GRAU  El peruano del milenio

Reynaldo Moya Espinosa

Carátula

Contenido

Prólogo

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Bibliografía

Biografía de R. Moya E.

 

CAPÍTULO XI:

HONOR Y GLORIA

01.- El “Huáscar” no se rindió

02.- La primera tumba

03.- Después de Angamos

04.- Como recibió Prado la noticia

05.- La colecta para nuevo barco

06.- El infortunio y la gloria

07.- Hombre de honor

08.- La tripulación heroica

09.- La corbeta “Unión” y el 8 de octubre

10.- Como informaron los diarios

11.- Otros reconocimientos y brindis por Grau

12.- El “Huáscar” en poder de Chile

13.- Piérola desconoce méritos de Grau

14.- Viuda de Grau recibe espada de Europa

15.- La muerte del coronel Gómez

16.- Colecta para reemplazar al Huáscar

 

6.- El Infortunio y la Gloria 

El 29 de octubre, es decir,  21 días después del combate de Angamos, salió de Antofagasta un ejército chileno de 10.000 hombres, 900 caballos y 36 cañones, en 15 barcos transporte. Su rumbo era el puerto peruano de Pisagua, se iniciaba así la invasión del Perú.  

 En el mismo día se celebraron honras fúnebres por Grau en la iglesia catedral de Lima, las que estuvieron a cargo del arzobispo de Lima Monseñor José Antonio Roca y Boloña. Al acto asistieron la viuda de Grau y sus hijos, autoridades políticas y militares, el cuerpo diplomático, batallones del ejército de reserva (que formaron en la plaza), delegaciones de la marina, tripulantes de los buques de guerra norteamericanos  “Alaska” y “Onward” que se encontraban en la bahía del Callao y una abigarrada multitud que rebasó la capacidad de la catedral. 

La oración fúnebre a la memoria del contralmirante Grau estuvo a cargo del arzobispo, que no obstante, de lo prolongada de la misma, se expresó con voz clara y brillante, en la siguiente forma: 

El infortunio y la gloria se dieron una cita misteriosa en las soledades del mar, sobre el puente de la histórica nave, que ostentaba orgullosa, nuestro inmaculado pabellón, tantas veces resplandeciente en los combates. 

El infortunio batió sus  negras alas, y bajo de ellas, irguióse la muerte, para segar en flor preciosas vida, y esperanza risueña de la Patria. 

Empero, cuando aquella consumaba su obra de ruina, apareció la gloria, bañando con su purísima luz el teatro de este drama sangriento; y a su lado se alzó la inmortalidad para ceñir, presurosa, con inmarcesibles coronas, las altas frentes que no se doblegaron ante el peligro y mantuvieron siempre frescos los laureles, con que las ornara la victoria. 

A ti, Patria mía, les ofrecieron en esa hora suprema. A ti los enviaron las piadosas manos de aquellos héroes, antes que las tornaran inamovibles el hielo de su improvisada tumba,  A ti los devolvieron como una herencia de honor, que hará fecundo tu gran corazón, hoy recientemente probado por la pérdida de tan buenos hijos, y hoy doblemente esforzado por su grandioso ejemplo.  

Enjuga pues, tu maternal llanto y mira extática a los que murieron por ti. Asómbrate al contemplar esa pléyade  de bizarros defensores de nuestra honra, de nuestra integridad territorial, del equilibrio americano, de la justicia amenazados por un enemigo que sólo fía en la fuerza material para ultrajarnos; y que despliega esa fuerza, incomparablemente mayor que la de nuestra nave sacrificada, no se adueña de ella sino pasando sobre cadáveres y disputando al abismo un casco roto y ensangrentado, pobre trofeo de tan efímero triunfo. 

Asómbrate al recordar esa lucha, en la que nuestros enemigos son gigantes por el poder de su flota, y nuestros marinos, gigantes por la grandeza del corazón. Doce cañones formidables que montan dos naves poderosas, sin que contemos las otras bocas de fuego de las que les acompañan, y que también amenazan con el estrago y la muerte, disparan sin cesar sobre un pequeño barco, que sólo tiene dos buenos cañones para responderles. 

Y, no obstante, nuestra nave es fortísima, es superior, es invencible, por el esfuerzo y bizarría de los que la tripulan. Miguel Grau que es su alma, ha comunicado a sus dignos compañeros el sagrado fuego que lo devora, y se lanza con ellos, como un león acosado, contra los que le dan caza, acometiéndoles con sus terribles dentelladas. 

Más, ¡ay¡ el león cayó, derribado por los proyectiles enemigos; y cayeron en rededor de él todos los que vivían de su vida. El alma del «Huáscar» voló al cielo, a la patria de los inmortales y se llevó en pos de sí tantas almas que se identificaban con ella por el valor indomable, por la audacia temeraria, por la incontrastable serenidad, por el amor patrio llevado hasta el delirio; por el heroísmo, que los convirtieron en brillante guirnalda de soles para ceñir la frente del Perú, irradiar sus destellos sobre el mundo, romper la niebla de los tiempos, y decir a la historia: escribe y llora... escribe una acción heroica y llora el valor desgraciado. 

A nosotros toca, señores, honrar la memoria de esos mártires del honor nacional, y grabar sus nombres en nuestras almas, aun antes que en el mármol y en el bronce, que los darán a conocer a las generaciones futuras. A nosotros toca ofrecer por ellos, no una, sino muchas veces,  el adorable sacrificio de esa víctima inmaculada, que acaba de inmolarse sobre el altar, y cuyos infinitos merecimientos  les alcanzarán la Visión Divina, único premio digno de su valor heroico.  

Ese amor le inspiró el hecho generoso, que se impone a nuestra admiración  profunda y a nuestra gratitud eterna. y ese hecho traza al Perú una senda de gloria que debe de recorrer hasta su término. Admiración y gratitud; imitación del heroísmo de ahí, señores, las grandes lecciones que se desprenden del combate en que sucumbieron noblemente el ilustre Contralmirante don Miguel Grau y sus compañeros de infortunio y de gloria.  

En la mísera, tristísima condición a que se ve reducida la naturaleza humana, desde que se manchó con la primer culpa, nada grande, nada glorioso puede hacer, sino por la inmolación más o menos costosa de si misma. Es una ruina, señores,  y no puede ostentar un hermoso monumento, sino quedando sepultado debajo de él. 

Nuestro adorable Redentor, que vino a reparar esta ruina, dijo de sí propio “En verdad, en verdad os digo, que si el grano de trigo que cae en la tierra no muriese; él sólo queda: más si muriese, mucho fruto lleva. y si yo fuese alzado de la tierra (en la cruz) todo lo atraeré a mí mismo”......................... 

Al Perú, nación cristiana y generosa, no le han faltado nunca hombres extraordinarios, destinados a la expiación para el engrandecimiento de la Patria. En la época de nuestra emancipación del coloniaje, los hubo en gran número y la independencia del Perú, ya es un hecho que cuenta más  de medio siglo; hoy se abre una nueva era y en su primera página resplandecen los nombres del Contralmirante Grau  y sus abnegados compañeros.

De Grau, señores, que se identifica  con ellos en la gloria y en el infortunio, porque los escogió con ojo certero, para la grande empresa que su alma aún más grande, asumiera junto con el mando de la histórica nave, esperanza halagüeña de la Patria, objeto de la expectación y de la simpatía universal, fantasma aterrador de nuestros enemigos. No separaré, pues, a los que veo estrechamente unidos en el momento supremo de tribulación y de honor para el Perú: La Justicia no me lo perdonaría; y la sombra del generoso Contralmirante, se alzaría severa delante de mí, para pedirme cuenta de ese arbitrario divorcio..................... 

Ninguno de nosotros ignora la última expedición del histórico Monitor a la costa enemiga. Si esa expedición fue aconsejada por la prudencia o la temeridad; si era mayor el riesgo que el provecho que de ella pudiéramos prometernos, si el glorioso bajel había perdido poco o mucho en sus condiciones náuticas; si el esforzado contralmirante  preveía inminente el peligro, o se halagaba con un resultado feliz; si hubo tristes o risueños presentimientos: no lo sé; ni he sido parte en averiguarlo; ni creo posible descubrirlo en estos momentos de indignación y de dolor; ni me parece patriótico escudriñar estas cosas; ni echar miradas retrospectivas en la hora de la  catástrofe, que demanda al Perú, unión, concordia, serenidad, abnegación y constancia para reponerse de un momentáneo quebranto, y lidiar sin tregua por el triunfo de la justicia, que es norte de las aspiraciones de dos grandes pueblos aliados...................... 

Después de un viaje de varios días hacia los puestos enemigos, y de haber visitado algunos de ellos, sin que ocurriese nada digno de mencionarse, a excepción de un bajel de comercio que fue enviado a nuestro puerto principal; y cuando nuestros bizarros marinos regresaban al de su partida, apareció en el horizonte el humo que despedían varias naves de guerra; y desde ese momento comenzó el terrible drama, cuyo recuerdo entorpece mi lengua, nubla mi mente y desgarra mi corazón.. Perseguido nuestro monitor por una división de la escuadra chilena, a cuya cabeza se hallaba uno de sus más fuertes blindados; hace indecibles esfuerzos por esquivar un encuentro que tiene que serle funesto. 

El verdadero valor es prudente, y no se expone a un sacrificio estéril; sólo cuando es inevitable la lucha desproporcionada, o la deshonra; opta por la lucha, fiando a Dios providente el triunfo de la causa que defiende con fuerzas materiales exiguas. Tal fue, señores, la conducta de los primeros mártires, durante los tres primeros siglos de persecución que afrontó la Iglesia. No se expusieron a una muerte segura (salvo muy raros casos de divina inspiración); y se separaron en los bosques y en los desiertos, firmes en su fe y constantes en la resolución de sacrificarse por ella, siempre que el señor les manifestase su divino decreto por el curso de los acontecimientos. 

Más, cuando no podía evitar el martirio sino por la apostasía; cuando su fe era puesta en ineludible prueba, entonces valerosos, serenos, impávidos, desafiaban los tormentos y la muerte, en cumplimiento de un deber sublime, y con la esperanza de que su sangre generosa derramada, fuera fecunda semilla de nuevos héroes. 

Premia ahora, Dios mío, la caridad del valiente marino y sus esforzados compañeros, que salvaron, vistieron y alimentaron a los náufragos del “Esmeralda”, tornándose mansísimos corderos después de haber peleado como leones en las mismas aguas en que nuestros náufragos eran asesinados por los disparos de un bajel enemigo; en las mismas aguas  que contemplaron  sucesivamente el bombardeo e incendio de la inerme Pisagua, el fuego mortífero hecho sobre convoyes de mujeres y de niños y el bombardeo nocturno de Iquique, en el que perecieron niños y mujeres que dormían; todo esto, Dios mío,  precedido y seguido de la hospitalidad caballeresca, cristiana dispensada a los náufragos de Chile, que se rindieron al «Huáscar» con el grito de “¡Viva el Perú, generoso!”

Mira Dios, que el Perú y Bolivia se han unido sólo para defender su dignidad e integridad territorial ultrajada la una, violada en parte la otra, en provecho de intereses materiales, mezquinos, egoístas, que ya han hecho vestir de luto a las familias de uno y otro bando.

¿Darás acaso el triunfo al injusto agresor? ¿Quién puede penetrar Señor, tus juicios que son abismos de abismos, ni recorrer tus caminos que son los caminos de la humana prudencia? Sabemos tan solo que abates para ensalzar, que castigas para corregir o regenerar; y que si el impío llega a exaltarse como el cedro de Líbano, un momento después en un volver de ojos desparece como la débil arista que arrebata el huracán. Sabemos que Tú, mortificas, que hundes en el sepulcro y sacas luego de él a los que ya contemplábamos como su abandonada presa. Estamos pues, en tus manos adorables y por recia que sea la prueba, la soportamos con valor y con resignación cristiana; nos humillaremos bajo de tu mano poderosa y esperaremos a la sombra de tus alas. 

Después de cerca de dos horas de lucha desesperada, y, me atrevo a decir, por sus condiciones únicas en los fastos de la marina universal, lucha en la que nuestro débil monitor hizo prodigios de arrojo y de pericia, después que cayeron uno tras otros los jefes y aun los oficiales que se sucedieron en el mando de aquella gloriosa nave; cuando ya ésta no era sino una ruina flotante cubierta de cadáveres y heridos, dominó la fuerza, preponderó el número, y el bajel destrozado, que consagró la sangre de los ilustres mártires de la Patria, fue presa del vencedor. 

Miguel Grau, señores, era un guerrero cristiano. Hombre de fe, toda su confianza la cifraba en Dios. A El atribuía el buen éxito de sus arriesgadas empresas. Lo alababa como el profeta-rey David y si hubiera tenido en sus manos el arpa sagrada,  le hubierais oído repetir "Bendito sea, el Señor, mi Dios en cuya escuela he aprendido el arte de pelear y vencer a mis enemigos". 

De allí nacía su imperturbable serenidad en medio de los mayores peligros, que imponía la confianza de los que lo obedecían, y lo dejaba en actitud de aprovechar todas las ventajas de su pericia, aun en aquellos momentos en lo que lo recio y arriesgado del combate, suele desconcertar a los espíritus de mejor temple. 

La tranquilidad de su conciencia, dulcísimo fruto de una vida honesta, del ejercicio constante de las virtudes morales y cívicas, del cumplimiento austero del deber, de su inquebrantable resolución de sacrificarse por la Patria, resolución que demostró, recibiendo con especial fervor  los Santos Sacramentos, y haciendo sus disposiciones últimas, antes de salir a campaña, - la tranquilidad de conciencia- repito mantuvo su espíritu sereno, aun en el momento que vio inevitable la destrucción de su gloriosa nave, forzada a combatir con elementos tan superiores a los suyos; esa tranquilidad lo acompañó en la primera escena del sangriento drama (La única que contempló) y en la que su valor heroico secundado por los oficiales y tripulantes más bizarros, hizo prodigios, arremetiendo con el ariete para destrozarla a una de las naves  poderosas que le hacía mortíferos disparos y cuando estaba a punto de asestar el golpe de gracia, que ya había sido esquivado por el rápido girar del enemigo. Una bomba fatal rasga los aires, se estrella y destroza el busto del ínclito guerrero, arrebatándolo de su puesto, entre nubes de humo y entre arreboles de gloria ¡Así murió el fuerte, el valeroso, el invencible Grau! 

De su modestia sólo diré que había inventado un dulcísimo artificio para sustraerse a la alabanza, a que lo condenaban sus hazañas. Todo el merecimiento lo atribuía al «Huáscar», es decir, a sus valerosos compañeros ¡Noble irradiación de gloria, que partiendo de una ilustre cabeza, vestía con sus resplandores a los miembros de un cuerpo tan unido a los lazos del valor y de la fraternidad cristiana! 

Y la modestia y la fraternidad le hicieron aplazar el uso de las insignias de alta clase con que la representación nacional del Perú, quiso premiar en parte, sus altos méritos. No le parecía haberse hecho acreedor a tanto, y aguardaba  mejor ocasión para justificar lo que reputaba premio anticipado; ni quería tampoco abandonar  el mando de la nave, a cuyos generosos tripulantes le unían tantos recuerdos y tan íntimo afecto.

Nada faltaba, pues, Señores, a ese hombre  extraordinario: dulzura y energía, prudencia, pericia y valor, hombría de bien y civismo, entusiasmo y constancia; todo lo tenía. Aun la gloria circundaba ya su cabeza con aquella aureolo luminosa con que rodea a los héroes, y la Fama veloz pregonaba  por doquier sus hazañas. Una sola cosa hacia falta a su genial grandeza; y la halló antes de morir para que su grandeza fuese cabal. No le faltaba señores,  sino el último perfeccionamiento con que el infortunio pone realce a la virtud ¡Y la catástrofe de Mejillones ha dado los últimos toques al esplendoroso cuadro de su vida! ¡Y ha envuelto en una onda de luz imperecedera, en una misma gloria, el bizarro contralmirante y a sus dignos compañeros!

Míralos Patria mía, míralos en lo alto, heridos y muertos por hacerte grande. Admira la grandeza de sus almas y agradece eternamente  el sacrificio de sus vidas.

Victimas generosas sacrificadas en el «Huáscar». Vuestra inmolación  heroica, es una lección elocuente, que el Perú no olvidará jamás. Vuestros nombres pasarán de una a otra generación; y cuando los pronuncien los que nos sucedan, se estremecerán en sus entrañas por la gratitud, por la admiración, por la indignación santa que despierta vuestro martirio. Habéis caído para levantar al Perú a inconmensurable altura; sobre vuestros restos inanimados, se asientan los cimientos del nuevo edificio de su grandeza; los brazos de los que sobreviven levantarán sus muros, y el cielo le pondrá digno remate. Habéis caído abandonando  la profunda sima que separa a las naciones aliadas de la que ayer era su hermana y hoy es su rival, su irreconciliable enemiga. Vuestra sangre, como la de Abel, acusa a los que la han vertido en la contienda más escandalosa que haya presenciado América.. Será semilla de mártires. Esa sangre hará resbalar al enemigo para que caiga después de que ha caído  moralmente por la injusticia de su causa. Os ha inmolado la codicia; os ha sacrificado la envidia, os ha muerto el odio gratuito. Las sombras de Bolivar, Sucre, La Mar, San Martín, Necochea y demás próceres de nuestra independencia, se levantan airadas para pedir a Dios la vindicta de esa noble sangre. 

Las naciones de Sud América se conmueven hondamente al contemplar el drama sublime de vuestro inesperado martirio y elevan a Dios sus votos para que se restablezca el imperio de la justicia, y enseñe a vuestros victimarios que una sola gota de vuestra noble sangre vale más que los tesoros que ambicionan y que las lindes del Derecho tienen un baluarte invisible que no se traspasa impunemente por ningún pueblo de la tierra. Mientras que nosotros rogamos a Dios por vuestro eterno descanso, y damos reverente culto a vuestra memoria, rogad vosotros por  esta Patria que tanto habéis amado para que dé a nuestras huestes la victoria, y al Perú que siga vuestras huellas, y conserve gloriosa la tradición de vuestro heroísmo. Descansad en paz.