Capítulo Tercero. La fundación del Opus Dei
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Don
Josemaría comenzó a trabajar en Madrid en los primeros meses de 1927.
Desplegaba una amplia labor sacerdotal tal, era capellán del Patronato de
Enfermos de las Damas Apostólicas, daba clases en la Academia Cicuéndez, y
preparaba su doctorado en Derecho. Entretanto, rezaba y seguía esperando
que la Voluntad divina se le manifestase claramente.
Así
le sorprendió el 2 de octubre de 1928. Fue en esta fecha, haciendo unos
días de retiro en la casa de los Paúles de la calle García de Paredes de
Madrid, cuando vino al mundo el Opus Dei.
A
Mons. Escrivá de Balaguer no le gustó nunca –porque comprendió que la Obra
era de Dios y no deseaba robar nada de la gloria del Señor‑ hablar ni
descender a detalles de ese 2 de octubre de 1928, fecha en que supo con
transparente claridad que él, entonces un sacerdote de 26 años, apenas
conocido, sin medios humanos, era el instrumento elegido por Dios para
realizar en la tierra la empresa divina del Opus Dei.
En
octubre de 1967, el director de la revista Palabra le planteaba una
intencionada cuestión: "En diversas ocasiones, y al referirse al comienzo
de la vida del Opus Dei, usted ha dicho que únicamente poseía juventud,
gracia de Dios y buen humor. Por los años veinte, además, la doctrina
del laicado aún no había alcanzado el desarrollo que actualmente
presenciamos. Sin embargo, el Opus Dei es un fenómeno palpable en la vida
de la Iglesia. ¿Podría explicarnos cómo, siendo un sacerdote joven, pudo
tener una comprensión tal que permitiera realizar este empeño?"
Como en tantas otras ocasiones la respuesta fue aparentemente evasiva:
Yo
no tuve y no tengo otro empeño que el de cumplir la Voluntad de Dios:
permítame que no descienda a más detalles sobre el comienzo de la Obra
‑que el Amor de Dios me hacía barruntar desde el año 1917‑, porque están
íntimamente unidos con la historia de mi alma, y pertenecen a mi vida
interior. Lo único que puedo decirle es que actué, en todo momento, con la
venia y con la afectuosa bendición del queridísimo Sr. Obispo de Madrid,
donde nació el Opus Dei el 2 de octubre de 1928. Más tarde, siempre
también con el beneplácito y el aliento de la Santa Sede y, en cada caso,
de los Revmos. Ordinarios de los lugares donde trabajamos.
En
esta actitud se refleja una realidad que ha sido constante en la vida de
la Iglesia: quienes han recibido carismas de Dios han sido muy poco
carismáticos; todo su empeño fue siempre hacer ver a los demás que eso que
ellos decían tenía el refrendo de las autoridades eclesiásticas: era de
Dios por ser de la Iglesia, y estar aprobado por la Jerarquía.
El
Fundador del Opus Dei mantenía ese delicado silencio. incluso, ante socios
de la Obra. Así sucedió, por ejemplo, un día 2 de octubre de 1968, que
pasó en Pozoalbero (Cádiz). Lo narra don José Luis Múzquiz, presente en
aquella ocasión. Las razones que dio para no contar apenas nada eran las
siguientes:
‑la
primera, que ya lo sabéis;
‑la
segunda, que os lo encontraréis escrito cuando yo rece muera;
‑la
tercera, que creeríais que yo soy algo y soy solamente un pobre
pecador;
‑y
la cuarta, la más importante, es que sí ha habido cosas extraordinarias en
la Obra, pero lo "nuestro" es la santificación de las cosas ordinarias.
Aquel 2 de octubre de 1928, durante esos días de retiro en la casa de los
Paúles en la calle García de Paredes de Madrid, le habían asignado un
cuarto que estaba en una zona hoy desaparecida. Mientras hacía oración en
ese cuarto ‑comentaba en público recientemente don Álvaro del Portillo‑
vio el Opus Dei y oyó el repicar de las campanas de la no muy lejana
parroquia de Nuestra Señora de los Ángeles, junto a Cuatro Caminos, que
sonaban a voleo festejando a su Patrona.
Desde ese momento
‑diría predicando el 2 de octubre de 1962‑ no tuve ya tranquilidad
alguna, y empecé a trabajar, de mala gana, porque me resistía a meterme
a fundar nada; pero comencé a trabajar, a moverme, a hacer: a poner los
fundamentos.
Y
lo hizo con plena confianza en el querer de Dios, como reconocía
‑agradecido‑ en 1950: La Sabiduría infinita me ha ido conduciendo, como
si jugara conmigo, desde la oscuridad de los primeros barruntos, hasta la
claridad con que veo cada detalle de la Obra, y bien puedo decir: Deus
docuisti me a iuventute mea; et usque nunc pronuntiabo mirabilia tua (Ps.,
LXX, 17), el Señor me ha ido adoctrinando desde el principio de la Obra, y
no puedo menos de cantar sus maravillas y luchar para que se cumpla su
voluntad, porque está en juego la salvación de mi alma, si no lo hiciera.
Y
para abrir paso a este querer divino, verdadero fenómeno teológico,
pastoral y social en la vida de la Iglesia
‑ratificaría en 1961 en una carta que es auténtico canto de acción de
gracias a la misericordia divina‑, Dios me llevaba de la mano,
calladamente, poco a poco, hasta hacer su castillo: da este paso ‑parece
que decía‑, pon esto ahora aquí, quita esto de delante y ponlo allá. Así
ha ido el Señor construyendo su Obra, con trazos firmes y perfiles
delicados, antigua y nueva como la Palabra de Cristo.
En
la historia de nuestro camino jurídico dentro de la vida de la Iglesia,
aparece con mucha claridad este juego divino del que
os hablo. No he tenido que andar calculando, como jugando al ajedrez;
entre otras cosas porque nunca he pretendido averiguar la jugada del otro,
para poder dar jaque mate después. Lo que he tenido que hacer es dejarme
llevar.
Desde 1943 a 1950, la Iglesia dio al Opus Dei todas las aprobaciones. Bien
patente aparece en estos documentos pontificios el reconocimiento del
carácter sobrenatural de aquella misión pata cuyo cumplimiento su Fundador
seguía considerándose instrumento inepto y sordo. Estaba
definitivamente claro, como en abril de 1970 diría el Cardenal Dell'Acqua,
que en la Iglesia, justamente, "se considera esta Obra como una Obra del
Señor". Otro ilustre prelado, el Cardenal Baggio, suscribiría poco después
de la muerte de Mons. Escrivá de Balaguer: "No tenemos la necesaria
perspectiva para valorar el alcance histórico de la enseñanza (en tantos
aspectos auténticamente revolucionaria y anticipadora) y de la acción
pastoral (de una eficacia y una irradiación sin equivalentes) de este
insigne hombre de la Iglesia. Pero es evidente desde ahora que la vida, la
obra y el mensaje del Fundador del Opus Dei constituyen un viraje o, más
exactamente, un capítulo nuevo y original en la historia de la
espiritualidad cristiana, si la consideramos ‑y así debe ser‑ como un
camino rectilíneo bajo la guía del Espíritu Santo".
El
Cardenal Primado de España, don Marcelo González Martín, publicó unas
reflexiones, a las que ya se ha aludido en estas páginas, sobre el
carácter sobrenatural del Opus Dei. A su juicio, para explicar el éxito
del Fundador al sacar adelante su empresa, no basta acudir al "carácter de
quien la acometió; no está ahí el secreto. Porque la empresa es de índole
sobrenatural y, por mucho que ayuden las condiciones personales del que la
promueva, como instrumento eficaz, se necesita otra clave mucho más,
íntima y radical. Un carácter humano, por muy dotado que este para la
perseverancia y el entusiasmo en el servicio a una causa, si sólo cuenta
con sus propios recursos instrumentales se dispersa en la inoperancia
real, cuando la causa es precisamente vivir enamorado de la santidad y
comunicar a los demás el mismo amor. Su actividad se convierte entonces en
activismo; s a palabra, en griterío o en susurro; pero nada más, y la
energía de su voluntad se transforma en puro afán de mando. Nada de esto
sirve para llevar por los caminos de la perfección cristiana. El que lo
intente fracasará a las primeras de cambio".
¿Cuál era esta empresa sobrenatural para la que Dios llamaba a don
Josemaría Escrivá de Balaguer? El Cardenal Primado de España lo sintetiza
en pocas palabras: "la asociación que predica y promueve la santificación
del hombre en medio del trabajo ordinario de la vida. Esto ‑subrayo las
palabras de don Marcelo‑, que era tan sencillo y tan evangélico, estaba
prácticamente olvidado.
Después del Concilio Vaticano 11, buena parte del mensaje que el Fundador
del Opus Dei difundió desde 1928, suena a cosa conocida. No es extraño,
porque ‑como formuló en 1961‑, la Obra es una novedad, antigua como el
Evangelio, que hace asequible a personas de toda clase y condición ‑sin
discriminación de raza, de nación, de lengua‑ el dulce encuentro con
Jesucristo en los quehaceres de cada día. Novedad bien sencilla, como son
las nuevas del Señor.
Viejo como el Evangelio, y como el Evangelio nuevo,
así describió muchas veces el espíritu del Opus Dei su Fundador. Nuevo
efectivamente, porque, entre otras cosas, se había olvidado por siglos la
llamada universal a la santidad. No sería fácil hacerlo entender en los
comienzos de la Obra.
Se
entienden ‑en este contexto‑ las palabras con que, en 1937, el entonces
obispo de Pamplona, don Marcelino Olaechea, presentó al Fundador del Opus
Dei al actual obispo de Bilbao, Monseñor Añoveros: "Si la Obra que
proyecta este sacerdote llega a ser aprobada por la Iglesia, será una
verdadera revolución en el campo del apostolado seglar".
Era
tal la novedad del planteamiento, que hubo quien consideró a aquel joven
sacerdote como un soñador, como un loco. Alguien quiso cerciorarse muchos
años después, en Brasil, con una pregunta bien directa: ‑¿Por qué, cuándo
y quién le había llamado loco? Y ésta fue la contestación:
‑¿Te parece poca locura decir que en medio de la calle se puede y se debe
ser santo? ¿Que puede y debe ser santo el que vende helados en un carrito,
y la empleada que pasa el día en la cocina, y el director de una empresa
bancaria, y el profesor de la universidad, y el que trabaja en el campo, y
el que carga sobre las espaldas las maletas...? ;Todos llamados a la
santidad! Ahora esto lo ha recogido el último Concilio, pero en aquella
época ‑1928‑, no le cabía en la cabeza a nadie. De modo que... era lógico
que pensaran que estaba loco (...)
‑Ahora ya parece natural, pero entonces no era así. A uno que quería ser
santo le decían: pues, métete...
fratinho.
Mons. Escrivá de Balaguer se dirigió en este momento al Consiliario del
Opus Dei en Brasil, para preguntarle si se decía así en portugués... ‑Fradinho,
le contestó.
‑;No, señor! Si Dios le llama para casado, que se case, y que sea santo:
un padre de familia santo. Y si no, no necesita meterse en un convento. Y
si le llama para ser
fradinho, pues fradinho. Pero ¡todos iguales, ante la necesidad
de responder, según su camino, a la invitación del Maestro!, ¡todos
llamados a la santidad!, ¡todos!
En
términos semejantes se expresaría en aquella predicación del 2 de octubre
de 1962: Me puse a trabajar, y no era fácil: se escapaban las almas
como se escapan las anguilas en el agua. Además, había la incomprensión
más brutal: porque lo que hoy ya es doctrina corriente en el mundo,
entonces no lo era. Y si alguno afirma lo contrario, desconoce la verdad.
Tenía yo veintiséis años ‑repito‑, la gracia de Dios y buen humor: nada
más. Pero así como los hombres escribimos con la pluma, el Señor escribe
con la pata de la mesa, para que se vea que es Él el que escribe: eso es
lo increíble, eso es lo maravilloso. Había que crear toda la doctrina
teológica y ascética, y toda la doctrina jurídica. Me encontré con una
solución de continuidad de siglos: no había nada. La Obra entera, a los
ojos humanos, era un disparatón. Por eso, algunos decían que yo estaba
loco y que era un hereje, y tantas cosas más.
Lo
que comenzó a enseñar a estudiantes y obreros en Madrid contrastaba
seriamente con el ambiente general de la época. También con el clima que
se respiraba en los sectores católicos. Don Saturnino de Dios Carrasco, un
sacerdote que conoció la Obra en los años treinta, atestigua que lo que
pretendía era algo distinto de las asociaciones que por entonces surgieron
en España: "Hablaba de echar raíces hondas, y de abarcarlo todo. Para mí
no ha sido ninguna novedad todo lo que ha hecho el Opus Dei en todos estos
años; todo esto ya se lo había oído decir a don Josemaría. El Padre volaba
muy alto. Con la perspectiva de los años se ve que todo aquello era
sobrenatural, divino".
En
esta época ‑poco después de 1931‑, a don Saturnino le sobrecogía la
audacia del Fundador del Opus Dei. Era "un coloso, un valiente", dice;
pero también "un hombre hecho y derecho, maduro ya a sus años; como si
hubiera vivido más intensamente, una vida más vivida". A don Saturnino le
encantaba oír sus planes apostólicos, aunque "eran para asustarse de la
magnitud de la empresa. Eran sueños. No se pensaba entonces como pensaba
el Padre. Tenía que ser una persona escogida por Dios para pensar y hacer
aquello".
Juan Jiménez Vargas, un estudiante que siguió al Fundador del Opus Dei en
los años treinta, piensa también que su modo de hablar de la santificación
del trabajo ordinario no podía habérsele ocurrido a una persona, por
muchas cualidades humanas que poseyera: "Tenía que ser una auténtica
inspiración sobrenatural". Conocía la Universidad y sus problemas como
cosa vivida, pero "se captaba algo que estaba por encima de todo eso. En
primer lugar porque hablaba del trabajo de cualquier clase, y de personas
de todas las clases sociales; de que la Obra no sacaba a nadie de su
sitio...".
Por
aquel tiempo, para una gran mayoría de estudiantes, el trabajo profesional
era un simple medio para labrarse un futuro en la vida. No faltaban en la
Universidad de Madrid los grupos de activistas que desde posiciones muy
diversas coincidían en politizarlo todo. Estaban luego algunas minorías
‑entre los más intelectuales‑ que miraban con cierto desprecio las
prácticas religiosas. Frente a ellos, los grupos católicos confesionales,
preocupados por el futuro de la religión, trabajaban con vistas a ocupar
puestos en la vida civil desde los que poder servir a la Iglesia.
El
Fundador del Opus Dei no quería resolver ningún problema inmediato. El
enfoque con el que planteaba la santificación del trabajo era
absolutamente nuevo, original. Se refería siempre a los primeros
cristianos ‑explicara o no la Obra‑, con lo cual el trabajo, o el estudio,
se concebían como elementos indispensables en la vida de un hombre
corriente para tratar de ser santo en medio del mundo. El esfuerzo por
santificar el trabajo ‑cualquiera que fuese‑ era además inseparable del
Mandatum novum de la caridad: espíritu de servicio, capacidad de
sacrificio para ayudar de veras a los demás, al margen de todo egoísmo
personal; sentido de responsabilidad ante todos los problemas de los
hombres.
Iba
a la raíz: santificar el trabajo significaba, ante todo, convertir el
trabajo en oración. Era una realidad tan nuclear, tan de fondo, que ‑como
reseñaba en una ocasión don Álvaro del Portillo‑, si hubiera sido posible,
no quería el Fundador que la Obra se llamara de ninguna manera: hasta que
en 1930 alguien le preguntó: ¿Cómo va esa Obra de Dios? "Fue una llamarada
de claridad: puesto que debería llevar uno, ése era el nombre: Obra de
Dios, Opus Dei, operado Dei, trabajo de Dios; trabajo profesional,
ordinario, hecho por personas que se saben instrumentos de Dios; trabajo
realizado sin abandonar los afanes del mundo, pero convertido en oración y
en alabanza del Señor ‑Opus Dei‑ en todas las encrucijadas de los caminos
de los hombres".
La
semilla tardaría necesariamente tiempo en prender y dar todos sus frutos,
porque no iba por ahí el ambiente general. En 1941, Víctor García Hoz, que
se confesaba con don Josemaría, se llenó de asombro cuando un día le dijo:
Dios te llama por caminos de contemplación. "Por aquellos años
‑analiza‑ resultaba casi incomprensible que a un hombre casado, con dos o
tres hijos entonces y esperando, como ocurrió en realidad, la llegada de
más hijos, teniendo que trabajar para sacar adelante su familia, se le
hablara de la contemplación como algo que él tenía que realizar".
A
los primeros socios de la Obra, como a tantos otros, les quedó clara en
los años treinta la novedad del espíritu de la Obra y, sobre todo, la
evidencia de la vocación divina de su Fundador. Lo iban captando con
normalidad, sin la menor nota de sensacionalismo y sin concesiones a lo
"extraordinario", porque aparecía diáfana la humilde correspondencia del
Fundador del Opus Dei a una llamada auténticamente divina. Como valora uno
de ellos, en medio de la naturalidad y sencillez con que les trataba,
"resultaba evidente que el Padre era la persona que Dios había elegido
para hacer la Obra, y que se había entregado de tal manera que su
preocupación por hacer realidad aquella misión divina era como algo que
había llegado a constituir la característica más decisiva de su propia
personalidad".
Este carácter sobrenatural de la llamada y de la respuesta sería
reconocido, con los años, por miles de personas de buena voluntad en todo
el mundo. No hacía falta ser socio del Opus Dei para darse cuenta. Bastaba
fijarse ‑aunque fuera en sus líneas más generales‑ en la amplitud de los
frutos que la semilla venía dando en los cinco continentes.
El
Diario de Navarra publicó el 5 de octubre de 1975 un artículo del Marqués
de Lozoya, don Juan de Contreras y López de Ayala, bien conocido en toda
España por su hombría de bien y su medio siglo de docencia universitaria.
Su colaboración se titulaba Españoles universales, y veía a uno de ellos
en el Fundador del Opus Dei: "Crear una Obra que cuenta con miles de
sacerdotes ejemplares, y varios miles de seglares, sobresalientes en las
más difíciles disciplinas ‑hombres y mujeres de todas las naciones, de
todas las razas, esparcidos por todo el mundo, entregados a las más
diversas actividades, siempre en provecho de la Iglesia o en satisfacción
de alguna humana necesidad‑, es algo que sobrepasa lo natural, lo
humanamente explicable. Hay que vislumbrar el soplo divino, arrollador en
sus comienzos, constante a través de los siglos, que hizo posible la obra
gigantesca de `los fundadores' ".

Capítulo Tercero. La fundación del Opus Dei
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Para realizar el Opus Dei no es preciso cambiar de ocupación, ni hay que
hacer cosas raras. Por eso, después del 2 de octubre de 1928, don
Josemaría siguió trabajando, dedicado a las tareas que desempeñaba antes
de esa fecha.
El
Director espiritual de las religiosas era el P. Rubio, S.J., sustituido al
fallecer, en 1929, por el P. Valentín Sánchez Ruiz, también jesuita. El
Fundador del Opus Dei era sólo Capellán de la Iglesia del Patronato, pero
se imponía el trabajo de buscar ‑entusiasmándolos con su celo‑ a
sacerdotes diocesanos que colaborasen en la atención espiritual de los
enfermos ‑por los barrios más pobres de Madrid‑ y de los niños que iban a
las escuelas. Su esfuerzo fue muy notable, como señala Asunción Muñoz, hoy
en Daimiel, entonces en aquella Casa de Santa Engracia. Don Josemaría
desarrollaba una tarea sacerdotal desbordante, pero sin interferir para
nada en el gobierno de aquellas actividades apostólicas. Allí le conoció
en 1927 Emilia Zabaleta, que se confesaba con el P. Rubio. Su hermana
María Luisa acudió alguna vez a don Josemaría, cuando el P. Rubio no
estaba. Les impresionó siempre su humildad, porque cuando le consultaban
algún asunto que pudiera relacionarse con el Patronato como Congregación
religiosa, contestaba siempre que sobre eso quien les podía orientar era
el Director y no él.
Por
los años veinte, los hospitales de Madrid estaban abarrotados, y muchos
enfermos pobres morían en sus casas sin apenas asistencia de ningún tipo.
A su atención se dedicaban las Damas Apostólicas, con la ayuda de señoras
y chicas jóvenes de Madrid que tenían inquietudes cristianas. La labor era
difícil, sobre todo a partir de 1930, pues se exponían a ser insultadas, a
ser expulsadas de las casas o de las calles, a sufrir el impacto de las
blasfemias más retorcidas. Una de ellas no ha olvidado el susto que pasó,
en el barrio de Ventas, cuando las acorralaron, para tratar de
atemorizarlas y de que dejaran de ir por allí. Otra vez, en el barrio de
Tetuán las arrastraron por la calle, mientras les clavaban una lanceta de
zapatero en la cabeza; a una Dama Apostólica que intentó defender a las
demás, le arrancaron el cabello y la maltrataron hasta dejarla
desfigurada.
En
este ambiente ‑testimonia Asunción Muñoz‑ "se nos hizo imprescindible
nuestro Capellán (...). Yo era la más joven de la Fundación y tenía más
resistencia para actuar de día o de noche (...). Nos acercábamos a las
casas humildes de estos enfermos. Había, muchas veces, que legalizar su
situación, casarlos, solucionar problemas sociales y morales urgentes.
Ayudarles en muchos aspectos. Don Josemaría se ocupaba de todo, a
cualquier hora, con constancia, con dedicación, sin la menor prisa, como
quien está cumpliendo su vocación, su sagrado ministerio de amor.
"Así, con nuestro Capellán, teníamos asegurada la asistencia en todo
momento. Les administraba los Sacramentos y no teníamos que molestar a la
Parroquia a horas intempestivas. Nosotras nos encargábamos de todo".
Iban a los barrios extremos, hoy incorporados a Madrid, como Ventas,
Pueblo Nuevo, Ciudad Lineal, Tetuán, Almenara o Cuatro Caminos. Se podía
llegar en tranvía a comienzos de 1931. Pero, con frecuencia, desde donde
terminaban las líneas, había luego que hacer varios kilómetros por caminos
de barro, o campo a través, hasta llegar a las chabolas miserables en que
vivían los enfermos.
Los
jueves les llevaba la Comunión en un coche prestado. Pero los demás días
‑atestigua una de aquellas mujeres‑ "iba en tranvía, o andando, como
pudiera. A veces con mal tiempo, porque lo mismo se atendía a los enfermos
en invierno que en verano". María Luisa Zabaleta recalca que iban a todos
los barrios extremos, lo mismo Vallecas que el barrio del Lucero o Magín
Calvo. Y siempre, a todas partes, acudía don Josemaría: "era muy
abnegado". Josefina Santos añade otros nombres de Madrid: Paseo de
Extremadura, Vallecas, Lavapiés, San Millán, Ribera del Manzanares.
En
esos barrios extremos solían funcionar también las escuelas de las Damas
Apostólicas. Algunos colegios tenían capilla, que era a veces la única en
barriadas inmensas sin parroquia, como Usera. Las Damas Apostólicas se
encontraban con la dificultad de conseguir sacerdotes que estuvieran
dispuestos a colaborar con ellas: para decir Misa los días de fiesta, para
predicar a los niños, para hablar con ellos y confesarlos. El celo
apostólico de don Josemaría le llevaba a todos estos colegios. Lo
corrobora Mons. Avelino Gómez Ledo: confesaba incansablemente a los niños
y les enseñaba el catecismo, en aquella época de especial efervescencia
anticlerical, que hacía que en algunos barrios "recibieran a los
sacerdotes no solamente con frialdad, sino con hostilidad: en alguna
ocasión le llegaron a apedrear".
Más
de una vez lo recordaría en los últimos años de su vida el Fundador del
Opus Dei. El 14 de febrero de 1975, en Altoclaro (Venezuela), le hicieron
una pregunta sobre la confesión de los niños... Entre otras cosas, se
apoyó en su experiencia sacerdotal:
Yo
tengo sobre mi conciencia ‑y con orgullo lo digo‑ el haber dedicado
muchos, muchos millares de horas a confesar niños en las barriadas pobres
de Madrid. Hubiera querido irles a confesar en todas las grandes barriadas
más tristes y desamparadas del mundo. Venían con los moquitos hasta la
boca. Había que comenzar limpiándoles la nariz, antes de limpiarles un
poco aquellas pobres almas. Llevad los niños a Dios, antes de que se meta
en ellos el demonio. Creedme, les haréis un gran bien. Yo lo digo por
experiencia, por experiencia de miles y miles de almas, y por experiencia
mía personal.
En
un solo curso, 1929‑30, hicieron la Primera Comunión, en la capilla del
Patronato, unos 4.000 niños. Como eran tantos, recibían la Comunión en
días sucesivos. Todos los alumnos de las escuelas de las Damas Apostólicas
eran preparados ‑y confesados‑ por el Capellán del Patronato, que se hacía
ayudar, cuando podía, por sacerdotes diocesanos. No exageraba al cifrar en
muchos millares las horas dedicadas a confesar a esos chavalines.
Don
Josemaría, además de preparar el doctorado en Derecho, dar clases en la
Academia Cicuéndez, visitar a los enfermos y dedicarse a los alumnos de
las escuelas de las Damas Apostólicas, atendía el culto de la iglesia de
Santa Engracia, y se ocupaba de los pobres que iban al Comedor de Caridad
de aquella casa. Celebraba la Santa Misa por las mañanas, dirigía el Santo
Rosario y oficiaba la Bendición con el Santísimo Sacramento. Se dedicaba
también personalmente a los pobres del comedor: "era un amigo y un santo
sacerdote", confirma Asunción Muñoz, que, cuando fue nombrada Maestra de
Novicias, agradeció al Fundador del Opus Dei sus visitas, muchos domingos,
a la casa‑noviciado que tenían en el Paseo de la Habana, en Chamartín:
"Dentro de su enorme actividad diaria, don Josemaría no parecía tener
prisa. Lo hacía todo con sencillez y con paz".
Sin
embargo, llegó un momento en 1931 en que le resultó ya imposible llegar a
todo, desempeñando tan diversas actividades con el mínimo de sosiego
indispensable para que no se resintiera su vida interior. De otra parte,
como es lógico, cada vez le llevaban más tiempo las tareas relacionadas
con la fundación de la Obra. Por estas razones, en julio de 1931 dejó de
ser capellán de las Damas Apostólicas.
Poco tiempo después comenzó a celebrar la Misa en la iglesia del Patronato
de Santa Isabel. Había allí un colegio, que llevaban las monjas de la
Asunción, y un convento de clausura de Agustinas Recoletas, fundado por
Felipe II y por el Beato Orozco.
Don
Josemaría fue de hecho capellán de las Agustinas Recoletas del Monasterio
de Santa Isabel (antiguo Patronato Real), desde el 20 de septiembre de
1931, sin recibir retribución oficial alguna, según exponía tiempo después
‑el 26 de enero de 1934‑ al solicitar de la Dirección General de
Beneficencia la posibilidad de ocupar la casa destinada en el Convento a
quien ejercía el cargo de capellán. El expediente fue fallado en sentido
positivo, con fecha 31 de enero. Y, al final de año, además, La Gaceta de
Madrid de 13 de diciembre de 1934 publicó un Decreto por el que se le
nombraba Rector del Patronato de Santa Isabel. Lo firmaban Niceto
Alcalá‑Zamora, y el Ministro de Trabajo, Sanidad y Previsión, Oriol
Anguera de Sojo, pues, a tenor de otro Decreto de 17 de febrero de aquel
mismo año, una parte de los Patronatos de la extinguida Casa Real, habían
pasado a depender de ese Ministerio. Oficialmente, don Josemaría recibió
posesión de ese cargo rectoral el 19 de diciembre de 1934. Previamente,
había obtenido la venia para aceptar el cargo, del Ordinario Palatino,
Arzobispo de Sión, que seguía teniendo la jurisdicción eclesiástica sobre
los antiguos Patronatos Reales, y del Arzobispo de Zaragoza, que era la
diócesis de don Josemaría.
Sor
María del Buen Consejo Fernández, Agustina recoleta del Monasterio de
Santa Isabel, que conoció en 1931 al Fundador del Opus Dei, explica que
"los PP. Agustinos Recoletos celebraban la Santa Misa a la Comunidad, pero
tenían lejos el Convento y a medida que se ponían las cosas mal en el país
‑sobre todo al proclamarse la República‑ era peligroso venir a pie por la
calle hasta nuestro Convento". Hasta que un día la Madre Priora ‑Sor
Bisnieta María del Sagrario‑ reunió a la Comunidad y les comunicó que un
sacerdote de Zaragoza vendría a diario a celebrar la Santa Misa. Se había
presentado voluntario, para hacerles de capellán, al tener noticia de la
situación angustiosa en que se encontraban las Recoletas, monjas de
clausura y sin sacerdote.
La
Misa era alas ocho en punto. Antes y después, don Josemaría escuchaba
confesiones. Cuando era necesario, distribuía la Comunión a las monjas
enfermas. Sor María del Buen Consejo informa de que durante dos meses
seguidos tuvo que llevarla a una de ellas, que no podía moverse.
A
Santa Isabel acudía a confesarse un grupo de chicas que tenían dirección
espiritual con el Fundador del Opus Dei. Su labor de apostolado con
hombres la hacía donde podía: en la calle, en una chocolatería de la calle
Alcalá llamada "El Sotanillo", paseando por el Retiro, en la propia casa
de Martínez Campos, 4, pral., donde vivía con su madre y sus dos hermano
desde finales de 1932, o en sus visitas a los hospitales.
El
Señor había llevado al Opus Dei, desde 1928, sus primeros socios. Y todo
el trabajo de su formación recaía también lógicamente sobre el Fundador,
pues era el único que podía enseñarles el espíritu de la Obra.
Pero tenía tiempo ‑era parte de la formación que aquello primeros socios
de la Obra debían recibir‑ para emplearlo generosamente visitando a los
enfermos más desamparados de lo,, hospitales públicos madrileños.
En
la propia calle de Santa Isabel estaba el Hospital General de la
Diputación Provincial de Madrid, un enorme caserón que aún se conserva,
aunque destinado, sólo en parte, a actividades muy distintas. Iba allí los
domingos por la tarde. Al menos, desde el curso 1931‑1932. Le acompañaba
un buen grupo de gente joven, que prestaba todo tipo de servicios en el
Hospital, repleto de enfermos, paupérrimos a más no poder, hasta el punto
de que ‑como faltaban camas‑ muchos estaban arrumbados por las crujías del
edificio. Fue intensísimo allí el ministerio sacerdotal de don Josemaría,
confesando, llevando la Comunión a los enfermos, dándoles consuelo
espiritual y ayudas materiales.
También desplegó su celo infatigable en el Hospital del Rey un hospital de
epidemias, en el que se atendían afecciones contagiosas graves, para
impedir su propagación, cosa que hasta s inauguración en 1925 solía
suceder en los demás hospitales públicos de Madrid, por el hacinamiento y
promiscuidad de las abarrotadas instalaciones. Tifus exantemático, viruela
y tuberculosis eran las tres enfermedades infecciosas más comunes entre
los pacientes. En su primer año de funcionamiento ‑1925‑ tuvo 637
enfermos; 1.971, en el año 1928; 2.666, en 1936. Hasta la aparición de
antibióticos y quimioterápicos, la tasa de mortalidad en aquel centro fue
del orden del 20 por 100. No se tienen datos estadísticos por
enfermedades, pero es previsible que la mortalidad fuese casi absoluta,
por aquellos años, en enfermedades como la tuberculosis. De hecho, el
pueblo madrileño conocía el lugar como "hospital de incurables".
Cuando se inauguró en 1925, fue atendido por una Comunidad de Hijas de la
Caridad, cuya Superiora era sor Engracia Echeverría. Al proclamarse la
República en España, y desaparecer poco después el Presupuesto de Culto y
Clero, el Hospital del Rey se quedó sin capellán. Por esa época se
presentó a sor Engracia don Josemaría Escrivá de Balaguer, que "por
entonces era un joven sacerdote que apenas contaría treinta años de edad,
y me dijo que no me apurase por no tener ya Capellán oficial. Que de noche
y de día, y a cualquier hora que fuese, y bajo mi responsabilidad, debía
llamarle según fuera la gravedad del enfermo que pedía los Santos
Sacramentos".
Le
ayudaba mucho don José María Somoano Berdasco, sacerdote asturiano, de
Arriondas, que vino pronto a ser, de hecho, capellán del hospital. Todos
destacan su piedad acrisolada, su afán de almas, su valentía, su delicada
lealtad al Fundador del Opus Dei. Pero falleció repentinamente, al poco
tiempo, en plena juventud, por una causa inesperada. Colaboraba además
otro sacerdote, don Lino Bea‑Murguía, que también había pedido la admisión
en la Obra y murió luego asesinado en Madrid, en los años de la guerra. Lo
cierto es que, como declara sor Engracia, "don Josemaría Escrivá era el
alma del grupo de sacerdotes de aquella época": era muy trabajador y
aunque ella piensa que entonces estaba trabajando can algún alto
dignatario de la Iglesia, realmente no paraba, y estaba siempre disponible
para atender a los enfermos del Hospital del Rey, a pesar de que éste se
encontraba muy lejos del centro de la ciudad.
Otra hermana de esa comunidad, sor Isabel Martín, atestigua que les
oficiaba la Santa Misa los domingos o días festivos.
Cuando hacía buen tiempo, preparaban un altar portátil en el jardín, en la
explanada en que está ahora una estatua grande de piedra representando el
Corazón de Jesús. Y visitaba todos los Pabellones, ya que el sacerdote
podía entrar a atender a cualquier enfermo aunque estuviese aislado
rigurosamente por la infección: "se tomaban todas las precauciones, pero
entraba".
También visitaba asiduamente el Hospital de la Princesa, un centro de la
Beneficencia Sanitaria. Estaba situado en la Plaza de San Bernardo (hoy
Glorieta de Ruiz‑Giménez). Tenía capacidad para unos 2.000 enfermos, que
se alojaban en salas muy grandes de 200 y 300 camas, aprovechadas al
máximo, ya que entre cama y cama había espacio sólo para una mesilla de
noche o una silla, según describe un médico, don Tomás Canales Maeso, que
trabajó allí desde diciembre de 1932 a julio de 1936. Los enfermos eran
verdaderamente pobres, y los atendía gratuitamente la Beneficencia. El
doctor Maeso trabajaba a las órdenes del doctor Blanc y Fortacín, profesor
de la Facultad de San Carlos. Un día, a principios de 1933, le presentó a
un sacerdote joven, como "un gran sacerdote, familiar y paisano mío (de
Barbastro), que no es un trabucaire". (Solían llamar "trabucaires", en
esos años, a los sacerdotes que se metían en política.)
Desde aquel día lo encontró con mucha frecuencia en el hospital, casi a
diario, por la mañana, recorriendo sala por sala, hablando con los
enfermos, confesándolos y llevándoles la Comunión: "Algún día lo vi varias
veces, por lo que calculo que permanecería allí tres o cuatro horas". Y
continúa: "A pesar de que en aquellos tiempos se hacían, con facilidad,
comentarios poco favorables sobre el clero, para el Padre todo eran
elogios por parte tanto del personal sanitario como de los enfermos. A
todos les gustaba hablar con él porque atraía. Tenía algo especial difícil
de definir".
Por
estas fechas, la labor del Opus Dei iba tomando cuerpo, bien enraizada en
la Cruz, con el dolor y la oración de los pobres y enfermos desatendidos
de Madrid. El Fundador vio la necesidad de disponer de un local apropiado
para formar a las nuevas vocaciones y, al mismo tiempo, continuar la tarea
apostólica que venía haciendo.
En
diciembre de 1933 consiguió en alquiler un departamento en la calle
Luchana, número 33, donde acudirían muchas personas que participaban ya en
las tareas apostólicas del Opus Dei. Allí pasaba bastantes horas,
especialmente al caer el día. Y de nuevo aparece aquí un rasgo definitivo
de su personalidad, que le acompañará el resto de su vida: trabajar hasta
el agotamiento, y disimular el cansancio para seguir trabajando,
atendiendo las necesidades de los demás.
Lo
pudo apreciar en 1934 don Ricardo Fernández Vallespín, en aquel piso de la
calle Luchana: "Algunas veces, a la tarde, llegaba el Padre. A mi ‑que le
quería‑ me dolía verlo con su aspecto cansado, pero el Padre cambiaba
rápidamente y con inmensa paciencia estaba siempre dispuesto a charlar con
el que quisiera, ¡y éramos bastantes! ¡Todo lo tenía que hacer el Padre!".
Años después Mons. Escrivá de Balaguer confiaría a los socios de la Obra,
con sentido del humor, una anécdota de aquel período: ¿Sabéis lo que
hacía yo durante una época ‑hace años, apenas cumplidos los treinta‑ en la
que me encontraba tan fatigado que apenas conciliaba el sueño? Pues, al
levantarme, me decía: antes de comer dormirás un poco. Y cuando salía a la
calle, añadía contemplando el panorama de trabajo que se me echaba encima
aquel día: Josemaría, te he engañado otra vez.
Con
la conciencia clara de que sólo tiene valor el tiempo que gastamos en
el servicio de Dios, desplegó una tremenda actividad que, ni por
asomo, se parecía al activismo, tampoco desde un punto de vista puramente
externo: porque conseguía hacer un trabajo intensísimo sin dar sensación
de prisas. Don Jesús Urteaga resume ‑referida a los años cuarenta‑ esta
impresión:
"No
fueron muchas, pero cuantas veces he entrado en su despacho de Diego de
León, en Madrid, para hacerle alguna consulta o preguntarle algo, siempre
tuve la sensación de que me recibía como si me estuviera esperando y no
tuviera otra cosa que hacer. Cuando al despedirme, si antes de cerrar la
puerta le miraba, podía cerciorarme de que ya estaba en su trabajo, como
si nada le hubiera interrumpido".
Muchos años después, don Jesús Becerra García, un mexicano que le conoció
en diciembre de 1966, observa, en esta misma línea, que era "rápido de
movimientos y gestos sin perder tiempo en el tránsito de una actividad a
otra, pero sin precipitación ni falta de delicadeza en el trato; más aún,
cuando estaba con alguien, nunca daba la sensación de tener prisa: como si
tuviera todo el tiempo del mundo para atenderlo o escucharlo".
El
propio don Jesús Urteaga publicó en la revista Mundo Cristiano el párrafo
de una carta manuscrita que Mons. Escrivá de Balaguer le había dirigido
años antes desde Roma: Cuando el quehacer excesivo te apabulle un poco,
piensa que el trabajo es una enfermedad incurable ‑el trabajo excesivo‑
para los que somos hijos de Dios en su Opus Dei. Y sonríe, y da a otros
ese buen espíritu.
Trabajar con una sonrisa. Quitar importancia a la fatiga con un poco de
humor. El Fundador del Opus Dei bromeaba por los años setenta, diciendo
que no llevaba reloj, porque no lo necesito; cuando termino una cosa,
comienzo otra, y en paz.
Era
como un vendaval pausado. Le urgían las almas y por eso trabajaba de
prisa, aprovechando el tiempo. Pero sin "sensación de prisa": menos aún
con las almas, que era lo que realmente le urgía. Por eso les dedicaba
mucho tiempo. Porque sabía ‑tantas veces lo reiteró‑ que las almas,
como el buen vino, mejoran con el tiempo.
Si
en algo especialmente puede decirse que no tenía impaciencia, era en la
dirección espiritual, en el Sacramento de la Penitencia, allí donde el
alma sale del anonimato para enfrentarse con sus responsabilidades ante
Dios. Nunca le faltaba tiempo para confesar, y menos para confesar a
enfermos o niños. Desde 1931 fue también habitualmente al Asilo de Porta
Coeli, en la calle García de Paredes, a administrar el Sacramento de la
Confesión a los chicos ‑auténticos golfillos‑ allí recogidos. Y siguió
haciéndolo cuando su apostolado personal con estudiantes universitarios le
llevaba también mucho tiempo.
Llegaba a ir varias veces el mismo día a confortar a un enfermo moribundo
en cualquier barriada de Madrid. Cuando se trataba de la confesión, no
escatimaba las horas: don Ramón Cermeño reseña que, cuando dio ejercicios
espirituales para sacerdotes jóvenes en el Seminario de Ávila ‑en 1940‑ la
mayoría quería confesarse con él, y los atendió con gran paciencia y con
gran afabilidad. Por su parte, a Encarnación Ortega le impresionó que se
levantara de la cama con mucha fiebre, para sentarse en el confesionario y
dar la absolución a una sola persona: ella le llamó por teléfono a la casa
de la calle Diego de León, y poco después llegaba al Centro que la Sección
de mujeres del Opus Dei tenía en la calle Jorge Manrique.
Al
profesor García Hoz, en los comienzos de 1940, le causó verdadero asombro
la absoluta disponibilidad del Fundador del Opus Dei para quienes se
habían confiado a su dirección espiritual. Él iba corrientemente a la
residencia de la calle Jenner. Pero cuando se trataba de su mujer, el
propio don Josemaría se tomaba la molestia de buscar una iglesia y un
confesionario a una hora adecuada: "Y esto no una vez o dos, todas cuantas
mi mujer acudía a él, que era normalmente una vez a la semana. Recuerdo
que varias veces utilizó el confesionario de la iglesia de San José y de
la iglesia de Santa Bárbara".
Mons. Escrivá de Balaguer fue capaz de trabajar mucho ‑y duro‑ sin perder
el sosiego, porque sabía dar importancia a lo verdaderamente importante,
porque era extraordinariamente ordenado.
El
11 de junio de 1976, en el Colegio Mayor Aralar, de la Universidad de
Navarra, el actual Presidente General del Opus Dei expuso a un numeroso
grupo de estudiantes una anécdota expresiva. Cumpliendo un deber filial,
procuró cuidar mucho al Fundador y, en concreto, siempre que pasaban por
Pamplona, disponía las cosas para que le vieran los médicos. Una vez,
dentro de una de esas revisiones generales, le hicieron un
electroencefalograma y comentaron: "Es el trazado habitual de un hombre de
empresa".
"Y
el Padre ‑agregaba don Álvaro del Portillo‑ perfeccionó su constitución
física, somática, con una batalla larga e intensísima, para llegar al
culmen en la virtud del orden. En un cuaderno que escribió hacia 1932,
sobre su lucha y su vida interior, el Padre habla de la necesidad de ser
más ordenado todavía... Por aquellos años, su trabajo estaba lleno de
imprevistos: atención de moribundos en las barriadas extremas de Madrid,
labor de catequesis por toda la ciudad, preparación de miles de niños para
la Confesión y para la primera Comunión. Además, dedicaba muchas horas a
hacer oración delante del Santísimo, rezaba las tres partes del Santo
Rosario, leía el Breviario con pausa y atención. El Padre, que ‑insisto‑
era; ordenado por naturaleza, y hasta por constitución cerebral, se obligó
a una lucha titánica para mejorar su orden y poder llegar a más almas, sin
perder un minuto de oración, de trato directa con su Padre Dios,
imprescindible para vivir vida contemplativa a lo largo de todo su día de
labor infatigable".
De
esta lucha se valdría el Espíritu Santo para imprimir en su alma dos
consecuencias prácticas. Una la redactó entonces, en 1932, la recogió
luego en Consideraciones Espirituales, y pasó a` punto 79 de Camino:
¿Virtud sin orden? ‑;Rara virtud! La segunda ayudaría mucho, con el
tiempo, a hombres y mujeres que desempeñan profesiones desordenadas
‑como la de médico o periodista‑, en las que es difícil programar, porque
cada día surgen nuevos imprevistos. Sobre ese aparente desorden
‑les enseñó siempre el Fundador del Opus Dei‑, cada uno tiene que
aprender a construir su propio orden. Este consejo resumía una parte
de su lucha ‑mientras fue Capellán en Santa Engracia- para ser cada día
más ordenado por amor a Dios y a las almas, para llevar el orden natural a
un plano sobrenatural y para mostrar con hechos que no se podía estar en
lo grande sin estar en lo pequeño.
Como expresaba en septiembre de 1975 don Álvaro del Portillo, uno de los
rasgos capitales del espíritu del Fundador del Opus Dei "era precisamente
ese maravilloso engarce, en un corazón tan grande, en un alma que voló tan
alto, con el amor a lo pequeño: a lo que se advierte solamente por las
pupilas que ha dilatado el amor".
Su
sentido del orden, su laboriosidad y su entrega llegaron a extremos
heroicos, en la primera residencia de la calle de Ferraz, antes de la
guerra de España: fregar y hacer camas ‑cuando los estudiantes se habían
ido a la Universidad, y no podían darse cuenta‑ fue una tarea habitual de
sus mañanas. En julio de 1975, el diario ABC de Sevilla publicó la carta
de una empleada del hogar, que quería dar gracias públicamente al
recientemente fallecido Fundador del Opus Dei, por haberle podido escuchar
palabras maravillosas sobre su trabajo, que le habían ayudado a
convertirlo en un trabajo de Dios: "Usted ha sabido enseñarme que mi
trabajo es santo si lo hago con perfección; que todas las profesiones son
de la misma categoría si se hacen cara a Dios (...)
Padre, yo me pregunto: ¿Cómo sabía tanto de nuestro trabajo siendo una
persona con tantos títulos?".
Para que el trabajo fuera de Dios ‑Opus Dei‑ antes que nada tenía que ser
trabajo. Mons. Escrivá de Balaguer supo efectivamente hacer trabajo de
Dios de todos los trabajos, aun los aparentemente más humildes. Dios quiso
que tuviera que desempeñarlos, grabando así en su alma el carácter
universal de la llamada a santificar el trabajo.
Cuando luego, después de la guerra, la Sección de mujeres del Opus Dei fue
haciéndose cargo, poco a poco, de las tareas de administración doméstica
de los Centros de la Obra, el Fundador podía garantizarles que había
realizado personalmente antes que ellas algunas de esas labores ‑hacer
camas, guisar, limpiar los suelos‑, con la seguridad de que era algo tan
importante como dar una clase en la Universidad o preparar un artículo
para una revista de investigación científica.
Parece como si Dios hubiera querido que en el Opus Dei no hubiera nada
teórico: todo lo que su Fundador enseñaría a lo largo de casi cincuenta
años, lo había vivido antes, de un modo o de otro. Una razón más para
poder exigir a los socios y asociadas de la Obra que aprovechasen el
tiempo al máximo, cara a Dios, no cara a los hombres; que evitaran
cualquier manifestación de "señoritismo"; que supieran también descansar,
es decir, cambiar de actividad, ocupar el tiempo en quehaceres que exigen
menos esfuerzo o un esfuerzo distinto al habitual; que aprendieran, en
fin, a dar la vida, a darse, entregándose a Dios y a los demás ‑sin
espectáculo‑ en el trabajo ordinario, convertido en servicio amoroso de
Dios para el bien de todas las almas.
En
Mons. Escrivá de Balaguer se dieron las condiciones para que Dios pudiera
utilizarlo, como instrumento, con el fin de recordar a los cristianos que,
según está escrito en el Génesis, Dios creó al hombre para trabajar. Pues,
ante todo, y desde joven, trabajó. Siempre tuvo tiempo para rezar, para
celebrar con calma la Santa Misa, para predicar, para confesar, para la
labor de su ministerio; para atender el trabajo de dirección del Opus Dei;
para escribir ‑son muchos sus escritos‑; para repasar periódicamente los
tratados de Teología y Ciencias eclesiásticas; para leer obras de
Literatura; para seguir habitualmente la prensa y las imágenes de los
telediarios.
No
desperdició sus horas ni en momentos en que hubiera parecido excusable,
como, por ejemplo, durante los meses de su andar escondido por el Madrid
en guerra. Por supuesto, su gran preocupación era entonces ‑como siempre‑
la vida de la Iglesia y las dificultades y sufrimientos de tantos hombres.
Durante una temporada estuvo refugiado con otras personas en un piso de la
calle Sagasta, n.° 29, propiedad de la familia Sainz de los Terreros.
Fueron días interminables, en los que no salieron a la calle para nada. En
esas circunstancias, aparte de que se exigía más en su vida de piedad, no
dejaba de leer temas que pudiera tener interés cultural, porque aun en
aquella situación mantenía un criterio claro de lo que es aprovechar, el
tiempo.
Las
condiciones externas cambiaron cuando pudo ingresar en: la Legación de
Honduras, donde el ambiente se caracterizaba por un clima de ansiedad, que
‑según testigos presenciales‑ daba pie para buscar la relajación, de
manera que cualquier manifestación de comodidad podía tener disculpa y aun
justificación pues en unos pocos metros cuadrados se alojaban muchísimas
personas, de edades y caracteres muy distintos, generosamente acogidas por
la familia que llevaba el Consulado.
Algunos aspectos de la vida en aquella Legación, y el espíritu que
inculcaba a los demás, han quedado descritos en el número 697 de Camino:
Los acontecimientos públicos te han metido en un encierre, voluntario,
peor quizá, por sus circunstancias, que el encierro di una prisión. ‑Has
sufrido un eclipse de tu personalidad.
No
encuentras campo: egoísmos, curiosidades, incomprensiones y susurración.
‑Bueno; ¿y qué? ¿Olvidas tu voluntad libérrima y tu poder de "niño"? =La
falta de hojas y de flores (de acción externa) no excluye la
multiplicación y la actividad de las raíces (vida interior).
Trabaja: ya cambiará el rumbo de las cosas, y darás más frutos que antes,
y más sabrosos.
El
Fundador y los socios del Opus Dei que allí estaban, para tener bien
ocupadas las horas en ese encierro ineludible, se ajustaron a un horario,
con sus ratos de oración, sus momentos de tertulia, y sus horas de
estudio, de auténtico trabajo intelectual. Entre otras cosas estudiaron
idiomas, lo cual, más adelante, facilitaría la multiplicación de
actividades, la eficacia apostólica por Europa y por América.
Este espíritu ‑no saber estar sin hacer nada, pues el trabajo es
enfermedad incurable para los hijos de Dios en el Opus Dei- lo
observarían luego en Burgos, los que convivieron allí con él hasta que
acabó la guerra, o los que se acercaban desde los frentes para estar unas
horas.
En
uno de estos viajes, José Luis Múzquiz se fijó en una cama cubierta con
montoncitos de fichas. Dos personas las estaban clasificando. De montones
de fichas como aquellos había surgido en 1934 la primera versión de
Camino, que se publicó en Cuenca con el título de Consideraciones
Espirituales. Don Josemaría tenía la costumbre de anotar, de vez en
cuando, una o dos palabras en la pequeña agenda o libreta que llevaba en
el bolsillo de la sotana. Era un movimiento rapidísimo, que no interrumpía
las conversaciones. Esa palabra le serviría luego para recordar la idea
que acababa de ocurrírsele, o la frase feliz que se había deslizado en la
conversación. En sus horas de trabajo a solas redactaba aquellas ideas.
En
los momentos de más sosiego en Burgos, fue pasando a máquina y
seleccionando muchas de esas ideas, pues quería darlas a la imprenta
cuanto antes, para facilitar la meditación de quienes estaban aún en los
frentes o en la Armada. No se publicó hasta después de la guerra, por
falta de medios económicos. Don Pedro Casciaro, que estuvo mucho tiempo
con el Fundador del Opus Dei en Burgos, confirma que "no pasó ni una hora
ocioso".
Se
comprende la respuesta de don Fidel Gómez Colomo, cuando casualmente se lo
encontró un día en Roma, por los primeros años cincuenta. Don Fidel había
coincidido con él, en 1927, en la residencia sacerdotal de la calle Larra.
Vivían allí varios sacerdotes "viejos", y tres jóvenes: don Fidel, don
Josemaría y don Avelino, que se ocupaban de hacer los arreglos necesarios
en la residencia, de gestionar instalaciones pendientes, etcétera. Ya en
Roma, caminaba don Fidel hacia la Dataría Apostólica, para llevar un
paquete al Cardenal Tedeschini. Se paró un coche, y oyó que don Josemaría
le llamaba:
‑Dónde vas, Fidel, despistado? Te llevo en coche.
Cuando le invitó a la casa donde vivía, don Fidel se negó a ir, bromeando:
‑He
oído que la estás construyendo y como tú haces trabajar a todos, no voy,
porque me harás poner ladrillos.
Vicente Ballester Domingo, religioso salesiano, fue secretario particular
de don Marcelino Olaechea entre 1937 y 1939. Don Marcelino, que quería
entrañablemente al Fundador del Opus Dei, lo alojó en el palacio episcopal
de Pamplona, al poco de regresar a España después de cruzar la frontera de
Andorra. Don Vicente Ballester sintetiza en dos palabras aquella época:
"no paraba‑: "don Josemaría iba de un sitio a otro, en un continuo e
incansable ajetreo para atender a los socios de la Obra, a multitud de
otras personas objeto de su celo pastoral en diferentes puntos de España,
y a los sacerdotes, a los que dedicaba una atención y cariño especiales".
Mons. Escrivá de Balaguer no paró hasta el momento mismo de su muerte, el
26 de junio de 1975. Murió en el cuarto donde solía trabajar.

Capítulo Tercero. La fundación del Opus Dei
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Aquel médico de Cádiz estaba siempre rabiando en la consulta de la
Seguridad Social. En noviembre de 1972 escuchó a Mons. Escrivá de Balaguer
en Pozoalbero. A la salida, razonaba con su mujer:
‑Desde ahora, a cada enfermo del Seguro lo voy a tratar como si yo fuera
su propia madre.
Miles de anécdotas como ésta se han repetido desde el 2 de octubre de
1928. Al calor de las palabras del Fundador del Opus Dei, hombres y
mujeres de todo el mundo hemos hecho el firme propósito de santificar el
trabajo. Éste era el gran mensaje que tenía que difundir entre los
hombres, haciendo vivo, actual, el designio divino.
Josef Ganglberger, también médico, profesor de la Universidad de Viena,
escribe en septiembre de 1975 cómo gracias a Mons. Escrivá de Balaguer ha
conocido el valor del trabajo como medio de santificación: "Como él mismo
decía, cualquier trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca,
contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales, a
manifestar su dimensión divina, y es asumido e integrado en la obra
prodigiosa de la Creación y de la Redención del mundo: se eleva así el
trabajo al orden de la gracia, se santifica, se convierte en obra de
Dios".
Y
un suizo, Edwin Zobel, comenzó a tratar en 1949, por razones de trabajo, a
algunas personas del Opus Dei: "En todos ellos admiraba el mismo espíritu
de trabajo, trabajo serio hecho a conciencia. A mí ‑que he sido trabajador
incansable durante toda mi vida‑ me sorprendía la capacidad de trabajo de
aquellos chicos jóvenes". Hasta que la fuerza del ejemplo de esas
personas, que hacían los mayores sacrificios personales con una sonrisa en
los labios, le movieron a orientar su vida por nuevos derroteros.
Un
catedrático de Derecho del Trabajo mantenía, en el diario Informaciones de
Madrid, que una de las más importantes innovaciones de Mons. Escrivá de
Balaguer era precisamente su esfuerzo por unir vida cristiana y trabajo
ordinario. Juan A. Sagardoy se fijaba en algunas posibles consecuencias
sociales de ese espíritu: encontrar un sentido cristiano para el trabajo
puede liberar y dignificar al que lo presta, en una época como la nuestra
en que con tanta frecuencia sucede lo contrario, que el trabajo acaba con
lo mejor del hombre.
Y
Alejandro Corniero, comentarista en El Noticiero Universal de temas
relacionados con el trabajo y la justicia, improvisaba estas línas el
viernes 27 de junio de 1975: "Este hombre muerto ayer dedicó su existencia
a ayudar a la gente a realizar su destino sobrenatural por la humana vía
de ser más trabajadores y más justos. Enseñó que trabajar con autenticidad
es amar el propio quehacer profesional y realizarlo con afán de obra bien
hecha. Enseñó que una manera de hacer justicia con autenticidad es poner
también aquel afán en el cumplimiento de toda clase de deberes: porque
‑fijémonos bien‑ en la raíz de toda injusticia se encuentra la negación
ola limitación del derecho de otros y esta situación se produce cada vez
que alguien, obligado frente ¿f ese otro o, genéricamente, frente a la
sociedad, incumple ese deber. De tal forma, que si todos cumpliéramos
nuestras obligaciones, la injusticia sería erradicada: así como suena".
A
Noel Zapico, conocido dirigente laboral español, le parece de justicia
señalar "la decisiva aportación de Monseñor Escrivá de Balaguer para que
los cristianos sepamos descubrir el sentido humano y sobrenatural del
trabajo".
De
este convencimiento participan hoy miles de personas en todo el mundo, que
por la predicación y el ejemplo del Fundador del Opus Dei han aprendido
que sus desvelos en el trabajo o en la vida de familia pueden convertirse
en verdadero servicio a Dios y a los demás. Como corrobora un trabajador
madrileño, Juan Muñoz Batanero, vigilante de fincas urbanas, "nos ha hecho
un gran bien a muchas personas que, como yo, se dedican a trabajos muy
corrientes y pueden pensar que no sirven para casi nada".
Pero está claro que este enfoque de la vida cristiana no se circunscribe a
una época histórica. Es de suyo universal, porque, mientras haya hombres
en la tierra, los hombres trabajarán. De manera que, con y desde el
trabajo, se abre una vía de santificación en la que caben todos los
hombres, de todos los tiempos, de toda cultura. No es preciso cambiar de
sitio para buscar la santidad.
Santificar el trabajo exige respetar el orden de la naturaleza de las
cosas creadas, la autonomía legítima de lo temporal, porque ‑lejos de todo
atisbo teocrático‑ el reino de Dios es una realidad en el corazón de los
cristianos, que vivifican el alma de la sociedad entera ‑sin dogmas ni
carriles de dirección única‑, cuando pugnan porque Cristo reine en el
centro de su vida ordinaria. El Fundador del Opus Dei esclareció muchas
veces aquella luz que Dios le hizo ver en los primeros tiempos de la Obra:
Cuando un día, en la quietud de una iglesia madrileña, yo me sentía :nada!
‑no poca cosa, poca cosa hubiera sido aún algo‑, pensaba: ¿Tú quieres,
Señor, que haga toda esta maravilla? Y alzaba la Sagrada Hostia, sin
distracción, a lo divino... Y allá, en el fondo del alma, entendí con un
sentido nuevo, pleno, aquellas palabras de la Escritura:
Et
ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (loann., XII,
32). Lo entendí perfectamente.
El
Señor nos decía: ;si vosotros me ponéis en la entraña de todas las
actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi
testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño...,
entonces,
omnia traham ad meipsum! ¡Mi reino entre vosotros será una realidad!
El
propio Fundador explicó esta idea central en infinidad de ocasiones con
palabras precisas y atrayentes. He aquí algunas, entresacadas de varias de
sus respuestas a diversos periodistas, que fueron publicadas en un libro
con el título conocido de Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer:
El
Señor suscitó el Opus Dei en 1928 para ayudar a recordar a los cristianos
que, como cuenta el libro del Génesis, Dios creó al hombre para trabajar.
Hemos venido a llamar de nuevo la atención sobre el ejemplo de Jesús que,
durante treinta años, permaneció en Nazareth trabajando, desempeñando un
oficio. En manos de Jesús el trabajo, y un trabajo profesional similar al
que desarrollan millones de hombres en el mundo, se convierte en tarea
divina, en labor redentora, en camino de salvación.
El
espíritu del Opus Dei recoge la realidad hermosísima ‑olvidada durante
siglos por muchos cristianos‑ de que cualquier trabajo digno y noble en lo
humano, puede convertirse en un quehacer divino. En el servicio de Dios,
no hay oficios de poca categoría: todos son de mucha importancia.
Para amar a Dios y servirle, no es necesario hacer cosas raras. A todos
los hombres sin excepción, Cristo les pide que sean perfectos como su
Padre celestial es perfecto (Mt., V, 48). Para la gran mayoría de los
hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su
trabajo, y santificar a los demás con el trabajo, y encontrar así a Dios
en el camino de sus vidas.
Las
condiciones de la sociedad contemporánea, que valora cada vez más el
trabajo, facilitan evidentemente que los hombres de nuestro tiempo puedan
comprender este aspecto del mensaje cristiano que el espíritu del Opus Dei
ha venido a subrayar. Pero más importante aún es el influjo del Espíritu
Santo, que en su acción vivificadora ha querido que nuestro tiempo sea
testigo de un gran movimiento de renovación en todo el cristianismo.
Leyendo los decretos del Concilio Vaticano II se ve claramente
que parte importante de esa renovación ha sido precisamente la
revaloración del trabajo ordinario y de la dignidad de la vocación del
cristiano que vive y trabaja en el mundo.
Con
el comienzo de la Obra en 1928, mi predicación ha sido que la santidad no
es cosa para privilegiados, sino que pueden ser divinos todos los caminos
de la tierra, todos los estados, todas las profesiones, todas las tareas
honestas. Las implicaciones de ese mensaje son muchas y la experiencia de
la vida de la Obra me ha ayudado a conocerlas cada vez con más hondura y
riqueza de matices. La Obra nació pequeña, y ha ido normalmente creciendo
luego de manera gradual y progresiva, como crece un organismo vivo, como
todo lo que se desarrolla en la historia.
Pero su objetivo y razón de ser no ha cambiado ni cambiará por mucho que
pueda mudar la sociedad, porque el mensaje del Opus Dei es que se puede
santificar cualquier trabajo honesto, sean cuales fueran las
circunstancias en que se desarrolla.
Hoy
forman parte de la Obra personas de todas las profesiones: no sólo
médicos, abogados, ingenieros y artistas, sino también albañiles, mineros,
campesinos; cualquier profesión: desde directores de cine y pilotos de
reactores hasta peluqueras de alta moda. Para los socios del Opus Dei el
estar al día, el comprender el mundo moderno, es algo natural e
instintivo, porque son ellos ‑junto con los demás ciudadanos, iguales a
ellos‑ los que hacen nacer ese mundo y le dan su modernidad.
En
un extenso artículo, que publicó el diario Avvenire de Milán, el 26 de
julio de 1975, el Cardenal Baggio subrayaba la idea: santidad para el
hombre de la calle, no ideal para privilegiados; lo que a muchos pareció
herejía, después del Concilio Vaticano 11 se había convertido en principio
indiscutible: "Lo que continúa siendo revolucionario en el mensaje
espiritual de Mons. Escrivá de Balaguer es la manera práctica de orientar
hacia la santidad cristiana a hombres y mujeres de toda condición, en una
palabra: al hombre de la calle.
"El
modo de concretar, en la práctica, este mensaje se basa en tres novedades
características de la espiritualidad del Opus Dei: 1) ante todo, los
seglares no deben abandonar ni despreciar el mundo, sino quedarse dentro,
amando y compartiendo la vida de sus conciudadanos; 2) quedándose en el
mundo, los seglares deben saber descubrir el valor sobrenatural de todas
las normales circunstancias de su vida, incluidas las más prosaicas y
materiales; 3) en consecuencia, el trabajo cotidiano ‑es decir, el que
ocupa la mayor parte del tiempo y caracteriza la personalidad de la
mayoría de las personas‑ es lo primero que hay que santificar y el primer
instrumento de apostolado".
Mons. Escrivá de Balaguer ha enseñado siempre que los laicos han de seguir
el ejemplo de los primeros cristianos: en aquella época los fieles se
esforzaban por vivir el Evangelio quedándose en el mundo, y participando
plenamente en todas las actividades honestas de la sociedad. Y así como
los primeros cristianos ‑hombres y mujeres, jóvenes y viejos, patricios,
plebeyos y esclavos‑ se santificaron en su vida cotidiana y convirtieron
el mundo pagano, igualmente los cristianos de hoy, si no tienen una
vocación al estado religioso, están llamados a santificar el mundo desde
dentro.
¿Tendré que volver a afirmar
‑aseguraba en 1967‑ que los hombres y las mujeres, que quieren servir a
Jesucristo en la Obra de Dios, son sencillamente ciudadanos iguales a
los demás, que se esfuerzan por vivir con seria responsabilidad ‑hasta
las últimas conclusiones‑ su vocación cristiana? Nada distingue a mis
hijos de sus conciudadanos.
No
escapaban a Mons. Escrivá de Balaguer las consecuencias prácticas de una
espiritualidad verdaderamente laical:
Son muchos los aspectos del ambiente secular, en el que os movéis, que se
iluminan a partir de estas verdades. Pensad, por ejemplo, en vuestra
actuación como ciudadanos en la vida civil. Un hombre sabedor de que el
mundo ‑y no sólo el templo‑ es el lugar de su encuentro con Cristo, ama
ese mundo, procura adquirir una buena preparación intelectual y
profesional, va formando ‑con plena libertad‑ sus propios criterios sobre
los problemas del medio en que se desenvuelve; y toma, en consecuencia,
sus propias decisiones que, por ser decisiones de un cristiano, proceden
además de una reflexión personal, que intenta humildemente captar la
voluntad de Dios en esos detalles pequeños y grandes de la vida.
Y
he aquí, en este punto, su acusada aversión a todo tipo de clericalismo:
Pero a ese cristiano jamás se le ocurre creer o decir que él baja del
templo al mundo para representar a la Iglesia, y que sus soluciones son
las soluciones católicas a aquellos problemas. ;Esto no puede ser,
hijos míos! Esto seria clericalismo, catolicismo oficial o como
queráis llamarlo. En cualquier caso, es hacer violencia a la naturaleza de
las cosas.
Esta pasión por la libertad es una herencia rica y fecunda que el Fundador
del Opus Dei deja a los socios de la Obra y a todos los cristianos:
Tenéis que difundir por todas partes una verdadera
mentalidad laical, que ha de llevar a tres conclusiones:
a
ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad
personal;
a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la
fe, que proponen ‑en materias opinables-soluciones diversas a la que cada
uno de nosotros sostiene;
y a
ser lo suficientemente católicos, para no servirse de Nuestra Madre la
Iglesia, mezclándola en banderías humanas.
El
valor cristiano de la vida ordinaria lo realza así en esa Homilía de 1967
en el campus de la Universidad de Navarra: Yo solía decir a aquellos
universitarios y a aquellos obreros que venían junto a mí por los años
treinta ‑y el Cardenal Baggio observa aquí que faltaban otros tantos
años y más para la Constitución pastoral Gaudium et Spes del Concilio
Vaticano II‑ que tenían que saber materializar la vida
espiritual. Quería apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces
y ahora, de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de
relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida
familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas.
¡Que
no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como
esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha
de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser ‑en el alma y en el
cuerpo‑ santa y llena de Dios: a
ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales.
Y
el Fundador del Opus Dei insistía, consciente de la novedad de ese
planteamiento:
El
auténtico sentido cristiano ‑que profesa la resurrección de toda carne‑ se
enfrentó siempre, como es lógico, con la
desencarnación, sin temor a ser juzgado de materialismo. Es lícito, por
tanto, hablar de un materialismo cristiano, que se opone audazmente
a los materialismos cerrados al espíritu.
El
trabajo es, pues, la materia prima que hay que santificar, el instrumento
de la santificación propia y de la santificación de los demás. La vida del
cristiano no se construye con idealismos desencarnados, sino con esfuerzos
concretos para la realización de una sociedad más justa, esfuerzos que
ennoblecen todas las actividades humanas, desde las más vistosas a las más
humildes e inadvertidas. Mons. Escrivá de Balaguer glosaba con frecuencia
los conocidos textos de San Pablo: "Todas las cosas son vuestras, vosotros
sois de Cristo y Cristo es de Dios"... "Ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo
para la gloria de Dios":
Esta doctrina de la Sagrada Escritura, que se encuentra ‑como sabéis‑ en
el núcleo mismo del espíritu del Opus Dei, os ha de llevar a realizar
vuestro trabajo con perfección, a amar a Dios y a los hombres al poner
amor en las cosas pequeñas de vuestra jornada habitual, descubriendo
ese algo divino que en los detalles se encierra.
En
una Homilía titulada Hacia la santidad ampliaba: Cuando la fe vibra en
el alma, se descubre, en cambio, que los pasos del cristiano no se separan
de la misma vida humana corriente y habitual. Y que esta santidad grande,
que Dios nos reclama, se encierra aquí y ahora, en las cosas pequeñas de
cada jornada.
Me
gusta hablar de camino, porque somos viadores, nos dirigimos a la casa del
Cielo, a nuestra Patria.
Pero mirad que un camino, aunque puede
presentar trechos de especiales dificultades, aunque nos haga vadear
alguna vez un río o cruzar un
pequeño bosque casi impenetrable,
habitualmente es algo corriente, sin sorpresas. El peligro es la rutina:
imaginar que en esto, en lo de cada instante, no está Dios, porque ;es tan
sencillo, tan ordinario!
Y
hablando de los socios del Opus Dei, que procuran encarnar este mensaje
nuevo ‑y sin embargo tan sencillo y natural‑ de la santificación del
trabajo ordinario, el Fundador de la Obra especificaba en aquella Homilía
de 1967:
Quienes han seguido a Jesucristo ‑conmigo, pobre pecador‑ son: un pequeño
tanto por ciento de sacerdotes, que antes han ejercido una profesión o un
oficio laical; un gran número de sacerdotes seculares de muchas diócesis
del mundo (...) y la gran muchedumbre formada por hombres y mujeres ‑de
diversas naciones, de diversas lenguas, de diversas razas‑ que viven de su
trabajo profesional, casados la mayor parte, solteros muchos otros, que
participan con sus conciudadanos en la grave tarea de hacer más humana y
más justa la sociedad temporal; en la noble lid de los afanes diarios, con
personal responsabilidad ‑repito‑, experimentando con los demás hombres,
codo con codo, éxitos y fracasos, tratando de cumplir sus deberes y de
ejercitar sus derechos sociales y cívicos. Y todo con naturalidad, como
cualquier cristiano consciente, sin mentalidad de selectos, fundidos en la
masa de sus colegas, mientras procuran detectar los brillos divinos que
reverberan en las realidades más vulgares.

Capítulo Tercero. La fundación del Opus Dei
|

"Al
hojear el Misal no he tenido más remedio que desilusionarme al ver que
todas las santas han sido monjas, vírgenes, mártires o, por lo menos,
viudas", concluye, no sin sentido del humor, Wilhelmine Burkhart, madre de
familia, profesora de música en Viena: "Qué liberación pensar que no sólo
el esfuerzo y el sufrimiento, sino también las actividades humanas que
llenan de alegría ‑como es para mí el hacer o enseñar música- pueden
transformar en una oración continua. Decenas de millares de personas deben
este `camino' a Josemaría Escrivá de Balaguer".
La
profesora Burkhart conoció la Obra a través de su hijo mayor, socio del
Opus Dei. El 24 de septiembre de 1971 fue a verlo a Roma. Pudo estar
también entonces con Mons. Escrivá de Balaguer. Su hijo le traducía del
castellano al alemán palabras que hablaban de servir a la Iglesia con
alegría, cada uno en su sitio: Tú puedes transformar tu arte en
oración.
Hoy, con la perspectiva de los años, parece lo más normal del mundo que el
espíritu que el Fundador del Opus Dei vio claro el 2 de octubre de 192$ se
aplique por igual a los varones que a las mujeres. Sin embargo, en los
primeros momentos, el Fundador no pensó en ellas. Se lo decía expresamente
a las asociadas de la Obra:
Yo
no quería fundar ni la Sección de varones ni la Sección femenina del Opus
Dei. En la Sección femenina no había pensado nunca. Os aseguro con una
seguridad física ‑así, física‑, que sois hijas de Dios.
Sucedió el 14 de febrero de 1930. Como sabemos, a Mons. Escrivá de
Balaguer no le gustaba hablar de estos momentos íntimos en que el Señor le
dio a conocer su Voluntad. Sin embargo, a veces ‑por indicación expresa de
la Santa Sede y también por la insistencia de los socios de la Obra‑
relataba algunos detalles, para que supieran dar gracias a Dios, por la
misericordia que mostraba hacia los hombres. Así, en una ocasión evocaba:
Para que no hubiera ninguna duda de que era Él quien quería realizar su
Obra, el Señor ponía cosas externas. Yo había escrito: "Nunca habrá
mujeres ‑ni de broma‑ en el Opus Dei". Y a los pocos días... el 14 de
febrero: para que se viera que no era cosa mía, sino contra mi inclinación
y contra mi voluntad.
Yo
iba a casa de una anciana señora de ochenta años que se confesaba conmigo,
para celebrar Misa en aquel oratorio pequeño que tenía. Y fue allí,
después de la Comunión, en la Misa, cuando vino al mundo la Sección
femenina. Al acabar, me fui corriendo a mi confesor, que me dijo: esto es
tan de Dios como lo demás.
La
fundación del Opus Dei salió sin mí; la Sección de mujeres, contra mi
opinión personal, y la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, queriendo yo
encontrarla y no encontrándola. También durante la Misa. Sin milagrerías:
providencia ordinaria de Dios. Para mí es tan milagro que el sol salga y
se ponga todos los días como que se detenga. Y más milagro es que salga y
se ponga todos los días, según una ley impuesta por Dios, que ya conocemos
los hombres.
Así, por procedimientos tan ordinarios, Jesús, Señor Nuestro, el Padre y
el Espíritu Santo, con la sonrisa amabilísima de la Madre de Dios, de la
Hija de Dios, de la Esposa de Dios, me han hecho ir para adelante siendo
lo que soy: un pobre hombre, un borrico que Dios ha querido coger de su
mano:
ut iumentum factus sum apud te, et ego semper tecum (Ps., LXXII, 23).
Aquella casa en la que el Fundador del Opus Dei celebró la Santa Misa el
14 de febrero de 1930 estaba ‑ya no existe‑ en la calle Alcalá Galiano,
n.° 1 y 3. Vivía allí la Marquesa de Onteiro, madre de la Fundadora de las
Damas Apostólicas del Sagrado Corazón. Era muy mayor, y pidió a su hija
Luz que un sacerdote fuera a celebrar Misa en el oratorio privado de su
casa. La Marquesa de Onteiro murió el 22 de enero de 1931, y fue enterrada
en el panteón familiar de la Iglesia de la Concepción, en Madrid.
Con
la fundación de la Sección femenina del Opus Dei, el Señor dejó en Mons.
Escrivá de Balaguer el convencimiento, ya definitivo, de que también era
misión de la mujer cristianizar el mundo desde dentro: tanto en el hogar,
como en cualquier ocupación civil. Con el tiempo podría confiar a un
periodista con toda justicia:
He
dedicado mi vida a defender la plenitud de la vocación cristiana del
laicado, de los hombres y de las mujeres corrientes que viven en medio del
mundo, y, por tanto, a procurar el pleno reconocimiento teológico y
jurídico de su misión en la Iglesia y en el mundo (...). Corresponde a los
millones de mujeres y de hombres cristianos que llenan la tierra, llevar a
Cristo a todas las actividades humanas, anunciando con sus vidas que Dios
ama a todos y quiere salvar a todos. Por eso la mejor manera de participar
en la vida de la Iglesia, la más importante y la que, en todo caso, ha de
estar presupuesta en todas las demás, es la de ser íntegramente cristianos
en el lugar donde están en la vida, donde les ha llevado su vocación
humana.
Es
bien patente hoy, a la vuelta de los años, que el mismo espíritu mueve a
los socios y a las asociadas del Opus Dei. La unidad es tan plena
‑jurídica, espiritual y moral‑ como evidente la mutua autonomía. En alguna
ocasión el Fundador comparó el trabajo de una y otra Sección de la Obra a
dos borriquillos que tiran del mismo carro, en la misma dirección, como
dos fuerzas paralelas, que no se interfieren ni se mezclan.
Cabría pensar que quizá el Señor, al separar las fechas fundacionales de
las dos Secciones del Opus Dei, quiso que también su Fundador tuviera,
desde el primer momento, conciencia clara de la realidad que más adelante
expresaría con estas palabras certeras:
Por Voluntad de Dios, el Opus Dei consta de dos Secciones diferentes,
completamente separadas, como dos obras distintas, una de hombres y otra
de mujeres; sin interferencia alguna, ni de gobierno, ni de régimen
económico, ni de apostolado, ni de hecho.
Mons. Escrivá de Balaguer dio alguna vez una razón sobrenatural de ese
designio divino, que suscitó la Sección de mujeres de la Obra dieciséis
meses y doce días después del 2 de octubre de 1928:
Si
‑en 1928‑ hubiera sabido lo que me esperaba, hubiera muerto: pero Dios
Nuestro Señor me trató como a un niño; no me presentó de una vez todo el
peso, y me fue llevando adelante poco a poco. A un niño pequeño no se le
dan cuatro encargos de una vez. Se le da uno, y después otro, y otro más
cuando ha hecho el anterior. ¿Habéis visto cómo juega un chiquillo con su
padre? El niño tiene unos tarugos de madera, de formas y colores
diversos... Y su padre le va diciendo: pon éste aquí, y ese otro ahí, y
aquel rojo más allá... Y al final ‑ ¡un castillo!
Éste es el modo divino de hacer las cosas ‑escribiría lleno de
agradecimiento
en 1961‑: una primero y otra después, guiando los pasos, utilizando
causas segundas, mediaciones humanas. Mirad lo que nos cuentan los Hechos
de los Apóstoles, al narrar la conversión de Saulo. Después de que el
Señor lo ha herido con su gracia, él dice: Domine, quid me vis facere?
Señor, ¿qué quieres que haga? Y oye la respuesta divina: surge et
ingredere in civitatem et ibi dicetur tibi quid te oporteat facere
(Act. IX, 6); levántate, entra en la ciudad, y allí te dirán lo que
conviene que hagas. ¿Veis?, una gracia primero, un encargo después: con
una divina selección de tiempos, de modos y de circunstancias. Así ha ido
el Señor haciendo su Obra: primero una Sección, después otra, y después
‑nuevo don‑ los sacerdotes. Y en cada aspecto de nuestro camino, en cada
frente que había que ganar en esta hermosa guerra de paz, el Señor me ha
tratado siempre así: primero esto, después aquello. Por eso, os repito,
agradeced conmigo esta continua providencia amorosa que nuestro Padre Dios
ha manifestado.
La
consideración de esta bondad del Señor me mueve a contrición, por cuanto
yo no haya sabido corresponder a tan grande misericordia. Y porque, a lo
largo de este caminar, he hecho padecer a otros, por mis errores ‑no sé
soportar sin protesta y sin lágrimas la injusticia: venga de donde venga y
se haga a quien se haga‑, por mis errores, digo, y porque Dios Nuestro
Señor tenía que prepararme: parece que daba una en el clavo y ciento en la
herradura..., quizá porque me dolía más el dolor de los otros.
Desde el 14 de febrero de 1930, Mons. Escrivá de Balaguer se puso a
trabajar, para iniciar la Sección femenina del Opus Dei. Su labor fue más
lenta, porque, por delicadeza y prudencia, no podía tener con las mujeres
que se sintieron atraídas por el mensaje de la Obra, la relación constante
y continua que tenía con los varones (y así sería siempre: en concreto,
jamás vivió en un Centro de la Sección de mujeres).
De
otra parte, en aquellos años, las chicas jóvenes ‑en las que más
fácilmente podía prender este nuevo espíritu‑ tenían poquísima libertad.
Se veían obligadas a dar a sus padres todo tipo de explicaciones: dónde
iban, con quién, a qué, cuándo volverían... Y entonces, jurídicamente, la
Obra no era nada: atravesaba los momentos delicados del comienzo de la
gestación.
En
1930, como vimos, don Josemaría era capellán en las Damas Apostólicas. A
sus comedores de caridad, a sus roperos, a sus visitas de enfermos, iban,
con afán apostólico, muchas chicas jóvenes de Madrid. Pero no consta que
allí el Fundador hablara de la Obra. Conociéndole un poco, resulta lógico
que fuera así: por respeto a esa Congregación, cuyas vocaciones surgían
ordinariamente de aquellas chicas; y porque, si tenían vocación religiosa,
no podían tenerla para la Obra que Dios le pedía, que era de trabajo
civil, profesional, en medio de la sociedad.
Ésta debió ser otra de las razones por las que en 1931 dejó de trabajar en
el Patronato de Enfermos. Como sabemos, allí no se limitaba a su oficio
estricto de capellán, en la pequeña iglesia de las Damas Apostólicas, sino
que su celo sacerdotal le llevaba a recorrer a diario los rincones más
pobres de los suburbios madrileños. Debía dedicar más tiempo cada vez a la
Obra que Dios le pedía. Con los varones podía hacer su apostolado en
cualquier sitio: paseando por las calles de Madrid, o en su propia casa.
Pero para la dirección espiritual de mujeres necesitaba el confesionario,
mejor aún en una iglesia pública grande, como era la de Santa Isabel.
Aquí, además de atender convenientemente a las Agustinas Recoletas,
confesaba ‑ya desde hacía bastante tiempo‑ a un grupo de chicas, entre las
que surgieron nuevas asociadas de la Obra.
En
la iglesia de Santa Isabel, antes y después de la Misa que celebraba a las
ocho de la mañana, estaba en el confesionario. Así conocieron algunas el
Opus Dei. El fervor con que le veían celebrar el Santo Sacrificio les
movía a confesarse con él, y a recibir de él dirección espiritual. Era
marco propicio para abrir horizontes de santidad y de apostolado. Se formó
un grupo, en el que estaban personas muy distintas: una profesora del
contiguo colegio de la Asunción, una empleada, una enfermera, y varias
chicas jóvenes que aún no trabajaban. Iban todas a confesarse a Santa
Isabel, cada ocho días. Sólo allí veían al Fundador del Opus Dei, pues no
asistía a las reuniones, que de vez en cuando, tenían en casa de las dos
mayores. Tampoco las acompañaba los domingos al catecismo que llevaban en
el barrio de La Ventilla.
Sin
embargo, atendió sacerdotalmente con un celo extraordinario a María
Ignacia García Escobar, una de las primeras asociadas del Opus Dei, que
falleció en el Hospital del Rey el 13 de septiembre de 1933, de una manera
verdaderamente santa. Sufrió mucho, pues padecía tuberculosis intestinal y
tuvieron que hacerle varias operaciones. Es emocionante leer los cuadernos
que María Ignacia escribió en aquel hospital de incurables, con un estilo
que recuerda la más clásica literatura espiritual española. Había pedido
la admisión en la Obra el 9 de abril de 1932 ‑"una nueva era de Amor",
anota en su cuaderno dos días más tarde‑, pero antes de esa fecha venía
ofreciendo por la intención de don Josemaría sus fiebres, sus múltiples
molestias, sus intensos dolores que, por ejemplo, le impedían escribir
durante semanas seguidas. María Escobar tuvo conciencia cierta de estar
haciendo la Obra de Dios desde su cama en el hospital: "Hay que cimentarla
bien. Para ello, procuremos que estos cimientos sean de piedra de granito,
no nos ocurra lo que a aquel edificio de que habla el Evangelio, que fue
edificado en la arena. Los cimientos, ante todo; luego, vendrá lo demás".
El
dolor de los enfermos de aquel hospital fue cimiento inconmovible del Opus
Dei. María Ignacia rezaba por la Obra desde que, en los últimos meses de
1931, don José María Somoano Berdasco le rogó:
‑María: hay que pedir mucho por una intención, que es para bien de todos.
Esta petición no es de días: es un bien universal que necesita oraciones y
sacrificios, ahora, mañana y siempre.
Don
José María Somoano alentaba a muchos enfermos a ofrecer sus sufrimientos
por aquella intención: y por ésta padecían sus molestias, ofrecían
operaciones dolorosísimas, o comían cuando no tenían apetito. "De noche
‑anota María‑, cuando los dolores no me dejan dormir, me entretengo en
recordarle su intención repetidas veces a Nuestro Señor".
Una
hermana de María, Braulia, se trasladó a Madrid al final de la enfermedad.
María estaba "maravillosamente atendida espiritualmente por el Padre. Iban
también a verla y a hacerle compañía otras chicas; algunas pertenecían a
la Obra".
Braulia registra las dificultades que tenía una de ellas para ir a dar el
catecismo en un suburbio de Madrid, pues su familia se oponía a que fuese
a barrios tan peligrosos entonces. Se acuerda también de otra, que
mecanografiaba unos guiones, para ayudar a María a hacer la meditación,
recogiendo en ellos los temas espirituales tratados en las reuniones que
tenían.
Este grupo de mujeres sufriría mucho al iniciarse la guerra de España en
julio de 1936. Perdieron contacto con el Fundador. Además, en la confusión
de aquellos dramáticos momentos, les llegó la noticia de que había muerto.
Algunas no volverían a verle nunca más, convencidas de su fallecimiento. A
otras, al terminar la guerra, don Josemaría les hizo comprender que no
tenían vocación para la Obra: no por falta de vibración espiritual, sino
porque en esos años de alejamiento físico llegaron a inclinarse hacia
modos de ser y actuar propios de la vida religiosa, modos que son santos
para quienes Dios da esa vocación, pero no para quienes llama a servirle
en el mundo.
Entretanto, el Fundador de la Obra había recomenzado su actividad,
centrándola sobre todo en las hermanas de los chicos que eran socios de la
Obra o estaban muy encariñados con ésta. Surgieron así vocaciones para la
Sección femenina de la Obra, ya durante la guerra.
Al
terminar la contienda, ya de nuevo don Josemaría en Santa Isabel, fueron
por allí a confesarse. Pero muy pronto se trasladó a la calle de Jenner,
donde ‑en un piso distinto al de la residencia de estudiantes‑ vivió con
su madre y con sus hermanos.
Fue
en esta casa de la calle Jenner donde Lola Fisac le oyó describir a fondo
el Opus Dei: "Me pareció sobrecogedor y precioso. Me asustó un poco".
Porque, aun cuando eran pocas, ya les planteaba la Obra en toda su
extensión futura por el mundo. Y entonces, por no tener, no tenían ni
siquiera un sitio donde reunirse.
A
finales de 1940 alquilaron un piso pequeño en la calle Castelló, para
hacer una labor apostólica, mientras todas seguían viviendo con sus
familias. Lo instalaron como pudieron, llevando muebles de casa de sus
padres. Pero la experiencia duró poco: no parecía prudente que un
sacerdote joven acudiese asiduamente a un piso, en el que no vivía nadie,
para formar a un grupo de chicas también jóvenes... Por esta razón, en
diciembre de ese mismo año, abandonaron ese piso y comenzaron a ir a la
calle de Lagasca, esquina con la de Diego de León, donde se había abierto
un nuevo Centro de la Obra. A una zona independiente de esta casa se
trasladó también la familia de don Josemaría. Dentro de esta zona ‑con
plena separación de los varones- pudo atenderlas. Así se fueron formando
estas nuevas asociadas del Opus Dei.
Pronto vinieron otras. Y se vio la conveniencia de organizar otro Centro
de la Sección femenina de la Obra. Comenzó a funcionar en el verano de
1942, en la calle de Jorge Manrique.
La
labor era aún incipiente, pero el panorama apostólico estaba bien
definido. Don José Luis Múzquiz recuerda las explicaciones que daba el
Fundador de la Obra en 1943 a los socios que iban a ser sacerdotes, y
tendrían que atender espiritualmente a las asociadas del Opus Dei, que
debían santificarse y hacer apostolado en su propia profesión u oficio.
Unas pocas se ocuparían de los trabajos ‑trabajos profesionales‑ propios
del cuidado y administración de los Centros de la Obra. La Sección de
mujeres, además de los que tenía la Sección de varones, haría algunos
apostolados propios: labor con campesinas, con bibliotecas circulantes,
etc.
El
Fundador de la Obra se entusiasmaba con esas labores que en el futuro
llevarían a cabo las asociadas. Rezaba, hacía rezar, y ofrecía
mortificaciones y penitencias para que la labor se desarrollara cuanto
antes. Con paciencia infinita, se dedicaba a formar a aquellas mujeres.
Soñad, y os quedaréis cortas, les alentaba. Infundía en ellas una fe
gigante, pues humanamente apenas había nada. Pero tenía la seguridad
‑fiándose sólo de Dios- que la labor se extendería por todo el mundo. Y
les consolaba ante las incomprensiones y contradicciones que no podían
faltar: Si no encontráis la Cruz ‑le oyó don José Luis Múzquiz una
vez que bendecía a una de ellas antes de salir de viajes señal de que
no vais bien, pues no habréis encontrado a Jesucristo.
Desde el primer momento ‑lo cual no deja de ser un tanto insólito en
aquella época‑ se ocupó de su formación doctrinal religiosa. Según relata
Encarnación Ortega, en 1943, cuando en aquel Centro de la calle
‑del Seminario de Madrid‑ que nos daba clases de Teología y de canto
gregoriano".
Ahora, apenas treinta años después, muchas asociadas de la Obra son
doctoras por Facultades de Teología o de Derecho canónico, y están en
condiciones de continuar esa labor de formación.
Otras muchas han adquirido títulos semejantes en las más diversas ciencias
profanas, y ‑como escribió una periodista venezolana, Beatriz Mercedes
Briceño‑Picón, en El Nacional de Caracas‑ "ejercen todas las profesiones y
oficios nobles de la tierra, desde la sencilla y entrañable labor que
lleva el amor cristiano al trabajo de la tierra, al taller, al hogar
familiar, hasta la difícil misión de ejercer cátedras universitarias y
altos cargos en la administración pública". Son mayoría ‑aunque esto no
llame la atención a nadie‑ las mujeres del Opus Dei, madres de familia,
que intentan hacer de sus hogares ámbitos de paz, luminosos y alegres,
donde los hijos, desde los primeros años, aprendan a vivir las virtudes
cristianas y a prepararse para trabajar seriamente en servicio de sus
hermanos los hombres.
Pero de lo que no
cabe la menor duda es que el mismo espíritu, equivalente responsabilidad,
idéntica urgencia humana y apostólica atañen al hombre y a la mujer.
Porque ‑para Mons. Escrivá de
Balaguer‑ no hay diferencia ninguna entre ellos cuando se trata de su
dignidad como personas o de su condición de hijos de Dios. Las
peculiaridades del varón o de la mujer sólo pueden entenderse a partir de
su igualdad fundamental, como explicó brillante y claramente en sus
respuestas a la directora de la revista Telva de Madrid, que fueron
recogidas en Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer. Invito al
lector a fijarse, por ejemplo, en el número 90 de ese libro y a leerlo
sustituyendo, siempre que aparece la palabra "mujer", por la palabra
"varón": verá que no hay ninguna diferencia; porque son en todo semejantes
sus responsabilidades como personas, como hijos de Dios.
Se
entiende su desahogo, en otro pasaje de ese libro ‑número 14‑, cuando
declara:
Aún recuerdo el asombro e incluso la crítica ‑ahora en cambio tienden a
imitar, en esto como en tantas otras cosas con que determinadas personas
comentaron el hecho de que el Opus Dei procurara que adquiriesen grados
académicos en ciencias sagradas también las mujeres que pertenecen a la
Sección femenina de nuestra Asociación.
Pienso, sin embargo, que estas resistencias y reticencias irán cayendo
poco a poco. En el fondo es sólo un problema de comprensión eclesiológica:
darse cuenta de que la Iglesia no la forman sólo los clérigos y los
religiosos, sino que también los laicos ‑mujeres y hombres‑ son Pueblo de
Dios y tienen, por Derecho divino, una propia misión y responsabilidad.

Capítulo Tercero. La fundación del Opus Dei
|

El
13 de julio de 1975, el Cardenal Casariego confería en Barcelona la
ordenación sacerdotal a 54 profesionales, socios del Opus Dei. Con ellos,
sumaban ya casi un millar los socios laicos de la Obra que habían sido
llamados al sacerdocio, desde que fueron ordenados por don Leopoldo Eijo y
Garay los tres primeros ‑don Álvaro del Portillo, don José María Hernández
de Garnica y don José Luis Múzquiz‑, en Madrid el 25 de junio de 1944.
Fue
ésta una fecha importante, que quedó grabada para siempre en el corazón
del Fundador del Opus Dei. En más de una ocasión comentaría que esa
primera ordenación de sacerdotes le causó a la vez mucha alegría y
mucha tristeza:
Amo
de tal manera la condición laical de nuestra Obra, que sentía hacerlos
clérigos, con un verdadero dolor; y, por otra parte, la necesidad del
sacerdocio era tan clara, que tenía que ser grato a Dios Nuestro Señor que
llegaran al altar esos hijos míos.
La
Obra necesitaba sacerdotes que, junto a la preparación y virtudes de todos
los buenos sacerdotes, tuvieran una experiencia personal y un conocimiento
bien vivido del espíritu del Opus Dei, para servir con su ministerio a los
socios y asociadas de la Obra y para colaborar con el apostolado de los
laicos: porque éstos, aunque a través del trato con sus iguales hacen una
labor eficaz de ayuda espiritual, acaban por toparse necesariamente con lo
que Mons. Escrivá de Balaguer llamaba muy gráficamente muro
sacramental.
Necesitamos
‑ponderaba en 1945‑ sacerdotes con nuestro espíritu: que estén bien
preparados; que sean alegres, operativos y eficaces; que tengan un ánimo
deportivo ante la vida; que se sacrifiquen gustosos por sus hermanos, sin
sentirse víctimas.
Y,
recordando la ordenación de los tres primeros, agradecía las sinceras
congratulaciones que había recibido de personas de todos los ambientes,
subrayando este nuevo fenómeno pastoral que se verifica dentro de la
Obra de Dios: hombres jóvenes que ejercen una profesión universitaria, con
la vida humanamente abierta para hacer libremente su voluntad, que van a
servir, sin estipendio alguno, a todas las almas ‑especialmente a las de
sus hermanos‑ y a trabajar duramente, porque las horas del día serán pocas
para su tarea espiritual.
Efectivamente, había surgido así en la vida de la Iglesia un nuevo
fenómeno pastoral, pero también jurídico. Pues en el Opus Dei no cambia la
llamada de Dios al cumplimiento perfecto de la vocación cristiana por el
hecho de ser sacerdote. Aunque el sacerdocio es lo más grande que Dios
puede dar a un alma, queda también claro en la mente del Fundador del
Opus Dei que para nosotros el sacerdocio es una circunstancia, un
accidente, porque ‑dentro de la Obra‑ la vocación de sacerdotes y de
seglares es la misma.
En el Opus Dei todos somos iguales. Sólo hay una diferencia práctica: los
sacerdotes tienen más obligación que los demás de poner su corazón en el
suelo como una alfombra, para que sus hermanos pisen blando.
No
es el momento de profundizar en la novedad y en la riqueza ascética y
teológica de este fenómeno pastoral, ahora tan difundido. Lo resumió muy
bien el Cardenal Frings, el 27 de agosto de 1972, con ocasión de la
primera Misa solemne de un sacerdote del Opus Dei en Colonia: "Ha sido
voluntad de
Jesucristo, que fundó la Iglesia y le dio su régimen, que los santos
sacramentos en su mayoría sólo puedan ser administrados por aquellos que
han recibido la ordenación sacerdotal. Y por eso también esta Asociación
necesita sacerdotes, los cuales, sin embargo, no ostentan en general
cargos dentro de la Asociación; esto es cosa de los laicos. Pero cuando se
trata de celebrar la Santa Misa o de administrar los sacramentos,
especialmente de la Penitencia, del Altar, o de dar dirección espiritual
personal a cada uno, el sacerdote no puede faltar. Es una actividad
discreta, sin brillo, la que asume el sacerdote del Opus Dei. Por tanto,
tiene que ser consciente, desde el primer momento, de que no le esperan
honores, sino una tarea de servicio a los laicos que en la Iglesia de
Cristo se esfuerzan por seguir su camino para alcanzar la santidad. Ésta
es la tesis que Mons. Escrivá de Balaguer ha predicado desde hace tanto
tiempo y que el Concilio Vaticano II ha hecho suya".
Es
de justicia observar que esto, que hoy parece normal a millares y millares
de personas en todo el mundo ‑porque lo han visto hecho vida en cientos de
sacerdotes del Opus Dei‑, requirió del Fundador mucha oración y mucha
penitencia. En un escrito de 1956, Mons. Escrivá de Balaguer hacía ver a
los socios de la Obra que había rezado con confianza e ilusión, durante
tantos años, por los primeros sacerdotes, y por los que más tarde
seguirían su camino; y recé tanto, que puedo afirmar que todos los
sacerdotes del Opus Dei son hijos de mi oración.
Tenía la certeza sobrenatural de que los sacerdotes debían proceder de los
seglares de la propia Obra, pero no sabía cómo resolver los graves
problemas jurídicos que esto planteaba. Su oración de años fue escuchada:
El
14 de febrero de 1943, después de buscar y de no encontrar la solución
jurídica, el Señor quiso dármela, precisa, clara. Al acabar de celebrar la
Santa Misa en un Centro de la Sección femenina (...), pude hablar de la
Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz.
Aquel Centro estaba en el chalet, hoy desaparecido, de la calle Jorge
Manrique, de Madrid, en el que la Sección de mujeres de la Obra pudo tener
al Señor en el Sagrario.
Antes del 14 de febrero de 1943, aun sin estar todavía resuelto el
problema, con gran fe en la Providencia divina, el Fundador del Opus Dei
había hecho comenzar ‑con anticipación de años los estudios sacerdotales a
un grupo de socios de la Obra. Con la aprobación del Obispo de Madrid,
buscó un cuadro de profesores verdaderamente excepcional. Entre ellos
estaban algunos dominicos de gran prestigio, que enseñaban en el "Angelicum"
de Roma y no habían podido regresar por causa de la guerra mundial, como
el P. Muñiz, que les explicó Teología Dogmática, o el P. Severino Álvarez,
profesor de Derecho Canónico. Don José María Bueno Monreal, hoy Cardenal
de Sevilla, les explicó Teología Moral. El actual arzobispo castrense,
Fray José López Ortiz, era profesor de Historia de la Iglesia. El P.
Celada, O.P., que había trabajado muchos años en el Instituto Bíblico de
Jerusalén, les enseñaba Sagrada Escritura. También fueron profesores suyos
Fray Justo Pérez de Urbel, especialista en Liturgia, don Máximo Yurramendi,
después obispo de Ciudad Rodrigo, don Joaquín Blázquez, actual Director
del Instituto de Teología Francisco Suárez, del Consejo Superior de
Investigaciones Científicas, el P. Permuy, C.M.S., etc.
Años después, el 25 de junio de 1969, Mons. Escrivá de Balaguer quiso
celebrar en Roma las bodas de plata sacerdotales de los primeros. Ese día
los recuerdos se hicieron más vivos:
Cuando se iban a ordenar estos tres primeros, estudiaron apasionadamente y
tuvieron el mejor profesorado que pude encontrar, porque he tenido siempre
el orgullo de la preparación científica de mis hilos como base de su
actuación apostólica. Estudiaron mucho, mucho, mucho... Yo os doy las
gracias, porque me habéis dado el orgullo santo ‑que no ofende a Dios‑ de
poder decir que habéis tenido una preparación eclesiástica maravillosa.
Puso gran empeño en su preparación. Les hizo estudiar sin prisas, sin
correr, pero, al mismo tiempo, sin ningún periodo de vacaciones.
Tenían las clases en la casa de la calle Diego de León, y también allí se
examinaban, ante un tribunal formado por tres de aquellos profesores.
Mientras fue necesario, pasaron los exámenes de los cinco años de latín y
del bienio filosófico en el Seminario Conciliar de Madrid.
Pero no se dedicaban exclusivamente al estudio. Alternaban las clases con
el trabajo y con la atención de las actividades apostólicas. Estaban
realmente ocupados, sobre todo, don Álvaro del Portillo, que era ya
Secretario general del Opus Dei y ayudaba al Fundador de un modo especial.
Sacaban tiempo ‑del día y de la noche‑ para estudiar, y lo hacían a fondo.
Eran conscientes de que debían combinar la seriedad científica con la
disponibilidad más completa, pues aumentaban los socios y las tareas
apostólicas, y Mons. Escrivá de Balaguer seguía siendo el único sacerdote.
Por
eso, cuando tenían unas cuantas asignaturas cursadas ‑con las mismas horas
de clase que se exigían en una Universidad Pontificia‑, pendientes sólo
del examen, se iban de Madrid, generalmente a El Escorial, y se centraban
en el estudio y preparación próxima de las pruebas finales.
El
Fundador del Opus Dei siguió muy de cerca sus estudios. Y quiso encargarse
directamente de la formación espiritual, pastoral y apostólica, de
aquellos futuros sacerdotes. Es don José Luis Múzquiz quien rememora, con
agradecimiento, los paseos que algunas veces daban por las carreteras de
los alrededores de Madrid. Y, también, durante las épocas de preparación
para los exámenes ‑en El Escorial o en El Encantiño, una pensión cerca de
Torrelodones‑, las visitas que les hacia, al atardecer, para hablar con
ellos, pasear un rato, e irles formando en el mejor modo de servir a la
Iglesia, al Papa, a las almas todas, a la Obra, con su inmediata labor
sacerdotal: "Todo esto lo hacia el Padre sin darle importancia, como si no
supusiese ningún esfuerzo. Pero era un esfuerzo añadido a toda la carga
que llevaba encima: la dirección de la Obra, ser el único sacerdote con un
trabajo incesante y agotador; y, además, las calumnias e incomprensiones
que pesaban sobre sus hombros".
Años más tarde, en 1956, se refería en estos formación de aquellos tres
sacerdotes:
Desde que preparé a los primeros sacerdotes de la Obra, exageré ‑si cabe‑
su formación filosófica y teológica, por muchas razones: la segunda, por
agradar a Dios; la tercera, porque había muchos ojos llenos de cariño
puestos en nosotros, y no se podía defraudar a esas almas; la cuarta,
porque había gente que no nos quería, y buscaba una ocasión para atacar;
después, porque en la vida profesional he exigido siempre a mis hijos la
mejor formación, y no iba a ser menos en la formación religiosa. Y la
primera razón ‑puesto que yo me puedo morir de un momento a otro,
pensaba‑, porque tengo que dar cuenta a Dios de lo que he hecho, y deseo
ardientemente salvar mi alma.
Desde entonces, periódicamente, con toda naturalidad y sencillez, se ha
ido repitiendo esa leva de sacerdotes, que ofrece un balance
extraordinario. Como dijo el Cardenal Casariego en 1975, "por primera vez
en la historia de la Iglesia, un sacerdote, mientras vivió, ha llevado al
sacerdocio cerca de un millar de profesionales, especialistas en muchas
ciencias humanas y nativos de los cinco continentes". Aunque no hubiera
hecho otra cosa ‑comentó por aquellos días un sacerdote sevillano‑ "ya
habría hecho algo realmente admirable".
Sin
embargo, la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz no quedó completa, por
decirla así, hasta que pudieron incorporarse también sacerdotes que no
habían sido del Opus Dei antes de su ordenación. Al Fundador le sucedió
‑ante estos sacerdotes diocesanos‑ algo semejante a lo que habla
experimentado con la ordenación de los primeros socios de la Obra. Tenía
clara la idea, pero no encontraba el modo jurídico de llevarla a la
práctica, pues no había ningún camino abierto en el Derecho canónico
entonces vigente.
Desde el punto de vista teológico, la vocación al Opus Dei era la misma
para los laicos y para los sacerdotes diocesanos: el mismo fenómeno
teológico vocacional, solía decir el Fundador. Pero no vela la
solución jurídica (como con tantos otros problemas, que hoy parecen
fáciles y elementales, porque están resueltos).
Llegó a decidirse a abandonar el Opus Dei, para dedicarse a una nueva
fundación para sacerdotes diocesanos: por amor vuestro, que es amor a
Jesucristo, aseguraría con palabras emocionadas el 14 de noviembre de
1972 en La Lloma (Valencia) a un grupo numeroso de sacerdotes. Lo comunicó
a los directores y directoras del Opus Dei. Se pusieron tristes, y
alegres, porque comprendían la necesidad apostólica. Avisó a su hermana
Carmen y a su hermano Santiago de que si comenzaban otra vez las
calumnias, no se preocupasen: ‑Es esto. Antes había informado a la Santa
Sede, que le dio su visto bueno.
Había sacerdotes que estaban esperando la solución del problema, algunos
desde que habían conocido al Fundador de la Obra. Desde entonces le habían
manifestado sus deseos de formar parte del Opus Dei. Él tenía que hacerles
esperar.
Pero, en un momento dado, el Señor le hizo comprender que no era necesaria
una nueva fundación y que, por tanto, no debía abandonar la Obra.
Como expondría luego muchas veces, Dios arregla las cosa muy bien, y como
todos ‑sacerdotes y laicos‑ tienen la misma vocación, también
jurídicamente han cabido en el Opus Dei los sacerdotes diocesanos. Muchos
años después, en 1972, en Islabe (Derio, Vizcaya), confesaba a un buen
grupo de ellos:
Agradezco a Nuestro Señor que vosotros seáis hermanos de vuestros
hermanos, y que no haya habido necesidad de escindir un corazón de padre y
de madre.

Capítulo Tercero. La fundación del Opus Dei
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