Alguna
religiosa del Monasterio afirma que le debe mucho de su vocación. Todas
ven en sus homilías un fermento de vida sobrenatural, de fe y de
esperanza, de serenidad y de alegría. Para una hermana del Monasterio,
invidente desde hace años, la edición de Camino en método Braille es
recurso permanente para su oración y su vida de piedad. Sor Teresa
concluye: "La espiritualidad de este Fundador es universal. Es la
espiritualidad de un hombre de Dios".
La
amplitud de miras del Fundador del Opus Dei no conocía reservas. Movido
por el Amor de Dios, quería que toda la gloria fuese para Él y para su
Iglesia. Por eso, ante cualquier llama que se encendiera en servicio
apostólico, su actitud era de apoyo decidido, en lo que pudiera estar en
su mano. Cuando menos, de alegría y de oración, como escribió en Camino:
Alégrate, si ves que otros trabajan en buenos apostolados. ‑Y pide, para
ellos, gracia de Dios abundante y correspondencia a esa gracia
(Camino, 965).
Le
encantaba que en la Iglesia hubiera muchos caminos:
Debe haberlos: para que todas las almas puedan encontrar el suyo, en esa
variedad admirable
(Camino, 964).
Pero como había sufrido el dolor de la incomprensión de algunos,
arrastrados por la tentación de la envidia ‑la celotipia‑, que aparece ya
entre los primeros discípulos de Jesucristo, formó, desde el primer
momento, a los que venían a su lado en la idea de que se dedicasen a su
tarea, sin modificar en nada a otros que también trabajaban por Dios:
Es
mal espíritu el tuyo si te duele que otros trabajen por Cristo sin contar
con tu labor. ‑Acuérdate de este pasaje de San Marcos: "Maestro: hemos
visto a uno que andaba lanzando demonios en tu nombre, que no es de
nuestra compañía, y se lo prohibimos. No hay para qué prohibírselo,
respondió Jesús, puesto que ninguno que haga milagros en mi nombre, podrá
luego hablar mal de mí. Que quien no es contrario vuestro, de vuestro
partido es"
(Camino, 966).
Poco después de la guerra de España dirigió unos días de retiro para
estudiantes en Burjasot (Valencia). El edificio había sido cuartel de
milicianos o cosa parecida. Quedaban aún letreros en las paredes, aunque
habían quitado muchos. Quiso que dejasen uno que decía "Cada caminante
siga su camino": venía a ser todo un lema del espíritu abierto que
caracterizaba su acción apostólica.
A
lo largo de su vida, tuvo muchas ocasiones de confirmar, con los hechos,
que había incorporado a su conducta ese espíritu evangélico. Uno lo
refirió, en sus líneas generales, el Obispo de Ciudad Real. Don Juan
Hervás promovió un gran movimiento de renovación cristiana y de apostolado
laical, los conocidos Cursillos de Cristiandad, que tuvieron pronta y
rápida expansión. Pero, como tantas veces sucede, se desató una tremenda
tempestad contra él. Hacia 1957 fue a desahogarse con su amigo don
Josemaría, a quien había tratado antes de 1936, cuando don Juan consagraba
su recién estrenado sacerdocio a la naciente Acción Católica.
Los
tiempos habían cambiado. Pero el diálogo fue tan fácil y cordial como
entonces. "Sus palabras, breves y certeras ‑escribe Monseñor Hervás en
1975‑ me reconfortaron mucho en una hora ciertamente difícil para los
Cursillos de Cristiandad. Y recuerdo también la insistencia con que
recalcaba, dándome la sensación de que volcaba en mí su propia alma: amor
a los que no nos comprenden, oración por los que juzgan sin querer
enterarse, atención a la voz de la Iglesia y no a los rumores de la calle,
un corazón limpio de amarguras y resentimientos".
"De
este modo providencial e imprevisto aquel hombre de Dios, como no dudo en
llamarlo, influyó para alentar una empresa que no era su empresa y volcó
caridad y comprensión sobre un método de espiritualidad y apostolado
laical que iba por caminos distintos de los suyos".
Alégrate, si ves que otros trabajan en buenos apostolados (...) Después,
tú, a tu camino: persuádete de que no tienes otro.
Así
termina aquel punto 965 de Camino, citado poco antes.
Esto exige centrarse cada uno en su propia tarea, con su espíritu
peculiar, y con veneración y comprensión hacia los demás, sin injerencias,
ni coordinaciones o planificaciones superfluas.
No
obstante, cuando fue necesario, el Fundador del Opus Dei trabajó ‑o hizo
trabajar‑ en favor de organizaciones o movimientos apostólicos que
obedecían a principios o modos de hacer diversos a los de la Obra.
Así
sucedió, por ejemplo, con la Acción Católica Española, en la postguerra.
Cuando en 1949 el Obispo de Madrid le pidió un sacerdote al Opus Dei para
nombrarlo consiliario de la Juventud Universitaria de la Acción Católica
madrileña, le dio varios nombres para que el Obispo eligiera. Debió
costarle, porque eran aún muy pocos los sacerdotes del Opus Dei y
abundantes las propias necesidades apostólicas. Pero lo que aquí nos
interesa ahora es que, cuando comunicó a don Jesús Urteaga que iba a
recibir ese encargo diocesano, le expresó ‑con toda claridad- su deseo
terminante de que trabajase siguiendo el propio espíritu de la Acción
Católica.
Idéntico consejo dio siempre a las personas de Acción Católica que
acudieron a su dirección espiritual. Lo testimonió públicamente, en el
diario ABC de Madrid, hacia 1964, Alfredo López, que había sido presidente
de Acción Católica Española en 1953. Otro amigo, Manolo Aparici, "el
inolvidable presidente y consiliario de la Juventud de Acción Católica",
le había presentado a don Josemaría en 1939. El público y reconocido
testimonio de don Alfredo López concluía así: "De labios del Fundador del
Opus Dei oí yo muchas veces a lo largo de los años en que le traté estas
palabras: Ama mucho a la Acción Católica. Yo la amé y la serví y la
sigo amando, es cierto, pero a la vez una inquietud se apodera de mí
cuando esto recuerdo. Porque si yo hubiera cumplido los deberes de mis
cargos, como Mons. Escrivá de Balaguer quería que los hubiese cumplido, mi
aportación a la Acción Católica hubiera tenido una perfección que en
ocasiones le faltó".
Alfredo López había tenido ocasión de comprobar muy de cerca el corazón
grande Dei Fundador del Opus Dei, su pecho "abierto de par en par para
todo lo que es noble y limpio en la vida". Pudo vislumbrar el único
interés de su vida, la búsqueda de la santidad, "porque es un hombre que
ama de veras a Jesucristo y está empeñado en llenar el mundo de este
amor". Y entre los de su propia familia, Alfredo López calibrará también
que, para don Josemaría, todos los caminos llevan a Dios: "Con una
comprensión tan certera de la vocación laical, tan amante de su propia
vocación de sacerdote diocesano, sabía también comprender y amar la
vocación, tan distinta, de los religiosos y descubrir sus señales en las
almas que trataba, cuando Dios las quería fuera del mundo. Él bendijo y
confirmó en tal camino a una hija mía, que sabía de memoria, de tanto
leerlos, muchos trozos de Camino, y hoy es religiosa de la Asunción".
Como reflejó el obispo dimisionario de Santander, en La Gaceta del Norte
(Bilbao), "Monseñor Escrivá era un hombre de ideas al mismo tiempo
universales y concretas. Vivió el evangelio, la `letra del evangelio' y su
espíritu. Amó a la Iglesia, a la obra de Cristo, a la institución, sin
distinción de tiempos, a la Iglesia de Pablo VI, como a la de Juan XXIII,
recibiendo con la misma veneración las enseñanzas del Concilio Vaticano,
segundo o primero, como las del Concilio de Trento. Este espíritu eclesial
se transparenta en todos sus escritos, en `Camino', ruta segura de
espiritualidad, como sobre todo en sus `Homilías', (conde se desarrolla
con amplitud la idea de la presencia constante de Cristo en su Iglesia, y
de la Iglesia en el mundo, proyectando la verdad evangélica sobre el
quehacer humano integral".

Capítulo Quinto. Corazón universal
|

El
Opus Dei nació geográficamente en España, pero, como su Fundador declaraba
el 15 de abril de 1967 a Peter Forbath, corresponsal de Time, desde el
primer momento la Obra era universal, católica. No nacía para dar
solución a los problemas concretos de la Europa de los años veinte.
Sin embargo, añadía a ese mismo periodista, la Obra nació pequeña: no
era más que el afán de un joven sacerdote, que se esforzaba en hacer lo
que Dios le pedía.
Mons. Escrivá de Balaguer empezó por recomendar continuamente a los chicos
que iba formando que estudiasen idiomas, para extender esta Obra
nuestra a otros países, les repetía. Estudiar idiomas era un modo de
aprovechar mejor el tiempo, sobre todo en los veranos. Además, con el
conocimiento de otras lenguas se ampliaba la competencia en el propio
trabajo profesional. Pero, por encima de todo, en esa recomendación latía
la impaciencia por llevar el Opus Dei a todo el mundo.
Ya
en los primeros meses de 1935, el Fundador iba preparando las cosas para
trabajar en Francia, concretamente en París. Pero estalló la guerra civil
española y luego la segunda guerra mundial, y hubo que aplazar esa
expansión.
Sin
embargo, incluso en medio de los avatares de la persecución religiosa en
Madrid después del 18 de julio de 1936, don Josemaría, con su ilimitada
confianza en Dios, escondido en diversos lugares, no cejaba en el empeño,
y hacía que los que le rodeaban siguieran estudiando otras lenguas.
Lo
mismo hizo en Burgos, donde vivió desde los comienzos de 1938 hasta abril
de 1939. Seguía soñando con ir a nuevos países. Burgos es la ciudad
castellana a que alude el punto 811 de Camino:
¿Te
acuerdas? ‑Hacíamos tú y yo nuestra oración, cuando caía la tarde. Cerca
se escuchaba el rumor del agua. ‑Y, en la quietud de la ciudad castellana,
oíamos también voces distintas que hablaban en cien lenguas, gritándonos
angustiosamente que aún no conocen a Cristo.
Besaste el
Crucifijo s recatarte, y le pediste ser apóstol de apóstoles.
Apenas terminado el conflicto español, vino la guerra mundial. Hasta 1945
las actividades del Opus Dei tuvieron que centrarse casi exclusivamente en
la Península Ibérica. Desde 1940 se inicia el trabajo en Portugal, y se
hacen viajes a otros países. Al acabar las hostilidades, se comienza en
Inglaterra, en Francia, en Italia, en Estados Unidos, en México. A partir
de 1949 y 1950 los socios del Opus Dei llegan a Alemania, Holanda, Suiza,
Argentina, Canadá, Venezuela y restantes países europeos y americanos. Al
mismo tiempo el apostolado de la Asociación se va extendiendo a otros
continentes: el norte de África, Japón, Kenya y otros países de East
África, Australia, Filipinas, Nigeria, etc.
Era
lógica la alegría íntima ‑el agradecimiento a Dios‑ de Mons. Escrivá de
Balaguer, que manifestaba en 1966 al periodista Jacques Guillémé‑Brûion.
de Le Figaro:
El
Opus Dei se encuentra tan a gusto en Inglaterra como en Kenya, en Nigeria
como en Japón; en los Estados Unidos como en Austria, en Irlanda como en
México o Argentina; en cada sitio es un fenómeno teológico y pastoral
enraizado en las almas del país. No está anclado en una cultura
determinada, ni en una concreta época de la historia.
Cabe pensar también en su pena por las dificultades que debió afrontar en
España y que sucintamente confiaba a Peter Forbath en 1967:
En
pocos sitios hemos encontrado menos facilidades que en España. Es el país
‑siento decirlo, porque amo profundamente a mi Patria‑ donde más trabajo y
sufrimiento ha costado hacer que arraigara la Obra. Cuando apenas había
nacido, encontró ya la oposición de los enemigos de la libertad individual
y de personas tan aferradas a las ideas tradicionales, que no podían
entender la vida de los socios del Opus Dei: ciudadanos corrientes, que se
esfuerzan por vivir plenamente su vocación cristiana sin dejar el mundo.
Y
luego ‑ampliaba Mons. Escrivá de Balaguer‑, en su expansión
internacional, el espíritu del Opus Dei ha encontrado inmediato eco y
honda acogida en todos los países. Si ha tropezado con dificultades ha
sido por falsedades que venían precisamente de España e inventadas por
españoles, por algunos sectores muy concretos de la sociedad española.
En
esa ocasión, al acabar la entrevista, Mons. Escrivá de Balaguer se
adelantaba a cualquier malentendido o equívoco: no piense que no amo a
mi país. Porque, en su corazón de cristiano, el patriotismo jamás
nublaba su mirada abierta a horizontes sin límites. Como se lee en Camino:
Ser
"católico" es amar a la Patria, sin ceder a nadie mejora en ese amor. Y, a
la vez, tener por míos los afanes nobles de todos los países. ;Cuántas
glorias de Francia son glorias mías! Y, lo mismo, muchos motivos de
orgullo de alemanes, de italianos, de ingleses..., de americanos y
asiáticos y africanos son también mi orgullo.
‑;Católico!: corazón grande, espíritu abierto
(Camino, 525).
Movido por esta claridad ‑que era espíritu de Dios‑, muy pronto puso en
marcha el Colegio Romano de la Santa Cruz: un centro de formación, en el
corazón de la cristiandad, donde pudieran convivir personas del Opus Dei
de todo el mundo, mientras estudiaban en los diversos Ateneos y
Universidades de Roma. Allí aumentarían todos sus ansias de universalidad,
para ser en el futuro ‑repartidos por el mundo‑ instrumentos de unidad.
Consumía al Fundador del Opus Dei el celo por la salvación de todas las
almas. Ante el fuego que Cristo había venido a traer a la tierra, y que
debía arder en los corazones, qué débiles se le aparecían las fronteras
geográficas o políticas. Con su visión universal, descubría posibilidades
apostólicas que a otros pasaban inadvertidas. Así sucedió con Brasil. Los
miles de brasileños que le escucharon en 1974 no se esperaban el panorama
apostólico que les presentó.
Su
primera sorpresa fue que Mons. Escrivá de Balaguer, a los dos días de
llegar a Brasil, comenzó a decirles que su patria era un continente, no
una nación. Le había impresionado la amalgama de razas, de gentes que
saben convivir, quererse. Y veía su proyección espiritual y apostólica en
el mundo entero.
En
diversos momentos de su estancia en aquellas tierras exclamaría: ¡El
Brasil! Lo primero que he visto es una madre grande, hermosa, fecunda,
tierna, que abre los brazos a todos, sin distinción de lenguas, de razas,
de naciones, y a todos los llama hijos.
Como muestra de la fertilidad de aquella tierra, le contaron la anécdota
de que en un sitio pusieron los maderos de una portería de fútbol, y les
salieron ramas... Brasil tiene, como se sabe, infinidad de fuentes de
riqueza que están por explotar. Ante ese panorama el Fundador del Opus Dei
encarecía a los brasileños:
Hay mucho trabajo, mucha labor. Hay muchas almas buenas en el Brasil. Y
vosotros tenéis en el corazón el fuego de Dios, el que Jesucristo vino a
traer a la tierra. ;Hay que pegarlo a los otros corazones! Tenéis simpatía
y bondad, capacidad humana r sobrenatural para hacerlo (...) Pues, ¡hala!,
a moverse, a multiplicarse y hacer muchas cosas buenas en esta tierra, que
es tan feraz.
No
se le ocultaban los problemas. Era consciente, por ejemplo, de las grandes
diferencias sociales que hay en aquel país, como en el resto del mundo.
Pero prefería poner el acento en lo positivo, porque sólo la caridad
cristiana, el Amor, puede cambiar a las personas y borrar las injusticias.
En este país
‑razonaba con calor‑, abrís con naturalidad los brazos a todo el mundo, y
lo recibís con cariño. Querría que eso se convirtiera en un movimiento
sobrenatural, en un empeño grande
de dar a conocer a Dios a todas las almas; de uniros; de hacer el bien no
sólo en esta nación, sino, desde este gran país, a todo el mundo. ¡Podéis!
¡Y debéis! Y puesto que el Señor os da los medios, os dará también las
ganas de trabajar.
Lo
reiteraba en la fiesta de Pentecostés, dirigiéndose a varios miles de
personas. Despacio, pronunciando las palabras con calma, como si temiese
que la dificultad del idioma crease algún obstáculo para entenderlo:
Tenéis que hacer
sobrenaturalmente lo que hacéis naturalmente; y después, llevar
este afán de caridad, de fraternidad, de comprensión, de amor, de espíritu
cristiano, a todos los pueblos de la tierra. Entiendo que el brasileño es
y será un gran pueblo misionero, un gran pueblo de Dios, y que las
grandezas del Señor las sabréis vosotros cantar en toda la tierra.
A
los testigos presenciales les resulta difícil describir la impresión que
estas palabras causaron en ellos, pues significaban un giro de ciento
ochenta grados. Siempre habían pensado que el Brasil era tierra de misión
y, en cambio, Mons. Escrivá de Balaguer lo dibujaba como un gran pueblo
misionero, que debería llevar a otros países la riqueza sobrenatural de la
Fe.
A
un socio de la Obra, que es nissei ‑hijo de japonés, nacido en Brasil‑, le
confiaría:
‑Cuando veo tu carita, me acuerdo de tu país ‑os quiero mucho a los
japoneses‑, que es noble, grande, de hombres de ciencia y de cultura, con
sed de verdad y de Dios, y que están en la oscuridad del paganismo.
Y
pienso en África. Aquí hay tantos de raza negra, con antepasados que han
sido traídos injustamente de África... ¡Qué bonito sería lograr que me
salieran aquí muchas vocaciones de gente de raza africana, que quisieran
volver a África! Aquí, con todo este sentido de nación, tenéis mucha más
facilidad para hacer el
ut eatis!
Ut
eatis!, no sólo al gran continente brasileño. Ut eatis!, al
Japón; ut eatis!, a África, que es un continente que nos
espera con los brazos abiertos.
El
Fundador del Opus Dei soñaba con que esos hombres, que habían llegado a
Brasil por la fuerza de los acontecimientos históricos, pudieran volver a
sus países de origen, por su propia voluntad, a llevar el amor de Cristo.
A
lo largo de aquellos días, dio respuesta a muchas preguntas concretas, y
abrió horizontes de apostolado, para que los socios de la Obra se
planteasen cada día metas más exigentes en aquella nación y, desde allí,
en el mundo entero:
En
Brasil tenemos los católicos mucho que hacer, porque se ve gente
necesitada de lo más elemental: de instrucción religiosa ‑hay tantos sin
bautizar‑, y también de elementos de cultura corrientes. Los hemos de
promover de tal manera que no se quede nadie sin trabajo; que no exista un
anciano que se preocupe porque está mal asistido; que ningún enfermo se
encuentre abandonado; que no haya nadie con hambre y sed de justicia y que
no pueda saciarla.
Y
después, desde esta plataforma maravillosa ‑proseguía con la mirada
a lo lejos y la mano extendida‑, a atender las necesidades espirituales de
Oriente, donde la gente es muy bien recibida, pero mejor aún si la cara
ayuda, como suelen decir en: Sáo Paulo:
‑Luego si amamos de verdad al Japón, por ejemplo, y a la China ‑con sus
grandes tradiciones milenarias, con su cultura imponente, con su arte, con
su gracia, con su historia...‑, debemos desear que haya japoneses y
chinos, formados aquí, formados en Filipinas, formados en Perú, formados
en otros sitios, que voluntariamente quieran volver al país de origen de
sus padres, para anunciarles la buena nueva de Cristo.
Con
las gentes de África, muchos europeos ‑no todos, muchos‑ cometieron una
maldad muy grande, que fue traerlos a la fuerza aquí, y en esclavitud.
¡Eso es un crimen de la humanidad! ¡Un auténtico crimen! Tenemos que
reparar. Y el Opus Dei en eso puede mucho y Brasil puede mucho... Luego si
salen muchas vocaciones (...), y van allá preparados para llevar a Cristo,
serán mucho mejor recibidos. Desde el Brasil...
Luego, ¿todos? No,
pero algunos, sí. También acudirán de otros países: ¡marchan tan a gusto!
Hay hijos míos en Filipinas ‑donde el Señor quiere consolar este pobre
corazón de sacerdote, haciendo que se promuevan tantas vocaciones, tan
abundantes y tan buenas‑ que al ver mi hambre de extender el reinado de
Cristo, me dicen: no se preocupe, nosotros, con esta cara, podemos ir a
todos los lados.
Fue
un ritornello constante. Mons. Escrivá de Balaguer quiso dejarlo también
plasmado en el acta de la consagración del primer altar que consagró en
Brasil. Era el del oratorio de la sede central del Opus Dei en ese país.
Desde que Pío XII le concedió facultad para consagrar altares, siguió
siempre la costumbre de depositar un acta en el sepulcro del ara, en la
que expresaba su petición durante la ceremonia. Aquel breve documento
decía que mientras hacía esta consagración rogué intensamente a Dios
Trino y Uno, por intercesión de Santa María, siempre Virgen, y de San
José, Nuestro Padre y Señor, que nos haga buenos y fieles a sus hijos de
esta Región brasileña y a mí, y siempre prontos a extender el Reino de
Cristo Señor Nuestro por esta inmensa nación y también por otras, hasta
las tierras más lejanas.
En
la fiesta de Pentecostés, 2 de junio de 1974, miles de personas se
congregaron en el Salón de Actos del Palacio Mauá de Sáo Paulo. Aquí
veo ‑describía Mons. Escrivá de Balaguer- gente de todos los países
y de todas las lenguas, que también entienden la voz de Cristo.
Realmente, el auditorio hacía extraordinariamente actual aquella primera
fiesta de Pentecostés, en que los Apóstoles comenzaron a hablar de las
magnalia Dei, de las maravillas de Dios, y les entendían en todas las
lenguas. También ahora, gentes de muchas razas estaban pendientes de
la doctrina de Cristo: negros y amarillos, cobrizos y mulatos, blancos de
las más diversas tonalidades y tintes. En cada alma, esas palabras
resonarían con eco distinto: el milagro de las lenguas se repetía, una vez
más, en el hondón de los corazones.
Allí, el corazón universal del Fundador del Opus Dei sólo veía una raza:
la raza de los hijos de Dios.

Capítulo Quinto. Corazón universal
|
|
|