6.- El Infortunio y la Gloria
El 29 de octubre, es
decir, 21 días después del combate de Angamos, salió de
Antofagasta un ejército chileno de 10.000 hombres, 900
caballos y 36 cañones, en 15 barcos transporte. Su rumbo era
el puerto peruano de Pisagua, se iniciaba así la invasión
del Perú.
En el mismo día se
celebraron honras fúnebres por Grau en la iglesia catedral
de Lima, las que estuvieron a cargo del arzobispo de Lima
Monseñor José Antonio Roca y Boloña. Al acto asistieron la
viuda de Grau y sus hijos, autoridades políticas y
militares, el cuerpo diplomático, batallones del ejército de
reserva (que formaron en la plaza), delegaciones de la
marina, tripulantes de los buques de guerra norteamericanos
“Alaska” y “Onward” que se encontraban en la bahía del
Callao y una abigarrada multitud que rebasó la capacidad de
la catedral.
La oración fúnebre a la
memoria del contralmirante Grau estuvo a cargo del
arzobispo, que no obstante, de lo prolongada de la misma, se
expresó con voz clara y brillante, en la siguiente forma:
El infortunio y la gloria
se dieron una cita misteriosa en las soledades del mar,
sobre el puente de la histórica nave, que ostentaba
orgullosa, nuestro inmaculado pabellón, tantas veces
resplandeciente en los combates.
El infortunio batió sus
negras alas, y bajo de ellas, irguióse la muerte, para segar
en flor preciosas vida, y esperanza risueña de la Patria.
Empero, cuando aquella
consumaba su obra de ruina, apareció la gloria, bañando con
su purísima luz el teatro de este drama sangriento; y a su
lado se alzó la inmortalidad para ceñir, presurosa, con
inmarcesibles coronas, las altas frentes que no se
doblegaron ante el peligro y mantuvieron siempre frescos los
laureles, con que las ornara la victoria.
A ti, Patria mía, les
ofrecieron en esa hora suprema. A ti los enviaron las
piadosas manos de aquellos héroes, antes que las tornaran
inamovibles el hielo de su improvisada tumba, A ti los
devolvieron como una herencia de honor, que hará fecundo tu
gran corazón, hoy recientemente probado por la pérdida de
tan buenos hijos, y hoy doblemente esforzado por su
grandioso ejemplo.
Enjuga pues, tu maternal
llanto y mira extática a los que murieron por ti. Asómbrate
al contemplar esa pléyade de bizarros defensores de nuestra
honra, de nuestra integridad territorial, del equilibrio
americano, de la justicia amenazados por un enemigo que sólo
fía en la fuerza material para ultrajarnos; y que despliega
esa fuerza, incomparablemente mayor que la de nuestra nave
sacrificada, no se adueña de ella sino pasando sobre
cadáveres y disputando al abismo un casco roto y
ensangrentado, pobre trofeo de tan efímero triunfo.
Asómbrate al recordar esa
lucha, en la que nuestros enemigos
son gigantes por el poder de su
flota, y nuestros marinos, gigantes por la grandeza del
corazón. Doce cañones formidables que montan dos naves
poderosas, sin que contemos las otras bocas de fuego de las
que les acompañan, y que también amenazan con el estrago y
la muerte, disparan sin cesar sobre un pequeño barco, que
sólo tiene dos buenos cañones para responderles.
Y, no obstante, nuestra
nave es fortísima, es superior, es invencible, por el
esfuerzo y bizarría de los que la tripulan. Miguel Grau que
es su alma, ha comunicado a sus dignos compañeros el sagrado
fuego que lo devora, y se lanza con ellos, como un león
acosado, contra los que le dan caza, acometiéndoles con sus
terribles dentelladas.
Más, ¡ay¡ el león cayó,
derribado por los proyectiles enemigos; y cayeron en rededor
de él todos los que vivían de su vida. El alma del «Huáscar»
voló al cielo, a la patria de los inmortales y se llevó en
pos de sí tantas almas que se identificaban con ella por el
valor indomable, por la audacia temeraria, por la
incontrastable serenidad, por el amor patrio llevado hasta
el delirio; por el heroísmo, que los convirtieron en
brillante guirnalda de soles para ceñir la frente del Perú,
irradiar sus destellos sobre el mundo, romper la niebla de
los tiempos, y decir a la historia: escribe y
llora... escribe una acción heroica y llora el valor
desgraciado.
A nosotros toca, señores,
honrar la memoria de esos mártires del honor nacional, y
grabar sus nombres en nuestras almas, aun antes que en el
mármol y en el bronce, que los darán a conocer a las
generaciones futuras. A nosotros toca ofrecer por ellos, no
una, sino muchas veces, el adorable sacrificio de esa
víctima inmaculada, que acaba de inmolarse sobre el altar, y
cuyos infinitos merecimientos les alcanzarán la Visión
Divina, único premio digno de su valor heroico.
Ese amor le inspiró el
hecho generoso, que se impone a nuestra admiración profunda
y a nuestra gratitud eterna. y ese hecho traza al Perú una
senda de gloria que debe de recorrer hasta su término.
Admiración y gratitud; imitación del heroísmo de ahí,
señores, las grandes lecciones que se desprenden del combate
en que sucumbieron noblemente el ilustre Contralmirante don
Miguel Grau y sus compañeros de infortunio y de gloria.
En la mísera, tristísima
condición a que se ve reducida la naturaleza humana, desde
que se manchó con la primer culpa, nada grande, nada
glorioso puede hacer, sino por la inmolación más o menos
costosa de si misma. Es una ruina, señores, y no puede
ostentar un hermoso monumento, sino quedando sepultado
debajo de él.
Nuestro adorable
Redentor, que vino a reparar esta ruina, dijo de sí propio
“En verdad, en verdad os digo, que si el grano de trigo que
cae en la tierra no muriese; él sólo queda: más si muriese,
mucho fruto lleva. y si yo fuese alzado de la tierra (en la
cruz) todo lo atraeré a mí mismo”.........................
Al Perú, nación cristiana
y generosa, no le han faltado nunca hombres extraordinarios,
destinados a la expiación para el engrandecimiento de la
Patria. En la época de nuestra emancipación del coloniaje,
los hubo en gran número y la independencia del Perú, ya es
un hecho que cuenta más de medio siglo; hoy se abre una
nueva era y en su primera página resplandecen los nombres
del Contralmirante Grau y sus abnegados compañeros.
De Grau, señores, que se
identifica con ellos en la gloria y en el infortunio,
porque los escogió con ojo certero, para la grande empresa
que su alma aún más grande, asumiera junto con el mando de
la histórica nave, esperanza halagüeña de la Patria, objeto
de la expectación y de la simpatía universal, fantasma
aterrador de nuestros enemigos. No separaré, pues,
a los que veo
estrechamente unidos en el momento supremo de tribulación y
de honor para el Perú: La Justicia no me lo perdonaría; y la
sombra del generoso Contralmirante, se alzaría severa
delante de mí, para pedirme cuenta de ese arbitrario
divorcio.....................
Ninguno de nosotros
ignora la última expedición del histórico Monitor a la costa
enemiga. Si esa expedición fue aconsejada por la prudencia o
la temeridad; si era mayor el riesgo que el provecho que de
ella pudiéramos prometernos, si el glorioso bajel había
perdido poco o mucho en sus condiciones náuticas; si el
esforzado contralmirante preveía inminente el peligro, o se
halagaba con un resultado feliz; si hubo tristes o risueños
presentimientos: no lo sé; ni he sido parte en averiguarlo;
ni creo posible descubrirlo en estos momentos de indignación
y de dolor; ni me parece patriótico escudriñar estas cosas;
ni echar miradas retrospectivas en la hora de la
catástrofe, que demanda al Perú, unión, concordia,
serenidad, abnegación y constancia para reponerse de un
momentáneo quebranto, y lidiar sin tregua por el triunfo de
la justicia, que es norte de las aspiraciones de dos grandes
pueblos aliados......................
Después de un viaje de
varios días hacia los puestos enemigos, y de haber visitado
algunos de ellos, sin que ocurriese nada digno de
mencionarse, a excepción de un bajel de comercio que fue
enviado a nuestro puerto principal; y cuando nuestros
bizarros marinos regresaban al de su partida, apareció en el
horizonte el humo que despedían varias naves de guerra; y
desde ese momento comenzó el terrible drama, cuyo recuerdo
entorpece mi lengua, nubla mi mente y desgarra mi corazón..
Perseguido nuestro monitor por una división de la escuadra
chilena, a cuya cabeza se hallaba uno de sus más fuertes
blindados; hace indecibles esfuerzos por esquivar un
encuentro que tiene que serle funesto.
El verdadero valor es
prudente, y no se expone a un sacrificio estéril; sólo
cuando es inevitable la lucha desproporcionada, o la
deshonra; opta por la lucha, fiando a Dios providente el
triunfo de la causa que defiende con fuerzas materiales
exiguas. Tal fue, señores, la conducta de los primeros
mártires, durante los tres primeros siglos de persecución
que afrontó la Iglesia. No se expusieron a una muerte segura
(salvo muy raros casos de divina inspiración); y se
separaron en los bosques y en los desiertos, firmes en su fe
y constantes en la resolución de sacrificarse por ella,
siempre que el señor les manifestase su divino decreto por
el curso de los acontecimientos.
Más, cuando no podía
evitar el martirio sino por la apostasía; cuando su fe era
puesta en ineludible prueba, entonces valerosos, serenos,
impávidos, desafiaban los tormentos y la muerte, en
cumplimiento de un deber sublime, y con la esperanza de que
su sangre generosa derramada, fuera fecunda semilla de
nuevos héroes.
Premia ahora, Dios mío,
la caridad del valiente marino y sus esforzados compañeros,
que salvaron, vistieron y alimentaron a los náufragos del
“Esmeralda”, tornándose mansísimos corderos después de haber
peleado como leones en las mismas aguas en que nuestros
náufragos eran asesinados por los disparos de un bajel
enemigo; en las mismas aguas que contemplaron
sucesivamente el bombardeo e incendio de la inerme Pisagua,
el fuego mortífero hecho sobre convoyes de mujeres y de
niños y el bombardeo nocturno de Iquique, en el que
perecieron niños y mujeres que dormían; todo esto, Dios
mío, precedido y seguido de la hospitalidad caballeresca,
cristiana dispensada a los náufragos de Chile, que se
rindieron al «Huáscar» con el grito de “¡Viva el Perú,
generoso!”
Mira Dios, que el Perú y
Bolivia se han unido sólo para
defender su
dignidad e integridad territorial ultrajada la una, violada
en parte la otra, en provecho de intereses materiales,
mezquinos, egoístas, que ya han hecho vestir de luto a las
familias de uno y otro bando.
¿Darás acaso el triunfo
al injusto agresor? ¿Quién puede penetrar Señor, tus juicios
que son abismos de abismos, ni recorrer tus caminos que son
los caminos de la humana prudencia? Sabemos tan solo que
abates para ensalzar, que castigas para corregir o
regenerar; y que si el impío llega a exaltarse como el cedro
de Líbano, un momento después en un volver de ojos desparece
como la débil arista que arrebata el huracán. Sabemos que
Tú, mortificas, que hundes en el sepulcro y sacas luego de
él a los que ya contemplábamos como su abandonada presa.
Estamos pues, en tus manos adorables y por recia que sea la
prueba, la soportamos con valor y con resignación cristiana;
nos humillaremos bajo de tu mano poderosa y esperaremos a la
sombra de tus alas.
Después de cerca de dos
horas de lucha desesperada, y, me atrevo a decir, por sus
condiciones únicas en los fastos de la marina universal,
lucha en la que nuestro débil monitor hizo prodigios de
arrojo y de pericia, después que cayeron uno tras otros los
jefes y aun los oficiales que se sucedieron en el mando de
aquella gloriosa nave; cuando ya ésta no era sino una ruina
flotante cubierta de cadáveres y heridos, dominó la fuerza,
preponderó el número, y el bajel destrozado, que consagró la
sangre de los ilustres mártires de la Patria, fue presa del
vencedor.
Miguel Grau, señores, era
un guerrero cristiano. Hombre de fe, toda su confianza la
cifraba en Dios. A El atribuía el buen éxito de sus
arriesgadas empresas. Lo alababa como el profeta-rey David y
si hubiera tenido en sus manos el arpa sagrada, le
hubierais oído repetir "Bendito sea, el Señor, mi Dios en
cuya escuela he aprendido el arte de pelear y vencer a mis
enemigos".
De allí nacía su
imperturbable serenidad en medio de los mayores peligros,
que imponía la confianza de los que lo obedecían, y lo
dejaba en actitud de aprovechar todas las ventajas de su
pericia, aun en aquellos momentos en lo que lo recio y
arriesgado del combate, suele desconcertar a los espíritus
de mejor temple.
La tranquilidad de su
conciencia, dulcísimo fruto de una vida honesta, del
ejercicio constante de las virtudes morales y cívicas, del
cumplimiento austero del deber, de su inquebrantable
resolución de sacrificarse por la Patria, resolución que
demostró, recibiendo con especial fervor los Santos
Sacramentos, y haciendo sus disposiciones últimas, antes de
salir a campaña, - la tranquilidad de conciencia- repito
mantuvo su espíritu sereno, aun en el momento que vio
inevitable la destrucción de su gloriosa nave, forzada a
combatir con elementos tan superiores a los suyos; esa
tranquilidad lo acompañó en la primera escena del sangriento
drama (La única que contempló) y en la que su valor heroico
secundado por los oficiales y tripulantes más bizarros, hizo
prodigios, arremetiendo con el ariete para destrozarla a una
de las naves poderosas que le hacía mortíferos disparos y
cuando estaba a punto de asestar el golpe de gracia, que ya
había sido esquivado por el rápido girar del enemigo. Una
bomba fatal rasga los aires, se estrella y destroza el busto
del ínclito guerrero, arrebatándolo de su puesto, entre
nubes de humo y entre arreboles de gloria ¡Así murió el
fuerte, el valeroso, el invencible Grau!
De su modestia sólo diré
que había inventado un dulcísimo artificio para sustraerse a
la alabanza, a que lo condenaban sus hazañas. Todo el
merecimiento lo atribuía al «Huáscar», es decir, a sus
valerosos compañeros ¡Noble irradiación de gloria, que
partiendo de una ilustre cabeza, vestía con sus resplandores
a los miembros de un cuerpo tan unido a los lazos del valor
y de la fraternidad cristiana!
Y la modestia y la
fraternidad le hicieron aplazar el uso de las insignias de
alta clase con que la representación nacional del Perú,
quiso premiar en parte, sus altos méritos. No le parecía
haberse hecho acreedor a tanto, y aguardaba mejor ocasión
para justificar lo que reputaba premio anticipado; ni quería
tampoco abandonar el mando de la nave, a cuyos generosos
tripulantes le unían tantos recuerdos y tan íntimo afecto.
Nada faltaba, pues,
Señores, a ese hombre extraordinario: dulzura y energía,
prudencia, pericia y valor, hombría de bien y civismo,
entusiasmo y constancia; todo lo tenía. Aun la gloria
circundaba ya su cabeza con aquella aureolo luminosa con que
rodea a los héroes, y la Fama veloz pregonaba por doquier
sus hazañas. Una sola cosa hacia falta a su genial grandeza;
y la halló antes de morir para que su grandeza fuese cabal.
No le faltaba señores, sino el último perfeccionamiento con
que el infortunio pone realce a la virtud ¡Y la catástrofe
de Mejillones ha dado los últimos toques al esplendoroso
cuadro de su vida! ¡Y ha envuelto en una onda de luz
imperecedera, en una misma gloria, el bizarro contralmirante
y a sus dignos compañeros!
Míralos Patria mía, míralos en lo alto, heridos y muertos por hacerte grande.
Admira la grandeza de sus almas y agradece eternamente el
sacrificio de sus vidas.
Victimas generosas
sacrificadas en el «Huáscar». Vuestra inmolación heroica,
es una lección elocuente, que el Perú no olvidará jamás.
Vuestros nombres pasarán de una a otra generación; y cuando
los pronuncien los que nos sucedan, se estremecerán en sus
entrañas por la gratitud, por la admiración, por la
indignación santa que despierta vuestro martirio. Habéis
caído para levantar al Perú a inconmensurable altura; sobre
vuestros restos inanimados, se asientan los cimientos del
nuevo edificio de su grandeza; los brazos de los que
sobreviven levantarán sus muros, y el cielo le pondrá digno
remate. Habéis caído abandonando la profunda sima que
separa a las naciones aliadas de la que ayer era su hermana
y hoy es su rival, su irreconciliable enemiga. Vuestra
sangre, como la de Abel, acusa a los que la han vertido en
la contienda más escandalosa que haya presenciado América..
Será semilla de mártires. Esa sangre hará resbalar al
enemigo para que caiga después de que ha caído moralmente
por la injusticia de su causa. Os ha inmolado la codicia; os
ha sacrificado la envidia, os ha muerto el odio gratuito.
Las sombras de Bolivar, Sucre, La Mar, San Martín, Necochea
y demás próceres de nuestra independencia, se levantan
airadas para pedir a Dios la vindicta de esa noble sangre.
Las naciones de Sud
América se conmueven hondamente al contemplar el drama
sublime de vuestro inesperado martirio y elevan a Dios sus
votos para que se restablezca el imperio de la justicia, y
enseñe a vuestros victimarios que una sola gota de vuestra
noble sangre vale más que los tesoros que ambicionan y que
las lindes del Derecho tienen un baluarte invisible que no
se traspasa impunemente por ningún pueblo de la tierra.
Mientras que nosotros rogamos a Dios por vuestro eterno
descanso, y damos reverente culto a vuestra memoria, rogad
vosotros por esta Patria que tanto habéis amado para que
dé a nuestras huestes la victoria, y al Perú que siga
vuestras huellas, y conserve gloriosa la tradición de
vuestro heroísmo. Descansad en paz.