El Fundador del Opus Dei  

Biografía de San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei.

Índice

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Presentación

Capítulo I: Una familia cristiana

Capítulo II: Vocación al sacerdocio

Capítulo III: La fundación del Opus Dei.

Capítulo IV: Tiempo de amigos

Capítulo V: Corazón Universal

Capítulo VI: El resello de la filiación divina

Capítulo VII: Las horas de la esperanza

Capítulo VIII:  La libertad de los hijos de Dios

Capítulo IX: Padre de familia numerosa y pobre

Epílogo
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Capítulo Tercero. La fundación del Opus Dei
 

 

Don Josemaría comenzó a trabajar en Madrid en los primeros meses de 1927. Desplegaba una amplia labor sacerdotal tal, era capellán del Patronato de Enfermos de las Damas Apostólicas, daba clases en la Academia Cicuéndez, y preparaba su doctorado en Derecho. Entretanto, rezaba y seguía esperando que la Voluntad divina se le manifestase claramente.

Así le sorprendió el 2 de octubre de 1928. Fue en esta fecha, haciendo unos días de retiro en la casa de los Paúles de la calle García de Paredes de Madrid, cuando vino al mundo el Opus Dei.

A Mons. Escrivá de Balaguer no le gustó nunca –porque comprendió que la Obra era de Dios y no deseaba robar nada de la gloria del Señor‑ hablar ni descender a detalles de ese 2 de octubre de 1928, fecha en que supo con transparente claridad que él, entonces un sacerdote de 26 años, apenas conocido, sin medios humanos, era el instrumento elegido por Dios para realizar en la tierra la empresa divina del Opus Dei.

En octubre de 1967, el director de la revista Palabra le planteaba una intencionada cuestión: "En diversas ocasiones, y al referirse al comienzo de la vida del Opus Dei, usted ha dicho que únicamente poseía juventud, gracia de Dios y buen humor. Por los años veinte, además, la doctrina del laicado aún no había alcanzado el desarrollo que actualmente presenciamos. Sin embargo, el Opus Dei es un fenómeno palpable en la vida de la Iglesia. ¿Podría explicarnos cómo, siendo un sacerdote joven, pudo tener una comprensión tal que permitiera realizar este empeño?"

Como en tantas otras ocasiones la respuesta fue aparentemente evasiva:

Yo no tuve y no tengo otro empeño que el de cumplir la Voluntad de Dios: permítame que no descienda a más detalles sobre el comienzo de la Obra ‑que el Amor de Dios me hacía barruntar desde el año 1917‑, porque están íntimamente unidos con la historia de mi alma, y pertenecen a mi vida interior. Lo único que puedo decirle es que actué, en todo momento, con la venia y con la afectuosa bendición del queridísimo Sr. Obispo de Madrid, donde nació el Opus Dei el 2 de octubre de 1928. Más tarde, siempre también con el beneplácito y el aliento de la Santa Sede y, en cada caso, de los Revmos. Ordinarios de los lugares donde trabajamos.

En esta actitud se refleja una realidad que ha sido constante en la vida de la Iglesia: quienes han recibido carismas de Dios han sido muy poco carismáticos; todo su empeño fue siempre hacer ver a los demás que eso que ellos decían tenía el refrendo de las autoridades eclesiásticas: era de Dios por ser de la Iglesia, y estar aprobado por la Jerarquía.

El Fundador del Opus Dei mantenía ese delicado silencio. incluso, ante socios de la Obra. Así sucedió, por ejemplo, un día 2 de octubre de 1968, que pasó en Pozoalbero (Cádiz). Lo narra don José Luis Múzquiz, presente en aquella ocasión. Las razones que dio para no contar apenas nada eran las siguientes:

‑la primera, que ya lo sabéis;

‑la segunda, que os lo encontraréis escrito cuando yo rece muera;

‑la tercera, que creeríais que yo soy algo y soy solamente un pobre pecador;

‑y la cuarta, la más importante, es que sí ha habido cosas extraordinarias en la Obra, pero lo "nuestro" es la santificación de las cosas ordinarias.

Aquel 2 de octubre de 1928, durante esos días de retiro en la casa de los Paúles en la calle García de Paredes de Madrid, le habían asignado un cuarto que estaba en una zona hoy desaparecida. Mientras hacía oración en ese cuarto ‑comentaba en público recientemente don Álvaro del Portillo‑ vio el Opus Dei y oyó el repicar de las campanas de la no muy lejana parroquia de Nuestra Señora de los Ángeles, junto a Cuatro Caminos, que sonaban a voleo festejando a su Patrona.

Desde ese momento ‑diría predicando el 2 de octubre de 1962‑ no tuve ya tranquilidad alguna, y empecé a trabajar, de mala gana, porque me resistía a meterme a fundar nada; pero comencé a trabajar, a moverme, a hacer: a poner los fundamentos.

Y lo hizo con plena confianza en el querer de Dios, como reconocía ‑agradecido‑ en 1950: La Sabiduría infinita me ha ido conduciendo, como si jugara conmigo, desde la oscuridad de los primeros barruntos, hasta la claridad con que veo cada detalle de la Obra, y bien puedo decir: Deus docuisti me a iuventute mea; et usque nunc pronuntiabo mirabilia tua (Ps., LXX, 17), el Señor me ha ido adoctrinando desde el principio de la Obra, y no puedo menos de cantar sus maravillas y luchar para que se cumpla su voluntad, porque está en juego la salvación de mi alma, si no lo hiciera.

Y para abrir paso a este querer divino, verdadero fenómeno teológico, pastoral y social en la vida de la Iglesia ‑ratificaría en 1961 en una carta que es auténtico canto de acción de gracias a la misericordia divina‑, Dios me llevaba de la mano, calladamente, poco a poco, hasta hacer su castillo: da este paso ‑parece que decía‑, pon esto ahora aquí, quita esto de delante y ponlo allá. Así ha ido el Señor construyendo su Obra, con trazos firmes y perfiles delicados, antigua y nueva como la Palabra de Cristo.

En la historia de nuestro camino jurídico dentro de la vida de la Iglesia, aparece con mucha claridad este juego divino del que os hablo. No he tenido que andar calculando, como jugando al ajedrez; entre otras cosas porque nunca he pretendido averiguar la jugada del otro, para poder dar jaque mate después. Lo que he tenido que hacer es dejarme llevar.

Desde 1943 a 1950, la Iglesia dio al Opus Dei todas las aprobaciones. Bien patente aparece en estos documentos pontificios el reconocimiento del carácter sobrenatural de aquella misión pata cuyo cumplimiento su Fundador seguía considerándose instrumento inepto y sordo. Estaba definitivamente claro, como en abril de 1970 diría el Cardenal Dell'Acqua, que en la Iglesia, justamente, "se considera esta Obra como una Obra del Señor". Otro ilustre prelado, el Cardenal Baggio, suscribiría poco después de la muerte de Mons. Escrivá de Balaguer: "No tenemos la necesaria perspectiva para valorar el alcance histórico de la enseñanza (en tantos aspectos auténticamente revolucionaria y anticipadora) y de la acción pastoral (de una eficacia y una irradiación sin equivalentes) de este insigne hombre de la Iglesia. Pero es evidente desde ahora que la vida, la obra y el mensaje del Fundador del Opus Dei constituyen un viraje o, más exactamente, un capítulo nuevo y original en la historia de la espiritualidad cristiana, si la consideramos ‑y así debe ser‑ como un camino rectilíneo bajo la guía del Espíritu Santo".

El Cardenal Primado de España, don Marcelo González Martín, publicó unas reflexiones, a las que ya se ha aludido en estas páginas, sobre el carácter sobrenatural del Opus Dei. A su juicio, para explicar el éxito del Fundador al sacar adelante su empresa, no basta acudir al "carácter de quien la acometió; no está ahí el secreto. Porque la empresa es de índole sobrenatural y, por mucho que ayuden las condiciones personales del que la promueva, como instrumento eficaz, se necesita otra clave mucho más, íntima y radical. Un carácter humano, por muy dotado que este para la perseverancia y el entusiasmo en el servicio a una causa, si sólo cuenta con sus propios recursos instrumentales se dispersa en la inoperancia real, cuando la causa es precisamente vivir enamorado de la santidad y comunicar a los demás el mismo amor. Su actividad se convierte entonces en activismo; s a palabra, en griterío o en susurro; pero nada más, y la energía de su voluntad se transforma en puro afán de mando. Nada de esto sirve para llevar por los caminos de la perfección cristiana. El que lo intente fracasará a las primeras de cambio".

¿Cuál era esta empresa sobrenatural para la que Dios llamaba a don Josemaría Escrivá de Balaguer? El Cardenal Primado de España lo sintetiza en pocas palabras: "la asociación que predica y promueve la santificación del hombre en medio del trabajo ordinario de la vida. Esto ‑subrayo las palabras de don Marcelo‑, que era tan sencillo y tan evangélico, estaba prácticamente olvidado.

Después del Concilio Vaticano 11, buena parte del mensaje que el Fundador del Opus Dei difundió desde 1928, suena a cosa conocida. No es extraño, porque ‑como formuló en 1961‑, la Obra es una novedad, antigua como el Evangelio, que hace asequible a personas de toda clase y condición ‑sin discriminación de raza, de nación, de lengua‑ el dulce encuentro con Jesucristo en los quehaceres de cada día. Novedad bien sencilla, como son las nuevas del Señor.

Viejo como el Evangelio, y como el Evangelio nuevo, así describió muchas veces el espíritu del Opus Dei su Fundador. Nuevo efectivamente, porque, entre otras cosas, se había olvidado por siglos la llamada universal a la santidad. No sería fácil hacerlo entender en los comienzos de la Obra.

Se entienden ‑en este contexto‑ las palabras con que, en 1937, el entonces obispo de Pamplona, don Marcelino Olaechea, presentó al Fundador del Opus Dei al actual obispo de Bilbao, Monseñor Añoveros: "Si la Obra que proyecta este sacerdote llega a ser aprobada por la Iglesia, será una verdadera revolución en el campo del apostolado seglar".

Era tal la novedad del planteamiento, que hubo quien consideró a aquel joven sacerdote como un soñador, como un loco. Alguien quiso cerciorarse muchos años después, en Brasil, con una pregunta bien directa: ‑¿Por qué, cuándo y quién le había llamado loco? Y ésta fue la contestación:

‑¿Te parece poca locura decir que en medio de la calle se puede y se debe ser santo? ¿Que puede y debe ser santo el que vende helados en un carrito, y la empleada que pasa el día en la cocina, y el director de una empresa bancaria, y el profesor de la universidad, y el que trabaja en el campo, y el que carga sobre las espaldas las maletas...? ;Todos llamados a la santidad! Ahora esto lo ha recogido el último Concilio, pero en aquella época ‑1928‑, no le cabía en la cabeza a nadie. De modo que... era lógico que pensaran que estaba loco (...)

‑Ahora ya parece natural, pero entonces no era así. A uno que quería ser santo le decían: pues, métete... fratinho.

Mons. Escrivá de Balaguer se dirigió en este momento al Consiliario del Opus Dei en Brasil, para preguntarle si se decía así en portugués... ‑Fradinho, le contestó.

‑;No, señor! Si Dios le llama para casado, que se case, y que sea santo: un padre de familia santo. Y si no, no necesita meterse en un convento. Y si le llama para ser fradinho, pues fradinho. Pero ¡todos iguales, ante la necesidad de responder, según su camino, a la invitación del Maestro!, ¡todos llamados a la santidad!, ¡todos!

En términos semejantes se expresaría en aquella predicación del 2 de octubre de 1962: Me puse a trabajar, y no era fácil: se escapaban las almas como se escapan las anguilas en el agua. Además, había la incomprensión más brutal: porque lo que hoy ya es doctrina corriente en el mundo, entonces no lo era. Y si alguno afirma lo contrario, desconoce la verdad.

Tenía yo veintiséis años ‑repito‑, la gracia de Dios y buen humor: nada más. Pero así como los hombres escribimos con la pluma, el Señor escribe con la pata de la mesa, para que se vea que es Él el que escribe: eso es lo increíble, eso es lo maravilloso. Había que crear toda la doctrina teológica y ascética, y toda la doctrina jurídica. Me encontré con una solución de continuidad de siglos: no había nada. La Obra entera, a los ojos humanos, era un disparatón. Por eso, algunos decían que yo estaba loco y que era un hereje, y tantas cosas más.

Lo que comenzó a enseñar a estudiantes y obreros en Madrid contrastaba seriamente con el ambiente general de la época. También con el clima que se respiraba en los sectores católicos. Don Saturnino de Dios Carrasco, un sacerdote que conoció la Obra en los años treinta, atestigua que lo que pretendía era algo distinto de las asociaciones que por entonces surgieron en España: "Hablaba de echar raíces hondas, y de abarcarlo todo. Para mí no ha sido ninguna novedad todo lo que ha hecho el Opus Dei en todos estos años; todo esto ya se lo había oído decir a don Josemaría. El Padre volaba muy alto. Con la perspectiva de los años se ve que todo aquello era sobrenatural, divino".

En esta época ‑poco después de 1931‑, a don Saturnino le sobrecogía la audacia del Fundador del Opus Dei. Era "un coloso, un valiente", dice; pero también "un hombre hecho y derecho, maduro ya a sus años; como si hubiera vivido más intensamente, una vida más vivida". A don Saturnino le encantaba oír sus planes apostólicos, aunque "eran para asustarse de la magnitud de la empresa. Eran sueños. No se pensaba entonces como pensaba el Padre. Tenía que ser una persona escogida por Dios para pensar y hacer aquello".

Juan Jiménez Vargas, un estudiante que siguió al Fundador del Opus Dei en los años treinta, piensa también que su modo de hablar de la santificación del trabajo ordinario no podía habérsele ocurrido a una persona, por muchas cualidades humanas que poseyera: "Tenía que ser una auténtica inspiración sobrenatural". Conocía la Universidad y sus problemas como cosa vivida, pero "se captaba algo que estaba por encima de todo eso. En primer lugar porque hablaba del trabajo de cualquier clase, y de personas de todas las clases sociales; de que la Obra no sacaba a nadie de su sitio...".

Por aquel tiempo, para una gran mayoría de estudiantes, el trabajo profesional era un simple medio para labrarse un futuro en la vida. No faltaban en la Universidad de Madrid los grupos de activistas que desde posiciones muy diversas coincidían en politizarlo todo. Estaban luego algunas minorías ‑entre los más intelectuales‑ que miraban con cierto desprecio las prácticas religiosas. Frente a ellos, los grupos católicos confesionales, preocupados por el futuro de la religión, trabajaban con vistas a ocupar puestos en la vida civil desde los que poder servir a la Iglesia.

El Fundador del Opus Dei no quería resolver ningún problema inmediato. El enfoque con el que planteaba la santificación del trabajo era absolutamente nuevo, original. Se refería siempre a los primeros cristianos ‑explicara o no la Obra‑, con lo cual el trabajo, o el estudio, se concebían como elementos indispensables en la vida de un hombre corriente para tratar de ser santo en medio del mundo. El esfuerzo por santificar el trabajo ‑cualquiera que fuese‑ era además inseparable del Mandatum novum de la caridad: espíritu de servicio, capacidad de sacrificio para ayudar de veras a los demás, al margen de todo egoísmo personal; sentido de responsabilidad ante todos los problemas de los hombres.

Iba a la raíz: santificar el trabajo significaba, ante todo, convertir el trabajo en oración. Era una realidad tan nuclear, tan de fondo, que ‑como reseñaba en una ocasión don Álvaro del Portillo‑, si hubiera sido posible, no quería el Fundador que la Obra se llamara de ninguna manera: hasta que en 1930 alguien le preguntó: ¿Cómo va esa Obra de Dios? "Fue una llamarada de claridad: puesto que debería llevar uno, ése era el nombre: Obra de Dios, Opus Dei, operado Dei, trabajo de Dios; trabajo profesional, ordinario, hecho por personas que se saben instrumentos de Dios; trabajo realizado sin abandonar los afanes del mundo, pero convertido en oración y en alabanza del Señor ‑Opus Dei‑ en todas las encrucijadas de los caminos de los hombres".

La semilla tardaría necesariamente tiempo en prender y dar todos sus frutos, porque no iba por ahí el ambiente general. En 1941, Víctor García Hoz, que se confesaba con don Josemaría, se llenó de asombro cuando un día le dijo: Dios te llama por caminos de contemplación. "Por aquellos años ‑analiza‑ resultaba casi incomprensible que a un hombre casado, con dos o tres hijos entonces y esperando, como ocurrió en realidad, la llegada de más hijos, teniendo que trabajar para sacar adelante su familia, se le hablara de la contemplación como algo que él tenía que realizar".

A los primeros socios de la Obra, como a tantos otros, les quedó clara en los años treinta la novedad del espíritu de la Obra y, sobre todo, la evidencia de la vocación divina de su Fundador. Lo iban captando con normalidad, sin la menor nota de sensacionalismo y sin concesiones a lo "extraordinario", porque aparecía diáfana la humilde correspondencia del Fundador del Opus Dei a una llamada auténticamente divina. Como valora uno de ellos, en medio de la naturalidad y sencillez con que les trataba, "resultaba evidente que el Padre era la persona que Dios había elegido para hacer la Obra, y que se había entregado de tal manera que su preocupación por hacer realidad aquella misión divina era como algo que había llegado a constituir la característica más decisiva de su propia personalidad".

Este carácter sobrenatural de la llamada y de la respuesta sería reconocido, con los años, por miles de personas de buena voluntad en todo el mundo. No hacía falta ser socio del Opus Dei para darse cuenta. Bastaba fijarse ‑aunque fuera en sus líneas más generales‑ en la amplitud de los frutos que la semilla venía dando en los cinco continentes.

El Diario de Navarra publicó el 5 de octubre de 1975 un artículo del Marqués de Lozoya, don Juan de Contreras y López de Ayala, bien conocido en toda España por su hombría de bien y su medio siglo de docencia universitaria. Su colaboración se titulaba Españoles universales, y veía a uno de ellos en el Fundador del Opus Dei: "Crear una Obra que cuenta con miles de sacerdotes ejemplares, y varios miles de seglares, sobresalientes en las más difíciles disciplinas ‑hombres y mujeres de todas las naciones, de todas las razas, esparcidos por todo el mundo, entregados a las más diversas actividades, siempre en provecho de la Iglesia o en satisfacción de alguna humana necesidad‑, es algo que sobrepasa lo natural, lo humanamente explicable. Hay que vislumbrar el soplo divino, arrollador en sus comienzos, constante a través de los siglos, que hizo posible la obra gigantesca de `los fundadores' ".

 

 
 
 
 
 

Para realizar el Opus Dei no es preciso cambiar de ocupación, ni hay que hacer cosas raras. Por eso, después del 2 de octubre de 1928, don Josemaría siguió trabajando, dedicado a las tareas que desempeñaba antes de esa fecha.

El Director espiritual de las religiosas era el P. Rubio, S.J., sustituido al fallecer, en 1929, por el P. Valentín Sánchez Ruiz, también jesuita. El Fundador del Opus Dei era sólo Capellán de la Iglesia del Patronato, pero se imponía el trabajo de buscar ‑entusiasmándolos con su celo‑ a sacerdotes diocesanos que colaborasen en la atención espiritual de los enfermos ‑por los barrios más pobres de Madrid‑ y de los niños que iban a las escuelas. Su esfuerzo fue muy notable, como señala Asunción Muñoz, hoy en Daimiel, entonces en aquella Casa de Santa Engracia. Don Josemaría desarrollaba una tarea sacerdotal desbordante, pero sin interferir para nada en el gobierno de aquellas actividades apostólicas. Allí le conoció en 1927 Emilia Zabaleta, que se confesaba con el P. Rubio. Su hermana María Luisa acudió alguna vez a don Josemaría, cuando el P. Rubio no estaba. Les impresionó siempre su humildad, porque cuando le consultaban algún asunto que pudiera relacionarse con el Patronato como Congregación religiosa, contestaba siempre que sobre eso quien les podía orientar era el Director y no él.

Por los años veinte, los hospitales de Madrid estaban abarrotados, y muchos enfermos pobres morían en sus casas sin apenas asistencia de ningún tipo. A su atención se dedicaban las Damas Apostólicas, con la ayuda de señoras y chicas jóvenes de Madrid que tenían inquietudes cristianas. La labor era difícil, sobre todo a partir de 1930, pues se exponían a ser insultadas, a ser expulsadas de las casas o de las calles, a sufrir el impacto de las blasfemias más retorcidas. Una de ellas no ha olvidado el susto que pasó, en el barrio de Ventas, cuando las acorralaron, para tratar de atemorizarlas y de que dejaran de ir por allí. Otra vez, en el barrio de Tetuán las arrastraron por la calle, mientras les clavaban una lanceta de zapatero en la cabeza; a una Dama Apostólica que intentó defender a las demás, le arrancaron el cabello y la maltrataron hasta dejarla desfigurada.

En este ambiente ‑testimonia Asunción Muñoz‑ "se nos hizo imprescindible nuestro Capellán (...). Yo era la más joven de la Fundación y tenía más resistencia para actuar de día o de noche (...). Nos acercábamos a las casas humildes de estos enfermos. Había, muchas veces, que legalizar su situación, casarlos, solucionar problemas sociales y morales urgentes. Ayudarles en muchos aspectos. Don Josemaría se ocupaba de todo, a cualquier hora, con constancia, con dedicación, sin la menor prisa, como quien está cumpliendo su vocación, su sagrado ministerio de amor.

"Así, con nuestro Capellán, teníamos asegurada la asistencia en todo momento. Les administraba los Sacramentos y no teníamos que molestar a la Parroquia a horas intempestivas. Nosotras nos encargábamos de todo".

Iban a los barrios extremos, hoy incorporados a Madrid, como Ventas, Pueblo Nuevo, Ciudad Lineal, Tetuán, Almenara o Cuatro Caminos. Se podía llegar en tranvía a comienzos de 1931. Pero, con frecuencia, desde donde terminaban las líneas, había luego que hacer varios kilómetros por caminos de barro, o campo a través, hasta llegar a las chabolas miserables en que vivían los enfermos.

Los jueves les llevaba la Comunión en un coche prestado. Pero los demás días ‑atestigua una de aquellas mujeres‑ "iba en tranvía, o andando, como pudiera. A veces con mal tiempo, porque lo mismo se atendía a los enfermos en invierno que en verano". María Luisa Zabaleta recalca que iban a todos los barrios extremos, lo mismo Vallecas que el barrio del Lucero o Magín Calvo. Y siempre, a todas partes, acudía don Josemaría: "era muy abnegado". Josefina Santos añade otros nombres de Madrid: Paseo de Extremadura, Vallecas, Lavapiés, San Millán, Ribera del Manzanares.

En esos barrios extremos solían funcionar también las escuelas de las Damas Apostólicas. Algunos colegios tenían capilla, que era a veces la única en barriadas inmensas sin parroquia, como Usera. Las Damas Apostólicas se encontraban con la dificultad de conseguir sacerdotes que estuvieran dispuestos a colaborar con ellas: para decir Misa los días de fiesta, para predicar a los niños, para hablar con ellos y confesarlos. El celo apostólico de don Josemaría le llevaba a todos estos colegios. Lo corrobora Mons. Avelino Gómez Ledo: confesaba incansablemente a los niños y les enseñaba el catecismo, en aquella época de especial efervescencia anticlerical, que hacía que en algunos barrios "recibieran a los sacerdotes no solamente con frialdad, sino con hostilidad: en alguna ocasión le llegaron a apedrear".

Más de una vez lo recordaría en los últimos años de su vida el Fundador del Opus Dei. El 14 de febrero de 1975, en Altoclaro  (Venezuela), le hicieron una pregunta sobre la confesión de los niños... Entre otras cosas, se apoyó en su experiencia sacerdotal:

Yo tengo sobre mi conciencia ‑y con orgullo lo digo‑ el haber dedicado muchos, muchos millares de horas a confesar niños en las barriadas pobres de Madrid. Hubiera querido irles a confesar en todas las grandes barriadas más tristes y desamparadas del mundo. Venían con los moquitos hasta la boca. Había que comenzar limpiándoles la nariz, antes de limpiarles un poco aquellas pobres almas. Llevad los niños a Dios, antes de que se meta en ellos el demonio. Creedme, les haréis un gran bien. Yo lo digo por experiencia, por experiencia de miles y miles de almas, y por experiencia mía personal.

En un solo curso, 1929‑30, hicieron la Primera Comunión, en la capilla del Patronato, unos 4.000 niños. Como eran tantos, recibían la Comunión en días sucesivos. Todos los alumnos de las escuelas de las Damas Apostólicas eran preparados ‑y confesados‑ por el Capellán del Patronato, que se hacía ayudar, cuando podía, por sacerdotes diocesanos. No exageraba al cifrar en muchos millares las horas dedicadas a confesar a esos chavalines.

Don Josemaría, además de preparar el doctorado en Derecho, dar clases en la Academia Cicuéndez, visitar a los enfermos y dedicarse a los alumnos de las escuelas de las Damas Apostólicas, atendía el culto de la iglesia de Santa Engracia, y se ocupaba de los pobres que iban al Comedor de Caridad de aquella casa. Celebraba la Santa Misa por las mañanas, dirigía el Santo Rosario y oficiaba la Bendición con el Santísimo Sacramento. Se dedicaba también personalmente a los pobres del comedor: "era un amigo y un santo sacerdote", confirma Asunción Muñoz, que, cuando fue nombrada Maestra de Novicias, agradeció al Fundador del Opus Dei sus visitas, muchos domingos, a la casa‑noviciado que tenían en el Paseo de la Habana, en Chamartín: "Dentro de su enorme actividad diaria, don Josemaría no parecía tener prisa. Lo hacía todo con sencillez y con paz".

Sin embargo, llegó un momento en 1931 en que le resultó ya imposible llegar a todo, desempeñando tan diversas actividades con el mínimo de sosiego indispensable para que no se resintiera su vida interior. De otra parte, como es lógico, cada vez le llevaban más tiempo las tareas relacionadas con la fundación de la Obra. Por estas razones, en julio de 1931 dejó de ser capellán de las Damas Apostólicas.

Poco tiempo después comenzó a celebrar la Misa en la iglesia del Patronato de Santa Isabel. Había allí un colegio, que llevaban las monjas de la Asunción, y un convento de clausura de Agustinas Recoletas, fundado por Felipe II y por el Beato Orozco.

Don Josemaría fue de hecho capellán de las Agustinas Recoletas del Monasterio de Santa Isabel (antiguo Patronato Real), desde el 20 de septiembre de 1931, sin recibir retribución oficial alguna, según exponía tiempo después ‑el 26 de enero de 1934‑ al solicitar de la Dirección General de Beneficencia la posibilidad de ocupar la casa destinada en el Convento a quien ejercía el cargo de capellán. El expediente fue fallado en sentido positivo, con fecha 31 de enero. Y, al final de año, además, La Gaceta de Madrid de 13 de diciembre de 1934 publicó un Decreto por el que se le nombraba Rector del Patronato de Santa Isabel. Lo firmaban Niceto Alcalá‑Zamora, y el Ministro de Trabajo, Sanidad y Previsión, Oriol Anguera de Sojo, pues, a tenor de otro Decreto de 17 de febrero de aquel mismo año, una parte de los Patronatos de la extinguida Casa Real, habían pasado a depender de ese Ministerio. Oficialmente, don Josemaría recibió posesión de ese cargo rectoral el 19 de diciembre de 1934. Previamente, había obtenido la venia para aceptar el cargo, del Ordinario Palatino, Arzobispo de Sión, que seguía teniendo la jurisdicción eclesiástica sobre los antiguos Patronatos Reales, y del Arzobispo de Zaragoza, que era la diócesis de don Josemaría.

Sor María del Buen Consejo Fernández, Agustina recoleta del Monasterio de Santa Isabel, que conoció en 1931 al Fundador del Opus Dei, explica que "los PP. Agustinos Recoletos celebraban la Santa Misa a la Comunidad, pero tenían lejos el Convento y a medida que se ponían las cosas mal en el país ‑sobre todo al proclamarse la República‑ era peligroso venir a pie por la calle hasta nuestro Convento". Hasta que un día la Madre Priora ‑Sor Bisnieta María del Sagrario‑ reunió a la Comunidad y les comunicó que un sacerdote de Zaragoza vendría a diario a celebrar la Santa Misa. Se había presentado voluntario, para hacerles de capellán, al tener noticia de la situación angustiosa en que se encontraban las Recoletas, monjas de clausura y sin sacerdote.

La Misa era alas ocho en punto. Antes y después, don Josemaría escuchaba confesiones. Cuando era necesario, distribuía la Comunión a las monjas enfermas. Sor María del Buen Consejo informa de que durante dos meses seguidos tuvo que llevarla a una de ellas, que no podía moverse.

A Santa Isabel acudía a confesarse un grupo de chicas que tenían dirección espiritual con el Fundador del Opus Dei. Su labor de apostolado con hombres la hacía donde podía: en la calle, en una chocolatería de la calle Alcalá llamada "El Sotanillo", paseando por el Retiro, en la propia casa de Martínez Campos, 4, pral., donde vivía con su madre y sus dos hermano desde finales de 1932, o en sus visitas a los hospitales.

El Señor había llevado al Opus Dei, desde 1928, sus primeros socios. Y todo el trabajo de su formación recaía también lógicamente sobre el Fundador, pues era el único que podía enseñarles el espíritu de la Obra.

Pero tenía tiempo ‑era parte de la formación que aquello primeros socios de la Obra debían recibir‑ para emplearlo generosamente visitando a los enfermos más desamparados de lo,, hospitales públicos madrileños.

En la propia calle de Santa Isabel estaba el Hospital General de la Diputación Provincial de Madrid, un enorme caserón que aún se conserva, aunque destinado, sólo en parte, a actividades muy distintas. Iba allí los domingos por la tarde. Al menos, desde el curso 1931‑1932. Le acompañaba un buen grupo de gente joven, que prestaba todo tipo de servicios en el Hospital, repleto de enfermos, paupérrimos a más no poder, hasta el punto de que ‑como faltaban camas‑ muchos estaban arrumbados por las crujías del edificio. Fue intensísimo allí el ministerio sacerdotal de don Josemaría, confesando, llevando la Comunión a los enfermos, dándoles consuelo espiritual y ayudas materiales.

También desplegó su celo infatigable en el Hospital del Rey un hospital de epidemias, en el que se atendían afecciones contagiosas graves, para impedir su propagación, cosa que hasta s inauguración en 1925 solía suceder en los demás hospitales públicos de Madrid, por el hacinamiento y promiscuidad de las abarrotadas instalaciones. Tifus exantemático, viruela y tuberculosis eran las tres enfermedades infecciosas más comunes entre los pacientes. En su primer año de funcionamiento ‑1925‑ tuvo 637 enfermos; 1.971, en el año 1928; 2.666, en 1936. Hasta la aparición de antibióticos y quimioterápicos, la tasa de mortalidad en aquel centro fue del orden del 20 por 100. No se tienen datos estadísticos por enfermedades, pero es previsible que la mortalidad fuese casi absoluta, por aquellos años, en enfermedades como la tuberculosis. De hecho, el pueblo madrileño conocía el lugar como "hospital de incurables".

Cuando se inauguró en 1925, fue atendido por una Comunidad de Hijas de la Caridad, cuya Superiora era sor Engracia Echeverría. Al proclamarse la República en España, y desaparecer poco después el Presupuesto de Culto y Clero, el Hospital del Rey se quedó sin capellán. Por esa época se presentó a sor Engracia don Josemaría Escrivá de Balaguer, que "por entonces era un joven sacerdote que apenas contaría treinta años de edad, y me dijo que no me apurase por no tener ya Capellán oficial. Que de noche y de día, y a cualquier hora que fuese, y bajo mi responsabilidad, debía llamarle según fuera la gravedad del enfermo que pedía los Santos Sacramentos".

Le ayudaba mucho don José María Somoano Berdasco, sacerdote asturiano, de Arriondas, que vino pronto a ser, de hecho, capellán del hospital. Todos destacan su piedad acrisolada, su afán de almas, su valentía, su delicada lealtad al Fundador del Opus Dei. Pero falleció repentinamente, al poco tiempo, en plena juventud, por una causa inesperada. Colaboraba además otro sacerdote, don Lino Bea‑Murguía, que también había pedido la admisión en la Obra y murió luego asesinado en Madrid, en los años de la guerra. Lo cierto es que, como declara sor Engracia, "don Josemaría Escrivá era el alma del grupo de sacerdotes de aquella época": era muy trabajador y aunque ella piensa que entonces estaba trabajando can algún alto dignatario de la Iglesia, realmente no paraba, y estaba siempre disponible para atender a los enfermos del Hospital del Rey, a pesar de que éste se encontraba muy lejos del centro de la ciudad.

Otra hermana de esa comunidad, sor Isabel Martín, atestigua que les oficiaba la Santa Misa los domingos o días festivos.

Cuando hacía buen tiempo, preparaban un altar portátil en el jardín, en la explanada en que está ahora una estatua grande de piedra representando el Corazón de Jesús. Y visitaba todos los Pabellones, ya que el sacerdote podía entrar a atender a cualquier enfermo aunque estuviese aislado rigurosamente por la infección: "se tomaban todas las precauciones, pero entraba".

También visitaba asiduamente el Hospital de la Princesa, un centro de la Beneficencia Sanitaria. Estaba situado en la Plaza de San Bernardo (hoy Glorieta de Ruiz‑Giménez). Tenía capacidad para unos 2.000 enfermos, que se alojaban en salas muy grandes de 200 y 300 camas, aprovechadas al máximo, ya que entre cama y cama había espacio sólo para una mesilla de noche o una silla, según describe un médico, don Tomás Canales Maeso, que trabajó allí desde diciembre de 1932 a julio de 1936. Los enfermos eran verdaderamente pobres, y los atendía gratuitamente la Beneficencia. El doctor Maeso trabajaba a las órdenes del doctor Blanc y Fortacín, profesor de la Facultad de San Carlos. Un día, a principios de 1933, le presentó a un sacerdote joven, como "un gran sacerdote, familiar y paisano mío (de Barbastro), que no es un trabucaire". (Solían llamar "trabucaires", en esos años, a los sacerdotes que se metían en política.)

Desde aquel día lo encontró con mucha frecuencia en el hospital, casi a diario, por la mañana, recorriendo sala por sala, hablando con los enfermos, confesándolos y llevándoles la Comunión: "Algún día lo vi varias veces, por lo que calculo que permanecería allí tres o cuatro horas". Y continúa: "A pesar de que en aquellos tiempos se hacían, con facilidad, comentarios poco favorables sobre el clero, para el Padre todo eran elogios por parte tanto del personal sanitario como de los enfermos. A todos les gustaba hablar con él porque atraía. Tenía algo especial difícil de definir".

Por estas fechas, la labor del Opus Dei iba tomando cuerpo, bien enraizada en la Cruz, con el dolor y la oración de los pobres y enfermos desatendidos de Madrid. El Fundador vio la necesidad de disponer de un local apropiado para formar a las nuevas vocaciones y, al mismo tiempo, continuar la tarea apostólica que venía haciendo.

En diciembre de 1933 consiguió en alquiler un departamento en la calle Luchana, número 33, donde acudirían muchas personas que participaban ya en las tareas apostólicas del Opus Dei. Allí pasaba bastantes horas, especialmente al caer el día. Y de nuevo aparece aquí un rasgo definitivo de su personalidad, que le acompañará el resto de su vida: trabajar hasta el agotamiento, y disimular el cansancio para seguir trabajando, atendiendo las necesidades de los demás.

Lo pudo apreciar en 1934 don Ricardo Fernández Vallespín, en aquel piso de la calle Luchana: "Algunas veces, a la tarde, llegaba el Padre. A mi ‑que le quería‑ me dolía verlo con su aspecto cansado, pero el Padre cambiaba rápidamente y con inmensa paciencia estaba siempre dispuesto a charlar con el que quisiera, ¡y éramos bastantes! ¡Todo lo tenía que hacer el Padre!".

Años después Mons. Escrivá de Balaguer confiaría a los socios de la Obra, con sentido del humor, una anécdota de aquel período: ¿Sabéis lo que hacía yo durante una época ‑hace años, apenas cumplidos los treinta‑ en la que me encontraba tan fatigado que apenas conciliaba el sueño? Pues, al levantarme, me decía: antes de comer dormirás un poco. Y cuando salía a la calle, añadía contemplando el panorama de trabajo que se me echaba encima aquel día: Josemaría, te he engañado otra vez.

Con la conciencia clara de que sólo tiene valor el tiempo que gastamos en el servicio de Dios, desplegó una tremenda actividad que, ni por asomo, se parecía al activismo, tampoco desde un punto de vista puramente externo: porque conseguía hacer un trabajo intensísimo sin dar sensación de prisas. Don Jesús Urteaga resume ‑referida a los años cuarenta‑ esta impresión:

"No fueron muchas, pero cuantas veces he entrado en su despacho de Diego de León, en Madrid, para hacerle alguna consulta o preguntarle algo, siempre tuve la sensación de que me recibía como si me estuviera esperando y no tuviera otra cosa que hacer. Cuando al despedirme, si antes de cerrar la puerta le miraba, podía cerciorarme de que ya estaba en su trabajo, como si nada le hubiera interrumpido".

Muchos años después, don Jesús Becerra García, un mexicano que le conoció en diciembre de 1966, observa, en esta misma línea, que era "rápido de movimientos y gestos sin perder tiempo en el tránsito de una actividad a otra, pero sin precipitación ni falta de delicadeza en el trato; más aún, cuando estaba con alguien, nunca daba la sensación de tener prisa: como si tuviera todo el tiempo del mundo para atenderlo o escucharlo".

El propio don Jesús Urteaga publicó en la revista Mundo Cristiano el párrafo de una carta manuscrita que Mons. Escrivá de Balaguer le había dirigido años antes desde Roma: Cuando el quehacer excesivo te apabulle un poco, piensa que el trabajo es una enfermedad incurable ‑el trabajo excesivo‑ para los que somos hijos de Dios en su Opus Dei. Y sonríe, y da a otros ese buen espíritu.

Trabajar con una sonrisa. Quitar importancia a la fatiga con un poco de humor. El Fundador del Opus Dei bromeaba por los años setenta, diciendo que no llevaba reloj, porque no lo necesito; cuando termino una cosa, comienzo otra, y en paz.

Era como un vendaval pausado. Le urgían las almas y por eso trabajaba de prisa, aprovechando el tiempo. Pero sin "sensación de prisa": menos aún con las almas, que era lo que realmente le urgía. Por eso les dedicaba mucho tiempo. Porque sabía ‑tantas veces lo reiteró‑ que las almas, como el buen vino, mejoran con el tiempo.

Si en algo especialmente puede decirse que no tenía impaciencia, era en la dirección espiritual, en el Sacramento de la Penitencia, allí donde el alma sale del anonimato para enfrentarse con sus responsabilidades ante Dios. Nunca le faltaba tiempo para confesar, y menos para confesar a enfermos o niños. Desde 1931 fue también habitualmente al Asilo de Porta Coeli, en la calle García de Paredes, a administrar el Sacramento de la Confesión a los chicos ‑auténticos golfillos‑ allí recogidos. Y siguió haciéndolo cuando su apostolado personal con estudiantes universitarios le llevaba también mucho tiempo.

Llegaba a ir varias veces el mismo día a confortar a un enfermo moribundo en cualquier barriada de Madrid. Cuando se trataba de la confesión, no escatimaba las horas: don Ramón Cermeño reseña que, cuando dio ejercicios espirituales para sacerdotes jóvenes en el Seminario de Ávila ‑en 1940‑ la mayoría quería confesarse con él, y los atendió con gran paciencia y con gran afabilidad. Por su parte, a Encarnación Ortega le impresionó que se levantara de la cama con mucha fiebre, para sentarse en el confesionario y dar la absolución a una sola persona: ella le llamó por teléfono a la casa de la calle Diego de León, y poco después llegaba al Centro que la Sección de mujeres del Opus Dei tenía en la calle Jorge Manrique.

Al profesor García Hoz, en los comienzos de 1940, le causó verdadero asombro la absoluta disponibilidad del Fundador del Opus Dei para quienes se habían confiado a su dirección espiritual. Él iba corrientemente a la residencia de la calle Jenner. Pero cuando se trataba de su mujer, el propio don Josemaría se tomaba la molestia de buscar una iglesia y un confesionario a una hora adecuada: "Y esto no una vez o dos, todas cuantas mi mujer acudía a él, que era normalmente una vez a la semana. Recuerdo que varias veces utilizó el confesionario de la iglesia de San José y de la iglesia de Santa Bárbara".

Mons. Escrivá de Balaguer fue capaz de trabajar mucho ‑y duro‑ sin perder el sosiego, porque sabía dar importancia a lo verdaderamente importante, porque era extraordinariamente ordenado.

El 11 de junio de 1976, en el Colegio Mayor Aralar, de la Universidad de Navarra, el actual Presidente General del Opus Dei expuso a un numeroso grupo de estudiantes una anécdota expresiva. Cumpliendo un deber filial, procuró cuidar mucho al Fundador y, en concreto, siempre que pasaban por Pamplona, disponía las cosas para que le vieran los médicos. Una vez, dentro de una de esas revisiones generales, le hicieron un electroencefalograma y comentaron: "Es el trazado habitual de un hombre de empresa".

"Y el Padre ‑agregaba don Álvaro del Portillo‑ perfeccionó su constitución física, somática, con una batalla larga e intensísima, para llegar al culmen en la virtud del orden. En un cuaderno que escribió hacia 1932, sobre su lucha y su vida interior, el Padre habla de la necesidad de ser más ordenado todavía... Por aquellos años, su trabajo estaba lleno de imprevistos: atención de moribundos en las barriadas extremas de Madrid, labor de catequesis por toda la ciudad, preparación de miles de niños para la Confesión y para la primera Comunión. Además, dedicaba muchas horas a hacer oración delante del Santísimo, rezaba las tres partes del Santo Rosario, leía el Breviario con pausa y atención. El Padre, que ‑insisto‑ era; ordenado por naturaleza, y hasta por constitución cerebral, se obligó a una lucha titánica para mejorar su orden y poder llegar a más almas, sin perder un minuto de oración, de trato directa con su Padre Dios, imprescindible para vivir vida contemplativa a lo largo de todo su día de labor infatigable".

De esta lucha se valdría el Espíritu Santo para imprimir en su alma dos consecuencias prácticas. Una la redactó entonces, en 1932, la recogió luego en Consideraciones Espirituales, y pasó a` punto 79 de Camino: ¿Virtud sin orden? ‑;Rara virtud! La segunda ayudaría mucho, con el tiempo, a hombres y mujeres que desempeñan profesiones desordenadas ‑como la de médico o periodista‑, en las que es difícil programar, porque cada día surgen nuevos imprevistos. Sobre ese aparente desorden ‑les enseñó siempre el Fundador del Opus Dei‑, cada uno tiene que aprender a construir su propio orden. Este consejo resumía una parte de su lucha ‑mientras fue Capellán en Santa Engracia- para ser cada día más ordenado por amor a Dios y a las almas, para llevar el orden natural a un plano sobrenatural y para mostrar con hechos que no se podía estar en lo grande sin estar en lo pequeño.

Como expresaba en septiembre de 1975 don Álvaro del Portillo, uno de los rasgos capitales del espíritu del Fundador del Opus Dei "era precisamente ese maravilloso engarce, en un corazón tan grande, en un alma que voló tan alto, con el amor a lo pequeño: a lo que se advierte solamente por las pupilas que ha dilatado el amor".

Su sentido del orden, su laboriosidad y su entrega llegaron a extremos heroicos, en la primera residencia de la calle de Ferraz, antes de la guerra de España: fregar y hacer camas ‑cuando los estudiantes se habían ido a la Universidad, y no podían darse cuenta‑ fue una tarea habitual de sus mañanas. En julio de 1975, el diario ABC de Sevilla publicó la carta de una empleada del hogar, que quería dar gracias públicamente al recientemente fallecido Fundador del Opus Dei, por haberle podido escuchar palabras maravillosas sobre su trabajo, que le habían ayudado a convertirlo en un trabajo de Dios: "Usted ha sabido enseñarme que mi trabajo es santo si lo hago con perfección; que todas las profesiones son de la misma categoría si se hacen cara a Dios (...)

Padre, yo me pregunto: ¿Cómo sabía tanto de nuestro trabajo siendo una persona con tantos títulos?".

Para que el trabajo fuera de Dios ‑Opus Dei‑ antes que nada tenía que ser trabajo. Mons. Escrivá de Balaguer supo efectivamente hacer trabajo de Dios de todos los trabajos, aun los aparentemente más humildes. Dios quiso que tuviera que desempeñarlos, grabando así en su alma el carácter universal de la llamada a santificar el trabajo.

Cuando luego, después de la guerra, la Sección de mujeres del Opus Dei fue haciéndose cargo, poco a poco, de las tareas de administración doméstica de los Centros de la Obra, el Fundador podía garantizarles que había realizado personalmente antes que ellas algunas de esas labores ‑hacer camas, guisar, limpiar los suelos‑, con la seguridad de que era algo tan importante como dar una clase en la Universidad o preparar un artículo para una revista de investigación científica.

Parece como si Dios hubiera querido que en el Opus Dei no hubiera nada teórico: todo lo que su Fundador enseñaría a lo largo de casi cincuenta años, lo había vivido antes, de un modo o de otro. Una razón más para poder exigir a los socios y asociadas de la Obra que aprovechasen el tiempo al máximo, cara a Dios, no cara a los hombres; que evitaran cualquier manifestación de "señoritismo"; que supieran también descansar, es decir, cambiar de actividad, ocupar el tiempo en quehaceres que exigen menos esfuerzo o un esfuerzo distinto al habitual; que aprendieran, en fin, a dar la vida, a darse, entregándose a Dios y a los demás ‑sin espectáculo‑ en el trabajo ordinario, convertido en servicio amoroso de Dios para el bien de todas las almas.

En Mons. Escrivá de Balaguer se dieron las condiciones para que Dios pudiera utilizarlo, como instrumento, con el fin de recordar a los cristianos que, según está escrito en el Génesis, Dios creó al hombre para trabajar. Pues, ante todo, y desde joven, trabajó. Siempre tuvo tiempo para rezar, para celebrar con calma la Santa Misa, para predicar, para confesar, para la labor de su ministerio; para atender el trabajo de dirección del Opus Dei; para escribir ‑son muchos sus escritos‑; para repasar periódicamente los tratados de Teología y Ciencias eclesiásticas; para leer obras de Literatura; para seguir habitualmente la prensa y las imágenes de los telediarios.

No desperdició sus horas ni en momentos en que hubiera parecido excusable, como, por ejemplo, durante los meses de su andar escondido por el Madrid en guerra. Por supuesto, su gran preocupación era entonces ‑como siempre‑ la vida de la Iglesia y las dificultades y sufrimientos de tantos hombres.

Durante una temporada estuvo refugiado con otras personas en un piso de la calle Sagasta, n.° 29, propiedad de la familia Sainz de los Terreros. Fueron días interminables, en los que no salieron a la calle para nada. En esas circunstancias, aparte de que se exigía más en su vida de piedad, no dejaba de leer temas que pudiera tener interés cultural, porque aun en aquella situación mantenía un criterio claro de lo que es aprovechar, el tiempo.

Las condiciones externas cambiaron cuando pudo ingresar en: la Legación de Honduras, donde el ambiente se caracterizaba por un clima de ansiedad, que ‑según testigos presenciales‑ daba pie para buscar la relajación, de manera que cualquier manifestación de comodidad podía tener disculpa y aun justificación pues en unos pocos metros cuadrados se alojaban muchísimas personas, de edades y caracteres muy distintos, generosamente acogidas por la familia que llevaba el Consulado.

Algunos aspectos de la vida en aquella Legación, y el espíritu que inculcaba a los demás, han quedado descritos en el número 697 de Camino:

Los acontecimientos públicos te han metido en un encierre, voluntario, peor quizá, por sus circunstancias, que el encierro di una prisión. ‑Has sufrido un eclipse de tu personalidad.

No encuentras campo: egoísmos, curiosidades, incomprensiones y susurración. ‑Bueno; ¿y qué? ¿Olvidas tu voluntad libérrima y tu poder de "niño"? =La falta de hojas y de flores (de acción externa) no excluye la multiplicación y la actividad de las raíces (vida interior).

Trabaja: ya cambiará el rumbo de las cosas, y darás más frutos que antes, y más sabrosos.

El Fundador y los socios del Opus Dei que allí estaban, para tener bien ocupadas las horas en ese encierro ineludible, se ajustaron a un horario, con sus ratos de oración, sus momentos de tertulia, y sus horas de estudio, de auténtico trabajo intelectual. Entre otras cosas estudiaron idiomas, lo cual, más adelante, facilitaría la multiplicación de actividades, la eficacia apostólica por Europa y por América.

Este espíritu ‑no saber estar sin hacer nada, pues el trabajo es enfermedad incurable para los hijos de Dios en el Opus Dei- lo observarían luego en Burgos, los que convivieron allí con él hasta que acabó la guerra, o los que se acercaban desde los frentes para estar unas horas.

En uno de estos viajes, José Luis Múzquiz se fijó en una cama cubierta con montoncitos de fichas. Dos personas las estaban clasificando. De montones de fichas como aquellos había surgido en 1934 la primera versión de Camino, que se publicó en Cuenca con el título de Consideraciones Espirituales. Don Josemaría tenía la costumbre de anotar, de vez en cuando, una o dos palabras en la pequeña agenda o libreta que llevaba en el bolsillo de la sotana. Era un movimiento rapidísimo, que no interrumpía las conversaciones. Esa palabra le serviría luego para recordar la idea que acababa de ocurrírsele, o la frase feliz que se había deslizado en la conversación. En sus horas de trabajo a solas redactaba aquellas ideas.

En los momentos de más sosiego en Burgos, fue pasando a máquina y seleccionando muchas de esas ideas, pues quería darlas a la imprenta cuanto antes, para facilitar la meditación de quienes estaban aún en los frentes o en la Armada. No se publicó hasta después de la guerra, por falta de medios económicos. Don Pedro Casciaro, que estuvo mucho tiempo con el Fundador del Opus Dei en Burgos, confirma que "no pasó ni una hora ocioso".

Se comprende la respuesta de don Fidel Gómez Colomo, cuando casualmente se lo encontró un día en Roma, por los primeros años cincuenta. Don Fidel había coincidido con él, en 1927, en la residencia sacerdotal de la calle Larra. Vivían allí varios sacerdotes "viejos", y tres jóvenes: don Fidel, don Josemaría y don Avelino, que se ocupaban de hacer los arreglos necesarios en la residencia, de gestionar instalaciones pendientes, etcétera. Ya en Roma, caminaba don Fidel hacia la Dataría Apostólica, para llevar un paquete al Cardenal Tedeschini. Se paró un coche, y oyó que don Josemaría le llamaba:

‑Dónde vas, Fidel, despistado? Te llevo en coche.

Cuando le invitó a la casa donde vivía, don Fidel se negó a ir, bromeando:

‑He oído que la estás construyendo y como tú haces trabajar a todos, no voy, porque me harás poner ladrillos.

Vicente Ballester Domingo, religioso salesiano, fue secretario particular de don Marcelino Olaechea entre 1937 y 1939. Don Marcelino, que quería entrañablemente al Fundador del Opus Dei, lo alojó en el palacio episcopal de Pamplona, al poco de regresar a España después de cruzar la frontera de Andorra. Don Vicente Ballester sintetiza en dos palabras aquella época: "no paraba‑: "don Josemaría iba de un sitio a otro, en un continuo e incansable ajetreo para atender a los socios de la Obra, a multitud de otras personas objeto de su celo pastoral en diferentes puntos de España, y a los sacerdotes, a los que dedicaba una atención y cariño especiales".

Mons. Escrivá de Balaguer no paró hasta el momento mismo de su muerte, el 26 de junio de 1975. Murió en el cuarto donde solía trabajar.

 

 
 
 
 
 

Aquel médico de Cádiz estaba siempre rabiando en la consulta de la Seguridad Social. En noviembre de 1972 escuchó a Mons. Escrivá de Balaguer en Pozoalbero. A la salida, razonaba con su mujer:

‑Desde ahora, a cada enfermo del Seguro lo voy a tratar como si yo fuera su propia madre.

Miles de anécdotas como ésta se han repetido desde el 2 de octubre de 1928. Al calor de las palabras del Fundador del Opus Dei, hombres y mujeres de todo el mundo hemos hecho el firme propósito de santificar el trabajo. Éste era el gran mensaje que tenía que difundir entre los hombres, haciendo vivo, actual, el designio divino.

Josef Ganglberger, también médico, profesor de la Universidad de Viena, escribe en septiembre de 1975 cómo gracias a Mons. Escrivá de Balaguer ha conocido el valor del trabajo como medio de santificación: "Como él mismo decía, cualquier trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca, contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales, a manifestar su dimensión divina, y es asumido e integrado en la obra prodigiosa de la Creación y de la Redención del mundo: se eleva así el trabajo al orden de la gracia, se santifica, se convierte en obra de Dios".

Y un suizo, Edwin Zobel, comenzó a tratar en 1949, por razones de trabajo, a algunas personas del Opus Dei: "En todos ellos admiraba el mismo espíritu de trabajo, trabajo serio hecho a conciencia. A mí ‑que he sido trabajador incansable durante toda mi vida‑ me sorprendía la capacidad de trabajo de aquellos chicos jóvenes". Hasta que la fuerza del ejemplo de esas personas, que hacían los mayores sacrificios personales con una sonrisa en los labios, le movieron a orientar su vida por nuevos derroteros.

Un catedrático de Derecho del Trabajo mantenía, en el diario Informaciones de Madrid, que una de las más importantes innovaciones de Mons. Escrivá de Balaguer era precisamente su esfuerzo por unir vida cristiana y trabajo ordinario. Juan A. Sagardoy se fijaba en algunas posibles consecuencias sociales de ese espíritu: encontrar un sentido cristiano para el trabajo puede liberar y dignificar al que lo presta, en una época como la nuestra en que con tanta frecuencia sucede lo contrario, que el trabajo acaba con lo mejor del hombre.

Y Alejandro Corniero, comentarista en El Noticiero Universal de temas relacionados con el trabajo y la justicia, improvisaba estas línas el viernes 27 de junio de 1975: "Este hombre muerto ayer dedicó su existencia a ayudar a la gente a realizar su destino sobrenatural por la humana vía de ser más trabajadores y más justos. Enseñó que trabajar con autenticidad es amar el propio quehacer profesional y realizarlo con afán de obra bien hecha. Enseñó que una manera de hacer justicia con autenticidad es poner también aquel afán en el cumplimiento de toda clase de deberes: porque ‑fijémonos bien‑ en la raíz de toda injusticia se encuentra la negación ola limitación del derecho de otros y esta situación se produce cada vez que alguien, obligado frente ¿f ese otro o, genéricamente, frente a la sociedad, incumple ese deber. De tal forma, que si todos cumpliéramos nuestras obligaciones, la injusticia sería erradicada: así como suena".

A Noel Zapico, conocido dirigente laboral español, le parece de justicia señalar "la decisiva aportación de Monseñor Escrivá de Balaguer para que los cristianos sepamos descubrir el sentido humano y sobrenatural del trabajo".

De este convencimiento participan hoy miles de personas en todo el mundo, que por la predicación y el ejemplo del Fundador del Opus Dei han aprendido que sus desvelos en el trabajo o en la vida de familia pueden convertirse en verdadero servicio a Dios y a los demás. Como corrobora un trabajador madrileño, Juan Muñoz Batanero, vigilante de fincas urbanas, "nos ha hecho un gran bien a muchas personas que, como yo, se dedican a trabajos muy corrientes y pueden pensar que no sirven para casi nada".

Pero está claro que este enfoque de la vida cristiana no se circunscribe a una época histórica. Es de suyo universal, porque, mientras haya hombres en la tierra, los hombres trabajarán. De manera que, con y desde el trabajo, se abre una vía de santificación en la que caben todos los hombres, de todos los tiempos, de toda cultura. No es preciso cambiar de sitio para buscar la santidad.

Santificar el trabajo exige respetar el orden de la naturaleza de las cosas creadas, la autonomía legítima de lo temporal, porque ‑lejos de todo atisbo teocrático‑ el reino de Dios es una realidad en el corazón de los cristianos, que vivifican el alma de la sociedad entera ‑sin dogmas ni carriles de dirección única‑, cuando pugnan porque Cristo reine en el centro de su vida ordinaria. El Fundador del Opus Dei esclareció muchas veces aquella luz que Dios le hizo ver en los primeros tiempos de la Obra:

Cuando un día, en la quietud de una iglesia madrileña, yo me sentía :nada! ‑no poca cosa, poca cosa hubiera sido aún algo‑, pensaba: ¿Tú quieres, Señor, que haga toda esta maravilla? Y alzaba la Sagrada Hostia, sin distracción, a lo divino... Y allá, en el fondo del alma, entendí con un sentido nuevo, pleno, aquellas palabras de la Escritura: Et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (loann., XII, 32). Lo entendí perfectamente.

El Señor nos decía: ;si vosotros me ponéis en la entraña de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño..., entonces, omnia traham ad meipsum! ¡Mi reino entre vosotros será una realidad!

El propio Fundador explicó esta idea central en infinidad de ocasiones con palabras precisas y atrayentes. He aquí algunas, entresacadas de varias de sus respuestas a diversos periodistas, que fueron publicadas en un libro con el título conocido de Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer:

El Señor suscitó el Opus Dei en 1928 para ayudar a recordar a los cristianos que, como cuenta el libro del Génesis, Dios creó al hombre para trabajar. Hemos venido a llamar de nuevo la atención sobre el ejemplo de Jesús que, durante treinta años, permaneció en Nazareth trabajando, desempeñando un oficio. En manos de Jesús el trabajo, y un trabajo profesional similar al que desarrollan millones de hombres en el mundo, se convierte en tarea divina, en labor redentora, en camino de salvación.

El espíritu del Opus Dei recoge la realidad hermosísima ‑olvidada durante siglos por muchos cristianos‑ de que cualquier trabajo digno y noble en lo humano, puede convertirse en un quehacer divino. En el servicio de Dios, no hay oficios de poca categoría: todos son de mucha importancia.

Para amar a Dios y servirle, no es necesario hacer cosas raras. A todos los hombres sin excepción, Cristo les pide que sean perfectos como su Padre celestial es perfecto (Mt., V, 48). Para la gran mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo, y encontrar así a Dios en el camino de sus vidas.

Las condiciones de la sociedad contemporánea, que valora cada vez más el trabajo, facilitan evidentemente que los hombres de nuestro tiempo puedan comprender este aspecto del mensaje cristiano que el espíritu del Opus Dei ha venido a subrayar. Pero más importante aún es el influjo del Espíritu Santo, que en su acción vivificadora ha querido que nuestro tiempo sea testigo de un gran movimiento de renovación en todo el cristianismo. Leyendo los decretos del Concilio Vaticano II se ve claramente que parte importante de esa renovación ha sido precisamente la revaloración del trabajo ordinario y de la dignidad de la vocación del cristiano que vive y trabaja en el mundo.

Con el comienzo de la Obra en 1928, mi predicación ha sido que la santidad no es cosa para privilegiados, sino que pueden ser divinos todos los caminos de la tierra, todos los estados, todas las profesiones, todas las tareas honestas. Las implicaciones de ese mensaje son muchas y la experiencia de la vida de la Obra me ha ayudado a conocerlas cada vez con más hondura y riqueza de matices. La Obra nació pequeña, y ha ido normalmente creciendo luego de manera gradual y progresiva, como crece un organismo vivo, como todo lo que se desarrolla en la historia.

Pero su objetivo y razón de ser no ha cambiado ni cambiará por mucho que pueda mudar la sociedad, porque el mensaje del Opus Dei es que se puede santificar cualquier trabajo honesto, sean cuales fueran las circunstancias en que se desarrolla.

Hoy forman parte de la Obra personas de todas las profesiones: no sólo médicos, abogados, ingenieros y artistas, sino también albañiles, mineros, campesinos; cualquier profesión: desde directores de cine y pilotos de reactores hasta peluqueras de alta moda. Para los socios del Opus Dei el estar al día, el comprender el mundo moderno, es algo natural e instintivo, porque son ellos ‑junto con los demás ciudadanos, iguales a ellos‑ los que hacen nacer ese mundo y le dan su modernidad.

En un extenso artículo, que publicó el diario Avvenire de Milán, el 26 de julio de 1975, el Cardenal Baggio subrayaba la idea: santidad para el hombre de la calle, no ideal para privilegiados; lo que a muchos pareció herejía, después del Concilio Vaticano 11 se había convertido en principio indiscutible: "Lo que continúa siendo revolucionario en el mensaje espiritual de Mons. Escrivá de Balaguer es la manera práctica de orientar hacia la santidad cristiana a hombres y mujeres de toda condición, en una palabra: al hombre de la calle.

"El modo de concretar, en la práctica, este mensaje se basa en tres novedades características de la espiritualidad del Opus Dei: 1) ante todo, los seglares no deben abandonar ni despreciar el mundo, sino quedarse dentro, amando y compartiendo la vida de sus conciudadanos; 2) quedándose en el mundo, los seglares deben saber descubrir el valor sobrenatural de todas las normales circunstancias de su vida, incluidas las más prosaicas y materiales; 3) en consecuencia, el trabajo cotidiano ‑es decir, el que ocupa la mayor parte del tiempo y caracteriza la personalidad de la mayoría de las personas‑ es lo primero que hay que santificar y el primer instrumento de apostolado".

Mons. Escrivá de Balaguer ha enseñado siempre que los laicos han de seguir el ejemplo de los primeros cristianos: en aquella época los fieles se esforzaban por vivir el Evangelio quedándose en el mundo, y participando plenamente en todas las actividades honestas de la sociedad. Y así como los primeros cristianos ‑hombres y mujeres, jóvenes y viejos, patricios, plebeyos y esclavos‑ se santificaron en su vida cotidiana y convirtieron el mundo pagano, igualmente los cristianos de hoy, si no tienen una vocación al estado religioso, están llamados a santificar el mundo desde dentro.

¿Tendré que volver a afirmar ‑aseguraba en 1967‑ que los hombres y las mujeres, que quieren servir a Jesucristo en la Obra de Dios, son sencillamente ciudadanos iguales a los demás, que se esfuerzan por vivir con seria responsabilidad ‑hasta las últimas conclusiones‑ su vocación cristiana? Nada distingue a mis hijos de sus conciudadanos.

No escapaban a Mons. Escrivá de Balaguer las consecuencias prácticas de una espiritualidad verdaderamente laical:

Son muchos los aspectos del ambiente secular, en el que os movéis, que se iluminan a partir de estas verdades. Pensad, por ejemplo, en vuestra actuación como ciudadanos en la vida civil. Un hombre sabedor de que el mundo ‑y no sólo el templo‑ es el lugar de su encuentro con Cristo, ama ese mundo, procura adquirir una buena preparación intelectual y profesional, va formando ‑con plena libertad‑ sus propios criterios sobre los problemas del medio en que se desenvuelve; y toma, en consecuencia, sus propias decisiones que, por ser decisiones de un cristiano, proceden además de una reflexión personal, que intenta humildemente captar la voluntad de Dios en esos detalles pequeños y grandes de la vida.

Y he aquí, en este punto, su acusada aversión a todo tipo de clericalismo: Pero a ese cristiano jamás se le ocurre creer o decir que él baja del templo al mundo para representar a la Iglesia, y que sus soluciones son las soluciones católicas a aquellos problemas. ;Esto no puede ser, hijos míos! Esto seria clericalismo, catolicismo oficial o como queráis llamarlo. En cualquier caso, es hacer violencia a la naturaleza de las cosas.

Esta pasión por la libertad es una herencia rica y fecunda que el Fundador del Opus Dei deja a los socios de la Obra y a todos los cristianos:

Tenéis que difundir por todas partes una verdadera mentalidad laical, que ha de llevar a tres conclusiones:

a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad personal;

a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que proponen ‑en materias opinables-soluciones diversas a la que cada uno de nosotros sostiene;

y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de Nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en banderías humanas.

El valor cristiano de la vida ordinaria lo realza así en esa Homilía de 1967 en el campus de la Universidad de Navarra: Yo solía decir a aquellos universitarios y a aquellos obreros que venían junto a mí por los años treinta ‑y el Cardenal Baggio observa aquí que faltaban otros tantos años y más para la Constitución pastoral Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II‑ que tenían que saber materializar la vida espiritual. Quería apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces y ahora, de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas.

¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser ‑en el alma y en el cuerpo‑ santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales.

Y el Fundador del Opus Dei insistía, consciente de la novedad de ese planteamiento:

El auténtico sentido cristiano ‑que profesa la resurrección de toda carne‑ se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a ser juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu.

El trabajo es, pues, la materia prima que hay que santificar, el instrumento de la santificación propia y de la santificación de los demás. La vida del cristiano no se construye con idealismos desencarnados, sino con esfuerzos concretos para la realización de una sociedad más justa, esfuerzos que ennoblecen todas las actividades humanas, desde las más vistosas a las más humildes e inadvertidas. Mons. Escrivá de Balaguer glosaba con frecuencia los conocidos textos de San Pablo: "Todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios"... "Ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para la gloria de Dios":

Esta doctrina de la Sagrada Escritura, que se encuentra ‑como sabéis‑ en el núcleo mismo del espíritu del Opus Dei, os ha de llevar a realizar vuestro trabajo con perfección, a amar a Dios y a los hombres al poner amor en las cosas pequeñas de vuestra jornada habitual, descubriendo ese algo divino que en los detalles se encierra.

En una Homilía titulada Hacia la santidad ampliaba: Cuando la fe vibra en el alma, se descubre, en cambio, que los pasos del cristiano no se separan de la misma vida humana corriente y habitual. Y que esta santidad grande, que Dios nos reclama, se encierra aquí y ahora, en las cosas pequeñas de cada jornada.

Me gusta hablar de camino, porque somos viadores, nos dirigimos a la casa del Cielo, a nuestra Patria. Pero mirad que un camino, aunque puede presentar trechos de especiales dificultades, aunque nos haga vadear alguna vez un río o cruzar un pequeño bosque casi impenetrable, habitualmente es algo corriente, sin sorpresas. El peligro es la rutina: imaginar que en esto, en lo de cada instante, no está Dios, porque ;es tan sencillo, tan ordinario!

Y hablando de los socios del Opus Dei, que procuran encarnar este mensaje nuevo ‑y sin embargo tan sencillo y natural‑ de la santificación del trabajo ordinario, el Fundador de la Obra especificaba en aquella Homilía de 1967:

Quienes han seguido a Jesucristo ‑conmigo, pobre pecador‑ son: un pequeño tanto por ciento de sacerdotes, que antes han ejercido una profesión o un oficio laical; un gran número de sacerdotes seculares de muchas diócesis del mundo (...) y la gran muchedumbre formada por hombres y mujeres ‑de diversas naciones, de diversas lenguas, de diversas razas‑ que viven de su trabajo profesional, casados la mayor parte, solteros muchos otros, que participan con sus conciudadanos en la grave tarea de hacer más humana y más justa la sociedad temporal; en la noble lid de los afanes diarios, con personal responsabilidad ‑repito‑, experimentando con los demás hombres, codo con codo, éxitos y fracasos, tratando de cumplir sus deberes y de ejercitar sus derechos sociales y cívicos. Y todo con naturalidad, como cualquier cristiano consciente, sin mentalidad de selectos, fundidos en la masa de sus colegas, mientras procuran detectar los brillos divinos que reverberan en las realidades más vulgares.

 
 
 
 
 
 

"Al hojear el Misal no he tenido más remedio que desilusionarme al ver que todas las santas han sido monjas, vírgenes, mártires o, por lo menos, viudas", concluye, no sin sentido del humor, Wilhelmine Burkhart, madre de familia, profesora de música en Viena: "Qué liberación pensar que no sólo el esfuerzo y el sufrimiento, sino también las actividades humanas que llenan de alegría ‑como es para mí el hacer o enseñar música- pueden transformar en una oración continua. Decenas de millares de personas deben este `camino' a Josemaría Escrivá de Balaguer".

La profesora Burkhart conoció la Obra a través de su hijo mayor, socio del Opus Dei. El 24 de septiembre de 1971 fue a verlo a Roma. Pudo estar también entonces con Mons. Escrivá de Balaguer. Su hijo le traducía del castellano al alemán palabras que hablaban de servir a la Iglesia con alegría, cada uno en su sitio: Tú puedes transformar tu arte en oración.

Hoy, con la perspectiva de los años, parece lo más normal del mundo que el espíritu que el Fundador del Opus Dei vio claro el 2 de octubre de 192$ se aplique por igual a los varones que a las mujeres. Sin embargo, en los primeros momentos, el Fundador no pensó en ellas. Se lo decía expresamente a las asociadas de la Obra:

Yo no quería fundar ni la Sección de varones ni la Sección femenina del Opus Dei. En la Sección femenina no había pensado nunca. Os aseguro con una seguridad física ‑así, física‑, que sois hijas de Dios.

Sucedió el 14 de febrero de 1930. Como sabemos, a Mons. Escrivá de Balaguer no le gustaba hablar de estos momentos íntimos en que el Señor le dio a conocer su Voluntad. Sin embargo, a veces ‑por indicación expresa de la Santa Sede y también por la insistencia de los socios de la Obra‑ relataba algunos detalles, para que supieran dar gracias a Dios, por la misericordia que mostraba hacia los hombres. Así, en una ocasión evocaba:

Para que no hubiera ninguna duda de que era Él quien quería realizar su Obra, el Señor ponía cosas externas. Yo había escrito: "Nunca habrá mujeres ‑ni de broma‑ en el Opus Dei". Y a los pocos días... el 14 de febrero: para que se viera que no era cosa mía, sino contra mi inclinación y contra mi voluntad.

Yo iba a casa de una anciana señora de ochenta años que se confesaba conmigo, para celebrar Misa en aquel oratorio pequeño que tenía. Y fue allí, después de la Comunión, en la Misa, cuando vino al mundo la Sección femenina. Al acabar, me fui corriendo a mi confesor, que me dijo: esto es tan de Dios como lo demás.

La fundación del Opus Dei salió sin mí; la Sección de mujeres, contra mi opinión personal, y la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, queriendo yo encontrarla y no encontrándola. También durante la Misa. Sin milagrerías: providencia ordinaria de Dios. Para mí es tan milagro que el sol salga y se ponga todos los días como que se detenga. Y más milagro es que salga y se ponga todos los días, según una ley impuesta por Dios, que ya conocemos los hombres.

Así, por procedimientos tan ordinarios, Jesús, Señor Nuestro, el Padre y el Espíritu Santo, con la sonrisa amabilísima de la Madre de Dios, de la Hija de Dios, de la Esposa de Dios, me han hecho ir para adelante siendo lo que soy: un pobre hombre, un borrico que Dios ha querido coger de su mano: ut iumentum factus sum apud te, et ego semper tecum (Ps., LXXII, 23).

Aquella casa en la que el Fundador del Opus Dei celebró la Santa Misa el 14 de febrero de 1930 estaba ‑ya no existe‑ en la calle Alcalá Galiano, n.° 1 y 3. Vivía allí la Marquesa de Onteiro, madre de la Fundadora de las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón. Era muy mayor, y pidió a su hija Luz que un sacerdote fuera a celebrar Misa en el oratorio privado de su casa. La Marquesa de Onteiro murió el 22 de enero de 1931, y fue enterrada en el panteón familiar de la Iglesia de la Concepción, en Madrid.

Con la fundación de la Sección femenina del Opus Dei, el Señor dejó en Mons. Escrivá de Balaguer el convencimiento, ya definitivo, de que también era misión de la mujer cristianizar el mundo desde dentro: tanto en el hogar, como en cualquier ocupación civil. Con el tiempo podría confiar a un periodista con toda justicia:

He dedicado mi vida a defender la plenitud de la vocación cristiana del laicado, de los hombres y de las mujeres corrientes que viven en medio del mundo, y, por tanto, a procurar el pleno reconocimiento teológico y jurídico de su misión en la Iglesia y en el mundo (...). Corresponde a los millones de mujeres y de hombres cristianos que llenan la tierra, llevar a Cristo a todas las actividades humanas, anunciando con sus vidas que Dios ama a todos y quiere salvar a todos. Por eso la mejor manera de participar en la vida de la Iglesia, la más importante y la que, en todo caso, ha de estar presupuesta en todas las demás, es la de ser íntegramente cristianos en el lugar donde están en la vida, donde les ha llevado su vocación humana.

Es bien patente hoy, a la vuelta de los años, que el mismo espíritu mueve a los socios y a las asociadas del Opus Dei. La unidad es tan plena ‑jurídica, espiritual y moral‑ como evidente la mutua autonomía. En alguna ocasión el Fundador comparó el trabajo de una y otra Sección de la Obra a dos borriquillos que tiran del mismo carro, en la misma dirección, como dos fuerzas paralelas, que no se interfieren ni se mezclan.

Cabría pensar que quizá el Señor, al separar las fechas fundacionales de las dos Secciones del Opus Dei, quiso que también su Fundador tuviera, desde el primer momento, conciencia clara de la realidad que más adelante expresaría con estas palabras certeras:

Por Voluntad de Dios, el Opus Dei consta de dos Secciones diferentes, completamente separadas, como dos obras distintas, una de hombres y otra de mujeres; sin interferencia alguna, ni de gobierno, ni de régimen económico, ni de apostolado, ni de hecho.

Mons. Escrivá de Balaguer dio alguna vez una razón sobrenatural de ese designio divino, que suscitó la Sección de mujeres de la Obra dieciséis meses y doce días después del 2 de octubre de 1928:

Si ‑en 1928‑ hubiera sabido lo que me esperaba, hubiera muerto: pero Dios Nuestro Señor me trató como a un niño; no me presentó de una vez todo el peso, y me fue llevando adelante poco a poco. A un niño pequeño no se le dan cuatro encargos de una vez. Se le da uno, y después otro, y otro más cuando ha hecho el anterior. ¿Habéis visto cómo juega un chiquillo con su padre? El niño tiene unos tarugos de madera, de formas y colores diversos... Y su padre le va diciendo: pon éste aquí, y ese otro ahí, y aquel rojo más allá... Y al final ‑ ¡un castillo!

Éste es el modo divino de hacer las cosas ‑escribiría lleno de agradecimiento en 1961‑: una primero y otra después, guiando los pasos, utilizando causas segundas, mediaciones humanas. Mirad lo que nos cuentan los Hechos de los Apóstoles, al narrar la conversión de Saulo. Después de que el Señor lo ha herido con su gracia, él dice: Domine, quid me vis facere? Señor, ¿qué quieres que haga? Y oye la respuesta divina: surge et ingredere in civitatem et ibi dicetur tibi quid te oporteat facere (Act. IX, 6); levántate, entra en la ciudad, y allí te dirán lo que conviene que hagas. ¿Veis?, una gracia primero, un encargo después: con una divina selección de tiempos, de modos y de circunstancias. Así ha ido el Señor haciendo su Obra: primero una Sección, después otra, y después ‑nuevo don‑ los sacerdotes. Y en cada aspecto de nuestro camino, en cada frente que había que ganar en esta hermosa guerra de paz, el Señor me ha tratado siempre así: primero esto, después aquello. Por eso, os repito, agradeced conmigo esta continua providencia amorosa que nuestro Padre Dios ha manifestado.

La consideración de esta bondad del Señor me mueve a contrición, por cuanto yo no haya sabido corresponder a tan grande misericordia. Y porque, a lo largo de este caminar, he hecho padecer a otros, por mis errores ‑no sé soportar sin protesta y sin lágrimas la injusticia: venga de donde venga y se haga a quien se haga‑, por mis errores, digo, y porque Dios Nuestro Señor tenía que prepararme: parece que daba una en el clavo y ciento en la herradura..., quizá porque me dolía más el dolor de los otros.

Desde el 14 de febrero de 1930, Mons. Escrivá de Balaguer se puso a trabajar, para iniciar la Sección femenina del Opus Dei. Su labor fue más lenta, porque, por delicadeza y prudencia, no podía tener con las mujeres que se sintieron atraídas por el mensaje de la Obra, la relación constante y continua que tenía con los varones (y así sería siempre: en concreto, jamás vivió en un Centro de la Sección de mujeres).

De otra parte, en aquellos años, las chicas jóvenes ‑en las que más fácilmente podía prender este nuevo espíritu‑ tenían poquísima libertad. Se veían obligadas a dar a sus padres todo tipo de explicaciones: dónde iban, con quién, a qué, cuándo volverían... Y entonces, jurídicamente, la Obra no era nada: atravesaba los momentos delicados del comienzo de la gestación.

En 1930, como vimos, don Josemaría era capellán en las Damas Apostólicas. A sus comedores de caridad, a sus roperos, a sus visitas de enfermos, iban, con afán apostólico, muchas chicas jóvenes de Madrid. Pero no consta que allí el Fundador hablara de la Obra. Conociéndole un poco, resulta lógico que fuera así: por respeto a esa Congregación, cuyas vocaciones surgían ordinariamente de aquellas chicas; y porque, si tenían vocación religiosa, no podían tenerla para la Obra que Dios le pedía, que era de trabajo civil, profesional, en medio de la sociedad.

Ésta debió ser otra de las razones por las que en 1931 dejó de trabajar en el Patronato de Enfermos. Como sabemos, allí no se limitaba a su oficio estricto de capellán, en la pequeña iglesia de las Damas Apostólicas, sino que su celo sacerdotal le llevaba a recorrer a diario los rincones más pobres de los suburbios madrileños. Debía dedicar más tiempo cada vez a la Obra que Dios le pedía. Con los varones podía hacer su apostolado en cualquier sitio: paseando por las calles de Madrid, o en su propia casa. Pero para la dirección espiritual de mujeres necesitaba el confesionario, mejor aún en una iglesia pública grande, como era la de Santa Isabel. Aquí, además de atender convenientemente a las Agustinas Recoletas, confesaba ‑ya desde hacía bastante tiempo‑ a un grupo de chicas, entre las que surgieron nuevas asociadas de la Obra.

En la iglesia de Santa Isabel, antes y después de la Misa que celebraba a las ocho de la mañana, estaba en el confesionario. Así conocieron algunas el Opus Dei. El fervor con que le veían celebrar el Santo Sacrificio les movía a confesarse con él, y a recibir de él dirección espiritual. Era marco propicio para abrir horizontes de santidad y de apostolado. Se formó un grupo, en el que estaban personas muy distintas: una profesora del contiguo colegio de la Asunción, una empleada, una enfermera, y varias chicas jóvenes que aún no trabajaban. Iban todas a confesarse a Santa Isabel, cada ocho días. Sólo allí veían al Fundador del Opus Dei, pues no asistía a las reuniones, que de vez en cuando, tenían en casa de las dos mayores. Tampoco las acompañaba los domingos al catecismo que llevaban en el barrio de La Ventilla.

Sin embargo, atendió sacerdotalmente con un celo extraordinario a María Ignacia García Escobar, una de las primeras asociadas del Opus Dei, que falleció en el Hospital del Rey el 13 de septiembre de 1933, de una manera verdaderamente santa. Sufrió mucho, pues padecía tuberculosis intestinal y tuvieron que hacerle varias operaciones. Es emocionante leer los cuadernos que María Ignacia escribió en aquel hospital de incurables, con un estilo que recuerda la más clásica literatura espiritual española. Había pedido la admisión en la Obra el 9 de abril de 1932 ‑"una nueva era de Amor", anota en su cuaderno dos días más tarde‑, pero antes de esa fecha venía ofreciendo por la intención de don Josemaría sus fiebres, sus múltiples molestias, sus intensos dolores que, por ejemplo, le impedían escribir durante semanas seguidas. María Escobar tuvo conciencia cierta de estar haciendo la Obra de Dios desde su cama en el hospital: "Hay que cimentarla bien. Para ello, procuremos que estos cimientos sean de piedra de granito, no nos ocurra lo que a aquel edificio de que habla el Evangelio, que fue edificado en la arena. Los cimientos, ante todo; luego, vendrá lo demás".

El dolor de los enfermos de aquel hospital fue cimiento inconmovible del Opus Dei. María Ignacia rezaba por la Obra desde que, en los últimos meses de 1931, don José María Somoano Berdasco le rogó:

‑María: hay que pedir mucho por una intención, que es para bien de todos. Esta petición no es de días: es un bien universal que necesita oraciones y sacrificios, ahora, mañana y siempre.

Don José María Somoano alentaba a muchos enfermos a ofrecer sus sufrimientos por aquella intención: y por ésta padecían sus molestias, ofrecían operaciones dolorosísimas, o comían cuando no tenían apetito. "De noche ‑anota María‑, cuando los dolores no me dejan dormir, me entretengo en recordarle su intención repetidas veces a Nuestro Señor".

Una hermana de María, Braulia, se trasladó a Madrid al final de la enfermedad. María estaba "maravillosamente atendida espiritualmente por el Padre. Iban también a verla y a hacerle compañía otras chicas; algunas pertenecían a la Obra".

Braulia registra las dificultades que tenía una de ellas para ir a dar el catecismo en un suburbio de Madrid, pues su familia se oponía a que fuese a barrios tan peligrosos entonces. Se acuerda también de otra, que mecanografiaba unos guiones, para ayudar a María a hacer la meditación, recogiendo en ellos los temas espirituales tratados en las reuniones que tenían.

Este grupo de mujeres sufriría mucho al iniciarse la guerra de España en julio de 1936. Perdieron contacto con el Fundador. Además, en la confusión de aquellos dramáticos momentos, les llegó la noticia de que había muerto. Algunas no volverían a verle nunca más, convencidas de su fallecimiento. A otras, al terminar la guerra, don Josemaría les hizo comprender que no tenían vocación para la Obra: no por falta de vibración espiritual, sino porque en esos años de alejamiento físico llegaron a inclinarse hacia modos de ser y actuar propios de la vida religiosa, modos que son santos para quienes Dios da esa vocación, pero no para quienes llama a servirle en el mundo.

Entretanto, el Fundador de la Obra había recomenzado su actividad, centrándola sobre todo en las hermanas de los chicos que eran socios de la Obra o estaban muy encariñados con ésta. Surgieron así vocaciones para la Sección femenina de la Obra, ya durante la guerra.

Al terminar la contienda, ya de nuevo don Josemaría en Santa Isabel, fueron por allí a confesarse. Pero muy pronto se trasladó a la calle de Jenner, donde ‑en un piso distinto al de la residencia de estudiantes‑ vivió con su madre y con sus hermanos.

Fue en esta casa de la calle Jenner donde Lola Fisac le oyó describir a fondo el Opus Dei: "Me pareció sobrecogedor y precioso. Me asustó un poco". Porque, aun cuando eran pocas, ya les planteaba la Obra en toda su extensión futura por el mundo. Y entonces, por no tener, no tenían ni siquiera un sitio donde reunirse.

A finales de 1940 alquilaron un piso pequeño en la calle Castelló, para hacer una labor apostólica, mientras todas seguían viviendo con sus familias. Lo instalaron como pudieron, llevando muebles de casa de sus padres. Pero la experiencia duró poco: no parecía prudente que un sacerdote joven acudiese asiduamente a un piso, en el que no vivía nadie, para formar a un grupo de chicas también jóvenes... Por esta razón, en diciembre de ese mismo año, abandonaron ese piso y comenzaron a ir a la calle de Lagasca, esquina con la de Diego de León, donde se había abierto un nuevo Centro de la Obra. A una zona independiente de esta casa se trasladó también la familia de don Josemaría. Dentro de esta zona ‑con plena separación de los varones- pudo atenderlas. Así se fueron formando estas nuevas asociadas del Opus Dei.

Pronto vinieron otras. Y se vio la conveniencia de organizar otro Centro de la Sección femenina de la Obra. Comenzó a funcionar en el verano de 1942, en la calle de Jorge Manrique.

La labor era aún incipiente, pero el panorama apostólico estaba bien definido. Don José Luis Múzquiz recuerda las explicaciones que daba el Fundador de la Obra en 1943 a los socios que iban a ser sacerdotes, y tendrían que atender espiritualmente a las asociadas del Opus Dei, que debían santificarse y hacer apostolado en su propia profesión u oficio. Unas pocas se ocuparían de los trabajos ‑trabajos profesionales‑ propios del cuidado y administración de los Centros de la Obra. La Sección de mujeres, además de los que tenía la Sección de varones, haría algunos apostolados propios: labor con campesinas, con bibliotecas circulantes, etc.

El Fundador de la Obra se entusiasmaba con esas labores que en el futuro llevarían a cabo las asociadas. Rezaba, hacía rezar, y ofrecía mortificaciones y penitencias para que la labor se desarrollara cuanto antes. Con paciencia infinita, se dedicaba a formar a aquellas mujeres. Soñad, y os quedaréis cortas, les alentaba. Infundía en ellas una fe gigante, pues humanamente apenas había nada. Pero tenía la seguridad ‑fiándose sólo de Dios- que la labor se extendería por todo el mundo. Y les consolaba ante las incomprensiones y contradicciones que no podían faltar: Si no encontráis la Cruz ‑le oyó don José Luis Múzquiz una vez que bendecía a una de ellas antes de salir de viajes señal de que no vais bien, pues no habréis encontrado a Jesucristo.

Desde el primer momento ‑lo cual no deja de ser un tanto insólito en aquella época‑ se ocupó de su formación doctrinal religiosa. Según relata Encarnación Ortega, en 1943, cuando en aquel Centro de la calle

‑del Seminario de Madrid‑ que nos daba clases de Teología y de canto gregoriano".

Ahora, apenas treinta años después, muchas asociadas de la Obra son doctoras por Facultades de Teología o de Derecho canónico, y están en condiciones de continuar esa labor de formación.

Otras muchas han adquirido títulos semejantes en las más diversas ciencias profanas, y ‑como escribió una periodista venezolana, Beatriz Mercedes Briceño‑Picón, en El Nacional de Caracas‑ "ejercen todas las profesiones y oficios nobles de la tierra, desde la sencilla y entrañable labor que lleva el amor cristiano al trabajo de la tierra, al taller, al hogar familiar, hasta la difícil misión de ejercer cátedras universitarias y altos cargos en la administración pública". Son mayoría ‑aunque esto no llame la atención a nadie‑ las mujeres del Opus Dei, madres de familia, que intentan hacer de sus hogares ámbitos de paz, luminosos y alegres, donde los hijos, desde los primeros años, aprendan a vivir las virtudes cristianas y a prepararse para trabajar seriamente en servicio de sus hermanos los hombres.

Pero de lo que no cabe la menor duda es que el mismo espíritu, equivalente responsabilidad, idéntica urgencia humana y apostólica atañen al hombre y a la mujer. Porque ‑para Mons. Escrivá de Balaguer‑ no hay diferencia ninguna entre ellos cuando se trata de su dignidad como personas o de su condición de hijos de Dios. Las peculiaridades del varón o de la mujer sólo pueden entenderse a partir de su igualdad fundamental, como explicó brillante y claramente en sus respuestas a la directora de la revista Telva de Madrid, que fueron recogidas en Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer. Invito al lector a fijarse, por ejemplo, en el número 90 de ese libro y a leerlo sustituyendo, siempre que aparece la palabra "mujer", por la palabra "varón": verá que no hay ninguna diferencia; porque son en todo semejantes sus responsabilidades como personas, como hijos de Dios.

Se entiende su desahogo, en otro pasaje de ese libro ‑número 14‑, cuando declara:

Aún recuerdo el asombro e incluso la crítica ‑ahora en cambio tienden a imitar, en esto como en tantas otras cosas con que determinadas personas comentaron el hecho de que el Opus Dei procurara que adquiriesen grados académicos en ciencias sagradas también las mujeres que pertenecen a la Sección femenina de nuestra Asociación.

Pienso, sin embargo, que estas resistencias y reticencias irán cayendo poco a poco. En el fondo es sólo un problema de comprensión eclesiológica: darse cuenta de que la Iglesia no la forman sólo los clérigos y los religiosos, sino que también los laicos ‑mujeres y hombres‑ son Pueblo de Dios y tienen, por Derecho divino, una propia misión y responsabilidad.

 
 
 
 
 
 

El 13 de julio de 1975, el Cardenal Casariego confería en Barcelona la ordenación sacerdotal a 54 profesionales, socios del Opus Dei. Con ellos, sumaban ya casi un millar los socios laicos de la Obra que habían sido llamados al sacerdocio, desde que fueron ordenados por don Leopoldo Eijo y Garay los tres primeros ‑don Álvaro del Portillo, don José María Hernández de Garnica y don José Luis Múzquiz‑, en Madrid el 25 de junio de 1944.

Fue ésta una fecha importante, que quedó grabada para siempre en el corazón del Fundador del Opus Dei. En más de una ocasión comentaría que esa primera ordenación de sacerdotes le causó a la vez mucha alegría y mucha tristeza:

Amo de tal manera la condición laical de nuestra Obra, que sentía hacerlos clérigos, con un verdadero dolor; y, por otra parte, la necesidad del sacerdocio era tan clara, que tenía que ser grato a Dios Nuestro Señor que llegaran al altar esos hijos míos.

La Obra necesitaba sacerdotes que, junto a la preparación y virtudes de todos los buenos sacerdotes, tuvieran una experiencia personal y un conocimiento bien vivido del espíritu del Opus Dei, para servir con su ministerio a los socios y asociadas de la Obra y para colaborar con el apostolado de los laicos: porque éstos, aunque a través del trato con sus iguales hacen una labor eficaz de ayuda espiritual, acaban por toparse necesariamente con lo que Mons. Escrivá de Balaguer llamaba muy gráficamente muro sacramental.

Necesitamos ‑ponderaba en 1945‑ sacerdotes con nuestro espíritu: que estén bien preparados; que sean alegres, operativos y eficaces; que tengan un ánimo deportivo ante la vida; que se sacrifiquen gustosos por sus hermanos, sin sentirse víctimas.

Y, recordando la ordenación de los tres primeros, agradecía las sinceras congratulaciones que había recibido de personas de todos los ambientes, subrayando este nuevo fenómeno pastoral que se verifica dentro de la Obra de Dios: hombres jóvenes que ejercen una profesión universitaria, con la vida humanamente abierta para hacer libremente su voluntad, que van a servir, sin estipendio alguno, a todas las almas ‑especialmente a las de sus hermanos‑ y a trabajar duramente, porque las horas del día serán pocas para su tarea espiritual.

Efectivamente, había surgido así en la vida de la Iglesia un nuevo fenómeno pastoral, pero también jurídico. Pues en el Opus Dei no cambia la llamada de Dios al cumplimiento perfecto de la vocación cristiana por el hecho de ser sacerdote. Aunque el sacerdocio es lo más grande que Dios puede dar a un alma, queda también claro en la mente del Fundador del Opus Dei que para nosotros el sacerdocio es una circunstancia, un accidente, porque ‑dentro de la Obra‑ la vocación de sacerdotes y de seglares es la misma.

En el Opus Dei todos somos iguales. Sólo hay una diferencia práctica: los sacerdotes tienen más obligación que los demás de poner su corazón en el suelo como una alfombra, para que sus hermanos pisen blando.

No es el momento de profundizar en la novedad y en la riqueza ascética y teológica de este fenómeno pastoral, ahora tan difundido. Lo resumió muy bien el Cardenal Frings, el 27 de agosto de 1972, con ocasión de la primera Misa solemne de un sacerdote del Opus Dei en Colonia: "Ha sido voluntad de

Jesucristo, que fundó la Iglesia y le dio su régimen, que los santos sacramentos en su mayoría sólo puedan ser administrados por aquellos que han recibido la ordenación sacerdotal. Y por eso también esta Asociación necesita sacerdotes, los cuales, sin embargo, no ostentan en general cargos dentro de la Asociación; esto es cosa de los laicos. Pero cuando se trata de celebrar la Santa Misa o de administrar los sacramentos, especialmente de la Penitencia, del Altar, o de dar dirección espiritual personal a cada uno, el sacerdote no puede faltar. Es una actividad discreta, sin brillo, la que asume el sacerdote del Opus Dei. Por tanto, tiene que ser consciente, desde el primer momento, de que no le esperan honores, sino una tarea de servicio a los laicos que en la Iglesia de Cristo se esfuerzan por seguir su camino para alcanzar la santidad. Ésta es la tesis que Mons. Escrivá de Balaguer ha predicado desde hace tanto tiempo y que el Concilio Vaticano II ha hecho suya".

Es de justicia observar que esto, que hoy parece normal a millares y millares de personas en todo el mundo ‑porque lo han visto hecho vida en cientos de sacerdotes del Opus Dei‑, requirió del Fundador mucha oración y mucha penitencia. En un escrito de 1956, Mons. Escrivá de Balaguer hacía ver a los socios de la Obra que había rezado con confianza e ilusión, durante tantos años, por los primeros sacerdotes, y por los que más tarde seguirían su camino; y recé tanto, que puedo afirmar que todos los sacerdotes del Opus Dei son hijos de mi oración.

Tenía la certeza sobrenatural de que los sacerdotes debían proceder de los seglares de la propia Obra, pero no sabía cómo resolver los graves problemas jurídicos que esto planteaba. Su oración de años fue escuchada:

El 14 de febrero de 1943, después de buscar y de no encontrar la solución jurídica, el Señor quiso dármela, precisa, clara. Al acabar de celebrar la Santa Misa en un Centro de la Sección femenina (...), pude hablar de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz.

Aquel Centro estaba en el chalet, hoy desaparecido, de la calle Jorge Manrique, de Madrid, en el que la Sección de mujeres de la Obra pudo tener al Señor en el Sagrario.

Antes del 14 de febrero de 1943, aun sin estar todavía resuelto el problema, con gran fe en la Providencia divina, el Fundador del Opus Dei había hecho comenzar ‑con anticipación de años los estudios sacerdotales a un grupo de socios de la Obra. Con la aprobación del Obispo de Madrid, buscó un cuadro de profesores verdaderamente excepcional. Entre ellos estaban algunos dominicos de gran prestigio, que enseñaban en el "Angelicum" de Roma y no habían podido regresar por causa de la guerra mundial, como el P. Muñiz, que les explicó Teología Dogmática, o el P. Severino Álvarez, profesor de Derecho Canónico. Don José María Bueno Monreal, hoy Cardenal de Sevilla, les explicó Teología Moral. El actual arzobispo castrense, Fray José López Ortiz, era profesor de Historia de la Iglesia. El P. Celada, O.P., que había trabajado muchos años en el Instituto Bíblico de Jerusalén, les enseñaba Sagrada Escritura. También fueron profesores suyos Fray Justo Pérez de Urbel, especialista en Liturgia, don Máximo Yurramendi, después obispo de Ciudad Rodrigo, don Joaquín Blázquez, actual Director del Instituto de Teología Francisco Suárez, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, el P. Permuy, C.M.S., etc.

Años después, el 25 de junio de 1969, Mons. Escrivá de Balaguer quiso celebrar en Roma las bodas de plata sacerdotales de los primeros. Ese día los recuerdos se hicieron más vivos:

Cuando se iban a ordenar estos tres primeros, estudiaron apasionadamente y tuvieron el mejor profesorado que pude encontrar, porque he tenido siempre el orgullo de la preparación científica de mis hilos como base de su actuación apostólica. Estudiaron mucho, mucho, mucho... Yo os doy las gracias, porque me habéis dado el orgullo santo ‑que no ofende a Dios‑ de poder decir que habéis tenido una preparación eclesiástica maravillosa.

Puso gran empeño en su preparación. Les hizo estudiar sin prisas, sin correr, pero, al mismo tiempo, sin ningún periodo de vacaciones.

Tenían las clases en la casa de la calle Diego de León, y también allí se examinaban, ante un tribunal formado por tres de aquellos profesores. Mientras fue necesario, pasaron los exámenes de los cinco años de latín y del bienio filosófico en el Seminario Conciliar de Madrid.

Pero no se dedicaban exclusivamente al estudio. Alternaban las clases con el trabajo y con la atención de las actividades apostólicas. Estaban realmente ocupados, sobre todo, don Álvaro del Portillo, que era ya Secretario general del Opus Dei y ayudaba al Fundador de un modo especial. Sacaban tiempo ‑del día y de la noche‑ para estudiar, y lo hacían a fondo. Eran conscientes de que debían combinar la seriedad científica con la disponibilidad más completa, pues aumentaban los socios y las tareas apostólicas, y Mons. Escrivá de Balaguer seguía siendo el único sacerdote.

Por eso, cuando tenían unas cuantas asignaturas cursadas ‑con las mismas horas de clase que se exigían en una Universidad Pontificia‑, pendientes sólo del examen, se iban de Madrid, generalmente a El Escorial, y se centraban en el estudio y preparación próxima de las pruebas finales.

El Fundador del Opus Dei siguió muy de cerca sus estudios. Y quiso encargarse directamente de la formación espiritual, pastoral y apostólica, de aquellos futuros sacerdotes. Es don José Luis Múzquiz quien rememora, con agradecimiento, los paseos que algunas veces daban por las carreteras de los alrededores de Madrid. Y, también, durante las épocas de preparación para los exámenes ‑en El Escorial o en El Encantiño, una pensión cerca de Torrelodones‑, las visitas que les hacia, al atardecer, para hablar con ellos, pasear un rato, e irles formando en el mejor modo de servir a la Iglesia, al Papa, a las almas todas, a la Obra, con su inmediata labor sacerdotal: "Todo esto lo hacia el Padre sin darle importancia, como si no supusiese ningún esfuerzo. Pero era un esfuerzo añadido a toda la carga que llevaba encima: la dirección de la Obra, ser el único sacerdote con un trabajo incesante y agotador; y, además, las calumnias e incomprensiones que pesaban sobre sus hombros".

Años más tarde, en 1956, se refería en estos formación de aquellos tres sacerdotes:

Desde que preparé a los primeros sacerdotes de la Obra, exageré ‑si cabe‑ su formación filosófica y teológica, por muchas razones: la segunda, por agradar a Dios; la tercera, porque había muchos ojos llenos de cariño puestos en nosotros, y no se podía defraudar a esas almas; la cuarta, porque había gente que no nos quería, y buscaba una ocasión para atacar; después, porque en la vida profesional he exigido siempre a mis hijos la mejor formación, y no iba a ser menos en la formación religiosa. Y la primera razón ‑puesto que yo me puedo morir de un momento a otro, pensaba‑, porque tengo que dar cuenta a Dios de lo que he hecho, y deseo ardientemente salvar mi alma.

Desde entonces, periódicamente, con toda naturalidad y sencillez, se ha ido repitiendo esa leva de sacerdotes, que ofrece un balance extraordinario. Como dijo el Cardenal Casariego en 1975, "por primera vez en la historia de la Iglesia, un sacerdote, mientras vivió, ha llevado al sacerdocio cerca de un millar de profesionales, especialistas en muchas ciencias humanas y nativos de los cinco continentes". Aunque no hubiera hecho otra cosa ‑comentó por aquellos días un sacerdote sevillano‑ "ya habría hecho algo realmente admirable".

Sin embargo, la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz no quedó completa, por decirla así, hasta que pudieron incorporarse también sacerdotes que no habían sido del Opus Dei antes de su ordenación. Al Fundador le sucedió ‑ante estos sacerdotes diocesanos‑ algo semejante a lo que habla experimentado con la ordenación de los primeros socios de la Obra. Tenía clara la idea, pero no encontraba el modo jurídico de llevarla a la práctica, pues no había ningún camino abierto en el Derecho canónico entonces vigente.

Desde el punto de vista teológico, la vocación al Opus Dei era la misma para los laicos y para los sacerdotes diocesanos: el mismo fenómeno teológico vocacional, solía decir el Fundador. Pero no vela la solución jurídica (como con tantos otros problemas, que hoy parecen fáciles y elementales, porque están resueltos).

Llegó a decidirse a abandonar el Opus Dei, para dedicarse a una nueva fundación para sacerdotes diocesanos: por amor vuestro, que es amor a Jesucristo, aseguraría con palabras emocionadas el 14 de noviembre de 1972 en La Lloma (Valencia) a un grupo numeroso de sacerdotes. Lo comunicó a los directores y directoras del Opus Dei. Se pusieron tristes, y alegres, porque comprendían la necesidad apostólica. Avisó a su hermana Carmen y a su hermano Santiago de que si comenzaban otra vez las calumnias, no se preocupasen: ‑Es esto. Antes había informado a la Santa Sede, que le dio su visto bueno.

Había sacerdotes que estaban esperando la solución del problema, algunos desde que habían conocido al Fundador de la Obra. Desde entonces le habían manifestado sus deseos de formar parte del Opus Dei. Él tenía que hacerles esperar.

Pero, en un momento dado, el Señor le hizo comprender que no era necesaria una nueva fundación y que, por tanto, no debía abandonar la Obra.

Como expondría luego muchas veces, Dios arregla las cosa muy bien, y como todos ‑sacerdotes y laicos‑ tienen la misma vocación, también jurídicamente han cabido en el Opus Dei los sacerdotes diocesanos. Muchos años después, en 1972, en Islabe (Derio, Vizcaya), confesaba a un buen grupo de ellos:

Agradezco a Nuestro Señor que vosotros seáis hermanos de vuestros hermanos, y que no haya habido necesidad de escindir un corazón de padre y de madre.

 

 
 

 

 

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